7
DESCUBRIMIENTO DE JAPÓN
Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla, coloco una mano en la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.
–Adelanta el reloj, tío -dice Roger.
–¿Qué dices, tío? – pregunto yo.
–Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio. – Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa-. Tokio, Japón, ¿vale? – No hay respuesta, y Roger se pasa la mano por su pelo rubio hasta que se hace una pequeña cola de caballo en la nuca, suspirando.
–Pero… no consigo… ver… nada, tío -le digo, señalando lentamente la ventanilla.
–Eso es porque llevas puestas las gafas de sol, tío -dice Roger.
–No, no es eso… Está… de verdad… -busco la palabra adecuada-… bueno… oscuro -y luego-: tío..
Roger me mira durante un momento.
–Bueno, eso es porque las ventanillas están, bueno, ahumadas, ¿vale?
No digo nada.
–¿Quieres un Valium, un éxtasis, un chicle, qué? – ofrece Roger.
Niego con la cabeza, contesto:
–No… podría tener una sobredosis.
Roger se da la vuelta lentamente, avanza por el pasillo hacia la parte delantera del reactor. Al apretarme las yemas de los dedos, todavía frías debido a la ventanilla, contra la frente, se me cierran los ojos con fuerza.
Desnudo, despierto bañado en sudor, en una cama enorme de una suite del ático del Tokio Hilton, las sábanas arrugadas en el suelo, una chica desnuda y dormida a mi lado, con la cabeza encajada en mi brazo, que tengo dormido, y me sorprende el esfuerzo que me cuesta levantarlo. Mi codo se desliza cuidadosamente por la cara de la chica. Bolas de kleenex que le hice tragar se le pegan a los lados de las mejillas, en la barbilla, resecas. De espaldas, separado de la chica, hay un chico, de dieciséis o diecisiete años, puede que menos, oriental, desnudo, en el extremo opuesto de la cama, con los brazos colgándole por el borde, la suave piel beige de la parte baja de la espalda cubierta de verdugones rojos, recientes. Me estiro a por el teléfono de la mesilla de noche pero no hay mesilla y el teléfono está en el suelo, desconectado, encima de las sábanas húmedas. Resollando, me estiro por encima del chico, conecto el teléfono, lo que me lleva unos quince minutos, por fin le pregunto a alguien del otro extremo de la línea por Roger, pero Roger, me dice, está en un concurso de comedores de frutas y no está disponible.
–Llévense ahora mismo a estos dos chicos de aquí, ¿vale? – murmuro al auricular.
Me levanto de la cama, haciendo que una botella vacía de vodka golpee contra una de bourbon que se derrama encima de una bolsa de patatas fritas y un ejemplar de Hustler Orient en el que este mes sale esta chica de la cama, y me arrodillo, lo abro, sintiéndome raro mientras observo lo distinto que parece su coño en el desplegable comparado a cómo parecía hace tres horas y cuando me vuelvo y miro la cama, el chico oriental tiene los ojos abiertos y me mira fijamente. Me limito a quedarme allí, nada avergonzado, desnudo, con resaca, y miro fijamente a mi vez los ojos negros del chico.
–¿Te das pena? – pregunto, aliviado cuando dos tipos con barba abren la puerta y se dirigen a la cama, y yo entro en el cuarto de baño y cierro con pestillo.
Abro los grifos al máximo, con ganas de que el sonido del agua que golpea contra la inmensa bañera de porcelana apague el ruido de los dos roadies que se llevan al chico y a la chica fuera de la cama, fuera de la habitación. Me inclino hacia la bañera, asegurándome de que por el grifo sólo sale agua fría. Me dirijo a la puerta, apoyo el oído para descubrir si todavía queda alguien en la habitación y, casi completamente seguro de que no hay nadie, la abro, echo una ojeada, y en la habitación no hay nadie. De una pequeña nevera saco un cubo de plástico para hielo y luego me dirijo a la máquina del hielo que he pedido que coloquen en el centro de la suite y saco algo de hielo. Luego, según vuelvo al cuarto de baño, me arrodillo junto a la cama y abro un cajón y saco una caja de Librium y luego vuelvo al cuarto de baño y cierro la puerta y vacío el hielo del cubo en la bañera, asegurándome de que queda bastante agua en el fondo del cubo para que me ayude a pasar el Librium, y me meto en la bañera, me tumbo, con sólo la cabeza fuera del agua, inquieto por el hecho de que a lo mejor el agua helada y el Librium no combinen demasiado bien.
En el sueño estoy sentado en el restaurante de la parte más alta del hotel cerca de una pared con ventanas y mirando por encima de la sábana de luces de neón que pasan por ser una ciudad. Estoy bebiendo un Kamikaze y sentada frente a mí está la chica oriental del Hustler pero su suave cara cetrina lleva un maquillaje de geisha y ese maquillaje de geisha y el ajustado vestido de un rosa fluorescente y la expresión de sus rasgos planos y suaves y la mirada de sus inexpresivos ojos negros son de predador, me ponen incómodo, y de pronto toda la sábana de luces parpadea, se esfuma, suenan unas sirenas y unas personas en las que no me había fijado salen corriendo del restaurante, gritos, aullidos que llegan de la negra ciudad de abajo, y grandes arcos de llamas, naranjas y amarillas, que se destacan ante un cielo negro, salen disparados de diversos puntos del suelo y yo todavía sigo mirando a la geisha, con los arcos de llamas reflejándosele en los ojos, y la chica me murmura algo y no hay miedo en aquellos ojos húmedos y oblicuos porque ahora la chica sonríe cálidamente, repitiendo la misma palabra una y otra vez y otra y otra pero las sirenas y los gritos y varias explosiones anegan el mundo y cuando grito, dominado por el pánico, preguntándole qué está diciendo, ella se limita a sonreír, parpadeando, y saca un abanico de papel y no deja de mover la boca, formando la misma palabra, y yo me inclino hacia ella para oír la palabra pero por la ventana irrumpe una garra enorme, salpicándonos con cristales, y me agarra y la garra está caliente, late de odio y está cubierta de un lodo que empapa el traje que llevo puesto y la garra me saca por la ventana y yo me retuerzo en dirección a la chica, que vuelve a repetir la palabra, esta vez claramente.
