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OTRA ZONA GRIS
Estoy como mirando a Christie que baila junto a la enorme pantalla del televisor. Fun Boy 3's cantan en la MTV Nuestros labios están sellados, y Christie baila rítmicamente, totalmente pasada, con las manos deslizándose por el bikini, los ojos cerrados. Me aburro, pero no lo quiero admitir y Randy está tumbado en el suelo, inmóvil, mirando a Christie, y Christie casi le pisa, los dos totalmente para allá. Estoy en una butaca beige junto al sofá beige en el que está tumbado Martin. Martin lleva puestos unos shorts Dolphin, unas Wayfarer, y hojea el último número de GQ. El vídeo termina y Christie se deja caer al suelo soltando risitas, murmurando que está muy colocada. Randy enciende otro canuto y aspira profundamente y tose y se lo tiende a Christie. Yo vuelvo a mirar a Martin. Martin sigue mirando una foto concreta de la revista. Ahora en la MTV salen los Pólice en blanco y negro y la enorme cabeza rubia de Sting nos mira directamente a los cuatro y se pone a cantar. Aparto la vista de la pantalla y miro a Christie. Randy me tiende el canuto y yo doy una calada y cierro los ojos pero llevo tal colocón que la calada no me hace ningún efecto, sólo me lleva a hacer la pseudocomprobación de que estoy en algún punto más allá de cualquier posible comunicación.
–Dios santo, Sting es muy atractivo -dice Christie con un gemido, o a lo mejor se trata de Randy.
Christie da otra calada al canuto, se tumba boca abajo y mira a Martin. Pero Martin se limita a asentir con la cabeza y se ajusta sus gafas de sol. Christie continúa mirándole. Martin no ha dicho ni palabra durante los últimos doce vídeos. He llevado la cuenta. Christie es mi novia, una modelo que creo que es de Inglaterra.
Me levanto, me siento, me vuelvo a levantar, me pongo los shorts y salgo a la terraza y me quedo allí con las manos en la barandilla, mirando Century City. El Sol se está poniendo y el cielo es naranja y púrpura y parece que va a hacer más calor. Respiro hondo, tratando de recordar cuándo llegaron Christie y Randy, cuándo los dejó entrar Martin, cuándo pusieron la MTV, cuándo se comieron la primera pina tropical, cuándo encendieron el segundo canuto, el tercero, el cuarto. Pero ahora, dentro, ha cambiado el vídeo y a un chico se lo chupa una nube gigante en forma como de televisión, con los colores del arcoiris. Christie está encima de Martin, en el sofá. Martin todavía tiene las gafas de sol puestas. El ejemplar de GQ que estaba mirando Martin ahora está en el suelo beige. Paso junto a ellos, luego por encima de Randy y entro en la cocina y saco una botella de zumo de albaricoque y arándano de la nevera y salgo al patio. Termino el zumo y veo que el cielo se oscurece más y cuando me doy la vuelta, veo que Martin y Christie probablemente estén en la habitación de Martin, probablemente desnudos encima de las sábanas beige con el estéreo encendido.
Jackson Browne canta suavemente. Me dirijo a Randy y le miro.
–¿Quieres salir a comer algo? – pregunto.
Randy no dice nada.
–¿Quieres salir a comer algo?
Randy se empieza a reír, con los ojos todavía cerrados.
–¿Quieres salir a comer algo? – vuelvo a preguntar.
Agarra el GQ y, sin dejar de reír, se lo pone encima de la cara.
–¿Quieres salir a comer algo? – pregunto.
En la portada está John Travolta y casi parece como si John Travolta estuviera tumbado en el suelo, riéndose, totalmente pasado, con unos pantalones vaqueros con las perneras cortadas. Me aparto y miro la pantalla de la tele: un avión de juguete con una estrella del rock dentro que trata de controlar los paneles con una mueca de desesperación y le canta a una chica que no le mira, que se pinta las uñas. Salgo del apartamento y conduzco hacia Wilshire y luego voy a un café de Beverly Hills que se llama Café Beverly Hills donde pido una ensalada y un té frío.
Me despierto de una especie de sopor a las once y veinte y cuando entro en la cocina en busca de una naranja o unas cerillas para mi pipa de agua encuentro una nota escrita en papel del Beverly Hills Hotel que dice que tengo que almorzar con alguien en una casa de las colinas de encima de Sunset donde alguien está dirigiendo un vídeo de un grupo que se llama los English Prices. Alguien ha dejado una dirección e indicaciones y después de cerca de una hora tumbado en la terraza, fantaseando bajo el sol en calzoncillos, oyendo el sonido de los vídeos, decido ver a esa persona para almorzar. Antes de irme, llama Spin y dice que desde que Lance se marchó a Venezuela le ha costado mucho trabajo encontrar buena coca y que hay montones de personas asustadas en la ciudad y que quizás abandonará la USC en otoño si no encuentra el Mercedes adecuado y que el servicio en Spago está empeorando.
–Pero ¿qué es lo que quieres? – pregunto, apagando la tele.
–Necesito algo de coca. Lo que sea. Cuatro, cinco onzas.
–Yo te la puedo conseguir, bueno… -me interrumpo-. El sábado.
–Colega -dice Spin-. La necesito antes del sábado.
–¿El sábado no? ¿Entonces cuándo?
–Esta noche por ejemplo.
