Capítulo Dos
—¿Señorita Williams? Qué sorpresa tan agradable.
Renee levantó la vista de la novela que estaba leyendo y sus ojos se encontraron con los ojos azules de Teagan Elliott.
—Señor Elliott… ¿Cómo está? —lo saludó esbozando una sonrisa y ajustándose las gafas de leer—. ¿Y cómo está su madre?
Renee lo vio apretar los labios y sus ojos se ensombrecieron de preocupación.
—La verdad es que está muy apagada, y no quiere hablar de la operación con ninguno de nosotros; ni siquiera con nuestro padre.
Renee asintió en silencio.
—Bueno, su actitud es comprensible teniendo en cuenta por lo que está pasando; tienen que darle tiempo.
Tag suspiró y sacudió la cabeza.
—Sé que tiene razón, pero aun así no puedo evitar preocuparme por ella.
Renee esbozó una sonrisa.
—Eso también es comprensible, pero tiene que tener fe; tiene que intentar confiar en que todo va a salir bien.
Él no pudo sino devolverle la sonrisa. Renee parecía tener una habilidad especial para tranquilizar a los demás, y sin duda sería una influencia beneficiosa para su madre en el trance por el que estaba pasando.
—No esperaba encontrarla aquí, en Greenwich Village. ¿Vive por esta zona? —le preguntó curioso.
A Tag le gustaba el arte, y en Greenwich Village no sólo estaban algunas de las más prestigiosas galerías de arte, sino que además los fines de semana se congregaban allí un buen número de artistas que colocaban sus caballetes en la calle y se ponían a pintar.
Él había estado paseando por allí cuando a través del ventanal de una cafetería había visto a Renee y había decidido entrar a saludarla.
El día que había ido al hospital para hablar con ella la había visto como a una mujer hermosa, sí, pero también como a la asistente social que era, una mujer atenta, y profesional. En aquella mañana de sábado, sin embargo, sentada en esa pequeña cafetería con una sencilla falda de lana y un suéter azul, le pareció aún más encantadora y más hermosa.
—No, vivo en Morningside Heights. Había quedado aquí con alguien, y aunque me ha llamado hace un rato para decirme que no iba a poder venir he decidido sentarme a tomar un café y leer un poco ya que estaba aquí.
—Ya veo.
Tag no pudo evitar preguntarse si esa persona con la que había quedado sería un hombre, y se irritó consigo mismo al sentir una punzada de celos.
—Bueno, la dejaré que siga con su lectura; no era mi intención interrumpirla.
Renee ladeó la cabeza, y cuando se humedeció los labios con la lengua los ojos de Tag se vieron atraídos hacia su boca como si ésta fuera un imán.
—No ha interrumpido nada. De hecho, me alegra que haya entrado a saludarme —le dijo riéndose suavemente.
Tag esbozó una sonrisa vacilante.
—En ese caso… ¿le importa que me siente?
Por su expresión de sorpresa era obvio que no había esperado aquella pregunta, pero rápidamente se repuso y le contestó:
—No, por supuesto que no.
Tan pronto como se hubo sentado se acercó un camarero.
—¿Le sirvo algo, señor Elliott?
—Lo de siempre; gracias, Maurice —le respondió Tag.
El hombre asintió y, cuando se hubo alejado hacia la barra, Tag vio que Renee estaba mirándolo con curiosidad.
—¿Ocurre algo, señorita Williams?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—No, es sólo que… bueno, por lo que veo debe venir usted mucho por aquí.
Tag sonrió también.
—Así es. Tengo un apartamento en Tribecca y vengo a menudo; casi siempre los sábados por la mañana, como hoy. Me apasiona el arte, y no hay nada como ver a un artista trabajando.
—A mí también me gusta el arte —le confesó ella—. Incluso alguna que otra vez pinto algo.
—¿En serio?
Renee se rió.
—Sí, en serio. Soy autodidacta, pero no se me da mal. Creo que debí heredarlo de mi madre. Estudió Bellas Artes en la universidad y daba clases de dibujo en un instituto de Ohio.
—¿Ohio? ¿Es usted de allí?
—Sí. Allí nací, allí fui al colegio… incluso fui a la universidad allí.
Tag se echó hacia atrás en su asiento.
—¿Y qué la trajo a Nueva York?
Renee dejó escapar un suspiro. No quería pensar en Dionne Moore, el hombre que le había roto el corazón. Después de licenciarse había aceptado un puesto en un hospital en Atlanta donde Dionne trabajaba como cardiólogo.
Ella había pensado que tenían una relación sólida y especial… hasta que había descubierto que Dionne estaba engañándola con una enfermera.
