CAPÍTULO 2
Desde el castillo de Ciudad Rodrigo se veían las colinas del otro lado del río, donde se habían concentrado las fuerzas inglesas, aunque la noche era tan oscura y húmeda que nada era visible, a excepción del resplandor de dos antorchas en el interior de un pasadizo, con un arco en la entrada, que atravesaba las inmensas murallas de la ciudad. Al caer cerca de la luz de las llamas, la lluvia refulgía plateada y empapaba el resbaladizo empedrado. Cada poco tiempo, un centinela aparecía en la entrada del pasaje y la fuerte luz se reflejaba en la brillante hoja de su bayoneta calada. Aparte de eso, no había señal alguna de vida. La tricolor francesa flameaba sobre la puerta, y guadalpreaba desanimadamente en la oscuridad, bajo la lluvia que caía a rachas sobre los muros del castillo y a veces llegaba incluso a colarse dentro de la profunda saetera, desde la que un hombre vigilaba el arco de entrada. La titilante luz de la antorcha se reflejaba en las gruesas lentes de sus anteojos con montura de latón.
—Puede ser que no venga —dijo la mujer que estaba junto a la chimenea.
—Si Loup ha dicho que vendrá —contestó el hombre sin volverse hacia ella—, vendrá. —El hombre tenía una voz notablemente profunda que no casaba con su apariencia, pues era esbelto, casi de aspecto frágil, con un rostro delgado de intelectual, ojos miopes y mejillas plagadas de cicatrices por una viruela de infancia. Aunque vestía un sencillo uniforme azul oscuro sin distintivos de rango, Pierre Ducos no necesitaba llamativas cadenas ni estrellas, borlas o charreteras trenzadas para demostrar su autoridad. El mayor Ducos era el hombre de Napoleón en España, y cualquiera que tuviese importancia, desde el rey José para abajo, lo sabía.
—Loup… —dijo la mujer—, significa «lobo», ¿no?
Esta vez Ducos sí se dio la vuelta.
—Tus compatriotas lo llaman «el lobo» —dijo—, y les asusta.
—La gente supersticiosa se asusta con facilidad —dijo la mujer, desdeñosa.
Era alta y delgada, y su rostro, más que hermoso, era digno de recordar. Un rostro duro, inteligente y singular, difícil de olvidar después de haberlo visto, de boca grande, ojos hundidos y expresión de desdén. Tendría unos treinta años, pero era difícil saberlo porque su piel estaba tan oscurecida por el sol que recordaba a la de una campesina. Otras mujeres de alta cuna se cuidaban de mantener su piel tan pálida como el yeso y tan suave como la cuajada, pero a esta dama no le preocupaban ni el aspecto ni los vestidos a la moda. Su pasión era la caza, y cuando iba tras sus perros montaba a caballo a horcajadas y por eso vestía como un hombre: calzones, botas y espuelas. Esta noche vestía uniforme de húsar francés, con ceñidos calzones de color azul cielo que llevaban un intrincado patrón de encaje húngaro en la parte delantera de los muslos, un dolmán de color ciruela con bocamangas azules y pasamanería trenzada de seda blanca, y una pelliza escarlata ribeteada con piel negra. Se rumoreaba que doña Juanita de Elia poseía un uniforme de cada regimiento a los que pertenecían los hombres con los que se había acostado, y que su guardarropa debía de ser tan amplio como los salones de la mayoría de la gente. A ojos del mayor Ducos, doña Juanita de Elia no era más que una furcia extravagante y el juguete de algún soldado, y en el turbio mundo de Ducos la extravagancia era una desventaja letal, pero Juanita se veía a sí misma como una aventurera y una afrancesada, y cualquier español que quisiera aliarse con Francia en esta guerra era útil para Pierre Ducos. Además, admitió a regañadientes, esta aventurera amante de la guerra estaba dispuesta a correr grandes riesgos por Francia, por lo que Ducos se sentía inclinado a tratarla con un respeto que normalmente no concedía a las mujeres.
—Hábleme del Lobo —pidió doña Juanita.
—Es un brigadier de dragones —contestó Ducos—. Al parecer, empezó su carrera militar como mozo de cuadra del ejército real. Es bravo, es exigente y, por encima de todo, es despiadado. —En general, Ducos tenía poco tiempo para los soldados, a los que consideraba tontos románticos muy dados a las poses y a los gestos grandilocuentes, pero Loup le gustaba. Loup era resuelto, violento y no se hacía ilusiones con nada, cualidades que poseía también el propio Ducos, a quien le gustaba pensar que, de haber sido un auténtico soldado, habría sido como Loup. Lo cierto era que, al igual que Juanita de Elia, Loup estaba afectado de cierta extravagancia, pero Ducos perdonaba al brigadier sus pretensiones de piel de lobo simplemente porque era el mejor soldado que Ducos había descubierto en España, y el mayor estaba decidido a que Loup recibiese una recompensa apropiada—. También es un triunfador, y algún día Loup será mariscal de Francia —añadió Ducos—, y cuanto antes mejor.
—No si el mariscal Masséna puede evitarlo, ¿verdad? —preguntó Juanita.
