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La técnica lacaniana en «La dirección de la cura»

En general, no se piden consejos más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para tener a alguien a quien se pueda reprochar el haberlos dado.

—Alejandro Dumas, Los tres mosqueteros.

Como sucede con los principales escritos de Lacan, «La dirección de la cura y los principios de su poder» es una intervención suya en un debate entre las diferentes sociedades psicoanalíticas de la época y los diferentes clínicos y teóricos en torno de la manera correcta de formar analistas y de la relevancia de la obra de Freud. El telón de fondo más inmediato de «La dirección de la cura» es un libro publicado en 1956 por una de las editoriales más prestigiosas de Francia, Presses Universitaries de France, titulado La psychanalyse d’aujourd’hui. Lacan toma este libro como una bofetada, como lo demuestran los comentarios que hace en los primeros capítulos del Seminario 4. El libro cuenta con un prefacio de Ernest Jones, quien le brinda el beneplácito de la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA, por sus siglas inglés), con la edición de Sacha Nacht y con contribuciones de Nacht, Maurice Bouvet y otros colegas de Lacan en la Sociedad Psicoanalítica de París. He aquí lo que Lacan dice sobre el libro:

La PDA: una obra intitulada La psychanalyse d’aujourd’hui, publicada por las Presses Universitaires de France, a la cual sólo nos referimos por la simplicidad ingenua con que se presenta en ella la tendencia a degradar en el psicoanálisis la dirección de la cura y los principios de su poder. Trabajo de difusión en el exterior sin duda, pero también, en el interior, de obstrucción. No citaremos pues a los autores que no intervienen aquí con ninguna contribución propiamente científica (E 612).

Esto es algo típico en Lacan: sólo menciona por su nombre a los adversarios dignos de tal cosa, enemigos con quienes al menos desea ser comparado en la mente del lector. A aquellos que no están en su mismo nivel, los critica sin piedad sin siquiera mencionar sus nombres, lo cual los borra de manera mucho más efectiva de la memoria del lector.

En un momento abordaré las concepciones de estos autores innombrables, pero primero quiero señalar que el telón de fondo más amplio de este escrito de Lacan es todo el movimiento psicoanalítico de la época y que las referencias al final incluyen una gran cantidad de figuras prominentes, tales como Anna Freud, Ernst Kris, Rudolf Loewenstein, Heinz Hartmann, Ella Sharpe, Melitta Schmideberg y D. W. Winnicott.

De manera, pues, que este artículo constituye un documento en el que Lacan fija su «posición», en el que define su postura respecto de muchas cuestiones relativas a la cura, critica a la mayoría de sus colegas e incluso se opone a varias de sus propias perspectivas anteriores (por ejemplo, mientras que en 1950 se manifestaba a favor de que los analistas tuvieran formación médica, aquí no menciona la medicina en absoluto, y sugiere en cambio que el analista sea un lettré, un hombre de letras). Este parece ser el único de sus trabajos publicados que sigue el formato relativamente estándar de la International Journal of Psycho-Analysis de citar las referencias con números entre corchetes y paréntesis, lo que tal vez signifique que está destinado al público más amplio de la IPA. Sin duda, se trata del escrito más directo de Lacan. Muchos de sus otros escritos, incluso los del mismo periodo, parecen estar pensados para un público aún no determinado; quizá estén escritos para la posteridad, o quizá estén diseñados para crear un nuevo auditorio, un auditorio de críticos analistas/filósofos/literarios (o al menos tal vez hayan sido escritos con esa intención). Este parece dirigido más claramente a analistas y, en su mayor parte, evita discusiones teóricas largas y exhaustivas.

Algunas de las perspectivas más notorias que sostienen los colegas de Lacan en La psychanalyse d’aujourd’hui son las siguientes: En primer lugar, no existe una distinción fundamental entre psicosis, perversión y neurosis; por el contrario, se ubican en un continuum basado en la solidez o no de las relaciones de objeto tempranas. Las relaciones de objeto de los neuróticos fueron bastante buenas; las de los perversos, mediocres; las de los psicóticos, terribles; y las de las personas normales, perfectas. Cabe advertir que las tendencias contemporáneas, desde el movimiento de la corrección política hasta la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM IV),[1] prefieren la perspectiva según la cual no existen distinciones fundamentales o estructurales entre psicosis, perversión y neurosis. Según el DSM IV, alguien puede tener un episodio psicótico, pero, antes y después, ser completamente normal. Estrictamente hablando, no hay estructuras (excepto tal vez el Eje II, «trastornos de personalidad»).

Si ha de hacerse algún tipo de distinción, según los autores de La psychanalyse d’aujourd’hui, ella debe ser entre «tipos pregenitales» (psicóticos y perversos) y «tipos genitales» (neuróticos). El objetivo de la terapia es, previsiblemente, convertir los tipos pregenitales en genitales. Y quienes tienen la suerte de ser tipos genitales antes del análisis, con el análisis lograrán «comprobar la enorme diferencia que existe entre lo que creían que era el goce sexual y lo que experimentan ahora» (55). Los tipos pregenitales tiene un yo débil, mientras que los tipos genitales tienen un yo fuerte.[2] De modo tal que el objetivo es fortalecer el yo.

El yo ya es de por sí suficientemente fuerte

Es por ello exponerse a errores de juicio en la conducción del tratamiento: así a apuntar a un reforzamiento del ego en muchas neurosis motivadas por su estructura demasiado fuerte, lo cual es un callejón sin salida.

—Lacan, «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis».

La posición que adoptó Lacan en la década de 1950 era, según considero, que en la gran mayoría de los casos, el yo es de por sí más que suficientemente fuerte; como señala en «El psicoanálisis y su enseñanza», este ego está lejos de ser débil (E 426). El yo es tan fuerte y rígido que toda vez que uno de los impulsos sexuales o agresivos del neurótico no se ajusta a su concepción de sí mismo sobreviene la represión, lo que resulta en el retorno de lo reprimido en forma de síntomas. Si el yo del neurótico fuera demasiado débil para expulsar esos impulsos fuera de sí, no habría síntomas.

Así, el yo del neurótico no es necesariamente más débil que el del analista, y el objeto no es moldear el yo del analizante según el yo más fuerte del analista (E 435). De hecho, podríamos decir que el objetivo del análisis es aflojar la fijeza y rigidez del yo, pues es esa rigidez la que exige expulsar muchas cosas fuera de la mente; es esta «estructura excesivamente fuerte» la que motiva un grado tal de represión (E 243, nota 10). Apuntamos a aflojar el ideal del yo, de manera que el neurótico no necesite, en el futuro, poner en marcha tantas represiones. En su lugar, aquellas cosas que antes del análisis se habrían visto forzadas a volverse o permanecer inconscientes se vuelven conscientes, ya no necesitan ser rechazadas por ser inadecuadas o desagradables. El inconsciente no se agota ni queda totalmente vacío en el curso del análisis, pero se establece una nueva relación entre las pulsiones (el ello) y el yo y el superyó, de manera tal que no es necesario que se produzcan nuevas represiones.

Tal vez esté yendo demasiado lejos aquí, pero quisiera destacar dos puntos:

  • Lacan claramente prefiere muchos aspectos de la primera parte de la obra de Freud antes que de la última parte, y no es muy afecto a la segunda tópica. Y es de esta última (yo, ello, superyó) de donde la psicología del yo tomó su impulso como movimiento. Ciertas partes del «Esquema del psicoanálisis» (1940), publicado en forma póstuma, se acercan a los textos de La psychanalyse d’aujourd’hui que Lacan critica en «La dirección de la cura». Freud habla allí del yo débil del paciente y de cómo debemos trabajar para fortalecerlo mediante el psicoanálisis. Sin embargo, nunca sugiere modelar el yo del paciente según el yo del analista; de hecho, nos advierte respecto de la tentación de ubicarnos como modelo para el paciente (OC, XXIII, 176).[3] [4]
  • Mientras que Freud a veces sostiene que el yo debe enfrentar los impulsos del ello y decidir aceptarlos o rechazarlos de una vez y para siempre (OC, XXIII, 200, por ejemplo), Lacan nunca utiliza la expresión «renuncia pulsional» y nunca, hasta donde sé, sostiene que el ego deba o bien sublimar las pulsiones o bien renunciar a ellas de plano. En cambio, enfatiza que el sujeto debe asumir una pérdida de goce. Lacan nunca habla de pulsiones «en bruto», como sí lo hace Freud, con un pensamiento magnánimo, al señalar la necesidad de superarlas; más bien, el sujeto es las pulsiones en cierto nivel fundamental y al final de su análisis debe forjar una nueva relación con ellas (Seminario 11, 281), debe aprender a contar con ellas de modo diferente.[5]

En realidad, el modo general en que Lacan concibe el yo es muy diferente de la concepción que encontramos de esta instancia en ciertos textos de Freud, en especial en el último Freud, aunque coincide bastante con ciertas formulaciones de El yo y el ello (1923), por ejemplo, la de que el yo es la proyección de una superficie del cuerpo.[6] Lacan nunca sostiene que el yo libra una lucha en tres frentes (el ello, el superyó y la realidad exterior) tratando de reconciliar sus diferencias y satisfacer sus exigencias, excepto cuando comenta los trabajos de otros. Por el contrario, en «La dirección de la cura» encontramos una formulación aparentemente muy alejada de la posición de Freud: «El yo es la metonimia del deseo» (E 609). Por críptica que pueda parecer esta definición a primera vista (en el Apartado titulado «Tópica del inconsciente», Capítulo 3, trato de dilucidarla), la concepción de Lacan del papel que el yo debe desempeñar en el trabajo analítico es obviamente muy diferente de la concepción que sostiene la mayoría de sus contemporáneos, cuya obra por lo general se basa en cierta interpretación (en gran medida una interpretación annafreudiana) de las últimas formulaciones de Freud (véase el Capítulo 2).

El análisis no es una relación dual

Examinemos ahora el modo en el que los colegas de Lacan en Francia abordaron esta particular interpretación de los últimos desarrollos de Freud. Nacht sugiere, en el ya citado La psychanalyse d’aujourd’hui, que el psicoanálisis puede entenderse como una relación de a dos, es decir, como una relación que involucra sólo a dos personas. Lacan, por el contrario, deja muy en claro en este escrito (daré por sentado que el lector sigue conmigo la lectura página por página de «La dirección de la cura») que siempre hay al menos cuatro partes involucradas en el análisis: el analista como yo y como muerto (es decir, en esencia, como el Otro con mayúscula) y el analizante como yo y como sujeto del inconsciente (E 563; véase la Figura 1.1).

Figura 1.1. Esquema L.

Así, en el juego analítico hay siempre cuatro jugadores, que Lacan compara aquí con el juego del bridge, que puede ser ilustrado con el esquema L.[7] El analista como yo tiene una pareja, el muerto (u Otro en tanto el lenguaje), y el analizante como yo también tiene una pareja, su inconsciente, cuya mano se desconoce. El objetivo del analista es lograr que el analizante como yo adivine la mano de su propia pareja, es decir, que adivine qué es inconsciente en él mismo.[8] (Claramente, Lacan está situando este juego del bridge analítico en el esquema L a partir de su uso de términos como «estructura cuatripartita» en E 736 y «distribución de las respuestas» en E 565).

Lacan afirma aquí que cada vez que el analista interpreta en el análisis, lo hace desde una única posición: la del Otro, o el muerto. Aun si interpreta la transferencia, es decir, aun si interpreta algo que el analizante proyecta sobre él, su interpretación es escuchada no como si proviniese de él como un ser viviente que respira, un ser de carne y hueso que tiene su propia personalidad y su propio yo (a menos que ésta haya sido la única manera en que se haya situado en el análisis, una eventualidad de la que me ocuparé un poco más adelante), sino más bien como proviniendo de la persona que el analizante le atribuye en su relación transferencial con él (E 591). Interpretar la transferencia no le permite dejar atrás la posición en la cual el analizante lo ha situado en la transferencia y de alguna manera volverse más él mismo, más genuino, en la relación.

