10
LOS SECRETOS DEL VERANO
Estoy en Powertools tratando de ligarme a una puta del Valley, una rubia con una pinta cojonuda, y ella parece decidida pero no ha bebido bastante, sólo hace como si estuviera borracha, pero va a por mí, como hacen todas, y dice que tiene veinte años.
–Vaya, vaya -le digo-. Muy bien. Pareces joven de verdad. – Aunque sé que no puede tener más de dieciséis años, puede que incluso quince si Júnior está trabajando a la puerta esta noche, y que es muy excitante si uno considera lo que podría pasar-. Me gustan las jóvenes -le digo-. No demasiado jóvenes. ¿De diez años? ¿De once? Para nada. Pero ¿de quince? – digo-. Oye, sí, está muy bien. Podría terminar en la cárcel, pero ¿qué más da?
Ella se limita a mirarme sin expresión, como si no hubiera oído ni una palabra, luego se retoca los labios en el espejito de una polvera y me mira un poco más, me pregunta lo que significa la palabra «invisible».
Estoy completamente empeñado en llevarme a esta puta a mi casa de Encino y casi me empalmo mientras la espero cuando va al servicio de señoras y les dice a sus amigas que se marcha con el chico más guapo del local mientras yo sigo en la barra tomando vino tinto espumoso casi totalmente empalmado.
–¿Cómo se llama esto? – le pregunto al barman, un tipo de buen aspecto de mi edad, señalando la copa.
–Vino tinto espumoso -dice él.
–No me quiero emborrachar mucho -le digo mientras sirve otra ronda a un grupo de estudiantes-. Nada de eso. Esta noche no.
Me vuelvo y miro a toda esa gente que baila en la pista y creo que me he follado a la disc-jockey hace como un millón de años pero no estoy seguro y ha puesto una tremenda canción de rap negro y yo siento hambre y me quiero largar y entonces llega la chica, lista para que nos vayamos.
–Es el Porsche color antracita -le digo al aparcacoches y la chica queda impresionada-. Va a ser estupendo -digo-. Estoy muy salido -le digo, pero tratando de no parecer demasiado ansioso.
La chica pone una cinta de Bowie mientras nos dirigimos en coche hacia el Valley. Le cuento un chiste de etíopes.
–¿Qué es un etíope con semillas de sésamo en la cabeza?
–¿Qué es un etíope? – pregunta ella.
–Una hamburguesa de un cuarto de libra -digo-. Es que me parto de risa, de verdad.
Llegamos a Encino. Abro la puerta del garaje con el mando a distancia.
–Uau -dice ella-. Tienes una casa muy grande. – Y luego-: ¿Me llevarás a casa después?
–Sí, claro que sí -digo yo, abriendo una botella de fumé blanco-. Algunas chicas son estúpidas pero eso me gusta cuando folio.
Entramos en el dormitorio y la chica se pregunta dónde están los muebles.
–¿Dónde están los muebles? – se queja.
–Me los comí. Cierra la boca, ponte un esterilete y túmbate -murmuro, señalando hacia el cuarto de baño, y añado-: Luego te daré algo de coca -aunque no le digo qué significa luego, ni siquiera lo insinúo.
–¿Qué quieres decir? ¿Un esterilete?
–No querrás quedarte embarazada, ¿verdad? Terminarías pariendo algún espanto. Un monstruo. Una especie de bestia. ¿Eso es lo que quieres? – pregunto-. Dios santo, hasta el que te practicara el aborto perdería la cabeza.
La chica mira la cama y luego me mira a mí y luego trata de abrir la puerta de la otra habitación.
–Nada de eso. – Se lo impido-. Esa habitación no. – La empujo hacia la puerta del cuarto de baño. Ella me mira, haciendo como que está borracha, luego entra, cierra la puerta. De hecho la oigo tirarse un pedo.
Apago las luces y, con un Bic, enciendo las velas que compré ayer por la noche en la Pottery Barn. Me quito la ropa, tocándome, ya empalmado, me tumbo en la cama, esperando, muerto de hambre.
–Ven de una vez. Ven.
Se oye la cisterna del retrete, la chica utiliza el bidé y sale, con los zapatos en la mano, y parece sorprendida al encontrarme tumbado en la cama con una erección gigante, pero hace como si nada. No le apetece hacerlo, pero sabe que ya es demasiado tarde y eso me excita más y suelto unas risitas y ella se quita a ropa, preguntando:
–¿Dónde está la coca? ¿Dónde está la coca?
–Después, después -le digo, y la atraigo hacia mí.
A ella en realidad no le apetece follar de modo que trata de chupármela y yo dejo que lo haga durante un rato aunque no sienta nada, con que luego me pongo a follármela a fondo, mirándola a la cara cuando me corro, como siempre, y ella pierde la cabeza cuando ve mis ojos, negros y brillantes y ve los terribles dientes, la boca desgarradora (lo que Dirk piensa que parece «el ano de un pulpo»), y me desgañito encima de ella, el colchón debajo de nosotros se empapa con su sangre y ella también se pone a gritar y entonces le pego con fuerza, dándole puñetazos en la cara hasta que queda sin sentido y la llevo fuera, hasta la piscina, y junto a la luz que llega de debajo del agua y la Luna, esta noche, en Encino, le chupo la sangre.
