CAPÍTULO 8
Los franceses no volvieron a atacar. Permanecieron en la orilla oriental del arroyo, a la espera de que, detrás de ellos, en la lejana línea de árboles que bordeaba la blanca carretera recta, el resto de su ejército se desplegara. Al anochecer, toda la fuerza de Masséna estaba acampada, y el humo de sus hogueras se elevaba formando una estela gris que se oscureció hasta ser de un negro infernal cuando el sol se ocultó tras la elevación de los ingleses. En el pueblo la lucha se había detenido, pero la artillería mantuvo una desganada batalla hasta el ocaso. Los ingleses disponían de una posición ventajosa. Sus cañones estaban emplazados justo detrás de la cresta de la meseta, de modo que a lo único que los franceses podían apuntar era al mismísimo horizonte, y la mayoría de sus disparos eran demasiado altos y pasaban silbando impotentes sobre la infantería inglesa que se ocultaba tras la cresta. Los disparos demasiado bajos simplemente hacían blanco en la pendiente del promontorio, que era demasiado empinada para que las balas de cañón alcanzaran de rebote sus objetivos. En cambio, los artilleros ingleses tenían un amplio panorama de las baterías enemigas, y una a una sus balas de metralla de mecha larga fueron o bien silenciando a la artillería francesa, o bien convenciendo a los artilleros de que debían arrastrar sus cañones de vuelta a la protección que ofrecían los árboles.
El último cañón disparó al ponerse el sol. El eco sordo del cañonazo atronó y se fue apagando por toda la planicie en sombras, mientras el humo se rizaba y se perdía en el viento. Pequeñas fogatas titilaban en las ruinas del pueblo, y sus llamas brillaban trémulas en los muros caídos y las vigas partidas. Las calles estaban llenas de hombres muertos y heridos, que gritaban a la noche pidiendo ayuda. Detrás de la iglesia, donde habían sido evacuados los heridos más afortunados, las mujeres buscaban a sus maridos, los hermanos a sus hermanos y los amigos a sus amigos. Las partidas de entierro buscaban zonas de tierra en las rocosas pendientes, mientras los oficiales subastaban las pertenencias de sus desgraciados compañeros caídos y se preguntaban cuánto tiempo pasaría hasta que sus propias posesiones fuesen rematadas a precios ridículos. En lo alto de la meseta, los soldados guisaban carne recién sacrificada en sus calderos de campaña, bajo el son de canciones sentimentales sobre bosques verdes y muchachas alegres.
Los ejércitos dormían con sus armas cargadas y a punto. Había piquetes vigilando la oscuridad, mientras los grandes cañones se enfriaban. Las ratas correteaban entre las ruinas de Fuentes de Oñoro y mordisqueaban a los muertos. Pocos de entre los vivos durmieron bien. Algunos soldados, envenenados por la Iglesia metodista, se reunieron en grupos para una oración de medianoche, hasta que un oficial de la División de Guardia les gritó que le dieran a Dios y se dieran a sí mismos un puñetero descanso. Otros hombres se escabulleron en la oscuridad para buscar muertos y heridos de los que obtener algún botín. De vez en cuando, un hombre herido protestaba a gritos y una bayoneta relumbraba un segundo a la luz de las estrellas; después, un chorro de sangre salpicaba el suelo, mientras registraban el uniforme del hombre que acababa de morir en busca de monedas.
El mayor Tarrant acabó enterándose de que Sharpe iba a ser sometido a una comisión de investigación. Hubiera sido muy difícil que no se enterara por la sucesión de oficiales que pasaron por el parque de munición para presentar a Sharpe sus condolencias, y quejarse de que un ejército que perseguía a un hombre por haber matado al enemigo debía de ser un ejército dirigido por idiotas y administrado por imbéciles. Tampoco Tarrant entendía la decisión de Wellington.
—¿Acaso no estaba claro que los dos hombres merecían morir? Estoy de acuerdo en que no pasaron por los adecuados cauces de la justicia, pero aun así, ¿hay alguien que pueda poner en duda su culpabilidad? —El capitán Donaju, que compartía la tardía cena de Tarrant junto con Sharpe, estaba de acuerdo.
—No se trata de la muerte de dos hombres, señor —dijo Sharpe—, sino de la maldita política. No cabe duda de que di motivos a los españoles para que desconfiaran de nosotros, señor.
—¡Pero si no murió ningún español! —protestó Tarrant.
—Ya, señor, pero sí demasiados buenos portugueses, así que el general Valverde está proclamando a diestro y siniestro que no se puede confiar en nuestro comportamiento con soldados de otras naciones.
—¡Todo este embrollo es de lo más enojoso! —dijo Tarrant frunciendo el ceño—. Entonces, ¿ahora qué va a ser de usted?
Sharpe se encogió de hombros.
—Se ha formado una comisión de investigación y, si me encuentra culpable, habrá un consejo de guerra. Lo peor que pueden hacerme, señor, es degradarme.
El capitán Donaju arrugó el ceño.
—¿Y si hablo yo con el general Valverde?
Sharpe hizo un gesto de negación.
—¿Y arruinar su carrera también? Gracias, pero no. En realidad, la cuestión radica en quién debería convertirse en generalísimo de España. Nosotros consideramos que debería ser el narizotas, pero Valverde no parece estar de acuerdo.