Ducos gruñó. Siempre disponía de información privilegiada, pero le disgustaba confirmarla en otras fuentes, aunque la antipatía que el mariscal Masséna sentía hacia Loup era tan bien conocida en el ejército que Ducos no había tenido necesidad de ocultarla.
—Los soldados son como Venados, madame —dijo Ducos—. Luchan para demostrar que son los mejores de su manada, y sienten más aversión hacia sus rivales más fieros que hacia las bestias que no les suponen competencia. Así que le sugeriría, madame, que entendiera la aversión del mariscal hacia el brigadier como una confirmación de las auténticas habilidades de Loup. —También era, así lo pensaba Ducos, una muestra típica de una pose despilfarradora. No era de extrañar que la guerra de España estuviese siendo tan larga y problemática cuando un mariscal de Francia derrochaba su mal genio contra el mejor brigadier de su ejército.
Se volvió hacia la ventana cuando el ruido de unos cascos resonó en el túnel de entrada a la fortaleza. Ducos escuchó el santo y seña, después oyó cómo chirriaban las bisagras al abrirse la puerta y, un segundo después, vio que frente al arco iluminado por las antorchas aparecía un grupo de jinetes grises.
Doña Juanita de Elia se había acercado a Ducos. Estaba tan cerca de él que podía oler el perfume de su llamativo uniforme.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó ella.
—El que está al frente —replicó Ducos.
—Monta bien —dijo Juanita de Elia con un esforzado respeto.
—Es un jinete nato —dijo Ducos—. Sin florituras. No hace bailar a su caballo, hace que luche. —Se alejó de la mujer. Le disgustaba tanto el perfume como coincidir en su opinión con aquella ramera.
Los dos esperaron en un incómodo silencio. Hacía mucho que Juanita de Elia se había dado cuenta de que sus armas no funcionaban con Ducos. Se había convencido de que a Ducos no le gustaban las mujeres, pero lo cierto era que el mayor sólo las concebía como un pasatiempo necesario. De vez en cuando iba a algún burdel para soldados, pero sólo después de que algún cirujano le proporcionara el nombre de una chica limpia. La mayor parte del tiempo podía prescindir de tales distracciones, pues prefería una dedicación monacal a la causa del emperador. Ahora se sentó ante su mesa y hojeó unos papeles mientras intentaba ignorar la presencia de la mujer. En algún lugar de la ciudad, el reloj de una iglesia dio las nueve, y entonces el eco de la voz de un sargento se alzó desde algún patio interior mientras un escuadrón de hombres marchaba hacia las murallas. La lluvia caía sin cesar. Después, por fin, botas y espuelas resonaron en el pasillo que llevaba a la gran cámara de Ducos, y doña Juanita levantó la mirada expectante.
El brigadier Loup no se molestó en llamar a la puerta de Ducos. Entró como un revuelo y echando humo por la ira.
—¡He perdido a dos hombres! ¡Maldita sea! ¡Dos hombres buenos! Por culpa de los fusileros, Ducos, los fusileros ingleses. ¡Los ejecutaron! ¡Los pusieron delante de un muro y los fusilaron como a alimañas! —Se había acercado a la mesa de Ducos y se estaba sirviendo brandy de la licorera—. Quiero que se ponga precio a la cabeza de su capitán, Ducos. Quiero las pelotas de ese hombre en el puchero del estofado de mis hombres. —Se calló de golpe, detenido por la exótica visión de la mujer uniformada que estaba en pie junto al fuego. Por unos instantes, Loup había creído que la figura con uniforme de caballería respondía a un joven especialmente afeminado, uno de aquellos dandis parisinos que gastaban más dinero en sus sastres que en sus caballos y armas, pero después se dio cuenta de que el dandi era una mujer, y que el penacho negro que caía en cascada por su espalda era su cabellera y no el adorno de un casco—. ¿Es suya, Ducos? —preguntó Loup con malicia.
—Monsieur —dijo Ducos con mucha formalidad—, permítame presentarle a doña Juanita de Elia. ¿Madame? Éste es el brigadier general Guy Loup.
El brigadier Loup miró a la mujer junto al fuego y le gustó lo que vio, y doña Juanita de Elia devolvió la mirada al general dragón y también le gustó lo que vio. Vio a un hombre fornido y tuerto con un rostro brutal y curtido por la intemperie, que llevaba cortos su cabello gris y su barba gris, y un uniforme gris ribeteado de piel como un disfraz de verdugo. En su piel brillaban gotas del agua de lluvia que hacía salir el olor a animal, un olor que se mezclaba con los embriagadores aromas de sillas de montar, tabaco, sudor, aceite para pistolas, pólvora y caballos.
—Brigadier —dijo ella cortésmente.
—Madame —correspondió Loup, y después miró de arriba abajo su ajustado uniforme sin avergonzarse—, ¿o debería decir coronel?
—Por lo menos brigadier —respondió Juanita—, si no es maréchal.
—¿Dos hombres? —Ducos interrumpió el flirteo—. ¿Cómo perdió a dos hombres?
