CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, justo después del alba, una delegación descubrió a Sharpe en el desierto extremo norte del fuerte. El sol atravesaba el valle en un corte limpio para dorar la neblina que ascendía desde el arroyo, donde Sharpe observaba cómo un aguilucho flotaba sin esfuerzo en la ligera brisa, con su mirada clavada en la ladera. Los ocho hombres de la delegación se detuvieron torpemente detrás de Sharpe, que, tras echar una amarga mirada a sus serios rostros, volvió a mirar hacia el valle.

—Hay conejos ahí abajo —dijo Sharpe sin dirigirse a nadie en concreto—, y a ese tonto pajarraco se le escapan en la neblina.

—Pero no pasará hambre por mucho más tiempo —dijo Harper—. Nunca vi ningún halcón que fuese más tonto que un conejo. —El sargento casaca verde era el único delegado de la compañía de Sharpe: los otros hombres eran todos de la Real Compañía Irlandesa—. Bonita mañana —dijo Harper, aunque parecía más nervioso que de costumbre. Simplemente, esperaba que tanto el padre Sarsfield como los capitanes Donaju o Lacy abordarían el delicado asunto que había hecho que la delegación saliera a buscar a Sharpe, pero el capellán y los dos avergonzados oficiales se quedaron en silencio—. Magnífica mañana —subrayó Harper, rompiendo de nuevo el silencio.

—Ah, ¿sí? —respondió Sharpe. Había estado sentado sobre una almena, junto a la tronera de un cañón, pero ahora saltó a la plataforma de artillería y desde allí al lecho seco del foso. Años de lluvia habían erosionado el terraplén, llenando el foso de detritus, y las heladas y el viento habían deteriorado y desmenuzado la mampostería de las murallas—. He visto chabolas mejor construidas que esto —dijo Sharpe. Dio una patada a la base de la muralla, y uno de los bloques más grandes se movió de manera perceptible—. ¡Ahí no hay ni una puñetera gota de mortero!

—No había suficiente agua en la mezcla —explicó Harper. Respiró hondo y después, al darse cuenta de que sus acompañantes no iban a hablar, asumió el riesgo él mismo—. Queremos hablar con usted, señor. Es… importante.

Sharpe volvió a encaramarse al muro y se sacudió las manos.

—¿Es por lo de los nuevos mosquetes?

—No, señor. Los mosquetes son magníficos, capitán.

—¿La instrucción?

—No, señor.

—Entonces el hombre al que quieren ver es el coronel Runciman —dijo Sharpe cortante—. Llámenlo «general», y les concederá lo que quieran —Sharpe estaba fingiendo a propósito. Sabía exactamente por qué estaba allí la delegación, pero no le apetecía nada escuchar sus preocupaciones—. Hablen con Runciman después del desayuno y lo encontrarán de buen humor —dijo.

—Ya hemos hablado con el coronel —al fin habló el capitán Donaju—, y el coronel dijo que deberíamos hablar con usted.

El padre Sarsfield sonrió.

—Creo que todos sabíamos lo que iba a decir, capitán, cuando nos acercamos a él. Y no creo que el coronel Runciman sea particularmente comprensivo con los problemas de Irlanda.

Sharpe miró de Sarsfield a Donaju, de Donaju a Lacy y después de Lacy a los huraños rostros de los cuatro soldados rasos de la guardia.

—Así que es de Irlanda de lo que quieren hablar, ¿no? —dijo Sharpe—. Bien, pues adelante. Hoy no tengo ningún otro problema que resolver.

El capellán pasó por alto el sarcasmo y tendió a Sharpe un periódico doblado.

—Trata de esto, capitán Sharpe.

Sharpe tomó el periódico que, para su sorpresa, venía de Filadelfia. La primera página era una masa densa de letras negras: listas de barcos que zarpaban de o atracaban en los muelles de la ciudad; noticias de Europa; informes del Congreso e historias de las atrocidades sufridas por los colonos de los territorios del oeste a manos de los indios.

—Está a pie de página —indicó Donaju.

Sharpe leyó una línea en voz alta:

—¿«Los melancólicos efectos de la intemperancia»?

—No, Sharpe. Justo antes de eso —dijo Donaju, y Sharpe suspiró mientras leía las palabras «Nuevas masacres en Irlanda». Lo que venía a continuación era una versión más escabrosa de la historia que ya le había contado Runciman a Sharpe: una colección de violaciones y asesinatos, de inocentes niños degollados por dragones ingleses y de mujeres que, en medio de una plegaria, eran sacadas a rastras de sus casas por granaderos enloquecidos por el alcohol. El periódico proclamaba que los fantasmas de las tropas de Cromwell habían vuelto a la vida para volver a convertir a Irlanda en una miseria empapada en sangre. Según había anunciado el gobierno inglés, Irlanda sería pacificada una vez más y para siempre, y el periódico comentaba que los ingleses habían decidido llevar a cabo esa pacificación cuando muchísimos irlandeses estaban luchando contra Francia con el ejército del rey en Portugal. Sharpe leyó el fragmento dos veces.

—¿Y qué dice lord Kiely? —preguntó al padre Sarsfield. Le importaba poco lo que pensara Kiely, pero la pregunta le daba unos segundos mientras pensaba en cómo responder. Además, quería animar a Sarsfield para que se encargara de hablar por la delegación, pues el capellán de la Real Compañía Irlandesa le parecía a Sharpe un hombre amistoso y sincero, sensato y de cabeza fría, y si podía tener al sacerdote de su lado, consideraba que el resto de la compañía lo seguiría.

—Milord no ha visto el periódico —dijo Sarsfield—. Salió a cazar con doña Juanita.

Sharpe devolvió el periódico al sacerdote.

—Bien, ya he visto el periódico —dijo—, y puedo decirles que es una puñetera basura. —Uno de los guardias se agitó indignado, y después se puso firme cuando Sharpe le lanzó una mirada amenazante—. Es un cuento chino para idiotas —dijo Sharpe provocando—, una maldita patraña.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Donaju resentido.

—Porque si hubiera problemas en Irlanda, capitán, habríamos oído hablar de ello antes que los norteamericanos. ¿Es que alguna vez tuvieron los norteamericanos algo bueno que decir sobre los ingleses?

—Pero… hemos oído cosas —intervino el capitán Lacy. Era un hombre fornido de comportamiento beligerante y nudillos pelados—. Ha habido rumores —insistió Lacy.

—Así es, los ha habido —añadió Harper lealmente.

Sharpe miró a su amigo.

—Oh, por Dios —dijo mientras entendía lo herido que se sentía Harper, aunque también se dio cuenta de que su sargento tendría que haber acudido a él con la esperanza de que aquellas historias no fuesen ciertas. Si Harper hubiese querido pelear, no habría elegido a Sharpe, sino a algún otro representante del pueblo enemigo—. Por Dios —volvió a decir Sharpe. Ya tenía bastantes problemas. A la Real Compañía Irlandesa se le había prometido una paga y no se le había pagado ninguna; cada vez que llovía, los viejos barracones se llenaban de goteras; en el fuerte la comida era espantosa, y el único pozo no proporcionaba más que unos sorbos de agua amarga. Ahora, por encima de todos esos problemas y el peligro añadido de la venganza de Loup, estaba esta repentina amenaza de un motín irlandés—. Déme otra vez ese periódico, padre —dijo Sharpe al capellán, y después señaló la fecha impresa en la parte de arriba de la hoja con un dedo lleno de barro—. ¿Cuándo se publicó esto? —Mostró la fecha a Sarsfield.

—Hace un mes —dijo el sacerdote.

—¿Y qué? —preguntó el beligerante Lacy.

—¿Cuántos reclutas han llegado de Irlanda durante el último mes? —preguntó Sharpe con una voz tan desdeñosa como enérgica—. ¿Diez? ¿Quince? ¿Y ninguno de esos hombres pensó en contarnos que su hermana había sido violada o que a su madre la dejaron sin sentido unos malditos dragones ingleses? ¿Pero de repente un maldito periódico norteamericano lo sabe todo sobre el tema? —Sharpe había dirigido sus palabras más a Harper que a los demás, pues era de esperar que su sargento supiera con qué frecuencia llegaban los soldados de reemplazo desde Irlanda—. ¡Vamos, Pat! No tiene puñetero sentido, y si no me cree, le daré un pase para que pueda ir a los campamentos principales y busque a algunos irlandeses recién llegados y les pida noticias de casa. Puede que los crea a ellos si no puede creerme a mí.

Harper miró la fecha del periódico, pensó en las palabras de Sharpe y asintió a desgana.

—No tiene sentido, señor, tiene usted razón. Pero en este mundo no es necesario que todo tenga sentido.

—Por supuesto que sí —le espetó Sharpe—, porque así es como vivimos ustedes y yo. Somos hombres prácticos, Pat, ¡no unos malditos soñadores! Creemos en el rifle Baker, en el mosquete Tower y en los cincuenta y ocho centímetros y medio de una bayoneta. ¡Por Dios, no somos políticos! Pueden dejar las supersticiones a las mujeres y a los niños, y esas cosas —golpeó sobre el periódico— son peores que supersticiones. ¡Son mentiras redomadas! —Miró a Donaju—. Su obligación, capitán, es ir junto a sus hombres y decirles que son mentiras. Y si no me cree, acérquese a los campamentos. Vaya a las tropas de asalto de Connaught y pregunte a sus reclutas. Vaya a ver a los de Inniskilling. Vaya adonde quiera, pero esté aquí de vuelta al anochecer. Mientras tanto, capitán, dígales a sus hombres que tienen todo un día completo de instrucción con mosquetes nuevos. Van a cargar y disparar hasta que tengan los hombros en carne viva. ¿Queda claro?

Los hombres de la Real Compañía Irlandesa asintieron sin mucha convicción. Sharpe había ganado el primer embate, al menos hasta que Donaju regresara de su misión de reconocimiento. El padre Sarsfield cogió el periódico de manos de Sharpe.

—¿Está usted diciendo que esto es una falsificación? —preguntó el sacerdote.

—¿Cómo iba yo a saberlo, padre? Sólo estoy diciendo que no es Verdad. ¿Dónde lo consiguieron?

Sarsfield se encogió de hombros.

—Los repartieron a todo el ejército, Sharpe.

—¿Cuándo habíamos visto usted y yo un periódico de América, Pat? —preguntó Sharpe a Harper—. ¿No es extraño que justo el primero que vemos hable de que Inglaterra está masacrando Irlanda? A mí me apesta a contraespionaje.

El padre Sarsfield dobló el periódico.

—Creo que es probable que tenga usted razón, Sharpe, y ruego a Dios que así sea. Pero supongo que no le importará que haga algunas averiguaciones con el capitán Donaju.

—Lo que usted haga no es cosa mía, padre, —dijo Sharpe—. En cuanto al resto de ustedes, ¡pónganse a trabajar!

Sharpe esperó mientras la delegación se marchaba. Le indicó a Harper que se quedara con él, pero el padre Sarsfield también permaneció junto a Sharpe.

—Lo siento, Sharpe —dijo el sacerdote.

—¿Por qué?

Sarsfield se estremeció por el áspero tono de Sharpe.

—Imagino que no necesita que el problema irlandés se meta en su vida.

—No necesito ningún maldito problema, padre. Tengo un trabajo que hacer, y ese trabajo es convertir a sus muchachos en soldados, en buenos soldados, en hombres que puedan defenderse del enemigo y que sepan cómo apoyar al soldado que tienen al lado.

Sarsfield sonrió.

—Creo que usted es algo difícil de encontrar, capitán Sharpe: un hombre honesto.

—Desde luego que no lo soy —dijo Sharpe, a punto de ruborizarse al recordar los horrores que habían sufrido los tres hombres capturados por el Castrador siguiendo sus órdenes—. No soy un puñetero santo, padre, pero me gusta que las cosas se hagan bien. Si me pasara la vida entregado a un sueño, aún sería un soldado raso. Uno sólo puede permitirse soñar si es rico y tiene privilegios —añadió estas últimas palabras sin piedad.

