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EN LAS ISLAS

Estoy mirando a mi hijo por el cristal de la ventana del quinto piso del edificio de oficinas del que soy dueño. Hace cola con otra persona para ver La fuerza del cariño, una película que proyectan al otro lado de la plaza donde yo trabajo. No deja de alzar la vista hacia la ventana detrás de la cual estoy parapetado. Hablo por teléfono con Lynch, que me relata los términos definitivos de un contrato en el que trabajamos la semana pasada en Nueva York aunque de hecho yo no le escucho. Miro a través del cristal, contento de que Tim no me pueda ver, de que no nos podamos saludar con la mano. Su amigo y él se limitan a hacer cola para entrar. Su amigo, creo que se llama Sam o Graham o algo así, se parece mucho a Tim: alto, rubio y bronceado, los dos con pantalones vaqueros desgastados y camisetas rojas de la USC. Tim vuelve a alzar la vista hacia la ventana. Yo levanto la mano deslizándola por el cristal sorprendentemente frío y la mantengo así. Lynch dice que como es Acción de Gracias a lo mejor me apetece reunirme con O'Brien, Davies y él para ir a Las Cruces de pesca este fin de semana. Le digo a Lynch que me llevo a Tim a pasar cuatro días en Hawai. Graham le susurra algo a Tim en el oído y los movimientos de Graham y la sonrisa que sigue casi me parecen lascivos y se me pasa por la cabeza la idea de que se acuestan juntos y Lynch dice que a lo mejor hablamos otra vez después de que yo vuelva de Hawai. Cuelgo, apartando la mano de la ventana. Tim enciende un pitillo y vuelve a alzar la vista hacia mi ventana. Yo me quedo allí, mirándole fijamente, con ganas de que no fume. Entonces Kay me grita desde su mesa:

–¿Les? Tienes a Fitzhugh en la línea tres.

Le digo a la chica que no estoy y me quedo junto a la ventana hasta que la fila va entrando y Tim desaparece por las puertas del vestíbulo y cuando me marcho pronto del despacho, hacia las cuatro, y estoy en el aparcamiento subterráneo, me apoyo en un Ferrari plateado y me aflojo la corbata, con las manos temblorosas debido al esfuerzo que me exige abrir la puerta del coche, y luego me marcho de Century City.

He vuelto a hacer y deshacer muchas veces la maleta más grande que tengo, inseguro de qué llevar aunque he estado con frecuencia en el Mauna Kea, pero esta noche, en este preciso momento, estoy teniendo problemas.

Debería comer algo -ya son más de las nueve-, pero no tengo demasiado apetito por culpa del Valium que tomé a primera hora de la tarde. En la cocina encuentro una caja de Triscuits y desganadamente tomo tres. Suena el teléfono mientras estoy volviendo a hacer la maleta, doblando una vez más un par de camisas.

–Tim no quiere ir -dice Elena.

–¿Qué quieres decir con eso de que Tim no quiere ir? – pregunto.

–No quiere ir, Les.

–Déjame hablar con él.

–No está en casa.

–Déjame hablar con él, Elena -repito.

–No está en casa.

–Ya he hecho las reservas. ¿Es que no sabes lo difícil que resulta conseguir habitaciones en el puñetero Mauna Kea durante el Día de Acción de Gracias?

–Sí, lo sé.

–Va a venir, Elena, tanto si quiere como si no.

–Oh, Les, por el amor de Dios…

–¿Por qué no quiere venir? – pregunto.

Elena hace una pausa.

–No cree que lo vaya a pasar bien.

–No quiere porque yo no le gusto.

–Maldita sea, Les, deja de sentir compasión por ti mismo -dice ella, aburrida-. Eso no es… verdad.

–¿Entonces qué es lo que pasa?

–Lo que pasa es…

–¿Lo que pasa qué es? ¿Qué demonios es lo que pasa, Elena?

–Lo que pasa es que… probablemente se sienta incómodo porque… -Elena pronuncia el resto de la frase con mucho cuidado- vayáis solos los dos cuando nunca habéis estado fuera de aquí solos.

–Quiero llevarme a mi hijo a Hawai un par de días, sin sus hermanas, sin su madre -digo yo, y luego-: Por Dios, Elena, nunca nos vemos.

–Me hago cargo, Les, pero ya tiene diecinueve años, por el amor de Dios -dice ella-. Si no quiere ir contigo yo no puedo obligarle a…

–No quiere ir porque yo no le gusto -digo, en voz muy alta, interrumpiéndola-. Lo sabes perfectamente. Yo también lo sé perfectamente. Y estoy completamente seguro de que fue él quien te obligó a que llamaras.

–Si crees eso de verdad, ¿entonces por qué le quieres llevar? – pregunta Elena-. ¿Crees que tres días van a cambiar algo entre vosotros?

Vuelvo a doblar otra camisa y la meto en la maleta, luego me siento en la cama.

–Me molesta mucho tener que intervenir en este asunto -dice por fin ella.

–Maldita sea -grito yo-. No debió haberte metido en esto.

–No grites.

–Me la suda. Mañana iré a recogerle a las diez y media tanto si ese hijoputa quiere ir como si no.

–Les, no chilles.

–Bien, pues no me saques de mis casillas.

–No quiero… -Elena vacila-. Todo esto no me hace ninguna gracia. Preferiría mantenerme al margen. Me molesta mucho tener que intervenir.

–Elena -le advierto-. Dile que va a venir. Sé que está ahí. Dile que va a venir.

–Les, ¿qué piensas hacer si decide que no va a ir? – pregunta ella-. ¿Matarle?

En el fondo de su casa, en su dormitorio, cierran de un portazo. Oigo suspirar a Elena.

–No me gusta tener que hacer esto. No me gusta tener que intervenir. ¿Quieres hablar con las chicas?

–No -murmuro yo.