—¡Está claro que lo que pretende es recibir él tal honor! —dijo Tarrant con desdén—. Y esto tampoco está nada bien, Sharpe, nada bien. —El escocés miró con el ceño fruncido el plato de hígado y riñones que habían cocinado Gog y Magog para la cena. Era tradición que los oficiales recibieran las vísceras del ganado recién sacrificado, privilegio que Tarrant hubiera dejado pasar con gusto. Lanzó un pedazo de riñón especialmente nauseabundo a uno de los muchos perros que se habían unido al ejército, y después sacudió la cabeza—. ¿Hay alguna posibilidad de que pudiera usted librarse de esa ridícula comisión de investigación? —preguntó a Sharpe.
Sharpe pensó en el sarcástico comentario de Hogan, cuando dijo que la única esperanza de Sharpe residía en una victoria francesa, que borraría todo recuerdo de lo que había sucedido en el fuerte de San Isidro. Parecía una solución más que dudosa; sin embargo, aún había otra esperanza, una muy remota, pero en la que Sharpe había estado pensando durante todo el día.
—Adelante —dijo Tarrant al darse cuenta de que Sharpe estaba dudando sobre si ofrecer una respuesta.
Sharpe hizo una mueca.
—Wellington tiene fama de perdonar a los hombres que consiguen destacar en combate. Hubo un tipo del 83.9 al que pillaron con las manos en la masa robando dinero de un cepillo en Guarda, y que fue condenado a la horca, pero su compañía luchó tan bien en Talavera que el narizotas lo dejó pasar.
Donaju hizo un gesto con su cuchillo hacia el pueblo, que ahora quedaba oculto en las sombras del horizonte oriental.
—¿Por eso estuvo luchando todo el día ahí abajo? —preguntó.
Sharpe negó con la cabeza.
—Sólo la casualidad hizo que nos encontrábamos ahí abajo cuando se inició el ataque —dijo con desdén.
—Pero, ¡usted capturó un águila, Sharpe! —protestó Tarrant—. ¿Qué mayor demostración de valentía tiene que hacer usted?
—Tantas otras más, señor —Sharpe hizo una mueca cuando su maltrecho hombro le dio una punzada de dolor—. Yo no soy rico, coronel, así que no puedo comprar una Capitanía, menos aún el grado de mayor, así que tengo que sobrevivir por mis méritos. Y un soldado es tan bueno como lo ha sido su última batalla, ya sabe, señor, y mi última batalla fue en el fuerte de San Isidro. Tengo que borrar esa mancha en mi expediente.
Donaju arrugó el entrecejo.
—Pues fue mi única batalla —dijo en voz baja y sin dirigirse a nadie en concreto.
Tarrant despreció el pesimismo de Sharpe.
—¿Me está diciendo, Sharpe, que tiene que llevar a cabo algún ridículo acto de heroísmo para sobrevivir?
—Sí, señor. Eso exactamente, coronel. Así que si mañana tiene algún encargo suicida, lo quiero yo.
—Por el buen Dios, hombre —Tarrant quedó consternado—. ¡Por el buen Dios! ¿Que lo envíe a usted a la muerte? ¡No puedo hacer eso!
Sharpe sonrió.
—¿Qué estaba usted haciendo hace diecisiete años, señor?
Tarrant pensó durante un segundo o dos.
—¿En el noventa y cuatro? Déjeme pensar… —Contó con los dedos durante unos segundos más—. Estaba en la escuela. Interpretando a Horacio en una lúgubre clase bajo los muros de Stirling Castle, y recibiendo palos cada vez que cometía un error.
—Pues yo estaba luchando contra los franceses, señor —dijo Sharpe—. Y llevo luchando contra unos cabrones u otros desde entonces, así que no se preocupe por mí.
—Aun así, Sharpe, aun así… —Tarrant frunció el ceño y sacudió la cabeza—. ¿Le gustan los riñones?
—Me encantan, señor.
—Pues son todo suyos —Tarrant le pasó su plato a Sharpe—. Recobre sus fuerzas, Sharpe, me parece que va a necesitarlas. —Se volvió para mirar el brillo rojizo de llamas que iluminaba la noche sobre los fuegos de los campamentos franceses—. A menos que no ataquen —dijo con anhelo.
—Esos mierdas no se van a ir, señor, no hasta que les echemos —dijo Sharpe—. Lo de hoy sólo ha sido una primera escaramuza. La verdadera batalla aún no ha empezado; no dude de que los franchutes volverán, señor, volverán a atacarnos.
Durmieron cerca de los carros de munición. Sharpe se despertó una vez cuando una fina llovizna hizo sisear las brasas de la hoguera, después se durmió de nuevo hasta una hora antes del alba. Al despertar, vio que una ligera neblina se aferraba a la meseta y desdibujaba las figuras grises de los soldados que se ocupaban de sus fuegos. Sharpe compartió una escudilla de agua caliente para afeitarse con el mayor Tarrant, después se puso su casaca, se colocó sus armas y caminó hacia el oeste buscando al regimiento de caballería. Encontró un campamento de húsares de la Legión Alemana del rey, y cambió media pinta del ron asignado por el afilado de su espada. El armero alemán se inclinó sobre su rueda mientras las chispas volaban y, cuando acabó, el filo de la pesada espada de caballería de Sharpe centelleaba a la débil luz de la mañana. El capitán de fusileros deslizó con cuidado la hoja dentro de su vaina, y volvió caminando despacio hacia las figuras de difuminada silueta del parque de carros.
