Capítulo 6

Malcolm rozó su boca con la suya. Claire no se movió. Hacía mucho tiempo que deseaba que la besara, y la caricia de sus labios, suave como una pluma, hizo que la embargara el deseo. Nunca la había besado un hombre tan fuerte y poderoso, ni había sentido nunca un beso tan tierno y suave.

Gimió débilmente y se agarró a sus grandes hombros. Santo cielo, cuánto deseaba que la besara más hondamente.

Con las manos apoyadas a ambos lados de ella, sobre la cama, Malcolm jugó con sus labios lentamente pero con insistencia, besándola una y otra vez. Fue aumentando poco a poco la presión y su lengua comenzó a acariciar la juntura de los labios de Claire. Ella no pudo soportarlo. Dejó escapar un gemido.

Malcolm se quedó quieto. Claire le clavó las uñas en los hombros, gimió sin pudor y, acariciándole los labios con la lengua, le exigió más al tiempo que separaba los muslos ansiosamente. Él no se movió por un instante, ni siquiera para besarla mientras ella intentaba frenéticamente introducir la lengua en su boca cerrada. ¿Por qué le hacía aquello?

Luego, Malcolm tomó su cabeza entre las manos. Claire se quedó quieta y él la besó apasionadamente, con la boca abierta. Se cambiaron los papeles inmediatamente. Él la besaba con tal fuerza que Claire sentía la pared a través de las almohadas, contra la cabeza.

Le devolvió el beso, asombrada porque pudiera gozarse tanto con un beso. Pero un beso no era suficiente.

Mientras él devoraba su boca, entrelazando ferozmente sus lenguas, Claire pasó las manos por su duro pecho. Deseaba que el maldito jubón desapareciera. Quería sentir cada palmo de su cuerpo fuerte y duro, pero a través del áspero lino. Quería tocar su piel, explorar su musculatura, saborear cada pulgada de su cuerpo. Encontró la abertura del cuello y deslizó la mano por ella, apartando la gran cruz que llevaba Malcolm. Al sentir su piel caliente y desnuda sofocó un gemido. Era tan delicioso…

Él gruñó. Claire intentó bajar la mano, pero era imposible: el cuello era demasiado estrecho. Sacó la mano y acarició frenéticamente, por encima del jubón, su costado y su abdomen duro y tenso, hasta el ombligo. Gritó salvajemente al sentir la punta caliente, enorme y bulbosa de su miembro erecto apretada contra ella.

Se moriría si Malcolm no la hacía suya con su dura verga…

Él le apartó la mano del pene.

—No, muchacha —respiraba trabajosamente y sus ojos tenían un brillo feroz.

—Maldito seas —gimió ella, retorciéndose con un ansia insoportable. Logró mirarlo a través de las lágrimas, jadeando con fuerza. Claire comprendió, asombrada, que se estaba aferrando a la absurda determinación de no acostarse con ella. Furiosa y desesperada, quiso golpearlo, pero la sujetaba por las muñecas.

—Tengo que dejarte —dijo él con voz ronca, y la soltó.

Claire se incorporó y comenzó a golpearlo en el pecho.

—¡Ni lo sueñes!

Malcolm detuvo los golpes con el antebrazo y le apartó las manos como si espantara una mosca. Puso luego una mano sobre su rodilla desnuda, apretándole la pierna contra la cama.

Claire se quedó quieta; su corazón casi estallaba de miedo, de expectación, mientras un fuego desbocado lamía sus muslos.

—Sí —musitó.

Con la cara tensa y crispada y ojos brillantes, Malcolm deslizó la mano por su pierna, bajo su falda, hasta su raja húmeda. Ella gimió y, dejándose caer sobre la almohada, se arqueó impúdicamente hacia él.

—Date prisa —dijo con aspereza.

Sus brillaron aún más y Claire parpadeó para refrenar sus lágrimas ardientes cuando él rozó con los nudillos su sexo palpitante, enfundado en seda. Malcolm deslizó los largos dedos bajo el tanga y lo apartó de su carne. Sus nudillos se hundieron allí donde su sexo se hacía más sensible y se distendía.

—Oh, Dios —jadeó ella.

—Sí —dijo él con voz pastosa, y le subió la falda hasta la cintura, los ojos clavados en ella—. Llevas una tira. Una tira con encaje y cuentas.

—Por favor —susurró Claire.

Él pasó lentamente el pulgar por uno de sus labios hinchados y luego por el otro. Claire dio un respingo cuando trazó con el dedo el contorno hinchado de su clítoris. Se dejó llevar y cuando llegó el orgasmo, estalló en mil pedazos y gritó de angustia, de placer, de éxtasis.