Lo peor era que mientras que ella ni siquiera lo había sospechado, varios médicos, amigos de Dionne, sí habían estado al tanto de su infidelidad, y habían hecho apuestas sobre cuándo se enteraría ella.
Cuando se enteró comprendió el porqué de las miradas y los cuchicheos a sus espaldas que había estado notando durante semanas. Rompió con Dionne, por supuesto, pero incapaz de soportar la vergüenza y el haberse convertido en el tema de conversación y en objeto de lástima, cuando Debbie Massey, la que había sido su mejor amiga en la universidad, le habló de un posible trabajo en el hospital Manhattan University, no se lo había pensado dos veces antes de mandar su currículum.
De eso hacía ya casi dos años, y desde entonces no había vuelto a salir con nadie.
—Recibí una oferta de trabajo que no podía rechazar y no me arrepiento de haberla aceptado —respondió finalmente—. Me encanta Nueva York.
En ese momento los interrumpió el camarero, que llevaba un botellín de cerveza para Tag. Cuando se hubo retirado, éste tomó un trago y después de dejar el botellín sobre la mesa le preguntó a Renee.
—Y dígame, señorita Williams…
—Preferiría que me llamará Renee.
—De acuerdo, Renee… siempre y cuando nos hablemos de tú y me llames Tag, como mi familia y mis amigos.
—Está bien… Tag —contestó ella con una sonrisa.
Él bajó la vista a su taza vacía.
—¿Te apetece otro café?
—No, gracias.
—Siento que te hayan dejado plantada.
Renee se rió.
—¿Plantada? Oh, no, no se trataba de una cita. Había quedado con Debbie, una amiga. Según me ha dicho cuando iba a salir la han llamado de la oficina y ya sabes, el deber es el deber. Trabaja para la revista Time.
Tag hizo una mueca.
—Así que trabaja para el enemigo… —murmuró—. Time es el competidor más fuerte que tiene Pulse, la revista que dirige mi padre, y en la que yo trabajo, por cierto.
Renee volvió a reírse.
—Sí, eso he oído.
—Pero nosotros somos mejores.
Ella se echó hacia atrás en el asiento y se rió de nuevo.
—No sé por qué imaginaba que dirías eso.
Tag tomó otro trago de cerveza. Le gustaba esa risa argentina que tenía Renee. No recordaba cuánto tiempo hacía de la última vez que se había permitido relajarse, como estaba haciendo en ese momento, especialmente desde el desafío que había lanzado su abuelo en Nochevieja.
Sin embargo, por una vez su mente estaba ocupada con pensamientos que no tenían nada que ver con el trabajo, sino con una mujer, con aquella mujer. Y si tenía ese efecto sobre él sólo porque estaban sentados juntos en una cafetería, no quería ni imaginar qué pasaría si la tocara, o si la besara, o mejor aún, si hiciesen el amor.
—¿Te apetecería venir conmigo a ver galerías de arte? Tengo pase para unas cuantas exposiciones privadas.
Renee vaciló. Lo cierto era que le encanaría, pero… Bueno, ¿y por qué no?, se dijo. Probablemente Tag sólo pretendía ser amable porque su madre era una paciente del hospital, y no podía haber nada de malo en que fuesen a dos o tres exposiciones de arte juntos.
—¿Seguro que no te importa que te acompañe? —le preguntó.
—No, claro que no; es más, me gustaría pasar más tiempo contigo.
Renee se humedeció los labios.
—¿Por qué?
En un intento por mantener la vista apartada de su tentadora boca, Tag la miró a los ojos.
—Porque últimamente he estado demasiado centrado en el trabajo y ésta es la primera oportunidad que tengo de relajarme y desconectar un poco. Por eso… y porque disfruto mucho con tu compañía.
Una sonrisa afloró a los labios de ella.
—Gracias, Tag; yo también disfruto con tu compañía.
—¡Oh, fíjate, Tag! ¿No es lo más bonito que has visto en tu vida?
Tag miró el cuadro que Renee estaba señalándole y tuvo que admitir que verdaderamente era una pintura muy hermosa.
—Sí, sí que lo es —respondió. Tomó la etiqueta que tenía colgado el marco con el precio, y añadió—. Teniendo en cuenta que es un Malone y que su obra está consiguiendo al fin reconocimiento el precio no está mal. Yo tuve la suerte de comprar algunos de sus primeros cuadros en una exposición como ésta cuando estaba empezando.
Parecía que Tag y ella tenían un gusto artístico similar, pensó Renee. La diferencia estaba en que él podía gastarse el dinero en lujos como aquél cuando ella tenía que ahorrarlo para poder llegar a fin de mes.