El sol salió atravesando una nube del humo que producían los franceses al cocinar. El enemigo de la ribera oriental saludó el nuevo día con una descarga de mosquetes que traqueteó entre las casas de Fuentes de Oñoro, pero se apagó sin que hubiese ningún grito en respuesta. Sobre la cresta, los artilleros ingleses cortaban nuevas mechas y apilaban en las cajas de munición los proyectiles de metralla, pero ninguna infantería francesa parecía prepararse para avanzar desde los distantes árboles y ser beneficiaria de su trabajo. Una gran fuerza de caballería francesa cabalgaba hacia el sur por la llanura pantanosa y era seguida por los jinetes de la Legión Alemana del rey como si fueran su sombra, pero según iba subiendo el sol y los últimos jirones de niebla se evaporaban de las vegas, en su espera, los ingleses llegaron a la conclusión de que Masséna no estaba planeando ningún ataque inmediato.
Dos horas después del amanecer, un voltigeur francés que estaba de piquete en la orilla este del arroyo hizo una tentativa de saludar al centinela inglés oculto, según él sabía, detrás de una valla derruida de la orilla oeste. No podía ver al soldado inglés, pero sí podía ver el humo azulado de su pipa.
—Goddam! —gritó, utilizando el apodo que aplicaban los franceses a todas las tropas inglesas—. Goddam!
—¿Franchute?
Un par de manos vacías aparecieron por encima del muro controlado por el francés. Nadie disparó, y un momento más tarde apareció un nervioso rostro con bigote. El francés sacó un cigarro sin encender e indicó por gestos que quería lumbre.
El piquete casaca verde salió de su escondite con el mismo recelo, pero al ver que ningún enemigo le disparaba, fue caminando hasta el puente de losas, y tendió su pipa de barro al francés por encima de un hueco.
—Aquí la tienes, franchutito.
El voltigeur caminó por el puente y se inclinó sobre la pipa, que usó para encender su cigarro. Después, le ofreció al fusilero un pedacito de salchichón. Los dos hombres fumaron en compañía, disfrutando del sol de primavera. Otros voltigeurs se desperezaban y se ponían de pie, igual que los casacas verdes se relajaban en sus posiciones. Unos hombres se quitaron las botas y se mojaron los pies en el arroyo.
En las calles de Fuentes de Oñoro los ingleses no podían relajarse, ocupados como estaban en llevarse a los muertos y a los heridos de los atestados callejones. Los hombres se cubrían la boca con trozos de tela para arrastrar los cuerpos ennegrecidos por la sangre e hinchados por el calor desde los montones que indicaban dónde había sido más encarnizada la lucha. A media mañana, el intercambio sobre el arroyo se volvió oficial, y una compañía de infantería francesa desarmada llegó para llevarse los cadáveres de los suyos al otro lado del puente, que había sido reparado con una plancha tomada del molino de agua de la orilla inglesa. Los carros destinados al transporte de heridos esperaban en el vado para llevar a sus hombres al improvisado hospital de campaña. Los vehículos habían sido construidos especialmente para transportar heridos, y tenían una amortiguación tan espléndida como la de los coches de los nobles en las ciudades. El ejército inglés prefería usar carros de granja que traqueteaban dolorosamente en el cuerpo de los heridos.
Un mayor francés se sentó a beber vino y a jugar al ajedrez con un capitán de casacas verdes en el jardín de la taberna. Fuera de la taberna una partida de fajina cargaba un carro de bueyes con los muertos que iban a ser subidos hasta la cresta y enterrados en una fosa común. Los jugadores de ajedrez arrugaron el ceño cuando se oyó bien alta una escandalosa explosión de risas, y el capitán inglés, molesto porque la risa no parecía perder intensidad, fue hasta la entrada y le exigió una explicación a un sargento.
—Fue Mallory, señor —dijo el sargento, señalando a un avergonzado fusilero inglés que era el motivo de la diversión de ingleses y franceses—. El idiota se quedó dormido, señor, y los gabachos lo estaban cargando con los fiambres.
El mayor francés ganó una de las torres del inglés, y contó que una vez él mismo casi había enterrado a un hombre vivo.
—Ya estábamos echándole tierra a su tumba cuando estornudó. Eso fue en Italia. Ahora es sargento.
Puede que el capitán de rifles estuviera perdiendo aquella partida de ajedrez, pero decidió que no lo iban a superar en cuanto a anécdotas.
—Pues yo conocí a dos hombres que sobrevivieron a la horca en Tyburn —comentó—. Los bajaron del Cadalso demasiado pronto y vendieron sus cuerpos a los médicos. Los doctores pagan cinco guineas por un cadáver, o eso me han dicho, para poder mostrar sus malditas técnicas a los aprendices. Siempre hay una prisa indecorosa en torno a los cadalsos, pues la familia del ahorcado intenta bajar el cuerpo antes de que los doctores le pongan encima sus asquerosas manos, y allí no parece que haya ninguna autoridad para asegurarse de que el villano está bien muerto antes de que lo descuelguen. —Movió un alfil—. Supongo que sobornarán a las autoridades.
—Con la guillotina no se cometen esos errores —dijo el mayor mientras adelantaba un peón—. Es la muerte científica. Muy rápida y certera. Creo, de hecho, que es jaque mate.
—Maldita sea —dijo el inglés—, sí que lo es.
El mayor francés se guardó su juego de ajedrez. Sus peones eran balas de mosquete, debidamente talladas, la mitad de ellas encaladas y la otra mitad con su color natural; las piezas importantes estaban talladas en madera, y el tablero era un cuadrado de lienzo pintado en el que envolvía con cuidado las piezas.
—¿Tal vez podríamos jugar mañana otra vez?
