Capítulo 15

Royce la estaba esperando en el gran salón. Claire tenía un nudo en el estómago. Había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, consciente de que Malcolm estaba en la torre, encima de ella. Pero él no la había llamado. Ella había aguzado el oído, pero no había oído nada. Y había deducido por su silencio que Malcolm había logrado refrenar sus bajos instintos.

Royce se acercó a ella.

—Desayuna. No nos detendremos hasta llegar a Iona.

Claire lo miró a los ojos y no vio hostilidad, sólo una serena determinación. El desayuno la traía sin cuidado.

—¿Dónde está Malcolm? Tengo que despedirme de él.

—Fuera —dijo Royce.

Claire temía que no pudieran hablar un momento antes de que se marchara. Salió apresuradamente. Los cincuenta hombres de Malcolm estaban ya montados.

Sus caballos resoplaban con impaciencia en medio del frío amanecer. Enseguida vio a Malcolm a lomos de su enorme caballo gris. Él la miró y sus ojos se encontraron. Malcolm se acercó a ella.

Claire corrió hacia él.

—No pensarías irte sin decirme adiós.

Se dio cuenta de que parecía tan cansado como ella, y eso significaba que él tampoco había pegado ojo en toda la noche. Claire sabía, sin embargo, que le convenía no dar por sentado que se había pasado la noche en vela pensando en el amor que sentía por ella.

—Os acompañaré hasta el lago —dijo él.

Claire estaba encantada. Agarró una de sus riendas.

—¿Por qué has cambiado de idea?

Él le sostuvo la mirada.

—No saques conclusiones precipitadas, Claire. Voy a volver a Dunroch y es el camino más fácil. En ningún momento he dicho que no fuera a hacer parte del viaje contigo —hizo alejarse a su montura.

Claire miró a su alrededor, buscando su caballo. Sabía con quién quería cruzar el desfiladero. Royce se reunió con ella llevando de las riendas al caballo alazán.

—Montad, lady Claire.

Claire tomó las riendas de Saint Will y subió a la silla apoyándose en los estribos de madera. Al levantar los ojos, vio que Aidan le tendía un revólver.

Sonrió y por un momento olvidó que se hallaba en una situación en la que no era dueña de sí misma.

—¡No lo has olvidado! ¿Está cargado?

—Si te refieres a si tiene seis balas redondas dentro, sí, está cargado —contestó él con una sonrisa.

Claire le habría dado un beso en la mejilla si no hubiera estado montada, y si Malcolm no se hubiera puesto tan celoso el día anterior.

—Gracias. No sólo por el puñal y el revólver, sino por todo.

—No sé decir que no a una mujer bonita —sonrió él.

Claire miró hacia las tropas y vio que Malcolm la estaba observando. Confiaba en que le estuviera leyendo el pensamiento.

—Eso salta a la vista —dijo. Se inclinó hacia él—. Sé bueno con Isabel. Es muy joven para un golfo como tú.

Él agrandó los ojos.

—Claire, Isabel sabe cómo son las cosas.

A Claire le pareció triste que seguramente lo supiera, a pesar de ser tan joven. No sabía por qué confiaba en salvar a Isabel del desamor al que sin duda estaba destinada, pero así era. Dirigió su caballo hacia Malcolm mientras ocultaba cuidadosamente el revólver en su cinturón. Al llegar a su lado, vaciló.

—¿Me estás esperando?

—Sí —le indicó que siguieran a los hombres por debajo del rastrillo alzado y a través de la barbacana intermedia.

Un momento después, Claire cruzaba el primer puente levadizo con Malcolm. El cielo empezaba a volverse de un azul pálido y el sol brillaba débilmente al deslizarse sobre las aguas quietas del lago. Al norte, Ben More y los picos más bajos seguían envueltos en sombras y niebla. Royce y los hombres que iban delante salieron trotando a la marisma, y en ese instante dos gamos hembra y un magnífico macho de enorme cornamenta salieron del bosque de un salto y cruzaron el camino. Claire sonrió a Malcolm. Habían pasado muchas cosas desde aquella terrible batalla con Moray, y lo echaba de menos.

Él la miró a los ojos. Tenía una mirada confiada, casi tierna.

—¿Me estabas escuchando?

—¿Vas a gritarme?

Ella casi se rió.

—No.

—Se llama acechar, Claire, y contigo ni siquiera tengo que intentarlo. Piensas demasiado alto.

A ella se le aceleró el corazón al pasar por el rastrillo levantado.

—Entonces sabrás que echo de menos momentos como éste.

Él apretó la mandíbula y bajó los párpados.

—La salida del sol, el aire fresco y limpio, las altas montañas, el olor a pino y a bosque… Y tú aquí, conmigo, así.

—No puedo cambiar el pasado. No está permitido.

—Malcolm…

—Sí —dijo él lentamente, mirándola—. Te he oído. Pero no voy a decir que echo de menos los momentos agradables. No me presiones, muchacha. Ahora mismo pesan sobre mí los asuntos de la corte —añadió—. Es allí adonde ha ido Moray.