–¿Y el viernes?
–Mañana.
–El viernes -suspiro-. Te la podría conseguir para esta noche pero la verdad es que no me apetece.
–Colega -suspira él-. No me gusta pero vale.
–¿Vale? Déjate caer por aquí el viernes -digo yo.
–¿El viernes? Vale. Te lo agradezco. Hay montones de personas asustadas en esta ciudad, colega.
–Sí. Lo sé -le digo-. Creo que entiendo más o menos de lo que hablas.
–El viernes, ¿vale? – pregunta él.
–Eso es.
Aparco el coche junto a la casa y subo los escalones que llevan a la puerta principal. Dos chicas, jóvenes y bronceadas y rubias, que llevan camisetas desgarradas y cintas en la cabeza, están sentadas en los escalones mirando las musarañas, sin decirse nada una a la otra, y me ignoran cuando paso a su lado para entrar en casa. Oigo música que llega de arriba y luego se interrumpe. Subo lentamente al piso de arriba y entro en una gran habitación que parece ocupar toda la segunda planta de la casa. Me detengo a la entrada y veo que Martin habla con un cámara y señala a Leon, que es el cantante solista de los English Prices y está fumando un pitillo y empuñando una pistola de juguete en una mano, y en la otra tiene un espejito en el que se retoca el pelo. Detrás de Leon hay una mesa alargada sin nada encima y detrás de ella el resto del grupo y han pintado el telón del fondo de detrás del grupo de un color rosa claro con rayas verdes y Martin se dirige a Leon, que deja el espejo de mano después de que Martin le dé un golpecito en la muñeca y Leon le entrega a Martin la pistola de juguete. Yo entro en la habitación y me apoyo en una pared, teniendo cuidado de no pisar los cables. Hay una chica sentada sobre un montón de almohadones cerca de donde estoy de pie y es joven y rubia y está bronceada y lleva una camiseta desgarrada y una cinta rosa en la cabeza sujetándole el pelo y cuando le pregunto qué hace aquí me dice que conoce algo a Leon y no me mira cuando dice esto y yo me aparto de ella y miro a Martin que ahora está encima de la mesa y se revuelca sobre ella y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Martin se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete. Ahora Leon está de pie, con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie.
–¿Pasa algo? – pregunta Martin.
–Me dejaste una nota -digo yo-. Algo sobre un almuerzo.
–¿La dejé?
–Sí -digo yo-. Me dejaste una nota.
–No creo que la haya dejado.
–He visto la nota -digo yo, inseguro.
–Bueno, a lo mejor la dejó alguien. – Martin tampoco parece demasiado seguro-. Si tú lo dices, colega… Pero si crees que la dejé yo, me dejas tieso, colega.
–Estoy seguro de que había una nota -digo yo-. Puede que tenga alucinaciones, pero hoy no.
Martin mira cansinamente a Leon.
–Bien, bueno, vale, bueno, sí. Podré dejar esto en unos veinte minutos y, bueno. – Llama al cámara-. ¿Todavía está averiado el aparato del humo?
El cámara está ahora en el suelo y responde, sin entonación:
–El aparato del humo está averiado.
–Vale, bien. – Martin mira su Swatch y dice-: Tenemos que hacer bien esta toma y… -la voz de Martin se alza pero sólo un poco- Leon está siendo un carapijo de verdad. ¿No es verdad, Leon? – Martin se frota la cara con la mano, lentamente.
En el otro extremo de la habitación Leon alza la vista de la pistola y avanza muy despacio hacia Martin.
–Martin, yo no voy a saltar de esa puta mesa al puto suelo y mirar a la puta cámara y pestañear. Nada de eso, coño. Es una puta mierda.
–Has dicho puta cuatro veces, cacho mierda -dice Martin.
–Mira, chico -dice Leon.
–Lo vas a hacer, tío -dice Martin como si le amenazase.
–No, Martin. No lo voy a hacer. Es una puta mierda y no lo voy a hacer.
–Pero si apareciste en un vídeo con unas ranas que cantaban -protesta Martin-. Saliste en un vídeo donde te convertías en un árbol, en un plato lleno de agua y en un plátano enorme que hablaba una cosa detrás de otra.
Uno de los miembros del grupo dice:
–Ha dado en el clavo.
–¿Y qué? – Leon se encoge de hombros-. Y tú has agarrado un herpes vírico, Rocko.
–¿Habéis olvidado que quien dirige esto soy yo? – pregunta Martin en general.
–Oye, tío, pero la puta canción la compuse yo, esclavo. – Leon mira a la chica que le conoce algo, que está sentada en el montón de almohadones. La chica sonríe a Leon. Leon la mira, confuso, luego aparta la vista, luego vuelve a mirar a la chica, luego vuelve a apartar la vista, luego vuelve a mirar, luego aparta la vista.
–Leon -está diciendo Martin-. Escucha, el vídeo carece de sentido sin esta toma.
–Pero es que te confundes, tío, pues la cuestión es que yo no quiero que tenga sentido. No necesita tener sentido -dice Leon-. ¿De qué coño estás hablando? ¿Sentido? Dios. – Leon me mira-. ¿Sabes lo que es tener sentido?
–No -digo yo.
–¿Ves? – dice Leon acusadoramente a Martin.