En lo alto de la cresta, los ingleses observaron que las tropas francesas marchaban hacia el sur. Estaba claro que Masséna intentaría ahora sobrepasar el flanco derecho inglés, así que Wellington ordenó a la Séptima División que se desplegara hacia el sur, y reforzara de esta forma la poderosa fuerza de partisanos españoles que bloqueaba las carreteras necesarias para que los franceses hicieran avanzar su artillería como parte de su maniobra envolvente. El ejército de Wellington estaba ahora dividido en dos partes: la más numerosa, en la meseta de detrás de Fuentes de Oñoro, bloqueaba el acercamiento a Almeida, mientras que una sección más pequeña estaba a cuatro kilómetros hacia el sur, cerca de la carretera por la que los ingleses necesitarían retirarse si eran derrotados. Masséna se acercó un catalejo a su único ojo para observar cómo marchaba hacia el sur la pequeña división inglesa. Se quedó esperando, para comprobar si la división se detenía antes de dejar la protección de la artillería inglesa de la meseta, pero las tropas siguieron marchando y marchando.
—Está cagándola —le dijo a un edecán mientras la Séptima División salía por fin del campo de tiro de la poderosa artillería inglesa. Masséna plegó el catalejo—. Monsieur Wellington la está cagando.
André Masséna había iniciado su carrera militar como recluta en las filas del ejército de Luis XVI, y ahora era mariscal de Francia, duque de Rivoli y príncipe de Essling. Los hombres lo llamaban «Su Majestad», aunque en el pasado había sido una rata portuaria medio muerta de hambre en la pequeña ciudad de Niza. También había tenido dos ojos, pero el emperador le había sacado uno de un tiro en un accidente de caza. Napoleón nunca reconocería su responsabilidad, pero tampoco el mariscal Masséna llegaría siquiera a soñar con culpar a su amado emperador por la pérdida de su ojo, pues debía su estatus real, y su alto rango militar al líder francés, que había reconocido las destrezas como soldado de aquella rata de puerto. Esas destrezas habían hecho famoso a André Masséna dentro del Imperio, pero su prestigio también había cruzado las fronteras de todo país civilizado. Había pisoteado Italia consiguiendo victoria tras victoria, había machacado a los rusos en las fronteras de Suiza y había hecho tragar una sangrienta derrota a las gargantas austríacas antes de Marengo. El mariscal André Masséna, duque de Rivoli y príncipe de Essling, no era un soldado guapo, pero por Dios que sabía luchar; por eso había sido enviado, a los cincuenta y dos años, a cobrarse los desastres que amenazaban a los ejércitos del emperador en España y Portugal.
Ahora, aquella rata portuaria convertida en príncipe veía, incrédulo, cómo el hueco entre las dos partes del ejército inglés se hacía aún más amplio. Por unos segundos, incluso jugueteó con la idea de que quizá los cuatro mil o cinco mil hombres de infantería que marchaban hacia el sur eran los regimientos irlandeses que el mayor Ducos se había comprometido a amotinar antes de la batalla, pero Masséna nunca había puesto demasiada esperanza en la estratagema de Ducos, y el hecho de que esos nueve batallones hicieran ondear sus colores mientras marchaban ponía aún más en duda esa posibilidad. En vez de eso, y como si fuera un milagro, daba la impresión de que los ingleses los estaban ofreciendo como sacrificio al aislarlos en la llanura del sur, donde estarían lejos de cualquier ayuda. Masséna observó al contingente hasta que los soldados enemigos se detuvieron por fin a poca distancia de un lejano pueblo hacia el sur. De acuerdo con su mapa, el pueblo se llamaba Nave de Haver y quedaba a cerca de ocho kilómetros de Fuentes de Oñoro.
—¿Nos estará engañando Wellington? —preguntó Masséna a un edecán.
El edecán se mostró tan sorprendido como su superior.
—¿Será que cree que puede derrotarnos sin ceñirse a las normas? —sugirió.
—Pues por la mañana le daremos una lección sobre las normas de la guerra. ¡Esperaba más de ese inglés! Mañana por la noche, Jean, tendremos a todas sus putas como si fueran nuestras, porque Wellington tiene putas, ¿verdad?
—No lo sé, Su Majestad.
—Pues entérese. Y asegúrese de que yo consiga la mejor de todas antes de que algún asqueroso granadero le pegue unas purgaciones, ¿me ha oído?
—Sí, Su Majestad —contestó rápidamente el edecán.
La pasión de su superior por las mujeres era tan infatigable como su apetito, y si la victoria llegaba mañana, tal como parecía, él tendría que ocuparse de satisfacerle.
A media tarde, era ya evidente que aquel día los franceses no iban a acercarse. Doblaron el número de piquetes de guardia, y todos los batallones mantuvieron al menos tres compañías preparadas para entrar en combate. Reunieron el ganado en la meseta y lo sacrificaron para la cena, trajeron pan de Vilar Formoso y se distribuyó la prescriptiva ración de ron.
El capitán Donaju solicitó y recibió permiso de Tarrant para llevarse a una veintena de hombres y asistir al entierro de lord Kiely, que estaba teniendo lugar a seis kilómetros de Fuentes de Oñoro. Hogan insistió en que además asistiera Sharpe, y Harper también quiso ir. Sharpe se sentía extraño en compañía de Hogan, especialmente porque el irlandés parecía ignorar alegremente su delicada situación ante la próxima comisión de investigación.
—Invité también a Runciman —le contó Hogan a Sharpe mientras recorrían el polvoriento camino al oeste de Vilar Formoso—, pero se ha negado a venir. Pobre hombre.
—¿Está mal, señor? —preguntó Sharpe.
—Está hundido —dijo Hogan con crueldad—. Sigue afirmando que no tuvo culpa de nada. Parece que no acaba de entender el porqué de todo esto.
—Y no la tuvo, ¿no es cierto? El porqué es que usted prefiere que el condenado Valverde esté contento.
Hogan sacudió la cabeza.