Sintió entonces que su lengua la tocaba allí.

Aquella deliciosa y torturante presión se renovó con sorprendente fuerza mientras su lengua la saboreaba con firmeza, acariciándola en círculos. Hacía tanto tiempo… ¡y nunca había sido así! Volvió a romperse y gimió, lloró, lacerada una y otra vez por su lengua, llorando de placer y de dolor. Él no se detuvo; probó su umbral y volvió a ejercer presión, provocándole un orgasmo aún más violento e intenso. Claire sollozó, y la lengua de Malcolm se detuvo por fin. Ella jadeaba y respiraba trabajosamente, y por fin logró volver flotando a la cama.

Se quedó tendida de espaldas, incapaz de moverse. No sabía cuánto tiempo llevaba él practicándole el sexo oral, pero había tenido tantos orgasmos que había perdido la cuenta. Le dolía el cuerpo. Y Malcolm no se había corrido.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había dejado que aquello ocurriera de nuevo? ¿Y por qué no había gozado él? Por fin recobró la cordura. Ya no se reconocía. ¿Aquella era la idea que Malcolm tenía de los juegos preliminares? ¿Intentaría montarla ahora, cuando estaba por fin saciada como no lo había estado nunca, ni una sola vez en su vida?

Se mordió el labio, asombrada, cuando una oleada de deseo la embargó al pensar en que se moviera dentro de ella. Pero Malcolm permanecía inmóvil. Su mejilla descansaba sobre el muslo de Claire. Ella cobró de pronto conciencia de la enorme tensión que agarrotaba su cuerpo.

—Malcolm… —no reconoció su propia voz.

Por fin se dio cuenta de que él estaba en medio de una pugna consigo mismo.

Respiraba con fuerza, ásperamente. Su mano se movió sobre el sexo de Claire una sola vez, acariciándola.

Se apartó de la cama, la cubrió con la manta de piel y sus miradas se encontraron.

Ella se sentó al instante, alarmada. Los ojos de Malcolm ardían de deseo. El ansia que Claire vio allí era aterradora. Tenía el semblante endurecido y su enorme miembro enhiesto levantaba el jubón. A Claire se le secó la boca, su corazón volvió a acelerarse. Apartó la mirada de sus ojos brillantes y empezó a temblar.

«Murió gozando conmigo».

Tal vez aquella mujer había muerto por ser él tan fuerte y sexual.

Era una idea espeluznante.

Malcolm dio media vuelta y se fue.

Claire sofocó un gemido, pasmada. Su instinto la impulsaba a ir detrás de él, pero ¿para qué? Malcolm no necesitaba consuelo… ¿verdad? Necesitaba sexo, pero se había entregado a ella sin pedir nada a cambio. Claire se recostó en la almohada, llena de asombro. Tal vez fuera hora de revisar lo que opinaba de él.

 

 

 

Estaba completamente inmóvil en lo alto de la muralla, entre dos torres, y la brisa de la mañana pegaba el jubón a sus muslos desnudos. Su mano se cerraba sobre la empuñadura de la espada. La tensión vibraba dentro de él. Un frío glacial había envuelto Urquhart como un manto nada más atravesar él la puerta. Moray estaba esperándolo.

Su estómago se retorció, anudándose. Había habido muchas advertencias y las había ignorado todas. Paseó la mirada por la muralla, pero no había nadie presente. Miró hacia abajo, primero hacia la explanada ocupada por los campesinos y luego hacia la amplia panza azul y plata del lago Ness.

Una ráfaga de brisa pasó a su lado, susurrando su nombre:

Calum

Pero no era el viento quien hablaba, sino Moray. El señor de las tinieblas: su enemigo mortal.

Tembló de rabia y de odio y abrió de un empujón la puerta de madera de la torre.

La oscuridad descendió sobre las almenas como una tormenta, tapando la luz del amanecer. Por un momento, no vio nada.

Moray le sonreía.

Sus dientes eran sorprendentemente blancos. Tenía la piel morena, bronceada por siglos de sol, pero parecía tener treinta y cinco años, como máximo. Vestía a la manera de la corte inglesa: con calzas de color escarlata, jubón de lana negra adornado con armiño y manto rojinegro echado prendido al hombro con un broche de oro y rubíes. Era Defensor del Reino y consejero favorito del rey Jacobo.

—Te estaba esperando, Malcolm —ronroneó, hablando en inglés. Se reía mientras hablaba.

Tha mi air mo sharachadh —«estoy cansado de esto».

Moray parecía encantado. Su sonrisa se hizo más amplia.

—Entonces ¿por qué has tardado tanto? —levantó la espada, y ésta siseó al deslizarse fuera de la funda.