Me reúno con Miranda en el Ivy de Robertson para cenar a última hora y ella tiene una pinta, dicho con sus propias palabras, «absolutamente fabulosa». Miranda es «cuarentona», lleva el pelo negro peinado liso hacia atrás, una mecha blanca cayéndole a un lado, un cutis moreno pálido, y unos pómulos altos y marcados, dientes del color del relámpago, y lleva puesto un original vestido de terciopelo de Lagerfeld, de Bergdorf Goodman, que compró cuando estuvo en Nueva York la semana pasada a pujar en Sotheby's por una botella de agua que al final subió a un millón de dólares y a asistir a una fiesta privada con objeto de recoger fondos para George Bush, que, según Miranda, está «arrasando».
–Aunque seas mayor que yo, unos veinte años o así, siempre pareces increíblemente joven -le digo-. Eres sin ninguna duda una de mis personas favoritas de Los Ángeles.
Esta noche estamos en el patio y hace calor y hablamos tranquilamente de que a Donald le utilizan de un modo bastante promiscuo en una serie de fotos sobre trajes de lino del número de agosto de GQ y que si uno mira con mucho cuidado al modelo que está junto a él se distinguen cuatro pequeños puntitos rojos en su cuello bronceado, en los que no se fijó el maquillador.
–Donald es perverso de verdad -dice Miranda.
Estoy de acuerdo y pregunto:
–¿Qué es algo superfluo? Chocolatinas de menta para etíopes después de cenar.
Miranda se ríe y dice que yo también soy perverso y se echa hacia atrás en su asiento, dando un sorbo a mi Stoli con lima, encantada.
–Oh, mira, ahí está Walter -dice Miranda, incorporándose un poco-. Walter, Walter -le llama, agitando la mano.
Yo desprecio a Walter -cincuentón, maricona, agente de ICM-, cuyo mayor logro, en algunos círculos, es que les chupó la sangre a todos los actores del Grupo de los Mocosos excepto a Emilio Estévez, que me dijo una noche en On the Rox que a él no le interesaba «lo de Drácula y mierdas así». Walter avanza hasta nuestra mesa, con un esmoquin de Versace absolutamente hortera, y habla del estreno de Paramount de esta noche y de que la película recaudará 110 millones de dólares sólo en el país y que se ligó a una de las estrellas de la película aunque la película sea una mierda, y coquetea sin ninguna vergüenza conmigo y yo no quedo nada impresionado. Se larga.
–Valiente mierdoso, un maricón total -murmuro yo… y luego sólo quedamos Miranda y yo.
–Cuéntame lo que has estado leyendo últimamente, cariño -pregunta ella, después de que nos traen unos filetes Nueva York muy poco hechos, sanguinolentos y au jus, y les hacemos los honores-. A propósito, esto es… -echa hacia atrás la cabeza, masticando- delicioso. – Y luego-: Oh, pero qué dolor de cabeza.
–A Tolstoi -miento-. Nunca leo. Es aburrido. ¿Y tú?
–Yo adoro absolutamente a Jackie Collins. Una porquería maravillosa -dice ella, mientras mastica, y una línea oscura de jugo se le desliza por la pálida barbilla cuando toma dos Advil, que traga con un poco de au jus. Se limpia la barbilla y sonríe, pestañeando con rapidez.
–¿Cómo está Marsha? – digo, dando un sorbo de vino tinto espumoso.
–Todavía está en Malibú con… -y ahora Miranda baja la voz y menciona a uno de los Beach Boys.
–No puede ser, colega -exclamo yo, riéndome.
–¿Iba a mentirte a ti, cariño? – dice Miranda, abriendo mucho los ojos, pasándose la lengua por los labios.
–A Marsha durante mucho tiempo sólo le interesaban los animales, ¿verdad? – pregunto-. ¿Vacas? Caballos, pájaros, perros, ¿verdad?
–¿Qué opinas tú del control de la población de coyotes del verano pasado? – pregunta Miranda.
–Ya me han hablado de ello -murmuro.
–Cariño, debería ir a Calabasas, a los establos, y chuparle toda la sangre a un jodido caballo en sólo media hora -dice Miranda-. Quiero decir, mierda, cariño, las cosas llevan un tiempo siendo totalmente absurdas.
–Personalmente no soporto la sangre de caballo -digo yo-. Es como demasiado líquida, demasiado dulce. Aparte de eso, soy capaz de hacérmelo con cualquiera, pero sólo cuando me siento deprimido.
–El único animal al que no puedo soportar es el gato -dice Miranda, masticando-. Y eso porque muchos de ellos tienen leucemia y montones de otras enfermedades espantosas.
–Unas criaturas asquerosas. – Me estremezco.
Pedimos otras copas y compartimos otro filete antes de que cierren la cocina y luego Miranda me confía que la otra noche casi se dedica a hacer sexo en grupo en casa de Tuesday con varios estudiantes de la USC.
–Me dejas de piedra, Miranda -digo-. ¿Cómo puedes ser tan mala? – Tomo lo que queda del vino espumoso, que esta noche tiene demasiadas burbujas.