Lacan recomienda evitar interpretar la transferencia por varias razones, pero en primer lugar quiere que resulte claro que no alcanzamos ninguna especie de metaposición por fuera de la transferencia al interpretarla. Permanecemos en ella hasta los tuétanos. Como señala en el “Seminario 15”, en la clase del 29 de noviembre de 1967, «no hay transferencia de la transferencia»: así como no hay Otro del Otro (es decir, una posición fuera del lenguaje que nos permita abordar el lenguaje como un todo sin tener que apoyarnos en el lenguaje mismo para abordarlo), no hay forma de salirnos completamente de la situación transferencial e invitar al analizante a hacerlo con nosotros para discutir lo que está sucediendo en la transferencia misma.[9] Pues nunca logramos salirnos de ella de esa manera; en lugar de desaparecer, la transferencia simplemente cambia de objeto. ¿Cómo podemos describir este cambio?

El intento de invitar al analizante a salirse de la transferencia con nosotros (algo que constituye el meollo de muchos abordajes contemporáneos del «tratamiento psicodinámico») promueve en el analizante la «autoobservación», es decir, el desarrollo de un yo observador que hace observaciones y critica la conducta y el afecto del paciente, un yo observador moldeado según un analista que observa al paciente de esa manera dentro del tratamiento. Este abordaje del tratamiento no sólo lleva a la queja repetida de que al final de la terapia «Me conozco mucho mejor pero sigo haciendo lo mismo» (un «conocimiento» adquirido a expensas de la transformación subjetiva), sino que también aliena al analizante al alentarlo a volverse como (identificarse con) otro: su analista. Su analista lo observa desde un punto de vista particular, que involucra sus propios ideales, valores y críticas personales (en suma, su propia personalidad). Lejos de disiparse, la transferencia simplemente se dirige hacia otro como el analizante (un alter ego, o «semejante»),[10] con la salvedad de que este otro es aún más objetivante en su forma de ver al analizante de lo que era él mismo antes de iniciar el tratamiento.

Esto equivale, entonces, a una forma de transferencia situada en el eje imaginario, en tanto opuesta a una forma de transferencia situada en el eje simbólico (como veremos a continuación), es decir, una transferencia con un Otro al que el analizante supone un saber acerca de lo que lo aqueja, un saber que le es inaccesible. La transferencia imaginaria se basa en el analista como alguien que ve o considera al analizante de cierta manera. El analista, como un progenitor, ve al analizante con buenos o malos ojos según sus propios valores, creencias, sentimientos y pesares. La transferencia imaginaria es, por lo tanto, con el analista como un individuo que tiene su propia personalidad (sin importar qué tan equilibrada o desequilibrada sea), sus propias debilidades y su propia idiosincrasia, sus propias perspicacias y cegueras.

La transferencia simbólica es algo completamente diferente. Se basa en lo que el analista escucha, es decir, en lo que puede escucharse en el discurso del analizante. En esta posición simbólica, el analista no analiza según su propia personalidad (valores, creencias, sentimientos, pesares, flaquezas, idiosincrasia, perspicacia y ceguera) sino más bien sobre la base del Otro, como veremos con detalle a continuación.

El hecho de que no haya «transferencia de la transferencia» significa que aun el más «equilibrado» e imparcial de los analistas que trabaje de esta manera (procurando impulsar el desarrollo del yo observador del analizante, y aliándose con él para que colabore en el tratamiento) no puede evitar en algún punto las proyecciones involuntarias del analizante: el analista que cree que está adoptando el tono de voz más desapasionado al hablarle al analizante será acusado de ser hipercrítico, como tal vez lo ha sido el padre del analizante, y entonces persiste otra dimensión de la transferencia, la dimensión simbólica, pese a todos los intentos de eliminarla. El analizante no deja de escuchar las observaciones del analista como si proviniesen de la persona por la cual lo toma, aun si éste no siente ser esa persona, aun si no es allí donde está tratando de situarse. La persona por la cual el analizante lo toma no es el analista como yo sino el Otro (el representante de los ideales y valores de sus padres o de la cultura, una figura de autoridad, o un juez, por ejemplo).

Así, aun cuando el analista deliberadamente procure asumir el papel de un yo «neutral» al hacer una interpretación al analizante, éste escuchará esa interpretación como si proviniese de algún Otro lugar y, más aún, como si se dirigiese a algo en él que está más allá de su yo observador, algo en él que está más allá del papel de yo «cooperativo» que trata de desempeñar en la relación terapéutica (véase la Figura 1.2).

Figura 1.2. La interpretación en el esquema L.

La perspectiva de Lacan, entonces, es que el analista no debería intentar interpretar sobre la base de su propio yo o personalidad (después de todo, ¿por qué el yo o la personalidad de él y no de algún otro?), ya que (1) afianza la alienación del sujeto al alentarlo a identificarse con el analista como yo observador en lugar de ayudarlo a revelarle su propio inconsciente, y (2) en su invitación a eliminar los aspectos inmanejables e incontrolables de la transferencia simbólica, está condenado al menos al fracaso parcial.

Lacan afirma que los analistas no sabían qué quería decir interpretar desde la posición del Otro, situarse como Otro, y tal vez esa fue la razón por la cual terminaron situándose como yoes, como personas que tenían su propia personalidad, que supuestamente tenían un buen contacto con la realidad. Esto, dice Lacan, los deja «en que si tú o que si yo con su paciente» (E 565), ese nivel en el que le dicen algo así como: «Me parece que está tratando de herirme deliberadamente» o «Siento que está enojado conmigo por lo que acabo de decirle», es decir, el nivel de las relaciones imaginarias (véase la Figura 1.3).

Figura 1.3. Esquema de yo a yo (relación entre dos personas).

Mientras que el analizante neurótico trata todo el tiempo, consciente o inconscientemente, de situar al analista en el lugar del Otro, ciertos analistas no dejan de referir todo a ellos mismos, plegando la transferencia simbólica sobre la imaginaria. Tales analistas apelan a la «parte sana del yo» (sin duda, el yo observador), a la que Lacan se refiere sarcásticamente como a «la parte que piensa como nosotros» (E 565). Tratan de lograr que parte del yo del paciente se modele según su propio yo, una noción que Lacan critica profusamente. En este punto, los analistas se embarcan en un proyecto narcisista de autoduplicación, pues intentan clonarse a sí mismos al formar nuevos analistas a semejanza de su propia imagen. Lacan afirma que la única respuesta que estos analistas tienen para la pregunta «¿Quién o qué es el analista cuando interpreta?» (es decir, creo, lo que Lacan denomina «pregunta cambiada», aquella que corresponde a la pregunta al analizante «¿Quién habla?») es «yo» (moi), en otras palabras, interpretan con su propia personalidad (E 565).

Lacan llega a decir que estos analistas, con su forma de trabajar, borran la interpretación del mapa; en cambio, simplemente tratan de que los analizantes vean la realidad tal como ellos mismos la ven. En lugar de interpretar, dan su opinión, confrontan al analizante con la realidad que supuestamente se niega a ver, y hacen sugerencias. Según Lacan, el tipo de interpretaciones que Freud hacía iba mucho más allá de lo que los analistas contemporáneos ofrecen. En el caso del Hombre de las Ratas, por ejemplo, se «tiró a la pileta» y adivinó ciertos acontecimientos del pasado de su paciente que debieron de haber ocurrido, aunque esta adivinación tuviera poco que ver originalmente con el hic et nunc (el aquí y ahora) de la situación transferencial, sino que se basaba, en cambio, en el marco simbólico más amplio de la vida del Hombre de las Ratas. Lacan sostiene que Freud sabía cómo situarse como Otro e interpretar desde ese lugar, con lo que anticipó la propia noción de Lacan acerca de cómo ese lugar puede ser ocupado por un mort, es decir, un muerto, como en el bridge.

¿Qué quiere decir ocupar el lugar del Otro? Consideremos nuevamente la metáfora del bridge (E 598). Adviértase que, en el bridge, luego de que se ha hecho la subasta y se ha declarado el muerto, éste (al que también podemos denominar Otro) juega con todas sus cartas dadas vuelta para que las vean los demás jugadores. En el Otro no hay nada que adivinar: al igual que las cartas dadas vuelta, el lenguaje que hablan el analizante y el analista es, en cierto sentido, de conocimiento público. El doble significado de lo que dice el analizante o el significado de algunos de sus lapsus ya están allí en el Otro. Las personas que no están en el consultorio con ellos podrían escuchar los mismos significados dobles y tal vez adivinar algunos de los significados de los lapsus simplemente escuchando una grabación o leyendo una transcripción. No hay nada oculto en el Otro.

Este Otro puede incluir algo tan abstracto como la ley del Corán, como podemos apreciar en un ejemplo que Lacan da en el Seminario I (290-291), de un paciente que acude a verlo luego de un análisis fallido con otro analista, a raíz de una serie de síntomas relacionados con una de sus manos. El Corán, que tiene una importancia fundamental en el norte de Africa, lugar de nacimiento del paciente, estipula que a aquel que roba se le debe cortar la mano, y su padre había sido acusado de robar e incluso había perdido su trabajo debido a esta acusación. Aunque la ley del Corán no regía en Francia, donde vivía el analizante, continuaba operando como parte de su contexto social, cultural y religioso; desempeñaba un papel en su vida sin que lo supiera; estaba escrito («inscrito») en su inconsciente. Esta porción de su inconsciente coincidía con algo que, en cierta forma, estaba a disposición de todos: el Otro como el lugar de aquellas leyes conocidas prácticamente por todos los que pertenecen a determinada cultura. En este sentido, el Otro tiene relación con los códigos simbólicos existentes y las interrelaciones entre palabras y frases que operan en un lenguaje.

Los analistas pueden ignorar muchos aspectos de los contextos de sus analizantes, y tal vez esto les proporcione una comprensión sesgada de la situación. Deben procurar aprender más acerca de la cultura y la lengua de sus analizantes. Si no lo hacen, dejan que su «información inadecuada» (es decir, un aspecto de su contratransferencia, que Lacan define como «la suma de los prejuicios, de las pasiones, de las dificultades, incluso de la insuficiente información del analista en determinado momento del proceso dialéctico […]», [E 219] interfiera con el trabajo analítico. Por ejemplo, el analista que había trabajado anteriormente con el paciente norafricano de Lacan simplemente había tratado de aplicar a los síntomas que éste padecía en la mano los conocimientos analíticos preformados, por lo cual los atribuía a la masturbación y a la supuesta prohibición de esta actividad. Una y otra vez, desconocer al Otro ha llevado a los analistas en la dirección equivocada (el Otro no es la teoría psicoanalítica per se).

El Otro es el nivel en el cual debe ubicarse el analista: escuchar los lapsus, advertir las expresiones idiomáticas y estar atento a los dobles sentidos, todo lo cual puede ser escuchado y entendido por cualquiera que tenga una formación lingüística y analítica apropiada. ¡Escuchar un lapsus tiene poco y nada que ver con la personalidad! Tiene que ver con adoptar una posición simbólica y escuchar desde esa posición, en lugar de considerar siempre cómo el analizante lo toma y lo trata como persona: como un objeto bueno o malo, como una figura parental punitiva o como una figura amorosa, etcétera. En otras palabras, tiene que ver con escuchar, no desde la posición del yo o la personalidad, sino desde el lugar privilegiado del Otro.

Así es como describe Lacan la estrategia fundamental del analista. Sugiere que los analistas pueden situarse en el juego del bridge analítico de forma tal de jugar antes o después del cuarto jugador (el inconsciente del analizante), lo que les otorga un grado de libertad en su táctica; vale decir, los deja más libres en su táctica que en su estrategia general (E 563). Estas dos posibilidades están representadas en las Figuras 1.4 y 1.5, donde las líneas rectas conectan dos conjuntos de parejas y las flechas indican el orden del juego.

Figura 1.4. Táctica del bridge analítico I: el muerto juega antes del sujeto.

