Capítulo Doce

Renee se dio la vuelta y miró a Debbie Massey, su mejor amiga, con el rostro manchado por las lágrimas y los ojos llenos de dolor.

—¿Qué quieres decir con eso de que estoy cometiendo un error?

Debbie suspiró y le tendió la toalla para que se secara la cara.

—Renee, tú me conoces y sabes que nunca he sido una persona de medias tintas. Me has preguntado mi opinión y yo te la he dado.

Debbie, que había estado fuera del país por trabajo, se había presentado en casa de Renee hacía aproximadamente una hora, y se la había encontrado llorando como una Magdalena.

Debbie la había llevado al cuarto de baño, le había hecho lavarse la cara, y luego le había pedido que le contase qué había ocurrido.

—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho? —le espetó Renee—. Sabes tan bien como yo la cantidad de barreras con que nos encontraríamos si iniciáramos una relación. ¿Cómo puedes estar diciéndome que he cometido un error?

—Porque yo también cometí un error al romper con Alan el año pasado —le respondió Debbie—. No hice caso a mi corazón y desde aquel día no he dejado de arrepentirme.

Alan Harris era un compañero de trabajo de Debbie que tenía quince años más que ella. Preocupada por lo que otros pudieran decir respecto a que estuviese con un hombre mucho mayor que ella, Debbie había acabado rompiendo con él. De eso hacía ya un año, como ella había dicho, pero era la primera vez que Renee le oía admitir que se arrepentía de ello.

Antes de que pudiera decir nada su amiga siguió hablando.

—Llega un momento en tu vida en el que tienes que hacer lo que te haga feliz y no preocuparte por lo que puedan pensar los demás —le dijo a Renee—. Tú me has dicho que estás enamorada de él y que él te ha dicho que también te ama.

Renee se sentó en el taburete del baño esforzándose por contener las nuevas lágrimas que afloraron a sus ojos.

—Pero… pero es que tú no te imaginas lo que fue que cuando salieron esas fotos en el periódico todo el mundo en el hospital cuchicheara por los pasillos y me mirara.

Debbie frunció el ceño.

—No empieces otra vez con eso, Renee. Ya va siendo hora de que dejes de preocuparte por lo que piense la gente. Hagas lo que hagas ellos seguirán pensando como piensan, así que… ¿qué sentido tiene que te preocupes?

Debbie apartó un mechón del rostro de su amiga.

—Claro que nada de esto que estoy diciéndote tiene sentido alguno si no quieres a Tag Elliott tanto como dices.

—Sí que lo quiero —replicó Renee con vehemencia—. Lo quiero con todo mi corazón.

—Pues entonces demuéstralo —le dijo su amiga—. La Renee a la que yo conozco siempre ha luchado por aquello que quería, por aquello en lo que creía. Tú y sólo tú puedes decidir tu destino, Renee.

Renee suspiró y, alzando la vista hacia su amiga, le preguntó:

—¿Y tú, Debbie?, ¿has decidido cuál será tu destino?

Su amiga sonrió.

—Creo que sí. Me encontré con Alan en Londres, y en el momento en que lo vi supe que seguía enamorada de él. Hemos estado hablando y he decidido que no voy a dejar que mis miedos rijan mi vida. Quizá tú deberías hacer lo mismo.

—Tag, ¿estás bien?

Tag levantó los ojos de su taza de café y vio que su hermano Gannon estaba mirándolo preocupado. Era sábado por la mañana y habían ido a la oficina para responder una llamada del gabinete del senador Denton. Les habían comunicado que el senador celebraría una rueda de prensa en su casa a mediodía, en la que reconocería que lo publicado era cierto y pediría perdón.

La tirada entera de la edición especial de la revista se había vendido, y ya estaban preparando una segunda.

Tanto su padre como su abuelo, que había regresado a la ciudad esa mañana, los habían llamado para felicitarlos por el excelente trabajo que habían hecho, y la única nota triste del día era que Gannon había tenido que decirle a Peter que estaba despedido. Después del tiempo que llevaba trabajando con ellos había sido una decisión muy difícil de tomar, pero no les había quedado otro remedio.

—Sí, estoy bien —le contestó pasándose una mano por el rostro. La semana próxima era la boda de su hermano, y lo último que quería era que se preocupase por él—. ¿Y tú? ¿Nervioso por la boda? —le preguntó.

Gannon se rió.