–Cariño, créeme, fue una especie de accidente. Una fiesta. Muchos jóvenes atractivos. – Guiña el ojo, pasando el dedo por una copa de Moët-. Estoy segura de que puedes imaginar lo que pasó.
–Eres perversa de verdad -le digo, soltando una risita-. ¿Cómo conseguiste salir del… embrollo?
–¿Qué crees tú que hice? – dice ella, burlonamente, terminando el resto de champán-. Les chupé todo lo que tenían vivo. – Pasea la vista por el patio casi vacío, despide con la mano a Walter cuando éste se sube a su limusina con una chica con pinta de colegiala de seis años, y Miranda dice, en voz bastante baja-: Semen y sangre son una combinación deliciosa, y ¿sabes qué?
–Estoy fascinado.
–A esos absurdos chicos de la USC les encantó mucho. – Miranda se ríe, echando la cabeza hacia atrás-. Volvieron a hacer cola y, claro, me gustó mucho volverles a satisfacer y todos se desmayaron. – Se ríe con más ganas y yo también me río y luego ella se interrumpe, mirando el helicóptero que cruza el cielo y que despide un cono de luz-. El que me gustaba entró en coma. – Mira tristemente hacia Robertson, donde hay un espinardo rodante pequeño con el que los aparcacoches juegan al fútbol-. Se le partió el cuello.
–No te pongas triste -digo yo-. Ha sido una velada deliciosa.
–Vamos a ver una película porno barata a la sesión de medianoche de Westwood -sugiere ella, con los ojos que le brillan ante su propia sugerencia.
Vamos al cine después de cenar, pero antes compramos dos enormes filetes crudos en un Westward Ho y los comemos en la primera fila y yo coqueteo con una pareja de estudiantes, una de las cuales me pregunta dónde compré el chaleco, con la carne colgándome de la boca, y Miranda ha comprado incluso servilletas de papel.
–Te adoro -le digo, una vez que empieza la película-. Porque has tenido la idea perfecta.
Estoy en otro club, Rampage (pero hay que pronunciarlo en francés) y encuentro a una puta del Valley con falsa pinta de cachonda que parece retrasada y estúpida de verdad, como si estuviera completamente pasada o borracha o algo pero tiene tetas grandes y un buen cuerpo, no demasiado, puede que un poco delgado, y su vacuidad me excita.
–Normalmente no me gustan las chicas delgadas -le digo-. Pero tú eres estupenda.
–¿Es que las chicas delgadas no la chupan bien? – pregunta ella.
–Oye… eso está muy bien -le digo.
–¿Tú crees? – pregunta ella, tranquila, como sin ganas.
Subimos a mi coche y nos dirigimos al Valley, a Encino. Le cuento un chiste.
–¿Qué es un etíope con un turbante?
–¿Es un chiste?
–Un alfiler -digo-. Es que me parto de risa. Aunque debes admitir que es una barbaridad.
La chica está demasiado pasada para reaccionar ante el chiste pero se las arregla para preguntar:
–¿No vive por aquí Michael Jackson?
–Sí -digo yo-. Es vecino mío.
–Estoy impresionada de verdad -dice ella, la muy ingrata.
–Sólo fui a una fiesta después de la gira Victory y fue una mierda de verdad -le digo-. Y de todos modos, odio a los negros.
–No es precisamente lo más agradable que podrías decir.
–Muy amable -gruño.
Una vez en mi habitación follamos salvajemente y cuando se empieza a correr empiezo a chuparle y morderle la piel del cuello, jadeando, babeando, y encuentro la yugular con la lengua y me pongo a chuparle la sangre y ella se ríe y gime y se corre con más intensidad y tengo la boca llena de sangre que salpica el techo, y entonces empieza a pasar algo raro y me noto cansado de verdad y con náuseas y tengo que quitarme de encima de ella y entonces me doy cuenta de que la chica no está borracha ni ha fumado maría sino que ha tomado algo, como ahora dice ella:
–… las jodidas drogas.
–¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Caballo? – apunto.
La chica sigue tumbada en silencio.
–Oh, Dios santo, no -digo, dándome cuenta-. Es heroína -protesto-. Mierda. Ahora me está pegando a mí.
Me dejo caer al suelo, desnudo, me duele mucho la cabeza, este jodido veneno se me agarra al estómago, y voy a cuatro patas hacia el cuarto de baño, y esta jodida puta drogada que ha salido de su sopor, anda a cuatro patas a mi lado, chillando:
–Vamos a jugar vamos a jugar vamos a jugar a que tú eres un vaquero y yo una mujer india, ¿lo entiendes?
Yo le suelto un gruñido, tratando de asustarla, le enseño los dientes, las encías, mi espantosa boca, mis ojos negros, sin párpados. Pero ella no pierde la cabeza, sólo se ríe, totalmente colocada. Por fin llego al retrete y vomito su sangre y luego me desmayo con la puerta cerrada, en el suelo. Me despierto a la noche siguiente, fuera de combate, con sangre seca de la chica por la cara y el cuello y el pecho. Me la limpio con una larga ducha caliente y una esponja y luego paso al dormitorio. Sobre la cama, escrito en un sobre de cerillas de California Pizza Kitchen, está el nombre de la chica y un número de teléfono y debajo de eso: «Fue algo tremendo.» Voy a la otra habitación, tomo unos Valium, abro mi ataúd y duermo una pequeña siesta.