Figura 1.5. Táctica del bridge analítico II: el muerto juega después del sujeto.

¿Cómo aparece concretamente esta diferencia en la táctica? Quizá en un caso (Figura 1.4) el analista diga algo teniendo como referencia al Otro (es decir, dice algo evocador u oracular que tiene dos o más significados posibles, aprehensibles prácticamente por cualquiera que hable el mismo lenguaje) y espere a ver el efecto que tiene en el inconsciente del analizante, ya sea en la forma de una asociación espontánea o de un pensamiento o un sueño producidos con posterioridad. En el otro caso (Figura 1.5), el analista podría esperar a que el analizante diga algo que involuntariamente tenga más de un sentido y entonces dejar que el Otro juegue su mano, por ejemplo, al repetir una o más palabras del analizante y permitir así que resuenen sentidos dobles o triples. En ambos casos, la estrategia fundamental del analista sigue siendo la misma: ubicarse en el análisis no como un yo sino como el Otro. Y puesto que éste es un ideal que nunca se alcanza completamente, el analista debe tratar de evitar, tanto como sea posible, que su yo interfiera con su capacidad de ocupar el lugar del Otro.

Por qué no debemos analizar con nuestro propio ser: acerca de una interpretación abordada por Margaret Little

Si se forman analistas es para que haya sujetos tales que en ellos el yo esté ausente. Éste es el ideal del análisis, que, desde luego, es siempre virtual. Nunca hay un sujeto sin yo, un sujeto plenamente realizado, pero es esto lo que hay que intentar obtener siempre del sujeto en análisis.[11]

—Lacan, Seminario 2.

Habiendo mencionado la «personalidad» (más específicamente, la diferencia entre interpretar desde la posición del Otro y hacerlo sobre la base de la propia personalidad), consideremos cómo ella se relaciona con lo que Lacan denomina el «ser» en este escrito.

En el Apartado 1.3 (E 560), Lacan cita la expresión de Freud de La interpretación de los sueños, «Kern unseres Wesens» (OC V, 593), que James Strachey traduce como «el núcleo de nuestro ser».[12] En ese texto, Freud nos dice que el núcleo de nuestro ser consiste en «mociones de deseos inconscientes». Se trata de los procesos primarios, que nos caracterizan en primer lugar, en comparación con los procesos secundarios, que sólo llegan a caracterizarnos en el curso de los años y no hacen más que dirigir y desviar los procesos primarios en lugar de sobrescribirlos o erradicarlos. El «núcleo de nuestro ser» consta, por lo tanto, de mociones de deseo (gobernadas por el proceso primario) que se retrotraen a la primera infancia y que constituyen nuestros impulsos «primitivos» duraderos.

El término «ser» aparece en el texto de Lacan unas líneas más abajo, cuando cita la concepción de Nacht de que «el analista cura menos por lo que dice y hace que por lo que es» (E 561). En el trabajo de Nacht, el ser del analista («lo que es») es la personalidad del analista. Nacht enfatiza «la importancia de la personalidad del analista» (La psychanalyse d’aujourd’hui, 134), que debe ser «lo más armoniosa y equilibrada posible» (135). Incluso llega a decir que aunque se emprenda una formación analítica, la personalidad no necesariamente se vuelve apta para ser analista; «son necesarios ciertos dones innatos» (136). En otras palabras, o nacemos con la pasta adecuada o no; y en este último caso, por más análisis que hagamos, no podremos ocupar la posición analítica apropiada. Nacht sostiene, entonces, que sólo cierto tipo de personas, personas con cierto tipo de personalidad, pueden ser analistas. ¡Al menos, parece lo suficientemente prudente como para no tratar de definir cuáles son esos tipos! Claramente, no hay «ninguna trascendencia en el contexto» (E 561), es decir, no hay modo de ir más allá de los propios rasgos de personalidad, no hay modo de trabajar sobre la base de algo más objetivo, como aquello que aporta el Otro.

Comparemos el abordaje de Nacht con lo que dice Lacan en el Apartado 1.4: «[E]stá tanto menos seguro de su acción cuanto que en ella está más interesado en su ser» (E 561). En otras palabras, cuanto más el analista deja que su personalidad sea su guía, menos seguridad tiene de lo que está haciendo.

En el Apartado 1.6, Lacan agrega que el analista «haría mejor en situarse por su carencia de ser que por su ser» (E 563). Haría mejor en situarse a partir de su falta de personalidad; podríamos decir, a partir de lo que es o del lugar donde se ubica cuando su personalidad se ha corrido a un costado: el Otro. Escuchar un lapsus o un murmullo no tiene nada que ver con su ser sino más bien con su falta en ser. Como mencioné anteriormente, el analista puede escuchar un lapsus precisamente porque ha logrado correrse, por así decir; porque ha logrado tomar el discurso del analizante no como un ataque personal sino más bien como algo dirigido a otra parte, a algo o alguien más.

Permítaseme dar un ejemplo de lo que significa analizar con el propio ser o la propia personalidad. En este ejemplo (Seminario 1, 54-59), tomado de un caso presentado por Margaret Little en «Contratransferencia y respuesta del paciente», un paciente va a ver a su analista algunos días luego de dar una brillante conferencia por radio.[13] El paciente parece particularmente angustiado y confundido durante su sesión, y su analista «interpreta este sufrimiento como el temor del paciente de que él, el analista, tenga envidia de su indudable éxito y de sus consecuencias y quiera arrebatárselo» («Contratransferencia», 32).[14] El analista entonces afirma que el afecto del paciente (su estado de angustia y confusión) se relaciona con su analista: debe de estar angustiado o bien porque piensa que su analista está celoso y podría vengarse de él, o bien porque está tratando de mantener a raya o disipar los celos y la venganza del analista (si se muestra angustiado, tal vez el analista no pueda echarle en cara su éxito).

Lacan comenta que le llevó al paciente todo un año sobreponerse a esta interpretación, es decir, advertir que en realidad en ese momento estaba deprimido porque su madre había muerto tres días antes de su programa de radio y tenía sentimientos ambivalentes por haber tenido una tan buena actuación tan poco tiempo luego de la muerte de su madre ¡y en un momento en el que ella ya no podía escucharlo![15]

La muerte de su madre es lo que Lacan señala como telón de fondo simbólico del afecto del paciente. No ignora los sentimientos del analizante y no trata de sostener que el analizante no fuera consciente de los celos del analista; de hecho, afirma que «los sentimientos son siempre recíprocos» (Seminario I, 58), con lo cual sugiere no que siempre tenemos los mismos sentimientos unos respecto de otros, pero que al menos podemos suscitar sentimientos en otra persona al afirmar o demostrar que también nosotros los tenemos (si, por ejemplo, me enojo mucho con alguien y le manifiesto mi ira, probablemente esa persona, a su vez, también se enoje conmigo). Lo que Lacan intenta señalar es que este punto encierra más de lo que uno cree y que debemos tener en cuenta no sólo el aquí y ahora de la relación imaginaria sino también el eje simbólico. Debemos considerar la relación simbólica más que proferir una interpretación en el nivel imaginario, es decir, una interpretación de la transferencia que proceda esencialmente de nuestra propia personalidad.[16] Lacan no está tratando de negar la existencia de los sentimientos del analista; está bastante seguro de que los tiene. Simplemente sugiere que debe aprender a dejarlos de lado y no permitir que intervengan en la terapia.

En el caso que estamos discutiendo, es como si el analista hubiera hecho el siguiente razonamiento: «Siento que él siente que lo envidio por su éxito en un área en la que a mí también me gustaría tener éxito, y por lo tanto debe de estar enojado conmigo, y por eso está en ese estado». Evalúa la situación sobre la base de sus sentimientos conscientes y hace una interpretación basada en su propia personalidad. Interpretar desde la posición del Otro, en cambio, es tener en cuenta el cuadro simbólico más amplio: la muerte reciente de la madre del paciente y la ambivalencia del paciente acerca de su éxito en relación con ella.

Querer imponer los propios sentimientos y la propia personalidad al analizante es un abuso de poder que Lacan condena en «La dirección de la cura». Freud, en la década de 1910, no trataba (en teoría) de influenciar a sus pacientes con su propia personalidad (que, al parecer, nunca creyó que fuese especialmente maravillosa o especial —véase, por ejemplo, OC XII, 163—) y en cambio nos proporcionó la metáfora del analista como un espejo que refleja las proyecciones del analizante (OC XII, 117; véase Seminario 8, 415). El análisis contemporáneo, afirma Lacan, con su culto a la personalidad y la importancia que le asigna a la relación cuerpo-a-cuerpo, yo-a-yo, persona-a-persona, conduce a una especie de forzamiento, de imposición al otro de la visión de la realidad y de lo que es saludable para la propia persona, algo que Lacan considera completamente ajeno a la experiencia analítica.[17]

Él anuncia su punto de vista en el primer subapartado del escrito, cuando dice: «Pretendemos mostrar en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder» (E 560). Más adelante en el mismo escrito afirma: «Queremos dar a entender que es en la medida de los callejones sin salida encontrados al captar su acción en su autenticidad, como los investigadores, tanto como los grupos, llegan a forzarla en el sentido del ejercicio de un poder» (E 584). Según Lacan, los posfreudianos no han sido capaces de captar el sentido fundamental de la obra de Freud, su contenido o sustancia esenciales, y por lo tanto se han aferrado a la sola forma, modificando completamente la sustancia: «Se lo sospechan un poco, y por eso son tan quisquillosos en preservar sus formas» (E 564).

El comentario de Lacan acerca de ese aferrarse a las formas es, por supuesto, una respuesta a la controversia suscitada en torno a su experimentación con la técnica psicoanalítica; en particular, con su introducción de las sesiones de tiempo variable, que, afirma, siguen el espíritu de la obra de Freud. Téngase en cuenta que fueron las instituciones posfreudianas y la IPA las que codificaron la duración de las sesiones, y no Freud, pues estrictamente éste no tenía como criterio el reloj para determinar en qué momento terminaban las sesiones. En sus «Trabajos sobre técnica psicoanalítica», Freud nos dice de manera explícita que en ocasiones hay pacientes «a quienes es preciso consagrarles más tiempo que el promedio de una hora de sesión; es porque ellos pasan la mayor parte de esa hora tratando de romper el hielo, de volverse comunicativos» (OC XII, 129).

Por qué no debemos interpretar la transferencia: el caso de Freud de homosexualidad femenina

Señalamos anteriormente que Lacan critica la interpretación que se hace sobre la base del propio ser, la propia personalidad o los propios sentimientos, pero no porque esos sentimientos no sean indicadores de los sentimientos transferenciales del analizante; de hecho, lo son, puesto que los sentimientos «son siempre recíprocos» (o pueden ser provocados fácilmente en el otro). Su reciprocidad misma es un indicador, sin embargo, de su carácter imaginario: reflejan las relaciones recíprocas por las que se caracteriza la relación entre yoes, entre el analista como yo y el analizante como un yo que es como el yo del analista. Lacan sostiene que «Hay en efecto en la transferencia un elemento imaginario y un elemento simbólico, y en consecuencia hay que elegir» (Seminario 4, 137). Si, como afirma Lacan, «la dimensión simbólica es la única dimensión que cura»,[18] debemos limitar nuestras intervenciones al componente simbólico de la transferencia, dejando de lado el componente imaginario. ¿Dónde entonces se halla el componente simbólico de la transferencia y qué querría decir interpretarlo?