La razón se había esfumado. La cordura había desaparecido. Malcolm sacó su espada y atacó.

A Bhrogain!

Moray paró el golpe fácilmente y, cuando sus enormes espadas se trabaron, Malcolm comprendió que se enfrentaba a una fuerza y un poder que jamás había imaginado. Nunca había perdido una batalla, pero en aquel instante dudó de su capacidad para derrotar a Moray.

Moray paraba cada estocada como si Malcolm fuera un niño en pañales.

La batalla se volvió absurda. Moray jugaba con él, y a Malcolm no le quedaban fuerzas para seguir blandiendo la espada. Debería haber hecho caso, debería haber esperado. Sus poderes eran demasiado nuevos, demasiado informes. De pronto, Moray traspasó sus defensas y su espada se hundió profundamente en el músculo y la carne, penetrando en el hueso.

Malcolm gimió y una terrible certeza comenzó a formarse en su interior, acompañada por el dolor y la fiebre.

Moray sonrió, hundió más aún la espada en su cuerpo, atravesando tendones y músculos, y Malcolm quedó completamente ensartado en la pared.

Moray se apartó. Su espada chorreaba sangre.

Malcolm intentó resistirse a la terrible y repentina oleada de debilidad que se apoderó de él, pero le resultó imposible y cayó al suelo. La torre estaba envuelta en un extraño silencio. Malcolm jadeaba, dolido, furioso, atragantándose con su propia sangre. Comprendió entonces que Moray se había esfumado.

Cerró los ojos con fuerza, pero no para dejar de sentir el dolor ardiente de su pecho. Pensaba únicamente en los votos sagrados que había tomado hacía poco. Había jurado sobre los libros antiguos y sagrados, en el santuario, defender a Dios y a la humanidad. Pero el mal acababa de salir de aquella torre y daría caza a los Inocentes de un extremo a otro del país, constantemente.

En ese momento de asombrosa lucidez, comprendió que debía vivir para defender la Inocencia, como habían hecho Brogan y sus antepasados.

Comenzó a sentir un ansia terrible. El ansia frenética de vivir. Logró levantarse, agarrándose el pecho ensangrentado. Su cuerpo le gritaba que viviera. Empezó a sentir un impulso que entendió de inmediato: el impulso de absorber energía para recobrar las fuerzas. Pero estaba solo y la vida se le escapaba rápidamente. Mientras la muerte lo acechaba, rezó a los Antiguos, que habían llevado a los Maestros a la tierra.

Una mujer entró precipitadamente en la torre, gritando su nombre, asustada. Estaba medio muerto. Veía la borrosa silueta de la mujer danzando ante sus ojos. La torre parecía temblar envuelta en sombras grisáceas. Y él estaba asombrado, porque sabía que aquella mujer le había sido enviada.

Ella se acercó corriendo. Antes de tocarlo siquiera, Malcolm se dio cuenta de que era joven y sana y estaba llena de una energía arrolladora. Malcolm le tendió los brazos. Ella lo ayudó a incorporarse y él sintió su energía penetrar como un fluido en sus venas.

Gritó, aliviado.

Ella se tambaleó y él la sostuvo. Se sentía cada vez más fuerte; su energía aumentaba con cada instante que pasaba. Era delicioso… y Malcolm comenzó a sentirse eufórico.

Echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en la pared, y gritó mientras la energía hinchaba sus venas. Y aquella energía iba acompañada de la sensación de ser invencible, de la certeza de que no moriría. La alegría rugía dentro de él. Nunca se había sentido tan poderoso. Nunca había conocido aquel éxtasis. Vio, maravillado, que su sexo también se había hinchado. Sintió un éxtasis aún más intenso. Atrajo a la muchacha hacia sí para que sintiera su deseo, y los ojos de ella se dilataron.

—Sí —dijo él con voz ronca—. Deja que te haga gozar, muchacha.

—Mi señor —musitó ella, rodeándolo con los brazos.

Malcolm la volvió de espaldas a la pared, se apartó el jubón y le subió las faldas. Y no pudo esperar. Le separó los muslos y la penetró directamente, con fuerza, hasta el final. Y al alcanzar el orgasmo tuvo que tomar aún más fuerzas de ella: era demasiado embriagador como para no hacerlo.

El deseo, la energía, el éxtasis de la muchacha, el suyo propio lo cegaron. La vida manaba de ella en enormes oleadas, y el poder se multiplicó por cien. Ella sollozaba y suplicaba. Él no la oía. Se acostaba con mujeres desde los catorce años y nunca había experimentado tal placer, ni sospechado que existiera. Culminó de nuevo, pero su miembro no se aflojó. Ningún hombre podía presumir de tanta virilidad.