Me despierto más tarde, inquieto, todavía un poco débil, contento con el nuevo ataúd guateado que me hizo ese tipo de Burbank: con FM, casete, despertador digital, sábanas de Perry Ellis, teléfono, un pequeño televisor en color con vídeo incorporado y cadenas por cable (MTV, HBO). Elvira es la mujer de aspecto más cachondo de la tele y presenta ese programa sobre películas de terror los domingos por la noche que es mi programa favorito y me gustaría conocer a Elvira y a lo mejor algún día la conozco.
Me levanto, tomo las vitaminas, hago ejercicio con pesas mientras oigo un CD de Madonna, tomo una ducha, me examino el pelo, rubio y abundante, y se me ocurre que debería llamar a Attila, mi peluquero, y concertar una cita para mañana por la tarde y luego llamo y le dejo un mensaje. Ha venido la asistenta y ha limpiado, que es lo que debe hacer, y le he especificado que si alguna vez intenta abrir mi ataúd cogeré a sus dos hijos pequeños y los convertiré en tostadas humanas con lechuga y salsa y me los comeré, muchas gracias. Me visto: Levi's, mocasines sin calcetines, una camiseta blanca de Maxfield's, un chaleco Armani.
Voy en coche al Sun 'n' Fun, un salón de rayos UVA abierto las veinticuatro horas, en Woodman, y me doy una sesión de diez minutos, luego me dirijo a Hollywood puede que a ver a Dirk, que se dedica fundamentalmente a los chicos guapos, a los chaperos de Santa Mónica, en bares y gimnasios. Le gustan las sierras mecánicas, que están muy bien si tienes un sitio insonorizado como lo tiene Dirk. Paso junto a un callejón, cuatro aparcamientos, un 7-Eleven, numerosos coches de la policía.
Es una noche cálida y llevo el techo abierto y la radio muy alta. Me detengo en Tower Records y compro un par de cintas, luego entro en el Hughes que está abierto las veinticuatro horas en la esquina de Beverly con Doheny y compro muchos filetes por si la semana que viene no me apetece salir porque la carne cruda está bien aunque el jugo sea demasiado líquido y no lo bastante salado. La chica gorda de la caja coquetea conmigo mientras relleno un cheque de setecientos cuarenta dólares, sólo he comprado solomillo. Paso por un par de clubs, locales donde entro gratis o conozco a los porteros, echo un ojo al ambiente, luego ando un poco más en coche. Pienso en la chica que me ligué en Powertools, en el modo en que la llevé en coche a una parada de autobús de Ventura Boulevard, y la dejé allí, esperando que no se acuerde. Paso en coche delante de una tienda de artículos deportivos y pienso en lo que le pasó a Roderick y me estremezco, siento náuseas. Pero tomo un Valium y enseguida me siento bastante bien, y paso delante del mural de Sunset que dice DESAPAREZCA AQUÍ y en un semáforo en rojo en el que estamos parados les guiño el ojo a dos chicas rubias, las dos con walkman, que van en un 450SL descapotable, y les sonrío y ellas sueltan unas risitas y yo me pongo a seguirlas por Sunset, pensando en detenerme y a lo mejor tomar un sushi con ellas, y estoy a punto de proponerles que se detengan cuando de repente veo aparecer ese rótulo del drugstore Thrifty, con la enorme t minúscula de neón azul que se enciende y se apaga, por encima de edificios y murales, y la Luna está muy baja, justo encima, y me voy acercando a ella, y me siento débil y hago un giro totalmente ilegal cambiando de sentido y todavía me siento como enfermo pero algo mejor cuanto más me alejo de la Luna, con el espejo retrovisor bajado, y me dirijo a casa de Dirk.
Dirk vive en una casa enorme de viejo estilo español que construyeron hace mucho tiempo en las colinas; entro por la puerta de atrás y me dirijo a la cocina. Oigo la tele atronando arriba. Hay dos sierras para metal en un fregadero lleno de agua color rosa y unas cervezas y sonrío para mí mismo, hambriento. Siempre que oigo en las noticias que encontraron muerto cerca de la playa a un joven, o a parte de su cuerpo, un brazo o una pierna o un torso, metido en una bolsa cerca del paso subterráneo de la autopista, tengo que susurrarme «Dirk». Saco dos Coronitas de la nevera y subo a su habitación, que tiene la puerta abierta y está a oscuras. Dirk está sentado en el sofá, con una camiseta de PHIL COLLINS y vaqueros, un sombrero en la cabeza y hecho un brazo de mar, viendo Chicos malos en el vídeo, liando un canuto y con aspecto de estar ahíto; una toalla ensangrentada en el rincón.
–Hola, Dirk -digo.
–Hola, colega. – Se vuelve.
–¿Pasa algo?
–Nada. ¿Y a ti?
–Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo van las cosas. – Le tiendo una de las Coronitas. La abre. Me siento a su lado, abro la mía, tiro la chapa encima de la toalla ensangrentada, debajo de un poster de las Go-Go's y de un estéreo nuevo. Un montón de huesos mancha el fieltro de una mesa de billar, debajo de ella hay un revoltijo de calzoncillos mojados, salpicados con puntos violeta y negros y rojos.
–Gracias, tío. – Dirk toma un trago-. Oye… -sonríe-, ¿qué es algo marrón y lleno de telas de araña?
–El ojo del culo de un etíope -digo yo.
–Muy bien. – Intercambiamos una palmada.
En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se dispersan y luego se vuelven a agrupar. Debajo han puesto luces de Navidad en torno a un gran espinardo rodante. Un murciélago rubio bate las alas, y se pone cómodo en las vigas de encima de la bolsa de carne y las moscas.
–¿Quién es? – pregunto.
–Es Andre.
–Hola, Andre. – Le saludo con la mano.
El murciélago contesta con un chillido.
–Andre tiene resaca -Dirk bosteza.
–Las drogas.
–Es que cuesta mucho tiempo sacarle a alguien el cráneo por la boca -dice Dirk.
–Eso parece. – Asiento con la cabeza-. ¿Tienes alka-seltzer?
–¿Quieres?
–Bonito tucán -digo, fijándome en un pájaro comatoso metido en una jaula que cuelga cerca de las puertas que llevan a la terraza-. ¿Cómo se llama?
–Bok Choy -dice Dirk-. Oye, si vas a por ese alka-seltzer prepárame una mimosa, ¿quieres?
–Dios santo -susurro-. La de cosas que ha visto este tucán.
–El tucán no se entera -dice Dirk.
Hay bolsas para cuerpos junto al Jacuzzi, unas velas encendidas rodean el agua humeante, un recuerdo de los parientes que no estarán tan angustiados como deberían estar, una prueba que no pasarán.
Bajo la escalera, encuentro el alka-seltzer, le preparo una mimosa a Dirk, luego vemos una película, tomamos más cerveza, hojeamos unos ejemplares de GQ, Vanity Fair, True Life Atrocities, fumamos hash, y es entonces cuando huelo la sangre, un olor procedente de la habitación de al lado.
–Creo que tengo síndrome de carencia -digo-. Creo que me voy a volver loco.
Dirk rebobina la película y empezamos a verla otra vez. Pero no consigo concentrarme. Pegan sin parar a Sean Penn y yo cada vez tengo más hambre pero no digo nada y luego termina la película y Dirk cambia al canal de la HBO, donde ponen Chicos malos, de modo que nos ponemos a verla otra vez y fumamos algo más de hash y por fin me tengo que levantar y paseo por la habitación.
–Marsha está con uno de los Beach Boys -dice Dirk-. Me llamó Walter.
–Sí -digo yo-. Estuve cenando con Miranda en el Ivy la otra noche. ¿No te parece increíble?
–Es fabuloso. Y lo entiendo. – Se encoge de hombros-. No he llamado a Marsha desde… -Se interrumpe, piensa en algo, dice, dubitativo-: Desde lo de Roderick. – Cambia de canal, luego vuelve al mismo.
Ya nadie menciona demasiado a Roderick. El año pasado, al parecer, Marsha y Dirk iban a cenar con Roderick a Chinois y cuando se pasaron por su casa de Brentwood encontraron en el fondo de la piscina vacía de Roderick un estaca de madera (que en realidad era un bate de béisbol Wilson 5 que alguien había afilado toscamente), en el cemento cerca del desagüe, que estaba todo arañado (Roderick presumía de sus garras, en las que se hacía la manicura), y arena gris-negruzca y polvo y montones de ceniza estaban esparcidos en una esquina. Marsha y Dirk habían cogido la estaca, que estaba impregnada de salsa de ajo Lawry, y la quemaron en la casa vacía de Roderick y nadie ha visto a Roderick desde entonces.
–Lo siento, tío -dice Dirk-. Eso me mete el miedo en el cuerpo.
–Venga, colega, no hablemos de eso -digo yo.
–Como quiera, profesor. – Dirk imita a Félix el Gato, se pone sus Wayfarer y sonríe.
Ahora paseo por la habitación a oscuras, llegan gritos procedentes de la tele, avanzo hacia la puerta, el olor es rico y muy intenso, y respiro nuevamente a fondo y es dulce también y decididamente masculino. Espero que él me ofrezca algo pero no quiero comportarme como un ansioso y me apoyo en la pared y Dirk habla de conseguir unas cervezas en Cedars y yo avanzo hacia la puerta, pasando por encima de la toalla empapada de sangre, tratando de abrirla como quien no quiere la cosa.
–No abras esa puerta, colega -dice Dirk, en voz baja, con las gafas de sol todavía puestas-. No entres ahí.
Aparto la mano muy deprisa, me la meto en el bolsillo, haciendo como si nunca hubiera intentado abrir la puerta, silbo una canción de Billy Idol que no me puedo quitar de la cabeza.
–No iba a entrar ahí, colega. Tranquilo.
Dirk asiente lentamente, se quita el sombrero, cambia a otro canal, luego de nuevo a Chicos malos. Suspira y se quita algo de una de sus botas de vaquero.