Para responder estas preguntas, examinemos el comentario que hace Lacan en el Seminario 4 sobre el caso de Freud de la joven homosexual (OC XVIII, 135-164). No resumiré el caso aquí, pues supondré que el lector lo conoce. Comenzaré con las observaciones que hace Freud sobre «una serie de sueños» que tuvo la analizante. Afirma que estos sueños, que estaban

convenientemente desfigurados y vertidos en un correcto lenguaje onírico, eran empero de traducción fácil y cierta. Ahora bien: su contenido, interpretado, era sorprendente. Ellos anticipaban la cura de la inversión por el tratamiento, expresaban su júbilo por las perspectivas de vida que ahora se le abrían, confesaban la añoranza por el amor de un hombre y por tener hijos y, así, podían saludarse como feliz preparación para la mudanza deseada. La contradicción respecto de sus contemporáneas exteriorizaciones de vigilia era harto grande. Ella no me escondía que meditaba, sí, casarse, pero sólo para sustraerse de la tiranía del padre y vivir sin estorbo sus reales inclinaciones. Con el marido, decía con un dejo de desprecio, despacharía lo que era debido; y en definitiva era bien posible, como lo mostraba el ejemplo de la dama venerada, mantener relaciones sexuales simultáneas con un hombre y una mujer. Puesto sobre aviso por alguna ligera impresión, le declaré un día que no daba fe a esos sueños, que eran mendaces o hipócritas y ella tenía el propósito de engañarme como solía engañar al padre. No andaba errado; los sueños de dicha clase cesaron tras ese esclarecimiento. No obstante, creo que junto al propósito de despistarme había también una pizca de galanteo en esos sueños; era también un intento por ganar mi interés y mi buena disposición, quizá para defraudarme más tarde con profundidad tanto mayor (OC XVIII, 158).

Lacan comienza su comentario aportando su propia paráfrasis de la última oración de Freud: «[Eran] una tentativa de enredarme, de cautivarme, de hacer que la encuentre encantadora». Y continúa:

Con esta frase de más nos basta para instruirnos. Debe ser un encanto esta chica para que, como en el caso de Dora, Freud no actúe con libertad en este asunto. Cuando afirma que lo peor estaba cantado, lo que quiere evitar es sentirse desilusionado. O sea que está dispuesto a hacerse ilusiones. Si se pone en guardia contra estas ilusiones, ya ha entrado en el juego. Realiza el juego imaginario. Lo convierte en real, porque él mismo está dentro. Y eso no falla (Seminario 4, 110).

Lacan no apunta a señalar que esta serie de sueños completamente exenta del deseo de engañar a Freud, la persona para quien eran soñados. Pero, como afirma, no había aún en la mujer una intención de engañarlo; «sólo era un deseo». Freud, al nombrarlo, al simbolizarlo, al interpretarlo «demasiado precozmente», lo convierte en algo más que un deseo, lo convierte en algo real (Seminario 4, 110).

¿Qué hace Freud exactamente? Hace una clásica interpretación de la transferencia: «Usted está tratando de engañarme tal como está tratando de engañar a su padre». Recordemos que se somete al tratamiento para sacarse de encima a su padre, pero que no tiene intenciones de cambiar, y que considera la posibilidad de casarse sólo para tranquilizarlo a él, mientras prosigue de lleno con sus actividades homosexuales a sus espaldas y a espaldas de sus futuros maridos.

Esto podría parecer una lectura perfecta de la situación en el nivel simbólico, una lectura que pone de manifiesto una similitud simbólica que existe entre la relación de la analizante con su padre y con su analista: ella quiere embaucar a Freud de la misma manera en que quiere embaucar a su padre. Lacan señala, sin embargo, que esto sólo quiere decir que ha puesto a Freud en la misma posición imaginaria que a su padre: en la posición de un otro como ella misma con quien rivaliza por el dominio de la situación. Simplemente dio vuelta esa situación y pasó a dominar las cosas. Esto no alcanza el nivel de sus relaciones simbólicas per se. ¿Por qué no?

Lacan indica inmediatamente que el deseo de la analizante de dar a los hombres gato por liebre es un deseo preconsciente: ella sabe perfectamente que quiere embaucar a su padre y a su futuro marido. Tal vez no sepa tan claramente que quiere hacer lo mismo con Freud, pero el solo hecho de que admita que ha emprendido un análisis para darle el gusto a su padre sugiere que, al menos en cierto nivel, es consciente de que hacerle creer a Freud que ha cambiado es hacerle creer lo mismo a su padre.

Freud, con su interpretación de la transferencia, se sitúa como uno más en su serie de embaucados, aun cuando le muestra a ella que, por un lado, no se deja embaucar, es decir, se ubica como un amo un poco más listo a quien ella debe dominar. Al hacerlo, no se sitúa sino en el eje imaginario; no apunta a su papel de referente de la Ley y el inconsciente. ¿Ya desempeña un papel simbólico para ella y sin quererlo, con su intervención, reduce su doble papel al papel imaginario, unidimensional, o sería interviniendo de otro modo como pasaría a desempeñar un papel simbólico para ella? Esta es una pregunta que queda abierta.

Lacan indica que Freud, al centrarse en la dimensión imaginaria de la transferencia, pierde de vista el cuadro simbólico más amplio. Si bien elogia a Freud a menudo porque, a diferencia de muchos analistas contemporáneos, no pierde de vista lo simbólico, piensa que cuando lo pierde de vista, suele ser con sus analizantes mujeres más atractivas, como Dora y la joven homosexual. Lacan sin duda cree que es aquí donde sus propias categorías de lo simbólico y lo imaginario son útiles para los analistas, en la medida en que les permiten considerar en qué nivel sitúan su acción en un momento dado.

¿Cuál es el cuadro simbólico más amplio en el caso de la joven homosexual? Puesto que el inconsciente es el discurso del Otro, el discurso constituido por sus sueños es el discurso de su padre. Y puesto que la analizante desea el deseo del Otro, el deseo inconsciente en sus sueños (que debe distinguirse rigurosamente de su deseo preconsciente de engañar a su analista) es el deseo de su padre, con la salvedad de que el deseo de su padre tal como se presenta en los sueños es la interpretación que de él hace su hija y que ella interpreta su deseo como la forma invertida de su propio mensaje. Su mensaje o deseo es «Eres mi padre/marido, y me darás un hijo». El mensaje o deseo en los sueños invierte su mensaje de manera que parece provenir del Otro: «Eres mi hija/esposa y tendrás un hijo mío». (Aunque Freud no presenta los sueños mismos, nos dice que expresaban una añoranza por un marido y un hijo).

Lacan dice que este mensaje es «la promesa en la que se basa la entrada de la niña en el complejo de Edipo» y que el sueño articula «una situación que satisface esta promesa» (Seminario 4, 137). Según Lacan, la niña entra en el complejo de Edipo (dejando atrás a la madre como primer objeto de amor) sobre la base de una promesa que considera le es hecha por el padre: «Tendrás un hijo mío» (147). Para Lacan, esto implica que la paciente de Freud había pasado del complejo de castración al complejo de Edipo pero no había atravesado este último. De hecho, según la lectura de Lacan, no pudo atravesarlo precisamente porque su padre le dio a su madre un hijo de verdad cuando la muchacha tenía dieciséis años.

Atravesar el complejo de Edipo requeriría, según Freud, que reemplazara a su padre por otro hombre; en otras palabras, la promesa debería permanecer intacta el tiempo suficiente para poner un agente diferente en el lugar del autor de la promesa. Sin embargo los sueños parecen sugerir que la promesa permaneció intacta en su inconsciente.

Lacan piensa de otro modo que Freud sobre el cambio que se produce cuando nace el nuevo hijo de la madre. El padre se niega a dar su amor a su hija de dieciséis años y, en cambio, prefiere a su madre. En este sentido, la madre se convierte en una rival que tiene más que la hija, y tanto para Freud como para Lacan, tener es siempre fálico. De este modo, la madre es percibida como alguien que tiene el falo. Según Lacan, «Lo que la chica le demuestra aquí a su padre [al involucrarse con una “dama de la sociedad”] es cómo se puede amar a alguien […] por lo que no tiene» (147); ¿y quién mejor para ello que una mujer soltera y sin hijos, una persona que no tiene ni un pene ni un hijo, una persona que claramente no posee el falo?

Esta interpretación se basa en muchas afirmaciones de Lacan que giran en torno a la noción de que amamos en nuestro partenaire algo que está más allá de él y que el amor implica dar lo que no se tiene, nociones en las que no me detendré aquí (véanse E 589 y especialmente el Seminario 8). Pero adviértase que Lacan encuentra una corroboración de su concepción en el hecho de que la muchacha claramente usaba su relación con la «dama de la sociedad» para enviarle un mensaje a su padre: solía pasearse con ella «por las calles próximas al local donde el padre tenía su negocio» (OC XVIII, 153), como si quisiera asegurarse de que éste la viera. Y su estilo platónico y cortés de amor por la dama, que implicaba un grado considerable de idealización, sugiere un repudio hacia la forma de amor bastante más material (real) del padre hacia la madre de la muchacha. De hecho, una figura habitual en las fantasías homosexuales de las mujeres es un hombre al que es necesario mostrarle cómo se hace (es decir, cómo una mujer debe ser amada y deseada por lo que no tiene, por su falta de falo).

Así, la situación simbólica es, según Lacan, una situación en la que se ha situado el falo. La joven homosexual aún quiere ser amada por lo que ella misma no tiene, como lo sugieren sus sueños, y Freud lo pasa por alto. Parece convencido de que simplemente ha adoptado una posición masculina en relación con la dama y que entonces tiene el falo y no espera recibirlo de un hombre. Lacan caracterizaría la creencia de Freud en la posición masculina de ella como un prejuicio o una preferencia, y por lo tanto, como parte de la contratransferencia de Freud. Este parece creer que en una relación entre un hombre y una mujer, aun si uno es analista y el otro analizante, alguno de los dos tiene el falo, y es probable que se desate una lucha respecto de quién se quedará con su posesión. (Después de todo, una analizante mujer debe, según Freud, llegar a renunciar a su demanda de falo y aceptar recibirlo con gratitud de un hombre). Esta creencia contratransferencial no le permite a Freud ver que el falo sigue estando en otra parte, no en el espacio imaginario del tener excluyente, donde si uno lo tiene, el otro no puede tenerlo (por ejemplo, en el espacio imaginario de la rivalidad fraterna, donde si mi hermana tiene un nuevo juguete, yo no puedo tenerlo). Para salir de este atolladero, el falo debe situarse en un registro diferente, el registro simbólico, que Lacan asocia con el ámbito del ser: «ser o no ser el falo».

Para que Freud asumiera su papel simbólico en la transferencia, debería haber dejado abierto el espacio de éste «en otra parte», no plegarlo al espacio imaginario de una lucha entre ambos respecto de quién terminará teniéndolo. (Abordaré lo que significa mantener abierto el espacio de ese «en otra parte» con el ejemplo de un sueño soñado por la amante de un analizante de Lacan). Lacan no nos dice exactamente qué le habría recomendado hacer a Freud, pero su concepción aquí parece implicar un movimiento dialéctico adicional más allá de la percepción que Freud tenía de la situación: en el juego del ajedrez o bridge analítico, Lacan se adelanta una movida a Freud (con el diario del lunes, por supuesto).

La concepción de Lacan a esta altura de su obra parece ser que el analista no debe identificarse en la transferencia con la posición de tener o no tener el falo, sino que de alguna manera debe situarse en la posición del Otro simbólico, donde se halla el significante fálico. Este parece ser el elemento simbólico de la transferencia. Puede haber un grado en el cual el analizante neurótico sitúa al analista en esa posición de manera automática, pero éste debe trabajar activamente para mantenerse en esa posición y queda fácilmente desalojado de ella por el nivel en el que se sitúa en sus propias interpretaciones.

La interpretación del elemento simbólico de la transferencia, entonces, a mi entender, no es más que la interpretación de la situación simbólica en su totalidad. Así, la recomendación general de Lacan de no interpretar la transferencia es una advertencia: toda vez que los analistas se sientan inclinados a interpretar «la transferencia», es probable que estén interpretando solamente el componente imaginario, y no el marco simbólico general.[19]

El deseo inconsciente no debe confundirse con el deseo consciente: la Bella Carnicera

La discusión de Lacan de otro de los casos de Freud, el de la Bella Carnicera, presentado en La interpretación de los sueños (OC V, 165-8, 171), también se basa en la distinción entre los deseos (pre) conscientes e inconscientes y, de manera similar, introduce la dialéctica de tener y ser el falo. He aquí el sueño que Freud detalla:

Quiero dar una comida, pero no tengo en mi despensa sino un poco de salmón ahumado. Me dispongo a ir de compras, pero recuerdo que es domingo por la tarde, y todos los almacenes están cerrados. Pretendo llamar por teléfono a algunos proveedores, pero el teléfono está descompuesto. Así, debo renunciar al deseo de dar una comida.