—Preferiría enterrar a Valverde, vivo mejor que muerto, pero lo que de verdad quiero es que Wellington sea generalísimo.
—¿Y me sacrificará por eso?
—¡Por supuesto! Todo soldado sabe que tendrá que perder hombres valiosos si quiere ganar un premio mayor. Además, ¿qué más le da a usted perder su rango? Podrá largarse, unirse a Teresa y convertirse en un famoso partisano: ¡El Fusilero! —Hogan sonrió jubiloso, y después se volvió hacia Harper—. ¿Sargento? ¿Me haría un gran favor y me concedería un momento de privacidad con el capitán Sharpe?
Obediente, Harper se adelantó a una distancia desde la que intentó enterarse de la conversación entre los dos oficiales, pero Hogan hablaba en voz baja, y la exclamación de sorpresa de su capitán no ofreció a Harper ninguna pista. Tampoco tuvo oportunidad de preguntar nada a Sharpe antes de que los tres oficiales doblaran una curva y se encontraran con los sirvientes de lord Kiely y los veinte hombres del capitán Donaju, de pie ante una tumba recién cavada en un huerto que colindaba con el cementerio. El padre Sarsfield había pagado a los enterradores del pueblo para que cavaran la fosa a unos pasos de la tierra consagrada; aunque las leyes de la Iglesia insistían en que los pecados de lord Kiely lo excluían a la fuerza de un entierro en terreno bendecido, Sarsfield creyó conveniente colocar el cuerpo lo más cerca que pudo de tierra consagrada, de modo que el día del Juicio Final el alma del exiliado irlandés no se viese totalmente privada de cristiana compañía.
Habían envuelto el cuerpo en una mortaja de sucio lienzo blanco. Cuatro hombres de la Real Compañía Irlandesa lo introdujeron en la profunda fosa; después Hogan, Sharpe y Harper se quitaron sus sombreros mientras el padre Sarsfield decía sus oraciones en latín. Luego se dirigió en inglés a los veinte guardias. Lord Kiely, dijo el sacerdote, había sufrido el pecado de orgullo, y ese orgullo no le había permitido resistir la decepción. Pero todos los irlandeses, dijo Sarsfield, tenían que aprender a vivir con la decepción, pues era una parte de su herencia tan segura como que las pavesas de una hoguera vuelan hacia arriba. Sin embargo, continuó, la respuesta adecuada a la decepción no era abandonar toda esperanza y renunciar al don de Dios que era la vida, sino mantener la esperanza bien encendida y brillante.
—Ni ustedes ni yo tenemos hogar —dijo a los entristecidos guardias—, pero algún día todos nosotros heredaremos nuestro hogar terrenal, y si a nosotros no nos es concedido, será para nuestros hijos o para los hijos de nuestros hijos. —El sacerdote quedó en silencio y bajó la mirada a la tumba—. Tampoco debe preocuparles que milord se suicidara —continuó por fin—. El suicidio es un pecado, pero en ocasiones la vida resulta tan insoportable que tenemos que arriesgarnos a cometer un pecado en vez de afrontar el horror. El propio Wolfe Tone hizo esa misma elección hace trece años. —La mención del patriota rebelde irlandés hizo que uno o dos de los guardias miraran fijamente a Sharpe, después volvieron a mirar al sacerdote, que siguió contando, con su voz suave y persuasiva, cómo Wolfe Tone estuvo prisionero en una mazmorra inglesa y cómo, antes de enfrentarse al cadalso del enemigo, decidió abrirse la garganta con un cortaplumas—. Puede que las razones de lord Kiely no fuesen tan puras como las de Tone —dijo Sarsfield—, pero no conocemos las razones que le llevaron a pecar y, en nuestra ignorancia, debemos por lo tanto rezar por su alma y perdonarle. —Había lágrimas en los ojos del sacerdote cuando tomó una pequeña ampolla de agua bendita del morral que tenía al lado y salpicó unas gotas sobre la solitaria tumba. Ofreció su bendición en latín y luego se retiró cuando los guardias levantaron sus mosquetes para disparar una salva por encima de la fosa abierta. Los pájaros volaron asustados desde los árboles del huerto, describieron un círculo y volvieron a posarse mientras el humo se disipaba entre las ramas.
Hogan recobró el mando en cuanto sonaron los disparos. Insistió en que aún había peligro de un ataque francés al anochecer, por lo que todos los soldados debían regresar a la meseta.
—Yo iré enseguida —le dijo a Sharpe, y ordenó a los sirvientes de Kiely que regresaran al acuartelamiento del lord.
Los soldados y los sirvientes se fueron, y el sonido de sus pasos se perdió en el aire del atardecer. Hacía bochorno en el huerto en el que los dos enterradores esperaban con paciencia la señal para rellenar la fosa junto a la que Hogan estaba ahora, con el sombrero en la mano, mirando el cuerpo amortajado.
—Durante mucho tiempo —le dijo al padre Sarsfield—, he llevado un pastillero con tierra irlandesa, de modo que, si moría, descansaría con un poco de Irlanda para toda la eternidad. Pero creo que la he perdido, padre, y es una lástima, pues me hubiera gustado espolvorear un poquito de tierra de Irlanda sobre la tumba de lord Kiely.
—Generoso pensamiento, mayor —dijo Sarsfield.
Hogan miró de nuevo la mortaja de Kiely.
—Pobre hombre. He oído que tenía esperanzas de casarse con Juanita.
—Hablaban de eso —dijo secamente Sarsfield, en un tono que implicaba su desaprobación con respecto a ese enlace.