Cuelgo el teléfono, luego salgo a la terraza del ático con la caja de Triscuits y me quedo junto a un naranjo. Circulan coches por la autopista, una hilera de color rojo, otra hilera de luces blancas, y cuando se me ha pasado el enfado, me queda una sensación de inquietud que parece extraña y desesperadamente artificial. Llamo a Lynch para decirle que me reuniré con él y O'Brien y Davies en Las Cruces pero contesta la novia de Lynch y cuelgo.

La limusina me recoge en mi oficina de Century City a las diez en punto. El chófer, Chuck, mete mis dos bolsas en el maletero después de abrirme la puerta. Camino de Encino para recoger a Tim, me sirvo un Stolichnaya, solo, con hielo, y me sorprende lo rápido que lo termino. Me sirvo otro medio vaso con mucho hielo y meto una cinta de Sondheim en el estéreo y luego me echo hacia atrás en el asiento y miro por las ventanillas de cristales ahumados de la limusina mientras ésta avanza por Beverly Glen hacia la casa de Encino donde Tim pasa unos días mientras está de vacaciones en la USC.

La limusina se detiene delante de la gran casa de piedra y distingo el Porsche negro de Tim que le compré cuando consiguió graduarse a duras penas en Buckley, aparcado junto al garaje. Tim abre la puerta principal de la casa, seguido por Elena, que saluda insegura con la mano en dirección a los cristales ahumados de la limusina y luego vuelve a meterse rápidamente en la casa y cierra la puerta.

Tim, que lleva una chaqueta de sport a cuadros, vaqueros y un polo blanco, tiene dos bolsas en las manos, se dirige a Chuck, que agarra el equipaje y le abre la puerta. Tim sonríe nerviosamente cuando entra.

–Hola -dice.

–Hola, Tim, ¿cómo te va? – pregunto, dándole una palmada en la rodilla.

Se retuerce, continúa sonriendo, con aspecto de cansado, intentando no parecer cansado, lo que le hace parecer todavía más cansado.

–Bien, bien, estoy estupendamente. – Se interrumpe durante un momento y luego pregunta, con desgana-: ¿Y cómo te va a ti?

–Bueno, estoy perfectamente. – Huelo a algo extraño, como a hierbas, que despide su chaqueta y me imagino a Tim en su habitación, sentado en la cama, esta mañana, fumando marihuana con una pipa, para reunir el valor suficiente. Espero que no lleve marihuana encima.

–Esto es… estupendo -dice él, paseando la vista por la limusina.

No sé qué decir de modo que le pregunto si quiere una copa.

–No, no me hace falta -dice.

–Venga, chico, toma una copa. – Me sirvo otro vodka con hielo.

–No me hace falta -dice él, esta vez con menos firmeza.

–De todos modos te serviré una.

Sin preguntarle lo que quiere le sirvo un Stolichnaya con hielo.

–Gracias -dice él, cogiendo el vaso, y dando un sorbo con mucho cuidado, como si estuviera envenenado.

Subo el volumen del estéreo y me retrepo en el respaldo y pongo los pies en el asiento de enfrente.

–¿Te van bien las cosas? – pregunto.

–No demasiado.

–¿No?

–Más o menos. ¿Cuándo sale el avión?

–A las doce en punto -digo yo, como quien no quiere la cosa.

–Oh -dice él.

–¿Qué tal anda el Porsche? – pregunto, al cabo de un rato.

–Bien, bien. Anda bien -concede, encogiéndose de hombros.

–Estupendo.

–¿Y qué tal… el Ferrari?

–Bien, aunque ya sabes, Tim, es una pena usarlo en la ciudad -digo yo, agitando mi vaso y haciendo tintinear el hielo-. No lo puedo conducir tan rápido como quisiera.

–Claro. – Piensa en eso, asintiendo con la cabeza.

La limusina entra en la autopista y empieza a tomar velocidad. La cinta de Sondheim termina.

–¿Quieres oír algo? – pregunto.

–¿Cómo? – pregunta, nervioso.

–Que si quieres oír algo de música.

–Oh. – Piensa en ello, todavía más nervioso-. Bueno, como tú quieras.

Sé que quiere oír algo de modo que enciendo la radio y encuentro una emisora de rock duro.

–¿Te apetece oír esto? – pregunto, sonriendo, subiendo el volumen…

–Da lo mismo -dice él, mirando por la ventanilla-. Está bien.

No me gusta nada este tipo de música y me cuesta mucho esfuerzo y otro vaso de vodka no poner de nuevo la cinta de Sondheim. El vodka no me está haciendo el efecto esperado.

–¿Quiénes son? – pregunto, haciendo un gesto hacia la radio.

–Bueno, creo que son Devo -dice Tim.

–¿Quiénes? – Le he oído.

–Un grupo que se llama Devo.

–¿Devo?

–Sí.

–Devo.

–Eso es -dice él, mirándome como si yo fuera idiota.

–Muy bien. – Me echo hacia atrás en el asiento.

Devo termina. Suena otra canción todavía más estruendosa.

–¿Quiénes son? – pregunto.

Él me mira, se pone las gafas de sol y dice:

–Missing Persons.

–¿Missing Persons? ¿Personas desaparecidas, quieres decir? – pregunto.

–Sí. – Se ríe un poco.

Asiento con la cabeza y bajo uno de los cristales ahumados.

Tim da un sorbo a su vaso y luego lo vuelve a dejar en el regazo.

–¿Estuviste ayer en Century City? – le pregunto.

–No. No estuve -dice sin entonación, sin emoción.

–Oh -digo yo, terminando mi copa.

Por fin se acaba la canción de Missing Persons. Interviene el locutor, que hace una broma, diciendo tonterías sobre unas entradas gratis para el concierto de fin de año que tendrá lugar en Anaheim.

–¿Trajiste tu raqueta? – pregunto, sabiendo que la traía, pues había visto que Chuck la metía en el maletero.

–Sí. Traje mi raqueta -dice Tim, llevándose el vaso a la boca y haciendo como que bebe.