—Dime qué estás pensando —pidió ella en voz baja—. ¿Tienes planes para Moray?

Malcolm le lanzó una mirada que no pudo descifrar.

—¿Dónde encaja Moray? —preguntó Claire—. Controla los ejércitos reales. El rey ha de confiar mucho en él.

—Sí, así es. Pero el rey controla a Moray, Claire, no al contrario. Jacobo es listo, ambicioso y devoto. Y puedes dar gracias al dios que elijas porque el rey sea tan piadoso.

Claire captó el mensaje. Las creencias religiosas de Jacobo lo mantenían a salvo de las garras de Moray. Lo cual era un alivio.

—¿Hasta qué punto es religioso Jacobo? ¿Es un fanático? ¿Es eso lo que hace falta para salvar el alma?

—Estás pensando que yo debería rezar.

Ella se humedeció los labios.

—No puede hacerte mal —y empezó a pensar en la plegaria que había pronunciado cuando Malcolm se moría en las almenas. No la había memorizado, pero había brotado de ella.

Malcolm no había muerto. Y Jacobo no era un pelele en manos de Moray. Los dioses estaban allí fuera, y Dios siempre había sido un bastión contra el mal. Ella debería ser más piadosa.

—Tú quieres servirte de la religión, Claire —dijo Malcolm con calma—, pero utilizarla, aunque sea por una buena causa, y tener fe son dos cosas distintas —apenas había pronunciado estas palabras cuando una terrible expresión de alarma cubrió su semblante. Claire sintió entonces que un viento helado recorría las marismas.

Royce hizo volver grupas a su caballo y comenzó a gritar órdenes en gaélico, y Claire oyó los feroces gritos de guerra del ejército que acababa de irrumpir en el valle.

El miedo se apoderó de ella. Vio a un centenar de soldados de a pie, cubiertos con cotas de malla, armados con picas y escudos, y a una veintena de hombres a caballo completamente acorazados. Miró tras ella mientras los caballeros galopaban hacia ellos. El castillo de Awe estaba a un kilómetro y medio de distancia. La marisma medía más o menos lo mismo de ancho y estaba rodeada por montes boscosos e impenetrables.

Delante se hallaba el desfiladero. Claire no era estratega militar, pero no hacía falta serlo para saber que estaban demasiado lejos del castillo para resguardarse en él y que los habían sorprendido a descubierto, sin ningún lugar donde esconderse.

Royce se acercó a ellos al galope y entregó algo a Malcolm, que él agarró.

—Llévate la página y a Claire —le dijo—. Yo los retendré aquí.

Claire esperaba que Malcolm protestara. Los primeros caballeros habían atacado ya a sus hombres y sus gritos espeluznantes llenaban el aire del amanecer. Se oía el estrépito de las lanzas al chocar con los escudos, el chirrido de las espadas al entrechocar. Pero Malcolm agarró las riendas de su caballo.

—¡Claire!

Ella asió la crin de su montura, dieron media vuelta y partieron al galope hacia Awe. Miró hacia atrás. Todos estaban luchando, incluso los soldados de a pie. Los caballos relinchaban y los hombres gritaban, las espadas resonaban con estruendo. Se volvió hacia delante mientras galopaban hacia el castillo. Respiraba agitadamente. El puente levadizo iba bajando lentamente. Sin duda Aidan y sus hombres aparecerían en cuestión de minutos. Pero su pequeño caballo iba junto al corcel de Malcolm, y no podría mantenerse mucho tiempo a su paso. Miró de nuevo hacia atrás. Doce jinetes los perseguían, haciendo caso omiso de la batalla.

—¡Malcolm! —chilló al viento. El puente levadizo parecía estar a cientos de kilómetros de allí.

A Malcolm también se lo pareció. Frenó a su caballo y le tendió la mano. «Saltaremos».

Claire alargó el brazo y sus dedos se rozaron, pero él no logró agarrar su mano.

—¡Claire! —detuvo bruscamente a su corcel y el animal se encabritó.

Saint Will pasó corriendo a su lado, pero Malcolm tiró de la rienda y el caballo, impulsado hacia atrás, tropezó. Claire salió despedida por encima de su cabeza.

Dio un salto mortal y aterrizó con fuerza, golpeando el suelo justo por debajo del lugar donde su cuello y su columna se unían. Se quedó un momento allí tumbada, aturdida, y vio estrellas cruzar velozmente el cielo. Malcolm corrió hasta ella a pie y Claire vio que un par de caballeros galopaban hacia él desde atrás con sus espadas en alto. Se sentó y apuntó con el revólver, temblándole las manos.

—¡Malcolm! —gritó al disparar.

Apuntó al caballo. El animal se desplomó y el caballero evitó que lo aplastara rodando por el suelo. Malcolm se giró con la espada y el escudo levantados para enfrentarse al otro caballero. Lanzó un fuerte mandoble al jinete, que respondió con idéntico brío. Malcolm se tambaleó hacia atrás cuando sus espadas chocaron.