Parte del contexto del sueño es que la paciente ha advertido que si bien su marido, carnicero, está muy enamorado de ella y al parecer se muestra muy satisfecho con la relación que mantienen en todos los aspectos, habla muy elogiosamente de una amiga de ella que no es en absoluto su tipo (es muy delgada, y por lo general a él le gustan las mujeres regordetas, como su mujer). La paciente comienza preguntándose cómo es que él podría desear algo más, cómo es que podría no estar del todo satisfecho con su esposa. ¿Cómo podría desear a una mujer que ni siquiera es su tipo, una mujer que parece incapaz de satisfacerlo? Lacan pone la siguiente pregunta en su boca: «¿No tendría él también un deseo que se le ha quedado atravesado, cuando todo en él está satisfecho?» (E 596). El día antes del sueño, la amiga le había contado a la paciente que le gustaría engordar un poco y le había preguntado: «¿Cuándo vuelve usted a invitarnos? ¡Se come tan bien en su casa!». Un deseo del sueño parecería entonces frustrar el deseo de su amiga de comer en su casa; como señala Lacan, «bueno sería ver a la otra engordar para que su marido la paladee». El deseo onírico manifiesto de organizar una cena («Quiero dar una comida») parece entonces desbaratado por el deseo latente de frustrar el pedido de su amiga de engordar unos kilos bajo la mirada aprobadora de su marido. Esta es la primera interpretación que hace Freud del sueño, que muestra la contradicción entre el deseo consciente (de demostrar que Freud está equivocado) y los deseos inconscientes.

Su segunda interpretación y el comentario de Lacan acerca de ella nos llevan un poco más lejos, en la medida en que se trata de examinar el significado inconsciente de uno de los deseos de la paciente que aparece en el sueño (no en la historia o el contenido mismo, sino en uno de los significantes que constituye el texto del sueño: «salmón ahumado»). Si abordamos el sueño como una simple historia, es probable que consideremos el salmón ahumado como un detalle accesorio o un pretexto. Pero Freud insiste en que debemos examinar todos los elementos del sueño, y como Lacan enfatiza: «Hay que tomar el deseo a la letra», en otras palabras, debemos apuntar a la letra del sueño, pues en ella se expresa el deseo.

Esta segunda interpretación es algo indirecta. Sabemos, por la discusión que Freud presenta del caso, que esta mujer adora el caviar y que le encantaría comer un bocadillo de caviar todas las mañanas, y sin embargo le pide a su marido que no le compre caviar, para poder seguir haciéndole bromas con eso. En otras palabras, al privarse de caviar, ella se satisface simplemente queriéndolo (y suscitando en su marido un «deseo de dar», manteniéndolo en ascuas, por así decir). Ella es perfectamente consciente de que tiene un deseo (es decir que no se trata de un deseo inconsciente): el de dejar insatisfecho su deseo de caviar; como dice Freud, se ha creado un «deseo denegado».[20] Lacan señala que se trata del «deseo de tener un deseo insatisfecho» (E 593). Así, a pesar de que ama abiertamente a su marido, quiere algo más: quiere seguir queriendo.

También sabemos que ha detectado en su marido un interés por su escuálida amiga. Esto la lleva a preguntarse qué tiene su amiga que no tiene ella. Intenta mirar a su amiga desde la perspectiva de su marido y se pregunta qué la vuelve interesante para él. Algo que parece notar es que su amiga ama el salmón ahumado y sin embargo se priva de él. Una configuración enigmática: ¿por qué alguien haría semejante cosa? Freud no afirma que ella trate de descifrar la pregunta en forma consciente, sino que pareciera que encuentra motivos para privarse de algo que resuenan con sus propios motivos. De hecho, Freud parece sugerir que esta paciente modeló su deseo de privarse de caviar según el deseo de su amiga de privarse de salmón. En otras palabras, Freud sugiere que su paciente ha detectado o imaginado una razón para este tipo de deseo en su amiga y ha hecho suyo este tipo de deseo. ¿Cuál es la razón? Parecería que es el placer que puede obtenerse en el desear mismo, en simplemente seguir deseando, sin que el deseo desaparezca por haberse satisfecho. La Bella Carnicera se identifica con su amiga en este punto en particular, un proceso al que Freud se refiere como «identificación histérica».

Recordemos el ejemplo que da Freud de identificación histérica en el contexto de su discusión del sueño: varias pacientes mujeres en la sala de un hospital desarrollan el mismo síntoma, un síntoma que originalmente había desarrollado una paciente luego de recibir un carta de su familia que reavivó una herida de amor (OC IV, 167-168). Las otras mujeres no la imitan simplemente, sino que se identifican con un rasgo particular de ella; en esencia, ellas también tienen razones para sentirse rechazadas o agraviadas o para sentirse deprimidas y nerviosas. En otras palabras, todas se ponen en el lugar de ella, e inconscientemente la sustituyen.[21]

Cuando otra mujer comienza a atraer la atención del carnicero, empieza a funcionar como objeto de su deseo de otra cosa; la paciente entonces sondea ese deseo para tratar de desentrañar cuál es su objeto y se convierte en ese objeto, es decir, quiere ser lo que lo hace desear y por lo tanto procura convertirse en lo que Lacan a esta altura de su enseñanza denomina falo, el falo como «el significante del deseo del Otro» (E 661). Esta es una verdad general para Lacan: puesto que lo que todos desean es que el Otro los desee, todos quieren ser el significante del deseo del Otro (en otros momentos, formula esto afirmando que todos quieren ser la causa del deseo del Otro; véase, por ejemplo, E 659).

¿Cuál es, entonces, el significado inconsciente del deseo de la paciente de tener un deseo insatisfecho? Convertirse en el falo para su marido identificándose con una mujer que ha comenzado a cautivarlo. (Freud destaca la identificación, mientras que Lacan destaca que el deseo de ser el falo para su marido es lo que motiva la identificación).

Adviértase que en el sueño, la paciente no frustra directamente a su amiga. Se frustra a sí misma directamente, y así frustra a su amiga indirectamente (porque no podrá invitarla a cenar). Freud comenta este punto (OC IV, 167), pero no va más allá de decir que ella también se empeñaba en «procurarse un deseo denegado en la realidad». Es Lacan quien de muchas maneras enfatiza la incompatibilidad entre el deseo y la satisfacción, especialmente con la expresión «No me des lo que te pido porque no es eso». Esto, según Lacan, no es un rasgo patológico de esta paciente en particular, sino más bien un rasgo general, estructural, del deseo humano.

El deseo es el resultado de una carencia o falta fundamental del ser (o en el ser), una carencia o falta que se representa y se transmite en cada nuevo deseo que nos habita. Esta falta es lo que nos hace neuróticos y no psicóticos, y es importante para todos nosotros asegurarnos de que no sea saturada o sofocada de alguna manera. Como Lacan señala aquí, «el deseo es la metonimia de la carencia de ser», es el desplazamiento continuo de la misma falta o escisión estructural. Esta escisión es básicamente la misma que aquella que opera entre el significante y el significado (algo que será abordado en detalle en el Capítulo 3). El significado o la significación de lo que diga, cualesquiera que sean los significantes que pronuncie, nunca es del todo clara. Si digo «Lacan es un idiota», alguien puede pensar en un idiot savant, alguien con discapacidad mental pero con una habilidad extraordinaria en un área determinada, como las matemáticas, o en la raíz griega de la palabra, a saber, «particular» o «peculiar». ¡De hecho, alguien puede recordar que en el Seminario 20 Lacan dice que la masturbación es el goce del idiota, y pensar que lo estoy tratando de masturbador! O puede pensar en El idiota de Fiódor Dostoievski y suponer que estoy asociando a Lacan con el personaje de ese libro. Cada uso autentificado de la palabra es una significación válida, y prácticamente nada de lo que diga está exento de ambigüedades.

Esto quiere decir que existe una disyunción estructural entre todo lo que digo o pienso que quiero, puesto que el deseo se formula en palabras, y el «contenido» o «significado» de mi deseo. El referente (como cierto objeto específico que podría satisfacer mi deseo) nunca es aislado o discernido como tal por mi discurso. Más bien, mi discurso evoca numerosos significados, ninguno de los cuales implica un objeto o referente externo específico (por ejemplo, una atención o una caricia que, si se corresponden exactamente con lo esperado, serán realmente lo que se deseaba). Si digo que quiero una mujer que me trate como a un rey, no caben dudas de que una vez que dé con una mujer que parezca tratarme de esa forma, encontraré algo que objetar en la definición de «rey» y en lo que significa ser tratado como tal. (¿A un rey se lo trata de manera maternal?, ¿se lo atiende de pies a cabeza?, ¿se lo traiciona?, ¿se lo sirve de mala manera?, ¿se lo adula para conseguir sus favores?).

Esto sugiere que el deseo es estructuralmente imposible de satisfacer. La necesidad puede ser satisfecha, pero no el deseo. Siempre queda algo por desear. No me extenderé sobre este punto aquí, pues ya lo abordé con detalle en mi Introducción clínica al psicoanálisis lacaniano, pero quiero mencionar que, al final de «La dirección de la cura», Lacan sostiene que el deseo es intrínsecamente imposible de satisfacer, y señala que mientras que la histeria se caracteriza por el deseo insatisfecho, la neurosis obsesiva se caracteriza por el deseo como imposible. Ambas son estrategias para mantener el deseo en el cuadro, en el mapa o en el menú (como veremos en el caso del paciente de Kris, en el Capítulo 2). Tratar permanentemente de ser lo que suscita el deseo del Otro es obviamente una misión interminable (la misión de ser algo que queda sometido al desplazamiento o deslizamiento metonímico), en tanto opuesto a la búsqueda de caviar, que es algo que se puede tener y con lo que es posible darse por satisfecho.[22] Tener es algo estático; ser es una búsqueda.

Hay muchos otros aspectos del sueño y el caso de la paciente que podrían discutirse aquí; por ejemplo, el hecho de que el marido también expresaba un interés en perder peso (¿para ser más parecido a la amiga de su esposa o para que ésta lo encontrase más atractivo?), que su esposa también se identificaba con su marido al tratar de desentrañar qué tenía la otra mujer que ella no tenía, y Lacan sugiere que existe cierta relación entre la rebanada de salmón ahumado («que viene a tomar el lugar del deseo del Otro»), la rebanada de trasero de hembra (¿podríamos decir que el deseo del marido de esa rebanada «no alcanza para nada», o sea, que ella quiere que él desee alguna otra cosa?) y el falo («Ser el falo, aunque fuese un falo un poco flaco, ¿no es ésta la identificación última con el significante del deseo?»). Pero quisiera continuar mi examen del falo tomando la presentación de Lacan en «La dirección de la cura» de uno de sus propios casos. Lacan muy pocas veces escribió acerca de sus casos, y creo que ésta es la discusión más extensa que presenta de uno de ellos por escrito.

La evocación de la ausencia: el caso de Lacan de un obsesivo

Al comienzo de «La dirección de la cura», Lacan dice algo bastante paradójico con respecto a la discusión de casos: nos pide que lo excusemos por referirse siempre a los mismos casos de Freud y parece querer explicarnos por qué casi nunca puede «sacar a la luz [sus] propios análisis para demostrar el plano donde tiene su alcance la interpretación». Menciona el problema del anonimato que puede surgir «en el medio comunicante en el que tienen lugar muchos de nuestros análisis», pero sin embargo nos indica que ha logrado «decir bastante sin decir demasiado, o sea dar a entender [su] ejemplo, sin que nadie, aparte del interesado, lo reconozca» (E 571).