Una vez en el avión, en primera clase, yo en el pasillo, Tim en el lado de la ventanilla, me noto un poco menos tenso. Tomo un poco de champán, Tim tiene un vaso de naranjada. Lleva el walkman puesto, lee un GQ que compró en el aeropuerto. Yo me pongo a leer el ejemplar de Hawai de James Michener que llevo al Mauna Kea siempre que voy y pongo mis auriculares en «Música hawaiana» y oigo cantar a Don Ho Tiny Bubbles una vez y otra y otra mientras volamos hacia las islas.

Después del almuerzo le pido a la azafata una baraja de cartas y Tim y yo jugamos unas cuantas manos de gin y le gano las cuatro partidas. Él mira por la ventanilla hasta que empieza la película. Mira la película y yo leo Hawai y tomo ron y Coca-Cola y después de la película Tim hojea el GQ, mira por la ventanilla la extensión de mar por debajo de nosotros. Me levanto y voy tambaleándome un poco borracho a la parte de arriba y tomo un Valium y vuelvo a bajar cuando nos disponemos a aterrizar en Hilo y cuando tomamos tierra Tim agarra con fuerza el GQ hasta que lo arruga y el avión se acerca a la puerta de embarque hasta detenerse.

Cuando nos bajamos del avión, una chica hawaiana de rostro dulce nos pone dos lei de color púrpura alrededor del cuello y nos encontramos con el chófer a la salida y se hace cargo de nuestro equipaje y nos sentamos en la limusina, sin hablar mucho, mirándonos apenas el uno al otro, y mientras vamos en el vehículo atravesando la humedad de la tarde a lo largo de la costa, Tim juguetea con la radio y sólo consigue encontrar una emisora de Hilo que pone antiguas canciones de los años 60. Miro a Tim y Mary Wells empieza a cantar Mi chico y él se limita a seguir allí sentado con el lei púrpura, que ya empieza a ponerse marrón, colgándole del cuello, con unos ojos inexpresivos que miran tristemente por las ventanillas de cristales ahumados, que observan la tierra verde, mientras sigue todavía agarrando con fuerza el GQ y me pregunto si estoy haciendo bien las cosas. Tim me devuelve la mirada y yo aparto la vista y una imaginaria sensación de paz nos invade tranquilamente a los dos, respondiendo a mi pregunta.

Tim y yo estarnos sentados en el comedor principal del Mauna Kea. El comedor tiene una pared abierta a la noche y distingo el lejano sonido de las olas que rompen en la playa. Entra la brisa en la sala en penumbra y la llama de nuestra vela titila durante unos momentos. Las campanillas que cuelgan del techo suenan suavemente. El chico hawaiano del piano colocado sobre un pequeño estrado semiiluminado que hay junto a la pista de baile toca Mack el navaja mientras dos parejas bastante mayores bailan tímidamente en la penumbra. Tim intenta, discretamente, encender un pitillo. La risa de una mujer se impone en el enorme comedor, dejándome, por algún motivo, desorientado.

–Por favor, Tim, no fumes -digo yo, tomando mi segundo Mai Tai-. Estamos en Hawai, por el amor de Dios.

Sin decir ni una palabra o hacer el menor gesto de protesta, sin siquiera mirarme, Tim apaga el pitillo en el cenicero, luego se cruza de brazos.

–Oye -empiezo, luego, me interrumpo.

Tim me mira.

–Vamos, vamos, adelante.

–¿Quién…? – Se me va la cabeza, pero se me ocurre algo-. ¿Quién crees que va a ganar la Super Bowl este año?

–No estoy demasiado seguro. – Empieza a morderse las uñas.

–¿Crees que lo conseguirán los Raiders?

–Los Raiders tienen posibilidades. – Se encoge de hombros, pasea la vista por la sala.

–¿Qué tal en la universidad?

–Estupendamente -dice él, perdiendo poco a poco la paciencia.

–¿Qué tal le va a Graham? – pregunto.

–¿Graham? – Me mira fijamente.

–Sí. Graham.

–¿Quién es Graham?

–¿No tienes un amigo que se llama Graham?

–No. No lo tengo.

–Pues yo creía que lo tenías. – Tomo un largo trago de Mai Tai.

–¿Graham? – pregunta él, mirándome fijamente-. No conozco a nadie que se llame Graham.

Esta vez quien se encoge de hombros soy yo, apartando la vista. Hay cuatro maricas sentados en la mesa de enfrente de la nuestra, uno de ellos un actor muy conocido de la tele, y todos están borrachos y dos de ellos no dejan de mirar a Tim con admiración, aunque éste no lo advierte. Tim vuelve a cruzar las piernas, se muerde otra uña.

–¿Cómo le va a tu madre? – pregunto.

–Le va estupendamente -dice él, su pie empieza a subir y bajar tan deprisa que resulta borroso.

–¿Y a Darcy y Melanie? – pregunto, agarrándome a algo. Casi he terminado el Mai Tai.

–Resultan un tanto molestas -dice él, mirando algo a mis espaldas, con un tono monótono y una cara que es una máscara-. Parece que lo único que hacen es ir en coche a una heladería Häagen-Dazs y coquetear con ese gilipollas total que trabaja allí.

Me río entre dientes, sin saber qué hacer. Atraigo la atención del camarero y le pido el tercer Mai Tai. El camarero lo trae enseguida y una vez que lo deja en la mesa, se termina nuestro silencio.

–¿Te acuerdas de cuando veníamos aquí, en verano? – pregunto, tratando de congraciarme con él.

–Más o menos -dice él, inexpresivo.

–¿Cuándo fue la última vez que estuvimos juntos aquí? – pregunto en voz alta.

–La verdad es que no me acuerdo -dice él, sin molestarse en pensarlo.

–Creo que fue hace dos años. ¿En agosto? – aventuro.

–En julio -dice él.

–Eso es -digo yo-. Eso es. Fue el fin de semana del cuatro de julio. – Me río para mis adentros-. ¿Te acuerdas de la vez que todos fuimos a ver los fondos marinos y a tu madre se le cayó la cámara de fotos al agua? – pregunto, sin dejar de sonreír entre dientes.

–Lo único de lo que me acuerdo es de las peleas -dice él, desapasionadamente, mirándome con fijeza. Le aguanto la mirada todo lo que puedo, luego la tengo que apartar.