—No, la verdad es que estoy deseando que llegue el día.

Tag asintió.

—¿Y sabéis por fin dónde vais de luna de miel?

—Sí, pero quiero que sea una sorpresa para Erika. Voy a llevarla a París.

—Vaya, pues sí que va a ser una sorpresa.

Gannon tomó un sorbo de su café y se quedó callado un momento antes de decirle:

—No te he preguntado cómo te fue anoche con Renee, pero tengo la sensación de que no fue como tú esperabas.

Tag no respondió.

—Deja que te dé un consejo —le dijo Gannon—: no te resignes a perderla sin luchar. Si la quieres tanto como dices, no puedes rendirte. Si te rindes estarás cometiendo el error más grande de tu vida.

Tag se pasó una mano por el cabello.

—No es que quiera rendirme, pero ya no sé qué más puedo hacer. Es ella la que se ha rendido. Renee sabe que la quiero —murmuró con un suspiro—. Tendrá que ser ella quien decida si merece la pena luchar por lo que tenemos.

El miércoles Renee todavía estaba intentando poner en orden su vida. Al menos en el trabajo las cosas se habían tranquilizado; Tag y ella habían dejado de ser el tema de conversación cuando Pulse había publicado aquel artículo sobre el senador Denton.

Entró en el ascensor para subir a la décima planta, donde iba a visitar a uno de sus pacientes, y exhaló un suspiro. Los acontecimientos de los últimos cinco días se repetían en su mente una y otra vez como una película, al igual que la conversación que había tenido con Debbie, y además echaba muchísimo de menos a Tag. Pensaba en él todo el tiempo, en los buenos ratos que habían pasado juntos…

Después de hablar con Debbie había decidido que no podía dejar que lo que otros pensaran la llevara a perder lo mejor que le había pasado en la vida. Amaba a Tag y él la amaba a ella, y juntos podrían afrontar cualquier cosa.

Esbozó una sonrisa, sintiéndose algo mejor por esa firme determinación, y deseó que llegara pronto la noche, pues había planeado ir a ver a Tag y decirle lo que sentía.

Había llegado a la planta diez. Se bajó del ascensor, y justo estaba torciendo una esquina cuando oyó la voz de Diane.

—Sí, ha estado escondiéndose en su despacho todos estos días. Y no me extraña; ¡qué vergüenza debe estar pasando! Yo también estaría avergonzada si me hubiera lanzado a los brazos de Teagan Elliott como una ingenua. Tal vez al menos haya aprendido cuál es su lugar. ¡Y pensar que creyó que podría significar algo para un hombre blanco y además rico! ¡Qué estúpida!

Renee sintió que le hervía la sangre. Irguió los hombros y continuó caminando. Diane estaba de espaldas, pero la enfermera con la que estaba hablando vio aparecer a Renee y rápidamente se excusó y se marchó, dejándola sola.

—¿Diane? —la llamó Renee.

La mujer dio un respingo y se volvió sobresaltada.

—¿S-sí?

—¿Me harías un favor? —le preguntó Renee.

Diane se relajó, creyendo que no había oído su conversación, y tuvo la osadía de sonreír.

—Claro. ¿De qué se trata?

—Quiero que te vayas al infierno y te quedes allí —le dijo Renee.

Iba a irse ya cuando se le ocurrió que le faltaba algo por decirle:

—Oh, y lo único estúpido que he hecho en toda mi vida ha sido no aceptar la propuesta de matrimonio de Tag.

Satisfecha al ver el asombro en el rostro de la otra mujer Renee se giró sobre los talones y se alejó con la cabeza muy alta. No podía ir por ahí mandando al infierno a todo el mundo, pero mandar al infierno a Diane la había hecho sentirse mejor que bien.

Tag se levantó del sofá y fue a apagar el televisor. Le daba igual que los Knicks estuviesen ganando el partido; lo único en lo que podía pensar en ese momento era en Renee.

Más de una vez se había preguntado si podría hacer alguna otra cosa para hacerle cambiar de opinión, para hacer que aceptase el amor que le ofrecía. La necesitaba a su lado como necesitaba el aire que respiraba, y el que se hubiese rendido sin luchar seguía doliéndole.

En ese momento sonó el timbre de la puerta y pensó que probablemente se trataría de Liam, que había decidido pasarse por allí para verlo. Quería a su hermano, pero en ese momento no tenía ganas de compañía.

