Capítulo 21

Nueva York, en la actualidad

Claire aterrizó sola en su cocina. Luchó por vadear el dolor del salto a través de seis siglos, confiando en una rápida recuperación. Ignoraba si su determinación había servido de algo, pero cuando por fin se sentó, jadeante aún, pero de una pieza, vio enseguida que su tienda se había convertido en escenario de un crimen.

Por todas partes había cinta policial con la leyenda Prohibido el paso. Estaba abotargada por el salto y le dolía la cabeza, pero nada podía compararse con el dolor de su corazón roto. Se dio cuenta de que seguía destrozada por haber perdido a Malcolm. Aquello era lo más duro que había tenido que hacer en toda su vida. Se levantó lentamente, vestida con su jubón y su manto de tartán. Ironheart, que al parecer había perfeccionado aquel don, la había mandado sola a su época.

Claire se acercó al pequeño televisor que había sobre la encimera de la cocina y lo encendió. Vio con incredulidad que era cinco de agosto. También se había marchado de Dunroch un cinco de agosto, sólo que quinientos ochenta y tres años antes.

Se acercó al calendario de la pared y buscó un pañuelo de papel para enjugarse los ojos. Había pasado fuera quince días. Tenía que llamar a Amy y a su tía. Tenía que llamar a la policía. Seguramente su desaparición pesaba más que la investigación del robo que había denunciado. Y concentrarse en lo que tenía que hacer la ayudaría a superar el dolor.

Quince días. Tenía la impresión de que habían sido quinientos años. O quince vidas.

No se acercó al teléfono. Entró en su despacho, encendió la luz y se sentó. Pero su ordenador portátil había desaparecido. Empezó a sentir rabia.

Tenía que informarse sobre el siglo XV. Tenía que descubrir qué había sido de Malcolm después de su marcha. Pero la policía había confiscado su ordenador.

Su furia se disipó en parte. ¿Qué iba a decirles, exactamente? Levantó el teléfono y marcó el número de su prima. Contestó Amy con voz débil y mortecina.

—Hola, soy yo. No te enfades conmigo. ¡Estoy bien!

—Claire, ¿dónde estás? —exclamó Amy.

—En casa. ¿Puedes venir? Y tráete tu ordenador.

—¿Dónde has estado? —Amy estaba llorando.

—En Escocia.

—Pensábamos que te habían secuestrado. Temíamos que estuvieras muerta. ¡Como Lorie! —dijo su prima.

Claire titubeó.

—En cierto modo, sí, me secuestraron. Pero no estoy muerta. Estoy vivita y coleando. Y… perdóname, Amy.

 

 

 

Cinco horas después pudo salir de la comisaría de policía. Sabía que la consideraban loca de atar. Amy y John la habían acompañado, y parecían tan cansados y demacrados como ella.

Les había dicho la verdad a los dos detectives. Mientras Amy le daba la mano, les había contado que un highlander medieval había aparecido en su tienda buscando una página de un libro sagrado. Los detectives, uno de ellos del estilo Sonny Crockett, habían empezado a mirarse extrañados. Ella les había descrito a Aidan y la pelea que había seguido.

Crockett había dicho:

—Entonces, ¿dos tíos que iban de camino a una fiesta de disfraces decidieron jugar a los caballeros vestidos de brillante armadura? No, espere. No llevaban armadura, sino jubones, botas y mantos de tartán. Ah, sí, y espadas —levantó sus cejas rubias.

Claire le habló entonces de cómo había viajado al siglo XV. Cuando describió la sangrienta batalla que tuvo lugar a continuación, ambos detectives le ofrecieron café, que ella rechazó. Cuando les narró su llegada a Dunroch, miró al compañero de Crockett para ver si de verdad estaba tomando notas. Pero estaba haciendo garabatos.

Una hora después pudo marcharse. Caso cerrado.

John, un chico muy guapo, casi idéntico a Joey, de Friends, dijo con su denso acento de Queens:

—Menudo rollo les has largado, Claire —pero la miraba fijamente.