—Habla usted de Kiely —dijo Sarsfield, y empezó a caminar lentamente hacia la muralla junto a la que estaba Sharpe. Los faldones de la sotana del sacerdote se habían humedecido por el rocío de la artemisa y los hierbajos que crecían dentro del fuerte—. Lord Kiely es un hombre muy débil, capitán —continuó Sarsfield—. Tuvo una madre muy fuerte —el sacerdote hizo una mueca al recordar— y no sabe usted, capitán, qué obstáculo pueden suponer para la Iglesia las madres fuertes, aunque creo que pueden ser aún mayor obstáculo para sus hijos. Lady Kiely quería que su hijo fuese un gran guerrero católico, ¡un guerrero irlandés! El caudillo católico que triunfara donde el abogado protestante Wolfe Tone fracasó, pero en vez de lograrlo, hizo que su hijo se diera a la bebida, a la mezquindad y a las rameras. La enterré el año pasado —se persignó deprisa—, y me temo que su hijo no cumplió el luto por su madre ni, ay, será nunca el cristiano que ella quería que fuera. Anoche me contó que pretende casarse con lady Juanita, y su madre, creo yo, estará llorando en el purgatorio sólo de pensar en semejante pareja. —El sacerdote suspiró—. Con todo, no quería hablarle a usted de Kiely, capitán, sino pedirle que tenga un poco de paciencia con nosotros.

—Creía que estaba siendo paciente con ustedes —respondió Sharpe a la defensiva.

—Con nosotros los irlandeses —explicó el padre Sarsfield—. Usted es un hombre con un país, capitán, y no sabe lo que es sufrir el exilio. No puede saber lo que es escuchar las arpas junto a las aguas de Babilonia —Sarsfield sonrió ante la frase, y después encogió los hombros—. Es como una herida, capitán Sharpe, una herida que nunca sana, y ruego a Dios porque nunca tenga que sentir esa herida usted mismo.

Sharpe sintió una punzada de piedad avergonzada al mirar el afable rostro del sacerdote.

—¿Nunca estuvo usted en Irlanda, padre?

—Una vez, hijo mío, hace años. Hace muchos años, pero aunque viviera mil años, aquella breve estancia siempre me parecería que fue ayer. —Sonrió compungido, después se remangó la húmeda sotana—. ¡Tengo que reunirme con Donaju para nuestra pequeña expedición! ¡Piense en mis palabras, capitán! —El sacerdote se alejó deprisa, con su blanco cabello agitado por la brisa.

Harper se acercó a Sharpe.

—Es un buen hombre —dijo Harper mientras hacía un gesto hacia el sacerdote—. Me contó que una vez estuvo en Donegal. Por Lough Swilly. Y yo tenía una tía que vivía por allí, que Dios dé descanso a su alma. Ella vivía en Rathmullen.

—Nunca he estado en Donegal —dijo Sharpe—, y probablemente nunca vaya allí, y para serle franco, sargento, justo en este momento me importa un carajo Donegal, Rathmullen e Irlanda. Ya tengo bastantes problemas sin que los irlandeses se me pongan de morros. Necesitamos mantas, comida y dinero, lo que quiere decir que tendré que hacer que Runciman escriba otra de sus órdenes mágicas, pero no será fácil porque ese gordo cabrón se caga de miedo porque le metan en vereda con un consejo de guerra. Y el puñetero lord Kiely tampoco ayuda una mierda. Lo único que hace es tragar brandy, soñar con la maldita gloria y seguir a esa zorra morena como un corderito. —A pesar del consejo de Sarsfield sobre la paciencia, Sharpe estaba perdiendo los estribos—. El sacerdote me dice que me compadezca de todos ustedes, Hogan quiere que dé una patada en el culo a estos muchachos, y hay un español seboso con un cuchillo para castrar que cree que voy a sujetar a Loup mientras él le rebana las pelotas. Todo el mundo espera que yo resuelva sus puñeteros problemas, así que, por el amor de Dios, présteme un poco de su maldita ayuda.

—Siempre lo hago —dijo Harper con resentimiento.

Sharpe reaccionó al instante.

—Sí, es verdad, Pat. Lo siento.

—Y si esas historias fuesen ciertas… —empezó a decir Harper.

—¡No lo son! —gritó Sharpe.

—¡Está bien! ¡Está bien! Dios salve a Irlanda —Harper soltó un largo resoplido, y después se hizo un incómodo silencio entre los dos hombres. Sharpe miraba hacia el norte con el ceño fruncido, y Harper descendió hasta una tronera cercana y dio una patada a una piedra suelta—. Sólo Dios sabe por qué construyeron un fuerte aquí arriba —dijo por fin.

—Había una calzada importante por ahí abajo —Sharpe señaló el paso que quedaba al norte—. Era la manera de evitar Ciudad Rodrigo y Almeida, pero la mitad de la carretera fue arrasada, y lo que queda no sirve para los cañones modernos, así que hoy en día no resulta practicable. Pero la pista hacia el este aún está ahí, Pat, y la maldita brigada de Loup puede usarla. Desde ahí abajo —dijo, señalando el trayecto mientras hablaba—, es subir esa pendiente, pasar por encima de estos muros de arenisca y caer sobre nosotros, y aquí no tenemos una mierda con que detenerlos.

—¿Y por qué iba a hacer eso Loup? —preguntó Harper.

—Porque es un cabrón desquiciado, valiente y sin piedad, por eso. Y porque me odia, y porque patearnos el culo sería una victoria barata sobre nosotros para ese malnacido —Sharpe estaba preocupado por la amenaza de un ataque nocturno de la brigada de Loup. Al principio pensaba en el ataque como un medio para asustar al coronel Runciman, una manera de hacerle firmar sus órdenes fraudulentas para los convoyes, pero cuanto más pensaba en ello, más viable le parecía el ataque. Y el fuerte de San Isidro estaba muy mal pertrechado para un ataque de tal calibre. Mil hombres serían capaces de defender sus malparadas murallas, pero la Real Compañía Irlandesa era una unidad demasiado pequeña para ofrecer una resistencia de verdad. Quedarían atrapados dentro de los inmensos y deteriorados muros como ratas en un pozo de ratas para Terriers—. Y eso es justo lo que Hogan y Wellington quieren para nosotros —dijo Sharpe en voz alta.

—¿Cómo es eso, señor?

—No confían una mierda en sus irlandeses, ya ve usted. Quieren librarse de ellos, y se supone que yo voy a ayudarles a librarse de esos cabrones, pero el problema es que me gustan. ¡Maldita sea, Pat! Si Loup viene, estamos todos muertos.

—¿Y usted cree que vendrá?

—Sé bien que ese malnacido va a venir a por nosotros —dijo Sharpe con fervor, y de repente las vagas sospechas cristalizaron en una certeza absoluta. Acababa de proclamar con vigor su sentido práctico, pero en realidad la mayor parte del tiempo confiaba en su instinto. Sharpe sabía que, en ocasiones, un soldado sensato prestaba atención a sus supersticiones y temores porque eran mejor guía que el simple sentido práctico. El duro y simple sentido común le decía que Loup no desperdiciaría un valioso esfuerzo atacando el fuerte de San Isidro, pero Sharpe rechazaba ese buen sentido porque su propio instinto le decía que se acercaban los problemas—. No sé cuando ni cómo vendrá —le dijo a Harper—, pero no confío en que una guardia palaciega sirva de piquete; quiero a nuestros muchachos aquí arriba —se refería a que quería que los fusileros guardaran el extremo norte del fuerte—. Y quiero también un piquete nocturno, así que asegúrese de que algunos de nuestros muchachos duerman de día.

Harper recorrió de un vistazo la larga pendiente del norte.

—¿Cree que vendrán por este camino?

—Es el más fácil. El oeste y el este son demasiado empinados, el extremo sur es demasiado duro, pero un tullido podría subir bailando por esta muralla. Jesús —Sharpe dejó escapar esta última imprecación cuando se dio cuenta de lo vulnerable que era el fuerte. Miró hacia el este—. Apuesto a que ese cabrón nos está vigilando justo ahora. —Probablemente, desde las cumbres más alejadas, un francés con un buen catalejo podría contar los botones de la casaca de Sharpe.

—¿De verdad cree que vendrá? —preguntó Harper.

—Creo que tenemos una suerte del demonio porque aún no haya venido, y que tenemos una suerte de narices por estar vivos todavía —Sharpe saltó desde la muralla a la hierba del interior del fuerte. En noventa metros no había más que hierba y tierra baldía llena de hierbajos, y después se elevaban los edificios de piedra roja de los barracones. Había ocho grandes edificios, y la Real Compañía Irlandesa se alojaba en los dos que se habían mantenido en mejor estado, mientras que los fusileros de Sharpe se habían instalado en uno de los almacenes cercanos a la torre de la entrada. Aquella torre, según había decidido Sharpe, era clave para la defensa, pues quien mantuviera la torre en su poder dominaría la lucha—. Todo lo que necesitamos es una voz de alarma con tres o cuatro minutos de antelación —añadió Sharpe—, y podremos hacer que ese cabronazo desee haberse quedado en la cama.

—¿Podemos derrotado? —preguntó Harper.

—Él cree que puede sorprendernos. Sin duda está convencido de que puede irrumpir en los barracones y degollarnos mientras dormimos, Pat, pero si pudiéramos dar la voz de alarma podríamos convertir esa torre de la puerta en una fortaleza, y sin artillería Loup no puede hacer nada para evitarlo. —De pronto, Sharpe se mostraba entusiasmado—. ¿No dice usted siempre que una buena pelea es como un tónico para un irlandés? —preguntó.

—Sólo cuando estoy borracho —dijo Harper.

—Pues recemos para que haya un combate —Sharpe parecía impaciente—, y una victoria. ¡Dios, eso sí que daría algo de confianza a esos guardias!

Al caer la noche, sin embargo, justo cuando los últimos rayos dorados del sol se hundían tras las colinas del oeste, la situación cambió.

El batallón portugués llegó sin anunciarse. Eran caçadores, infantería ligera como los casacas verdes, aunque estas tropas vestían casacas de un color marrón sangre seca y pantalones grises ingleses. Llevaban rifles Baker y parecía que sabían usarlos. Entraron en el fuerte marchando con el paso sencillo y perezoso de las tropas veteranas, y detrás de ellos llegaba un convoy de tres carros de bueyes cargados de raciones, leña y munición de sobra. El batallón estaba a media fuerza, pues sólo reunía a cuatrocientos hombres entre oficiales y soldados, pero aun así los soldados dieron un buen espectáculo al desfilar en la vieja plaza del fuerte.

Su coronel era un hombre de rostro enjuto llamado Oliveira.

—Durante un par de días al año —explicó extraoficialmente a lord Kiely—, ocupamos el fuerte de San Isidro como una manera de recordar que aún existe, y para desanimar a cualquier otro de asentar sus reales aquí. No, no saque a sus hombres de los barracones, por favor. Mis hombres no necesitan estar bajo techo. Y no nos interpondremos en sus tareas, coronel. Ejercitaré a mis hombres al otro lado de la frontera los próximos dos días.

Tras el último carro de suministros, las grandes puertas del fuerte se cerraron con un crujido. Cuando quedaron encajadas, uno de los hombres de Kiely colocó en su posición la barra de cierre. El coronel Runciman salió a toda prisa de la casa de guardia para ofrecer sus saludos al coronel Oliveira e invitar a cenar al portugués, pero Oliveira declinó la invitación.

—Comparto la comida con mis hombres, coronel. No se moleste —Oliveira hablaba buen inglés, y casi la mitad de sus oficiales eran ingleses, resultado de una política de integrar al ejército portugués en las fuerzas de Wellington. Para deleite de Sharpe, uno de los oficiales de caçadores era Thomas Garrard, un hombre que había servido con Sharpe en las filas del 33.9, y que había sacado provecho de las posibilidades de promoción ofrecidas a los sargentos ingleses que quisieran unirse al ejército portugués. Los dos hombres se habían encontrado por última vez en Almeida, cuando la gran fortaleza había sucumbido a una explosión del arsenal que había llevado a la guarnición a rendirse. Garrard había estado entre los hombres obligados a rendir sus armas.