–¿Quieres que todos esos subnormales de como se llame, de Nebraska, vean tu vídeo en la MTV con la boca abierta, sin darse cuenta de que todo es una broma, pensando que después de que le pegues un tiro en la cabeza a tu novia y al tío con el que se lo pasaba tan bien, quieres decir precisamente eso? ¿Eh? No, no quieres decir eso, Leon. A ti te gusta la chica a la que le pegas un tiro en la cabeza. La chica a la que le pegas un tiro en la cabeza para ti es una flor, Leon. Tu imagen, Leon. Sólo te ayudo a dar forma a tu imagen, ¿vale? ¿Qué le pasa a un tipo agradable de Anaheim para que esté tan jodidamente confuso? Vamos a hacerlo de ese modo. Le llevó cuatro meses a un tipo escribir el guión, lo que bien pensado es bastante impresionante… y es tu imagen -insiste Martin-. Imagen, imagen, imagen, imagen.
Me llevo las manos a la cabeza y miro a Leon, que no está muy distinto de cuando le vi con Tim en Madame Wong's el martes pasado sino sólo un poco distinto, de un modo que no estoy seguro de cómo es.
Leon está mirando el suelo y suspira y luego mira a la chica y luego a mí y luego a Martin y tengo la sensación de que no voy a poder almorzar con Martin, y eso me da un poco de pena.
–Leon -dice Martin-, te presento a Graham, Graham te presento a Leon.
–Hola -digo yo, blandamente.
–¿Sí? – murmura Leon.
Hay una larga pausa, ésta en concreto distinta. El cámara se pone de pie, luego se vuelve a sentar en el suelo y enciende un pitillo. El grupo sigue allí quieto, sin dar pruebas de que vaya a moverse, mirando atentamente a Leon. El cámara dice otra vez:
–El aparato del humo está averiado.
Una de las chicas de fuera entra y pregunta si alguien ha visto su camiseta de KAJAGOOGOO tirada por alguna parte y luego a Martin si ya no necesita usarla.
–No, guapa, ya te usé del todo -dice Martin-. No es que diga que estuviste estupenda, pero cualquier día de éstos te daré un telefonazo.
La chica asiente con la cabeza, sonríe, se marcha.
–Está buena, ¿verdad? – dice Leon, mirando a la chica que se aleja-. ¿Te lo hiciste con ella, Rocko? – No lo sé -es la respuesta de Rocko.
–Sí, está bastante buena, se folló a todos a los que conozco, es un ángel, le cuesta acordarse de su número de teléfono, de cómo se llama su madre, de respirar. – Martin suspira.
–Pero la cuestión es que yo me la podría follar con toda facilidad -dice Leon.
La chica sentada en los almohadones que conoce algo a Leon baja la vista.
–Tú podrías follarte a una farola -dice Martin, bostezando, desperezándose-. A una farola, con tal de que esté limpia y de que parezca que tiene algo de talento. En definitiva, a una farola.
Me vuelvo a llevar las manos a la cabeza, luego me toco los pantalones vaqueros.
–Bien -empieza Martin-. Todo eso fue muy refrescante. Pero ¿qué hemos venido a hacer aquí, Leon? ¿Eh? ¿Qué hemos venido a hacer aquí.
–No lo sé. – Leon se encoge de hombros-. ¿Qué hemos venido a hacer aquí?
–Te lo estoy preguntando yo… ¿qué hemos venido a hacer aquí?
–No lo sé -dice Leon, volviendo a encogerse de hombros-. No lo sé. Pregúntaselo a él.
Martin me mira.
–Yo tampoco sé lo que hemos venido a hacer aquí -digo, sobresaltado.
–¿Cómo que no sabes lo que hemos venido a hacer aquí? – Martin vuelve a mirar a Leon.
–Mierda -dice Leon-. Hablaremos de ello después. Vamos a tomarnos un descanso. Tengo algo de hambre. ¿Sabe alguien quién tiene cerveza? Hal, ¿tú tienes cerveza? – le pregunta al cámara.
–El aparato del humo está averiado -dice el cámara.
Martin suspira.
–Escucha, Leon.
Ahora Leon se está mirando en el espejo de mano, retocándose el pelo, un enorme y tieso tupé de un rubio casi blanco.
–Leon, ¿me estás escuchando? – susurra Martin.
Me dispongo a irme, me dirijo a la puerta, paso sobre la chica del montón de almohadones, que se está echando una botella de agua por encima de la cabeza, de un modo triste o que no sé expresar. Bajo los escalones, paso junto a las chicas, una de las cuales dice:
–Bonito Porsche.
–Bonito culo -dice la otra.
Y luego me subo al coche y me alejo.
Después de terminar parte de una ensalada hecha con diez tipos de lechuga distintos, lo único que pidió, Christie menciona que a Tommy, que es de Liverpool, lo encontraron en México la semana pasada y que le había pasado algo raro porque su cuerpo estaba completamente desangrado y lo habían degollado y habían desaparecido algunos órganos vitales aunque las autoridades mexicanas dicen que Tommy «se ahogó», y que si no se ahogó exactamente entonces a lo mejor sólo se trataba de un «suicidio», pero Christie está segura de que no se ahogó en absoluto y estamos en un restaurante de Melrose y yo no tengo tabaco y ella no se quita las gafas de sol cuando me dice que Martin es un buen tipo, de modo que no puedo verle los ojos que de todos modos probablemente no me dirían nada. Dice algo sobre una culpabilidad inmensa y traen la cuenta.