–Todavía no está muerto.
–No, no, si lo entiendo, colega -le digo-. No te preocupes.
Bajo la escalera, traigo más cervezas, y fumamos más hash, contamos más chistes, uno sobre un oso koala y otro sobre negros, otro sobre un accidente de aviación, y luego vemos el resto de la película, prácticamente sin hablar, con largas pausas entre las frases, incluso entre las palabras, salen los títulos de crédito y Dirk se quita las gafas de sol, luego se las vuelve a poner, y yo estoy muy colocado. Él me mira y dice:
–Ally Sheedy queda muy guapo cuando le pegan -y luego ahí fuera, como en un rito, empieza una tormenta.
Estoy en Phases, en Studio City, y se hace tarde y estoy con una chica de pelo rubio largo que puede que tenga veinte años a la que vi por primera vez bailando Material Girl con un idiota y está aburrida y está conmigo y yo estoy aburrido y quiero irme de aquí y terminamos nuestras copas y vamos a mi coche y nos subimos y yo estoy algo borracho y no enciendo la radio y el coche está en silencio cuando la chica baja su ventanilla y Ventura está tan desierto que todo sigue en silencio, si se exceptúa el aire acondicionado, y ella no dice ni palabra sobre lo bonito que es mi coche y finalmente le pregunto a la muy puta, mientras abro tontamente el techo para impresionarla, al acercarnos a Encino:
–¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – y saco un Marlboro de mi chaqueta, empujo el encendedor, sonriendo.
–Todos -dice ella.
Detengo el coche en el arcén de la carretera, los neumáticos chirrían, y paro el motor. Quedo allí sentado, esperando. De algún modo se ha encendido la radio y suena una canción pero no sé de qué canción se trata y salta el encendedor. Me tiembla la mano y miro fijamente a la chica, apartándome, con el pitillo todavía en la mano. Creo que pregunta qué pasa pero yo ni siquiera la oigo y trato de calmarme y estoy a punto de seguir hacia Ventura pero entonces tengo que parar y mirar una vez más a la chica que, aburrida, pregunta que qué estoy haciendo y yo la sigo mirando y luego, muy despacio, con el pitillo todavía en la mano, vuelvo a empujar el encendedor, espero hasta que se calienta, salta, enciendo el pitillo, suelto el humo mirándola, me aparto, y luego le pregunto con mucha tranquilidad, desconfiadamente, puede que un poco confuso.
–Vale -respiro a fondo-. ¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – No respiro hasta que la oigo contestar. Me fijo en un espinardo rodante que sale de algún sitio y oigo que roza el parachoques del Porsche.
–Ya te dije que todos -dice la chica-. ¿Vamos a tu casa o qué?
Me recuesto en el asiento, fumo un poco más, y pregunto:
–¿Cuántos años tienes?
–Veinte.
–No. De verdad -digo yo-. Venga. Quedará entre nosotros. Y ahora estamos solos. No soy policía. Dime la verdad. No tendrás el menor problema si me dices la verdad.
Piensa en ello, luego pregunta:
–¿Me darás un gramo?
–Medio.
Enciende un canuto que confundo con un pitillo y dirige el humo hacia el techo y dice:
–Vale. Tengo catorce. Tengo catorce. ¿Qué te parece? – Me ofrece el canuto.
–No -digo, sin cogerlo.
La chica se encoge de hombros.
–Sí -dice. Otra calada.
–No -vuelvo a decir yo.
–Sí. Tengo catorce. Celebré mi bar-mitzvah en el Beverly Hills Hotel y fue terrible y cumpliré quince en octubre -dice, aspirando humo.
–¿Cómo te las arreglaste para entrar en el club?
–Con un carné de identidad falso. – Busca en su bolso.
–¿Confundes Hello Kitty con Louis Vuitton? – murmuro en voz alta, agarrando su bolso y oliéndolo.
Ella me enseña el falso carné de identidad.
–Adivina quién lo hizo, genio.
–¿Cómo sé yo que es falso? – pregunto-. ¿Cómo sé yo que no me estás engañando?
–Examínalo con cuidado. Sí. Nací hace veinte años, en 1964, muy bien. – Se ríe.
Se lo devuelvo.
Luego vuelvo a arrancar el coche y mirándola todavía enfilo Ventura Boulevard y me dirijo hacia la oscuridad de Encino.
–Todos. – Me estremezco-. Fiú.
–¿Dónde está mi gramo? – pregunta ella entonces-. Oh, mira, rebajas en Robinson's.
Enciendo otro pitillo.
–Normalmente no fumo -le digo-. Pero tú me afectas de un modo raro.
–No deberías fumar. – Bosteza-. Esas cosas matan. Por lo menos eso es lo que siempre decía mi odiosa madre.
–¿La mataron los pitillos a ella? – pregunto.
–No, la degolló un maniaco -dice-. No fumaba. – Pausa-. Me han criado unos mexicanos. – Otra pausa-. Deja que te diga una cosa, no lo estoy pasando demasiado bien.
–¿No? – Sonrío macabramente-. ¿Crees que me van a matar los pitillos?