Uno de los maricas le susurra algo a otro y los dos miran a Tim y se ríen.

–Vayámonos a la barra -sugiero, firmando la cuenta que el camarero debe de haber dejado cuando trajo el tercer Mai Tai.

–Como quieras -dice Tim, levantándose inmediatamente.

Ya estoy bastante borracho y avanzo titubeando por un patio, con Tim a mi lado. En la barra, una hawaiana vieja toca Canción de boda hawaiana al ukelele, vestida con una túnica de flores, con muchos leis al cuello. Hay unas cuantas parejas sentadas en algunas de las mesas y dos mujeres bien vestidas, puede que de treinta y pocos años, sentadas solas en la barra. Con un gesto, indico a Tim que me siga. Ocupamos dos taburetes junto a las mujeres de treinta y pocos años. Me inclino hacia Tim.

–¿Qué te parecen? – susurro, dándole un codazo.

–¿Qué me parecen quiénes? – pregunta él.

–Ya sabes a quiénes me refiero.

–¿A quiénes? – me mira, con enfado.

–A las de ahí al lado. Ésas.

Tim mira a las mujeres, hace una mueca de desagrado.

–¿Qué les pasa?

Una pausa. Le miro, sin habla.

–¿Es que no sales con chicas? – Todavía sigo susurrando.

–¿Qué?

–Chist. ¿No sales con chicas? – vuelvo a preguntar.

–Sí, con compañeras y otras así, pero… -Se encoge de hombros-. ¿Qué me estás preguntando?

El barman se nos acerca.

–Yo tomaré un Mai Tai -digo, esperando que no me patinen las palabras-. ¿Y tú, Tim? – pregunto, dándole una palmada en la espalda.

–¿Qué pasa conmigo? – pregunta él.

–Que qué quieres beber.

–No lo sé. Un Mai Tai, supongo. Lo que sea -dice, confuso.

Una de las mujeres, la más alta y con el pelo castaño, nos sonríe.

–La cosa se pone bien -digo, dándole un codazo a Tim-. La cosa parece que se pone bastante bien.

–¿Qué cosa? ¿De qué estás hablando? – pregunta Tim.

–Fíjate bien.

Apoyándome en la barra, me vuelvo hacia las dos mujeres.

–Muy bien, señoras mías… ¿qué es lo que están tomando esta noche? – pregunto.

La más alta nos sonríe y levanta un vaso con algo rosa helado y dice:

–Pahoihoi.

–¿Pahoihoi? – pregunto yo, sonriendo.

–Sí -dice ella-. Están deliciosos.

–No me lo puedo creer -oigo murmurar a Tim a mis espaldas.

–Barman, por favor. – Miro al sonriente hawaiano de pelo gris que nos trae nuestros Mai Tai y consigo leer el cartelito que lleva sujeto-. Hiki, ¿por qué no les sirve a estas dos encantadoras damas otra ronda de…? – Miro a la mujer, todavía sonriendo.

–Pahoihoi -dice ella, sonriendo lascivamente.

–Pahoihoi -le digo a Hiki.

–De acuerdo, señor, muy bien -dice Hiki, alejándose.

–Bueno, se diría que las dos habéis estado hoy en la playa tomando un poco el sol. ¿De dónde sois? – le pregunto a una de ellas.

La que responde da un sorbo a su copa.

–Me llamo Patty y ésta es Darlene y las dos somos de Chicago.

–¿De Chicago? – pregunto, acercándome más-. Eso está muy bien.

–Sí está muy bien -dice Patty-. ¿De dónde sois vosotros?

–Somos de Los Ángeles -le digo. El sonido de una coctelera casi me deja fuera de combate.

–Oh, Los Ángeles -dice Darlene, mirándonos.

–Así es -digo yo-. Me llamo Les Price y éste es mi hijo, Tim. – Hago un gesto en dirección a Tim como si estuviera ofreciéndoselo, pero tiene la cabeza baja-. Bueno, es un poco tímido.

–Hola, Tim -dice Patty, cuidadosamente.

–Dile hola, Tim -le animo.

Tim sonríe educadamente.

–Va a la USC -añado, como ofreciendo una explicación.

La mujer que tocaba el ukelele empieza a cantar Tenías que ser tú y me encuentro moviéndome al ritmo de la música.

–Tengo una sobrina en Los Ángeles -dice Darlene, moderadamente animada-. Va a Pepperdine. ¿Conoces Pepperdine? – le pregunta a Tim.

–Sí. – Tim asiente con la cabeza, con la vista fija en su Mai Tai.

–Se llama Norma Perry. ¿Conoces a Norma Perry? Estudia segundo. – Darlene sigue dirigiéndose a Tim, dando sorbos a su Pahoihoi-. En Pepperdine.

Yo miro a Tim, que está negando con la cabeza, siempre con la vista clavada en su copa, con los ojos absolutamente vidriosos.

–No, bueno, verás, me temo, bueno, que no.

Los tres miramos a Tim como si fuera una especie de criatura exótica, más asombrados de lo que debiéramos por lo torpe y desmañado que parece. Sigue negando lentamente con la cabeza y tengo que hacer grandes esfuerzos para no seguir mirándole.

–Bueno, ¿hasta cuándo os quedaréis aquí? – pregunto, dando un largo trago al Mai Tai.

–Hasta el domingo -dice Patty. Lleva tal cantidad de jade en la muñeca que me sorprende que pueda levantar el vaso-. ¿Y vosotros dos?

–Hasta el sábado, Patty -digo yo.

–Eso está muy bien. ¿Y os vais a quedar los dos?

–Exactamente -digo, lanzando una ojeada amigable a Tim.

–¿No es estupendo, Darlene? – le pregunta Patty a Darlene, mirando a Tim.

Darlene asiente con la cabeza. – Padre e hijo. Muy bien. – Está terminando su Pahoihoi e inmediatamente ataca el que Hiki le coloca delante.

–Bien, espero no ser demasiado lanzado si te pregunto una cosa -empiezo yo, acercándome un poco más a Patty, que huele a gardenias.