–Olvídalo -digo yo-. La verdad que no me gusta demasiado que lo hayas sacado a relucir.
–Es un buen tipo -dice ella.
–Sí -digo yo-. Es un buen tipo.
–No lo sé -dice ella.
–¿Te acostaste con él?
Christie respira hondo, luego me mira.
–Parece ser que «está» con Nina.
–Pero me dijo que Nina está, bueno, loca -le digo-. Martin me dijo que Nina está loca y que obliga a su hijo a que vaya a un gimnasio y el niño sólo tiene cuatro años. – Pausa-. Martín me dijo que lo tuvo que evitar.
–No va a estar en mala forma sólo porque sea un niño -dice Christie.
–Ya veo.
–Graham -empieza Christie-. Martin no significa nada. Estuviste a punto de perder los nervios la semana pasada. No puedo soportar que te pases el tiempo sentado en una silla sin decir nada y con un aguacate gigante en la mano.
–Pero ¿ es que no estamos saliendo el uno con el otro, o algo por el estilo? – pregunto.
–Eso parece. – Christie suspira-. Ahora estarnos juntos. Ahora tomo una ensalada contigo. – Se interrumpe, se baja las Wayfarers de Martin, pero de todos modos no la estoy mirando-. Olvídate de Martin. Además, ¿a quién le importa si salimos con otras personas?
–¿Salir con ellas o follar con ellas?
–Follar. – Christie suspira-. Creo. – Pausa-. Supongo.
–Vale -digo yo-. ¿Quién sabe, verdad?
Más tarde pregunta, sonriendo, echándome loción solar:
–¿Te importó que me acostara con él? – y luego añade-: Bonita definición.
–No -digo yo, finalmente.
Me despierta el sonido de unos disparos. Miro a Martin, que está tumbado boca abajo, desnudo, respirando pesadamente, con Christie entre nosotros, con dos mullidos gatos de trapo y un conejillo de Indias que no había visto nunca, que lleva puesta una gargantilla de pequeños diamantes, y disparan otro par de disparos y los dos se sobresaltan en sueños. Me levanto de la cama y me pongo unas Bermudas y una camiseta de FLIP y bajo en el ascensor al portal. Cuando se abren las puertas del ascensor, disparan dos veces más. Atravieso despacio el portal a oscuras. El portero de noche, un tipo joven, bronceado, rubio, de unos veinte años, con un walkman colgado del cuello, está parado a la puerta, mirando afuera. En Wilshire hay siete u ocho coches de la policía aparcados frente al edificio del otro lado de la calle. Se oye otro disparo desde el edificio de apartamentos. El portero mira, confuso, con la boca abierta. En el walkman suenan los Dire Straits.
–¿Qué pasa? – pregunto.
–No lo sé. Creo que un tipo tiene a su mujer ahí arriba y, bueno, amenaza con disparar contra ella o algo así. Algo parecido, vaya -dice el portero-. A lo mejor ya le ha pegado un tiro. A lo mejor ya ha liquidado a un montón de gente.
Me acerco a él principalmente porque me gusta la canción del walkman. En el portal hace frío y se nos ve el aliento.
–Creo que hay un grupo de geos en el edificio tratando de hablar con él -dice el portero-. No creo que debas abrir la puerta.
–No la voy a abrir -digo yo.
Otro disparo. Llega otro coche de la policía. Luego una ambulancia. La que fue mi madrastra durante unos diez meses, con la que terminé acostándome un par de veces, se apea de una furgoneta, la iluminan y se coloca delante de una cámara. Yo bostezo, estremeciéndome.
–¿Te despertaron los disparos? – pregunta el portero.
–Sí. – Asiento con la cabeza.
–Eres el que vive en el piso once, ¿verdad? El que dirige vídeos, Jason o algo así, te visita mucho.
–¿Martin? – digo yo.
–Sí, hola, me llamo Jack -dice el portero.
–Yo me llamo Graham. – Nos estrechamos la mano.
–He hablado un par de veces con Martin -dice Jack.
–¿De qué?
–Sólo de que él conoce a uno de un grupo en el que yo estuve a punto de tocar. – Jack saca un paquete de pitillos, me ofrece uno. Tres disparos más, luego un helicóptero empieza a trazar círculos-. ¿A qué te dedicas tú? – pregunta.
–Estudio.
Jack me enciende el pitillo.
–¿Sí? ¿Y dónde estudias?
–Bueno, estudio… -Me interrumpo-. Bueno, estudio en la U… bueno, en la USC.
–¿Sí? ¿A qué curso vas? ¿A primero?
–Empezaré segundo en otoño -le digo-. O eso creo.
–¿Sí? Estupendo. – Jack piensa en ello durante un momento-. ¿Conoces a Tim Price? Es un tipo rubio. Guapo de verdad, pero, bueno, la peor persona del mundo. Creo que pertenece a un club de estudiantes.
–Creo que no -le digo. Llega un grito espantoso desde el otro lado de Wilshire, luego humo.
–¿Y a Dirk Erickson? – pregunta él.
Hago como que pienso en eso durante un minuto, luego contesto:
–No, creo que no. – Pausa-. Pero conozco a uno que se llama Wave. – Pausa-. Está muy en forma y su familia es prácticamente dueña de Lake Tahoe.
