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EN EL ZOOLÓGICO CON BRUCE

Hoy estoy en el zoológico con Bruce y justo en este momento estamos mirando los flamencos rosa sucio, algunos posados sólo sobre una pata, bajo un cálido sol de noviembre. Ayer por la noche pasé en coche por delante de su casa de Studio City y vi la silueta de Grace deslizándose por delante de la pantalla de vídeo gigante que está colocada frente al futón en el dormitorio del piso de arriba. El coche de Bruce no estaba en el camino de entrada, aunque no sé con seguridad qué significa eso, puesto que el coche de Grace tampoco estaba. Bruce y yo nos conocimos en los estudios que ahora dirige mi padre. Bruce escribe guiones para Corrupción en Miami y yo estudio el penúltimo curso en la UCLA. Se suponía que Bruce dejaría a Grace ayer por la noche y hoy es evidente, en este mismo momento, que no lo ha hecho. Vamos en coche hasta la colina del zoológico casi en completo silencio si se exceptúa este nuevo grupo de salsa del casete y los comentarios de Bruce sobre la calidad del sonido que amortiguan el silencio entre canciones. Bruce es dos años mayor que yo. Yo tengo veintitrés.

Es un día de entre semana, un jueves a última hora de la mañana. Pasan niños de los colegios, formando filas torcidas, mientras nosotros miramos los flamencos. Bruce fuma sin parar. Unos mexicanos en su día libre toman latas de cerveza metidas en bolsas de papel, se detienen, miran, murmuran cosas, sueltan unas risitas de borrachos, señalan los bancos. Yo me arrimo más a Bruce y le digo que necesito una Coca Cola Light.

–Duermen como mujeres -dice Bruce, de los flamencos-. No consigo entenderlo.

Me fijo en que hay literalmente centenares de niños de los colegios, cogidos de la mano por parejas, pasando junto a nosotros. Le doy un codazo a Bruce y él se aleja de las aves y yo me río ante la gran cantidad de niños. Bruce pierde interés por las desconcertantes caras sonrientes y señala un cartel: REFRESCOS.

Una vez que los niños quedan fuera de mi vista, el zoológico parece desierto. La única persona a la que veo durante nuestro paseo hasta el puesto de refrescos es a Bruce, que va delante de mí. El zoológico está tan vacío que podrían matar a alguien y nadie lo notaría. Bruce no es del tipo de hombres con los que salgo normalmente. Está casado, no es alto, y cuando llego junto a él paga mi Coca Cola Light con el dinero mío que se quedó en el aparcamiento. Se queja de cómo encontraremos a los gibones, dice algo sobre que los gibones tienen que estar por aquí. Esto significa que no estamos hablando de Grace pero espero que me sorprenderá. No le pregunto nada debido a lo molesto que parece por no encontrar a los gibones. Pasamos delante de más animales. Unos pingüinos con calor, de aspecto espantoso. Un cocodrilo se mueve lentamente hacia el agua, evitando un gran espinardo rodante seco.

–Ese cocodrilo te miró, cariño -dice Bruce, encendiendo otro pitillo-. Ese cocodrilo pensó: mmm.

–Apuesto lo que sea a que estos animales no son muy felices que digamos -le comento, cuando miramos a un oso polar, con trozos de su piel azules debido al cloro, que se arrastra hacia un estanque poco profundo, un glaciar falso.

–Vamos, vamos. – Bruce se muestra en desacuerdo-. Claro que son felices.

–Pues no lo parecen -digo yo.

–¿Qué es lo que quieres que hagan? ¿Tirar cohetes? ¿Bailar? ¿Te he dicho lo bien que te queda esa blusa?

Un barril flota en el agua color meados y el oso polar evita el agua, dando vueltas a su alrededor. Bruce se aleja. Yo le sigo. Ahora él está buscando las onzas, que ocupan un lugar importante en la lista de lo que debe ver. Encontramos el lugar donde se supone que deben estar las onzas, pero están escondidas. Bruce enciende otro pitillo y me mira.

–No te preocupes -dice.

–No me estoy preocupando -digo yo-. ¿No tienes calor?

–No -dice él-. La chaqueta es de lino.

–¿Qué es eso? – pregunto, mirando un ave grande de aspecto extraño-. ¿Un avestruz?

–No. – Suspira-. No lo sé.

–¿No es un… emú? – pregunto.

–Nunca he visto ninguno -dice él-. De modo que ¿cómo lo voy a saber?

El ojo empieza a palpitarme y tiro lo que queda del refresco en un cubo de basura cercano. Entro en unos servicios mientras Bruce mira una vez más los osos polares. En los servicios me echo agua a la cara, deseando dominar un ataque de ansiedad. Una negra enseña a un niño pequeño a sentarse en el retrete sin caerse. Aquí hace más fresco, el aire es dulzón, desagradable. Me coloco las lentes de contacto con rapidez y salgo para reunirme con Bruce, que me señala una gran cicatriz roja que se entrecruza con los negros puntos de sutura que recorren el lomo de uno de los osos polares.