Sin embargo en ese momento la diferencia en el poder adquisitivo de ambos no era la única que ocupaba su mente. También estaba la diferencia en el color de su piel. Aunque Nueva York era una de las ciudades con mayor diversidad étnica entre sus habitantes, eso no significaba que los prejuicios de algunas personas hubiesen desaparecido. En más de una ocasión había sentido la mirada a veces curiosa y otras desaprobadora de algunas de las personas con las que se habían cruzado mientras caminaban. Era imposible que Tag no lo hubiera notado también, pero parecía que no le molestaba que la gente estuviese asumiendo erróneamente que eran pareja.
—Ya son las cinco y media —dijo de pronto mirando su reloj de pulsera—; ¿te apetece que vayamos a cenar antes de que te lleve a casa?
Renee lo miró. Antes le había preguntado cómo había ido hasta Greenwich Village, y cuando ella le había contestado que en metro, Tag se había ofrecido a llevarla de vuelta a casa en su coche, diciéndole que lo tenía aparcado cerca de allí. Renee se lo había agradecido, pero había replicado que no era necesario. Pasar una mañana de sábado con él era una cosa, pero que la llevase a casa cuando ni siquiera le pillaba de camino era otra muy distinta.
—Tag, de verdad que te lo agradezco, pero no hace falta. Estoy acostumbrada a ir en metro.
—Y yo te repito que no es molestia en absoluto; no tengo otra cosa que hacer. Además para cuando acabemos de cenar ya habrá empezado a oscurecer.
Renee sacudió la cabeza con una sonrisa.
—¿Y cuándo he dicho que aceptara tu invitación, si se puede saber?
Tag sonrió de un modo travieso.
—Ya lo creo que lo has hecho.
Ella enarcó una ceja.
—¿Ah, sí? No lo recuerdo.
—Pues ten cuidado, eso puede ser un signo de demencia senil.
Renee se rió.
—¿Demencia senil? Sólo tengo veintiocho años —protestó divertida.
—Y yo veintinueve, pero…
—¡Eh, Tag!
Los dos se detuvieron al oír aquella voz, y al volverse Renee vio a un hombre, más o menos de la edad de Tag, acercarse corriendo a ellos.
—¿Cómo te va la vida? —lo saludó el tipo, estrechándole la mano cuando llegó a su lado—. Hace siglos que no vienes por el club.
—La culpa la tiene el trabajo; siempre ando muy ocupado —respondió Tag antes de volverse hacia Renee—. Renee, deja que te presente a Thomas Bonner; estudiamos juntos en la universidad. Thomas, ella es Renee Williams.
Renee le tendió la mano al hombre, que esbozó una sonrisa forzada antes de estrechársela sin mucha cordialidad.
—Encantada —murmuró a pesar de todo.
—Eh… sí, igualmente —contestó el tipo. Y entonces, ignorándola como si fuese un insecto, se volvió hacia Tag y le dijo—: Habrás estado ocupado, pero por lo que veo no te falta tiempo para buscarte entretenimientos… con un toque de color.
Renee sintió una punzada de humillación. Era evidente que aquel hombre pensaba que no era la clase de mujer con la que alguien como Tag debía ser visto en público y que no podía ser otra cosa para él más que una distracción. Sin embargo, inspiró profundamente y controló la ira que estaba apoderándose de ella. No valía la pena.
Tag, en cambio, no se mordió la lengua. Le rodeó la cintura con el brazo y, tras atraerla hacia sí, le contestó en un tono gélido:
—Te equivocas; cuando un hombre conoce a una mujer tan hermosa y encantadora, tiene que ser muy idiota como para querer tenerla a su lado sólo por pasar el rato.
Su respuesta dejó al hombre sin palabras.
—Um… Ya. Bueno, tengo que irme; da recuerdos a tus padres y a tus hermanos de mi parte —dijo atolondradamente.
Luego se alejó, y no volvió ni una sola vez la vista atrás.
Renee no quería ni imaginarse los rumores que irían de boca en boca al día siguiente en el círculo social de Tag cuando aquel hombre contase que los había visto juntos. Quizá Tag pudiese sobrellevar un escándalo, pero ella no. Ya le había ocurrido una vez y no quería volver a pasar por eso.
—¿Por qué le has dado a entender que hay algo entre nosotros? —le preguntó alzando la vista hacia él.
Las comisuras de los labios de Tag se arquearon en una sonrisa traviesa.
—¿Te molesta que lo haya hecho?
Renee se encogió de hombros.
—La cuestión es que no tenías por qué hacerlo. A la gente como él lo mejor es ignorarla. No es la primera persona con prejuicios con la que me he topado, y probablemente no será la última.