—Esos malditos cabrones franchutes —dijo con sentimiento—. Nos mantuvieron en Burgos con menos comida de la que come una rata, y todo lo que había para comer estaba podrido. Por Cristo, Richard, mira que tú y yo hemos probado malas comidas en estos años, pero aquélla era realmente mala. Y todo porque aquella maldita catedral voló por los aires. Me gustaría conocer al artillero francés que lo hizo para retorcerle el puñetero cuello.

En realidad, había sido Sharpe quien hizo que el arsenal de la cripta de la catedral explotara, pero no le parecía muy diplomático admitirlo.

—Fue un mal asunto —asintió Sharpe por decir algo.

—Tú te fuiste a la mañana siguiente, ¿verdad? —preguntó Garrard—. Cox no permitió que nos fuéramos. Queríamos abrirnos camino luchando, pero dijo que teníamos que hacer lo correcto y rendirnos. —Sacudió la cabeza, disgustado—. No es que ahora me importe —siguió—. Los gabachos me intercambiaron y Oliveira me pidió que me uniera a su regimiento, de modo que ahora soy capitán, como tú.

—Bien hecho.

—Son buena gente —dijo Garrard enorgulleciéndose de su Compañía, que vivaqueaba al aire libre dentro de las murallas de la zona norte, donde las hogueras del campamento portugués brillaban encendidas en el anochecer. Los piquetes de Oliveira estaban repartidos por toda la muralla, excepto en las torres de la entrada. Con centinelas tan eficientes, Sharpe ya no necesitaría emplear a sus propios fusileros en tareas de piquete, pero seguía estando preocupado y le comentó a Garrard sus temores mientras los dos recorrían las murallas en la creciente oscuridad.

—He oído hablar de Loup —dijo Garrard—. Es un auténtico cabronazo.

—Un cabrón de verdad.

—¿Y crees que va a venir por aquí?

—Sólo es una corazonada, Tom.

—Demonios, si no hicieras caso de tus corazonadas, bien podrías estar cavando tu propia tumba, ¿verdad? Vayamos a ver al coronel.

Pero los temores de Sharpe no convencieron con tanta facilidad a Oliveira, y Juanita de Elia tampoco fue una ayuda para la causa de Sharpe. Juanita y lord Kiely habían regresado después de un día de caza, y junto al padre Sarsfield, el coronel Runciman y media docena de oficiales de la Real Compañía Irlandesa, estaban invitados a una cena con los portugueses. Juanita se mofó de las advertencias de Sharpe.

—¿Cree usted que un brigadier francés iba a tomarse esa molestia por un capitán inglés? —preguntó en son de burla.

Sharpe contuvo la punzada de mal genio. Estaba hablando con Oliveira, no con la fulana de Kiely, y no era ni el momento ni el lugar para iniciar una disputa. Además, reconocía que, de alguna oscura manera, la aversión que Juanita y él sentían el uno por el otro era del todo visceral y probablemente inevitable. Ella hablaba a menudo con cualquier otro oficial del fuerte, incluso con Runciman, pero la simple aparición de Sharpe hacía que se diera la vuelta y se alejara sin ofrecer siquiera un saludo de cortesía.

—Sí, creo que por mí sí se tomaría esa molestia, señora —dijo Sharpe con voz suave.

—¿Por qué? —preguntó Oliveira.

—¡Vamos, hombre, conteste! —dijo Kiely cuando Sharpe dudó.

—¿Y bien, capitán? —Juanita se burlaba de Sharpe—. ¿Se ha tragado la lengua?

—Creo que se tomaría esa molestia conmigo, señora —dijo Sharpe, forzado a dar una respuesta—, porque maté a dos de sus hombres.

—¡Oh, Dios mío! —Juanita fingió sentirse horrorizada—. ¡Cualquiera diría que estamos en medio de una guerra!

Kiely y algunos de los oficiales portugueses sonrieron, pero el coronel Oliveira se quedó mirando a Sharpe como si sopesara con cuidado su advertencia. Finalmente, se encogió de hombros.

—¿Por qué debería preocuparnos que matara usted a dos de sus hombres? —preguntó.

Sharpe se resistía a confesar lo que sabía que era un delito contra la justicia militar, pero ahora apenas tenía retirada. La seguridad del fuerte y de todos los hombres de su interior dependía de que convenciera a Oliveira del verdadero peligro, así que, muy a regañadientes, describió las violaciones y la masacre del pueblo, y cómo había capturado a dos de los hombres de Loup y los había puesto delante del paredón.

—¿Tenía usted órdenes de ejecutarlos? —preguntó Oliveira adelantándose.

—No, señor —dijo Sharpe, consciente de que todos los ojos estaban fijos en él. Sabía que era un tremendo error admitir las ejecuciones, pero sentía la desesperada necesidad de convencer a Oliveira del peligro, así que describió cómo Loup había cabalgado hasta la aldea de montaña para rogarle por las vidas de sus hombres, y cómo a pesar de aquella petición Sharpe había ordenado que los fusilaran. El coronel Runciman, al oír el relato por primera vez, sacudió la cabeza sin poder creerlo.

—¿Ejecutó a esos hombres delante de Loup? —preguntó Oliveira sorprendido.

—Sí, señor.

—Entonces, ¿esa rivalidad entre Loup y usted es una venganza personal, capitán Sharpe? —preguntó el coronel portugués.

—En cierto modo, señor.

—¡O lo es o no lo es! —le espetó Oliveira. Era un hombre enérgico e irascible que a Sharpe le recordaba al general Crauford, el comandante de la División Ligera. Oliveira mostraba la misma impaciencia con las respuestas evasivas.

—Creo que el brigadier Loup atacará muy pronto, señor —insistió Sharpe.

—¿Qué pruebas tiene?

—Nuestra vulnerabilidad —dijo Sharpe—, y que haya puesto un precio a mi cabeza, señor. —Sabía que sonaba poco convincente, y se ruborizó cuando Juanita estalló en carcajadas. Vestía el uniforme de la Real Compañía Irlandesa, aunque se había desabotonado la casaca y la camisa, de forma que la luz de las llamas brillaba en su largo cuello. Todos los oficiales que estaban alrededor del fuego parecían estar fascinados por ella, y no era de extrañar, pues resultaba una criatura de un llamativo exotismo en aquel lugar de cañones, pólvora y piedra.

Estaba sentada junto a Kiely, y una de sus manos reposaba en las rodillas de él, y Sharpe se preguntó si no acabarían de anunciar su casamiento. Había algo que parecía haber puesto de muy buen humor a los invitados a la cena.

—¿Cuál es el precio, capitán? —preguntó ella burlona.

Sharpe se mordió la lengua para no responderle que la recompensa sería más que suficiente para pagarle por sus servicios de una noche.

—No lo sé —mintió.

—No puede ser mucho —dijo Kiely—. ¿Por un capitán de su edad, Sharpe? ¿Quizá un par de dólares? ¿Una bolsa de sal?

Oliveira lanzó una mirada a Kiely, y en sus ojos Sharpe vio claramente el rechazo hacia las pullas de borracho del lord. El coronel dio una calada a su cigarro y después lanzó el humo por encima de las velas.

—He doblado el número de centinelas, capitán —le dijo a Sharpe—, y si ese tal Loup viene a exigir su cabeza, presentaremos batalla.

—¿Podría sugerir, señor —insistió Sharpe—, que cuando venga disponga usted a sus hombres en la torre de entrada?

—No se rinde usted, ¿eh, capitán Sharpe? —interrumpió Kiely. Antes de la llegada del batallón portugués, Sharpe había pedido a Kiely que trasladara a la Real Compañía Irlandesa a la casa de guardia, petición que Kiely había rechazado con soberbia—. Nadie va a atacarnos aquí —dijo ahora Kiely, reincidiendo en el argumento que había utilizado antes—, y de todas formas, si lo hacen, nos enfrentaremos a esos cabrones desde las murallas, no desde la casa de guardia.

—No podemos luchar desde las murallas… —comenzó a decir Sharpe.

—¡No me diga desde dónde podemos luchar! ¡Maldito sea! —gritó Kiely, sobresaltando a Juanita—. Usted no es más que un cabo con ínfulas, Sharpe, no es un puñetero general. Maldición, si los franceses vienen, yo los combatiré a mi gusto y los derrotaré a mi gusto, ¡y no necesitaré ni su ayuda ni sus consejos!

Aquel arrebato hizo que los oficiales se sintieran avergonzados. El padre Sarsfield frunció el ceño como si estuviera buscando algunas palabras para suavizar la situación, pero fue Oliveira quien rompió finalmente el incómodo silencio.

—Si vienen, capitán Sharpe —dijo con seriedad—, buscaré el refugio que usted ha aconsejado. Y gracias por sus advertencias —Oliveira le indicó que podía retirarse.

—Buenas noches, señor —dijo Sharpe, y después se alejó.

—¡Le apuesto diez guineas contra la recompensa por su cabeza a que Loup no vendrá, Sharpe! —gritó Kiely al fusilero—. ¿Qué pasa? ¿No tiene coraje? ¿No quiere aceptar una apuesta como un caballero? —Kiely y Juanita empezaron a reírse. Sharpe intentó ignorarlos.

Tom Garrard había seguido a Sharpe.

—Lo siento, Dick —dijo Garrard, y después, tras una pausa, añadió—: ¿De verdad ejecutaste a dos gabachos?

—Ajá.

—Bien hecho, aunque yo no se lo contaría a demasiada gente.

—Lo sé, lo sé —dijo Sharpe, y después sacudió la cabeza—. Maldito Kiely.

—Pero esa mujer es singular —dijo Garrard—. Me recuerda a aquella chica con la que estuviste en Gawilghur. ¿Te acuerdas de ella?

—Ésta es una zorra, ésa es la diferencia —dijo Sharpe. Por Dios, pensó, pero su mal genio estaba ya en carne viva—. Lo siento, Tom —dijo—, lo de intentar encontrarle un sentido a este puñetero sitio es como disparar con pólvora mojada.

—Vente con los portugueses, Dick —dijo Garrard—. Valen su peso en oro, y ningún cabronazo de alta cuna te pone las cosas difíciles. —Ofreció un cigarro a Sharpe. Los dos hombres inclinaron sus cabezas sobre la caja de yesca de Garrard y, cuando el trapo quemado se prendió con una chispa, Sharpe vio un dibujo grabado en la parte interior de la tapa.

—Mantenla así, Tom —le dijo mientras indicaba a su amigo que no cerrara la tapa. Miró el dibujo durante unos segundos—. Había olvidado esas cajas —dijo Sharpe. Las cajas de yesca se hacían con un metal barato que había que proteger del óxido con aceite para pistolas, pero Garrard había conseguido de alguna manera conservar su caja durante doce años. Llegó a haber decenas como aquélla, todas hechas por un hojalatero de la capturada Seringapatam, y todas con dibujos subidos de tono rudimentariamente grabados en las tapas. En la cajita de Garrard se veía a un soldado inglés encima de una chica de largas piernas, cuya espalda aparecía arqueada por el éxtasis—. Ese cabrón podría haberse quitado primero el sombrero —dijo Sharpe.

Garrard soltó una risotada, y después cerró la caja para conservar el trapo quemado.

—¿Aún tienes la tuya?

Sharpe hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me la robaron hace años, Tom. Creo que fue aquel hijo de puta de Hakeswill quien se la quedó. ¿Te acuerdas de él? Menudo ladrón cabronazo.

—Santo Cristo —dijo Garrard—, casi me había olvidado de aquel mierda. —Dio una chupada al cigarro, después sacudió la cabeza asombrado—. ¿Quién iba a creerse esto, Dick? Tú y yo, ¿capitanes? Y eso que aún me acuerdo cuando te degradaron de cabo por tirarte un pedo en una procesión.