—Sin duda, la dama estará llorando su muerte —dijo Hogan, y luego volvió a ponerse el sombrero—. O puede que no esté lamentando nada en absoluto. ¿Ha oído eso de que volvió con los franceses? El capitán Sharpe dejó que se marchara. Ese hombre es un inútil con las mujeres, pero lady Juanita puede volver inútiles a los hombres con facilidad. Es lo que hizo con el pobre Kiely, ¿no cree? —Hogan se detuvo y después estornudó—. Jesús —dijo, mientras se sonaba la nariz y se enjugaba los ojos con un gran pañuelo rojo—. Y era una mujer terrible —continuó—. ¡Por Dios, decir que iba a casarse con Kiely mientras mantenía relaciones con el brigadier Guy Loup! ¿La fornicación es un pecado venial en estos tiempos?
—La fornicación, mayor, es un pecado mortal —Sarsfield sonrió—. Como sospecho que usted sabe muy bien.
—Alzar el grito al cielo en busca de venganza sí lo es, ¿no? —Hogan le devolvió la sonrisa, y luego volvió a mirar hacia la tumba. Las abejas zumbaban entre las flores del huerto por encima de la cabeza de Hogan—. Pero, ¿y fornicar con el enemigo, padre? —preguntó—. ¿Eso no es un pecado aún peor?
Sarsfield se quitó la estola del cuello, la besó y después dobló cuidadosamente la banda de tela.
—¿Por qué le preocupa tanto el alma de doña Juanita, mayor? —preguntó.
Hogan todavía estaba mirando el áspero sudario del muerto.
—Preferiría preocuparme por el alma de este pobre hombre. ¿Cree usted que fue el hecho de descubrir que su dama se estaba tirando a un gabacho lo que le indujo a… matarse?
Sarsfield se estremeció por la crudeza de Hogan.
—Si descubrió eso, mayor, es probable que no añadiera nada a su felicidad. Aunque no era un hombre que hubiera conocido muchos días felices, y rechazó la mano de la Iglesia.
—¿Y qué podría haber hecho la Iglesia? ¿Cambiar la naturaleza de esa zorra? —preguntó Hogan—. Y no me diga que doña Juanita de Elia no es una espía, padre, porque sé que lo es y usted sabe lo mismo que yo.
—¿Yo? —Sarsfield frunció el ceño con perplejidad.
—Usted, padre, lo sabe, y que Dios le perdone por ello. Juanita es una ramera y una espía, y es mejor ramera, creo yo, que espía. Pero era la única persona que tenía usted a mano, ¿no es cierto? Sin duda, usted hubiera preferido alguien menos extravagante, pero, ¿qué otra opción le quedaba? ¿O fue el mayor Ducos quien hizo la elección? Con todo, fue una mala elección, una gran equivocación. Juanita le falló a usted, padre. La encontramos cuando estaba intentando llevarle un buen montón de éstos —Hogan metió la mano en el bolsillo de su faldón y sacó uno de los periódicos falsificados que Sharpe había capturado en San Cristóbal—. Estaban envueltos en partituras de música sacra, padre, y yo pensé para mis adentros: «¿Por qué harían eso? ¿Por qué música de iglesia? ¿Por qué no otros periódicos?». Pero, por supuesto, si se encontraba con una patrulla y la registraban superficialmente, ¿quién iba a ver extraño que llevara una pila de salmos a un hombre de Dios?
Sarsfield miró el periódico, pero no lo cogió.
—Creo que quizá la congoja —dijo con cautela— ha trastornado su mente.
Hogan rió.
—¿Congoja por Kiely? La mínima, padre. Lo que sí debe haberme trastornado es todo el trabajo que he tenido que hacer estos últimos dos días. He leído mi correspondencia, padre, y proviene de todo tipo de extraños lugares. Alguna carta de Madrid, alguna de París, alguna incluso de Londres. ¿Le gustaría saber de qué me he enterado?
El padre Sarsfield estaba jugueteando con la estola, doblando y volviendo a doblar la banda de tela con bordados.
—Si insiste usted —dijo con cierta cautela.
Hogan sonrió.
—Oh, insisto, padre. Por supuesto que insistiré. Porque he estado pensando en ese tipo, Ducos, y en lo listo que todo el mundo dice que es, pero lo que de verdad me preocupa es que ha puesto a otro tipo listo detrás de nuestras líneas, y yo me he devanado los sesos preguntándome tan sólo quién podría ser ese nuevo tipo listo. Y también me estaba preguntando, ya ve usted, por qué los primeros periódicos que llegaron a los regimientos irlandeses eran supuestamente de Filadelfia. Una elección muy extraña. ¿Me sigue?
—Continúe —dijo Sarsfield. La estola había quedado suelta, y él estaba doblándola meticulosamente de nuevo.
—Yo nunca he estado en Filadelfia —dijo Hogan—, aunque he oído que es una ciudad espléndida. ¿Quiere un pellizco de rapé, padre?
Sarsfield no respondió. Simplemente miró a Hogan y continuó doblando la tela.