–Seguro que no lo serás, Les -dice Patty.

Darlene ríe tontamente, inquieta.

–Joder… -murmura Tim, dando por fin un trago a su Mai Tai. Hago caso omiso del hijoputa.

–¿De qué se trata, Les? – pregunta Darlene.

–¿Quién acompaña a dos chicas tan guapas como vosotras? – pregunto, riendo un poco.

–Ya está bien -dice Tim, bajándose del taburete.

–Estamos solas -dice Patty, mirando a Darlene.

–Completamente solas -añade Darlene.

–¿Me puedes dar las llaves de la habitación? – pregunta Tim, extendiendo la mano.

–¿Adonde vas? – pregunto yo, sintiéndome algo más sobrio.

–A la habitación -dice él-. ¿Adonde creías que iba? Dios santo.

–Pero todavía no has terminado tu copa -digo yo, señalando el Mai Tai.

–No me apetece beber -dice él, sin entonación.

–¿Y por qué no? – pregunto, alzando el tono de voz.

–Lo terminaré yo si a él no le apetece -dice Darlene, y se ríe.

–Dame la llave -dice Tim, exasperado.

–Bien, entonces iré contigo -le digo, sin moverme.

–No, no, no, tú quédate aquí y pásalo bien con Patty y Marlene.

–Me llamo Darlene, cariño -dice Darlene, detrás de mí.

–Como sea -dice Tim, con la mano todavía extendida.

Busco la llave en el bolsillo y se la tiendo.

–Asegúrate de que pueda entrar -le digo.

–Gracias -dice él, retrocediendo-. Darlene, Patty, ha sido un… bueno, vaya. Ya nos volveremos a ver. – Se aleja de la barra.

–¿Qué le pasa, Les? – pregunta Patty, dejando de sonreír.

–Problemas en la universidad -digo yo, bastante borracho. Agarro el Mai Tai, llevándomelo a la boca sin beber-. Y con su madre.

Despierto temprano a Tim y le digo que iremos a jugar al tenis antes de desayunar. Tim se levanta con facilidad, sin protestar, y se da una larga ducha. Cuando ha terminado le digo que nos veremos en las pistas. Cuando llega, quince o veinte minutos más tarde, decido que debemos calentarnos un poco, golpear unas cuantas bolas. Sirvo yo, golpeando la pelota con fuerza. Tim no la alcanza. Vuelvo a servir, esta vez con más fuerza. Tim ni siquiera se molesta en golpearla. Vuelvo a servir. Tim falla. No dice nada. Vuelvo a servir. Me devuelve la pelota, gruñendo por el esfuerzo, y la brillante pelota amarilla pasa a mi lado como una especie de proyectil fluorescente. – No tan fuerte, papá.

–¿Fuerte? ¿Llamas fuerte a esto?

–Bueno, pues sí.

Vuelvo a servir.

Él no dice nada.

Después de ganarle cuatro sets, trato de ser simpático.

–Demonios, unas veces se gana, otras se pierde.

–Claro -dice Tim.

Por la razón que sea, se está mejor en la playa. El océano nos tranquiliza, la arena reconforta. Somos atentos el uno con el otro. Nos tendemos uno al lado del otro en sendas tumbonas debajo de dos palmeras de la arena. Tim lee un libro de bolsillo de Stephen King que compró en la tienda del hotel y escucha su walkman. Yo leo Hawai, levantando la cabeza de vez en cuando, concentrado en el calor del sol, la arena caliente, el olor a ron y loción para el sol y sal. Darlene pasa por delante y saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. Tim se baja las gafas de sol.

–Fuiste bastante brusco ayer por la noche -le digo.

Tim se encoge de hombros en plan catatónico y se vuelve a ajustar las gafas de sol. No estoy seguro de que haya oído lo que dije por culpa del walkman pero comprende que he hablado. Es imposible saber lo que quiere. Mirando a Tim, uno no puede dejar de sentir que de él emanan grandes oleadas de inseguridad, una total ausencia de objetivo, de finalidad, como si fuera una persona a la que sencillamente no le importase nada. Tratando de no preocuparme por eso, me concentro en el mar en calma, en el aire. Dos de los maricones pasan cerca con brevísimos taparrabos y se sientan en el bar de la playa. Tim se estira para alcanzar la loción bronceadora. Se la doy. Se echa loción sobre los hombros bronceados y anchos y se vuelve a tumbar, limpiándose las manos en las musculosas pantorrillas. Me duelen los ojos por leer una letra tan pequeña. Parpadeo un par de veces y le pregunto a Tim si quiere ir a tomar una copa, puede que unos Mai Tai, o ron con Coca-Cola. No me oye. Le doy un golpecito en el brazo. Se sobresalta y se quita el walkman, que cae a la arena.

–Mierda -dice, recogiéndolo, y mirando si la arena lo ha estropeado. Satisfecho, se lo vuelve a colgar del cuello.

–¿Qué? – pregunta.

–¿Por qué no nos consigues unas copas?

Tim suspira, se levanta.

–¿Qué quieres? – pregunta.

–Ron y Coca-Cola -le digo.

–Muy bien. – Se pone una sudadera de la USC y se dirige sin ganas hacia el bar.

Me abanico con el ejemplar de Hawai y veo cómo se aleja Tim. Una vez en la barra se queda allí, sin tratar de atraer la atención de los camareros, esperando a que el barman se fije en él. Uno de los maricas le dice algo a Tim. Me incorporo un poco. Tim se ríe y le contesta algo. Y entonces me fijo en la chica.

Es joven, de la edad de Tim, puede que algo mayor, y está morena y tiene el pelo rubio y largo y camina lentamente por la orilla, ajena a las olas que rompen a sus pies, y enseguida se dirige al bar y cuando se me acerca un poco distingo su cara: morena, plácida, de grandes ojos que no parpadean aunque el sol brilla con fuerza. Se mueve con languidez, sensualmente, hacia la barra, y se sitúa junto a Tim. Éste todavía está esperando las copas, pensando en las musarañas. La chica le dice algo. Tim la mira y sonríe y el barman le tiende la copa. Tim se queda allí, hablan brevemente. Ella le pregunta algo cuando Tim empieza a dirigirse hacia donde yo estoy. El se vuelve a mirarla y asiente con la cabeza, luego se aleja, casi corriendo. Se detiene y se vuelve a mirar y luego se ríe para sí mismo y luego se acerca y me tiende la copa.