Llega otro coche de la policía.
–¿Estudias tú? – pregunto, al cabo de un rato.
–No, en realidad soy actor.
–¿Sí? – pregunto-. ¿En qué películas has trabajado?
–En un anuncio de chicle. En un anuncio de Clearasil. – Jack se encoge de hombros-. Como uno no esté dispuesto a hacer cosas espantosas en esta ciudad es difícil conseguir trabajo… y quiero trabajar.
–Claro, eso supongo.
–En realidad quiero trabajar en la industria del vídeo -dice Jack,
–Claro -digo yo-. El vídeo, colega.
–Sí, por eso Mark es un contacto bueno de verdad.
Hay un ruido tremendo, luego más humo, luego otra ambulancia.
–Querrás decir Martin -digo yo-. Probablemente te vendría bien, colega, aprender correctamente los nombres.
–Eso, Martin -dice él-. Es un buen contacto.
–Sí, es un buen contacto -digo, lentamente. Termino el pitillo y me quedo junto a la puerta, esperando oír más disparos. Cuando parece que no van a pasar muchas cosas más, Jack me ofrece un canuto y yo niego con la cabeza y digo que voy a tomar un poco de zumo y luego a dormir algo más-. Hay dos gatos de trapo y un conejillo de Indias que nunca había visto arriba, en mi cama. – Pausa-. Además necesito tomar un poco más de zumo.
–Claro, colega, claro, me hago cargo -dice el portero, con voz alegre-. Tío, el zumo está muy bien.
El costo tiene un olor dulzón y casi me entran ganas de quedarme. Otro disparo, más gritos. Me dirijo hacia el ascensor.
–Oye, creo que va a pasar algo -dice el portero cuando me meto en el ascensor.
–¿Qué? – pregunto, mientras mantengo las puertas abiertas.
–A lo mejor va a pasar algo -dice el portero.
–¿Sí? – digo yo, sin saber qué hacer. Miro al portero, que sigue en el portal, fumando un canuto, y los dos nos quedamos esperando.
Recibo una llamada de mi madre, del abogado de mi padre y de alguien de los estudios donde trabaja mi padre, a las once de la mañana siguiente. Escucho, luego les digo que iré en avión a Las Vegas hoy mismo, y cuelgo para hacer la reserva de los billetes.
Martin se despierta, me mira bostezando. Me pregunto dónde estará Christie.
–Tío -se queja Martin, desperezándose-. ¿Qué hora es? ¿Pasa algo?
–Son las once. Ha muerto mi padre.
Una larga pausa.
–Tú… ¿tenías padre? – pregunta Martin.
–Sí.
–¿Cómo fue? – Martin se sienta, luego se vuelve a tumbar, confuso-. ¿Cómo, tío?
–En un accidente de aviación -digo yo.
Cojo la pipa de la mesilla de noche, busco un encendedor.
–¿Hablas en serio? – pregunta.
–Sí.
–¿Y cómo te ha sentado? – pregunta-. ¿Lo puedes soportar?
–Sí, supongo -digo, dando una chupada.
–Uau -dice él-. Supongo que lo siento. – Hay una pausa-. ¿Lo debo sentir?
–No hace falta -digo, marcando información del aeropuerto de Los Ángeles.
Me dirijo al lugar del accidente con un especialista en los motores de los Cessna 172 que tiene que sacar fotos del estado del motor para los archivos de su empresa y con un guardabosques que hace de guía montaña arriba y que fue la primera persona en aparecer por donde se estrelló la avioneta el viernes. Me reúno con los dos en mi suite del MGM Grand y subimos a un todoterreno que nos lleva hasta más o menos media ladera. Desde allí seguimos a pie por un estrecho sendero muy empinado y cubierto de hojas secas. Camino del lugar del accidente hablo con el guardabosques, que de hecho es un tipo joven, puede que de diecinueve años, más o menos de mi edad, y guapo. Le pregunto al guardabosques qué pinta tenía el cuerpo cuando lo encontró.
–¿Lo quieres saber de verdad? – pregunta el guardabosques, y en su cara tranquila y cuadrada se insinúa una sonrisa.
–Sí. – Asiento con la cabeza.
–Bien, te parecerá espantosamente divertido pero cuando lo vi por primera vez, no sé, me pareció algo así como una… como una miniatura de Darth Vader de cincuenta kilos -me dice, rascándose la cabeza.
–¿Una qué? – pregunto.
–Sí, como una miniatura de Darth Vader. Un Darth Vader en pequeño. Ya sabes. Darth Vader, el de La guerra de las galaxias, ¿entiendes? – El guardabosques dice esto con un leve acento que no consigo localizar.
El guardabosques, con el que me parece que estoy empezando a coquetear o algo así, continúa. El torso y la cabeza estaban completamente sin piel y sentados muy tiesos. Lo que quedaba de los huesos del brazo descansaba donde debían de haber estado los mandos. De la cabina no quedaba nada.
–El torso estaba sentado allí, en el propio suelo. Estaba completamente achicharrado, negro, y se le veían los huesos por muchos sitios. – El guardabosques deja de andar y mira la montaña-. Sí, tenía muy mal aspecto, pero he visto a muchos con peor aspecto todavía.
–¿Por ejemplo?
–Una vez vi a un gran grupo de hormigas negras arrastrando parte del intestino de una persona para llevárselo a su reina.