Tres soldados a pie se habían acercado a ellos. Dos llevaban cotas de malla; uno, sólo un jubón. Claire se arrodilló, apuntó, disparó y vio caer a uno de los hombres. Al ver que no se levantaba, supuso que eran hombres que Moray había convertido al mal, no demonios. De pronto, dos caballeros detuvieron sus caballos ante ella, separándola de Malcolm.

Uno de ellos se levantó la visera.

—Hola, Claire —sonrió Sibylla.

Claire se quedó paralizada y la apuntó con el revólver. Detrás de Sibylla, Malcolm intentaba defenderse de tres hombres a la vez. A Claire, el corazón le latía tan deprisa que se sentía mareada. Le costaba apuntar.

—Yo que tú no lo haría, Claire —dijo la pelirroja con una sonrisa más amplia—. No creo que quieras ver mi lado malo —avanzó hacia ella.

Claire no vaciló, a pesar de que el corazón le latía con violencia. Disparó. La bala dio a Sibylla en el pecho y el impacto a través de la armadura debería haberla hecho salir despedida del caballo. Pero no fue así. Alargó el brazo y le arrancó el revólver a Claire como si no hubiera sentido el disparo. Claire vio por sus ojos que había sentido cierto dolor y que estaba furiosa, pero que eso no le impedía seguir adelante. Y lo que era aún peor: cuando sus ojos se encontraron, Claire tuvo una sensación espantosa, como si sus entrañas se convirtieran en gelatina. El latido de su corazón se hizo más lento.

Sibylla estaba absorbiendo su vida.

Sintió que las rodillas le flaqueaban. Se tambaleó, anonadada. Y sintió que la lujuria ardía en la otra mujer. Claire levantó la vista para suplicar por su vida.

Los ojos de Sibylla ardían, brillantes, cuando saltó del caballo y se arrodilló junto a Claire. En ese momento sus miradas se encontraron y Claire comprendió que había cometido un error fatal. Porque Sibylla comenzó a hipnotizarla y ella sintió que su cuerpo se relajaba, a pesar de que su mente le gritaba que resistiera. Su sensación de laxitud se incrementó… y para su horror, una oleada de placer recorrió su cuerpo y su sexo se hinchó, ávido de caricias.

Sibylla se rió suavemente.

—¡Cuánto poder tienes! Pero lo sé desde hace tiempo. Por desgracia, tengo prohibido matarte, cariño. Y, por cierto, no vas a necesitar eso.

Antes de que Claire pudiera entender lo que decía, Sibylla se inclinó y echó mano de su cuello.

Y Claire vio que sostenía el collar de su madre. Su estupor y su impotencia se disiparon. De pronto sintió rabia. Con un alarido se abalanzó contra Sibylla, dispuesta a derribarla. ¡Tenía que recuperar la piedra! Pero Sibylla la agarró de la muñeca con increíble fuerza. En ese momento, Claire comprendió que su suerte estaba echada.

El tiempo se detuvo. Se hizo el silencio. Con ojos brillantes y enloquecidos, como los de una drogadicta, Sibylla hundió su espada en el hombro de Claire.

Claire nunca había sentido tanto dolor. Se puso rígida, cegada por aquel dolor abrasador, incapaz de pensar más allá de la terrible conciencia de aquel tormento paralizador.

—Tengo prohibido matarte —susurró Sibylla—. Pero puede que mueras de todos modos —soltó a Claire.

Claire la oyó, pero no pudo responder. Cayó al suelo, sus piernas cedieron al instante. El cielo empezaba a volverse negro. Claire quería que se volviera negro. Giraba en un ciclón de dolor. Oyó vagamente el rugido de rabia de Malcolm. El dolor le daba ganas de morir. Luego todo se volvió silencio.

 

 

 

Malcolm sintió pánico.

Se quedó paralizado al ver caer a Claire con el pecho y el brazo ensangrentados. Luego sintió un estallido de dolor. Sibylla saltó a su caballo blandiendo la espada y cargó contra él.

Malcolm volvió en sí. Detuvo su estocada sin esfuerzo y pasó corriendo junto a su caballo para acercarse a Claire. Se arrodilló mientras el estruendo de la batalla, que había engullido a Sibylla, se extinguía tras él.

—¡Claire!

Ella estaba inconsciente y sangraba abundantemente. Peligrosamente. Malcolm vio que la espada le había atravesado el hombro casi por completo. Si vivía, no habría forma de salvar su brazo. Pero al paso al que perdía sangre tal vez no sobreviviera. Necesitaba alguien que tuviera el poder de curarla. Malcolm llamó a gritos a su hermano.

—¡Aidan!

Royce se apeó de un salto del caballo y corrió hacia él.

—Se han ido. ¿Tenemos la página?

—Sí. Trae a Aidan. ¡Tráelo enseguida! —gritó Malcolm mientras rasgaba un trozo de su jubón.

Claire se estaba poniendo blanca por la pérdida de sangre. Malcolm vendó la herida, consciente de que le temblaban las manos. ¡Claire no podía morir!

Aidan saltó de su corcel negro. Malcolm levantó la vista y vio el miedo reflejado en los ojos de su medio hermano.

