12

EN LA PLAYA

–Imagina cómo sueña un ciego -dice.

Yo estoy sentado junto a ella en la playa de Malibú, y aunque se está haciendo tarde de verdad los dos tenemos puestas las Wayfarer y aunque llevo tumbado al sol, en la playa, junto a ella, desde las doce del mediodía (ella ha estado en la playa desde las ocho), todavía tengo algo así como resaca debido a la fiesta a la que fuimos ayer por la noche. No consigo recordar la fiesta demasiado bien pero creo que fue en Santa Mónica, aunque podría haber sido más lejos, a lo mejor en Venice. Las únicas cosas que se me pasan por la cabeza son tres depósitos de óxido nitroso en una terraza, el estar sentado en el suelo junto al estéreo, a Wang Chung sonando, una botella de Cuervo Gold en la mano, un mar de peludas piernas bronceadas, alguien diciendo a gritos «Vamos a Spago, vamos a Spago» con una falsa voz aguda, una y otra vez.

Suspiro, no digo nada, me estremezco un poco y le doy la vuelta a la cinta de los Cars. Distingo a Mona y a Griffin en la playa, más abajo, caminando lentamente por la orilla. Ya ha oscurecido excesivamente para llevar puestas las gafas de sol. Me las quito. La vuelvo a mirar. La peluca ya no está ladeada, la enderezó mientras yo tenía los ojos cerrados. Luego levanto la vista hacia la casa, luego vuelvo a mirar a Mona y a Griffin, que parece que se acercan aunque puede que no. Me apuesto diez dólares a que evitarán dirigirse hacia aquí. Ella no se mueve.

–Tú no puedes entenderlo, no puedes comprender el dolor -dice, pero sus labios apenas se mueven.

Vuelvo a mirar fijamente la playa, la puesta de sol rosa que va a la deriva. Trata de imaginar a una persona ciega soñando.

Me lo dijo por primera vez en el concierto.

Fui con ella y con Andrew, que iba con Mona, y teníamos a aquel extraño conductor de la limusina que se parecía a Anthony Geary, y yo y Andrew habíamos alquilado unos esmóquines que venían con unas pajaritas que eran demasiado grandes y tuvimos que pararnos en el Beverly Center a comprar unas nuevas y teníamos unos seis gramos que llevábamos Andrew y yo y un par de cajas metálicas de cigarrillos Djarum y ella parecía muy delgada cuando yo le sujeté con un alfiler el ramillete de flores al vestido, y sus manos, huesudas, temblaban cuando me sujetó con un alfiler una rosa en la manga. Muy colocado, evité sugerirle que la podría sujetar en otra parte. El concierto se celebraba en el Beverly Hills Hotel. Yo coqueteaba con Mona. Andrew coqueteaba conmigo. Nos detuvimos en el Polo Lounge y esnifamos coca en el cuarto de baño. Ella no dijo nada entonces. Fue más tarde, en la fiesta de después del concierto, en el yate de Michael Landon, después de que se nos terminase la coca, mientras salíamos de la cabina de abajo, cuando dijo que había un problema. Subimos a la cubierta de arriba y yo encendí un pitillo y ella no dijo nada más y yo no pregunté, porque la verdad es que no lo quería saber. La mañana era fría y todo parecía gris y triste y yo volví a casa muy salido, cansado, tenía la boca reseca.

Me pide, de hecho lo susurra, que quite a los Cars y ponga la cinta de Madonna. Hemos venido a la playa todos los días durante las tres últimas semanas. Es lo único que quiere hacer. Tumbarse en la playa, al sol, lejos de la casa de su madre. Su madre está rodando exteriores en Italia, luego en Nueva York, luego en Burbank. Yo he pasado las tres últimas semanas en Malibú con ella y con Mona y uno de los novios de Mona. Hoy le toca a Griffin, un playboy con mucho dinero y muy simpático y que es dueño de un club gay del oeste de Los Ángeles. Mona y sus novios a veces se quedan en la playa con nosotros pero no mucho. Desde luego, no tanto como ella.

–Pero si ni siquiera se pone morena -tuve que hacer notar una noche.