—Pues perdona, pero la gente prejuiciosa es algo que yo no puedo tolerar.
Echaron a andar de nuevo y durante un trecho ninguno pronunció palabra.
—Antes, cuándo te he preguntado por qué lo has hecho, no me has respondido —le dijo Renee al cabo de un rato, alzando la vista hacia él.
Tag suspiró. Sencillamente había sido incapaz de tolerar que Thomas insinuara que sus intenciones hacia ella eran tan poco honorables.
—Thomas iba a pensar lo que quisiese de todos modos —respondió.
—Pero… ¿no te molesta que piense que pueda haber algo entre nosotros?
—No, aunque me da la impresión de que a ti sí. Hace ya mucho tiempo que aprendí a no preocuparme por lo que pensasen los demás.
Renee se detuvo y lo asió del brazo para hacer que Tag se parara también.
—Y probablemente ésa es una de las muchas diferencias en el modo en que nos han educado —le dijo—. Quizá tú puedas ignorar los prejuicios de la gente, pero para mí es distinto.
—¿Por qué?
Renee puso los ojos en blanco. ¿Acaso necesitaba que se lo escribiera?
—Pues porque tú eres blanco y yo negra, Tag.
Él sonrió y la miró con los ojos muy abiertos, como si acabase de decirle algo escandaloso a lo que no podía dar crédito.
Luego tomó su mano en la suya y levantó ambas para mostrarle el evidente contraste en el color de su piel.
—¿No me digas?; no me había dado cuenta.
Renee no pudo evitar echarse a reír.
—Venga, Tag, estamos hablando en serio.
—Estoy hablando en serio. A mí no me importa el color de tu piel; lo único que cuenta para mí es que me gustas y que disfruto estando contigo. Nunca me había sentido tan a gusto con nadie, y no voy a dejar que los prejuicios de unos pocos rijan mi vida. Además, durante toda mi vida he tenido que luchar contra las ideas preconcebidas que la gente tiene de mí. Se creen que sólo porque mi apellido sea Elliott he tenido las cosas más fáciles.
La verdad era que ella también lo pensaba, admitió Renee para sus adentros, sintiéndose algo avergonzada.
—¿Y no ha sido así?
—Ni mucho menos —le dijo él mientras comenzaban a andar de nuevo—. Cuando tienes por abuelo a un hombre como Patrick Elliott las cosas nunca son fáciles.
Tag le señaló un restaurante que había unos metros más adelante, y cuando hubieron entrado y se hubieron sentado, Renee le pidió que le hablara de su abuelo.
Tag esperó a que se retirara la camarera que había ido a llevarles la carta y preguntarles qué iban a tomar de beber, y cuando ésta se hubo alejado se encogió de hombros.
—Es un hombre muy exigente; con los demás y consigo mismo. Sus padres eran inmigrantes irlandeses, gente pobre, y comenzó a trabajar con apenas quince años para poder costearse los estudios. Uno de los primeros empleos que tuvo fue en un periódico. Allí fue escalando puestos, y ese mundo lo sedujo de tal modo que con el tiempo acabó fundando su propio grupo empresarial.
La camarera llegó en ese momento con sus bebidas, y después de tomar nota de lo que iban a tomar los dejó a solas de nuevo.
—Durante unas vacaciones que estuvo en Irlanda visitando a la familia conoció a una joven costurera llamada Maeve O'Grady, mi abuela, se enamoraron, se casaron, y tuvieron varios hijos —continuó Tag—. Están muy unidos, pero mi abuelo, quizá por el miedo a la pobreza que marcó su infancia, se ha volcado siempre más en sus negocios que en la familia.
—Ya veo —murmuró Renee.
—Todos sus hijos trabajan en la empresa familiar, Elliott Publication Holdings, o EPH para abreviar, y él es quien gobierna el navío. Es muy estricto, y siempre ha insistido en que tanto sus hijos como sus nietos teníamos que trabajar tanto como cualquier otro empleado para ascender en la compañía; sin excepciones.
Renee tomó un sorbo de agua antes de preguntarle:
—¿Y a qué edad comenzaste a trabajar tú en la empresa?
—A los dieciséis. Empecé con un puesto de administrativo, clasificando el correo y cosas así, sin recibir trato especial alguno porque mi apellido fuera Elliott. Luego entré en la facultad de periodismo, me licencié, y de ser redactor fui ascendiendo hasta el puesto que ocupo ahora.
Renee sonrió. Le gustaba que no hubiese tenido privilegios por ser un Elliott, que hubiese tenido que esforzarse. Verdaderamente había estado muy equivocada respecto a él.