—Cúrala —dijo con voz pastosa—. ¡Encuentra el poder necesario! ¡Deprisa!

Aidan se arrodilló.

—Apártate de mí —dijo hoscamente, poniendo las manos sobre la herida—. ¡No me distraigas!

Malcolm no quería dejar a Claire. Se levantó, con la mirada fija en ella, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo. El miedo casi le hacía imposible pensar. Sólo sabía que no podía perderla. Ahora, no; no, así. Ni nunca.

Aidan sudaba.

Malcolm levantó los ojos al cielo y comenzó a rezar. Rezó a todos los dioses antiguos y, temiendo que no lo escucharan, ofreció su propia vida a cambio de la de ella. ¡Sin duda aceptarían aquel trato! Miró luego a su medio hermano.

—¿Qué ocurre? —preguntó. No lograba calmarse, por más que lo intentaba.

—Siento su vida —dijo Aidan escuetamente. Por fin levantó la mirada—. Está muy débil, Malcolm.

—¿Sientes que vuelve o que se escapa? —preguntó Malcolm, furioso, casi fuera de sí. ¡Ya sabía lo débil que estaba Claire!

Royce lo agarró del brazo y lo apartó.

—Tu miedo no le sirve de nada.

—Está volviendo —dijo Aidan con aspereza—. No me necesita. Se está curando sola. Siento su fuerza. Tiene poder, Malcolm.

Malcolm no se sorprendió. Sospechaba desde el principio lo que era Claire. Se arrodilló y la tomó de la mano. Al hacerlo, sintió fluir su vida, débil pero firme. Intentó percibir su poder y, poco a poco, comenzó a notarlo, suave pero fuerte: una energía vital limpia y cargada de bondad, extrañamente familiar.

Aidan apartó de su brazo el paño empapado en sangre. Puso su mano sobre la herida.

—Ya no sangra.

Malcolm siguió sentado a su lado, tocándola y dándole la mano. Sintió que su pulso se hacía más fuerte. Y empezó a tranquilizarse.

Royce se agachó y lo agarró del hombro.

Malcolm lo miró.

—Tendrá que quedarse en Awe unos días —dijo su tío—. Yo llevaré la página a Iona —vaciló—. No voy a preguntar si piensas quedarte con ella.

—Muy bien —Malcolm no pensaba separarse de Claire hasta que estuviera recuperada. Metió la mano bajo su manto y entregó a su tío la página enrollada.

Royce se levantó con expresión dura y un momento después se esfumó en el aire.

Claire murmuró su nombre.

Malcolm se inclinó sobre ella.

—¡Muchacha!

Ella parpadeó, pero no abrió los ojos. Aidan se tambaleó, apoyándose sobre las manos y las rodillas, con los brazos cubiertos de sangre de Claire. Estaba mortalmente pálido.

—Llévala dentro. Ya puedes moverla —murmuró.

Malcolm comprendió que había usado su poder para sanar a Claire, hasta tal punto que se había debilitado. Estaba atónito. Hizo una señal a los hombres que lo rodeaban.

—Ayudad a vuestro señor a entrar en el castillo —ordenó.

—Estoy bien —dijo Aidan ásperamente, pero seguía en el suelo y no parecía capaz de levantarse.

Era muy testarudo, pensó Malcolm. Se arrodilló y levantó suavemente a Claire en brazos. Sentía tanta alegría que le costaba respirar. Dos hombres ayudaron a Aidan a levantarse y él lo miró fijamente.

Malcolm cedió por fin.

—Gracias.

Aidan inclinó la cabeza.

—No hay de qué.

 

 

 

Claire se dio cuenta de que estaba en un mullido lecho de plumas. Se sintió flotar y sonrió, soñolienta, mientras se preguntaba de quién sería aquella cama. Tal vez estaba soñando, pensó, porque su colchón era mucho más firme que aquél.

El sol entraba a raudales en la habitación. Pero en Manhattan el sol nunca brillaba tanto. Parpadeó, confusa, y vio a su alrededor unas paredes de piedra que no conocía. Notaba en el hombro un dolor profundo e intenso. Notó entonces que alguien la estaba abrazando.

Se abrió paso entre la bruma que la envolvía. Estaba aturdida y desorientada. Vio el brazo fornido de un hombre sobre su cintura y sintió su ancho pecho contra su espalda, y comprendió que Malcolm estaba tumbado de lado, tras ella, y que estaba acurrucada junto a él. Era delicioso sentir su fuerza, su calor, su aplomo. La habitación seguía girando lentamente. No estaba en la ciudad, ni en el presente. Empezó a recordar la terrible batalla que había tenido lugar frente a los muros de Awe y el feroz ataque de Sibylla.

Sibylla le había hundido la espada en el hombro y había disfrutado al hacerlo. Había gozado absorbiendo su energía vital.

Se dio cuenta de que le habían administrado alguna droga medieval endiabladamente fuerte. La cama parecía estar encima de un carrusel, y le costaba pensar con claridad. Debería estar enloquecida por el dolor. Pero tal vez hubiera otra razón que explicara por qué no sufría.