–Godzilla… Godzilla, idiota… He dicho Godzilla.
Gritando en silencio, me levanta hacia su boca, a ochenta, noventa pisos de altura, mirando lo que queda de la destrozada pared de cristal, con un viento negro y frío soplando furiosamente a mi alrededor, y la chica oriental del vestido color rosa ahora está subida a la mesa, sonriendo y agitando su abanico hacia mí, gritándome «Sayonara», pero eso no significa adiós.
Algo más tarde, después de salir desnudo y sollozando de la bañera, después de que Roger haya llamado por una de las extensiones diciéndome que mi padre llamó siete veces durante las dos últimas horas (algo sobre una emergencia), después de que le diga a Roger que le diga a mi padre que estoy durmiendo o que he salido o lo que sea o que estoy en otro país, después de estrellar tres botellas de champán contra una de las paredes de la suite, por fin estoy en disposición de sentarme en una silla que he llevado hasta la ventana y mirar cómo es Tokio. Tengo una guitarra, intento componer una canción, porque durante la semana pasada unos cuantos acordes han estado dándome vueltas en la cabeza pero me cuesta trabajo ordenarlos y luego me pongo a tocar viejas canciones que compuse cuando tocaba con el grupo y luego miro los cristales rotos del suelo que rodean la cama, pensando: Esto puede ser una buena cubierta para el álbum. Luego recojo un paquete medio vacío de MM's y me las tomo con algo de vodka y luego como eso me sienta mal tengo que correr al cuarto de baño pero tropiezo con el cable del teléfono y me golpeo la mano contra un grueso trozo de cristal de una de las botellas de champán y durante largo rato me quedo mirándome la palma, un fino hilillo de sangre que corre en dirección a la muñeca. Sin poder quitarme el cristal sacudiendo la mano, me lo arranco y el agujero de mi mano parece suave y seguro y cojo el trozo de cristal manchado de sangre que todavía tiene parte de la etiqueta de Dom Perignon y tapo la herida volviendo a ponerlo encima de ella, pero el cristal se cae y una corriente de sangre llena la guitarra que ya empezaba a rasguear y la guitarra ensangrentada también quedaría muy bien en la funda de un disco y consigo encender un pitillo, aunque la sangre lo moja un poco. Más Librium y me quedo dormido, pero la cama tiembla y el movimiento de la tierra es parte de mi sueño, otro monstruo que se acerca.
El teléfono empieza a sonar, por lo que supongo que ya es mediodía.
–¿Diga? – respondo, con los ojos cerrados.
–Soy yo -dice Roger.
–Estoy durmiendo, Lucifer.
–Venga, levántate. Hoy tienes que comer con alguien.
–¿Con quién?
–Con alguien -dice Roger, irritado-. Venga, vamos a tocar algo.
–Necesito algo, lo que sea -murmuro, abriendo los ojos y las sábanas, la guitarra junto a las sábanas, cubierta de sangre seca, y algunas de las manchas son tan grandes que me llevan a abrir la boca, luego trago saliva-. Necesito algo, tío.
–¿Qué? – dice Roger-. ¿Qué pasa, tío? ¿Te has vuelto majara, o qué?
–No, necesito un médico, tío.
–¿Por qué? – Roger suspira.
–Me hice un corte en la mano.
–¿De verdad? – Roger parece aburrido.
–Estuve sangrando, bueno, bastante.
–Claro que sí. ¿Cómo te lo hiciste? – pregunta Roger-. En otras palabras: ¿te ayudó alguien?
–Me lo hice afeitándome… ¿qué huevos importa? Consígueme un médico.
Al cabo de un rato, Roger pregunta:
–Si ya no te sangra, será porque no tiene importancia, ¿no?
–Pero hay mucha… sangre, tío.
–Pero ¿te duele? – pregunta Roger-. ¿Te la notas?
Una larga pausa, luego:
–No, bueno, en realidad no. – Espero un momento antes de decir-: Más o menos.
–Te conseguiré un médico. Dios santo.
–Y una doncella. Un aspirador. Necesito un… aspirador, tío.
–Tú sí que estás hecho un aspirador, Bryan -dice Roger. Oigo risas al fondo, que Roger hace que callen chistando bien fuerte, luego me dice-: Tu padre llama sin parar. – Oigo que Roger enciende un pitillo-. Lo digo por si te interesa.
–Los dedos, Roger, no los puedo mover.
–¿No me oyes? ¿Qué coño te pasa?
–¿Qué quiere? ¿Es lo que quieres que te diga? – Suspiro-. ¿Cómo sabe dónde estoy?
–No lo sé. Un asunto urgente. ¿Está tu madre en el hospital? No estoy seguro. ¿Quién sabe?
Intento sentarme, luego enciendo un pitillo con la mano izquierda. Cuando se hace evidente que Roger no va a decir nada más, Roger dice:
–Te daré tres horas para que estés listo. ¿Necesitas más? Por el amor de Dios, espero que no, ¿vale?
–Sí.
–Y ponte algo de manga larga -advierte Roger.
–¿Qué? – pregunto, confuso.
–De manga larga, tío. Ponte algo de manga larga. Algo que no llame la atención.
Me miro los brazos.
–¿Por qué?
–Por varias cosas: porque, primero, estás mejor con manga larga; segundo, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; tercero, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; y cuarto, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos.
Una larga pausa que finalmente rompo yo al decir:
–¿Coca?
–Bueno -dice Roger, luego cuelga.