–He conocido a una chica de San Diego -me dice, distraídamente, quitándose la camiseta de la USC.

Yo sonrío y asiento con la cabeza y me quedo allí tumbado con la copa que está aguada y es espumosa y no es lo que yo pedí, y cuando cierro los ojos pienso que cuando los abra, cuando alce la vista, Tim estará delante de mí, haciéndome gestos de que le acompañe al agua donde hablaremos de cosas sin importancia, pero al abrir los ojos, Tim se sumerge en la rompiente con la chica de San Diego. Un Frisbee aterriza en la arena junto a mis pies. Veo un lagarto.

Más tarde, después de la playa, los dos estamos en el cuarto de baño, preparándonos para cenar. Tim tiene una toalla sujeta alrededor de la cintura y se afeita. Yo estoy en el otro lavabo quitándome el aceite solar de la cara antes de ducharme. Tim se quita la toalla, sin darle importancia, y se limpia la espuma que le queda en la cara.

–¿Te importa que Rachel venga a cenar con nosotros? – pregunta.

Le miro.

–En absoluto. ¿Por qué iba a importarme?

–Estupendo -dice él, saliendo del cuarto de baño.

–Dijiste que era de San Diego, ¿no? – pregunto, secándome la cara.

–Sí, va a la Universidad de California en San Diego.

–¿Con quién está aquí?

–Con sus padres.

–¿No querrán cenar con ella esta noche?

–Han ido a Hilo a pasar la noche -dice él, poniéndose los calzoncillos, buscando una camisa-. Por unos negocios que tiene su padrastro.

–¿Te gusta?

–Sí. – Tim examina atentamente una camisa lisa y blanca, como si fuera un libro que contuviera toda clase de respuestas-. Eso creo.

–¿Lo crees? Pasaste toda la tarde con ella.

Después de una ducha, me dirijo al dormitorio y luego al armario. Tim parece más contento y me alegra que haya conocido a esa chica; me da ánimos que cene con nosotros alguien más. Me pongo un traje de lino y me sirvo una copa del minibar y me siento en la cama, viendo que Tim se echa gel fijador en el pelo.

–¿Te alegra que hayamos venido? – pregunto.

–Claro -dice, sin entonación.

–Creía que no querías venir.

–¿Por qué pensaste eso? – pregunta él. Se echa más gel en los dedos, pasándoselos por su espeso pelo rubio, oscureciéndolo.

–Tu madre dijo que no tenías ganas de venir -le suelto yo, rápidamente, sin pensarlo. Doy un sorbo a la copa.

Me mira desde el espejo, con la cara empañada.

–No. Yo nunca dije eso. Tenía que preparar un trabajo para clase y, bueno… -Se peina, examinándose el cabello con atención. Satisfecho, se aparta del espejo y me mira, y al enfrentarme con aquellos ojos inexpresivos decido no seguir.

Nos encontramos con Rachel en el comedor principal. Está de pie junto al piano hablando con el pianista. Lleva una flor púrpura en el pelo y el pianista se la toca y ella se ríe. Tim y yo nos dirigimos hacia la chica. Ella se vuelve, mostrando unos ojos grandes y azules y nos dirige una sonrisa blanca y perfecta. Se toca el hombro y se acerca a nosotros.

–Rachel -dice Tim, un poco a desgana-. Te presento a mi padre. Les Price.

–Encantada, mister Price -dice Rachel, tendiéndome la mano.

–Hola, Rachel. – Le estrecho la mano, fijándome en que no lleva las uñas pintadas aunque las tiene largas y bien cuidadas. Suelto inmediatamente su mano. Ella se vuelve hacia Tim.

–Los dos tenéis un aspecto estupendo -dice.

–Tú estás muy guapa -dice Tim, sonriéndole.

–Sí -digo yo-. Muy guapa.

Tim me mira, luego a ella.

–Gracias, mister Price -dice Rachel.

El maître nos acomoda en el exterior. Sopla una cálida brisa nocturna. Rachel se sienta frente a mí y parece incluso más guapa a la luz de las velas. Tim, recién afeitado, con un carísimo traje italiano que le compré el verano pasado, con la piel más bronceada aún que la de Rachel, el pelo peinado hacia atrás, complementa a Rachel de un modo desconcertante, casi como si fueran parientes. Tim parece cómodo con esta chica y casi me siento contento por él. Yo pido un Mai Tai y Rachel una Perrier y Tim toma una cerveza. Después de terminar el Mai Tai y de pedir otro y después de escucharlos a los dos parlotear sobre la MTV, la universidad, los vídeos que les gustan, una película sobre una chica deforme que aprende a aceptarse a sí misma, me noto lo suficientemente relajado como para contar un chiste que termina con: «Por favor, ¿podría enjuagarme la boca?» Como los dos confiesan que no lo entienden y se lo tengo que explicar, lo dejo correr.

–¿Qué es eso que te pones en el pelo? – le pregunto a Tim.

–Es Tenax, papá. Es un gel para el pelo. – Me mira con gesto de enfado y luego a Rachel, que me sonríe.

–Era una simple pregunta -le digo, distraídamente.

–¿A qué se dedica, mister Price? – pregunta Rachel.

–Trátame de tú, Rachel -le digo.

–Muy bien ¿A qué te dedicas, Les?

–Me dedico a los negocios inmobiliarios.

–Ya te lo había contado yo -le dice Tim.

–¿Me lo habías contado? – pregunta ella, mirándome sin expresión.

–Sí -dice amargamente Tim-. Te lo conté.

Por fin ella aparta la vista.

–Lo había olvidado.