Loup le contó la historia de su día. Se paseó de un lado a otro de la cámara mientras hablaba, mordiendo a la vez una manzana que había cogido del escritorio de Ducos. Contó cómo había llevado una partida de hombres a las colinas para dar con los fugitivos del pueblo de Fuentes de Oñoro y cómo, tras haberse vengado de los españoles, había sido sorprendido por la llegada de los casacas verdes.
—Los dirigía un capitán llamado Sharpe —dijo.
—Sharpe… —repitió Ducos, y entonces empezó a hojear un libro inmenso en el que apuntaba todo fragmento de información sobre los enemigos del emperador. El trabajo de Ducos era saber de aquellos enemigos y recomendar cómo podían ser destruidos, y su inteligencia era tan abundante como su poder—. ¡Sharpe! —dijo otra vez al encontrar la entrada que buscaba—. ¿Y dice que es un fusilero? Sospecho que puede ser el mismo tipo que capturó un águila en Talavera. ¿Sólo iba con casacas verdes o también lo acompañaban casacas rojas?
—Tenía casacas rojas.
—Entonces es el mismo hombre. Por alguna razón que nunca hemos descubierto, presta servicio en un batallón de casacas rojas —Ducos estaba escribiendo un añadido a sus notas en el libro que contenía entradas similares sobre unos quinientos oficiales enemigos. Algunas de las entradas estaban tachadas con una sola línea negra que indicaba que los hombres estaban muertos, y Ducos imaginaba a veces el glorioso día en que todos aquellos héroes enemigos, ingleses, portugueses y españoles por igual, fueran tachados en negro por un arrasador ejército francés—. En las tropas de Wellington —dijo ahora Ducos—, el capitán Sharpe es considerado un hombre notable. Ascendió desde soldado raso, brigadier, una proeza poco común en Inglaterra.
—Por mí como si ha ascendido desde una piara de cerdos, Ducos, quiero su cuero cabelludo y quiero sus pelotas.
Ducos no aprobaba semejantes rivalidades personales, puesto que temía que interfirieran con obligaciones más importantes. Cerró el libro.
—¿Y no sería mejor —sugirió con frialdad— que me permitiese presentar una queja formal por la ejecución? No creo que Wellington la pase por alto.
—No —dijo Loup—. No necesito que unos abogados se tomen mis venganzas. —El enojo de Loup no lo había causado la muerte de sus dos hombres, pues la muerte era un riesgo que todos los soldados aprendían a sobrellevar, sino más bien la manera en que habían muerto. Los soldados tenían que morir en batalla o en la cama, no contra un muro como vulgares criminales. Loup también estaba resentido porque otro soldado le había vencido—. Pero si así puedo matarlo en las próximas dos semanas, Ducos, entonces puede escribir su puñetera carta. —Fue un permiso a regañadientes—. Es más difícil matar soldados que civiles —continuó Loup—, y llevamos demasiado tiempo luchando contra civiles. Ahora mi brigada tendrá que aprender de nuevo a destruir enemigos de uniforme.
—Creía que la mayoría de soldados franceses preferían luchar contra otros soldados antes que contra guerrilleros —dijo doña Juanita.
Loup asintió.
—La mayoría sí, pero yo no, madame. Me he especializado en combatir a la guerrilla.
—Cuénteme cómo —preguntó ella.
Loup miró a Ducos como si le pidiera permiso, y Ducos asintió. Le molestaba la tensión sexual que percibía entre aquellos dos. Era una atracción tan elemental como la lujuria de una perdiz, una lujuria tan palpable que Ducos casi arrugaba la nariz por el hedor que despedían. Si dejaba a aquellos dos solos medio minuto, pensó, sus uniformes acabarían formando un único montón en el suelo. Aunque no era su lujuria lo que le ofendía, sino más bien el hecho de que ésta los distraía sin duda de los asuntos que tenían entre manos.
—Adelante —le dijo a Loup.
Loup se encogió de hombros como si en realidad no hubiese ningún secreto al respecto.
—Tengo las tropas mejor entrenadas del ejército. Mejores que la Guardia Imperial. Combaten bien, matan bien y reciben buenas recompensas. Los mantengo apartados. No se alojan ni se mezclan con las demás tropas, y de esta manera nadie sabe dónde están o qué están haciendo. Si se envía a seiscientos hombres en una marcha hacia Madrid, yo garantizo que todos los guerrilleros de aquí a Sevilla lo sabrán antes de que salgan. Nunca sucederá eso con mis hombres. No le contamos a nadie lo que estamos haciendo o a dónde vamos, simplemente nos vamos y lo hacemos. Y tenemos nuestro propio sitio para vivir. He vaciado un pueblo de sus habitantes y lo he convertido en mi depósito, pero no nos quedamos allí simplemente. Viajamos adonde queremos, dormimos donde queremos y, si los guerrilleros nos atacan, mueren, y no sólo ellos, también mueren con ellos sus madres, sus hijos, sus sacerdotes y sus nietos. Les aterrorizamos, madame, igual que ellos intentan aterrorizarnos a nosotros, y por ahora mi manada de lobos resulta más aterradora que los partisanos.
—Qué bien —dijo simplemente Juanita.