Podríamos esperar que, inmediatamente luego de ese preámbulo, Lacan discuta uno de sus propios análisis, pero no lo hace; en cambio, presenta un esbozo algo críptico de la técnica freudiana. De hecho, debemos esperar treinta y dos páginas (bastante densas, por cierto) antes de encontrarnos con un ejemplo tomado de su propio consultorio.[23]

Será útil discutir brevemente la hoja de ruta de la técnica freudiana que Lacan presenta antes de abocarse al caso mismo. Lacan afirma que sus contemporáneos adoptaron un abordaje diferente del que utilizaba Freud en cuanto al orden en el que éste procedía; en particular, Freud no se reservaba la interpretación hasta la última etapa del tratamiento, cuando fuese aplicable sólo a la transferencia. Lacan dice:

Digo que es en una dirección de la cura que se ordena, como acabo de demostrarlo, según un proceso que va de la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real hasta el desarrollo de la transferencia, y luego a la interpretación, donde se sitúa el horizonte en el que se entregaron a Freud los descubrimientos fundamentales, sobre los cuales vivimos todavía en lo referente a la dinámica y a la estructura de la neurosis obsesiva. Nada más, pero también nada menos (E 571).

«Rectificación de las relaciones del sujeto con lo real» parece ser una referencia a las observaciones que le hace Freud al Hombre de las Ratas durante su primera sesión (OC X, 137, 167) respecto de los «errores de memoria» y «desplazamientos» referidos a unos quevedos. Recién cuando el Hombre de las Ratas le relata la historia por tercera vez, Freud puede comenzar a reunir sus fragmentos, y finalmente le dice al Hombre de las Ratas que necesariamente debe de haber sabido que la empleada del correo había pagado el reembolso por sus quevedos antes de que el «Capitán cruel» le indicara, incorrectamente, que quien se había hecho cargo del pago era el teniente primero A. Debe tenerse en cuenta que esta «rectificación» tiene que ver con algo que el Hombre de las Ratas debía de haber sabido y por lo tanto concierne a su realidad psíquica; no es una referencia al concepto de realidad «externa» u «objetiva».[24]

Freud hace algo similar con Dora: dice que al parecer ha participado en el flirteo de su padre con la señora K; de hecho, aunque se queja de ello (de la misma manera en que el alma bella culpa a otros del «desorden» en que se encuentra su mundo), parece haber sido el sostén, la condición sine qua non de la relación (OC VII, 35). El comentario de Freud apunta a la participación subjetiva de Dora en la situación, no a cierto juicio «objetivo» de Freud respecto de la «situación real». Lacan denomina «rectificación subjetiva» a esta maniobra de Freud con Dora (E 574), con lo cual indica que tal rectificación siempre es necesaria con el «alma bella», que critica el desorden de su propio mundo en lugar de advertir su propia contribución al desorden (E 213, 569; véase también OC VII, 67).

Veremos cómo esta discusión del orden en el que procede Freud (rectificación, desarrollo de la transferencia y luego interpretación) resuena en la discusión de Lacan de su propio caso.

Lacan no nos da una descripción detallada del caso (E 599-603). En cambio, nos habla de «un incidente acaecido al final del análisis de un obsesivo, o sea después de un largo trabajo», en el que Lacan no se limitó, señala, a «analizar la agresividad del sujeto»; en otras palabras, no ocupó su tiempo en analizar las resistencias y defensas que surgen en la relación dual entre dos yoes, tal como muchos de sus contemporáneos recomendaban hacer.

Advirtamos, de paso, que Lacan critica severamente el uso constante del verbo «analizar» por parte de ciertos analistas, que de este modo muestran que ya no saben qué significa interpretar. Según Lacan, cuando un analista dice que «analiza» algo, casi siempre significa que sitúa su trabajo en el registro imaginario en lugar de interpretar en el registro simbólico. «Analizar» es trabajar sobre la base de uno mismo, de la propia personalidad, de la propia forma de ver el mundo, de la propia noción de realidad, de los propios prejuicios, en suma, de la propia contratransferencia. Decir que «analizamos» implica que tenemos la suerte de haber nacido analistas, de haber recibido al nacer los dones inefables necesarios para ser analistas, dones que por lo general resultan ser terriblemente difíciles de impartir o comunicar a otros. Según Lacan, el que analiza es el analizante, no el analista; este último está «al pie del muro de la tarea de interpretar» (E 565).

Ahora el analizante no puede evitar caer en el registro imaginario de las defensas y la resistencia cuando lo real que está tratando de poner en palabras (trauma y otras experiencias que el sujeto nunca antes ha articulado) resiste a la simbolización. Los fenómenos imaginarios surgen cuando el analizante no logra decir lo que debe decir debido a la «incompatibilidad del deseo con la palabra» (E 610). El analizante descarga su frustración sobre el analista (Seminario 1, 59-60/48-49), ¿y cómo podría ser de otro modo si físicamente no hay nadie más con el analizante en el consultorio? El analizante siente que el analista se niega a ayudarlo e incluso le impide progresar. Pero en esas situaciones el analista no debe situarse en ese nivel y no debe sentirse atacado en su persona por el analizante. No es que éste de repente se resiste al analista en forma deliberada por hostilidad o perfidia, como parecen pensar algunos analistas (véanse los comentarios del doctor Z* en el Seminario 1). El real al que el analizante se enfrenta siempre resiste a la simbolización.[25] De hecho, tanto el analizante como el analista quedan situados del mismo lado de lo que podríamos llamar «el muro de lo real», y el analista debe tratar de ayudar al analizante a simbolizar lo real que resiste a sus esfuerzos conjuntos (véase el «muro del lenguaje», E 281, 303). Como señala Lacan en 1968, «Lo que resiste al análisis obviamente no es el sujeto. Lo que resiste es el discurso» (“Seminario 15”, 24 de enero de 1968).

En cuanto al caso en cuestión, Lacan afirma que en lugar de analizar la agresividad de su paciente obsesivo, se le hizo reconocer «el lugar que tomó en el juego de la destrucción ejercida por uno de sus padres sobre el deseo del otro» (E 600). Más adelante afirma que la madre del paciente tenía una posición crítica respecto del «deseo demasiado ardiente» de su padre (E 602), y por lo tanto era la madre la que dirigía un juego que implicaba destruir el deseo del padre. Por lo tanto Lacan logró que su paciente reconociera el papel que él mismo había desempeñado en este juego, lo que parece bastante similar a la «rectificación subjetiva» a la que se refiere en el trabajo de Freud con Dora. Así, con este paciente procede exactamente como en el resumen que hace de la técnica freudiana (E 571): comienza un proceso que va de «la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real, hasta el desarrollo de la transferencia y luego a la interpretación».

Luego nos dice que el paciente «Adivina la impotencia en que se encuentra de desear sin destruir al Otro y, por ende, su deseo mismo, en cuanto que es deseo del Otro» («Devine l’impuissance où il est de désirer sans détruire l’Autre, et par là son désir lui-même en tant qu’il est désir de l’Autre») (E 600). Aquí el francés, como muchas veces ocurre con Lacan, presenta una ambigüedad: ¿el paciente adivina tanto su impotencia como su deseo en cuanto que es el deseo del Otro, o destruye tanto al Otro como su deseo en cuanto que es el deseo del Otro? Además, ¿debemos entender désir de l’Autre en el sentido de que el deseo del paciente es el mismo que el deseo del Otro (Lacan no nos dice si es el de su madre o el de su padre) o en el sentido de que el deseo del paciente es el deseo que tiene por el Otro?

Siguiendo las repetidas indicaciones que proporciona Lacan, plantearé la prudente hipótesis de que aquí el Otro con mayúsculas es el padre y el otro con minúsculas es la madre. Habiendo formulado esta hipótesis, vemos que si el paciente desea, se vuelve como su padre, que desea ardientemente. Puesto que el paciente acepta jugar el juego de su madre, se supone que debe destruir el deseo excesivo de su padre y por lo tanto destruir su propio deseo (ya que el deseo del paciente es idéntico al deseo de su padre). Esto lo lleva a dejar de lado, o a la espera, su verdadero deseo, o, como dice Lacan más adelante, «su ser está siempre en otra parte»; de esta forma, mantiene su propio deseo fuera de la línea de fuego. Mientras que el paciente está ostensiblemente comprometido en el proyecto de destruir al Otro para satisfacer a su madre, al mismo tiempo lucha para protegerlo (E 600).

De hecho, Lacan nos dice que le reveló «su maniobra [la del paciente] para proteger al Otro» y que esa maniobra consistió en «disponer los juegos del circo entre los dos otros (el a minúscula y el yo, su sombra)» (los dos otros, a esta altura de la obra de Lacan, son su madre como ego (o alter ego, a’) y el ego del paciente (a). El paciente, pues, disponía juegos de circo entre él y su madre (al parecer pretendía aliarse con ella para destruir el deseo excesivo de su padre) «desde el palco del aburrimiento reservado al Otro (A mayúscula)» (E 600). El Otro aquí se sitúa a un costado, en la posición de un espectador en su palco, un espectador que está aburrido precisamente porque no participa en los juegos, pero que permanece intacto gracias a su aislamiento.

Podemos situar esto en el esquema L, como en la Figura 1.6.

Figura 1.6. Esquema L para el analizante obsesivo de Lacan.

Podríamos decir que el obsesivo de Lacan (y, por extensión, el obsesivo en general) presenta el esquema L completo menos el lugar del sujeto. El eje simbólico está truncado, privado de su continuación hacia la posición del sujeto (pues aquí el sujeto del inconsciente está oculto o apartado); o podríamos decir que la posición del sujeto está plegada sobre el lugar del Otro. El deseo inconsciente del sujeto está apartado del juego y retraído sobre la posición del espectador.

Esto se relaciona con lo que Lacan dice en «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis» acerca del lugar del Otro en la neurosis obsesiva:

El obsesivo […] dirige su homenaje ambiguo hacia el palco donde tiene él mismo su lugar, el del amo que no puede verse.

[El obsesivo] da a ver.

[…] En el cuanto al [obsesivo], tenéis que haceros reconocer en el espectador invisible de la escena, a quien lo une la mediación de la muerte (E 292).

Lo que tal vez pueda no ser muy claro en esta cita es formulado con mucha mayor claridad en el Seminario 4. Incluso es posible que lo que Lacan afirma en el Seminario 4, en noviembre de 1856, esté inspirado en el mismo paciente del que nos habla un año y medio más tarde, cuando escribe «La dirección de la cura»:

¿Qué es un obsesivo? En suma es un actor que desempeña su papel y cumple cierto número de actos como si estuviera muerto. El juego al que se entrega es una forma de ponerse a resguardo de la muerte. Se trata de un juego viviente que consiste en mostrarse invulnerable. […] Se lo ve en una especie de exhibición con la que trata de mostrar hasta dónde puede llegar […] el otro con minúscula, que es sólo su alter ego, su propio doble. Su juego se desarrolla delante de un Otro que asiste al espectáculo. Él mismo es sólo un espectador, y en ello estriba la posibilidad misma del juego y del placer que obtiene. Sin embargo, no sabe qué lugar ocupa, esto es lo inconsciente que hay en él. […]

[El objeto] participa en un juego ilusorio […] que consiste en aproximarse a la muerte tanto como sea posible, quedando a salvo de todos los golpes, porque el sujeto, de algún modo, ha matado su propio deseo por adelantado, lo ha, por así decir, mortificado.

[…] se trata de demostrar lo que él ha articulado para ese Otro espectador que es él mismo sin saberlo (Seminario 4, 29-30).

Así, el obsesivo (al identificarse con el padre, con el amo e incluso con la muerte misma) se sitúa como el Otro, que es el espectador de la escena. Mientras que su yo participa en los juegos (es decir, en el espectáculo montado para el Otro), su deseo, su deseo inconsciente, permanece a un costado, como si no existiera. Mientras que el histérico se identifica con el espectáculo mismo, el juego que se juega ante los ojos del Otro (E 292), el obsesivo, según Lacan, da a ver un espectáculo a un espectador que es él mismo y en el que el analista se convierte para él en el curso del análisis.