Ella esquivó su mirada.

—Estoy bien —dijo. Era imposible que John creyera que había dicho la verdad—. Tienen mejores cosas que hacer que investigar lo que pasó en mi tienda.

—No tienes buena cara. Estás hecha polvo. Has estado llorando —dijo Amy con vehemencia. Rubia oscura y de ojos castaños, su prima no era tan alta como ella—. ¿Quieres contarme lo que ha pasado? —preguntó Amy en voz baja mientras bajaban las escaleras de la comisaría.

—Siento mucho no haberos llamado —dijo Claire sinceramente—. Cometí un error con los vuelos, Amy, eso es todo. No sabía que cuando volviera a casa iba encontrarme que habían robado en la tienda y que a mí se me daba por desaparecida.

Amy no dijo nada, y Claire comprendió que su prima sabía que no estaba siendo sincera. Más tarde, cuando la dejaron en la tienda, en el Lexus de John, Amy preguntó:

—¿Quieres venir a casa con nosotros? Creo que deberías, Claire.

Claire cruzó los brazos.

—¿Qué te parece si comemos juntas mañana?

Tras hacer planes, entró en su tienda con el ordenador portátil de Amy debajo del brazo. Empezaba a sentirse triste de nuevo. Se recordó que aquello era lo que quería. No deseaba ser el talón de Aquiles de Malcolm, y además tenía que proteger a Amy y a los niños. Dijo adiós con la mano a Amy y a John mientras se alejaban en el coche y luego se fue derecha a su despacho. Enchufó el ordenador y se conectó a Internet.

Al amanecer se quedó dormida en su silla. No había encontrado una sola referencia de Malcolm de Dunroch, ni en el siglo XV ni en ningún otro. Era como si Malcolm nunca hubiera existido.

 

 

 

Dos semanas después seguía sintiendo aquella misma tristeza. Se recordaba a cada rato que estaba haciendo lo mejor para Malcolm. Se había mudado con Amy y los niños. Su prima creía que era algo temporal, pero Claire tenía otros planes. Se había apuntado a un curso de artes marciales. Y empezaba a experimentar con sus «poderes». Parecía tener la capacidad de hacer desaparecer los pañuelos de papel, y hasta había conseguido mover una cuchara por la mesa de la cocina telepáticamente. Pero eso era todo, por ahora.

Había vuelto a abrir la tienda, pero era finales de agosto y la ciudad estaba desierta. Todos los que podían se habían ido a pasar fuera el mes más húmedo y cálido del verano. Claire se alegraba de ello. Pasaba el día conectada a Internet, en una biblioteca del centro y en la Universidad de Nueva York, buscando noticias de Malcolm. Se había entrevistado por teléfono con algunos de los principales especialistas en la Escocia medieval. Y empezaba a asustarse. Era casi como si su viaje en el tiempo hubiera sido un sueño rocambolesco. Si no tuviera el jubón y el manto cuidadosamente guardados, habría empezado a pensar que sufría una alucinación. Pero los periódicos de la ciudad informaban diariamente sobre nuevos crímenes de placer.

Tampoco dormía bien. Cuando conseguía pegar ojo, Malcolm se le aparecía en sueño y a menudo hacían el amor. Aquellos sueños eran tan reales que se preguntaba si estarían haciendo el amor telepáticamente a través de un abismo de seis siglos.

Pero sobre todo leía libros y artículos en Internet, empeñada en descubrir alguna referencia a Malcolm, por minúscula que fuera.

Pasaba veinte horas al día delante de la pantalla del ordenador y se había quedado bizca por el esfuerzo. Era sólo mediodía, y llevaba toda la mañana buscando. Entonces empezó a llorar.

Había cometido un error. Malcolm no quería que se fuera. ¿Acaso no habían derrotado a Moray? ¿Y si ella fortalecía a Malcolm, en lugar de debilitarlo? ¿Y qué importaba, si tenía el corazón roto… y él también?