—La zona de patrulla del brigadier Loup destaca por estar libre de partisanos —dijo Ducos a modo de generoso tributo.
—No libre del todo —añadió Loup en tono grave—. El Castrador aún está vivo, pero yo utilizaré su propio cuchillo con él. Quizá la llegada de los ingleses le animará a asomar el morro otra vez.
—Que es por lo que estamos aquí —dijo Ducos, asumiendo el mando de la habitación—. Nuestro trabajo es asegurarnos de que los ingleses no se queden aquí, sino que hagan su equipaje. —Y después, con su voz profunda y casi hipnótica, describió la situación militar tal como la comprendía. El brigadier general Loup, que había pasado el último año luchando para mantener los pasos de las colinas de la frontera libres de partisanos, y así se había ahorrado los desastres que habían afligido al ejército del mariscal Masséna en Portugal, escuchaba embelesado mientras Ducos contaba la historia real, y no las mentiras patrióticas que se vendían en las columnas del Moniteur—. Wellington es listo —admitió Ducos—. No es brillante, pero es listo y lo subestimamos. —Los franceses no habían sabido de la existencia de las líneas de Torres Vedras hasta que estuvieron a tiro de cañón de las defensas, y tuvieron que esperar, cada vez con más hambre y con más frío, durante todo el invierno. Ahora el ejército estaba de nuevo en la frontera española, y a la espera de un asalto de Wellington.
Un asalto que sería duro y sangriento por culpa de las dos inmensas fortalezas que bloqueaban las únicas carreteras transitables a través de las montañas fronterizas. Ciudad Rodrigo era la ciudadela del norte, y Badajoz la del sur. Badajoz había estado en manos españolas hasta hacía un mes, y los ingenieros de Masséna habían perdido la esperanza de llegar a rendir sus masivas murallas, pero Ducos había arreglado un gran soborno y el comandante español había entregado las llaves de la fortaleza. Ahora, las dos llaves para entrar en España, Badajoz y Ciudad Rodrigo, estaban firmemente sujetas por la mano del emperador.
Pero había una tercera fortaleza en la frontera que también estaba en manos francesas. Almeida estaba dentro de Portugal y, aunque no era tan importante como Ciudad Rodrigo o Badajoz, y a pesar de que su enorme castillo Y la vecina catedral habían sido destruidos en una explosión de pólvora que hizo temblar la tierra justo el año anterior, las gruesas murallas con forma de estrella de la ciudad y su numerosa guarnición francesa aún representaban un formidable obstáculo. Cualquier fuerza inglesa que sitiara Ciudad Rodrigo tendría que emplear miles hombres para protegerse ante la amenaza de que la guarnición de Almeida saliese a atacar las carreteras de abastecimiento, y Ducos consideraba que Wellington nunca toleraría semejante amenaza a la retaguardia de su ejército.
—La prioridad básica de Wellington será capturar Almeida —dijo Ducos—, y el mariscal Masséna hará todo lo que pueda para liberar la fortaleza del sitio inglés. En otras palabras, brigadier —Ducos hablaba más para Loup que para doña Juanita—, se librará una batalla cerca de Almeida. Pocas cosas seguras existen en la guerra, pero creo que de esto sí podemos estar seguros.
Loup miró fijamente el mapa y después asintió.
—A menos que al mariscal Masséna se le ocurra retirar la guarnición —dijo con tono de desprecio dando a entender que Masséna, su enemigo, era capaz de cualquier tontería.
—No lo hará —objetó Ducos con la certidumbre de alguien que tenía el poder de dictar la estrategia a los mariscales de Francia—. Y la razón es que no estará allí —añadió Ducos, dando un golpecito en el mapa mientras hablaba—. Observe esto —Loup se inclinó obediente sobre el mapa. La fortaleza de Almeida aparecía como una estrella para imitar la silueta de su fortificación dentada. A su alrededor, estaban las marcas punteadas de las colinas, pero detrás de éstas, entre Almeida y el resto de Portugal, fluía un profundo río, el Coa—. Corre por una garganta, brigadier —dijo Ducos—, y sólo lo cruza un puente en Castello Bom.
—Lo conozco bien.
—Pues si derrotamos al general Wellington a este lado del río —dijo Ducos—, entonces los fugitivos de su ejército se verán forzados a retirarse por un solo puente de apenas tres metros de ancho. Ésa es la razón por la que dejaremos la guarnición en Almeida, porque su presencia obligará a lord Wellington a luchar en esta orilla del Coa, y cuando lo haga lo destruiremos. Y en cuanto los ingleses se hayan ido, brigadier, emplearemos sus tácticas de terror para acabar con toda resistencia en Portugal y España.
Loup se enderezó. Le había impresionado el análisis de Ducos, pero también le planteaba dudas. Necesitó un par de segundos para formular su objeción, y llenó ese tiempo encendiéndose un largo y oscuro cigarro. Exhaló el humo, y después decidió que no había una manera diplomática de dar voz a su duda, así que la expuso crudamente.