—Fueron buenos tiempos, Tom —dijo Sharpe.

—Sólo porque han quedado muy atrás. No hay nada como los recuerdos lejanos para poner colores en una vida gris, Dick.

Sharpe retuvo el humo en su boca y después lo expulsó hacia la noche.

—Esperemos que sea una vida larga, Tom. Esperemos que Loup no esté ya de camino hacia aquí. Sería una maldita lástima que todos vosotros hubierais venido aquí por unas maniobras sólo para ser masacrados por la brigada de Loup.

—En realidad, no estamos aquí por unas maniobras —dijo Garrard. Hubo un largo e incómodo silencio—. ¿Puedes guardarme un secreto? —preguntó Garrard por fin. Los dos hombres habían llegado a un espacio abierto y oscuro, donde ninguno de los caçadores que acampaban al raso podría oírlos—. No llegamos aquí por casualidad, Richard —admitió Garrard—. Nos enviaron aquí.

Sharpe oyó ruido de pasos en la parte más cercana de la muralla, donde un oficial portugués hacía la ronda. Dio el alto a alguien, y éste le dio la contraseña. Era reconfortante oír tanta eficiencia militar.

—¿Wellington? —preguntó Sharpe.

Garrard se encogió de hombros.

—Supongo. Milord no habla conmigo, pero en este ejército pasan muy pocas cosas sin que las apruebe Nosey.

—Pero, ¿por qué os envió?

—Pues porque no confía en vuestros hispano-irlandeses. Estos últimos días han corrido extraños rumores en el ejército. Historias de tropas inglesas quemando sacerdotes irlandeses y violando a irlandesas, y…

—Ya hemos oído esos cuentos por aquí —interrumpió Sharpe—, y no son ciertos. Demonios, si hasta envié a un capitán a los campamentos para que lo descubriera él mismo. —El capitán Donaju, al volver de los acantonamientos del ejército con el padre Sarsfield, había tenido la gentileza de disculparse con Sharpe. Dondequiera que Donaju y Sarsfield hubieran estado, y con quienquiera que hubieran hablado, no habían podido encontrar confirmación de las historias impresas en el periódico norteamericano, ni siquiera entre los hombres recién llegados de Irlanda.

—¡Nadie puede creerse esas historias! —protestó ahora Sharpe a Garrard.

—Pero, sean ciertas o no —dijo Garrard—, las historias inquietan a alguien de arriba, y piensan que esas historia provienen de tus hombres. Así que hemos venido a «cuidaros».

—A vigilarnos, querrás decir —dijo Sharpe con sarcasmo.

—A cuidaros —volvió a decir Garrard—. Nadie está del todo seguro sobre lo que se supone que tenemos que hacer, aparte de permanecer aquí hasta que los lores decidan lo que hay que hacer. Oliveira cree que es probable que acaben enviando a tus muchachos a Cádiz. A ti no, Dick —añadió apresuradamente Garrard—, tú no eres uno de los irlandeses, ¿no? Sólo nos aseguraremos de que esos muchachos irlandeses no puedan causar problemas, y después tus hombres y tú podréis volver a ser soldados de verdad.

—Me gustan esos irlandeses —dijo Sharpe sin alterarse—, y ellos no están causando problemas. Eso puedo garantizártelo.

—No es a mí a quien tienes que convencer, Dick.

Era a Hogan o a Wellington, supuso Sharpe. Qué inteligente era por parte de Hogan o de Wellington enviar un batallón portugués a hacer el trabajo sucio, de modo que el general Valverde no pudiera decir que un regimiento inglés había acosado a la Real Compañía Irlandesa del cuerpo de guardia del rey de España. Sharpe lanzó una nube de humo del cigarro.

—Entonces, Tom, esos centinelas de la muralla —dijo—, no están mirando hacia fuera por si viene Loup, ¿verdad? ¿Miran hacia dentro para vigilarnos a nosotros?

—Miran en las dos direcciones, Dick.

—Bien, pues asegúrate de que miran bien hacia fuera. Porque si viene Loup, Tom, se desatará un infierno.

—Cumplirán con sus obligaciones —dijo Garrard con obstinación.

Y lo hicieron. Los diligentes piquetes portugueses vigilaban desde las murallas mientras el frío de la noche se extendía por el valle del este, donde una niebla fantasmagórica se abría camino río arriba. Vigilaban las prolongadas pendientes, siempre atentos al más mínimo movimiento en la vaporosa oscuridad, al tiempo que, dentro del fuerte, algunos de los niños de la Real Compañía Irlandesa gritaban dormidos, un caballo relinchaba y un perro ladraba brevemente. Dos horas después de la medianoche, los centinelas cambiaron y los nuevos hombres se colocaron en sus puestos y volvieron a escudriñar las laderas de las colinas.

A las tres de la mañana, la lechuza voló de nuevo a su percha de la capilla en ruinas, con sus grandes alas blancas batiendo sobre los restos humeantes de las hogueras portuguesas.

Sharpe había estado recorriendo las rondas de los centinelas, estudiando la oscura noche en busca de la primera señal de peligro. Kiely y su fulana estaban en la cama, igual que Runciman, pero Sharpe seguía despierto. Había tomado todas las precauciones posibles, trasladando grandes cantidades de la munición que le sobraba a la Real Compañía Irlandesa a la sala de estar del coronel Runciman, y repartiendo el resto entre sus hombres. Había tenido una larga charla con Donaju, ensayando lo que debían hacer si había un ataque y después, cuando creía que ya había hecho todo lo que podía, había dado un paseo con Tom Garrard. Ahora, siguiendo a la lechuza, Sharpe se fue a la cama. Faltaban menos de tres horas para el amanecer, y decidió que Loup no vendría aquella noche. Se tumbó y enseguida concilió el sueño.

Y diez minutos después, despertó por el sonido de los disparos.

Cuando el Lobo, finalmente, atacó.

Lo primero que supo Sharpe del ataque vino por boca de Miranda, la chica rescatada del poblado de montaña, que gritaba como una banshee, y por un segundo Sharpe pensó que estaba soñando; después, se dio cuenta de que un disparo había precedido al grito por menos de un segundo, y al abrir los ojos vio que el fusilero Thompson agonizaba por un disparo en la cabeza y sangraba como un cerdo. A1 ser alcanzado, Thompson rodó por los diez escalones que salían de la sinuosa entrada al almacén, y ahora cayó entre temblores, al mismo tiempo que un chorro de sangre empezaba a manar entre su cabello apelmazado. Llevaba su rifle cuando le habían disparado, y ahora su arma resbaló por el suelo hasta detenerse junto a Sharpe.

Las sombras amenazaban desde lo alto de la escalera. La entrada principal al almacén conducía a un corto túnel, que debía de estar equipado con dos puertas cuando el fuerte había tenido una guarnición adecuada y su almacén había estado lleno de balas y pólvora. Donde tenía que haber estado la segunda puerta, el túnel giraba en un abrupto ángulo recto y después ascendía escalera arriba.

Uniformes grises. Aquello no era un sueño, sino una pesadilla, puesto que habían llegado los asesinos de gris.

Sharpe agarró el rifle de Thompson, apuntó su cañón y apretó el gatillo.

Una explosión retumbó en el sótano, al tiempo que una llamarada atravesaba la nube de humo en dirección hacia los franceses de lo alto de la escalera. Patrick Harper había disparado su pistola de siete cañones, y la andanada impactó en los atacantes lanzándolos hacia la última vuelta del corredor, donde cayeron en una confusión de sangre y dolor. Otros dos fusileros dispararon. El almacén se llenó del eco de los disparos, y el aire se espesó con el hedor sofocante del humo. Un hombre y una chica gritaron.

—¡Retrocedan! ¡Retrocedan! —gritó Sharpe—. ¡Haga callar a esa puñetera cría, Perkins!

El capitán de los fusileros cogió su propio rifle y disparó con él hacia la parte de arriba de la escalera. No podía ver nada aparte de pequeños puntos brillantes allí donde las diminutas velas titilaban a través del humo. Los franceses parecían haberse desvanecido, aunque en realidad sólo estaban intentando sortear la barricada de hombres caídos por la andanada de Harper y las balas de los rifles, que ahora gritaban, heridos y amontonados.

Había una segunda escalera al final del almacén, una escalera vertical en forma de hélice que subía dando vueltas hasta las murallas y que estaba diseñada para permitir que se llevara la munición directamente a los parapetos, de modo que no fuera necesario transportarla por el patio del fuerte.

—¡Sargento Latimer! —gritó Sharpe—. ¡Haga recuento! Y no cuente a Thompson. ¡Vamos, vamos! —Si los franceses ya se habían hecho con las murallas, reflexionó Sharpe, entonces sus hombres y él estaban atrapados y condenados a morir como ratas en un agujero, pero no podían perder la esperanza—. ¡Afuera! ¡Afuera! —Había estado durmiendo con las botas puestas, así que lo único que tuvo que hacer fue agarrar su cinturón, sus morrales y su espada. Se colgó el cinturón al hombro y empezó a recargar el rifle. Le escocían los ojos por el humo de la pólvora. Un mosquete francés escupió aún más humo en lo alto de las escaleras, y su bala rebotó inofensiva en la pared del fondo.

—¡Sólo faltan Harper y usted, señor! —gritó Latimer desde la escalera de atrás.

—¡Salga de aquí de una vez, Pat! —ordenó Sharpe.

Se oyó ruido de botas en las escaleras. Sharpe desistió de intentar cargar el rifle, dio la vuelta al arma y arremetió con su culata contra la sombra que apareció entre el humo. El hombre cayó a plomo y en silencio, derribado por el pesado mandoble. El sargento Harper, con su rifle ya recargado, disparó a ciegas a la parte de arriba de las escaleras y después agarró a Sharpe por el codo.

—¡Por el amor de Dios, señor! ¡Vamos!

Los atacantes de gris bajaban en manada las escaleras hacia la oscuridad llena de humo. Una pistola disparó, un hombre gritó en apresurado francés y otro tropezó con el cuerpo de Thompson y cayó de bruces. Aquel espacio húmedo como una cueva apestaba a orina, huevos podridos y sudor. Harper atravesó el empalagoso humo tirando de Sharpe hasta que llegaron al pie de las escaleras del fondo, donde Latimer esperaba agazapado.

—¡Vamos, señor! —Latimer tenía un rifle cargado que serviría como último disparo.

Sharpe subió corriendo la incómoda escalera de caracol y salió al aire fresco y agradablemente limpio de la noche. Latimer disparó hacia la confusión, y después subió las vueltas de la escalera detrás de Harper. Cresacre y Hagman esperaban en lo alto con sus rifles apuntando a la obertura de la escalera.

—¡No disparen! —gritó Sharpe mientras se acercaba, después pasó junto a los dos fusileros y corrió hacia el borde interior del parapeto para intentar entender todo el horror de la noche.

El sargento Harper corrió hacia la puerta que llevaba a la torre de la entrada, pero se dio cuenta de que estaba bloqueada desde dentro. Golpeó la madera con la culata de su pistola de siete cañones.

—¡Abran! —gritó—. ¡Abran!

Hagman disparó escalera abajo y el eco de un grito subió los escalones.

—¡Detrás de nosotros, señor! —gritó Perkins. Estaba protegiendo a la aterrorizada Miranda en uno de los matacanes—. ¡Y hay más en el camino, señor!

Sharpe lanzó una maldición. La casa de guardia, que él pensaba que sería la salvación aquella noche, ya había sido capturada. Alcanzó a ver que el portón estaba abierto de par en par y vigilado por unos soldados de uniforme gris. Sharpe supuso que dos compañías de los voltigeurs de Loup, que se distinguían por las charreteras rojas, habían conducido el ataque, y las dos estaban ahora dentro del fuerte. Una compañía había ido directa al almacén, donde dormían Sharpe y sus hombres, mientras que la mayor parte de la segunda compañía se había desplegado en una línea de escaramuza que ahora avanzaba a buen paso entre los barracones. Otro escuadrón de infantería vestida de gris subía corriendo desde el camino hacia el ancho parapeto de la muralla.