Jamás había soñado con tanto poder.

Y el poder lo cegaba, lo mantenía excitado, otorgándole una fuerza y una resistencia terribles. Aulló de placer mientras amanecía. Esta vez, podría matar a Moray.

Reparó entonces en que la mujer se había quedado quieta por fin. Bajó la mirada hacia su pecho. Su jubón estaba empapado de sangre, pero la herida se había cerrado. Sólo quedaba una cicatriz prominente encima de su pezón izquierdo.

Le debía la vida a aquella mujer. Abrazándola, lleno de gratitud, la tumbó suavemente en el suelo. Se quitó el manto y la tapó con él. Luego se levantó. Y entonces se dio cuenta de que Moray estaba presente.

El demonio salió de las sombras. Sus ojos brillaban, rojos.

Malcolm comprendió que se estaba riendo de él.

Empezó a sentir miedo. La muchacha yacía inmóvil.

«No». Se arrodilló a su lado. Le volvió la cara hacia él y vio que sus ojos azules, muy abiertos, ya no veían.

—Bienvenido, hermano mío. Bienvenido a los placeres de la muerte.

Malcolm se incorporó bruscamente y arrojó el vaso de vino al hogar. Era medianoche y estaba solo en el gran salón, con la única compañía de dos valiosos sabuesos. Los perros lo observaban impávidos.

Hacía meses que no se permitía pensar en Urquhart. Había pasado tres años expiando sus pecados, pugnando con la culpa. Se creía perfectamente dueño de sí mismo. Había poseído a un centenar de mujeres desde aquello, sin dejarse tentar nunca.

Mentira. No era dueño de sí mismo.

Pensó en Urquhart. Y luego en la mujer que dormía arriba: otra doncella inocente, una mujer tan seductora que él ansiaba paladear su vida.

Tres años antes, se había creído un cazador, y no era cierto. Moray le había dado caza a él: andaba al acecho de su alma.

Y ahora aquella mujer lo tentaba de un modo impensable. Había creído que su alma estaba a salvo, pero se equivocaba.

 

 

 

Despertaron a Claire a la mañana siguiente, al amanecer. Recién abiertos los ojos, se encontró con la mirada de un niño pequeño que le clavaba el dedo, sonreía y le indicaba con gestos que se vistiera para ir a comer. El pequeño señaló rápidamente la puerta, sonrió de nuevo y se marchó. Claire se incorporó, tapándose con la manta de piel. Se sentía como si tuviera una resaca espantosa.

Pero no tenía resaca, al menos en el sentido corriente de la palabra. Se le aceleró el pulso al recordar que estaba en la Escocia medieval y que esa noche Malcolm le había hecho el amor.

Sintió la primera andanada de deseo golpearle el pecho y el vientre como un puñetazo. Miró su aposento, el pequeño fuego de la chimenea, la endeble mesa donde descansaba una jarra con agua, y la estrecha ventana. Los postigos estaban abiertos de par en par y fuera el cielo se había teñido de rojo sangre.

Aunque la víspera creía que no podría pegar ojo, el agotamiento se había apoderado rápidamente de ella después de marcharse Malcolm. Había dormido como un tronco hasta que llamaron a la puerta de su cuarto.

Estaba claro que el chico deseaba que se diera prisa, y Claire sabía por qué. Estaba ya despierta del todo. Y pronto partirían hacia Dunroch.

Comenzó a sentir verdadera alegría.

Pero también sentía congoja. Había amanecido un nuevo día. Estaba a punto de ver a Malcolm y el día anterior… el día anterior se había comportado como una desconocida. Jamás olvidaría cómo la había hecho gozar él sin pedirle nada a cambio.

Se lavó con agua helada y confió en que él fuera lo bastante caballeroso como para no comentar lo ocurrido entre ellos. Pero ¿y Sibylla? ¿Estarían a salvo durante el viaje? Se echó el manto de tartán de Malcolm sobre los hombros, cada vez más agitada, y bajó las escaleras. En el gran salón sólo estaban las criadas y Claire se sintió decepcionada, aunque no quisiera. Estaba muerta de hambre (no estaba segura de cuándo había comido por última vez) y se sentó ante una enorme bandeja cargada con pan, queso, varios tipos de pescado ahumado y un gran cuenco de gachas de avena. Comió rápidamente, usando un tenedor de dos púas, un tosco cuchillo y una cuchara. Tenía prisa por salir del salón. Mientras se comía, miraba de tanto en tanto la gran puerta, que seguía cerrada.

Apartó la bandeja. Tarde o temprano tenía que enfrentarse a Malcolm, y no sabía qué decir, cómo actuar o qué hacer. Tenía, sin embargo, que afrontar el hecho de que no tenía remordimientos de conciencia. Sería una hipocresía fingir lo contrario. Había necesitado una noche como aquella.

