CAPITULO X
AJENO a los lúgubres
vaticinios que se habían formulado respecto a su destino, el
comandante Congres acabó de realizar los últimos ajustes del rumbo,
consultó una vez más la computadora y, satisfecho, ordenó doblar la
velocidad.
En cierto modo, Lorigan había tenido razón.
El comandante John Congres era un veterano del espacio, aunque
hacía mucho tiempo que fuera destinado a tareas de organización en
la base.
Repasó los informes que tenía relativos al
extraño mundo que debía destruir, aquel raro asteroide que había
estado a punto de acabar con una de las más poderosas naves que
surcaban la Galaxia.
Tras él, el mamparo de paso se abrió y el
comandante ladeó la cabeza.
—Oh, es usted, capitán... Entre.
El capitán Arms saludó con desgana. Con un
gesto señaló las cintas y la computadora.
—¿Cree usted realmente que se trata de un
asteroide y no de una astronave? —preguntó.
—Desde luego, si es una astronave, no cabe
duda que fue construida por un puñado de locos. ¿Ha visto usted las
imágenes que trajeron los del Ormon?
—Por supuesto.
—Es un asteroide. Una astronave jamás sería
diseñada con esos contornos delirantes. ¿Para qué simular montes
cónicos, y valles y rocas? Y de ese tamaño... No, es imposible
concebir tamaña estupidez.
—Sin embargo, comandante, parece que se
desplaza con autonomía propia...
—Capitán, le aseguro que no voy a perder
tiempo tratando de descifrar el misterio que pueda encerrar esa
masa de metal. Las órdenes son de destruirlo tan pronto lo tengamos
a tiro, y eso es lo que haremos. Ocúpese de que cada hombre ocupe
su puesto de combate y sepa en todo momento cuál es su cometido. La
mayoría son bisoños sin experiencia... Afortunadamente, éste no es
un combate contra naves ágiles y bien armadas.
El capitán asintió y se fue a cumplir las
órdenes.
Todo el mundo a bordo estaba excitado e
impaciente por enfrentarse a aquel raro fenómeno, y el comandante
Congres no era una excepción, si bien es verdad que su impaciencia
tenía otras motivaciones mucho más prácticas.
Con su hoja de servicios impecable, esta
misión redondearía su prestigio y sin la menor duda significaría un
ascenso, y tal vez el mando en tierra de una división
espacial.
Incluso era posible que le condecorasen,
porque si uno se detenía a pensarlo, con la destrucción del
siniestro asteroide salvaba a la Tierra de un peligro real,
inmediato y de incalculables consecuencias.
Ciertamente, también el comandante estaba
impaciente.
Luego cuando por fin la imagen oscura y
torturada de aquel pequeño mundo errante apareció en sus pantallas,
su excitación creció de punto y comenzó a ladrar órdenes con voz
seca y llena de autoridad.
El asteroide estaba en las pantallas, pero
muy lejos todavía para distinguirlo por las mirillas. No obstante,
el comandante Congres podía ver perfectamente los extraños montes
cónicos, y los revoltijos de lo que parecía metal retorcido y
mohoso, cuyos contornos semejaban rocas negras y sin brillo.
Era más grande de lo que imaginaba, a pesar
de tener las anotaciones que indicaban sus medidas. Pero una cosa
son los números y otra muy distinta ver aquella masa colosal
flotando en el infinito.
Arrellanado en el asiento anatómico de su
puesto de mando, ordenó:
—¡Atención, cohetes de proa!
—¡Preparados! —replicó una voz metálica a
través del intercomunicador.
—¡Listos para disparar, cohetes Uno, Dos,
Tres y Cuatro!
—¡Preparados, señor.
Hizo girar el asiento y quedó de cara al
cristal de la mirilla. Las estrellas refulgían como faros
encendidos en las tinieblas, grandes, hermosas como en el delirio
de un poeta. El comandante no tenía nada de poeta, pero no dejó de
admirar el hermoso espectáculo, hasta que de repente descubrió la
inmensa sombra y dio un respingo.
Ya lo tenían. Allí estaba aquella masa que
en unos minutos dejaría de existir pulverizada por los cohetes
equipados con cabeza de cobalto.
—Bien —rezongó para sí—, asteroide o lo que
sea, pronto no será nada...
La mayoría de la tripulación se agolpaba en
las mirillas, porque aquél era un espectáculo como nunca más verían
otro igual. Incluso los jóvenes oficiales permanecían boquiabiertos
viendo cómo la siniestra masa negra crecía a medida que se
aproximaban a ella.