Da otra calada a su canuto y lo termina y entro en mi garaje y luego nos dirigimos al dormitorio y todo se acelera, está claro adonde lleva la noche, y ella examina la casa y pide un vodka doble con hielo. Le digo que hay cerveza en la nevera y que, joder, la coja ella misma. Suelta una especie de silbido y se dirige a la cocina, murmurando:
–Dios santo, mi padre era más educado.
–No puedes tener catorce años -digo yo-. Para nada. – Me quito la corbata y la chaqueta, y de una patada tiro los mocasines.
La chica vuelve con una Coronita en una mano y un canuto nuevo en la otra. Va demasiado maquillada y lleva unos espantosos pantalones vaqueros blancos Guess, pero tiene pinta de artificial, como la mayoría de las chicas.
–Jodida y desgraciada puta -murmuro.
Me tumbo en la cama, boca arriba, y apoyo la cabeza en unas almohadas, la miro, acomodándome.
–¿No tienes muebles? – pregunta.
–Tengo una nevera. Tengo esta cama -le digo, pasando las manos por las sábanas de diseño.
–Sí. Es cierto. Chico, has dado en el clavo. – Se mueve por la habitación, luego se dirige a la puerta del fondo y trata de abrirla, pero tiene la llave echada.
–¿Qué hay ahí? – pregunta, mirando el gráfico horario de amanecer/atardecer para esta semana que recorté del Herald-Examiner y sujeté con cinta adhesiva a la puerta.
–Simplemente otra habitación -le digo.
–Oh. – Me mira, por fin un poco asustada.
Me quito los pantalones, los doblo, los dejo en el suelo.
–¿Por qué tienes tanta, bueno…? – Se interrumpe. No prueba la cerveza. Me mira, confusa.
–¿Tanta qué? – pregunto, desabrochándome la camisa.
–Bueno… tanta carne -dice, mansamente-. Me refiero a que hay mucha carne en la nevera.
–No lo sé -digo yo-. ¿Será porque tengo hambre? ¿Porque me horroriza el pescado? – Dejo la camisa junto a los pantalones-. Coño.
–Oh. – La chica sigue ahí de pie.
No digo más, apoyo la cabeza en la almohada. Me quito lentamente los calzoncillos y le hago un gesto para que se acerque y ella se acerca despacio, desamparada, con la cerveza entera, una rodaja de lima en la parte de arriba, un canuto que se ha apagado. Las pulseras de sus muñecas parece que están hechas con piel.
–Oye, escucha, esto… bueno, esto te va a sonar muy raro -tartamudea ella-. Pero ¿eres…?
Ahora está más cerca, flotando, sin darse cuenta de que sus pies no tocan el suelo. Me levanto, con una tremenda erección a punto de salir disparada delante de mí.
–¿Eres, bueno…? – La chica deja de sonreír-. Bueno, un… -No termina.
–¿Un vampiro? – sugiero yo, sonriendo.
–No… un agente -pregunta, en serio.
Cuando le digo que no, que no soy un agente, se queja y ahora la tengo sujeta por los hombros y la llevo muy despacio, con mucha tranquilidad, al cuarto de baño y mientras la desnudo, arrojando la camiseta de ESPRIT a un lado, encima del bidé, ella no deja de soltar risitas nerviosas, totalmente colocada, y de preguntar:
–¿No te parece raro?
Luego, por fin su joven y perfecto cuerpo está desnudo y me mira a los ojos que tengo completamente empañados, negros y sin fondo, y ella se echa hacia delante, sollozando incrédula, y me toca la cara y yo sonrío y le toco el coño liso y sin pelo y ella dice:
–Ten mucho cuidado. No me dejes marcas, ¿eh?
Y luego yo suelto un grito y salto sobre ella y le abro el cuello y luego la folio y luego juego con su sangre y luego le desgarro el coño, de hecho se lo arranco del cuerpo, y chupo su estómago, intestinos, por la gigante cavidad rojinegra que acabo de formar, arrancando montones de carne, que uso de lubricante para masturbarme y después de eso, en principio, todo está perfecto.
Esta noche conduzco por Ventura camino de la consulta de mi psiquiatra, sobre la colina. Antes esnifé un par de líneas y en el casete atruena Chicos de verano y yo canto al mismo tiempo, saltándome los semáforos, pasando por delante de la Galleria, pasando por delante de Tower Records y la Factory y el cine La Reina, que cerrarán pronto, y paso por delante del nuevo Fatburger y del Nautilus gigante que acaban de abrir. Antes recibí una llamada de Marsha, invitándome a una fiesta en Malibú. Dirk me mandó unas pegatinas de ZZ Top para que las pusiera en la tapa de mi ataúd y yo creo que son demasiado horteras pero de todos modos me quedaré con ellas. Esta noche contemplo a todas estas personas dentro de sus coches y he estado pensando mucho en las bombas nucleares porque he visto un par de pegatinas en los coches protestando contra ellas.
En la consulta del doctor Nova paso un mal rato.
–¿Qué tal estás esta noche, Jamie? – pregunta el doctor Nova-. Pareces… agitado.
–Tengo esas imágenes, tío, no, esas visiones. – Le digo-. Visiones de misiles nucleares que arrasan este sitio.