–Es… impresionante.
–Eso digo yo.
–¿Y qué más? – pregunto-. ¿Darth Vader? Uau, tío.
El guardabosques me mira y luego al especialista en motores que va delante de nosotros y continúa sendero arriba.
–¿Te interesa de verdad?
–Eso creo -digo.
–Bueno, pues alrededor había muchas moscas. Apestaba -dice el guardabosques.
Después de caminar durante otros cuarenta minutos llegamos al lugar del accidente. Busco con la mirada lo que queda del avión. La cabina está casi totalmente destrozada y no queda mucho más excepto los extremos de las alas y la cola, que está intacta. Pero no hay morro y el motor está completamente aplastado. No han encontrado la hélice, aunque la han buscado intensamente. Tampoco hay cuadro de mandos, ni siquiera trozos fundidos. Parece que el chasis de aluminio del avión se destrozó debido al impacto y luego se fundió.
Como los pequeños Cessna son unas avionetas que pesan muy poco, consigo levantar la cola y apartarla. El especialista me dice que el fuego que fundió el avión probablemente lo provocó la rotura debido al impacto de los depósitos de combustibles. En un Cessna los depósitos de combustible están en las alas, a ambos lados de la cabina. También encuentro trozos de hueso entre las cenizas y piezas de la cámara de fotos de mi padre. Me detengo junto a una roca al lado del guardabosques mientras el especialista en los Cessna nos saca vacilante unas fotografías que quiero tener.
Ese mismo día, más tarde, y después de una siesta, también hablo con el patólogo, y me dice que al cuerpo lo movieron para bajarlo de la montaña metido en la bolsa de plástico, y por tanto, lo que recibió en el laboratorio de patología era muy diferente de lo que indicaban los primeros informes. El patólogo me cuenta que encontró la mayoría de los órganos irreconocibles «en cuanto tales órganos» debido al impacto devastador y a los severos daños y quemaduras que sufrió mi padre. Dado que el cuerpo es irreconocible, la identificación se hizo a partir de los dientes postizos. La dentadura original de mi padre quedó destrozada en un accidente de coche cuando tenía veinte años, me entero.
En el vuelo de vuelta a Los Ángeles voy sentado junto a un viejo que no deja de tomar Bloody Marys y de murmurar para el cuello de su camisa. Cuando el avión inicia el descenso me pregunta si es la primera vez que visito Los Ángeles y yo le digo que sí y el hombre asiente con la cabeza y me coloco los auriculares y oigo a Joan Jett y the Blackhearts cantando ¿Me quieres tocar? y me pongo tenso cuando el avión atraviesa la niebla para aterrizar. Cuando me levanto, para sacar mi bolsa del compartimiento de encima de los asientos, se me cae el encendedor en el regazo del viejo y éste me lo da, sonriendo y, sacando un poco la lengua, me ofrece un papel en una película pornográfica protagonizada por unos negros muy guapos. Lo único que llevo en la bolsa es un par de camisetas, un par de vaqueros, un traje, un ejemplar de GQ, una carta sin abrir de mi padre, que nunca me mandó, la pipa de agua para fumar maría y un puñado de cenizas en un pequeño recipiente negro; lo demás lo he apostado en una mesa de blackjack del casino del Caesars Palace. Cierro el compartimiento de arriba. El viejo, arrugado y borracho, me guiña el ojo y dice:
–Bienvenido a Los Ángeles.
–Gracias, colega -le digo yo.
Abro la puerta del apartamento y entro y pongo la televisión y dejo la bolsa en el fregadero. No está Martin. Abro una botella de zumo de albaricoque y manzana de la nevera y me siento en la terraza esperando a que lleguen Martin o Christie. Me levanto, abro la bolsa y saco el GQ y lo leo en la terraza y luego termino el zumo. El cielo se oscurece. Me pregunto si habrá llamado Spin. No oigo que Martin abre la puerta. Oigo ruidos de que sacan cubitos de hielo de la nevera.
–Tío, vaya calor que hizo hoy -dice Martin, con una toalla de playa en la mano y un balón de voleibol.
–¿De verdad? – le pregunto-. Oí que había nevado.
–¿Jugaste en el casino?
–Perdí casi veinte mil dólares. Estuvo bien.
Al cabo de un rato Martin dice:
–Llamó Spin.
Yo no digo nada.
–Está todo jodido, Graham -dice Martin-. Deberías haberle llamado.
–Bueno -digo yo-. Le llamaré.
–Tenemos reserva en Chinois a las nueve.
Le miro.
–Estupendo.
La música del televisor llega hasta la terraza. Martin se vuelve y entra en el apartamento.
–Voy a tomar una granada, luego me daré una ducha, ¿vale?
–Sí. Vale. – Yo dejo también la terraza y trato de encontrar el número de Spin, pero luego sigo a Martin al cuarto de baño y más tarde encuentro los vaqueros Guess de Christie al lado de la cama de Martin y debajo de ellos hay una bayoneta.