No podía vivir así. Estaba enamorada de un hombre de la Edad Media que posiblemente estaba muerto. Bueno, quizá no. Malcolm era un Maestro. Que ella supiera, todavía estaba vivo.

De pronto se quedó paralizada. Su mente, en cambio, trabajaba a toda velocidad. Si aún vivía, estaría en Dunroch.

Pero no había encontrado ninguna noticia suya. Si seguía siendo el señor de Dunroch, tendría que haber artículos locales acerca de él.

Levantó el teléfono. En Escocia era siete horas más tarde. Encontró por fin el número del Malcolm's Arms, el hostal donde pensaba alojarse. La propietaria, una mujer mayor, le contó encantada todo lo que sabía.

Sí, el titular del antiguo señorío de los Maclean se llamaba Malcolm, pero ése era un antiguo nombre de familia. No, no era viejo en absoluto. Estaba en la flor de la vida.

Claire cerró los ojos. No podía ser Malcolm, ¿verdad? ¿Era posible que los separara un simple viaje en avión?

—Si le interesa lord Malcolm, señorita, debería venir a visitarnos.

Claire estuvo de acuerdo y se preguntó qué haría si descubría que el actual señor de Dunroch era Malcolm. Para ella, llevaba separados dos semanas. Si él vivía aún, habían pasado separados casi seis siglos. Seguramente se habría olvidado por completo de ella. Entonces comprendió que eso era imposible. Malcolm le había entregado su corazón. Era suyo para siempre.

—¿Hay alguna noticia sobre él en los periódicos locales? —preguntó con el corazón acelerado.

—El señor Maclean no mantiene contactos con la prensa, señorita Camden. Es un hombre muy reservado. Tiene un relaciones públicas para impedir que su nombre salga en los periódicos.

Claire empezó a respirar agitadamente. ¡Cada vez le parecía más que era Malcolm!

—Entonces no hay noticias. ¿Ni fotos, ni nada?

Al otro lado de la línea, su interlocutora vaciló.

—La verdad es que les hicimos una foto a él y a su encantadora esposa en una fiesta benéfica que celebraron para salvar los bosques de las Tierras Altas. Podría mandársela.

Claire se quedó helada.

¿Malcolm estaba casado?

Su mente se ralentizó, embotándose. Su corazón también echó el freno. Aquello no podía ser cierto, pensó.

—El mes pasado, cuando hablamos, me dijo usted que estaba soltero —apenas podía articular palabra.

—Eso es imposible. Hace mucho tiempo que está casado… y muy felizmente, debo añadir.

Claire se recordó que tal vez aquél no fuera su Malcolm. Tras pedir a la dueña del hostal que le enviara la foto por correo electrónico, se sentó, aturdida y mareada. Apenas podía pensar, pero lo intentaba. Un mes antes, el señor de Dunroch estaba soltero. Si hubiera estado comprometido, se lo habrían dicho. No, en aquel momento estaba soltero y sin compromiso.

Y ahora estaba casado.

¿Qué significaba aquello?

Durante el mes siguiente, ella había retrocedido en el tiempo y se habían enamorado.

Claire se sentía enferma. Su ordenador emitió un pitido. Se acercó a él y abrió el e-mail de Escocia. Aturdida, hizo clic en el archivo adjunto.

Era Malcolm. Su Malcolm. Parecía tener cuarenta años, no veintisiete, pero seguía estando buenísimo, incluso con su americana azul marino y sus pantalones chinos.

Se había casado con otra.

Todo había terminado.

Claire no podía creerlo. Entonces miró a su esposa.

Con la vista nublada, vio a una mujer bella y elegante de la alta sociedad, vestida al estilo de la realeza británica. Llevaba un vestido estampado sin mangas, guantes blancos, tacones altos y un hermoso sombrero de paja blanco de ala ancha, adornado con flores.

Claire miró su cara.

Su corazón se detuvo de golpe.

Aquella mujer era ella.