—No he combatido en batalla con los ingleses, mayor, pero he oído que son unos cabrones testarudos en cuanto a defensas —Loup dio un toquecito en el mapa—. Conozco bien la región. Está llena de colinas y de valles ribereños. Dele a Wellington una colina y podría morir usted de viejo antes de poder hacer que se mueva del sitio. Sea como sea, eso es lo que he oído —Loup terminó encogiéndose de hombros, como para restar importancia a su propia opinión.
Ducos sonrió.
—¿Y si suponemos, brigadier, que hay unas manzanas podridas en el cesto del ejército de Wellington?
Loup consideró la pregunta, después asintió.
—Se vendrá abajo —confirmó convencido.
—¡Bien! Porque ésa es precisamente la razón por la que quería que conociese a doña Juanita —dijo Ducos, y la dama sonrió al dragón—. Doña Juanita cruzará las líneas —continuó Ducos—, y vivirá entre nuestros enemigos. De vez en cuando, brigadier, ella contactará con usted para que le proporcione determinados suministros que yo le haré llegar a usted. Quiero que convierta en su máxima prioridad la provisión de esos suministros a doña Juanita.
—¿Suministros? —preguntó Loup—. ¿Se refiere a armas? ¿Munición?
Doña Juanita respondió por Ducos.
—Nada de eso, brigadier, eso no se puede transportar en las alforjas de una bestia de carga.
Loup miró a Ducos.
—¿Cree que es fácil cabalgar de un ejército a otro? Demonios, Ducos, los ingleses tienen una defensa de caballería, y están los partisanos y nuestros piquetes, y Dios sabe cuántos otros puestos de observación con centinelas ingleses. No es lo mismo que dar un paseo por el Bois de Boulogne.
A Ducos no parecía interesarle.
—Doña Juanita hará sus propios preparativos, y tengo confianza en ellos. Lo que debe hacer usted, brigadier, es familiarizar a esta dama con sus guaridas. Tiene que saber dónde encontrarle a usted y cómo. ¿Puede encargarse de esto?
Loup asintió, después miró a la mujer.
—¿Puede cabalgar conmigo mañana?
—Todo el día, brigadier.
—Entonces cabalgaremos mañana —dijo Loup—, y ¿quizá también al día siguiente?
—Es posible, general, es posible —respondió la mujer.
Ducos volvió a interrumpir sus flirteos. Era tarde, la cena le estaba esperando y aún tenía varias horas de papeleo por resolver.
—Sus hombres —le dijo a Loup— están ahora en la línea de piquetes de las tropas. Así que quiero que preste atención a la llegada de una nueva unidad al ejército inglés.
Loup, sospechando que lo trataban como si hubiese nacido ayer, frunció el ceño.
—Siempre prestamos atención a cosas como ésa, mayor. Somos soldados, ¿lo recuerda?
—Especial atención, brigadier —Ducos apenas se inmutó por el enojo de Loup—. Se espera que una unidad española, la Real Compañía Irlandesa, se una pronto a los ingleses, y quiero saber cuándo llegan y cuál es su posición. Es importante, brigadier.
Loup miró fijamente a Juanita, pues sospechaba que la Real Compañía Irlandesa estaba conectada de alguna forma con su misión, pero el rostro de ella no dejaba traslucir nada. Qué más da, pensó Loup, la mujer se lo contaría todo antes de que pasaran las dos noches siguientes.
—Si un perro se tira un pedo en las líneas inglesas, mayor, será el primero en saberlo.
—¡Bien! —dijo Ducos poniendo fin a la conversación—. No lo entretendré más, brigadier. Estoy seguro de que tiene planes para esta noche.
Con permiso para retirarse, Loup recogió su casco, cuyo penacho de pelo gris estaba aún húmedo.
—Doña —observó mientras abría la puerta del pasillo—, ¿no es ese el tratamiento para una mujer casada?
—Mi marido, general, está enterrado en Suramérica —Juanita encogió los hombros—. La fiebre amarilla, por desgracia.
—Y mi esposa, madame —dijo Loup—, está enterrada en su cocina de Besançon. Por desgracia. —Tendió una mano hacia la puerta, ofreciéndose a escoltarla por las sinuosas escaleras, pero Ducos retuvo a la española.
—¿Está preparada para marcharse? —preguntó Ducos a Juanita cuando Loup ya no podía oírle.
—¿Tan pronto? —respondió Juanita.
Ducos se encogió de hombros.
—Sospecho que la Real Compañía Irlandesa ya habrá alcanzado las líneas inglesas, aunque quizá sea más probable que lo hagan hacia final de mes.
Juanita asintió.
—Estoy preparada —guardó silencio—. Ducos, ¿sospecharán los ingleses de las verdaderas motivaciones de la Real Compañía Irlandesa?
—Por supuesto que sí. Serían tontos si no lo hicieran. Además, ésa es precisamente mi intención. Nuestra tarea, madame, es desestabilizar a nuestro enemigo, así que permitamos que desconfíen de la Real Compañía Irlandesa, y tal vez así pasen por alto la verdadera amenaza, ¿no cree? —Ducos se quitó sus anteojos y limpió sus lentes con el borde de su sencilla casaca—. ¿Qué hay de lord Kiely? ¿Está segura de sus afectos?
—Es un tontorrón borracho, mayor —contestó Juanita—. Hará todo lo que yo le diga.