Se tensó, alarmada y miró su brazo izquierdo, pero seguía unido a su hombro. Se dejó caer contra Malcolm, llena de alivio. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? ¿Días? ¿Semanas? ¡Gracias a Dios que alguien le había salvado el brazo!

Cambió de postura, se puso de espaldas y miró a Malcolm. Pensaba que estaba dormido, pero tenía los ojos abiertos y la miraba atentamente. Al ver que lo miraba, sonrió.

Era una sonrisa muy bella, una sonrisa sin reservas, tierna y arrebatadora.

—Buenas tardes, muchacha —dijo con suavidad.

Claire se movió para mirarlo y notó una punzada de dolor, pero no muy fuerte. Malcolm también parecía oscilar ante sus ojos, pero a un ritmo distinto que las paredes y la ventana. Ella puso la mano izquierda sobre su duro pecho y se estremeció de placer.

—Tenéis unas drogas muy fuertes —musitó—. ¿Qué haces en mi cama? —le sonrió.

Él le apretó la cintura.

—Estaba cansado. Se me ocurrió dormir un rato.

Claire miró sus ojos asombrosamente tiernos. En ellos brillaba el afecto.

—Tienes tu propia cama —murmuró. ¿Estaba viendo lo que quería ver, por hallarse bajo los efectos de la poción que le hubieran dado?

Él titubeó.

—¿Recuerdas lo que ocurrió, muchacha?

Claire asintió con la cabeza.

—¿Cómo salvaron mi brazo?

Malcolm sostuvo su mirada inquisitiva.

—Aidan se esforzó por salvarte. Pero tú tienes tus propios poderes, Claire. De eso no hay duda.

Ella sabía que eso era absurdo.

—Es la piedra la que tiene poder —musitó, y alargó la mano izquierda para tocarla. Pero se quedó helada: había desaparecido. Se la había llevado Sibylla.

—Yo te la devolveré —dijo Malcolm, pasando la mano por su pelo con gesto reconfortante.

Pero Claire no se calmó. En ese instante, a pesar de que seguía mareada, supo que la piedra había pertenecido a su padre. Recordaba cómo la había inspeccionado Ironheart. Pero sería una coincidencia casi imposible que su padre fuera hermano de aquel highlander.

—Era de mi padre. Ahora estoy segura —comenzó a angustiarse. ¡Sin la piedra estaría perdida! Era su único vínculo con sus padres.

—No te preocupes por la piedra.

Pero el robo ponía enferma a Claire.

—¿Por qué se la llevó?

—Puede que tus poderes procedan de la piedra. Dices que la llevabas desde que murió tu madre. Es mucho tiempo estando en contacto con la magia, muchacha. Creo que por eso te la quitó Sibylla.

Claire pensó que eso era mucho más probable que el hecho de que ella tuviera poderes propios. Sabía que no los tenía. Pero estaba recordado otra cosa, algo que no quería examinar demasiado de cerca.

—Malcolm, creo que Sibylla dijo que tenía prohibido matarme.

Él apartó la mirada.

—Estás confusa. El padre Paul te ha dado hierbas y flores muy fuertes.

Quizá él tuviera razón; a fin de cuentas, la cama seguía girando lentamente, como un carrusel. Claire tocó su pecho con la mano izquierda, bajo el cuello de pico del jubón. Su piel era cálida, su vello duro. Sus ojos brillaron y ella comprendió que quería que siguiera acariciándolo.

Claire sintió un cosquilleo entre las piernas, una sequedad en la boca, y le sorprendió experimentar deseo.

—Es tan agradable estar así… —susurró—. Sea lo que sea lo que me ha dado el padre Paul, me gusta. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Dos días —su tono había cambiado.

Claire no habría creído que fuera posible sentirse así después de dos días escasos. Pero no quería analizar aquello, porque Malcolm estaba reaccionando de forma muy concreta a su proximidad y a sus caricias, y ella también. Lo miró a los ojos, vio el ardor de su mirada, notó que le miraba los labios. Deslizó la mano por su cuello y cambió de postura para arquearse sensualmente. Una erección muy firme tocó su cadera.

—Me voy —dijo él, pero no se movió. Seguía mirándola atentamente.

—Te echo de menos —susurró ella. Maldición, parecía estar borracha—. Te echo tanto de menos…

La respiración de Malcolm empezaba a agitarse. Titubeó.

—Me has dado un buen susto, muchacha.

—¿Por qué? —preguntó Claire mientras deslizaba la mano hasta sus costillas por encima del jubón. Era un hombre tan bello…—. ¿Cómo es posible que te asustara? —no podía evitarlo. Aquel instante le parecía casi un sueño. Se inclinó hacia él y besó su pecho por el hueco en forma de uve del jubón, junto a la pesada cruz que llevaba él.

Malcolm cerró los ojos sin emitir ningún sonido.

—Esto es tan perfecto… —Claire recordaba vagamente los terribles acontecimientos de la noche que él pasó encerrado en la torre, pero de eso parecía hacer una eternidad, y ella sabía que ya no podía afectarles. Besó su cuello. Abrió la boca, larga y lentamente.