 

 

 

Amy sonrió, indecisa, al entrar en la tienda de Claire. Claire la estrechó en sus brazos.

—Vamos a la cocina —dijo casi sin aliento.

Amy parecía recelosa. Vio entonces el pequeño bolso de viaje junto a las escaleras. En ella había dos pares de vaqueros de Claire, una docena de sujetadores y tangas, el vestido de fiesta rojo más sexy que tenía, sus zapatos de Manolo Blahnick y cinco jerséis. Su ordenador portátil también estaba dentro, junto con ocho baterías.

—¿Qué es esto? —preguntó Amy con mucha calma, como si ya lo supiera.

Claire la tomó de la mano.

—Le dije la verdad a la policía. Es cierto que estuve en Escocia.

Amy se quedó mirándola.

—Lo sé. ¿Quién es él, Claire?

Claire sonrió. Amy creía que se había liado con alguien del presente.

—Malcolm de Dunroch, el señor de Dunroch.

Los ojos de Amy se agrandaron.

—¿Te has enamorado del hombre que te fascinaba desde el principio?

—Sí, así es. Y me quiere —Claire tembló—. Tengo que volver.

—Claro que sí. John y yo estuvimos hablando de eso anoche, y nos preguntábamos cuándo ibas a decirnos la verdad y por qué habías dejado al amor de tu vida —Amy parecía aliviada, pero lo último había sido una pregunta.

—Deberías sentarte —dijo Claire.

Amy la siguió a la cocina y se sentó.

—Me alegro tanto por ti… —le apretó la mano.

Claire respiró hondo.

—Amy, lo de que dije la verdad va en serio. Fui a Escocia, pero no a la Escocia en la que estás pensando. Estuve en la Escocia medieval, en el siglo XV, y aterricé en medio de una batalla entre el bien y el mal. Allí fue donde me enamoré de Malcolm.

Amy ni siquiera pestañeó.

—¿Amy? ¿No te sorprende? —de pronto tuvo un presentimiento. ¿Acaso no había sospechado siempre que Amy sabía más de lo que aparentaba?

Amy puso su mano sobre la de ella.

—John no trabaja para la brigada antiterrorista del FBI —dijo—. Trabaja para la CAD.

—No entiendo —dijo Claire lentamente—. Nunca he oído hablar de la CAD.

—Es el Centro de Actividad Demoníaca. Un organismo de alto secreto. Es uno de sus agentes.

Claire no se sorprendió mucho. Pensó en cuántas veces se había referido su prima al mal. Amy lo sabía todo.

—Combate el mal, Claire, con equipamiento muy sofisticado, y ha perseguido a demonios hasta siglos anteriores en tres ocasiones —palideció—. Odio que lo haga. Me da tanto miedo que no vuelva…

—¿Sabes?, cuando descubrí la existencia de los demonios y los Maestros, pensé que no era la única que sabía la verdad. Era probable que los líderes mundiales y el gobierno también estuvieran al corriente.

—Lo saben, sí. El ADN recogido en los lugares donde se comenten crímenes de placer no es humano.

«Claro», pensó Claire.

—Supongo que el gobierno teme que se haga público.

—Temen que se desate el pánico entre la población. Los demonios son tan fuertes… Y cada siglo es peor. En el CAD hay una sección llamada UCH, Unidad de Crímenes Históricos. Investigan los crímenes del pasado y extraen estadísticas. ¿Sabías que Stalin tenía un ADN muy extraño? Esto lleva ocurriendo desde siempre. Es horrible.

—¿John es un Maestro? —preguntó Claire sin rodeos.

Amy se sobresaltó.

—Los Maestros son un mito, ¿no? Porque corren rumores sobre esos supercaballeros de antaño, con sus poderes sobrenaturales, pero nadie los ha visto. Nunca ha podido documentarse su existencia. Es una leyenda, folklore, una fantasía. Pero podemos hacernos ilusiones, ¿verdad? Sería genial que existieran de verdad esos superhéroes.

Claire titubeó.

—Existen. Yo los he conocido.