—No provoque sus celos —advirtió Ducos.
Juanita sonrió.
—Puede darme lecciones sobre muchas cosas, Ducos, pero cuando se trata de hombres y sus cambios de humor, créame, sé todo lo que hay que saber. No se preocupe por milord Kiely. Lo mantendré muy suave y muy obediente. ¿Eso es todo?
Ducos volvió a colocarse los anteojos.
—Eso es todo. Deseo que tenga un buen descanso esta noche, madame.
—Estoy segura de que será una noche espléndida, Ducos. —Doña Juanita sonrió y salió de la habitación. Ducos escuchó el sonido de sus espuelas bajando los escalones; después la oyó reír cuando se encontró con Loup, que había estado esperándola al pie de la escalera. Ducos cerró la puerta al sonido de sus risas y volvió a acercarse lentamente a la ventana. En la noche la lluvia seguía cayendo, pero en la ajetreada mente de Ducos no había nada más que la visión de la gloria. No sólo dependía de que Juanita y Loup cumplieran su encargo, sino más bien del inteligente plan de un hombre al que incluso Ducos reconocía como su igual, un hombre cuya pasión por derrotar a los ingleses igualaba la pasión de Ducos por ver a Francia triunfante, y un hombre que ya estaba tras las líneas inglesas, donde iba a sembrar la cizaña que primero haría mella en el ejército inglés, y después lo conduciría a una trampa junto a un angosto barranco. El flaco cuerpo de Ducos se estremeció mientras aquella visión se agitaba en su imaginación. Vio cómo el insolente ejército inglés era erosionado desde dentro, y después era atrapado y derrotado. Vio a Francia triunfante. Vio el desfiladero de un río lleno hasta sus rocosos bordes de cadáveres ensangrentados. Vio a su emperador gobernando en toda Europa y después, quién lo iba a decir, en todo el mundo conocido. Alejandro lo había conseguido, ¿por qué no Bonaparte?
Y, con un poco de astucia por parte de Ducos y su agente más secreto, todo empezaría a orillas del Coa, cerca de la fortaleza de Almeida.
—Es una oportunidad, Sharpe, por mi alma que es una oportunidad. Una verdadera oportunidad. No se dan muchas oportunidades en la vida de un hombre y hay que aprovecharlas. Me lo enseñó mi padre, que era obispo, ya ve usted, y nadie pasa de ser coadjutor a ser obispo si no es sacando provecho de sus oportunidades. ¿Me entiende?
—Sí, señor.
Las inmensas posaderas del coronel Claud Runciman estaban bien asentadas en el banco de la posada, y delante de él, en una sencilla mesa de madera, estaban los restos de un opíparo banquete. Había huesos de pollo, la raspa desordenada de un racimo de uvas, pieles de naranja, huesecillos de conejo, un pedazo de cartílago inidentificable y un odre de vino deshinchado. La copiosa comida había obligado al coronel Runciman a desabrocharse la casaca, el chaleco y la camisa para poder aflojar los cordoncillos de su fajín, y la consecuente distensión de su vientre estiraba la cadena de un reloj, que colgaba pesada y llena de dijes, sobre una franja de carne desnuda y estirada como la piel de un tambor. El coronel soltó un portentoso eructo.
—Hay por ahí una chica cheposa que sirve la comida, Sharpe —dijo Runciman—. Si ve a la muchacha, dígale que tomaré un poco de tarta. Puede que con un poco de queso. Pero no si es queso de cabra. Mi estómago no soporta el queso de cabra, me da acidez, ¿sabe? —La casaca roja de Runciman tenía las vueltas amarillas y pasamanería de plata del 37.º, un buen regimiento de línea de Hampshire que llevaba más de un año sin ver la generosa sombra del coronel. Hasta hacía poco, Runciman había sido el general vaguemaestre a cargo de los suministros y equipos del Real Cuerpo de Suministros y sus arrieros auxiliares portugueses, pero ahora había sido asignado como oficial de enlace a la Real Compañía Irlandesa.
—Es un honor, por supuesto —le dijo a Sharpe—, pero no inesperado ni inmerecido. Ya le dije a Wellington cuando me nombró general vaguemaestre que asumiría el trabajo como un favor hacia él, pero que esperaba una recompensa por hacerlo. Nadie quiere pasarse la vida embruteciéndose entre intendentes de poco seso, por Dios, no. ¡Ahí está la chepuda, Sharpe! ¡Está ahí! ¡Llámela, Sharpe, sea un buen chico! ¡Dígale que quiero tarta y algún queso decente!
Le sirvieron tarta y queso y otro odre lleno de vino, además de un cuenco con cerezas, para satisfacer los últimos vestigios posibles del apetito de Runciman. Un grupo de oficiales de caballería, que estaban sentados a una mesa al otro lado del patio, apostaban sobre cuánta comida podría consumir aquel grueso coronel, pero éste hacía caso omiso de sus burlas.