Un productor de la Warner Brothers que está en Tokio para reunirse con unos representantes japoneses de Sony tiene treinta años y está calvo y tiene una cara como de máscara mortuoria y lleva puesto un kimono con zapatillas de tenis, mientras pasea con languidez por su suite, fumándose un canuto, y todo es estupendo y para morirse y Roger hojea un Billboard sentado en una cama gigantesca pero aún sin hacer, y el productor señala a Roger y dice fundamentalmente:
–Esa cola de caballo tan pequeña te queda bien de verdad.
Y Roger, encantado de que el productor se haya fijado en su pelo, asiente con la cabeza, se da la vuelta y enseña la cola de caballlo.
–¿Es como la de Adam Ant? – pregunta el productor.
–¿Tú qué crees? – Roger, que parece molesto, vuelve al Billboard.
–Sírvete sake.
Roger me lleva a la terraza de la mano, donde dos chicas orientales, puede que de quince o hasta de catorce años, están sentadas a una mesa llena de platos de sushi y de lo que parecen gofres.
–Uau -digo yo-. Gofres.
–No parece que tengas mucho que contar -dice Roger.
–¿Por qué no me dejas en paz? – imploro.
–Otra idea -dice Roger, poniendo una expresión espantosa-. ¿Por qué no te sientas aquí afuera?
Una de las chicas orientales lleva una braga de raso color rosa y los pechos al aire y es con la que estuve ayer por la noche y la otra chica lleva puesta una camiseta de PÓLICE, tiene un walkman y los ojos vidriosos. El productor se dirige a las puertas de la terraza y ahora habla con Manuel y le dice que comer algo que no tenga conservantes es fabuloso de verdad. Chasca los dedos al sentarse con expresión de dolor, haciendo gesto de que se cubra a la chica con la braga de raso color rosa. La chica, que tiene un corazón de hielo, se pone de pie, se dirige lentamente al interior de la habitación, enciende la televisión y cae al suelo dándose un porrazo.
El productor está sentado junto a la chica oriental del walkman, suspira, da una calada al canuto. Se lo ofrece a Roger, que dice no con la cabeza, luego a mí. Roger niega con la cabeza también por mí.
–¿Sake? – pregunta el productor-. Está muy frío.
–Estupendo -dice Roger.
–¿Bryan? – pregunta el productor.
Roger vuelve a negar con la cabeza.
–¿No habéis notado el terremoto? – pregunta el productor, sirviendo el sake en las copas de champán.
–Sí, yo lo noté -dice Roger, encendiendo un pitillo-. Terrorífico de verdad. – Y luego, después de echarme una ojeada-: Bueno, tampoco fue tan espantoso.
–No me fío de estos jodidos japos -dice el productor-. Espero que consiga sacarles algo.
–¿De qué se trata, tío? – Roger suspira, asintiendo cansinamente con la cabeza.
–Están construyendo un océano artificial -dice el productor-. En realidad, varios.
Me ajusto las gafas de sol, me miro las manos. Roger me reajusta las gafas. Esto impulsa al productor a volver a ocuparse de los negocios.
Comienza con gran seriedad:
–Una idea para una película. De hecho es una idea que ya se ha llevado a cabo a medias. Está, como si dijéramos, guardada en una caja fuerte protegida por algunos de los hombres más peligrosos de la Warner. – Pausa-. El motivo por el que recurrimos a ti, Bryan, es porque hay personas que recuerdan lo intensa que resultó aquella película sobre la vida del grupo. – Su voz se hace más aguda y se desvanece y examina mi cara a la espera de una reacción. Un trabajo duro.
–Quiero decir, Dios santo, que vosotros cuatro… Sam, Matt y… -El productor se interrumpe, chasca los dedos, mira a Roger en busca de ayuda.
–Ed -dice Roger-. Se llamaba Ed. – Pausa-. De hecho, cuando se formó el grupo se llamaba Tabasco. – Pausa-. Se lo cambiamos.
–Ed, eso es -dice el productor, haciendo una tímida pausa con tan falsa reverencia que casi consigue que se me salten las lágrimas-. Fue, como suele decirse, una «tragedia de verdad». Una auténtica pena. ¿No es así?
Roger suspira, asiente con la cabeza.
–Por entonces ya se habían separado.
El productor da una profunda calada a su canuto y mientras aspira el humo se las arregla para decir lo siguiente:
–Chicos, vosotros probablemente fuisteis unos de los pioneros del rock durante la década pasada y es una pena que os separaseis… ¿Te apetecen unos gofres?
Roger bebe delicadamente sake y dice:
–Una auténtica pena -y luego me mira-. ¿Verdad?
Yo suspiro y contesto:
–Sí, señor.
–Dado que la cosa va a ser tan moderna y tan rentable, sin explotar a nadie, pensamos que, bueno, con tu… -el productor mira a Roger en busca de ayuda, titubea- presencia, pensamos que quizá te interesara protagonizar una película.
–Recibimos muchos guiones. – Roger suspira, añadiendo-: Bryan rechazó Amadeus, de modo que se encuentra en una situación de privilegio.
–La película -continúa el productor- es básicamente del tipo estrella de rock del espacio exterior. Un alienígena, un E.T. que sabotea el…
Agarro el brazo de Roger.
–E.T. Un extraterrestre -dice Roger, en voz bastante baja.
Le suelto. El productor continúa.
–El E.T. sabotea la limusina del tipo después de una actuación en el Fórum y después de una persecución encarnizada le lleva al planeta donde mantienen cautiva a la estrella de rock. Bueno, también hay una princesa, por cuestiones de amor y todo eso. – El productor hace una pausa, mira esperanzado a Roger-. Para ese papel estamos pensando en Pat Benatar. Estamos pensando en una go-go.
Roger suelta una carcajada.
–Parece una pasada.
–El único modo en que el tipo se puede liberar es grabando canciones y dando un concierto para el emperador del planeta, que es básicamente, bueno, una tipa cachonda. – El productor hace una mueca, se estremece, luego mira preocupado a Roger.