Sintió que le ardían las mejillas. Malcolm era un amante generoso. Decidió desprenderse de estereotipos. Nunca volvería a pensar en él como un machote medieval y un capullo. No había duda de que era un hombre complejo, interesante y muy, muy sexy. No le importaría nada compartir de verdad su cama.

La sola idea hizo que se sintiera débil y sin fuerzas. «No sigas por ahí», se dijo mientras se encaminaba hacia la puerta. Se conocía. Si alguna vez dormía de verdad con él, se enamoraría. Y era una pésima idea. No debía encariñarse con él. Había que ser una necia o estar loca para enamorarse de Malcolm, dadas las circunstancias. Se advirtió que su interés por él debía ser puramente académico.

Al abrir las puertas, la recibió una ráfaga de aire gélido, a pesar de que era verano. Se detuvo en lo alto de la escalinata. Una docena de hombres estaban montando en sus corceles, junto al otro edificio. Justo por debajo de ella, Malcolm hablaba con Royce parado junto a dos caballos ensillados. Ambos se volvieron al mismo tiempo para mirarla.

Claire se sonrojó al encontrarse con la mirada de Malcolm. Aquello era muy violento, pensó. Eran prácticamente desconocidos. Comenzó a bajar los escalones esquivando su mirada. Seguramente él la consideraba muy ligera de cascos, aunque nada había más lejos de la verdad.

Malcolm se adelantó.

—¿Has dormido bien? —preguntó. La miraba directamente, con atención. Claire no logró deducir si se refería a que, en el momento de dormirse, estaba físicamente saciada.

—Sí. ¿Y tú? —pretendía ser amable pero en cuanto habló deseó no haberlo hecho. Era probable que Malcolm se hubiera pasado la noche dando vueltas en la cama.

La mirada de él se intensificó. Luego se encogió de hombros y miró su garganta. Comenzó a desabrochar el broche con el que ella se había sujetando torpemente el manto.

—Necesitas ropa —dijo—. En Dunroch me encargaré de que te vistan —quitó el largo manto de sus hombros, lo sacudió, lo dobló desigualmente y la cubrió con él, sujetándoselo al hombro. Ahora le llegaba hasta las rodillas y cubría totalmente sus muslos y su falda.

Claire tragó saliva.

—Gracias —el levísimo roce de sus manos le produjo un estremecimiento de placer. ¿Cómo iba a concentrarse en los libros, en el santuario, en la sociedad secreta, en cualquier cosa que no fuera aquel hombre?

Malcolm le sostuvo la mirada.

—No soy el único hombre con ojos en la cara —dijo con una ligera sonrisa. Señaló con la cabeza a Royce, que tenía una expresión irónica.

A Claire no le importaba que su tío hubiera estado mirándole las piernas o cualquier otra cosa. Le costaba pensar claramente con Malcolm a su lado, tan posesivo. Deseó que él estuviera pensando en lo ocurrido la víspera. Pero seguramente se acostaba con una mujer distinta cada noche, lo cual significaba que su pequeño encuentro no era gran cosa para él. Y era preferible así. Porque para ella, en cambio, era un mundo, y necesitaba conservar la perspectiva, por difícil que le resultara.

Malcolm la ayudó a montar y se volvió para subir a su corcel. Claire se dio cuenta de que le había dado un caballo más viejo y dócil, y se alegró de ello. Se acercó a Royce.

—Gracias por la habitación, por la cama y el desayuno —dijo.

—Ha sido un placer, lady Claire. Bon voyage.

Tenía una sonrisa viril y un poco cómplice. Claire confió en no haber gritado hasta el punto de que Royce la hubiera oído.

Adieu —se sonrojó e hizo avanzar al caballo.

Malcolm hizo una seña a la comitiva y las tropas formaron una fila detrás de Claire y de él. Luego se volvió hacia Royce.

—Hablaremos cuando regrese de Awe.

Royce asintió con un gesto, pero agarró las riendas de Malcolm.

—No te precipites.

Malcolm sonrió, tenso. Luego levantó la mano y miró a Claire, y empezaron a avanzar hacia el pasadizo que cruzaba la barbacana. Tras recorrer el oscuro túnel de paredes de piedra, pasando codo con codo sobre la trampilla, el sol de fuera les pareció casi cegador.

Cuando dejaron atrás el húmedo pasaje, Claire comenzó a sentir una nueva tensión.