Al día siguiente estamos en Carny's y Martin toma una hamburguesa con queso y no consigue creer que una ex novia mía salga en la portada de People de esta semana. Le digo que yo tampoco me lo puedo creer. Termino unas patatas fritas, tomo un trago de Coca-Cola y le digo a Martin que me apetece colocarme. Martin también se acostó con la chica de la portada del People de esta semana. Me fijo en que un Mercedes rojo pasa lentamente bajo el calor, con un chico sin camisa al volante, con el que también se ha acostado Martin, y durante un instante mi reflejo y el de Martin destellan en el costado del coche. Martin empieza a quejarse de que todavía no ha terminado el vídeo de los English Prices, que Leon crea problemas, que el aparato del humo todavía no funciona, que probablemente nunca funcionará, que Christie es bollera, que el amarillo es su color favorito, que recientemente se ha hecho amigo de un tipo que se llama Roy.
–¿Por qué ruedas esas cosas? – pregunto.
–¿Vídeos? ¿Por qué?
–Sí.
–No lo sé. – Me mira y luego mira los coches que pasan por Sunset-. No todo el mundo tiene un papá y una mamá ricos. Quiero decir una mamá. Y… -le da un trago a mi Coca-Cola-, no todo el mundo trafica con drogas.
–Pero tus padres están forrados -protesto.
–Forrados se puede interpretar de muchas maneras, colega -dice Martin.
Suspiro, agarro una servilleta de papel.
–Eres un auténtico… enigma.
–Oye, Graham. Me molesta tener tu casa tomada por asalto. Pagas la cuenta en Nautilus, en Maxfield's. Todo eso.
Pasa otro Mercedes rojo.
–Oye -está diciendo Martin-. Después de estos dos próximos vídeos seré famoso.
–¿Famoso?
–Sí, famoso -dice él.
–¿Cómo de famoso? ¿Muy famoso? ¿O sólo famoso a medias? – pregunto.
–Puede que famoso de verdad -dice él-. Los English Price son muy buenos. Saldrán mucho en la MTV. Serán teloneros de Bryan Metro.
–¿Sí? – pregunto-. ¿Son buenos?
–Claro que sí. Leon es una estrella.
–¿Te acostaste con Christie mientras yo estaba fuera? – pregunto.
Me mira, y gruñe:
–Tío, claro que me acosté con ella.
Christie y yo estamos haciendo cola para ver una película en Westwood. Casi son las doce de la noche y hace mucho calor y Westwood está abarrotado. Las aceras están tan llenas de gente que de hecho la cola se funde con los que pasan por la calle y con los del otro extremo de la cola que salen de las zapaterías y de los sitios donde venden helado de yogur y pósteres. Christie toma un helado italiano y me cuenta que Tommy se encuentra actualmente en Delaware y que fue a Monty y no a Tommy a quien encontraron apuñalado en San Diego, no en México, desangrado, no a Tommy, como le habían contado, porque recibió una postal con una foto de Richard Gere de Tommy y que a Corey lo encontraron metido en un barril metálico enterrado en el desierto. Me pregunta si Delaware es un estado y le digo que no estoy seguro pero que de lo que sí estoy seguro es de que esta mañana vi a Jim Morrison en un lavacoches de Pico. Tomaba una soda sin meterse con nadie. Christie termina el helado y se limpia los labios con una servilleta de papel, y se queja de sus hombreras.
Dos personas de delante de nosotros están hablando de una detención por drogas que hubo en Encino ayer por la noche, y de que se acerca implacablemente el año nuevo. Me fijo en una chica hispana que cruza la calle, en dirección al cine. Mientras cruza la calle con pasos largos y decididos, un Rolls-Royce descapotable negro casi la atropella, pero frena. Los de la acera contemplan la escena en silencio. Una chica, tal vez, dice «oh no». El conductor del Corniche, un tipo bronceado, sin camisa y con una gorra de marino, que fuma un puro, grita:
–Mira por donde andas, hispana de mierda.
La chica, ajena a todo, se dirige tranquilamente al otro lado de la calle. Me seco el sudor de la frente y veo que la chica, sin perder la calma, se dirige a una palmera y se apoya en ella, tiene la camiseta en la que está escrito CALIFORNIA empapada de sudor, sus pechos se destacan debajo del algodón, del cuello le cuelga una cruz de oro, pequeña, y como no se da cuenta de que la miro continúo con los ojos clavados en la suave cara tostada y en los ojos negros inexpresivos y en la tranquila y aburrida expresión, y ahora se aparta de la palmera y avanza hacia donde estoy yo, todavía mirando, paralizado, y se dirige hacia mí lentamente, y el viento ardiente sopla, la multitud se aparta un poco, el sudor de su cara se le seca cuando llega junto a mí y dice, abriendo mucho los ojos, con un susurro:
–Mi hermano.
Yo no digo nada, me limito a devolverle la mirada.
–Mi hermano -vuelve a susurrar ella.
–¿Qué? – dice Christie-. ¿Qué quieres? ¿La conoces, Graham?
-Mi hermano -dice la chica una vez más, y luego se aleja. La pierdo de vista entre la multitud.
–¿Quién era? – pregunta Christie cuando la cola empieza a avanzar hacia el cine.
–No lo sé -le digo, mirando hacia donde se ha ido la chica, que desde luego merecía la pena que la siguiera.
–La verdad… están invadiendo la ciudad -dice Christie-. Probablemente esté muy pasada. – Entrega su entrada y me tiende la mía. Las personas que hablaban de la detención por drogas y del año nuevo miran a Christie como si la reconocieran.
–¿Qué dijo? – pregunto.