Roger se aprieta el puente de la nariz y dice:
–Es una auténtica locura, ¿no?
–No es de mal gusto y tienes un ejemplar -le dice el productor a Roger-. Y en los estudios a todos les parece fabuloso que la idea esté metida en la caja fuerte.
Roger sonríe, asiente con la cabeza, mira a la chica oriental y saca la lengua, guiñando el ojo. Le dice al productor:
–A mí tampoco me aburre la idea.
Recuerdo la película que hicieron sobre el grupo y la película era bastante ajustada a no ser porque los que la rodaron se olvidaron de añadir las interminables demandas por paternidad, la vez que yo le rompí el brazo a Kenny, el líquido claro de las jeringuillas, a Matt llorando durante horas, los ojos de las fans y las «vitaminas», la cara que puso Nina cuando pidió un Porsche nuevo, la reacción de Sam cuando le dije a Roger que quería hacer un disco en solitario, unos cuantos datos que pasaron por alto los que rodaron la película. Los que rodaron la película al parecer eliminaron la vez en que llegué a casa y encontré a Nina sentada en el cuarto de baño de la casa de la playa, con unas tijeras en la mano, y cortaron el plano de la cama de agua agujereada y vaciándose. El montador pareció situar equivocadamente la escena en la que Nina trató de ahogarse una noche durante una fiesta en Malibú y cortaron la secuencia que seguía donde le apretaban el estómago y también lo siguiente, donde se acercaba a mí y decía: «Te odio», y apartaba de mí su cara pálida, hinchada, con el pelo todavía empapado y pegado a las mejillas. La película la hicieron antes de que Ed se tirara desde el tejado del Clift Hotel de San Francisco, de modo que tuvieron una excusa para que esa escena no apareciese en la película, pero no parece que hubiera excusa para que omitieran el resto y para que la película, hecha a base de cosas inventadas, pasta y porno, y un conjunto de datos idiotas, se hiciera tremendamente popular.
Un farol verde que cuelga de un toldo que protege la terraza me lleva de vuelta a la conversación: porcentajes, aprobación del guión, ganancias netas, condiciones que, incluso ahora, sigo encontrando raras, y miro la copa de champán de Roger llena de sake y la chica oriental de dentro se retuerce y patalea en el suelo, moviéndose en círculos, sollozando, y el productor se pone de pie, sin dejar de mirar a Roger, cierra la puerta y sonríe cuando dice: -Estoy muy agradecido.
Llamo a Matt. A la telefonista le lleva siete minutos ponerme con su número. Contesta Úrsula, la cuarta mujer de Matt, y suspira cuando le digo que soy yo. Espero cinco minutos a que vuelva y me imagino a Matt junto a Úrsula en la cocina de la casa de Woodland Hills, con la cabeza gacha. En lugar de eso, Ursula dice:
–Ahora viene.
Y oigo la voz de Matt al otro lado de la línea.
–¿Bryan?
–Sí, tío, soy yo.
Matt suelta un silbido.
–Vaya, tú. – Larga pausa-. ¿Dónde estás?
–En Japón, en Tokio, creo.
–¿Han sido… dos, tres años?
–No, tío, no ha sido… tanto -digo yo-. No lo sé.
–Bien, tío, me han contado que estabas, bueno, de gira.
–La gira mundial del 84, tío.
–Algo de eso había oído… -Su voz se desvanece.
Un tenso silencio roto únicamente por «sí» y «bueno».
–He visto el vídeo -dice.
–¿En el que sale Rebecca De Mornay?
–Bueno, no, en el que sale el mono.
–Ah… claro.
–Oí el álbum -dice por fin Matt.
–Oye… bueno, ¿te gustó, tío?
–¿Estás de cachondeo, tío? – dice él.
–¿Te pareció… bueno, tío? – pregunto.
–Un acompañamiento estupendo. Fuerte de verdad.
Otro largo silencio.
–Es, bueno, válido, tío, válido -dice Matt. Pausa-. ¿La que cuenta lo del coche, tío? Vi a John Travolta comprar un ejemplar en Tower. – Larga pausa.
–Te agradezco lo que dices, tío -digo-. ¿Vale?
Larga pausa.
–¿Estás, bueno, estás haciendo algo ahora? – pregunto.
–Estoy liado con algo de material -dice Matt-. A lo mejor me meto en el estudio dentro de un par de meses.
–Tre-men-do -digo yo.
–Vaya…
–¿Has hablado… con Sam? – pregunto.
–Precisamente hace… bueno, ¿como un mes? Con uno de sus abogados. Me tropecé con él. Por casualidad.
–¿Sam… está bien?
Sin parecer demasiado seguro, Matt dice:
–Estupendamente.
–¿Y… sus abogados?
Responde con una pregunta:
–¿Cómo le va a Roger?
–Roger es… Roger.
–¿Ya ha dejado la clínica de rehabilitación?
–Ya hace mucho tiempo.
–Sí, ya sé a qué te refieres. – Matt suspira-. Ya sé a lo que te refieres, tío.
–Bien, tío. – Respiro a fondo, me pongo tenso-. Me preguntaba si a lo mejor te apetecía, bueno, no sé, si a lo mejor nos veíamos y componíamos unas canciones juntos cuando haya terminado esta gira, si a lo mejor grabamos algo, tío.
Matt tose, luego al cabo de no demasiado tiempo, dice:
–Oye, tío, no sé si sabes que los viejos tiempos se han terminado y yo no creo que…
–Bueno, joder, tío, es que… -me interrumpo en mitad de la frase.
–Tienes que seguir por tu cuenta.
–Es que yo… yo, ya sabes, pero… -Empiezo a dar patadas a una pared y mis uñas se han hundido tanto en el vendaje de la herida que éste se mancha de sangre.
–La cosa se terminó, tío -dice Matt.
–Bueno, ¿crees que miento, tío?
No digo nada más, me limito a soplarme la palma de la mano.