Era aquella otra mañana medieval, su segundo día en el pasado. Habían pasado tantas cosas desde su salto en el tiempo que se sentía como si llevara semanas en el siglo XV. Ignoraba si el viaje de Carrick a Dunroch era seguro, pero estaba tan emocionada que no le importaba. Dunroch había sido su meta desde el principio y esa noche estarían allí. Pronto se hallaría en el santuario sagrado de Iona, porque pensaba ir con Malcolm, dijera él lo que dijese. No pensaba permitir que se fuera sin ella.

El santuario era un lugar sagrado y por ello los Maestros se encargaban de guardarlo. El propio Malcolm se lo había dicho. Estaba a punto de descubrir una sociedad secreta de la que ningún cronista había dado noticia. Estaba viviendo la historia de las Tierras Altas. Era una oportunidad increíble. Su miedo había remitido hacía tiempo. Había sobrevivido al viaje en el tiempo, a la brutal batalla, a un ataque violento y a la lujuria de Malcolm: y todo ello en el espacio de algo más de veinticuatro horas.

No sabía cuándo volvería a casa, aunque estaba decidida a volver. Hasta que llegara ese momento, pensaba aprovechar al máximo aquel asombroso giro del destino. Iba a concentrar toda su atención en la sociedad secreta, en los libros sagrados y las guerras políticas engendradas por ellos, así como en evitar a Sibylla. Y se olvidaría de la noche pasada.

Malcolm parecía indiferente. Ella adoptaría la misma actitud. Su interés por Malcolm sería una especie de instrumento historiográfico, por ser él un señor feudal del siglo XV y un Maestro.

Malcolm la estaba mirando fijamente. Claire confió en que no hubiera adivinado sus pensamientos. Sonrió.

—Hace una mañana preciosa —mientras hablaba, un águila surcaba el cielo.

—Sí —dijo él tranquilamente, en tono neutro, con la mirada afilada—. Sí.

 

 

 

Dunroch era tan gris como los altos acantilados sobre los que se levantaba. Allá abajo se extendían las playas pedregosas y la vasta inmensidad del océano Atlántico, gris como el acero. Más allá, envuelta en un sudario de niebla, se alzaba el tenebroso pico de Ben More. Claire respiró hondo mientras avanzaba hacia la barbacana.

Sólo había pasado una hora en Dunroch dos años antes, y no había llegado a caballo y luego en barca, cruzando el oleaje, con seis highlanders manejando los remos. Había llegado en un coche alquilado, atravesando velozmente carreteras en mal estado en dirección suroeste, a lo largo de la costa, para llegar a Dunroch antes de que cerrara. Entonces también hacía una tarde gris (la isla solía verse castigada por el despiadado clima del océano), pero había coches aparcados junto a las murallas del castillo. No había barbacana, sólo unos cuantos montones de piedras que indicaban dónde había estado antaño. Ahora, el foso que rodeaba el castillo por tres de sus lados estaba lleno. La cara oeste se levantaba sobre acantilados cortados a pico sobre el océano. Malcolm y ella permanecieron montados, esperando a que el puente levadizo bajara despacio sobre el foso.

Ella se estremeció. Tenía la boca seca. Aquello era tan distinto y sin embargo tan igual a aquella primera visita…

—Señorita, las salas abiertas al público cierran dentro de una hora. Puede volver el martes y así no tirará su dinero —le había dicho un escocés desdentado y con el pelo cano, intentando serle de utilidad.

Claire se había sentido entonces aturdida y débil, seguramente por haber cruzado la isla a toda velocidad por el lado equivocado de la carretera.

—El martes no estaré aquí. Me marcho mañana —había comprado la entrada sin mirar apenas al hombre que se la vendió, deseando que no se moviera con tan exasperante lentitud. Temblaba entonces de tensión, de nerviosismo. Y al cruzar apresuradamente el puente levadizo, había pensado: «Por fin».

Claire se dio cuenta de que el puente había bajado y de que Malcolm la estaba esperando. La entrada a Dunroch, mucho menos compleja que la de Carrick, comprendía una ancha torre circular. Sólo se tardaba un momento en cruzarla.

Claire había olvidado las intensas emociones que había tenido entonces; ahora, sin embargo, volvió a experimentarlas. Hizo pararse a su yegua y miró la fachada del castillo. Y aquellas mismas palabras cruzaron su mente: «Por fin».

Se puso tensa y paseó la mirada por la explanada interior; miró luego hacia el patio exterior, situado al norte, dentro de las murallas. Sabía que Malcolm estaba observándola, pero no podía mirarlo porque su mente giraba vertiginosamente.

Había planeado sus vacaciones en torno a aquel lugar, con la esperanza de conocer al señor de Dunroch. Si era capaz de asumir que se trataba del destino, tenía que plantearse una pregunta monumental: ¿por qué?

No podía ser por Malcolm, desde luego.