El cuerpo de Malcolm se tensó.

—Me asusté porque estuviste a punto de morir —susurró él ásperamente.

Ella lo miró a los ojos. Malcolm le sostuvo la mirada y ella sonrió, porque estaba viva y el flujo de su sexo lo demostraba. Siguió acariciándolo, deslizando la mano hasta su ombligo, y notó el glande palpitante de su pene a través del jubón. Levantó la mirada lentamente. Los ojos de Malcolm eran de plata brillante.

Ella levantó lentamente el jubón. Esperaba que él la agarrara de la mano para detenerla y se levantara de un salto. Pero Malcolm le apretó más fuerte la cintura.

Claire cedió al deseo que crecía y crecía dentro de ella. Suspiró y se recostó en las almohadas, dejando su mano sobre la cadera desnuda de Malcolm con cuidado de no tocarlo. Malcolm gimió.

—¿Te gusta que te provoque? —murmuró ella mientras le pasaba suavemente las uñas por la tripa.

—No mucho —le advirtió él.

Ella sonrió y rodeó con una uña su glande palpitante y caliente. Malcolm se volvió hacia ella; tenía la cara tan amoratada como el miembro. Claire se inclinó y usó la lengua. Él se reclinó.

—Gracias, muchacha.

Claire quería disfrutar cada centímetro de él, sin prisas, sin presiones. Y cuando levantó la cabeza para tomar aire, él respiraba agitadamente y sus miradas se encontraron.

Ella contuvo el aliento al ver su mirada.

—Ven aquí —dijo Malcolm en voz baja.

Claire deslizó su muslo sobre el de él en una invitación inconfundible. La camisa que llevaba se había levantado. Pensó: «Esto es tan perfecto… Lento, caliente, suave…».

—Lo de «lento» no me importa, muchacha, pero ¿«suave»? —La sonrisa de Malcolm iba y venía mientras se frotaba contra ella.

Claire gimió de placer cuando la penetró.

—No me refería a blando —logró decir mientras la llenaba. Afluyeron las lágrimas. El placer creció como una ola.

—Te refieres a esto —dijo él con voz ronca, atrayéndola hacia sí mientras se movía con exquisito cuidado, muy lentamente—, ¿verdad? —su voz pastosa tenía una nota burlona.

—Sí —Claire cerró los ojos y dejó que comenzara una suave y dulce descarga sensual. Gimió y el placer manó sobre ambos.

Él sofocó un gemido y ella lo sintió sonreír. Empezó a moverse más deprisa, acelerando el ritmo. Y de pronto surgió una nueva ansia.

Claire se tensó y, aferrada a su hombro, sintió que él cambiaba de pronto. Todos los músculos de su cuerpo se volvieron de acero y el latido de su corazón estalló contra el pecho de Claire. Había surgido una ambición nueva y terrible, y Claire sintió que la mente de Malcolm tomaba un camino oscuro y peligroso. Él se quedó muy quieto.

—Vuelve —musitó ella, abrazándolo con fuerza, asustada a pesar de su aturdimiento—. No vayas por ahí. Vuelve conmigo.

Malcolm pugnaba consigo mismo, los músculos de sus brazos se tensaron, su pene palpitaba.

—Te quiero entera —gruñó. Levantó la cabeza y ella vio que sus ojos ardientes, unos ojos que reconoció al instante, reflejaban una lujuria impía e incontrolable.

Malcolm se arrodilló sobre ella y la sujetó. Y mientras se cernía sobre ella, Claire vio engrosarse su cuerpo con más poder y más músculo mientras negras sombras se formaban tras él. Un fuego rojo ardía allí. Hundido aún en ella, Malcolm echó la cabeza hacia atrás y jadeó, y Claire sintió que tocaba su vida.

Jadeó mientras la habitación daba vueltas. Un súbito torbellino de placer se la tragaba. Malcolm gritó salvajemente y un instante después saltó de la cama.

No se produjo el éxtasis desgarrador. El torbellino cesó. Claire logró incorporarse. La habitación se ladeó bruscamente. Ella se encontró con unos ojos de plata que brillaban con ferocidad. Parpadeó y vio que Malcolm salía de la habitación.

Se dejó caer en las almohadas, intentando recuperar el aliento. La habitación daba vueltas más despacio, sin detenerse. «No te vayas, Malcolm», le suplicó.

Si él oyó sus súplicas silenciosas, no respondió.

Ella volvió a sentarse. Maldijo las hierbas y las flores, pero con ello no logró despejarse. Habían hecho el amor y él se había convertido en aquella bestia rabiosa. Ella había sentido que la tocaba profundamente, había sentido que tocaba su alma. Se levantó con esfuerzo.

Estaba mareada, pero consiguió llegar a la puerta. La abrió.

—Malcolm…

No hubo respuesta.

Ella lo sintió alejarse, no sólo de ella sino de Awe. Alarmada, corrió a las escaleras. Tropezó y cayó contra la pared. Unas manos fuertes la sujetaron.