—Es una oportunidad —volvió a decir tras haber devorado su tarta—. No sabría decirle qué sacará usted de ahí, desde luego, aunque de todas formas un tipo como usted probablemente no espera mucho de la vida, pero calculo que para mí se trata de una oportunidad de hacerme con el Toisón de Oro. —Miró de soslayo a Sharpe—. Usted sabe lo que significa «real», ¿verdad?
—Del rey, señor.
—Así que no es del todo inculto, ¿eh? Así es, del rey, Sharpe. ¡La guardia del rey! ¡Esos irlandeses son del rey! No son una panda de arrieros y muleros ordinarios. Tienen conexión con la realeza, Sharpe, ¡y eso significa recompensas reales! Me hago a la idea de que puede que la corte española conceda una pensión junto con el Toisón de Oro. Creo que te dan una estrella y un collar de oro, pero una pensión también sería bien recibida. En recompensa por un trabajo bien hecho, ¿no le parece? ¡Y eso sólo por parte de los españoles! Sólo el buen Dios sabe con qué podría salir Londres. ¿Un título de caballero? El príncipe regente querrá saber que hemos hecho un buen trabajo, Sharpe, se interesará personalmente, ¿se da cuenta? Estará esperando que tratemos a esos tipos de buena manera, como corresponde a una guardia real. Como poco la Orden de Bath, creo yo. Puede que incluso un vizcondado. ¿Por qué no? Sólo hay un problema —el coronel Runciman volvió a eructar, y después levantó una nalga por unos segundos—. Dios mío, pero así está mejor —dijo—. Hay que soltar los gases, eso es lo que dice mi médico, para que el cuerpo no se pudra por dentro. Ahora, Sharpe, el garbanzo negro en nuestro potaje es el hecho de que todos esos guardias reales sean irlandeses. ¿Alguna vez ha comandado a irlandeses?
—Alguna que otra, señor.
—Bien, pues yo he comandado a decenas de esos granujas desde que fusionaron el cuerpo de Suministros con los Cuerpos Irlandeses de Suministros, y no hay mucho que no sepa sobre los irlandeses. ¿Sirvió alguna Vez en Irlanda, Sharpe?
—No, señor.
—Yo estuve allí una vez, de guarnición en el castillo de Dublín. Seis meses de miseria, Sharpe, sin una sola comida bien preparada. Sólo Dios sabe, Sharpe, que me esforcé por ser un buen cristiano y por amar a mi prójimo, pero había veces en que los irlandeses lo hacían difícil. No es que no haya algunos que no sean los tipos más encantadores que se pueda encontrar uno, ¡pero pueden llegar a ser tan obtusos! Ay, Sharpe, a veces me preguntaba si me estaban tomando el pelo, fingiendo que no entendían hasta las órdenes más simples. ¿No le parece? Y hay algo más, Sharpe. Tenemos que ser diplomáticos usted y yo. Los irlandeses —y aquí Runciman se inclinó con torpeza hacia delante, como si estuviese confiándole algo importante a Sharpe— son en su mayoría católicos, Sharpe. ¡Papistas! ¡Tendremos que vigilar nuestro discurso teológico si no queremos alterar su genio! Puede que usted y yo sepamos que el Papa es la reencarnación de la Ramera Escarlata de Babilonia, pero no ayudará a nuestra causa que lo digamos en voz alta. ¿Sabe usted a lo que me refiero?
—¿Quiere decir que no habría Toisón de Oro, señor?
—Buen chico. Sabía que lo entendería. Exactamente. Tenemos que ser diplomáticos, Sharpe. Tenemos que ser comprensivos. Es preciso tratar a esos muchachos como si fueran ingleses —Runciman caviló sobre aquella afirmación, y después torció el gesto—. O casi como a ingleses, comoquiera que sea. Usted ascendió desde soldado raso, ¿no es cierto?, así que puede que estas cosas no sean tan evidentes para usted, pero sólo con que recuerde mantener silencio respecto al Papa no meterá demasiado la pata. Y dígales lo mismo a sus muchachos —añadió enseguida.
—Un buen número de mis hombres son católicos, señor —dijo Sharpe—, e irlandeses.
—Así tiene que ser. ¡Un tercio de este ejército es irlandés! Si alguna vez llegara a haber un motín, Sharpe. —El coronel Runciman se estremeció sólo de pensar que los casacas rojas papistas pudieran enloquecer—. Bueno, no merece la pena pensarlo, ¿verdad? —continuó—. Así que ignore a esos infames herejes, Sharpe, simplemente ignórelos. La ignorancia es la única causa posible del papismo, lo decía siempre mi querido padre, y arder atado a un poste la única cura conocida. Él era obispo, así que entendía de estos asuntos. Oh, y otra cosa más, Sharpe, le agradecería que no me llamara coronel Runciman. Aún no me han reemplazado, de modo que aún soy general vaguemaestre, por lo que debería llamarme general Runciman.
—Por supuesto, general —dijo Sharpe, disimulando una sonrisa.
Después de diecinueve años en el ejército, había conocido a muchos hombres como el coronel Runciman. Aquel hombre había comprado sus ascensos hasta llegar a ser teniente coronel, y ahí se había quedado atascado porque los ascensos por encima de ese rango dependían únicamente de la veteranía y el mérito; pero si Runciman quería que lo llamaran general, Sharpe le seguiría la corriente un rato. Se daba perfecta cuenta de que Runciman no era un tipo difícil, por lo que tenía poco sentido enemistarse con él.