–¿Qué sitio, Jamie?
–El valle, el valle entero. Todas las chicas pudriéndose. The Galleria es sólo un recuerdo. Desaparece todo. – Pausa-. Todo se evapora. – Pausa-. ¿Es la palabra adecuada?
–Uau -dice el doctor Nova.
–Sí, uau -digo yo, mirando por la ventana.
–¿Y a ti que te pasará? – pregunta.
–¿Por qué? ¿Crees que eso me va a detener? – pregunto a mi vez.
–¿En qué piensas?
–¿Crees que una jodida bomba atómica va a terminar con todo esto? – digo-. Para nada, colega.
–¿Terminar con todo el qué? – pregunta el doctor Nova.
–¿Sobreviviremos a eso?
–¿Quiénes sobreviviremos?
–Nosotros llevamos aquí desde siempre y probablemente nosotros sigamos también aquí para siempre. – Me miro las uñas.
–¿Y qué hacéis vosotros? – pregunta el doctor Nova, casi sin prestar atención.
–Andar por ahí. – Me encojo de hombros-. Volar. Revolotear amenazadoramente sobre ti igual que jodidos cuervos. Imagina el cuervo más grande que hayas visto nunca. Imagínatelo revoloteando amenazadoramente.
–¿Cómo están tus padres, Jamie?
–No lo sé -digo y luego, con la voz convirtiéndose en un grito-: Pero yo llevo una vida tranquila y tú no quieres volver a recetarme Darvocet…
–¿Y qué piensas hacer, Jamie?
Considero mis opciones, luego explico tranquilamente:
–Esperaré -le digo-. Una noche te esperaré en tu dormitorio. O debajo de la mesa de tu restaurante favorito y te mutilaré el pie.
–¿Es eso… una amenaza? – pregunta el doctor Nova.
–O cuando lleves a tu hija al McDonald's -digo-. Yo estaré disfrazado de Ronald McDonald o de Grimace y me la comeré en el aparcamiento mientras tú miras.
–Ya hemos hablado de eso otras veces, Jamie.
–Esperaré en el aparcamiento o en el patio del colegio de tu hija o en un cuarto de baño. Estaré acurrucado en tu cuarto de baño. Seguiré a tu hija a casa desde el colegio y después de joderla bien jodida me esconderé en tu cuarto de baño.
El doctor Nova se limita a mirarme fijamente, aburrido, como si mi comportamiento resultara explicable.
–Yo estaba en la habitación del hospital cuando tu padre murió de cáncer -le digo.
–Ya me lo has contado antes -dice él distraídamente.
–Se estaba pudriendo, doctor Nova -digo-. Yo le vi. Vi cómo se pudría tu padre. Les conté a todos mis amigos que tu padre murió de una gangrena. Que se metió un tampón en el culo y lo dejó allí demasiado tiempo. Murió gritando, doctor Nova.
–¿Has… matado a alguien recientemente, Jamie? – pregunta el doctor Nova, sin mostrarse afectado de modo demasiado visible.
–En una película -digo-. Mentalmente. – Suelto unas risitas.
El doctor Nova suspira, me examina, inseguro.
–¿Qué es lo que quieres?
–Quiero esperarte en el asiento de atrás de tu coche, babeando…
–Ya te he oído, Jamie. – El doctor Nova suspira profundamente.
–Quiero que me vuelvas a recetar Darvocet; si no, esperaré junto a esa encantadora piscina con el fondo negro que tienes una noche cuando salgas a darte un baño, doctor Nova, y te arrancaré las venas y los tendones de tu musculoso muslo. – Ahora estoy de pie, y doy unos pasos.
–Te recetaré el Darvocet, Jamie -dice el doctor Nova-. Pero quiero que me visites de un modo menos irregular.
–Estoy muy tenso -digo yo-. Tú estás tranquilo mientras vienen.
Llena una receta y luego, mientras me la tiende, pregunta:
–¿Por qué debería de tenerte miedo?
–Porque soy un hijoputa fuerte y bronceado y mis dientes están tan afilados que, a su lado, una navaja de afeitar parecería un cuchillo para la mantequilla. – Hago una pausa-. ¿Necesitas alguna razón mejor?
–¿Por qué me amenazas? – pregunta él-. ¿Por qué debería de tenerte miedo?
–Porque voy a ser la última imagen que verás -le digo-. Tenlo en cuenta.
Me dirijo a la puerta, luego me doy la vuelta.
–¿Cuál es el sitio donde te sientes más seguro? – pregunto.
–En un cine vacío -dice el doctor Nova.
–¿Cuál es tu película favorita? – pregunto.
–Vacation, con Chevy Chase y Christie Brinkley.
–¿Cuál es tu cereal favorito?
–Mini Wheat escarchado o algo que lleve salvado.
–¿Cuál es tu anuncio de la tele favorito?
–Aspirina Bayer.
–¿Por quién votaste en las últimas elecciones?
–Por Reagan.
–Define el punto de fuga.
–Defínelo tú. – Está llorando.
–Nosotros ya hemos estado allí -le digo-. Nosotros ya lo hemos visto.
–¿Quiénes sois… vosotros? – Se queda sin respiración.
–Una legión.