Claire puso unos ojos como platos.

—¿Malcolm…?

Claire tuvo que sonreír.

—Es todo un superhéroe —se sonrojó. Y estaba extraordinariamente dotado, añadió para sus adentros—. Tienes grandes poderes, Amy. Una fuerza sobrehumana, telepatía, energía telequinética…

Amy se limitó a sacudir la cabeza, llorosa.

—¡Soy tan feliz por ti! Pero John no va a creérselo. Porque los dos nos preguntábamos si le habías dicho la verdad a la policía. Pero no creíamos que hubiera Maestros por ahí, luchando contra el mal con poderes paranormales. ¡Gracias a Dios! Claire, querrán hablar contigo.

—No puedo quedarme aquí ni un segundo más —Claire hablaba en serio—. Amy, volver fue un error. Malcolm está en Dunroch ahora mismo, en el siglo XXI. Hace un mes, estaba soltero. Ahora está casado… conmigo.

Amy se sobresaltó.

—Sé que no lo entiendes. Pero se suponía que yo no tenía que volver. Tenía que quedarme con él y vivir a su lado seiscientos años. La prueba de ello es que ahora mismo estamos vivitos y coleando, aunque somos viejísimos, y vivimos juntos en las Tierras Altas como marido y mujer. Si no vuelvo, destrozaré nuestro destino.

Amy empezó a sacudir la cabeza.

—Claire, no puedes vivir seiscientos años.

—Olvidaba decírtelo. Mi padre es un Maestro, y mi ADN es de origen divino.

Amy se quedó boquiabierta.

—¡Madre mía! Más vale que vuelvas antes de que reescribas tu historia con Malcolm. Aunque voy a echarte muchísimo de menos.

—Yo también a ti —dijo Claire, y se abrazaron.

 

 

 

Después de marcharse Amy, Claire se sentó abrazada a su bolsa de viaje. No era una Maestra, pero era hija de un Maestro, y pensaba viajar en el tiempo a voluntad, como había hecho Malcolm. Si no podía, intentaría llamar a Malcolm para que la ayudara a volver. Él le había dicho que acudiría si lo necesitaba.

No estaba preocupada: seguramente podría convencer a John para que la hiciera regresar al pasado, aunque él se resistiera a utilizar para ello la tecnología secreta del FBI. De un modo u otro volvería para convertirse en la esposa de Malcolm y vivir muchísimo tiempo a su lado.

Estaba loca de alegría.

Mientras permanecía allí sentada, la imagen de Faola afloró a su memoria, y pensó que era una señal. ¿Quería ayudarla la diosa? Claire estaba bajo su protección. Tal vez, tras destruir a Moray, Faola se había encariñado con ella.

Sonrió y se abrazó las rodillas pegadas al pecho.

—Si puedes ayudarme, te estaré eternamente agradecida —cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas volver al pasado. Esperó. Pero no ocurrió nada.

Abrió los ojos y miró el reloj de su despacho. Había pasado un cuarto de hora. Hizo una mueca. Tal vez no tuviera poder suficiente para saltar. Cerró los ojos de nuevo y se esforzó por regresar a Dunroch en el siglo XV. Se concentró tanto que empezó a marearse. Y esperó y esperó.

Abrió los ojos. Estaba sudando y la habitación le daba vueltas. Estaba claro que saltar en el tiempo no era uno de sus poderes. Tal vez Faola no la estaba escuchando, después de todo. O quizá no le tenía ningún aprecio. Quizá la diosa no tenía ya poder alguno. A fin de cuentas, en Alba casi todo el mundo se había olvidado de ella y de toda su parentela divina.

De pronto, una inmensa energía arrancó a Claire del pasillo, haciéndola atravesar las paredes y arrastrándola a través del tiempo y el espacio.

 

 

 

Aterrizó tan fuerte que se preguntó si sobreviviría a aquel salto. Al levantar la vista vio un artesonado que conocía muy bien. Mientras seguía intentando sofocar las oleadas de dolor, comenzó a llenarse de alegría. ¡Había aterrizado directamente en el gran salón de Dunroch!