—Deja que se vaya —dijo Aidan con firmeza—. Tú tienes que descansar y él ha de marcharse. Va en busca de Sibylla.

Claire sacudió la cabeza.

—¡Voy… voy con él!

—No me obligues a darte otro golpe en la cabeza —la avisó Aidan.

Claire no pudo responder. Las escaleras se inclinaban hacia ella. Por un momento creyó de veras que era un terremoto. Luego Aidan la agarró y las escaleras se enderezaron y volvieron a su sitio.

Exhausta y desesperada, empezó a llorar.

 

 

 

Tres días después, Claire se miraba el hombro en el espejo de su aposento. La poción se había disipado por fin y se sentía más sana que nunca. Su hombro presentaba una cicatriz rosa y muy poco atractiva, pero por lo demás no había rastro de heridas recientes. El día anterior había llovido y le había dolido el hombro. Hoy se sentía bien, pero cuando estiraba el brazo por encima de la cabeza notaba una leve tensión.

«Tienes poderes propios, Claire. De eso no hay duda».

La piedra que le había robado Sibylla le había transmitido de algún modo su poder de curación. Claire se bajó la manga y miró el jarrón de flores silvestres que Isabel había llevado a su habitación. Tenían varios días y se estaban marchitando. Miró las flores pensando en verlas rehidratarse, crecer, incluso florecer. Debería haberse sentido estúpida.

Pero no era así. Sin embargo, no pasó nada.

Tomó una florecilla rosa y la sostuvo en la mano. Intentó concentrarse. Pero en vez de devolver la flor a su estado de dos días antes, un pétalo cayó al suelo. Suspiró y dejó la flor. Si tenía algún poder, había desaparecido. Además, Aidan había ayudado a sanarla, y no cabía duda de que poseía ciertas habilidades aunque no siempre quisiera usarlas.

Empezó a angustiarse. Malcolm había salido en busca de Sibylla. Tal vez estuviera paranoica, pero temía que fuera otra trampa. Había tenido tres días para pensar en él, en ellos. Era peligroso sentir por él lo que sentía. Seguramente era absurdo confiar en que Malcolm correspondiera a su amor. Pero sabía que no podía controlar sus sentimientos, ni sus anhelos. Eran pareja, por difícil y tensa que fuera su relación. Lo suyo no iba a durar para siempre. Ella volvería a casa en algún momento. Pero mientras siguiera en la Edad Media, quería que su relación funcionara.

Todas las parejas tenían sus diferencias. Discutir por ellas no iba a unirlos más aún. De momento, sus discusiones no habían logrado nada positivo.

Como cualquier pareja, moderna o no, iban a tener que aprender a comprenderse mutuamente y a transigir. Ella, sin embargo, no pensaba obedecer ciegamente sus órdenes.

Bajó las escaleras y entró en el gran salón. Era temprano y el sol intentaba inundar la amplia estancia sin conseguirlo, debido a lo profundas que eran las numerosas ventanas. Isabel estaba desayunando sola. Le sonrió.

—Cuánto me alegra que estés levantada —dijo.

Claire le devolvió la sonrisa.

—No sé qué poción me dieron, pero me encontraba muy débil y cansada. Necesitaba quedarme en la cama. Pero de eso se trataba, supongo. En todo caso, ahora estoy como nueva. ¿Dónde está Aidan, Isabel?

Isabel se sobresaltó.

—Se fue anoche, Claire. Dijo que tenía asuntos que atender en París.

Claire se sentó, perpleja.

—¿Nos ha dejado aquí… solas?

—Dijo que volvería hoy.

Claire agrandó los ojos, pero enseguida lo entendió. Aidan había saltado en el tiempo hasta París, sin importarle las normas. A menos, claro, que estuviera persiguiendo el mal, en cuyo caso no estaba quebrantando ninguna regla. Claire iba a preguntarle a Isabel si estaba segura cuando Aidan entró en el salón, sonriendo.

Claire puso cara de sorpresa. Él llevaba una capa que no pertenecía al siglo XV, ni siquiera en Francia, y sostenía una bonita silla de terciopelo dorado, estilo rococó.

Sonrió a ambas.

—¿Qué os parece?

Isabel se sonrojó. Claire se puso en pie.

—¿Has ido a Francia por una silla?

—Sí —dejó la silla junto a la mesa y el sofá—. Malcolm me la debe, pero no creo que vaya a reemplazarla. Puede pagarme de otro modo —acarició la madera dorada y finamente labrada del mueble—. Es preciosa.

Claire se acercó a él.

—Ya veo que sólo usas tus poderes para respetar y defender el Código.

Él hizo un ademán desdeñoso agitando la mano.

—Las normas, Claire, están para romperlas. ¿Qué es lo que te mueres por preguntarme?

Claire vaciló, mirando a Isabel.

Aidan se acercó a su amante. Se inclinó, le dio un beso en la mejilla, le susurró algo y ella se levantó obedientemente y salió de la habitación. Luego Aidan miró a Claire.

Ella pensó que le caía bien, a pesar de ser un rompecorazones y un machista de la peor especie.