—¿Por qué Filadelfia? —preguntó Hogan—. ¡Entonces caí en ello! En realidad no caí en nada en absoluto; un hombre de Londres me envió algo que me dio que pensar. En Londres toman nota de todas estas cosas. Lo tienen todo escrito en un libro inmenso, y una de las cosas escritas en ese libro inmenso es que fue en Filadelfia donde Wolfe Tone consiguió su carta de presentación al gobierno francés. También fue allí donde conoció a un fervoroso sacerdote llamado padre Mallon. Mallon era más un soldado que un sacerdote, y estaba haciendo todo lo que estaba al alcance de su mano para reclutar un ejército de voluntarios con el que combatir a los ingleses, pero como no estaba teniendo mucho éxito, decidió abandonar al grupo de Filadelfia. Tone era protestante, ¿verdad?, y nunca sintió mucho apego por los sacerdotes, pero Mallon le gustaba bastante, porque Mallon era un patriota irlandés antes que sacerdote. Y creo que Mallon también se hizo amigo de Tone, porque permaneció con él en todos los pasos del camino después de aquel encuentro inicial en Filadelfia. Fue a París con Tone, reclutó a los voluntarios con Tone, después zarpó a Irlanda con Tone. Navegó hasta llegar a Lough Swilly. Eso fue en 1798, padre, en caso de que lo haya olvidado, y nadie ha vuelto a saber de Mallon desde aquel día. El pobre Tone fue capturado y los casacas rojas recorrieron toda Irlanda buscando al padre Mallon, que por lo visto desapareció del mapa. ¿Está seguro de que no quiere un pellizco de rapé? Es Irish Blackguard[1], muy difícil de encontrar.
—Preferiría un cigarro, si es que tiene usted uno —dijo Sarsfield tranquilamente.
—No tengo, padre, pero debería probar el rapé un día de estos. Es un buen remedio contra las fiebres, o eso decía siempre mi madre. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, por el pobre padre Mallon huyendo de los ingleses. Estoy convencido de que consiguió pasar de nuevo a Francia, y pienso que desde allí fue enviado a España. Los franceses no podían usarlo contra los ingleses, al menos no hasta que los ingleses hubieran olvidado los sucesos del 98, pero Mallon sin duda también fue muy útil en España. Sospecho que conoció a la anciana lady Kiely en Madrid. ¡He oído que era una vieja bruja temible! Vivía para la Iglesia y para Irlanda, a pesar de que había visto demasiado de la primera y nunca había estado en la segunda. ¿Cree usted que Mallon usó las influencias de ella mientras espiaba a los españoles para Bonaparte? Yo sospecho que sí, pero entonces los franceses asumieron el trono español y alguien debió de preguntarse dónde podría ser más útil emplear al padre Mallon; aunque sospecho que el padre Mallon suplicó a sus superiores franceses que lo emplearan contra el verdadero enemigo. Al fin y al cabo, ¿acaso algún inglés recordaría al padre Mallon por lo del 98? Ahora su cabello estaría blanco, sería un hombre diferente. Tal vez habría engordado unos kilos, como yo —Hogan se dio una palmadita en la barriga y sonrió.
El padre Sarsfield miró ceñudo su estola. Pareció sorprenderse de tener aún en las manos la Vestidura, así que la guardó con cuidado en el morral que llevaba colgado del hombro y después sacó una pequeña pistola con la misma delicadeza.
—Puede que el padre Mallon sea un hombre diferente —dijo mientras abría el rastrillo para comprobar que la pistola estuviera cebada—, pero me gustaría pensar que, si aún está vivo, seguirá siendo un gran patriota.
—Imagino que lo es —dijo Hogan, sin parecer preocupado por la pistola—. ¿Un hombre como Mallon? Su lealtad no cambiaría tanto como su pelo y su panza.
Sarsfield frunció el ceño al mirar a Hogan.
—¿Y usted no es un patriota, mayor?
—Quiero pensar que sí lo soy.
—Aun así, lucha por Inglaterra.
Hogan se encogió de hombros. La pistola del sacerdote estaba cargada y cebada, pero de momento la mano de Mallon no parecía sujetarla con premura. Hogan había mostrado sus cartas al sacerdote, unas cartas con las que esperaba ganar, aunque esta prueba de su victoria no producía placer alguno al mayor. De hecho, mientras se daba cuenta de que su triunfo se hacía patente, la ironía de Hogan se fue tiñendo de amargura.
—Me preocupa la lealtad —dijo Hogan—, se lo aseguro. A veces me quedo despierto en la cama y me pregunto si tengo razón al pensar que lo mejor para Irlanda es ser parte de Gran Bretaña. Pero sí sé una cosa, padre, y es que no quiero ser gobernado por Bonaparte. Tal vez no sea un hombre tan bravo como Wolfe Tone, pero tampoco estuve nunca de acuerdo con sus ideas. Usted sí, padre, y lo admiro por eso, pero no es ésa la razón por la que va usted a morir. La razón por la que va a morir, padre, no radica en que usted luche por Irlanda, sino en que lucha prestando apoyo a Napoleón. Esa diferencia es nefasta.
Sarsfield sonrió.
—¿Yo voy a morir? —preguntó con un gesto divertido.
Amartilló su pistola y luego apuntó con ella a la cabeza de Hogan.
El sonido del disparo retumbó en todo el huerto. Los dos enterradores se sobresaltaron aterrorizados, mientras el humo se elevaba desde el seto desde el que el asesino había disparado, a sólo veinte pasos de donde discutían Hogan y Sarsfield. Ahora el sacerdote estaba tirado sobre el montón de tierra excavada; su cuerpo aún se estremeció un par de veces, y finalmente, con un suspiro, quedó inmóvil.
Sharpe se incorporó desde detrás del seto y se acercó a la tumba para ver que su bala había ido justo a donde él había apuntado, directa al corazón del hombre ahora muerto. Bajó la vista hacia el sacerdote, y se dio cuenta de lo oscura que se veía la sangre sobre la tela de la sotana. Una mosca ya se había posado allí.
—Me caía bien —le dijo a Hogan.