El comandante estableció el último cálculo y
ordenó un ligero ajuste en el rumbo. Luego, cuando el oscilómetro
le mostró que había sido corregido, gritó:
—¡Cohetes de proa, fuego el Uno!
Un chispazo relampagueó allá fuera. Pudo
verlo por la mirilla sin necesidad de utilizar los visores. El
primer cohete se alejó como un relámpago.
—¡Cohetes de proa, fuego el Dos! hora el
comandante se apartó de la mirilla. Quería contemplar las
explosiones a través de los visores porque así podría apreciar
mejor la destrucción del asteroide.
Este parecía inmenso en las pantallas.
Congres gritó:— ¡Cohetes de proa, fuego el Tres!
Tenía la mirada clavada en el asteroide. El
primer cohete debía estar a punto de estallar... unos segundos más,
unos segundos tan sólo...
Entonces vio la colosal explosión y casi
brincó en el asiento. Una bola de fuego relampagueó en el espacio y
todos los tonos del rojo brillaron en una danza mortal y
salvaje.
Sin embargo, algo andaba mal. Congres lo
intuyó antes de comprenderlo. La explosión...
Entonces el segundo cohete estalló casi en
el mismo punto que el primero y aquel milagro rojo, aquel brillante
infierno capaz de destruir un mundo se repitió. Congres maldijo y
con gestos bruscos introdujo una interrogación en la
computadora.
Volvió a fijar la mirada en los visores, Una
tercera bola de fuego se encendía en el espacio, inmensa al
mezclarse con los resplandores de las dos primeras. Era imposible
ver ahora el asteroide, oculto por el rugiente mar de llamas.
—¡Cohetes de proa, fuego el Cuatro! —bramó,
desconcertado.
La computadora zumbó detrás suyo. En la
pantalla aparecieron unas cifras que parpadearon unos instantes y
dejaron paso a la respuesta:
«Los cohetes explotan a
cien millas del objetivo.»
Congres se quedó boquiabierto. Las naves de
combate disponían de una coraza magnética casi inviolable, pero una
masa ele hierro inerte no era posible que gozara de semejante
protección.
Vio el relámpago cuando el cuarto cohete
estalló, pero estaba desconcertado, furioso.
Ladró órdenes para aprestar otra andanada de
cohetes. En la pantalla, el cataclismo rojo y cambiante se
convertía poco a poco en una inmensa mancha gris que lo ocultaba
todo.
Estaba mirándola cuando de entre el
revoltijo de fuego y humo surgió una chispa de luz, y después otra,
y otra más. Eran como bolas de fuego blanco, más brillantes que las
estrellas.
El comandante dio un brinco.
—¡Rumbo siete punto siete, doblen la
velocidad!
Su voz retumbó en la cámara y él se afianzó
previniéndose ante la brusca maniobra que había ordenado.
No pasó nada en los primeros momentos. Un
escalofrío de pánico le recorrió hasta la médula.
—¿Qué sucede? —rugió por el micrófono—.
¡Cumplan mis órdenes!
Aún pasaron unos segundos de mortal
angustia. Después, la gigantesca nave dio un brinco y giró
locamente para tomar un rumbo de noventa grados.
El comandante Congres fue zarandeado y se
agarró 'desesperadamente al asiento. Atónito por la tardanza en
cumplir su orden ni siquiera se había sujetado con las cinchas de
seguridad.
Pero ya era demasiado tarde. Los segundos de
retraso iban a ser fatales...
El primer impacto zambulló la astronave como
golpeada por el puño de un cíclope. Congres rodó a través de su
cámara de mando y se estrelló contra el mamparo de acero. Sintió un
terrible dolor en la espalda y quedó tendido, jadeando, luchando
inútilmente por mover las piernas y levantarse.
Otro estruendo estremeció toda la estructura
de la nave, arrojándola de costado. Congres se deslizó por el
inclinado suelo hasta que sus pies golpearon la pared opuesta. Un
dolor de agonía le recorrió hasta la última fibra del cuerpo.
El mamparo de entrada se descorrió dejando
paso al capitán Arms. Tenía la mirada desorbitada y gesticulaba
como un loco.
—¡Comandante, la tripulación está siendo
presa del pánico y...!
Entonces descubrió a Congres, tirado allí
como un muñeco, casi inconsciente, y se precipitó hacia él.
Antes que pudiera llegar hubo un tercer
impacto, un rugido ensordecedor que amenazó con reventarle los
tímpanos. Arms rebotó contra el panel de instrumentos, cayó, y en
medio de la niebla del dolor y la semiincons— ciencia aún pudo ver
el mar de llamas que avanzaba más allá del mamparo abierto como una
roja marea de fuego y de muerte.,.
Después, la marea invadió la cámara y todo
acabó.