—Aidan, ¿cómo puedo convencerte de que me lleves con Malcolm?

Los ojos de él se agrandaron un instante.

—No puedes.

Ella se acercó.

—Tengo que ir. Malcolm no puede enfrentarse solo a Moray. Es su alma lo que está en juego. Tiene que ganar esta batalla. Tú lo sabes. Si pierde, será un Deamhan y acabará con nosotros. Por favor.

—No —contestó él tajantemente—. Malcolm me ha pedido que te lleve a la abadía, donde estarás a salvo. Sibylla se ha ido a la corte. La corte no es segura estando Moray allí, y más teniendo en cuenta que el conde piensa usarte contra él. Malcolm tiene a Royce para que vele por su alma —sus ojos grises se habían endurecido.

—¿Ha seguido a Sibylla a la corte? —Claire empezó a acongojarse—. Si me llevas, volveré contigo a mi época y te mostraré más belleza de la que has visto nunca —si Aidan tenía un punto flaco, era su pasión por las mujeres y los objetos bellos. Ella lo llevaría al Met, a Tiffany's, a Asprey's… Se le ocurrían cien sitios donde llevarlo.

Él sonrió con sorna.

—Puedo encontrar solo la belleza, Claire. En cualquier lugar y en cualquier época.

Claire tomó sus manos.

—Te lo suplico. Te suplico que me ayudes a salvar a tu hermano.

Él se desasió.

—No me preocupa mi hermano —dijo.

Era mentira. Claire lo sentía. Se quedó mirándolo y pensó en el hecho de que Malcolm pareciera odiar a Aidan y viceversa. Pero durante los días anteriores los hermanos se habían vuelto más civilizados y habían aliado sus fuerzas. Claire sabía que Malcolm seguía desconfiando de Aidan, pero éste había intentado curarlo y luego lo había encerrado por su bien. Y también había intentado curarla a ella. Desde su llegada a Awe, no había hecho más que ayudarlos. ¿Y por qué?

De pronto se le ocurrió una idea terrible. Su madre lo había abandonado al nacer. Moray lo despreciaba… y posiblemente lo temía. Aidan tenía una especie de relación con Royce, pero no eran parientes. Su mujer había muerto. La única persona adulta con la que parecía tener una relación íntima era Isabel, y Claire sabía que sólo era una aventura pasajera. Malcolm, en cambio, era su medio hermano.

Aidan necesitaba a Malcolm.

—¿Qué harías si Malcolm reconociera que eres su hermano, si te tratara como tal, si llegara a quererte como a un hermano? —preguntó suavemente.

Él palideció; luego empezó a enrojecer de rabia.

—¿Pretendes traicionarlo, Claire? —preguntó con frialdad.

Ella había puesto el dedo en la llaga.

—¡Deberíais ser grandes amigos! —exclamó—. Tú eres tan víctima como Malcolm de lo que Moray hizo con vuestra madre.

Aidan estaba furioso. Sus ojos centelleaban.

—Has ido demasiado lejos —dijo, y le dio la espalda.

Claire lo agarró del brazo.

—No. Llévame con Malcolm y juro sobre la tumba de mi madre que le haré ver que tú eres su mayor aliado. Te aprecio, Aidan, aunque no me gustan los hombres mujeriegos. Eres bueno y, a veces, generoso, y yo se lo haré ver a Malcolm.

Él seguía acalorado; sus ojos brillaban.

—Me trae sin cuidado que seamos o no amigos o hermanos.

—¡Eso es mentira!

Él sacudió la cabeza.

—Tú necesitas a Malcolm y él te necesita a ti, ahora más que nunca —repuso Claire apasionadamente.

Él levantó las manos y la capa forrada de pieles se agitó como unas alas.

—Él no quiere mi ayuda.

—Pero yo puedo hacer que cambie de idea. Quiero que cambie de idea —lo decía en serio—. Quiero que, cuando yo vuelva a casa, Malcolm te tenga cerca, que seas su hermano, su aliado, su amigo. Por el amor de Dios, éste es un mundo peligroso. Deberíais apoyaros el uno al otro.

Él parecía agitado y más serio de lo que Claire lo había visto nunca.

—Te llevaré —dijo por fin—. Pero no debes decirle a Malcolm ni una palabra de nuestra negociación.

Claire contuvo el aliento. Iba a llevarla. Y ella cumpliría de algún modo su parte del trato.

—¿Cuándo nos vamos?

Él se encogió de hombros.

—En cualquier momento.

—¿Ahora?

—Si quieres.

—Tengo que ir a recoger mi revólver y mi puñal —le dio impulsivamente un beso en la mejilla y corrió escaleras arriba. Cuanto antes llegara a la corte y se reuniera con Malcolm, mejor. Porque Moray estaba allí… y también Sibylla. Recogió sus armas y se las guardó en el cinturón.

Al darse la vuelta para salir, dudó.

Se giró para mirar las flores silvestres.

Seguían muertas. Pero la florecilla rosa que había sacado del ramo estaba junto al jarrón… en pleno esplendor.