–Bien, estuve viendo algunas de esas antiguas películas que Nina y Dawn rodaron en Monterrey -está diciendo Matt.
Trato de no escuchar, de no pensar en Dawn.
–Y lo más raro, pero también lo más cojonudo, es que Ed estaba bien de verdad, tío. De hecho, tenía una pinta estupenda. Moreno y en buena forma y no sé qué pasó. – Pausa-. No sé qué coño pasó, tío.
–¿Y a quién le importa, tío?
–Sí. – Matt suspira-. Tienes razón.
–Porque a mí no me importa, tío.
–Supongo que a mí tampoco me importa, tío.
Cuelgo, quedo fuera de combate.
Camino del concierto, sentado en la parte de atrás de la limusina, viendo por televisión combates de sumo que podrían ser una antigua película de Bruce Lee, el mismo anuncio sobre una limonada azul siete veces, lanzo cubitos de hielo que he chupado a la pequeña pantalla cuadrada. Bajo el cristal de separación y le digo al chófer que necesito muchos pitillos y el chófer busca en la guantera, saca un paquete de Marlboro y la cocaína que he esnifado antes no me está haciendo demasiado efecto, y parece aumentar el dolor de la mano y no dejo de tragar saliva pero los residuos quedan atascados en el fondo de la garganta de un modo molesto y bebo whisky, lo cual casi me elimina aquel sabor.
El escenario apesta a sudor y estamos a cuarenta grados y llevamos tocando como unos cincuenta minutos y lo único que quiero es cantar la última canción, y a la banda, cuando lo menciono entre un tema y otro, le parece una idea muy mala.
Todas las canciones son de los tres últimos álbumes en solitario, pero desde la primera fila oigo a los orientales gritando, sin pronunciar las erres, los nombres de los grandes éxitos que tocaba con el grupo y este grupo la emprende con el éxito más importante del segundo LP en solitario y no puedo asegurar si el público está entusiasmado aunque aplauda y haga mucho ruido y detrás de mí hay una tapiz de cien metros o así -BRYAN METRO GIRA MUNDIAL 1984- que se agita detrás de nosotros y me muevo lentamente por el enorme escenario, tratando de distinguir al público, pero unos potentes focos convierten aquel espacio en una masa moviente de oscuridad gris y cuando comienzo a cantar la segunda estrofa de la canción me olvido de la letra. Canto: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó» y luego quedo bloqueado. De repente uno de los guitarristas hace un gesto con la cabeza y el del bajo se me acerca, el de la batería sigue manteniendo el ritmo. Yo ni siquiera toco la guitarra ya. Inicio la segunda estrofa otra vez: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó…», y luego nada. El del bajo grita algo. Vuelvo la cabeza hacia él, la mano me duele mucho, y el del bajo suelta:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo… por Dios.
Y yo pienso que por qué coño tengo que cantar eso y luego que por qué coño compuse esa mierda y hago un gesto al grupo y pasamos al estribillo y terminamos la canción bien y no hay bises.
Roger me lleva en la limusina de vuelta al hotel.
–Una actuación espléndida, Bryan. – Roger suspira-. Tu concentración y dominio de la escena no se pueden mejorar. Mentiría si dijera que son mejorables. No tengo palabras.
–Tengo las manos… jodidas.
–¿Solamente las manos? – dice él, sin ponerse sarcástico de verdad, sin resabios en la voz, como una queja sorda tal vez, una observación que no merece la pena ni siquiera hacer-. Les diremos a los promotores que te has accidentado -dice Roger-. Le diremos a la gente que tu madre ha muerto.
Pasamos por una calle abarrotada hacia el hotel y todos tratan de mirar por las ventanillas de cristales ahumados cuando la limusina se encamina hacia el Hilton.
–Dios santo -murmuro para mí mismo-. Todos esos jodidos monos amarillos. Fíjate en ellos, Roger. Fíjate en todos esos jodidos monos amarillos, Roger.
–Todos esos jodidos monos amarillos compraron tu último álbum -dice Roger, luego añade, como para sí mismo-: Eres un carapijo descerebrado.
Suspiro, me pongo las gafas de sol.
–Me gustaría bajar de esta limusina y decirles a todos esos monos amarillos lo que pienso de ellos.
–Eso no va a pasar, pequeño.
–¿Por qué… no?
–Porque no estás presentable para tener un contacto directo con el público.
–Piensa en todas las palabras que riman con mi nombre, Roger.
–¿Son muchas? – pregunta Roger.
Roger y yo vamos en un ascensor.
–Consígueme una chica de la limpieza, ¿vale? – le digo-. Tengo la habitación hecha una auténtica ruina.
–Límpiala tú mismo.
–No.
–Te cambiaré a otra, ¿vale?
–Vale.
–Te conseguiré un piso entero, cadáver. Elige el que quieras.
–¿Por qué no me consigues una chica de la limpieza?
–Porque los encargados del Tokio Hilton parecen creer que violaste a dos de las doncellas. ¿Es cierto, Bryan?
–Defíneme, bueno, qué es una violación, Roger.
–Diré al servicio de habitaciones que te lleven un diccionario. – Roger pone una cara terrible.
–Me esforzaré.
Roger suspira, me mira y dice:
–Tienes la sensación de que no te vas a esforzar, ¿verdad? Te empiezas a dar cuenta de que quieres hacerlo pero ahora llegas a la conclusión de que el esfuerzo no merece la pena, que no tienes la fuerza suficiente o lo que sea, ¿verdad? – Roger se aparta, el ascensor se detiene poco a poco, al llegar a su piso. Roger hace girar una llave de modo que el ascensor no se abrirá hasta que llegue a mi piso y no a otro, como yo quisiera.