–¿Mi hermano? Creo que es una especie de enchilada de pollo con mucha salsa -dice Christie-. A lo mejor es un taco, ¿quién sabe? – Se encoge de hombros, incómoda-. Estas hombreras me están matando y hace tanto calor…
Entramos al cine y nos sentamos y empieza la película y después de la película, circulando en coche por Wilshire, de vuelta al apartamento, llegamos a otro semáforo en rojo y en una parada de autobús hay cinco punkies mexicanos que llevan camisetas con cruces negras y calaveras de color azufre pintadas en ellas y nos miran a los dos, que vamos en el BMW descapotable de Christie, y yo les devuelvo la mirada y una vez en el apartamento nos ponemos a follar y Martin nos mira parte del tiempo.
Esta noche Martin dice algo sobre un club nuevo que abrieron en Melrose, conque vamos a Melrose en el descapotable de Martin, que Nina Metro le regaló por Halloween, y Martin conoce al dueño del club y entramos gratis sin problemas. Dentro hay mucha animación, la gente baila, ponen todo el tiempo un vídeo con la escena de la ducha de Psicosis en las pantallas de encima de la barra y esnifamos algo de coca en el cuarto de baño y conozco a una chica que se llama China que me dice que me parezco a Billy Idol, sólo que en más alto, y me doy de nances contra Spin.
–Oye, ¿qué ha sido de ti? – pregunta, gritando por encima de la música, mientras mira cómo apuñalan una y otra vez a Janet Leigh.
–En Las Vegas -le digo-. Brasil. Dentro de un tornado.
–¿Sí? ¿Tienes algo? – pregunta.
–Claro. Lo que quieras -le digo.
–¿Sí? – dice, alejándose-. Tengo que hablar con China. Creo que Madonna está aquí.
–¿Madonna? – le pregunto-. ¿Dónde?
No me oye.
–Estupendo. Te llamaré el viernes. Iremos a Spago
–Yo no tengo prisa -digo yo.
Me despido con la mano y termino bailando con Martín y dos chicas rubias a las que conoce, que trabajan en RCA, y luego volvemos todos al apartamento de Wilshire y nos colocamos de verdad y nos turnamos con tres chicos que estudian en un instituto que conocimos afuera, esperando en un aparcamiento, al otro lado de la calle del club de Melrose.
Voy en coche al Beverly Center y ando por allí, mirando las tiendas de ropa, hojeando las revistas de las librerías, y hacia las seis me siento en un restaurante desierto del piso más alto del centro comercial y pido un vaso de leche y unas pastas, que no como, sin saber por qué las pedí. A las siete, después de que hayan cerrado la mayoría de las tiendas, decido ir a una de las películas de uno de los catorce minicines del piso más alto del centro comercial, no demasiado lejos de donde estoy sentado. Saco la entrada y compro unos gofres y me siento en una de las pequeñas salas y veo una película, aturdido. Cuando se termina la película decido volver a ver la primera parte porque no me acuerdo de lo que pasó antes de que empezara a prestar atención. Después de ver nuevamente los primeros cuarenta minutos voy a un cine parecido pero más pequeño, sin importarme que me pueda ver alguno de los acomodadores, y me quedo sentado allí a oscuras, respirando lentamente. Hacia las doce de la noche estoy casi seguro de que he estado en todos los cines durante cierto tiempo, de modo que me marcho. Llego a la puerta por donde entré y la encuentro cerrada con candado y doy la vuelta y me dirijo al otro extremo del centro comercial y también encuentro cerrada la salida. Voy al segundo piso y encuentro cerradas con candado las dos salidas. Bajo por las escaleras mecánicas, que no funcionan, hasta el primer piso y llego a un extremo del centro comercial y lo encuentro cerrado. Pero encuentro el otro extremo abierto y salgo y me dirijo adonde he aparcado el coche y me subo al Porsche y pongo la radio.
Estoy esperando solo en un semáforo de la esquina de Beverly con Doheny, y pongo la radio más alta. Un chico negro sale corriendo del aparcamiento del supermercado Hughes de la esquina de Beverly y pasa junto a mi coche. Le siguen dos dependientes de la tienda y un guardia de seguridad. El chico tira algo a la calle y se pierde en la oscuridad de West Hollywood, seguido por los tres hombres. Me quedo sentado dentro del Porsche, muy quieto, mientras el semáforo se pone verde, y pasa un espinardo rodante. Me apeo del coche, con cuidado, y me dirijo al cruce y miro qué es lo que ha dejado caer el chico. No vienen coches por ninguna de las cuatro calles que se cruzan aquí y tampoco se oye nada, a no ser el zumbido de las luces fluorescentes de la calle y los Plimsouls que suenan en la radio y recojo lo que ha dejado caer el chico. Es un paquete de solomillo y lo examino atentamente bajo la luz de un neón. Veo que algo del jugo se ha salido del plástico que lo envuelve y se me desliza por el brazo hacia la muñeca, manchando el puño de la camisa blanca de Commes des Garçons que llevo puesta. Vuelvo a dejar el trozo de carne en el suelo, con cuidado, me limpio la mano en la culera de los pantalones vaqueros, luego me subo al coche. Bajo el volumen de la radio y el semáforo se vuelve a poner verde y llego a otro que está en amarillo, y ahora en rojo, y apago la radio y pongo una cinta y conduzco de vuelta a mi apartamento de Wilshire.