El incidente

Estas son las coordenadas básicas, aunque muy teóricas, de lo que para Lacan es el análisis. Lo cual nos lleva al incidente que él menciona al comienzo de su comentario: «He aquí pues a nuestro sujeto ya sin nada que decir, llegado hasta el punto de hacernos una jugarreta de prestidigitación bastante particular por lo que revela de una estructura del deseo» (E 600).

La jugarreta a la que se refiere Lacan, que es habitual ver en las calles de Nueva York y otras ciudades, se denomina trile que consiste en hacer que un jugador (por lo general alguien que no vive allí y por lo tanto no conoce las tretas callejeras de la gran ciudad) encuentre una carta que ya ha visto entre tres cartas colocadas boca abajo sobre una superficie plana, luego de que el otro jugador, el trilero, las ha movido en un rápido juego de manos. A menudo el trilero permite que el turista gane una o dos veces para que suba la apuesta pero, una vez que éste comienza a apostar en serio, ya no logra encontrar la carta, aun cuando esté seguro de saber dónde está (con frecuencia simplemente se la retira de la mesa mediante un juego de prestidigitación).

El rápido movimiento con las cartas evoca la observación que Lacan hace aquí, a saber, que la neurosis obsesiva es una «arquitectura de contrastes» y nos presenta una amplia variedad de fachadas; el analista debe entonces poseer «la combinatoria general que preside su variedad sin duda, pero que, más útilmente aún, nos da cuenta de los espejismos, mejor aún, de los cambios a ojos vista del laberinto» (E 600). También evoca los juegos entre los dos egos que se orquestan para el espectador.

Adviértase que Lacan no dice que su paciente trate de engañarlo deliberadamente; el obsesivo no está al tanto de que dirige el juego. Según Lacan, ello es parte de la naturaleza misma de la neurosis obsesiva, que es una estructura cuyo «gran caudal sin embargo permanece» (E 600). Entiendo que esta formulación significa que luego de un análisis el obsesivo no se convierte en otra persona; no se vuelve «normal», por ejemplo. Pero ello no impide que cambie en el transcurso de su análisis.

La carta oculta

Entonces, ¿cuál es la carta que el paciente le oculta a Lacan? Parecería ser el falo. Lacan continúa su relato del incidente:

Digamos que, de edad madura, como dicen cómicamente, y de espíritu desengañado, nos engañaría gustoso con su menopausia para excusarse de una impotencia sobrevenida, y acusarnos de impotencia (E 600).

En otras palabras, el paciente estaba tratando de culpar de su repentina impotencia con su amante a su edad y la así llamada menopausia o climaterio masculino, o bien simplemente a Lacan. Insinuó o bien que Lacan también estaba atravesando la menopausia y por lo tanto estaba tan impotente como él, o bien que el problema por el que estaba atravesando se debía a la impotencia de Lacan como analista.

Al paciente se le ocurre proponerle a su amante que se acueste con otro hombre, «a ver qué pasa» (E 600), una formulación que a primera vista parecería indicar que cree que los celos tendrían un efecto en su libido. Después de todo, todavía no existía el Viagra y el paciente por lo tanto no podía recurrir a esos estimulantes. Pero resulta que este «a ver qué pasa» guarda relación con el hecho de que el paciente está convencido (basándose en ciertas «verdades» psicoanalíticas que ha escuchado) de que alberga dentro de sí ciertos deseos homosexuales reprimidos, convencimiento que Lacan se niega a validar o refutar («nosotros hemos seguido siendo, ya se lo imaginan, más bien ariscos sobre este punto», E 601). En efecto, el paciente planea estar presente durante la escena entre su amante y el otro hombre.[26] Ahora bien, no es que simplemente se le ocurre la idea de que su amante se acueste con otro hombre: se lo propone explícitamente.

El sueño

Esa misma noche, su amante tiene un sueño que le cuenta inmediatamente al paciente.[27] Este sueño, según Lacan (E 601), constituye una respuesta a la demanda de su paciente, pero la respuesta no toma la forma de un simple sí o no. La amante responde desde cierto lugar, el lugar que la neurosis del paciente le asigna (en otras palabras, responde no desde el lugar que él conscientemente quiere que ella ocupe, sino desde el lugar en el que él no puede evitar situarla). Esto recuerda lo que Lacan había dicho anteriormente acerca de interpretar la transferencia: no se trata de encontrar un punto fuera de la transferencia sobre la base del cual interpretar, ya que para el analizante la interpretación proviene del lugar en el que ya ha situado al analista. Interpretar la transferencia, entonces, no significa que se deja atrás la transferencia o que de alguna manera se sale de ella, aunque sólo sea por un instante; el impacto de una interpretación depende del lugar del cual proviene. El analista siempre está situado ya en algún lugar.

Volvamos al sueño de la amante. En este sueño, «Ella tiene un falo, siente su forma bajo la ropa, lo cual no le impide tener también una vagina, ni mucho menos desear que ese falo se meta allí». Lacan agrega que «Nuestro paciente, al oír eso, recupera ipso facto sus capacidades y lo demuestra brillantemente a su comadre» (E 601).

Ahora bien, ¿qué le permite a Lacan interpretar este sueño, que no fue soñado por el propio paciente? Puesto que el deseo es el deseo del Otro, el deseo en el sueño soñado por la amante es el mismo que el deseo del paciente. El sueño, dice Lacan, «está hecho para satisfacer el deseo del paciente más allá de su demanda», en otras palabras, más allá del pedido formulado a su amante de que se acueste con otro hombre. El paciente le pide que haga algo, pero la amante, a diferencia de los analistas que Lacan critica a menudo, escucha algo más en esta demanda; un deseo, un deseo que está en otra parte. Y es este deseo (el deseo del paciente que yace más allá de su demanda) el que encuentra cumplimiento en el sueño.[28]

Un obsesivo, dice Lacan, mantiene «su deseo en un imposible que preserva sus condiciones de metonimia» (E 602), y el deseo del paciente aquí estaba sostenido en un fantasma en el que su amante antes podía ocupar la posición del objeto erótico. Pero el análisis ha perturbado las condiciones metonímicas necesarias para el paciente, y su amante ya no puede ocupar el lugar adecuado para él, el lugar de causa de su deseo. En cambio, parecería que ha pasado a ocupar el lugar del objeto de su adoración (el de la madre, en la dialéctica de la santa y la puta propia del obsesivo).

¿Debemos pensar que el hecho de que ella se presente en el sueño «como teniendo un falo» le restituye «su valor erótico» (en otras palabras, que la vuelve a colocar en el lugar de causa del deseo en el fantasma del paciente)? Si fuera así, ello confirmaría la hipótesis acerca de la homosexualidad masculina propuesta por Lacan en el Seminario 8, según la cual, para el homosexual, «el signo del deseo» (a saber, el pene erecto) es «el objeto del deseo, [que] se manifiesta como objeto de atracción para el deseo» (19 de abril de 1961). Según esta hipótesis, parecería que lo que el homosexual busca es el signo (del deseo) más que el significante (del deseo). Su causa del deseo sería entonces una presencia (la presencia del pene erecto como signo del deseo del partenaire) en lugar de una ausencia (una falta que apunta al deseo del partenaire por algo).

Lacan propone esta noción en el contexto de su discusión de El banquete. En el diálogo de Platón, Alcibíades, a diferencia de la Bella Carnicera, no parece interesado por el significante del deseo del Otro, ese Otro que para él es Sócrates. En cambio, le demanda a Sócrates un signo de su deseo por él; quiere que Sócrates tenga una erección; eso le basta como signo del deseo del Otro. Por eso Lacan habla de la «degradación» de Fi mayúscula (Ф, falo) en fi minúscula (−φ, castración imaginaria), que no es exactamente la reducción de lo simbólico a lo imaginario (Seminario 8, 19 de abril de 1961) sino, más precisamente, creo, la reducción del significante al signo. Alcibíades quiere un signo del deseo de Sócrates porque «el deseo del Otro es separado de nosotros por esa marca del significante» (12 de abril de 1961). El deseo del Otro, es decir, lo que el Otro quiere, y más específicamente lo que el Otro quiere de nosotros, está oculto para nosotros o nos es presentado por un significante intangible: el falo. No es inmediatamente obvio, como una demanda de que hagamos x, y o z. Un deseo nunca es dicho directamente como tal, pues todo discurso es demanda, como señala Lacan: todo discurso constituye una demanda de algún tipo (de respuesta, por ejemplo, o de reconocimiento).[29] Un deseo es algo que debe ser descifrado, puesto que el deseo como tal es el deseo inconsciente; está más allá de lo que conscientemente tenemos la intención de decir que queremos. Contentarnos con un signo del deseo del Otro es, en el esquema de cosas que presenta Lacan, un atajo: una manera de aliviar la angustia ante la oscuridad del deseo del Otro y la incertidumbre de nuestra interpretación de él.

Como un buen analista, Sócrates no le da a Alcibíades el signo que éste busca. Según Lacan, Sócrates quiere colocar a Alcibíades en la senda de su propio deseo, un deseo vinculado no a un signo sino más bien al significante de una ausencia. Sócrates trata de «dialectizar» el deseo de Alcibíades. El psicoanalista moderno debe hacer lo mismo: no debe, dice Lacan, representar algo para el analizante, «pues el signo que hay que dar es el signo de la falta de significante» (Seminario 8, 275). Obviamente, esto se relaciona con S (A), el significante de la falta en el Otro (el significante de la falta en el orden significante mismo): la falta en el Otro con que el analizante debe llegar a confrontarse para que el análisis tenga chances de llegar a su fin.

Esta formulación no es la única ni necesariamente la más completa que Lacan da de la homosexualidad masculina. Téngase en cuenta, en particular, que en su abordaje de ella en el Seminario 8 introduce a Psyche y Eros, a Dora, así como otras referencias. Más aún, nos dice que en la neurosis obsesiva en general, «[la función fálica] la vemos emerger bajo esta forma degradada» (Seminario 8, 19 de abril de 1961). En otras palabras, esta «degradación» parece ser un rasgo general de la neurosis obsesiva. Más aún, puesto que el Fi mayúscula es «el significante excluido del significante», es decir, del sistema significante como tal, «no puede por tanto entrar allí sino por artificio, contrabando, degradación, y efectivamente por eso no lo vemos sino como significante imaginario» (19 de abril de 1961). El Fi mayúscula, pues, nunca aparece como tal, pero sin embargo, al parecer, puede ser evocado por su ausencia misma.[30]

Adviértase que cuando Lacan propone esta formulación en el Capítulo 16 del Seminario 8, se refiere a la afirmación de Rabelais: «ciencia sin conciencia es la ruina del alma». En su discusión del sueño de la amante de su paciente en «La dirección de la cura» utiliza la misma expresión de Rabelais, pero la invierte: «conciencia sin ciencia» (E 601), y la evoca nuevamente cuando menciona «la ciencia incluida en el inconsciente» (E 602). Adviértase también que «La dirección de la cura» fue publicada por primera vez en 1961 y que las clases del Seminario 8 dedicadas al falo fueron dictadas en abril de 1961. Tal vez esto nos autorice a elucidar un texto a partir del otro.