—Estás como en trance, muchacha —dijo él—. ¿Te gusta mi hogar?

Ella apartó los ojos de las cabras y ovejas que había en la explanada de abajo y se humedeció los labios. Su corazón aleteaba.

—Estuve aquí hace… hace dos años. ¿Por qué, Malcolm? ¿Por qué crees que estoy aquí ahora, en tu tiempo?

—Supongo que no te refieres a por qué te traje —espoleó a su caballo y Claire lo siguió. Varios hombres habían salido de la torre del homenaje a la explanada. Un escocés alto y de pelo gris se acercó a ellos apresuradamente.

Malcolm desmontó delante de la entrada principal del castillo, una puerta de madera tachonada y encastrada en otra barbacana. Entregó las riendas a uno de los hombres.

—Lo mismo me pregunto yo, muchacha. Los Antiguos obran de forma extraña, inexplicable.

¿Significaba eso que él también creía que se trataba del destino?

—¿Y Sibylla? ¿Crees que intentará encontrarme aquí? —había intentado no angustiarse pensando que aquella mujer andaba suelta por las Tierras Altas con ella como objetivo.

El rostro de Malcolm se ensombreció.

—Sería una necia si lo hiciera. Ahora estaremos esperándola, a ella y a los de su calaña —le ofreció otra sonrisa al ayudarla a desmontar.

Antes de que Claire pudiera preguntar cómo iban a esperarla y quiénes eran exactamente los de su «calaña», sonó un grito agudo. Claire se vio la vuelta y vio que un niño pequeño se lanzaba en brazos de Malcolm. Tardó sólo un segundo en darse cuenta de que era su hijo, y el corazón le dio un doloroso vuelco.

Malcolm abrazó al chiquillo moreno dándole vueltas. Luego dijo rápidamente en francés:

—¿Has obedecido a Seamus, muchacho?

—Sí, padre, sí. Y también he cazado un ciervo —sonrió, orgulloso—. Esta noche habrá buena cena.

Malcolm le acarició el pelo con una sonrisa. El hombre de cabellera gris se adelantó.

—La muralla está bien guarnecida, Malcolm. Hay doce lanzas.

Malcolm sonrió y lo agarró del hombro.

—Seamus, Brogan, quiero que conozcáis a nuestra invitada, lady Camden. Es del sur —añadió, y sus ojos brillaron al mirar a Claire a los ojos.

Ella no pudo sonreír. Malcolm estaba casado.

Se sentía desfallecida, incapaz de moverse. Siguió montada sobre el caballo. Claro que estaba casado. El matrimonio era una herramienta importante dentro del precario equilibrio de poder entre los grandes nobles y el rey. Era muy posible que se hubiera casado por motivos políticos, geográficos o económicos. Pero no le había dicho una palabra. Ni una maldita palabra. Y ella era una idiota porque debería haberlo adivinado.

Intentó decirse que era lo mejor, pero se sentía derrotada. Aun así, si se estaba enamorando de él, aquello era lo mejor que podía pasarle. Su matrimonio sería una barrera infranqueable entre los dos.

Malcolm miró a Brogan.

—Entra en casa y ordena que preparen el aposento grande para nuestra invitada.

El chico asintió solícito y echó a correr. Malcolm le gritó:

—Prepara vino y algo de comer, muchacho, y un buen fuego. Lady Camden está un poco helada. Seamus, hablaré contigo dentro de un rato.

—Sí —Seamus dio media vuelta y se alejó.

Malcolm tomó a Claire de la mano.

—Brogan es mi hijo ilegítimo, Claire. No estoy casado. Pero por tu cara cualquiera diría que ha muerto alguien.

Qué gran alivio…

—Vamos, baja —dijo él suavemente.

Claire se bajó del caballo. Empezaba a pensar con más claridad. Acababa de sentirse afligida porque él no estuviera disponible, y ahora se sentía desfallecida de alivio. Estaba metida en un buen lío: aquel hombre le interesaba de verdad.

Logró ordenar en parte sus pensamientos.

—¿Cómo sabías qué estaba pensando?

Él titubeó.

—Ya te lo dije, tus pensamientos gritan tanto que es fácil oírlos.

Claire cruzó los brazos.

—Empiezo a preguntarme si también tienes poderes telepáticos.

—No sé qué es eso, muchacha.

—¿Puedes leerme el pensamiento?

Él se quedó mirándola.

—Oh, Dios mío —dijo Claire, impresionada—. Puedes leer el pensamiento, ¿verdad?

—Es otro pequeño don que tengo —dijo él, pero se sonrojó.

Claire analizaría las implicaciones de aquel don en otro momento. Ahora estaba furiosa.