Harper siguió intentando tirar la puerta abajo, pero dentro de la torre fortificada no respondía nadie. Sharpe se colgó al hombro el rifle a medio cargar y desenvainó su espada.

—¡Déjelo, Pat! —gritó—. ¡Rifles! ¡Formen una línea junto a mí!

Ahora el verdadero peligro era la sección de hombres que estaba subiendo a la muralla. Si esos hombres conseguían hacerse fuertes en las plataformas de tiro, los fusileros de Sharpe quedarían atrapados allí, mientras el resto de los hombres de Loup pululaba a sus anchas por el San Isidro. La principal fuerza del enemigo se acercaba ya a toda prisa por el camino de la antigua frontera y, con la mirada hacia el sur más rápida que se podía permitir, Sharpe pudo ver que Loup había lanzado a toda su brigada en el ataque, cuya cabeza de lanza habían sido las dos compañías de infantería ligera. Maldita sea, pensó Sharpe, todo parecía perdido. Los franceses no habían atacado desde el norte, sino desde el sur, y al hacerlo ya habían capturado el punto más sólido del fuerte, el lugar que Sharpe planeaba convertir en una fortaleza inexpugnable. Imaginó que las dos compañías de élite se habían aproximado a rastras por los márgenes de la antigua calzada, y habían cruzado a toda velocidad el paso elevado antes de que ningún centinela pudiera dar la voz de alarma. Además, no le cabía duda, las puertas habían sido desatrancadas desde dentro por la misma persona que había revelado dónde se encontraban Sharpe y sus hombres, lugar al que Loup había enviado a una de sus dos compañías atacantes.

Pero no era éste el momento de analizar las tácticas de Loup, sino de expulsar de las murallas a aquellos franceses que amenazaban con aislar a los fusileros ingleses.

—Calen bayonetas —ordenó, y esperó hasta que sus hombres encajaron las empuñaduras de sus largas bayonetas en los cañones de sus rifles—. Mantengan la calma, muchachos. —Sabía que sus hombres estaban desconcertados y excitados por haber despertado en una pesadilla provocada por su inteligente enemigo, pero no era el momento de rendirse al pánico. Era el momento de mantener la cabeza fría y de luchar con ánimo asesino—. ¡Acabemos con esos cabrones! ¡Vamos! —gritó Sharpe, y dispuso a sus hombres en una maltrecha línea a lo largo de las almenas iluminadas por la luna.

Los primeros franceses que llegaron al parapeto pusieron rodilla al suelo y apuntaron, pero los superaban en número, estaba oscuro y ellos estaban sin aliento, así que dispararon antes de tiempo y sus balas se perdieron desviadas o altas. Entonces, temiendo ser superados en la oscuridad por la oscura masa de fusileros, los voltigeurs se dieron la vuelta y bajaron la rampa corriendo para unirse a la línea de escaramuza, que estaba avanzando entre los bloques de los barracones hacia los caçadores de Oliveira.

Sharpe decidió que los portugueses tendrían que arreglárselas como pudieran. Su deber era para con la Real Compañía Irlandesa, cuyos barracones gemelos ya habían sido rodeados por la avanzadilla francesa. Los voltigeurs estaban disparando contra los barracones desde la protección que les ofrecían otros edificios, pero no se atrevían a atacar, pues los guardias irlandeses estaban devolviendo los disparos con brío. Sharpe asumió que los oficiales de la Real Compañía Irlandesa ya habían muerto o eran prisioneros, aunque era posible que unos pocos hubiesen conseguido escapar de las puertas de la casa de guardia cuando los franceses habían irrumpido en las habitaciones de abajo.

—¡Escuchen, muchachos! —Sharpe levantó la voz para que todos sus fusileros pudiesen oírlo—. No podemos quedarnos aquí. Esos mierdas subirán enseguida del almacén, así que vamos a unirnos a los compañeros irlandeses. Levantaremos barricadas desde dentro y seguiremos disparando. —Le hubiera gustado separar a sus casacas verdes en dos grupos, uno por cada uno de los barracones sitiados, pero dudaba de que ningún hombre pudiese llegar con vida al barracón más alejado. El más cercano de los dos estaba menos infestado de voltigeurs, pero también era donde se alojaban las esposas y los niños, y además el que más necesitaba pólvora extra—. ¿Están preparados? —gritó Sharpe—. ¡Adelante!

Bajaron rápidamente de la muralla justo cuando la infantería ligera de Oliveira atacaba desde la derecha. La aparición de los caçadores distrajo a los voltigeurs, y dio a los fusileros de Sharpe la oportunidad de cruzar el patio hasta los barracones sin tener que abrirse camino luchando contra toda una compañía de voltigeurs, pero fue una oportunidad muy breve, porque justo cuando Harper empezaba a gritar en gaélico para ordenar a la Real Compañía Irlandesa que abriera su puerta, un gran griterío llegó desde la puerta fortificada, que quedaba a la izquierda de Sharpe, anunciando la llegada de la fuerza principal de Loup. Sharpe estaba ya entre los barracones de los que los voltigeurs se estaban retirando gracias al ataque de la avanzadilla portuguesa. La retirada de los franceses los condujo en ángulo recto al camino que seguía Sharpe, y los hombres de Loup se dieron cuenta del peligro demasiado tarde. Un sargento gritó una advertencia, después cayó a tierra por los culatazos de la pistola de Harper. El francés había intentado defenderse, pero la culata del pesado pistolón golpeó su cráneo con enfermiza repetición. Otro francés intentó volverse y correr en dirección opuesta; después, vencido por el pánico, se dio cuenta de que estaba corriendo hacia los portugueses, así que dio otra vez la vuelta para encontrarse con la bayoneta del fusilero Harris en su garganta.

Non, monsieur! —gritó el francés mientras dejaba caer su mosquete y levantaba las manos.

—No hablo el puñetero franchute, ¿sabes? —mintió Harris al tiempo que apretaba el gatillo. Sharpe giró bruscamente al esquivar el cuerpo que caía, eludió un tímido ataque de bayoneta y tumbó a su atacante con un solo golpe de su maciza espada. Desde el suelo, el hombre intentó clavarle la bayoneta al capitán de fusileros, y éste le dio dos furiosas estocadas que lo dejaron chillando, sangrando y encogido formando una pelota. Devolvió un golpe a otro francés, y después corrió hacia la sombra que arrojaba la luna en el siguiente bloque de barracones vacíos, donde un grupo de fusileros protegía a Miranda. Harper aún gritaba en gaélico, una de las precauciones acordadas entre Sharpe y Donaju por si acaso los franceses empleaban a alguien que hablara inglés para confundir a los defensores. Finalmente, los gritos del sargento habían llamado la atención de los guardias de los barracones más cercanos y abrieron un poco la puerta de un extremo. Un rifle disparó con una llamarada cerca de Sharpe, y la bala atravesó silbando la oscuridad por encima de su cabeza, mientras detrás de él gritaba un hombre. Hagman ya estaba en la puerta de los barracones, donde se agachó y empezó a contar a los fusileros que iban entrando.

—¡Adelante, Perks! —gritó, y Perkins y Miranda cruzaron el espacio abierto encogidos, seguidos a toda prisa por más fusileros—. ¡Están todos a salvo, señor, todos a salvo! —gritó el hombre de Cheshire a Sharpe—, menos Harps y usted.

—Váyase, Pat —dijo Sharpe, y justo cuando el irlandés empezó a correr, un voltigeur dobló la esquina del edificio, vio al enorme sargento de fusileros y se dejó caer sobre una rodilla al tiempo que apuntaba con su mosquete. Cuando vio al oficial de fusileros, sólo un segundo después, ya era demasiado tarde para él. Sharpe salió de entre las oscuras sombras enarbolando su espada. La hoja alcanzó al voltigeur justo por encima de los ojos, y fue tal la ira y la fuerza del golpe que la parte superior del cráneo de aquel hombre salió despedida como si fuera la cáscara de un huevo pasado por agua.

—Dios salve a Inglaterra —dijo Hagman al ver el golpe desde la puerta del barracón—. ¡Vamos, Harps! ¡Venga, señor!

El pánico se había desatado entre los voltigeurs cuando los portugueses habían contraatacado para ayudar a los fusileros a escapar del primer asalto de Loup, pero ahora, cuando la fuerza principal de Loup entraba ya por la puerta ya capturada, estaba remitiendo. Con esas tropas pronto tendrían a los hombres de Sharpe atrapados en los barracones.

—¡Jergones! ¡Petates! —gritaba Sharpe—. ¡Apílenlos detrás de las puertas! ¡Pat! ¡Atención a las ventanas! ¡No se mueva de aquí, mujer! —gruñó a una mujer que gritaba intentando salir del barracón. Sin cortesía ninguna tiró de ella hacia atrás. Las balas golpearon los muros de piedra y levantaron astillas en la puerta. Había dos ventanucos a cada lado de la alargada habitación, y Harper los estaba taponando con mantas. El fusilero Cresacre sacó el cañón de su rifle por uno de los ventanucos a medio cegar y disparó hacia la casa de guardia.

Sharpe y Donaju habían discutido con anterioridad lo que podía suceder si los franceses atacaban y, pensando en lo peor, habían coincidido en que la Real Compañía Irlandesa podría quedar atrapada dentro de sus barracones, por lo que Donaju había ordenado a sus hombres que abriesen más aspilleras en las paredes. Habían hecho el trabajo con poco entusiasmo, pero al menos había aspilleras que daban a los sitiados una oportunidad de devolver el fuego. Con todo, en aquella mal iluminada penumbra, los barracones con forma de túnel parecían un lugar de pesadilla en el que quedar atrapados. Las mujeres y los niños lloraban, los guardias estaban nerviosos, y las barricadas que se apoyaban en las puertas de ambos extremos parecían endebles.

—Ya saben todos qué hacer —gritó Sharpe a los guardias—. Los franceses no pueden entrar aquí, no pueden volar los muros sin artillería, y no pueden disparar a través de la piedra. Mantengan una buena cadencia de disparos y harán que esos cabrones se larguen. —No estaba muy seguro de que nada de lo que había dicho fuera cierto, pero tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para devolver el ánimo a los hombres.

Había diez aspilleras en los barracones, cinco en cada una de las paredes más largas, y cada abertura era utilizada por al menos ocho hombres. De ellos, pocos eran tan eficientes cargando sus mosquetes como le hubiese gustado a Sharpe, pero con tantos hombres usando cada aspillera, al final sus disparos serían casi continuos. Tenía la esperanza de que los hombres del segundo barracón estuvieran preparándose de manera similar, porque sospechaba que los franceses iban a asaltar los dos barracones a la vez.

—Alguien les abrió la puta puerta —susurró Sharpe a Harper. Al sargento no le dio tiempo a contestar, pues el estruendo de un gran aullido anunció enseguida el avance del cuerpo principal de tropas de Loup. Sharpe trató de mirar por una rendija de uno de los cegados ventanucos, y vio una manada de uniformes grises que aparecía ante los barracones. Tras ellos, como espectros bajo la luz de la luna, los jinetes de Loup cabalgaban bajo su estandarte de colas de lobo—. Es culpa mía —dijo Sharpe compungido.

—Suya, ¿por qué? —Harper estaba atacando el último cañón de su pistola.