En cualquier caso, podríamos decir que el sueño de la amante nos muestra «la ciencia incluida en el inconsciente», en el sentido de que este sueño muestra tanto el signo presente del deseo (el pene erecto) como su ausencia, a saber, la vagina asociada con el deseo de que el pene se meta en ella. Tenemos así ambos a la vez: la «presencia real» del pene erecto y la ausencia simultánea de pene que evoca el deseo de la soñante.[31]

De manera que no es simplemente al presentarse en el sueño como teniendo un falo como la amante restituye su valor de objeto erótico para el paciente. Ciertos analistas podrían creer que el hecho de que ella posea un falo le sirve a él para garantizar que ella «no tendría que quitárselo a él», pero según Lacan «es ésta una garantía demasiado fuerte para no ser frágil» (E 602). El «falo materno» que ella presenta (¿por qué no llamarlo así?) puede aliviar momentáneamente la angustia de castración del sujeto, pero esta presencia de ninguna manera lo ayuda a superarla. Digo que el falo que ella presenta es el «falo materno» porque parece que si ella previamente había podido ocupar para él el lugar de causa del deseo en su fantasma pero esto ya no era posible debido al trabajo que éste estaba realizando en su análisis, era porque había comenzado a verla demasiado parecida a su madre.

Lo que le restituye su valor de objeto erótico para el paciente parecería ser entonces el hecho de que el sueño también presenta la ausencia de falo. El lugar de la falta queda preservado, pese a todas las presencias posibles, y de este modo el lugar del deseo permanece intacto: el lugar del deseo de la soñante, pero también del deseo del paciente. La falta en la soñante es el deseo del paciente; en otras palabras, la falta en la soñante da lugar al deseo del paciente. Y esta falta debe permanecer intacta.

Escabullirse entre un deseo y su desprecio

¿Por qué esta falta debe permanecer intacta? La madre del paciente de Lacan mostraba desprecio por el deseo de su marido. El paciente, así, «se escabulle entre un deseo y su desprecio» (E 602), en otras palabras, entre el deseo de su padre, que se había convertido en su propio deseo, y el desprecio de ese deseo proveniente de su madre y por lo tanto de cualquier mujer que para el sujeto quedase ubicada en el lugar de la madre. Despreciar el deseo de alguien equivale a decirle que su deseo no corresponde a ninguna falta en mí. Si no le permito ver ningún tipo de falta en mí, su deseo se desvanece y su ser se evapora.[32]

Si en el sueño la amante hubiera tenido un pene pero no una vagina (y ningún deseo de que otro pene entrara en ella), no necesitaría nada del paciente y no sentiría más que desprecio por su deseo. De hecho, parecería que es precisamente así como el paciente la veía antes del sueño: como alguien a quien nada le faltaba y que no hacía uso del deseo de él (de allí su impotencia con ella). Pero en el sueño se presenta como alguien a quien, sin embargo, le falta algo, y en este sentido el paciente puede serle útil de alguna manera, puede prestar su ser para algo: para sostener el lugar del falo para ella. De esta manera «es su propia carencia de ser [la de él] la que se encontró alcanzada» (E 602).

Si la referencia a Rabelais no basta para indicar cierta relación entre «La dirección de la cura» y el párrafo del Seminario 8 que he citado, adviértase que en ambos textos aparece la palabra contrabando para calificar el objeto del obsesivo y que en el caso del obsesivo de Lacan adquiere un sentido bastante particular, pues la cuestión es bander ou ne pas bander (tener o no tener una erección).

De hecho, propondría como hipótesis de trabajo que lo que aquí es contrabandeado es el falo materno mismo, el falo postizo o falso que se introduce de manera fraudulenta. Podría decirse que es el falo imaginario, el falo que está allí pero que podría no estar, el falo que es capaz de caer. Como dice Lacan en «Subversión del sujeto», «su posición en punta en la forma [lo] predispone al fantasma de caducidad en el que viene a acabarse la exclusión en que se encuentra de la imagen especular y del prototipo que constituye para el mundo de los objetos» (E 782).

El falo imaginario nunca es seguro; nunca tenemos asegurada su posesión. Tal vez por eso atribuirle uno a su amante no es una garantía muy fuerte para el obsesivo Lacan (E 602). Pero la presencia del falo postizo puede evocar el falo que no está presente; de hecho, eso es exactamente lo que dice Lacan varias páginas más adelante, en «Subversión del sujeto».

Tal es la mujer detrás de su velo: es la ausencia de pene la que la hace falo, objeto del deseo. Evoquen esa ausencia de una manera más precisa haciéndole llevar un lindo postizo bajo un disfraz de baile y me dirán qué tal, o más bien me lo dirá ella: el efecto está garantizado en un cien por cien, queremos decir, ante hombres sin ambages (E 785).

Dudo de si, en la era del Viagra, aún se recurre a estos juegos en los que es obviamente la naturaleza postiza del falo bajo la ropa la que permite hacer la ecuación «mujer = falo simbólico», debiendo entenderse aquí «falo simbólico» en el sentido del significante del deseo del Otro e incluso de causa del deseo del partenaire. La presencia de lo obviamente postizo evoca por fuerza la ausencia de un pene real, biológico; evoca, en otras palabras, un no tener que llama a la simbolización. Llama a un significante de la falta en el Otro, significante que, a esta altura de la obra de Lacan, se equipara en esencia con el falo simbólico, que es el que suscita el deseo del sujeto. El analista debe llevar al analizante a encontrarse con el falo simbólico como significante de la falta en el Otro (no orquestando esa suerte de encuentro sexual, sino a través del trabajo de análisis) para que el analizante llegue al fin de su análisis.

Antes de ese encuentro, lo que determina el destino de todos los objetos del obsesivo, lo que los pone en una serie y los vuelve equivalentes entre sí, lo que mantiene el deslizamiento metonimico de uno a otro, es el falo imaginario. La formulación exacta del fantasma fundamental del obsesivo que da Lacan en el Seminario 8 es:

Ⱥ ♢ φ (a, a’, a’’, a’’’,…)

A la izquierda del losange tenemos el hecho de que el obsesivo se sitúa en relación con el Otro de tal forma de «no estar jamás en el lugar donde en ese instante parece designarse» (Seminario 8, 19 de abril de 1961); en otras palabras, su ser está oculto en otra parte. A la derecha del losange tenemos el hecho de que:

los objetos, en tanto que objetos del deseo, están puestos en función de una cierta equivalencia erótica: erotización de su mundo, especialmente de su mundo intelectual. Esta forma de anotar, esta puesta en función por −φ, designa algo que aparece en toda observación, que el −φ es lo que subyace a esta equivalencia instaurada entre los objetos en el plano erótico, que −φ es la unidad de medida: el sujeto acomoda la función a a la función de los objetos de su deseo (19 de abril de 1961).

Si, como estoy proponiendo, este φ puede entenderse como el falo materno, al menos en un sentido, todos los objetos del obsesivo brillan a la luz de ese falo. La característica de contrabando que todos ellos comparten proviene del objeto de contrabando por excelencia: el falo materno. (Volveremos sobre la importancia del objeto de contrabando en el Capítulo 2, cuando abordemos el caso que discute Kris). Los objetos del obsesivo pueden causar su deseo en la medida en que no se devele su asociación con la madre. Una vez develada esta asociación, el objeto de contrabando (amante, «puta») ya no puede ser deseado sino sólo idealizado (santa) o abandonado.

Si llevamos mi interpretación un poco más lejos, podríamos decir que los objetos del obsesivo permanecen determinados por su obstinada atribución inconsciente de un falo (el llamado falo materno) a una mujer, hasta que se enfrenta con la castración, que, como Lacan repite una y otra vez, es «en primer lugar […] castración del Otro (de la madre primeramente)» (E 601). El obsesivo se niega a aceptar que su madre está castrada, lo que simplemente significa que no tiene todo lo que quiere y por lo tanto le falta algo. Se niega a aceptarlo porque siente que eso le concierne: significa que ella quiere de él algo impensable, tal vez su ser mismo. Es mejor negar la existencia de su falta («la falta en el Otro») que enfrentar la horrible angustia que su deseo («el deseo del Otro») suscita en él. Sin embargo, su goce permanece ligado a ella, y sólo velando la conexión que existe entre ella y el contrabando que lo excita, él puede encontrar alguna satisfacción. Sólo mediante el encuentro orquestado analíticamente con la falta en el Otro como simbolizada, es decir, con el significante de la falta en el Otro (que, como mencioné antes, Lacan equipara con el falo simbólico, Ф, a esta altura de su obra), el obsesivo puede asumir la castración y poner fin a la serie interminable de objetos destinados a finalmente revelar su conexión con la madre. Recién entonces el falo imaginario, φ, puede dejar de servir como condición del deseo del sujeto.

Tal vez Lacan esté sugiriendo entonces que el sueño de la amante ayudó a producir el encuentro del analizante con la falta en el Otro y ayudó a simbolizar esta falta como algo que está más allá del pene en el sueño (el falo imaginario, materno), como un deseo de otra cosa; no de su ser per se, no de un órgano que él tiene, sino de algo que él puede dar ocasionalmente, aunque no lo tenga. O quizá Lacan esté sugiriendo que se trataba de una posición temporal, que temporalmente lo movía en la misma dirección en que lo movía el análisis.

En cualquier caso, estas son algunas de las interpretaciones que pueden hacerse a partir de la descripción que Lacan hace de este incidente en el análisis de su analizante obsesivo. ¿Qué hizo con este paciente? Al final, sabemos más acerca de lo que no hizo que de lo que hizo. Sabemos que no le habló de su «madre castradora»: Lacan indica que «nada tenemos que hacer con ella en la interpretación, donde invocarla no llevaría muy lejos, salvo a volver a colocar al paciente en el punto mismo en que se escabulle entre un deseo y su desprecio» (E 602). El sueño de la amante «se dirige a él tan bien como pueda hacerlo el analista» (E 601). ¿O acaso mejor?

Lacan sin embargo, dedica su atención a «hacer captar al paciente la función de significante que tiene el falo en su deseo» (E 602), pero al parecer nunca sabremos cómo lo hizo. En todo caso, parecería que orientó todas sus intervenciones en torno al eje simbólico y que, como la amante del paciente, procuró preservar «el lugar del deseo en la dirección de la cura» (E 603). Aparentemente éste es el punto en el que Freud falló con la joven homosexual, como señalamos anteriormente, pues tomó el falo sólo como algo tangible que podía tenerse o no tenerse, y no como algo que ella podía dar en el amor sin tenerlo y algo por lo cual podía ser amada, precisamente por no tenerlo.

Por qué no debemos alentar a nuestros analizantes a que se identifiquen con nosotros

A modo de conclusión de este comentario de «La dirección de la cura», quisiera señalar otra diferencia fundamental entre la técnica de Lacan y la de otros analistas. Algunos contemporáneos suyos formulaban el objetivo explícito de que el analizante se identificase con el analista, algo que, según Lacan, implica reducir los deseos de sus pacientes «a sus demandas, lo cual simplifica la tarea para convertirlos en los suyos propios» (E 596). Esta identificación satisface la demanda de ser del analizante, sus «pasiones del ser» (E 597); sé quién y qué soy porque el analista (el Otro) me dice quién y qué soy. Esto corresponde a la posición s(A) en el grafo del deseo (E 769; véase el Capítulo 4 más adelante).

Lacan, en lugar de procurar satisfacer la pasión de ser del analizante (que puede satisfacerse mediante identificación) trata de hacer que el analizante se confronte con su falta en ser (o carencia de ser). El analista debe procurar que el analizante se encuentre con la ausencia de un significante en el Otro, la ausencia de un significante dado por el Otro que pueda cobijarlo y justificar su existencia, decir por qué está aquí y cuál es su propósito (ausencia que corresponde al matema S (Ⱥ) en el grafo del deseo).

El grafo del deseo diferencia espacialmente estos dos abordajes. La identificación es una manera de evitar la pregunta por mi falta en ser. Si me identifico con el analista como líder (véase OC XVIII, Capítulo 8), no necesito hacerme preguntas difíciles; mi ser nunca está en cuestión, la pregunta por mi ser ya está respondida. Como sostiene Colette Soler en «La relación con el ser, donde tiene lugar la acción del analista», dice que esa identificación con el yo del otro es el malheur de l’être (la desgracia de ser) (E 605).[33] Identificarse con alguien es una desgracia, pues me impide confrontarme con mi falta en ser y trascenderla. Me deja con las mismas inadecuaciones o fallas que las de mi analista. ¡Eso sí es una desgracia!