Oyó unos gemidos de sorpresa.

Apretaba el bolso de viaje contra su pecho. El dolor empezaba a remitir y una docena de hombres la miraban. Claire vio los ojos grises de Malcolm muy abiertos y su alegría fue inmensa. El amor se hinchó como un globo en su pecho. Le costaba hablar y aún no podía moverse.

—¡Qué contenta… estoy… de verte!

Los ojos de Malcolm brillaron cuando se arrodilló a su lado.

—¡Ah, muchacha! Yo también me alegro mucho de verte —alargó los brazos para ayudarla a sentarse.

Su contacto surtió sobre ella su efecto de siempre, reconfortándola de inmediato.

Pero seguía confusa. Él la rodeó con el brazo como si fuera un trofeo que acabara de ganar o una muesca que añadir a su cinturón. Su mirada estaba llena de ardor primitivo y carnal, pero no de alegría, y menos aún de amor.

Algo iba mal.

Él le sonrió seductoramente y murmuró:

—No todos los días aparece una mujer tan bella en mi salón. Tu magia es muy poderosa, muchacha.

Seguía rodeándola con el brazo. Pero Claire vio de pronto que parecía terriblemente joven… y que no tenía una cicatriz encima de la ceja izquierda. No podía creer lo que estaba pasando.

—¿Sabes quién soy? —preguntó, incrédula.

Él la estrechó con más fuerza.

—No, pero pronto lo sabré. Después de esta noche te conoceré a la perfección, muchacha.

Claire estaba cada vez más perpleja. ¿Qué había hecho Faola? ¿Era aquello una broma de la diosa?

Él se volvió y gritó órdenes en gaélico. El salón quedó desierto. Malcolm añadió en voz baja:

—No me dan miedo las brujas, muchacha. Después de hacernos gozar mutuamente, me aseguraré de que vuelvas a casa sana y salva.

Ella contuvo el aliento, temblorosa.

—¿En qué año estamos?

Él deslizó la mano por su brazo, provocándole un delicioso estremecimiento de placer, y sonrió con expectación.

—En 1420.

Claire sofocó un grito. Se había remontado demasiado atrás. Malcolm apenas tenía veinte años: la Hermandad no lo había llamado aún. Ella se levantó y se apartó de él.

—Maldita sea, Faola —exclamó—. ¡Esto no es justo! ¡No es justo!

Él la soltó.

—¿Estás loca? —preguntó, estupefacto. Claire agarró la bolsa y volvió a concentrarse. Iba a saltar a 1427, a cualquier día posterior al tres de agosto, al día en que fue secuestrada o al día en que mataron a Moray. Hizo cálculos rápidamente. El diez de agosto de 1427 era una buena fecha.

Al desaparecer, vio la cara de estupor y rabia de Malcolm.

Esta vez, el dolor fue insoportable. Cuando aterrizó estaba llorando. Saltar dos veces era tan doloroso como si la estuvieran torturando en el potro. Tenía la impresión de que su cuerpo se había desgarrado por completo y de que sus huesos se habían hecho añicos. Sintió entonces la poderosa presencia de Malcolm arrodillado a su lado.

—¡Claire!

Abrió los ojos y vio su cara de pasmo… y, un instante después, la alegría que inundaba sus ojos.

—¿Malcolm?

—No hables. Estás muy débil —la tomó en brazos y la apretó suavemente contra su pecho. Su corazón palpitaba con violencia. Besó su pelo.

Claire lo había conseguido. Sintió su poder, su fortaleza, su vida, y creyó percibir un extraño flujo que los unía. Una unión de almas, se dijo.

En silencio, dio gracias a los Antiguos y a Faola por todo.

—¿En qué año… en qué mes estamos?

—Hace dos semanas que te fuiste, Claire —dijo él con voz ronca.