Mona abanicó una mano delante de mi cara, encendió velas, se ofreció a leerme la palma de la mano, se colocó mucho. Ella incluso parece más pálida cuando yo o Mona le echamos aceite solar por el cuerpo, que está empezando a parecer consumido de verdad, un bikini mínimo que ya empieza a sobrarle le cubre una carne que tiene el mismo color que la leche. Dejó de depilarse las piernas porque ya no tenía fuerzas y todos se niegan a depilárselas y los pelitos negros se notan demasiado, grasientos debido al aceite solar, y sobresaliéndole de las piernas.

–Antes era tremenda de verdad -le grité a Mona cuando estaba llenando una bolsa, disponiéndome a irme el domingo pasado. Alta (todavía parece alta, pero más que nada un esqueleto alto) y rubia (por alguna extraña razón ha comprado una peluca negra cuando se le empezó a caer el pelo) y su cuerpo era flexible, cuidadosamente musculado, aerobizado, y ahora en realidad parece una mierda. Y todos lo saben. Un amigo mío y suyo, Derf, de la USC, que vino el miércoles a follar con Mona, me dijo mientras enceraba su tabla de surf, señalando con la cabeza hacia ella, que estaba sola, en la misma posición, bajo el cielo nublado, sin sol:

–Tiene una pinta de mierda, colega.

–Pero se está muriendo -dije yo, comprendiendo adonde quería ir.

–Sí, pero sigue teniendo una pinta de mierda -dijo Derf, encerando la tabla mientras yo la miraba, asintiendo con la cabeza.

Saludo con la mano a Mona y Griffin cuando pasan cerca de vuelta a casa, luego miro el paquete de Benson Hedges mentolados que hay junto a ella, al lado de un cenicero de La Scala y el casete. Empezó a fumar cuando se enteró. Yo me tumbo en su cama viendo la MTV o algo en el vídeo y ella enciende pitillos sin parar, tratando de tragar el humo, con náuseas, o cerrando los ojos. A veces ni siquiera lo puede tragar. A veces deja el pitillo en el cenicero, que normalmente ya tiene cinco o seis pitillos aplastados sin fumar, y enciende otro. No puede soportarlo, el olor, la primera chupada, el encenderlo, pero quiere fumar. Las reservas de mesa en Trumps o en Ivy o en Morton's terminan inevitablemente con la indicación: «Sección de fumadores, por favor», y dice que ahora ya no importa, mirándome, como esperando a que yo diga algo pero sólo digo sí, sin perder la calma, espero. Conque lo enciende, da una chupada, tose, cierra los ojos, toma un pequeño sorbo de Coca Cola Light («No hay problema -protesta-. Que le den por el culo a la sacarina») que seguramente estaba caliente encima de su tocador. A veces se queda sentada allí durante dos horas y mira cómo se convierten en ceniza los pitillos y luego enciende otro y me dice que antes o después aprenderá o que ya se le quitarán las ganas, que eso me eliminaría cualquier fastidio, y veo que abre un nuevo paquete y Mona mira también y a veces lleva puestas las gafas de sol para que nadie se dé cuenta de que ha estado llorando y dice que el sol le molesta, o de noche dice que le molestan las luces de la casa, que por eso se pone las Wayfarer, o que le molesta el resplandor de la gran pantalla de la tele, que de todos modos miraba, que por eso le duelen los ojos, pero yo sé que está muy fastidiada, que ha llorado mucho.

No hay nada que hacer aparte de sentarse aquí al sol, en la playa. Ella no dice nada, apenas se mueve. Me apetece un pitillo pero aborrezco el mentol. Me pregunto si Mona ha dejado algo de costo. Ahora el sol está bajo, el océano se oscurece. Una noche de la semana pasada, mientras ella recibía tratamiento en Cedars, Mona y yo fuimos al Beverly Center, vimos una película mala y tomamos unas margaritas en el Hard Rock y luego volvimos a la casa de Malibú y follamos en el cuarto de estar, mirando el vapor que se alzaba del Jacuzzi durante lo que pudieran haber sido horas. Pasa un jinete a caballo por delante de nosotros y alguien le saluda con la mano pero el sol se pone detrás del jinete y tengo que entrecerrar los ojos para ver quién es y sigo sin saberlo. Estoy empezando a tener un fuerte dolor de cabeza, que sólo calmará el costo.

Me levanto.

–Voy a la casa.

Bajo los ojos hacia ella. El sol, que se hunde, se refleja en sus gafas, se pone naranja, se desvanece.

–Estoy pensando en irme esta noche -digo-. Volver a la ciudad.