—Liam, no creo que… —comenzó a decir mientras abría.

Sin embargo, el resto de las palabras no llegaron a cruzar sus labios cuando vio que quien había allí de pie no era Liam, sino Renee.

—Hola —murmuró ella con una sonrisa vacilante—. ¿Puedo pasar?

Una parte de él se sentía tan feliz de verla que habría querido abrazarla contra su pecho, pero sabía que no podía. No estaba seguro de cuál era el motivo que la había llevado allí, pero no podía hacer como si no hubiese pasado nada.

—Claro; adelante —le respondió dando un paso atrás para dejarla pasar. Renee entró y él cerró la puerta—. ¿Me das tu abrigo?

—Gracias —respondió ella quitándoselo antes de tendérselo.

—¿Quieres algo de beber?

—No, gracias, no tengo sed.

Tag asintió y fue a colgar el abrigo. La tensión se mascaba en el ambiente, y se preguntó si Renee estaría tan nerviosa como él.

—Me alegra volver a verte, Renee —le dijo cuando volvió junto a ella.

—Gracias; yo también me alegro de volver a verte a ti —murmuró—. ¿Podríamos hablar?

Tag asintió de nuevo.

—Pasemos al salón.

Cuando se hubieron sentado, sin embargo, Renee permaneció callada.

—No sé por dónde empezar —dijo finalmente.

—Pues yo diría que sólo hay un sitio por dónde empezar —le respondió él calmadamente—, y es que me digas si de verdad sientes por mí lo que me dijiste el viernes por la noche.

Tag le había hablado con tal ternura que Renee sintió que el labio inferior le temblaba y que se le había hecho un nudo en la garganta. ¿Cómo podría no amar a aquel hombre?

—Sí, Tag; lo dije muy en serio. Te quiero y siempre te querré, y ésa es la razón por la que estoy aquí —le contestó—. He estado pensando en todo lo que me dijiste, y he tomado una decisión.

—Te escucho —la instó él cuando permaneció callada.

Renee lo miró a los ojos.

—Si todavía me quieres estoy dispuesta a hacer lo que sea para que podamos tener un futuro juntos, Tag. Ya no me importa lo que digan o puedan decir los demás; lo único que me importa es lo que me dice el corazón, y ahora mismo me está diciendo que tú eres lo mejor que me ha pasado en toda mi vida, y que te necesito.

Fue junto a él y lo tomó de ambas manos para hacer que se levantara. Tag se puso de pie y la miró en silencio.

—Sé que las cosas no siempre serán fáciles, que habrá quienes no aprueben el que estemos juntos, pero mientras nos tengamos el uno al otro no me importará lo que diga o piense la gente. Nuestro amor es lo bastante fuerte como para superar los obstáculos que puedan surgir en nuestro camino; estoy convencida de ello —añadió Renee—. Quiero casarme contigo, Tag… si es que tú aún lo quieres, y también tener hijos contigo, lo quiero todo.

Tag sonrió y suspiró aliviado antes de abrazarla.

—Gracias por darnos una oportunidad, Renee, por no rendirte. Y sí, todavía quiero casarme contigo. Yo…

Renee no lo dejó seguir hablando. Apretó sus labios contra los de él y él respondió afanoso, atrayéndola más hacia sí.

Renee gimió cuando el beso se volvió más apasionado, y le rodeó el cuello con los brazos.

—Quiero hacerte el amor —le susurró Tag.

Renee se imaginó en la cama desnuda con él, y se dijo que no habría mejor modo de sellar el compromiso de amor entre ellos que fundirse en uno.

—Yo también quiero hacerlo —le respondió.

Tag la alzó en volandas y la llevó al dormitorio.

Bastante después yacían el uno en brazos del otro, satisfechos y dichosos.

—Renee —le dijo él en un tono quedo—, mírame a los ojos y dime lo que ves.

Renee tomó su cara entre ambas manos y escrutó con amor su atractivo rostro y sus ojos azules.

—Veo a un hombre que es mi alma gemela, todas mis fantasías hechas realidad. Veo al hombre al que amo y junto al que quiero pasar el resto de mi vida. Veo al que será el padre de mis hijos —le contestó ella—. Y me siento tan feliz que casi no me atrevo a creer que esto esté ocurriendo —murmuró sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Tag besó sus párpados y luego su mano.

—Pues créelo, amor mío; esto es sólo el comienzo de nuestra vida juntos.