Bruce mira a un canguro que da saltos aburridos hacia un encargado del zoológico, pero no deja que el encargado le agarre. Levanta indeciso una pata y hace un sonido de desaprobación, un sonido horrible, y el encargado le agarra por la cola y se lleva arrastrando al animal. Otro canguro está mirando, desde un rincón, aterrado, mascando nervioso unas hojas marrones. Nos alejamos.

Todavía tengo sed pero todos los puestos de refrescos por los que pasamos están cerrados y no consigo encontrar una fuente. La última vez que nos vimos Bruce y yo fue el lunes pasado. Me recogió con su Porsche verde y fuimos a los estudios al estreno de una nueva comedia con sexo para adolescentes y después a cenar a un sitio tex mex, en Malibú. Cuando se fue de mi apartamento aquella noche discutió conmigo sus planes para dejar a Grace, que se ha convertido en una de las actrices jóvenes favoritas de mi padre, y de la que Bruce me dice que nunca ha estado enamorado de verdad, aunque de todos modos se casó con ella, por motivos «todavía desconocidos», hace un año. Sé que no ha dejado a Grace y estoy un noventa y nueve por ciento segura de que me lo explicará todo más tarde pero también espero que empiece él y ésa es la razón por la que ahora está tan callado, porque me sorprenderá más tarde, después del almuerzo. Fuma pitillo tras pitillo.

El canguro que queda protesta y da saltos en círculo, luego se detiene con un espasmo súbito. Aunque Bruce tiene veinticinco años parece más joven y esto se debe principalmente a su aspecto juvenil, su cara lampiña, sin pelo, siempre sin necesidad de afeitarse, su abundante pelo rubio cortado a la última moda, y como le pega a muchas drogas está más delgado de lo que probablemente estaría pero se encuentra en buena forma y tiene una dignidad que la mayoría de los hombres que conozco no tiene, ni nunca tendrá. Desaparece camino arriba. Le sigo a un mundo nuevo: cactos, elefantes, más aves extrañas, grandes reptiles, rocas, África. Una banda de chicos hispanos anda sin rumbo, nos siguen, hacen novillos o a lo mejor no y yo miro el reloj para comprobar que no llegaré tarde a mi clase de la una.

Nos conocimos en una fiesta final de rodaje de los estudios. Bruce se acercó adonde yo estaba, me ofreció un vaso de agua fría y dijo:

–Te pareces a Nastasja Kinski.

Yo me quedé allí, muda, e hice un concentrado esfuerzo que duró nueve segundos para descodificar ese gesto. A las tres semanas de vernos me enteré de que estaba casado y me maldije terriblemente toda aquella tarde y la noche después de que me dijera eso en Trumps, un viernes antes de que él tuviera que volar a Florida a pasar el fin de semana. Yo no reconozco las señales que acompañan una aventura con un hombre casado porque básicamente en Los Ángeles no los hay. Después de que me enteré, las cosas adquirieron sentido, pero para entonces ya era «demasiado tarde». Un gorila está tumbado de espaldas, jugando con una rama. Estamos lejos pero todavía le puedo oler. Bruce se dirige a los rinocerontes.

–Les gusta estar aquí -dice, mirando a un rinoceronte que está tumbado inmóvil, y que estoy casi segura de que no está vivo-. ¿Por qué no les iba a gustar?

–Están encerrados -digo yo-. Los han metido en jaulas.

Junto a las jirafas, encendiendo otro pitillo, haciendo una broma sobre Michael Jackson, Bruce dice:

–No me dejes.

Es lo que dijo cuando el Vogue inglés me ofreció un trabajo absurdamente bien pagado que yo no era capaz de hacer y que me buscó mi padrastro y que, pensándolo bien, debería de haber aceptado y lo dijo otra vez antes de que se fuera a pasar el fin de semana a Florida, dijo:

–No me dejes.

Y si no me lo hubiera pedido, le habría dejado, pero como me lo pidió, me quedé, las dos veces.

–Bien -murmuro yo, frotándome un ojo con mucho cuidado.

Todos los animales me parecen tristes, en especial los monos, que se pelean sin el menor entusiasmo, y Bruce hace una comparación entre los gorilas y Patti LaBelle y encontramos otro puesto de refrescos. Pago yo su hamburguesa porque él no lleva dinero en metálico. Vinimos hoy al zoológico porque un amigo de Bruce le ha prestado su tarjeta de socio. Cuando le pregunté qué tipo de persona puede ser socia del zoológico, Bruce me hizo callar con un suave beso, una caricia, un leve apretón en la nuca, me ofreció un Marlboro Light. Bruce me tiende una factura. Me la guardo en el bolsillo. Una pareja de recién casados con un niño muy pequeño se sienta en una mesa al lado de la nuestra. La pareja me pone nerviosa porque mis padres nunca me llevaron al zoológico. El bebé agarra una patata frita. Me estremezco.