Ella no se mueve. La peluca no parece tan natural como parecía al principio y eso que entonces parecía de plástico, dura y demasiado grande.

–¿Quieres algo?

Creo que dice que no con la cabeza.

–Vale -digo yo y me dirijo a la casa.

Mona está en la cocina, mirando por la ventana, limpiando una pipa de agua, observando a Griffin. Éste se quita el traje de baño y, desnudo, se limpia la arena de los pies. Mona sabe que estoy en la habitación y dice que es una pena que el sushi que almorzamos no la animara. Mona no sabe que ella sueña con rocas que se funden, con que conoce a Greg Kihn en el vestíbulo del Chateau Marmont, con que habla con el agua y el polvo, y que la banda sonora es un popurrí de los Eagles, Una tranquila sensación de paz, sonando muy alto, atronando, y que chorros turquesa de napalm iluminan la letra de Amala locamente garabateada en una pared de cemento, una tumba.

–Sí -digo yo, abriendo la nevera-. Una pena.

Mona suspira, sigue limpiando la pipa de agua.

–¿Terminó Griffin las Coronitas que quedaban? – pregunto.

–Puede ser -murmura ella.

–Mierda. – Me quedo allí mirando la nevera, con la respiración convirtiéndose en vapor.

–Está enferma de verdad -dice Mona.

–¿Sí? – digo-. Y yo estoy jodido. Me apetecía una Coronita. Muchísimo.

Griffin entra, con una toalla alrededor de la cintura.

–¿Qué vamos a cenar? – pregunta.

–¿Bebiste tú las Coronitas que quedaban? – le pregunto.

–Oye, colega -dice, sentándose a la mesa-. Tranquilo. Y anímate.

–¿Mexicana? – sugiere Mona, cerrando el grifo.

Nadie dice nada.

Griffin tararea una canción, distraído, con el pelo mojado, peinado hacia atrás.

–¿Qué te apetece, Griffin? – vuelve a preguntar Mona, suspirando, secándose las manos-. ¿Te apetece comida mexicana, Griffin?

Griffin levanta la vista, sobresaltado.

–¿Mexicana? Sí, bien. ¿Con salsa? ¿Y unas patatas fritas? Por mí, bien.

Abro la puerta, salgo al patio.

–Eh, tío, cierra la nevera -dice Griffin.

–Ciérrala tú -le digo.

–Llamó ese traficante -me dice Mona.

Asiento con la cabeza, no me molesto en cerrar la puerta, bajo los escalones hacia la arena, pensando en dónde preferiría estar. Mona me sigue. Me detengo, me vuelvo.

–Esta noche me voy a largar -le digo-. Llevo demasiado tiempo por aquí.

–¿Por qué? – pregunta Mona, apartando la vista.

–Es como una película que ya he visto y sé lo que va a pasar -le digo-. Sé cómo va a terminar todo.

Mona suspira, sigue allí parada.

–Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

–No lo sé.

–¿Estás enamorado de ella?

–No, pero ¿qué más da? – pregunto-. ¿Arreglaría eso algo? – pregunto-. Si estuviera enamorado… ¿iba a servir de algo?

–Es que parece como si todo estuviera en la periferia -dice Mona.

Me alejo de Mona. Sé lo que significa la palabra irse. Sé lo que significa la palabra muerte. Lo puedo soportar, me calmaré si vuelvo a la ciudad. Ahora la estoy mirando. Todavía suena Madonna pero las pilas están muy gastadas y la voz se oye de un modo tembloroso y lejano, y ella no se mueve, ni siquiera advierte mi presencia.

–Será mejor que nos vayamos -digo-. Está subiendo la marea.

–Me quiero quedar -dice ella.

–Pero empieza a hacer frío.

–Me quiero quedar. – Y luego, más débilmente-: Necesito más sol.

Una mosca de un montón de algas aterriza en un muslo blanco, huesudo. No se molesta en espantarla.

–Pero si no hay sol, colega -le digo.

Empiezo a alejarme. Y qué, murmuro para mis adentros. Cuando quiera venir, lo hará. Imagina a una persona ciega soñando. Vuelvo hacia la casa. Me pregunto si Griffin seguirá por allí, si Mona habrá reservado mesa para cenar, si Spin habrá vuelto a llamar.

–Sé lo que significa la palabra muerte -me digo en un susurro, con la voz más baja posible, porque suena como un mal presagio.