—Está permitido, Richard —dijo Hogan. El mayor estaba alterado y pálido, tan pálido que por unos momentos parecía estar a punto de desvanecerse—. Una de las mayores autoridades de la humanidad nos exige que amemos a nuestros enemigos, pero no dice nada sobre que ellos dejen de ser nuestros enemigos sólo porque los amemos. Tampoco me acuerdo de ningún mandamiento específico en las Sagradas Escrituras contrario a disparar al corazón de nuestros enemigos —Hogan se detuvo y de repente su ligereza habitual pareció abandonarle—. A mí también me caía bien —dijo simplemente.
—Pero iba a dispararle —dijo Sharpe. En su conversación privada con Sharpe de camino al entierro, Hogan había advertido al fusilero de lo que podía suceder; Sharpe reaccionó mostrando sus dudas: no podía creer que Sarsfield fuera el legendario padre Mallon. Aun así, desde su escondite en el seto tuvo que acabar aceptándolo, y entonces hizo su parte.
—Merecía una muerte mejor —dijo Hogan, antes de empujar el cadáver con el pie y arrojarlo a la fosa. El cuerpo del sacerdote aterrizó de manera extraña, de manera que parecía como si estuviera sentado sobre la amortajada cabeza del cadáver de Kiely. Hogan lanzó el periódico falsificado sobre el cuerpo, después sacó una cajita redonda de su bolsillo.
—Ese certero disparo no cambiará las cosas para usted, Richard —dijo Hogan con severidad mientras abría la tapa de la cajita—. Digamos que por ahora le perdono el haber dejado escapar a Juanita. Ese daño ha sido reparado. Pero su sacrificio es aún necesario para conseguir la aquiescencia de los españoles con respecto a Wellington.
—Sí, señor —dijo Sharpe resentido.
Hogan captó el resentimiento en la voz del fusilero.
—Por supuesto que la vida no es justa, Richard. Pregúntele a él. —Indicó con un gesto al canoso sacerdote muerto, y después espolvoreó el contenido de su cajita sobre la raída y ensangrentada sotana.
—¿Qué es eso? —preguntó Sharpe.
—Tierra, Richard, sólo tierra. Nada importante —Hogan tiró el pastillero vacío sobre los dos cuerpos, después llamó a los enterradores—. Era un afrancesado —les dijo en portugués, seguro de que tal explicación haría que estuvieran de acuerdo con la ejecución que acababan de presenciar. Dio una moneda a cada uno y se quedó observando cómo cubrían con tierra la doble tumba.
Hogan emprendió con Sharpe el camino de vuelta a Fuentes de Oñoro.
—¿Dónde está Patrick? —preguntó el mayor.
—Le dije que esperara en Vilar Formoso.
—¿En la posada?
—Sí. Donde conocí a Runciman.
—Bien. Necesito emborracharme, Richard —Hogan parecía desamparado, como si estuviera a punto de llorar—. Un testigo menos de su confesión en San Isidro, ¿no le parece? —añadió con una triste sonrisa.
—No lo hice por eso, mayor —protestó Sharpe.
—Usted no hizo nada, Richard, nada en absoluto —Hogan habló con encono—. Lo que ha sucedido en ese huerto no ha sucedido nunca. Usted no vio nada, no oyó nada y no hizo nada. El padre Sarsfield está vivo, Dios sabe dónde, y su desaparición se convertirá en un misterio que nunca será explicado. O tal vez lo cierto es que el padre Sarsfield nunca existió, Richard, en cuyo caso usted no pudo haberlo matado, ¿no cree? Así que no diga ni una sola palabra más sobre esto, ni una sola. —Respiró hondo y luego miró hace el cielo azul de la tarde, en el que no se apreciaba rastro alguno de humo de pólvora—. Los franceses nos han concedido un día de paz, así que celebrémoslo emborrachándonos hasta los tuétanos. Y mañana, que Dios asista a los pobres pecadores, lucharemos.
El sol se hundió entre las capas de nubes del oeste, haciendo que el cielo pareciera cargado de gloria. Por un momento, las sombras de los cañones ingleses se volvieron monstruosas en la llanura, mientras se extendían hacia los árboles y el ejército francés, y fue entonces, en los minutos en que la luz agonizaba, cuando Sharpe apoyó su catalejo sobre el lomo frío de un cañón de nueve libras y recorrió con la lente las tierras bajas hasta que pudo ver a los soldados enemigos alrededor de sus fogatas. No era la primera vez aquel día que inspeccionaba las líneas enemigas a través del cristal. Había pasado toda la mañana moviéndose sin descanso entre el parque de munición y la línea de artillería, desde donde había observado meticulosamente al enemigo, y ahora, al volver de Vilar Formoso con el estómago revuelto y la cabeza atontada por el exceso de vino, miró una vez más las líneas de Masséna.
—No van a venir ahora —dijo un teniente de artilleros, creyendo que el capitán de rifles temía un asalto al anochecer—. A los franchutes no les gusta luchar de noche.
—No —admitió Sharpe—, no vendrán por ahora. —Pero mantuvo el ojo pegado a su catalejo mientras recorría con él, centímetro a centímetro, la sombría línea de árboles y hogueras y hombres. Y entonces, de repente, detuvo el catalejo.
Acababa de verlos uniformes grises. Finalmente, era cierto: Loup estaba aquí, y su brigada era parte del ejército de Masséna, que había pasado el día preparándose para el ataque que sin duda arrancaría en cuanto volviera el sol.
Sharpe observó a su enemigo, después se apartó del cañón y plegó el catalejo. La cabeza le daba vueltas por los efectos del vino, pero no estaba tan borracho como para no sentir un estremecimiento de temor cuando pensó en la ingente cantidad de soldados que atravesarían aquellos campos marcados por los cañonazos en cuanto el siguiente sol brillara sobre España.
Mañana.