Bruce saca la carne de la hamburguesa y se la come sin hacer caso del pan, que le parece poco sano, «me sienta mal». Bruce nunca desayuna, ni siquiera los días en que va al gimnasio, y ahora tiene hambre y mastica ruidosamente. Yo mordisqueo un aro de cebollas, riéndome para mis adentros, y él no hablará hoy de nosotros. Se me pasa por la cabeza, y me quedo dándole vueltas hasta que por fin se desvanece, que nada impide su divorcio de Grace.

–Vamos -digo yo-. A ver más animales.

–No tengas prisa -dice él.

Pasamos junto a unas llamas inútilmente orgullosas, un tigre que no podemos ver, un elefante al que parece que le hayan pegado una paliza. Hay un cartel al lado de la jaula de algo a lo que llaman bongo: «Se ven raramente debido a su extremada timide2, y a las manchas de sus costados y lomo, que se confunden con las sombras.» Los babuinos se pavonean, haciéndose los machos, rascándose con descaro. Las hembras se agarran patéticamente a la piel de los machos, limpiándolos.

–¿Qué estamos haciendo aquí? – pregunto-. ¿Bruce?

En un determinado momento Bruce dice:

–¿No estamos demasiado lejos para volver cuando queramos?

Yo miro lo que creo que son avestruces.

–No sé si lo estamos -digo-. Sí.

–No, no lo estamos -grita él, adelantándose.

Le sigo hasta donde se detiene, mirando una cebra.

–«La cebra es un animal de un aspecto realmente magnífico» -lee lentamente Bruce en un cartel que cuelga junto a la cerca.

–Tiene un aspecto… muy de Melrose -digo yo.

–Tengo la sensación que te has comido un adjetivo, cariño -dice él.

Un niño aparece de repente a mi lado y saluda a la cebra con la mano.

–Bruce -empiezo-. ¿Se lo dijiste?

Nos dirigimos a un banco. Se ha nublado pero todavía hace calor y viento y Bruce fuma otro pitillo y no dice nada.

–Quiero hablar contigo -digo, cogiéndole las manos, apretándoselas, pero siguen sin vida en su regazo.

–¿Por qué unos animales tienen jaulas grandes y otros no? – pregunta.

–Bruce, por favor. – Empiezo a llorar. De pronto el banco se ha convertido en el centro del universo.

–Los animales me recuerdan cosas que no puedo explicar -dice él.

–Bruce -digo, entre sollozos.

Alzo rápidamente una mano hasta su cara, tocándole la mejilla suavemente, haciendo presión.

Me coge la mano y la aparta de él y la pone entre nosotros, en el banco, y me dice muy deprisa:

–Escucha… me llamo Yocnor y soy del planeta Arachanoid que está situado en una galaxia que la Tierra no ha descubierto todavía y probablemente nunca descubrirá. Según vuestro cómputo temporal, estoy en vuestro planeta desde hace cuatrocientos mil años y me mandaron aquí a obtener datos de vuestra conducta que por fin nos permitan invadir y destruir todas las galaxias existentes, incluida la vuestra. Será un mes terrible, pues la Tierra será destruida de tal modo que sufriréis un dolor a un nivel que vuestra mente nunca será capaz de entender. Pero tú no experimentarás esto de primera mano porque pasará en el siglo XXIV de la Tierra y habrás muerto mucho antes. Sé que te resultará difícil de creer, pero por una vez te estoy diciendo la verdad. No volveremos a hablar de esto nunca más. – Me besa la mano, luego mira la cebra y al niño que lleva una camiseta de CALIFORNIA, que todavía sigue allí, saludando al animal con la mano.

Camino de la salida encontramos a los gibones. Es como si aparecieran de repente, materializándose sólo para Bruce. Yo nunca he visto a un gibón y ahora no tengo ganas especiales de ver uno, de modo que en definitiva es una experiencia poco iluminadora. Me siento en otro banco y espero a Bruce, con el sol atravesando la neblina, y se me ocurre que Bruce podría no dejar a Grace y también se me ocurre que podría enamorarme de otra persona y que podría dejar la universidad e ir a Inglaterra o por lo menos a la costa Este. Hay muchas cosas que me podrían mantener lejos de Bruce. De hecho, las posibilidades parecen mucho mejores. Pero no lo puedo evitar: cuando salimos del zoológico y subimos a mi BMW rojo y él lo arranca, digo para mis adentros: tengo confianza en este hombre.

FIN