El ascensor se detiene en el piso que ha indicado Roger y salgo a un pasillo desierto y en penumbra y me encamino hacia mi puerta, rompiendo el silencio, chillando muy alto, dos, tres, cuatro veces, y busco la llave que abrirá la puerta y hago girar el picaporte y en cualquier caso la puerta está abierta y dentro hay una chica sentada en mi cama, que tiene sangre seca por todas partes, hojeando el Hustler. Alza la mirada de la revista. Yo cierro la puerta con llave y la miro fijamente.
–¿Eras tú el que gritaba? – pregunta la chica con voz cansada.
–Eso creo -digo yo y luego-: ¿Todavía no te has hecho amiga de la máquina del hielo?
La chica es guapa, rubia, está muy bronceada, tiene grandes ojos azules, sin duda californiana, lleva una camiseta con mi nombre, unos vaqueros recortados, muy ajustados y descoloridos. Tiene los labios rojos, brillantes, y deja la revista cuando avanzo lentamente hacia ella, y casi tropiezo con un consolador usado que Roger llama El Conseguidor. Ella me mira fijamente, nerviosa, pero el modo en que se levanta de la cama, caminando lentamente hacia atrás, parece demasiado calculado y cuando por fin choca contra la pared y se queda allí respirando a fondo y la alcanzo, tengo que ponerle las manos alrededor del cuello, con suavidad al principio, luego apretando, y ella cierra los ojos y yo la acerco a mí y luego golpeo su cabeza contra la pared, lo que no parece desconcertarla, esto me preocupa, hasta que abre los ojos y sonríe y con un rápido movimiento levanta la mano, con unas uñas largas afiladas y rosas, y me desgarra una camiseta de doscientos dólares, arañándome el pecho. Yo le doy un puñetazo muy fuerte. Ella me araña la cara. Yo la tiro al suelo y ella me escupe tapándome la boca con sus dedos, chillando aterrada.
Estoy en la bañera tomando un baño de burbujas. La chica ha perdido un diente y está desnuda y sentada en el retrete, sujetando un paquete de hielo del servicio de habitaciones (que trajo varios) a uno de los lados de su cara. Se pone en pie, tambaleante, y cojea hasta el espejo y dice:
–Creo que la hinchazón está disminuyendo.
Yo agarro un trozo de hielo que flota en el agua y me lo meto en la boca y lo mastico, concentrándome en lo despacio que lo mastico. La chica vuelve a sentarse en el retrete y suspira.
–¿No quieres saber de dónde soy? – pregunta.
–No -digo yo-. La verdad es que no.
–Soy de Nebraska. De Lincoln, Nebraska. – Una larga pausa.
–Y trabajaste en un centro comercial, ¿verdad? – pregunto, con los ojos cerrados-. Pero cerraron el centro comercial, ¿a que sí? Y ahora está desierto, ¿no?
Oigo que enciende un pitillo, huelo el humo, luego pregunta:
–¿Has estado allí?
–He estado en un centro comercial de Nebraska.
–¿Sí?
–Sí.
–Y ahora está hecho un asco.
–Hecho un asco -respondo.
–Totalmente.
–Totalmente hecho un asco.
Miro la piel arañada de mi pecho, las líneas hinchadas color rosa que se entrecruzan en la piel, encima de los pezones y pienso: Otra sesión de fotos sin camisa. Me toco los pezones levemente, aparto la mano de la chica cuando ella intenta tocarlos. Una vez que está adecuadamente lubricada se la vuelvo a meter.
Un gramo y estoy listo para llamar a Nina, a casa, allá en Malibú. El teléfono suena dieciocho veces. Por fin descuelga.
–¿Diga?
–¿Nina? – Sí.
–Soy yo.
–Oh. – Pausa-. Espera un minuto. – Otra pausa.
–¿Sigues ahí?
–Cualquiera diría que te importa -dice ella.
–A lo mejor me importa, cariño.
–Y a lo mejor no, carapijo.
–Dios santo.
–Estoy bien -dice rápidamente-. ¿Dónde estás tú?
Cierro los ojos, me apoyo en el cabecero de la cama.
–En Tokio. En un Hilton.
–Suena a un sitio con clase.
–Es con mucho el sitio más agradable en el que me he alojado nunca.
–Eso es estupendo.
–No pareces demasiado entusiasmada, cariño.
–¿No?
–Oh, mierda. Pásame a Kenny, quiero hablar con él.
–Está en la playa con Martin.
–¿Martin? – pregunto, confundido-. ¿Quién coño es Martin?
–Marty, Marty, Marty, Marty…
–Vale, vale. Claro, Marty. ¿Y cómo está Marty?
–Marty está estupendamente.
–¿Sí? Magnífico, aunque no tengo ni idea de quién es, pero, ¿puedo hablar con Kenny, cariño? – pregunto-. Me refiero a que si no puedes bajar a la playa y traerle.
–En otro momento, ¿vale?
–Me gustaría hablar con mi hijo.
–Pero él no quiere hablar contigo.
–Deja que hable con mi hijo, Nina. – Suspiro.
–Es inútil -dice ella.
–Nina… vete a buscar a Kenny.
–Voy a colgar el teléfono, ¿vale, Bryan?
–Nina, llamaré a mi abogado.
–Que le den por el culo a tu abogado, Bryan, que le den mucho por el culo. Me tengo que ir.
–Dios santo…
–Y no es una buena idea que llames aquí con demasiada frecuencia.
Un largo silencio porque yo no digo nada.
–Nunca es una buena idea el que hables con Kenny, porque le asustas -dice ella.
–¿Y tú no le asustas? – pregunto-. Medusa.
–No vuelvas a llamar nunca más. – Nina cuelga.
Sentado en una cafetería desierta (que Roger ha «acordonado» porque tiene miedo de que «la gente te pueda ver») en lo más profundo del Tokio Hilton, Roger me dice que vamos a ver como almuerzan los English Prices.
Roger lleva unas enormes gafas de sol negras y unos pantalones carísimos. Masca chicle.
–¿Quiénes? – pregunto-. ¿Quiénes?