—Tienes que respetar la intimidad de mis pensamientos —dijo con aspereza—. No es justo que espíes lo que estoy pensando.

Malcolm sonrió, le levantó la barbilla y fijó en ella una mirada potente.

—Pero si ahora mismo no te hubiera oído alto y claro, estarías llorando y pensando en negar lo que hay entre nosotros.

Ella abrió mucho los ojos. Malcolm llevaba todo el día actuando como si nada hubiera pasado.

—¿Qué hay entre nosotros? Ni siquiera sabía que te acordabas de lo de ayer por la mañana —dijo, crispada—. Y si estuvieras casado, no me importaría.

—Mentirosa.

Ella sintió que le ardían las mejillas.

—Bueno, puede que sí me importara… un poco. Pero sólo porque en mi época está mal acostarse con un hombre casado —luego añadió—: Y en la tuya también, y tú lo sabes.

—Me alegro de no haber hecho esos votos, Claire —murmuró él seductoramente. Sus densas y largas pestañas se entrecerraron—. ¿Crees que no he pasado toda la noche oyendo tus gritos? No he dormido por tu culpa, Claire.

A ella le dio un vuelco el corazón.

—Me alegro —logró decir con voz pastosa. El deseo empezaba a apoderarse de ella—. Me alegro.

La sonrisa de Malcolm era tan bella como el amanecer de ese día.

—No sé por qué querías venir a Dunroch en tu época. No sé por qué te deseo tanto. Pero creo que tal vez podamos encontrar la respuesta en Iona.

—Iona —repitió ella, distraída al instante.

—MacNeil es casi tan viejo como los Antiguos, muchacha —dijo él—. Allí encontraré las respuestas. Y no pienses en Sibylla ahora. Conmigo estás a salvo. Ven —pasó por debajo del rastrillo y desapareció en la barbacana.

Claire estaba aturdida. ¿Se hallaba en Iona la respuesta a su presencia en el pasado? ¡Dios, eso esperaba! ¿Y pensaba Malcolm retomar las cosas donde las había dejado el día anterior? Corrió tras él. Al otro lado de la puerta había un patio muy pequeño. Malcolm estaba subiendo los peldaños que llevaban al gran salón. Claire aceleró el paso y entró en la amplia estancia.

Los elegantes sillones y la panoplia de espadas habían desaparecido. Había únicamente una larga mesa de caballete, bancos y varias sillas. Las paredes estaban cubiertas casi en su totalidad de flamantes tapices de colores brillantes.

Malcolm se estaba sirviendo cerveza de un jarro que había sobre la mesa. Claire se armó de valor mientras se acercaba.

—Encontraremos juntos las respuestas en Iona —dijo con firmeza.

Él la miró, divertido.

—No he dicho que puedas venir conmigo a la isla, muchacha.

—Voy a ir cueste lo que cueste —replicó ella—. Ayer estábamos de acuerdo.

Él apuró su vaso y suspiró.

—Ya he hablado demasiado de asuntos que no son de tu incumbencia.

—Tú sabes que puedes confiar en mí —Claire pensó de pronto que confiaba en ella porque podía leerle el pensamiento—. Por eso te fías de mí, ¿verdad? ¡Porque husmeas en lo que pienso!

Él se sonrojó.

—Me interesas.

Claire se emocionó, pero aquél no era el momento.

—Malcolm, esto es muy importante para mí.

—Tú no puedes entrar en la isla —contestó él.

Ella se envaró.

—No te creo. Un monasterio siempre abre sus puertas a los viajeros.

Él cruzó los brazos y sus bíceps se tensaron. Parecía muy enfadado, pero no iba a salirse con la suya.

—Si vuelves de Iona y estoy muerta, si Sibylla me ha asesinado de la manera más inconcebible, nunca podrás perdonártelo. Primero esa chica en tus brazos y luego yo, tu Inocente, a manos de Sibylla.

Los ojos de Malcolm se agrandaron.

En ese momento Claire comprendió que había ganado aquella batalla, y lo lamentó. No había pretendido ser cruel, ni despiadada. No quería servirse de su mala conciencia para atacarlo e infligirle mayores sufrimientos.

Él inclinó la cabeza y torció la boca de un modo que Claire conocía ya: era una señal de su tormento interior.

—Saldremos al amanecer —dijo sin inflexión.

Ella se mordió el labio. Quería decirle que lo sentía.

Pero entonces se oyó gritar de alegría a una mujer. A Claire no le hizo gracia el cariz que estaban tomando las cosas.

Alarmada, se volvió.

La mujer corrió hacia Malcolm con una sonrisa radiante.

—¡Has vuelto! ¡Y sano y salvo, gracias a Dios!