Claire se dio cuenta de que tendría que practicar un poco si quería volver a saltar en el tiempo ella sola. Se había equivocado por nueve días. Pero no le importó. Los ojos grises de Malcolm estaban empañados. La miró.

—¿Has venido para quedarte? ¿Volverás a dejarme? —preguntó ásperamente.

—No. He venido para quedarme —acarició su bella y recia mandíbula.

Él dejó escapar un sonido ronco y volvió a abrazarla con más fuerza, apretando la mejilla contra la de ella. Fluyó la alegría. Era tan maravilloso…

Él le sonrió.

—Has vuelto. Ah, Claire, sólo han pasado unos días, pero creía que no ibas a volver.

Ella se sentó. Se sentía infinitamente mejor.

—Juntos somos más fuertes, Malcolm. Yo lo sé, y Faola también lo sabe.

—Sí —dijo él suavemente—. Claire, nuestros nombres están escritos en El Cladich.

Claire sofocó una exclamación de sorpresa.

—¿Bromeas?

Él le sonrió.

—Enterrado entre cientos de páginas hay un verso sobre nosotros. Sí, Calum Leomhain y su dama, Claire, vencedores del mal.

Era el destino.

Claire se acurrucó en sus brazos, emocionada. La boca de Malcolm acarició su pelo. Empezó a sentir un inmenso deseo, sólo a medias físico. Tenían un futuro que planear. Claire respiró hondo y levantó los ojos.

—Te echaba tanto de menos…

—Sí, muchacha, yo a ti también —sonrió.

Ella acarició su mejilla y preguntó, juguetona:

—¿Cuánto?

—¿Quieres que te lo demuestre? —murmuró él en el mismo tono.

—Sí —susurró ella—. ¡Quiero una exhibición larguísima y espléndida!

Malcolm la levantó en brazos, riendo. Fue entonces cuando Claire vio que tenían espectadores. Había interrumpido la cena. Brogan la llamó, agitando la mano, y Royce le sonrió. Saltaba a la vista que no le guardaba rencor ni le deseaba ningún mal. Pero había una cosa que Claire tenía que saber.

—¡Espera!

—No puedo esperar —dijo él en su tono más sexy y seductor—. Me muero de ganas de estar con mi mujer.

—¡Sólo han pasado dos semanas! —dijo ella alegremente. Malcolm la soltó y ella corrió hasta su bolso de viaje. Sacó el ordenador portátil mientras Malcolm se arrodillaba a su lado—. Es una idea descabellada, pero si nosotros podemos viajar en el tiempo, ¿por qué no van a poder también los bytes?

—No entiendo —dijo él, muy serio. Tocó su pelo—. Pero es importante para ti.

—Si funciona, será genial —dijo Claire.

Él levantó las cejas. Claire se encogió de hombros, encendió el ordenador y pulsó el botón de Internet. Tras unos segundos interminables, se abrió la página de Microsoft Internet Explorer. Su página de inicio era www.weatherchannel.com, pero no apareció.

—En fin, qué se le va a hacer —dijo Claire. En realidad, no importaba. Lo que importaba era el futuro que iban a compartir: seiscientos años, como mínimo.

—Sí —dijo él, y, haciéndola levantarse, la apretó contra su cuerpo grande y duro—. Esto es lo que importa. Tú y yo. Te quiero, Claire, y quiero que seas mi esposa.

Claire lo rodeó con los brazos.

—Creo que ya conoces mi respuesta.

—No te gusta que espíe tus pensamientos —protestó él con fingida inocencia. Y rompió a reír, porque los dos sabían que le estaba leyendo la mente y a ninguno le importaba.

Tiró de ella hacia las escaleras.

Claire sintió que su piel se tensaba y palpitaba. Esperaba tanto placer, y tanto amor, que no miró atrás.

Su ordenador portátil hizo un ruido.

El tiempo en Nueva York el diecinueve de agosto de 2010, a las 11:43 de la mañana, era soleado y algo nuboso, y el termómetro marcaba la tórrida temperatura de treinta y ocho grados centígrados.

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