Una imagen de Rachel, desnuda, con las manos en los pechos, tumbada en mi cama, se impone, y la idea de tirármela me resulta de lo más atractivo. Tim intenta ignorar que la observo tan fijamente, pero sé que no me quita ojo y ve que miro atentamente a Rachel. Rachel coquetea audazmente conmigo y yo no dejo de pensar en si debería coquetear con ella. Traen la cena. La terminamos enseguida. Después pedimos más copas. Por entonces yo me encuentro lo suficientemente borracho para acercarme a Rachel y sonreírle sugerentemente. Tim está tan encogido que parece como si no existiera.

–¿Sabíais que Robert Waters anda por aquí? – nos pregunta Rachel.

–¿Quién? – pregunta Tim, hoscamente.

–Vamos, Tim -digo yo-. Robert Waters. Trabaja en Patrulla de vuelo, esa serie de la tele.

–Me parece que no veo demasiado la tele -dice Tim.

–Sí, debe de ser eso -digo yo, resoplando.

–¿No sabes quién es Robert Waters? – le pregunta Rachel.

–No, no lo sé -dice Tim, con tono áspero-. ¿Y tú?

–De hecho, yo le conocí el año pasado en la toma de posesión de Reagan -dice Rachel, y luego-: Dios santo, yo creía que todo el mundo sabía quién es Robert Waters. – Sacude la cabeza, divertida.

–Pues yo no lo sé -dice Tim, evidentemente irritado-. ¿Pasa algo?

–Bueno, resulta un tanto embarazoso. – Rachel sonríe, baja la vista.

–¿Por qué? – pregunta Tim, y parte de su frialdad se le evapora.

–Ha venido con otros tres tipos -digo yo.

–¿Sí? – pregunta Tim.

–Pues sí. – Rachel se ríe. – Uno de ellos trató de ligar con Tim hoy -le cuento a Rachel, temiendo su respuesta porque al principio no la hay, pero luego se echa a reír y entonces yo me río con ella. Tim no se ríe.

–¿Conmigo? – pregunta-. ¿Cuándo?

–En el bar -dice Rachel-. Hoy en la playa.

–¿Aquel tipo? – pregunta Tim, recordando.

–Sí, aquél -digo, poniendo los ojos en blanco.

Tim se ruboriza.

–Era amable. Era un tipo amable. ¿Qué pasa?

–Nada -dice Rachel.

–Estoy seguro de que era amable de veras -digo yo, riendo.

–Amable de veras -repite Rachel, riendo muy tontamente.

Tim la mira y luego me mira bruscamente a mí como si yo tuviera la culpa de algo, y luego de nuevo a Rachel y le cambia la expresión como si hubiera entendido algo que llevaba a otra cosa, y como si darse cuenta de ello le hiciese perder la tensión.

–Al parecer los dos os fijasteis -dice Tim, todavía sonriendo a Rachel, luego a mí con desagrado. Enciende un pitillo, desafiándome. Pero yo le devuelvo la sonrisa y hago como que no me doy cuenta.

–Eso parece -digo yo, dándole un golpecito en el brazo a Rachel.

–Vamos, Tim -dice ella, apartándose un poco-. Le gustas. Probablemente seas el chico más joven de por aquí.

Tim sonríe, da una profunda calada al pitillo.

–No me había fijado en cuántos «jóvenes» había por aquí. Lo siento.

–No deberías fumar -dice Rachel.

–Es lo que yo te digo, Tim -añado yo.

El la mira a ella, luego a mí.

–¿Por qué no? – le pregunta a Rachel.

–Te sienta mal -dice ella, muy seria.

–Eso ya lo sabe -digo yo-. Se lo dije ayer por la noche.

–No. Tú me dijiste que no fumara porque estábamos en Hawai, no porque me sentara mal -dice Tim, furioso.

–Bien, pues te sienta mal y además lo encuentro ofensivo -digo yo sin esfuerzo.

–No te estoy echando el humo a la cara -murmura él. Vuelve a mirar a Rachel para que le eche una mano-. ¿Te molesto a ti? Me refiero, bueno, a que estamos al aire libre.

–No deberías fumar, Tim -le dice ella suavemente.

Él se levanta.

–Bien, pues me voy a terminar este pitillo a otra parte, ¿vale? Como os molesta tanto… -Pausa, luego, a mí-: ¿Se pone bien la cosa esta noche, papá?

–Tim -dice Rachel-. No hace falta que te vayas. Siéntate.

–No -digo yo-. Déjale que se vaya.

Tim empieza a alejarse.

Rachel se da la vuelta en su silla.

–Tim. Dios santo.

Tim pasa junto a un par de macetas de palmeras enanas, por delante del pianista, de uno de los maricas, de una pareja de viejos que bailan entrando y saliendo del comedor.

–¿Qué es lo que le pasa? – pregunta Rachel.

No nos decimos nada más y escuchamos al pianista y las conversaciones apagadas que salen del comedor, el sonido de fondo de las olas que rompen en la orilla. Rachel termina una copa que no recuerdo que haya pedido. Yo firmo la cuenta.

–Buenas noches -dice ella-. Gracias por la cena.

–¿Adonde vas? – le pregunto.

–Por favor, due a Tim que lo siento. – Empieza a alejarse.

–Rachel -digo yo.

–Nos veremos mañana.

–Rachel…

Sale del comedor.

Abro la puerta de nuestra suite. Tim está sentado en su cama, mirando hacia la terraza, con las cortinas ondulando a su alrededor. La habitación está completamente a oscuras si se exceptúa la luz de luna y, aunque están abiertas las puertas de la terraza, apesta a marihuana.

–¿Tim? – digo yo.

–¿Qué? – Se vuelve.

–¿Qué te pasa? – pregunto.

–Nada. – Se pone lentamente de pie y cierra las puertas que dan a la terraza.

–¿Quieres que hablemos? – He estado llorando.

–¿Qué? ¿Me preguntaste si quería que habláramos? – Enciende una luz, sonriéndome con una sonrisa triste.

–Sí.

–¿De qué?

–Tú dirás.