—¿Qué hace un buen soldado, Pat? Aprovecha el factor sorpresa. Era tan evidente que Loup tenía que atacar desde el norte que me olvidé del sur. Maldita sea —sacó el cañón de su rifle por un hueco y buscó al tuerto de Loup. Mata a Loup, pensó, y el ataque se paralizará, pero no podía ver al brigadier entre la masa de uniformes grises contra la que acabó disparando sin apuntar. El fuego enemigo rompía contra los muros de piedra sin hacer mella, mientras dentro de los barracones retumbaban los disparos de mosquetes y los niños lloraban—. ¡Que se callen ya esos puñeteros niños! —gritó Sharpe. El espacio oscuro y fresco del barracón se vició por el acre olor del humo de pólvora, lo que asustaba a los niños casi tanto como el ensordecedor estruendo de los disparos—. ¡Silencio! —rugió Sharpe, y de repente se hizo un silencio entrecortado, excepto por un bebé que daba alaridos sin cesar—. ¡Que se calle esa maldita cosa! —gritó Sharpe a la madre—. ¡Dele un azote si tiene que hacerlo! —En vez de eso, la madre puso uno de sus pechos en la boca del bebé, lo que apagó el llanto efectivamente. Algunas mujeres y los chicos mayores ayudaban cargando los mosquetes sobrantes y amontonándolos junto a las ventanas—. No soporto a los mocosos cuando lloran —refunfuñó Sharpe mientras recargaba su rifle—, nunca los he soportado y nunca los soportaré.

—Usted fue un bebé una vez, señor —dijo Daniel Hagman a modo de reproche. El furtivo convertido en fusilero era muy dado a aquellos momentos sentenciosos.

—Y me puse enfermo una vez, demonios, pero eso no significa que me tenga que gustar la enfermedad, ¿verdad? ¿Alguno de ustedes ha conseguido distinguir a ese cabrón de Loup?

Nadie lo había visto, y de momento la masa de la brigada Loup había pasado de largo los dos barracones en pos de los portugueses, que retiraron su avanzadilla y formaron dos líneas para poder intercambiar disparos con sus atacantes. Iluminaban el combate la media luna y el brillo trémulo de las brasas de las hogueras, acompañado por fogonazos aquí y allá. Los franceses habían dejado de aullar como lobos cuando la lucha se volvió desalentadora, pero aun así tenían de su parte todas las de ganar. Superaban en número a los portugueses, que, despertando en una desconcertante pesadilla, se enfrentaban a hombres armados con mosquetes de recarga rápida, mientras ellos estaban equipados con rifles Baker de carga más lenta. Incluso aunque cargaran a medias, abandonando las baquetas y los parches de cuero que aseguraban la bala al cañón, no podrían competir contra la velocidad de las bien instruidas fuerzas francesas. Además, los caçadores de Oliveira estaban entrenados para combatir en terreno abierto, para acosar y ocultarse, para correr y disparar, y no para intercambiar fuego pesado en el letal enfrentamiento de primera línea de batalla.

A pesar de todo, los caçadores no se rendían fácilmente. La infantería francesa tenía dificultades para ubicar a la infantería portuguesa en la plateada oscuridad, y cuando establecieron la localización donde formaba la línea, las compañías francesas necesitaron un tiempo para reagruparse y formar su propia línea de tres filas. Pero cuando los dos batallones franceses estuvieron por fin en posición, solaparon al pequeño batallón portugués y los flancos de los franceses empezaron a presionar hacia el interior. Los portugueses contraatacaron con furia. Las llamaradas de los rifles apuñalaban la noche. Los sargentos gritaban a las filas que se cerraran hacia el centro según caían hombres bajo las pesadas balas de los mosquetes franceses. Un soldado cayó a las ascuas de una fogata y lanzó un terrible alarido cuando la bolsa de sus cartuchos explotó, abriéndole en la espalda un agujero del tamaño de un morral. Su sangre siseó y burbujeó en las brasas al rojo mientras moría. El coronel Oliveira recorría las filas detrás de sus hombres, sopesando el progreso del combate y dándolo finalmente por perdido. Aquel maldito fusilero inglés tenía razón. Deberían haber buscado refugio en los bloques de los barracones, pero ahora los franceses estaban entre él y su salvación, y Oliveira presintió la calamidad que se avecinaba y supo que poco podía hacer para evitarla. Y sus posibilidades se redujeron aún más cuando oyó el siniestro e inconfundible repiquetear de los cascos de los caballos. Los franceses tenían a su caballería dentro del fuerte.

El coronel envió a sus portaestandartes a las murallas del norte.

—Busquen algún sitio donde atrincherarse —les ordenó. En los bastiones había viejos almacenes y murallas derrumbadas que habían formado oscuras cavidades entre las ruinas, y aún era posible que los estandartes del regimiento evitaran su captura si los escondían en la maraña de húmedos sótanos y piedras caídas. Oliveira esperó mientras sus apurados hombres disparaban otro par de andanadas, y después dio la orden de retirada—. ¡Atención, ahora! —gritó—. ¡Atención! ¡Retírense hacia las murallas! —Se vio forzado a abandonar a sus caídos, aunque algunos de los hombres ensangrentados y heridos intentaron retirarse a rastras o renqueando con las filas. Los uniformes franceses avanzaron aún más, después llegó el momento que Oliveira más temía cuando, en la oscuridad de la noche, resonó una trompeta con acompañamiento de espadas al salir de sus vainas—. ¡Vamos! —gritó Oliveira a sus hombres—. ¡Vamos!

Sus hombres rompieron filas y corrieron hacia las murallas justo cuando la caballería empezó a cargar, convirtiéndose así los caçadores en la presa soñada de todos los jinetes: una unidad rota de hombres desperdigados. Los dragones grises embistieron contra las filas en retirada con sus pesadas espadas. El propio Loup encabezó la carga e hizo a propósito que fuese amplia para poder girar y, con un movimiento envolvente, empujar a los fugitivos contra los avances de su infantería.

Algunas de las compañías del ala izquierda de Oliveira consiguieron alcanzar la muralla. Loup vio los uniformes oscuros subiendo a toda prisa por una de las rampas para munición, y se conformó con dejarles escapar. Si cruzaban los muros y huían a los valles, el resto de sus dragones les daría caza como si fueran alimañas, y si se quedaban en las murallas, sus hombres de dentro del fuerte San Isidro acabarían con ellos. La preocupación más urgente de Loup eran los hombres que estaban intentando rendirse. Docenas de soldados portugueses, con los rifles descargados, permanecían quietos con las manos en alto. Loup trotó hasta uno de aquellos hombres, sonrió y después lo tumbó con un golpe de través que casi le separó la cabeza del cuerpo.

—¡No hagan prisioneros! —gritó Loup a sus hombres—. ¡No hagan prisioneros! —No podía entorpecer su retirada del fuerte por unos prisioneros, y además la matanza de todo un batallón serviría para advertir al ejército de Wellington de que, al llegar a la frontera española, se habían encontrado con un enemigo nuevo y más duro que las tropas a las que habían expulsado de Lisboa—. ¡Mátenlos a todos! —gritó el brigadier. Un caçador apuntó a Loup, disparó y la bala pasó a pocos centímetros de la corta barba gris del brigadier. Loup rió, espoleó a su caballo gris y se abrió camino entre la aterrorizada infantería para dar caza al desdichado que se había atrevido a intentar matarlo. El hombre corrió con desesperación, pero Loup galopó tras él y descargó su espada en un golpe sucio que dejó el espinazo del hombre abierto a la noche. El hombre cayó, retorciéndose y gritando—. ¡Déjelo! —le gritó Loup a un soldado francés que había sentido la tentación de darle al desgraciado su coup de grâce—. Deje que muera con dolor —dijo Loup—. Se lo tiene merecido.

Los supervivientes del batallón de Oliveira dispararon con sus mortíferos rifles desde la muralla, y Loup viró para alejarse de ellos.

—¡Dragones! ¡Desmonten! —Dejaría que su caballería diera caza a pie a los desafiantes supervivientes, mientras su infantería lidiaba con la Real Compañía Irlandesa y los fusileros que, al parecer, se habían refugiado en los edificios de los barracones. Era una lástima. Loup tenía la esperanza de que su avanzadilla hubiera encerrado a Sharpe y a sus malditos casacas verdes en el almacén, y que a estas alturas él ya habría tenido el placer de infligirle su venganza exquisitamente dolorosa por los dos hombres que Sharpe había asesinado, pero ese maldito casaca verde había escapado, y él iba a necesitar arrancarlo de los barracones de la misma forma en que se desentierra a un zorro al final de un largo día de caza. Loup orientó su reloj hacia la luna mientras intentaba calcular cuánto tiempo le llevaría destrozar los barracones.

—Monsieur! —gritó una voz cuando el brigadier cerró su reloj y se dejaba caer de su silla—. Monsieur!

Al darse la vuelta, Loup se encontró con un oficial portugués de rostro enjuto y enfadado al que agarraba con fuerza un cabo francés.

—Monsieur? —respondió cortésmente Loup.

—¡Soy el coronel Oliveira y debo protestar, monsieur! Mis hombres se están rindiendo ¡y sus hombres continúan matándolos! ¡Somos sus prisioneros!

Loup logró sacar un cigarro de su portafolios y se acercó a unas brasas mortecinas para encenderlo.

—Los buenos soldados no se rinden —le dijo a Oliveira—, simplemente mueren.

—Pero nos estamos rindiendo —insistió con amargura Oliveira—. Tome mi espada.

Loup se enderezó, chupó su cigarro e hizo un gesto al cabo.

—Suéltelo, Jean.

Oliveira se soltó de las manos del cabo.

—Debo protestar, monsieur —dijo con enojo—. Sus soldados están matando a hombres que tienen las manos alzadas.

Loup se encogió de hombros.

—En la guerra ocurren cosas terribles, coronel. Ahora, deme su espada.

Oliveira desenvainó su sable, volvió la hoja hacía sí mismo y le tendió la empuñadura al dragón de adusto rostro.

—Soy su prisionero, monsieur —dijo con voz compungida por la vergüenza y la rabia.

—¡Han oído eso! —gritó Loup para que todos sus hombres pudieran oírlo—. ¡Se han rendido! ¡Son nuestros prisioneros! ¿Lo ven? ¡Tengo el sable de su coronel! —Tomó el sable de Oliveira y describió unas florituras en el aire lleno de humo. La cortesía exigía que ahora debía devolverle el arma a su enemigo derrotado, dándole libertad bajo palabra, pero en vez de hacerlo Loup sopesó la hoja como si comprobara su efectividad—. Un arma pasable —dijo a regañadientes; después miró a los ojos de Oliveira—. ¿Dónde están sus estandartes, coronel?

—Los destruimos —dijo Oliveira desafiante—. Los quemamos.

El sable describió un arco plateado a la luz de la luna y la sangre manó negra del corte en el rostro de Oliveira, en el que el filo había abierto un corte en su ojo izquierdo y su nariz.

—No le creo —dijo Loup, y después esperó a que el sobresaltado y ensangrentado coronel recuperara el sentido—. ¿Dónde están sus estandartes, coronel? —volvió a preguntar Loup.

—Váyase al infierno —dijo Oliveira—. Usted y su asqueroso país —con una de sus manos apretaba su ojo herido.

Loup le lanzó el sable al cabo.

—Averigüe dónde están los estandartes, Jean, y después mate a este imbécil. Propínele unos cuantos cortes si no quiere decírselo. Cualquier hombre suelta la lengua para mantener las pelotas pegadas al cuerpo. Y al resto de ustedes —gritó a sus hombres, que se habían detenido para observar la confrontación entre los dos oficiales al mando—, ¡esto no es un puto festival de la cosecha, es una batalla! ¡Así que empiecen a hacer su trabajo! ¡Maten a todos esos mierdas!

Los gritos empezaron de nuevo. Loup volvió a chupar su cigarro, se sacudió las manos y caminó hacia los barracones.

Los perros de doña Juanita empezaron a aullar. El sonido hizo que aún más niños lloraran, pero una mirada de Sharpe fue suficiente para hacer que las madres acallaran el sufrimiento de sus hijos. Un caballo relinchó. A través de una aspillera, Sharpe pudo ver que los franceses se llevaban los caballos capturados a los oficiales portugueses.