–Los English Prices. – Roger lo vuelve a decir con claridad-. Un nuevo grupo. Los descubrió la MTV y los ha hecho famosos. – Pausa-. Famosos de verdad -añade torvamente-. Son de Anaheim.
–¿Por qué? – pregunto.
–Porque nacieron allí. – Roger suspira.
–Vaya, vaya -digo yo.
–Te quieren conocer.
–Pero… ¿por qué?
–Una buena pregunta -dice Roger-. Pero ¿te importa, en realidad?
–¿Por qué están aquí?
–Porque están de gira -dice Roger-. ¿Le estás pegando a la coca?
–Gramos y gramos y gramos -digo yo-. Si supieras cuántos, te morirías.
–Supongo que es mejor que lo del polvo de ángel del 82. – Roger suspira, cansado.
–¿Quiénes son esos tipos, Roger? – pregunto.
–¿Y quién eres tú?
–Bueno… -digo yo, confundido por la pregunta-. ¿Quién… piensas tú que soy?
–¿Alguien que trató de prenderle fuego a su ex mujer con un soplete? – sugiere.
–Entonces estaba casado con ella.
–Supongo que estuvo bien que Nina se arrojara al mar. – Roger hace una pausa-. Claro que eso fue tres meses más tarde, pero considerando lo lista que era cuando os conocisteis, me alegró que hubieran mejorado sus reflejos. – Roger enciende un pitillo, piensa que todo ha terminado-. Dios santo, no consigo creer que consiguiera ella la custodia. Pero luego me da miedo pensar en lo que le habría pasado a ese niño si te conceden la custodia a ti. El puto diablo habría sido mejor padre.
–Roger, ¿quiénes son esos tipos?
–¿No has visto la portada del último Rolling Stone? -pregunta Roger, chascando los dedos para llamar a una camarera oriental, joven y nerviosa-. Oh, lo olvidaba. Tú ya no lees esa revista.
–No después de aquella mierda que publicaron cuando la muerte de Ed.
–Tocado, tocado. – Roger suspira-. Los English Prices están muy bien. Un álbum muy bueno. Hongo venenoso, y un videojuego que hicieron sobre ellos con el que deberías probar a entretenerte en algún momento. – Roger señala su taza de café y la camarera, haciendo una respetuosa reverencia, se la llena-. Suena a hortera, pero no lo es. De verdad.
–Dios santo, estoy hundido.
–Los English Prices son buenos -me recuerda Roger-. Estratosfera no es una palabra inapropiada.
–Ya lo dijiste antes y sigo sin creerte.
–Mantén la calma.
–¿Por qué coño voy a tener que mantener la calma? – Miro directamente a Roger por primera vez desde que entramos en la cafetería.
Roger baja la vista hacia su taza y luego me mira y pronuncia cada palabra con mucho cuidado:
–Porque voy a ser su manager.
Yo no digo nada.
–Atraerán a muchísima más gente -dice Roger-. A muchísima más gente.
–¿Por qué? – pregunto de repente, comprendiendo que la pregunta es inútil, y lo mejor es que se quede sin respuesta.
–Porque son buenos -dice Roger-. Nosotros hemos reunido a bastante, pero no tanta.
–No habrá más giras, tío -digo-. Así de claro.
–Eso es lo que tú te crees, pequeño -dice Roger como quien no quiere la cosa.
–Oh, tío -es todo lo que digo.
Roger me mira.
–Mierda… aquí vienen los jodidos hijoputas. Mantén la calma.
–Me cago en Dios. – Suspiro-. Estoy tranquilo.
–Tú convéncete de eso y bájate las mangas.
–Estoy empezando a darme cuenta de lo muy profundamente que estás metido en mi vida -digo, y me bajo las mangas.
Cuatro miembros de los English Prices entran en la cafetería y cada uno de ellos lleva a una chica oriental a su lado. Las chicas orientales son muy jóvenes y guapas y llevan minifaldas a rayas y camisetas y botas de piel color rosa. El cantante solista de los English Prices también es muy joven, de hecho más joven que las chicas orientales, y lleva el pelo rubio platino muy corto y tiene una piel suave y bronceada y va maquillado y con los ojos pintados de rojo y vestido de cuero negro y lleva una pulsera con pinchos en la muñeca. Nos estrechamos la mano.
–Oye, tío, llevo siendo fan tuyo desde siempre -le oigo decir-. Desde siempre, tío.
Los demás miembros asienten con la cabeza muy serios para demostrar su acuerdo. Me resulta imposible no asentir o sonreír. Estamos sentados en torno a una gran mesa de cristal y las chicas orientales no dejan de mirarme, soltando risitas.
–¿Dónde está Gus? – pregunta Roger.
–Gus tiene mononucleosis. – El cantante solista se vuelve hacia Roger, sin dejar de mirarme.
–Le mandaré unas flores -dice Roger.
El cantante se vuelve hacia mí y explica:
–Gus es nuestro batería.
–Oh -digo yo-. Eso está… muy bien. – ¿Sushi? – les pregunta Roger.
–No, yo soy vegetariano -dice el cantante-. Además ya hemos comido hasta hartarnos en Spaghettis.
–¿Con quién?
–Con un importante ejecutivo de una casa de discos.
–Pues vaya -dice Roger.
–Da igual, tío -dice el cantante solista, dirigiendo toda su atención a mí-. Mira, llevo oyendo todos tus discos… bueno, los discos con el grupo… desde que me pueda acordar. Bueno… desde hace mucho tiempo, y nunca sospeché que un buen día te iba a decir… -se interrumpe y tiene problemas para pronunciar las siguientes palabras- que nos has influido.
El resto de los English Prices asienten, murmurando algo a la vez.
Trato de mirar al cantante a los ojos. Trato de decir:
–Estupendo.
Nadie dice nada.
–Oye -le dice el cantante solista a Roger-. Se muestra muy… bueno, sumiso.