–No tenemos nada de qué hablar -dice él. Pasea junto a la cama, despacio, pensativo, con andar cansado.

–Por favor, Tim.

–¿Qué? – Levanta los brazos, sonriendo, con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Se quita la chaqueta y la deja caer al suelo-. No hay nada de qué hablar.

Lo único que puedo decir es:

–Dame una oportunidad. No me eches a perder todas las oportunidades.

–Tú no tienes ya ninguna oportunidad que se pueda echar a perder, colega. – Se ríe y luego vuelve a decir-: Colega.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Nada. Nada de nada -dice Tim, menos cortante que antes. Deja de pasear y luego se sienta en la cama, dándome la espalda.

–Olvídalo -dice, bostezando-. No hay nada… de nada.

Me quedo allí de pie.

–Nada -dice otra vez-. Nada.

Paseo por los alrededores del hotel durante largo rato y por fin termino sentado en un pequeño banco que da al mar, junto a un foco que brilla en el agua. Dos mantas, atraídas por la intensa luz, nadan trazando círculos, formando olas con sus aletas. No hay nadie más mirando las mantas y yo clavo fijamente la vista en ellas durante lo que parece mucho tiempo. La Luna está alta y es pálida y brillante. Un loro grazna en el hotel. Estoy a punto de ir a recepción para que me cambien a otra habitación cuando oigo una voz a mis espaldas.

Manta birostris, llamada también manta a secas. – Rachel sale de la oscuridad, lleva una ajustada camiseta con las palabras LOS ÁNGELES, y la flor de antes todavía en el pelo-. Son parientes de los tiburones y las rayas. Viven en las aguas cálidas del océano. Pasan la vida parcialmente enterradas en el barro del fondo o en la arena o bien nadando por las profundidades.

Se acerca al banco y se apoya en el poste del foco y contempla los dos grandes monstruos grises.

–Avanzan haciendo ondular sus grandes aletas pectorales y usan de timón sus largas colas. Se alimentan fundamentalmente de crustáceos, moluscos, gusanos marinos. – Hace una pausa, me mira-. Algunas mantas pesan más de ciento cincuenta kilos y se han capturado algunas que miden seis metros. Son muy temidas debido a su tamaño. – Sigue mirando el agua y continúa hablando, como si le leyera a un ciego-. De hecho son bastante huidizas. Sólo hacen naufragar barcos y cuando las atacan matan a los seres humanos. – Me mira-. Dejan unas huevas enormes de un color verde oscuro, casi negro, con pequeños zarcillos con los que quedan sujetas a las algas. Cuando los peces han salido de las huevas, éstas son arrastradas a la orilla. – Se interrumpe, luego suspira profundamente.

–¿Dónde aprendiste todo eso?

–Saqué sobresaliente en oceanografía.

–Oh. – Suspiro, borracho-. Eso es… muy interesante.

–Eso creo. – Vuelve a mirar a las mantas.

–¿Dónde has estado? – pregunto.

–Por ahí -dice ella, apartando la vista, como si la atrajera algo invisible-. ¿Hablaste con Tim?

–Sí. – Me encojo de hombros-. Está bien.

–¿No os lleváis bien? – pregunta.

–Tan bien como la mayoría de los padres y los hijos -digo.

–Es una pena -dice ella, mirándome. Se aparta del foco y se sienta en el banco junto a mí-. A lo mejor no te quiere. – Se quita la flor del pelo y la huele-. Pero supongo que es lo justo, porque tú tampoco le quieres.

–¿Crees que mi hijo es guapo? – pregunto.

–Sí. Mucho -dice-. ¿Por qué?

–Sólo quería saberlo. – Me encojo de hombros. Una de las mantas sube a la superficie y salpica agua con la aleta.

–¿De qué hablasteis esta tarde? – pregunto.

–No hablamos mucho. ¿Por qué?

–Sólo quería saberlo.

–De algunas cosas.

–¿De qué cosas? – la animo-. Rachel.

–De cosas, simplemente.

Contemplamos las mantas. Una de ellas se aleja. La otra continúa bajo el resplandor del foco.

–¿Te habló de mí? – pregunto.

–¿Por qué?

–Lo quiero saber.

–¿Por qué? – Sonríe, tímidamente.

–Quiero saber lo que cuenta de mí.

–No dijo nada.

–¿De verdad? – pregunto, levemente sorprendido.

–No habló de ti.

La manta sigue flotando en la luz.

–No te creo -digo yo.

–No tienes otro remedio -dice ella.

Al día siguiente, Tim y yo estamos en la playa, bajo un cielo tranquilo y despejado, jugando al backgammon. Gano yo. Él escucha su walkman, sin mostrar interés por el desarrollo del juego. Mira hacia la playa con un rostro desprovisto de emoción. Lanza los dados. Un pequeño pájaro rojo aterriza en nuestra sombrilla verde. Rachel se nos acerca, con un lei rosa y un pequeño bikini azul, sorbiendo una Perrier con una paja.

–Hola, Les. Hola, Tim -dice, muy contenta-. Un buen día.

–Hola Rachel -digo yo, alzando la vista del tablero del backgammon, sonriendo.

Tim asiente con la cabeza sin levantar la vista, sin quitarse las gafas de sol y sin despojarse del walkman. Rachel sigue allí de pie, mirándome primero a mí, luego a Tim.

–Bien, después nos vemos -dice, titubeando.

–Sí -digo yo-. Puede que en esa fiesta hawaiana.

Tim no dice nada. Rachel se aleja, volviendo al hotel. Yo gano la partida. Tim suspira y se reclina en la tumbona y se quita las gafas de sol y se frota los ojos. Puede que la suerte no nos haya acompañado desde el principio. Yo también me reclino, mirando a Tim. Tim mira el mar que se extiende como una sábana azul hasta el horizonte, y puede que Tim esté mirando más allá del horizonte, decepcionado al encontrar más de lo mismo, y el día empieza a refrescar aunque no sople viento y esa misma tarde, después, el océano se oscurece, el cielo se pone de color naranja y nos marchamos de la playa.