Dio por sentado que ya se habrían llevado los caballos de la compañía irlandesa. La tranquilidad se había extendido por el barracón. La mayoría de los atacantes franceses se habían marchado para perseguir a los portugueses, y sólo habían quedado atrás los hombres de infantería necesarios para mantener atrapados a los hombres del interior de los barracones. Cada pocos segundos, una bala de mosquete impactaba contra la piedra, recordando a Sharpe y a sus hombres que los franceses seguían vigilando todas las puertas y ventanas bloqueadas.

—Esos cabrones habrán capturado al panzudo de Runciman —dijo Hagman—. No me puedo imaginar al general sobreviviendo a base de raciones de prisionero.

—Runciman es un oficial, Dan —dijo Cooper, que estaba apuntando con su rifle por una de las aspilleras, observando a su objetivo—. No tendrá que conformarse con esas raciones. Dará su palabra y lo alimentarán con buenas Viandas franchutes. Se pondrá incluso más gordo. Ya te tengo, hijo de puta. —Apretó el gatillo y después sacó su rifle de la hendidura para dejar que otro hombre se pusiera en su puesto. Sharpe, que había estado atento a la conversación, sospechaba que el antiguo general vaguemaestre sería muy afortunado si lo habían hecho prisionero, porque, si Loup luchaba siendo fiel a su reputación, era más que probable que Runciman yaciese degollado en su cama con su camisón de franela y su gorrito con borla para dormir empapados en sangre.

—¡Capitán Sharpe, señor! —llamó Harper desde el otro extremo del bloque—. ¡Aquí, señor!

Sharpe se abrió camino entre los jergones de paja tirados en el suelo de tierra apisonada. Dentro de los bloqueados barracones, el aire hedía y las pocas velas que quedaban encendidas vacilaban. Una mujer escupió cuando Sharpe pasó a su lado y Sharpe se volvió hacia ella.

—Mejor estar ahí fuera siendo violada, ¿verdad, zorra estúpida? Yo mismo te arrojaré ahí afuera con gusto, si es lo que quieres, perra.

—No, señor —la cólera de la mujer se esfumó.

El marido, agachado junto a una aspillera, intentó pedir disculpas por su mujer.

—Es sólo que las mujeres están asustadas, señor.

—Pues nosotros también. Cualquiera que no fuera un loco estaría asustado, pero ésa no es razón para perder las buenas maneras —Sharpe se dirigió hacia donde estaba Harper, que esperaba arrodillado al lado del montón de sacos rellenos de paja que habían servido como colchones y que ahora bloqueaban la puerta.

—Hay un hombre que lo llama, señor —dijo Harper—. Creo que es el capitán Donaju.

Sharpe se agachó cerca de la aspillera más próxima a la puerta bloqueada.

—¡Donaju! ¿Es usted?

—Estoy en el barracón de los hombres, Sharpe. Sólo quería que supiera que estamos todos bien.

—¿Kiely está con usted?

—No. No sé qué habrá sido de él.

A Sharpe tampoco le preocupaba mucho.

—¿Sarsfield está ahí? —preguntó a Donaju.

—Me temo que tampoco —respondió Donaju.

—¡Mantenga el ánimo, Donaju! —dijo Sharpe—. ¡Esos hijos de puta se marcharán en cuanto salga el sol! —Sintió un extraño alivio al saber que el capitán se estaba encargando de la defensa del otro barracón, pues Donaju, pese a su timidez y aspecto retraído, estaba demostrando que era un muy buen soldado—. Es una lástima lo del padre Sarsfield —le dijo Sharpe a Harper.

—Se habrá ido derechito al cielo —dijo Harper—. Y no hay muchos curas de los que se pueda decir eso. La mayoría de ellos son unos verdaderos demonios con el whisky, las mujeres y los niños, pero Sarsfield sí que era un buen hombre, un verdadero buen hombre. —El tiroteo del extremo norte del fuerte cesó, y Harper hizo la señal de la cruz sobre su pecho—. También es una lástima lo de los pobres cabroncetes portugueses —añadió, al darse cuenta de lo que significaba la pausa en el sonido del combate.

Pobre Tom Garrard, pensó Sharpe. A menos que Garrard siguiera vivo. Tom siempre había tenido suerte en la vida. Sharpe y él habían estado agazapados en el abrasador polvo rojo de la grieta de Gawilghur mientras la sangre de los cuerpos de sus camaradas fluía como riachuelos por un acantilado. El sargento Hakeswill estaba allí, farfullando como un mono mientras intentaba esconderse debajo del cadáver de un tamborilero. Maldito Obadiah Hakeswill, que también proclamaba tener mucha suerte en su vida, aunque Sharpe no podía creer que aquel cabrón aún siguiese vivo. Lo más probable era que hubiese muerto de viruela o destrozado por las balas de un pelotón, si es que quedaba algo de justicia en un mundo tan malo.

—Vigile el techo —le dijo Sharpe a Harper. El techo del barracón era un arco continuo de mampostería diseñado para resistir la caída de un proyectil de mortero enemigo, pero el tiempo y la desatención habían debilitado su fortaleza—. Encontrarán un punto débil —dijo Sharpe—, e intentarán atravesarlo para llegar a nosotros —y será pronto, pensó para sí mismo, pues el espeso silencio del fuerte atestiguaba que Loup había acabado con Oliveira, y que ahora vendría a buscar a su verdadera presa: el capitán de fusileros que se había burlado de él. La hora siguiente prometía ser nefasta. Sharpe levantó la voz mientras caminaba de vuelta hacia el otro lado de la habitación—. ¡Sigan disparando cuando comience el ataque! No apunten, no esperen, sólo disparen y dejen la aspillera libre para el siguiente. Llegarán a los muros del barracón, no podemos evitarlo, e intentarán irrumpir desde el tejado, así que intenten estar atentos a lo que viene de arriba. En cuanto vean la luz de las estrellas, disparen. Y recuerden, enseguida amanecerá y ellos no se quedarán después de que salga el sol. Sin duda no se arriesgarán a que nuestra caballería les corte la retirada. Ahora, buena suerte, muchachos.

—Y que Dios los bendiga a todos —añadió Harper desde la penumbra del otro lado de la habitación.

El ataque llegó con un bramido parecido a la riada que se produce al abrir las compuertas de una esclusa.

Loup había ocultado a todos sus hombres tras unos barracones cercanos, y después los lanzó en una carga desesperada contra los dos barracones de la muralla norte. El motivo de esa desesperada maniobra era conseguir que la infantería francesa pudiera atravesar rápidamente la peligrosa franja de terreno que cubrían los mosquetes y rifles de Sharpe. Las armas seguían disparando y llenando los barracones con aún más humo pestilente, pero el tercer o cuarto disparo de cada aspillera sonó endiabladamente alto, y de repente un hombre se echó hacia atrás maldiciendo por el retroceso de su mosquete, que le golpeó la muñeca.

—¡Están bloqueando los agujeros! —gritó otro hombre.

Sharpe corrió hasta la aspillera más cercana del muro norte e introdujo su rifle por el orificio. La boca del cañón golpeó contra la piedra. Los franceses estaban amontonando bloques de mampostería contra la abertura exterior de las aspilleras, acabando así de manera efectiva con los disparos de Sharpe. También estaban subiendo al tejado, donde las botas francesas hacían un sonido apagado de arañazos, como ratas en un ático.

—¡Jesucristo! —Un hombre miraba desanimado hacia arriba—. Santa María, Madre de Dios… —empezó a rezar con tono lastimero.

—¡Cállese! —le espetó Sharpe. Podía oír el sonido tintineante del metal raspando la piedra. ¿Cuánto tardaría el techo en ceder y dejar entrar una avalancha de vengativos franceses? Dentro del barracón, un centenar de rostros pálidos miraban fijamente a Sharpe, esperando una respuesta que él no podía darles.

Fue Harper quien encontró la solución. Se encaramó sobre la enorme pila de sacos llenos de paja que había junto a la puerta para poder alcanzar el punto más alto de la pared, donde un pequeño agujero servía de chimenea y de ventilación. El agujero estaba demasiado alto para que los franceses lo cegaran, y lo bastante bajo para ofrecer a Harper campo de tiro a todo lo largo del tejado del barracón de Donaju. Las balas saldrían demasiado altas, así que serían sólo una amenaza para los franceses que estaban más cerca de Harper, pero si pudiera disparar suficientes balas, al menos podría lentificar el ataque contra Donaju, y rezó para que éste le devolviera el favor.

Harper abrió fuego con su pistola de siete cañones. El estruendo levantó el eco de un cañón de treinta y dos libras en todo el barracón. Un chillido respondió al disparo, que había barrido el espacio hasta el otro tejado como una descarga de metralla. Ahora fueron pasando de uno en uno rifles y mosquetes al enorme sargento, que disparaba una y otra vez sin molestarse en apuntar, disparando las balas a la masa gris que bullía sobre el tejado vecino. Tras media docena de disparos, la masa empezó a disgregarse cuando los hombres bajaron a buscar refugio en el suelo. El fuego de respuesta golpeó como una serie de golpes sordos en la aspillera de Harper, causando más polvareda que peligro. Perkins había recargado la pistola de siete cañones, y Harper volvió a disparar con ella justo cuando un mosquete llameaba en el mismo agujero de ventilación del barracón de Donaju. Sharpe oyó el sonido de un roce por encima de él, cuando las botas de un francés bajaban resbalando por la curva exterior hasta la base del muro. «¡Bien por Donaju!», pensó el fusilero.

Dentro del barracón, un hombre gritó cuando una bala de mosquete lo lanzó hacia atrás. Los franceses estaban destapando las aspilleras al azar y disparaban dentro del barracón, donde mujeres y niños permanecían encogidos y gimoteaban. Los sitiados se acurrucaron lejos de las líneas de fuego de las aspilleras, la única defensa que tenían. Harper seguía disparando, al tiempo que un grupo de hombres y mujeres cargaba las armas para él, pero la mayoría de los ocupantes de los barracones sólo podían esperar en la penumbra llena de humo y rezar. El ruido era infernal: una cacofonía de disparos, sonidos metálicos y rozaduras, y siempre, como una espeluznante promesa de la horrible muerte que la derrota anunciaba, el fiero aullido lobuno de los hombres de Loup alrededor de los barracones.

De una parte del techo empezó a caer polvo. Sharpe alejó a todo el mundo de la zona amenazante, después la rodeó con hombres con mosquetes cargados.

—Si cae una sola piedra —les dijo—, disparen sin cesar como demonios.

Resultaba difícil respirar aquel aire. Estaba cargado de polvo, humo y el hedor de la orina. Las baratas velas de junco vacilaban. Ahora había niños llorando por todo el barracón, y Sharpe no podía hacer que se callaran. Las mujeres lloraban también, mientras las voces apagadas de los franceses se burlaban de sus víctimas, prometiendo indudablemente que a las mujeres les darían algo mejor que el humo para llorar.

Hagman tosió y después escupió al suelo.

—Esto es como una mina de carbón —dijo.

—¿Estuvo alguna vez en una mina de carbón, Dan? —preguntó Sharpe.

—Pasé un año metido en una mina en Derbyshire —dijo Hagman, y luego dio un respingo cuando la llamarada de un mosquete entró por una aspillera cercana. La bala se aplastó sin causar daño en la pared de enfrente—. Era sólo un crío —siguió Hagman—. Si a mi padre no le hubiera dado por morirse y a mi madre por mudarse otra vez a casa de su hermana en Handbridge, aún estaría allí. O muerto, que es más probable. Sólo los más afortunados cumplen las treinta primaveras en una mina. —Se estremeció cuando un inmenso estruendo rítmico empezó a reverberar por el espacio con forma de túnel del barracón. O bien los franceses habían traído una almádena con ellos, o bien estaban utilizando un tronco como ariete—. Somos como los tres cerditos en su casa, ¿no? —dijo Hagman en la resonante oscuridad—, con el lobo grande y malo soplando y resoplando ahí fuera.

Sharpe apretó su rifle. Estaba sudando y la culata de su rifle parecía grasienta.

—Cuando yo era un niño —dijo—, nunca me creí que los cerdos pudiesen sacarse de encima al lobo.