–Sí -dice Roger-. De hecho le llamamos el Sometido.
–Eso es… cojonudo -dice aprensivo el cantante solista.
–¿A quién oías tú, tío? – me pregunta uno de ellos.
–¿Cuándo? – pregunto yo confuso.
–Bueno, verás, cuando eras niño, bueno, en el colegio y eso… Tus influencias, tío.
–Bueno… montones de cosas. Verás, no recuerdo bien… -Miro a Roger en busca de ayuda-. Prefiero no decirlo.
–¿Quieres que te repita yo la pregunta, tío? – pregunta el cantante solista.
Me limito a mirarle fijamente, incapaz de moverme.
–Es la vida -dice por fin el cantante solista, suspirando.
–Captain Beefheart, las Ronettes, las cosas radicales, ya sabes -dice Roger, alegremente, y luego-: ¿Quiénes son vuestras amigas? – Se ríe tímidamente y el cantante solista se ríe, ladrando casi, y el resto de la banda le sigue.
–Estas chicas son estupendas.
–Sí, señor -dice uno de ellos en un tono monótono, titubeando-. No entienden ni jota de inglés pero folian como conejas.
–¿Verdad que sí? – pregunta el cantante solista a la chica sentada junto a él-. ¿Verdad que follas muy bien, so puta? – pregunta, con expresión de sinceridad en la cara, asintiendo con la cabeza.
La chica observa esa expresión, se fija en el asentimiento de cabeza, en la sonrisa, y sonríe a su vez de un modo inocente y asiente con la cabeza y todos se ríen.
El cantante solista, asintiendo con la cabeza y sonriendo, le pregunta a otra chica:
–Y tú haces unas mamadas tremendas, ¿verdad? ¿Te gusta cuando te pego en la cara con mi enorme polla, jodida puta amarilla?
La chica asiente con la cabeza, sonriendo, mira a las otras chicas, y los del grupo se ríen, Roger se ríe, las chicas orientales se ríen. Yo me río finalmente quitándome las gafas de sol, relajándome un poco. Se impone el silencio. Roger le dice a los del grupo que pidan unas copas. Las chicas orientales sueltan risitas, se ajustan sus diminutas botas color rosa, el cantante solista no deja de mirar mi mano vendada y me veo a mí mismo con la misma mueca ingenua, en una sesión de fotos, en la habitación de un hotel de San Francisco, dentro de tropecientos millones de dólares, dentro de otros diez meses.
En los vestuarios del local antes de salir a escena, estoy sentado en una silla delante de un enorme espejo oval mirando mi reflejo a través de las Wayfarer, y me veo a mí mismo mordisqueando unos rábanos. Roger entra, se sienta, enciende un pitillo. Al cabo de un momento yo digo algo.
–¿Qué? – pregunta Roger-. ¿Qué murmuras?
–No quiero salir ahí.
–¿Por qué? – Roger pregunta corno si hablara con un niño.
–No me encuentro bien. – Miro mi reflejo, inútilmente.
–No digas eso. Tienes muy buen aspecto.
–Sí, y tú vas a ganar el concurso de mister Amable cualquier jodido año de éstos -gruño, y luego añado más calmado-: Consígueme algo.
–¿Para qué? – pregunta él y luego, viendo que estoy a punto de saltar sobre él, se ablanda-. Era sólo una broma.
Roger hace una llamada telefónica, diez minutos después alguien me sujeta algo alrededor del brazo, da golpecitos en una vena, el pinchazo, vitaminas, diciendo que sí, un extraño calor que me recorre el cuerpo, elimina el frío, al principio muy deprisa, luego más despacio, sí, claro.
Roger se vuelve a sentar en el sofá y dice:
–No vuelvas a pegar a las groupies, ¿de acuerdo? ¿Me oyes? Ya estuvo bien.
–Oye, tío -digo yo-. A ellas… les gusta. Les gusta cuidarme. Yo les dejo que me… cuiden.
–Tranquilízate. ¿Me oyes?
–Tío, coño, jódete, lo haré otra vez si quiero.
–¿Qué me has dicho?
–Tío, soy Bryan…
–Ya sé quién eres -me interrumpe Roger-. Eres el mismo jodido carapijo que pegó a tres chicas durante la última gira, que amenazó a una con un cuchillo de trinchar. Esas chicas todavía están mal. ¿Te acuerdas de aquella puta de Missouri?
–¿Missouri? – me río.
–A la que casi mataste -dice Roger-. ¿No te refresca eso la memoria?
–No.
–Todavía le tenemos que pagar, y un maldito abogado…
–Te estás poniendo pesado, tío, y cuando te pones pesado… es mejor… bueno, es mejor que me dejes en paz.
–¿Te acuerdas de lo jodida que dejaste a aquélla?
–No insistas en cosas del pasado, colega.
–¿Sabes cuánto le tenemos que pagar a aquella puta todos los jodidos meses?
–Déjame en paz -susurro.
–Lleva un año en una silla de ruedas.
–Te voy a decir una cosa.
–Mira, no me vengas ahora con esa mierda de «oye tío, verás es que…».
–Tengo algo que decirte.
–¿El qué? ¿Vas a anunciar que te retiras? – suelta Roger-. Déjame que lo adivine… ¿que vas a llegar a lo más alto de las listas?
–Odio Japón -digo yo.
–Tú odias cualquier sitio -exclama Roger-. Lo odias todo, cabrón.
–Japón es tan… diferente -digo, por fin.
–Eso es un chiste. Siempre dices que todos los sitios son diferentes -suspira Roger-. Céntrate, por el amor de Dios, céntrate.
Vuelvo a mirar el espejo, oigo los gritos que llegan del público.
–Ajusta mis sueños por mí, Roger -susurro-. Ajusta mis sueños por mí.
En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando Over the Rainbow, pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le da por el culo, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas en cómo afrontarlas. Roger me ofrece un canuto y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.