—Bueno, los cerdos no suelen hacerlo —dijo Hagman con gravedad—. Si esos malnacidos siguen dando esos golpes, me van a dar dolor de cabeza.

—No puede faltar mucho para que amanezca —dijo Sharpe, aunque en realidad no sabía si Loup iba a retirarse con las primeras luces. A sus hombres les había contado que el francés se iría al alba para darles esperanzas, pero tal vez no tuvieran esperanza alguna. Tal vez estaban todos condenados a morir en las ruinas revueltas de unos barracones abandonados, donde serían acuchillados con bayonetas y acribillados por una brigada francesa de élite que había venido para destruir a su maltrecha fuerza de infelices irlandeses.

—¡Atención! —gritó alguien. Cayó más polvo del techo. Hasta ahora los viejos barracones habían resistido sorprendentemente bien el ataque, pero la primera brecha en la mampostería parecía inminente.

—¡No disparen! —ordenó Sharpe—. ¡Esperen hasta que hayan entrado!

Un puñado de mujeres arrodilladas pasaban las cuentas de sus rosarios, meciéndose adelante y atrás sobre sus rodillas mientras recitaban el Ave María. Cerca, un grupo de hombres esperaba con rostros expectantes, con los mosquetes apuntados hacia el amenazante espacio del techo. Detrás de ellos, una piña exterior de hombres esperaba con más armas cargadas.

—Odiaba la mina de carbón —dijo Hagman—. Siempre me asustó la idea de entrar en el pozo. Allí los hombres morían sin ninguna razón. ¡Ninguna! Simplemente nos los encontrábamos muertos, en paz si usted quiere, dormidos como bebés. Y yo pensaba que los demonios habían salido del centro de la tierra para llevarse sus almas.

Una mujer chilló cuando un bloque de mampostería se movió y amenazó con caer.

—Al menos no tenían ustedes mujeres chillonas en las minas —le dijo Sharpe a Hagman.

—Pues sí que las teníamos, señor. Unas trabajaban con nosotros, y también había otras señoritas que trabajaban para sí mismas, si entiende lo que quiero decir. Había una llamada la Enanita, me acuerdo bien de ella. Cobraba un penique cada vez. Y nos cantaba todos los domingos, puede que un salmo o alguno de los himnos del señor Wesley. «Cariñoso Salvador, huyo de la tempestad a tu seno protector» —Hagman sonrió burlón en la sofocante oscuridad—. Puede que el señor Wesley tuviese algún problema con los franchutes, ¿no, señor? Al menos eso parece. ¿Conoce usted los himnos del señor Wesley, señor? —preguntó a Sharpe.

—Nunca fui de los que van a la iglesia, Dan.

—La Enanita no era exactamente de iglesia, señor.

—Pero, ¿fue la primera mujer con la que estuvo usted? —aventuró Sharpe.

En la oscuridad, Hagman se sonrojó.

—Y ni siquiera me cobró.

—Pues hurra por la Enanita —dijo Sharpe, y después levantó su rifle cuando, por fin, una sección del techo cedió y cayó contra el suelo en una confusión de polvo, gritos y ruido. El irregular orificio tenía menos de un metro de anchura y, más allá del polvo que lo oscurecía, las figuras espectrales de los soldados franceses parecían amenazadores gigantes—. ¡Fuego! —bramó Sharpe.

El corro de mosquetes disparó, seguido pocos segundos después por el segundo anillo de armas cuando más hombres dispararon al hueco. La respuesta francesa quedó extrañamente enmudecida, casi como si los atacantes hubiesen sido sorprendidos por la cantidad de fuego de mosquete que salía ahora a través del respiradero que acababan de abrir. Hombres y mujeres recargaban frenéticos y pasaban las armas recién cargadas hacia delante, y los franceses, alejados del borde del agujero por la impresionante fuerza de la andanada, empezaron a lanzar rocas dentro del barracón. Las piedras chocaban inofensivas contra el suelo.

—¡Taponen las aspilleras! —ordenó Sharpe, y los hombres bloquearon las aberturas con las piedras que los franceses estaban arrojando, para así detener las esporádicas balas. Mejor aún, el aire empezó a volverse más fresco. Incluso las llamas de las velas recobraron vida e iluminaron los rincones más oscuros del atestado y aterrorizado barracón.

—¡Sharpe! —gritó una voz desde fuera del barracón—. ¡Sharpe!

Los franceses interrumpieron sus disparos por un momento, y Sharpe ordenó a sus hombres un alto el fuego.

—¡Recarguen, muchachos! —Su voz sonó triunfante—. Siempre es buena señal que esos cabrones quieran hablar en vez de seguir luchando. —Se acercó al agujero del techo—. ¿Loup? —gritó.

—Salga aquí, Sharpe —dijo el brigadier—, entréguese y perdonaremos la vida a sus hombres.

Era una oferta lo bastante astuta, aunque hasta Loup sabía que el capitán de fusileros no aceptaría; sin embargo, no esperaba que Sharpe aceptara, sino que quería que la compañía de fusileros lo entregara, como fue entregado Jonás al océano por sus compañeros de barco.

—¿Loup? —gritó Sharpe—. Váyase al infierno. ¿Pat? ¡Abran fuego!

Harper disparó una andanada de balas de media pulgada hacia el otro barracón. Los hombres de Donaju aún estaban vivos y seguían luchando, y ahora los hombres de Loup volvieron a la vida cuando el combate cobró nuevo brío. Una frustrada ráfaga de balas de mosquete impactó alrededor de la aspillera de Harper. Una de las balas entró de rebote y chocó contra la culata de su rifle. Harper soltó una maldición porque el golpe le había dolido, y después disparó con el rifle hacia el tejado de enfrente.

El sonido de más pasos apresurados anunció un nuevo ataque. Los hombres que estaban bajo el boquete en la mampostería dispararon hacia arriba, pero de pronto una descarga de fuego entró en tromba desde el agujero. Loup había enviado a todos los hombres disponibles al tejado, y los atacantes fueron capaces de igualar la furia de las ráfagas de los defensores. Los guardias de la Real Compañía Irlandesa retrocedieron ante los disparos.

—¡Esos cabrones están en todos lados! —dijo Harper, y después se agachó al resonar un golpe sobre el techo de piedra por encima de su cabeza. Ahora los franceses estaban intentando atravesar el tejado justo al lado del nido de águila de Harper. Las mujeres gritaban y se tapaban los ojos. Había un niño sangrando por una bala rebotada.

Sharpe sabía que la lucha estaba llegando a su fin. Podía sentir la derrota. Supuso que había sido inevitable desde el mismo momento en que Loup se había anticipado a los defensores del fuerte de San Isidro y había superado su estrategia. Sabía que en cualquier momento una oleada de franceses irrumpiría desde el agujero del techo, y aunque muriesen unos pocos de los enemigos que entraran al barracón, la segunda oleada viviría para combatir sobre los cadáveres de sus compañeros y vencer así la batalla. Y, después, ¿qué? Sharpe sintió un escalofrío al pensar en la venganza de Loup, el cuchillo en su entrepierna, el tajo rebanador y el dolor por encima de todos los dolores. Miró hacia el agujero del techo con el rifle preparado para un último disparo, y se preguntó si no sería mejor apoyar su barbilla en la boca del canon y volarse la cabeza.

Entonces el mundo entero tembló. Empezó a caer polvo de todas las juntas de la mampostería, al tiempo que un fogonazo de luz iluminaba abrasador desde los bordes del boquete del techo. Un segundo después, el retumbante y atronador estruendo de una gran explosión se extendió sobre el barracón, ahogando incluso los furibundos disparos de los mosquetes franceses de fuera y los desesperados gimoteos de los niños de dentro. La apabullante explosión reverberó contra la entrada fortificada para volver de nuevo al interior del fuerte, mientras caían del cielo astillas de madera que repiqueteaban sobre el tejado.

A continuación, se hizo una especie de silencio inesperado. El fuego de los franceses se había detenido. En algún lugar cerca del barracón, un hombre gemía al inhalar y gimoteaba al exhalar. El cielo parecía más luminoso, pero la luz era intensa y rojiza. Un pedazo de piedra o de madera cayó rozando y rebotando por el lado curvo del barracón. Se oían lamentos y llantos de hombres, y más lejos de allí, el crepitar del fuego. Daniel Hagman apartó algunos de los jergones de paja que bloqueaban la puerta y echó un vistazo por un agujero de bala que atravesaba la madera.

—Es la munición portuguesa —dijo Hagman—. Había dos carros llenos aparcados por ahí, señor, y algún puto francés enloquecido debe de haber estado jugando con fuego.

Sharpe despejó una de las aspilleras y descubrió que estaba despejada al otro lado. Un francés con su uniforme gris en llamas pasó tambaleándose por el campo de visión de Sharpe. Ahora, en el silencio posterior a la gran explosión, pudo oír a más hombres sollozando y gimiendo.

—¡Esa explosión ha arrancado a esos mierdas de los tejados, señor! —gritó Harper.

Sharpe corrió hacia el boquete del techo y ordenó a un hombre que se pusiera a cuatro patas en el suelo. Después, usando la espalda del hombre como punto de apoyo, saltó hacia arriba y se agarró al borde fracturado de la mampostería.

—¡Empújenme hacia arriba! —ordenó.

Alguien empujó sus piernas hacia arriba, y él trepó con torpeza por el filo roto. El interior del fuerte parecía quemado y chamuscado. Los dos carros de munición habían volado en pedazos, extendiendo el caos entre los victoriosos franceses. El tejado estaba empapado en sangre, y una maraña de cuerpos yacía en el suelo cerca del barracón, donde los supervivientes de la explosión deambulaban confusos. Un hombre desnudo, ennegrecido y sangrando, daba tumbos entre aquellos aterrorizados franceses. Uno de los confundidos soldados de infantería vio a Sharpe, pero no tuvo fuerzas o quizá le faltó el sentido para levantar su mosquete. Parecía haber unos treinta o cuarenta muertos, y quizá otros tantos malheridos; no eran muchas bajas para el millar de hombres que Loup había llevado al San Isidro, pero el desastre había barrido toda la confianza de la brigada del lobo.

Y Sharpe vio que había aún mejores noticias. Porque a través de las espirales de humo y polvo, a través de la gris oscuridad de la noche y el amenazante resplandor del fuego, una línea plateada aparecía por el este. La luz del alba estaba brillando, y con el sol naciente llegaría un piquete de la caballería aliada para averiguar por qué se elevaba tanto humo desde el fuerte de San Isidro.

—Hemos ganado, chicos —dijo Sharpe mientras volvía al suelo del barracón de un salto. No era cierto del todo. No habían ganado, simplemente habían sobrevivido, pero esta vez la supervivencia tenía un poco común sabor a victoria, y más aún cuando, media hora después, los hombres de Loup abandonaron el fuerte. Lanzaron otro par de ataques sobre los barracones, pero fueron asaltos débiles, meros gestos de obstinación, pues la explosión había arrancado el entusiasmo del regimiento de Loup. Así que, con las primeras luces, los franceses se fueron y se llevaron a sus heridos con ellos. Sharpe ayudó a desmantelar la barricada interior de la puerta del barracón que tenía más cerca, y después salió precavido a una mañana fresca y llena de humo que apestaba a sangre y a fuego. Llevaba su rifle cargado, por si acaso Loup había dejado atrás a algún francotirador, pero nadie le disparó bajo aquella luz nacarada. Detrás de Sharpe, como hombres que acabaran de librarse de una pesadilla, los fusileros salieron con cautela a la luz del día. Donaju salió del segundo barracón, e insistió en darle la mano a Sharpe, casi como si el fusilero hubiese conseguido algún tipo de victoria. No había sido así. De hecho, Sharpe había estado a un palmo de distancia de una derrota ignominiosa.

Pero ahora, pese a todo, estaba vivo y el enemigo se había ido.

Lo que significaba, Sharpe lo sabía, que el verdadero problema estaba a punto de empezar.