—¡Buen chico! ¡Ah! ¿Ve a ese muchacho escuálido que se marcha? —Runciman señaló a un hombre que salía de la posada en ese momento—. Juraría que se ha dejado medio odre de vino en su mesa. ¿Lo ve? Vaya y agárrelo, Sharpe, que usted aún está en forma, antes de que la muchacha de la chepa le ponga las garras encima. Lo haría yo mismo, pero la maldita gota me está agobiando de lo lindo hoy. ¡Vaya, hombre, que tengo sed!
Sharpe se ahorró la indignidad de recoger sobras de las mesas de los demás como un mendigo gracias a la llegada del mayor Michael Hogan, que le indicó con un gesto que volviera hacia los restos de la comida de Runciman.
—Buenas tardes tenga usted, coronel —dijo Hogan—, y un gran día también, ¿no es así? —Sharpe notó que Hogan exageraba a propósito su acento irlandés.
—¡Y caluroso! —respondió Runciman, secándose con la servilleta el sudor que le goteaba por las gordas mejillas antes siquiera de mirar a su interlocutor; después, tras ver a Hogan, consciente de pronto de que tenía la barriga al aire, intentó en vano juntar los bordes de su fajín—. Maldito calor —añadió en un susurro.
—Es el sol, coronel —dijo Hogan con mucha seriedad—. Me he dado cuenta de que, en estas latitudes, el sol parece ir calentando más y más a lo largo del día. ¿Lo ha notado usted?
—Bueno, ¡por supuesto que es el sol! —dijo Runciman confundido.
—¡Así que tengo razón! ¿No es asombroso? Pero, entonces ¿qué ocurre con el invierno, coronel?
Runciman lanzó una mirada de angustia al odre abandonado. Estaba a punto de ordenar una vez más a Sharpe que lo recogiera, cuando la sirvienta se lo llevó.
—Maldita sea —dijo Runciman apenado.
—¿Decía algo, coronel? —preguntó Hogan mientras cogía un puñado de las cerezas de Runciman.
—Nada, Hogan, sólo ha sido una punzada de la gota. Necesito algo más de agua de Husson, pero es difícil encontrarla a la maldita. Tal vez podría pedírsela usted a la Guardia Montada de Londres. Tendrían que darse cuenta de que por aquí necesitamos medicamentos. Y una cosa más, Hogan.
—Dígame usted, coronel. Soy suyo para lo que usted ordene.
Runciman se ruborizó. Sabía que se burlaba de él, pero aunque su rango era superior al del irlandés, le ponía nervioso la cercanía que existía entre Hogan y Wellington.
—Todavía soy, como usted sin duda sabe, general vaguemaestre —dijo Runciman con solemnidad.
—Así es, coronel, así es. Y uno excelente, maldición, tengo que decirlo. Me lo decía milord el otro día. Hogan, decía, ¿alguna vez en todos los días de su vida ha visto unos carros tan bien dirigidos?
—¿Wellington dijo eso? —preguntó Runciman atónito.
—Lo dijo, coronel, por supuesto que lo dijo.
—Bueno, en realidad no me sorprende —observó Runciman—. Mi querida madre siempre decía que yo tenía talento para la organización, Hogan. Pero el caso es, mayor —siguió diciendo Runciman—, que hasta que no se encuentre a un sustituto aún soy el general vaguemaestre —hizo hincapié en la palabra «general»—, y le estaría enormemente agradecido si se dirigiera a mí como…
—Mi estimado vaguemaestre —Hogan interrumpió la laboriosa petición de Runciman—, ¿por qué no me lo dijo antes? Por supuesto que me dirigiré a usted como vaguemaestre, y le pido disculpas por no haber pensado en esa sencilla cortesía yo mismo. Pero ahora, vaguemaestre, si disculpa mi osadía, la Real Compañía Irlandesa ha llegado a las afueras de la ciudad y necesitamos pasar revista, si es que está usted listo —Hogan indicó con un gesto la salida de la posada.
A Runciman parecía acobardarle la perspectiva de hacer cualquier esfuerzo.
—¿Justo ahora, Hogan? ¿En este momento? Pues no puedo. Órdenes del médico. Un hombre de mi constitución necesita tomarse un descanso después de… —Se detuvo, mientras buscaba la palabra apropiada—. Después de… —prosiguió y volvió a quedarse callado.
—¿Un descanso después del trabajo? —sugirió dulcemente Hogan—. Muy bien, vaguemaestre, le diré a lord Kiely que se encontrará con él y con sus hombres en la recepción del general Valverde esta tarde, mientras Sharpe conduce a los hombres hasta el fuerte de San Isidro.
—Entonces, esta tarde en casa de Valverde, Hogan —aceptó Runciman—. Muy bien. Y Hogan. Sobre lo de que soy general vaguemaestre…
—No es necesario que me lo agradezca, vaguemaestre. Sólo me avergüenza con su gratitud, así que, ¡ni una palabra más! Respetaré sus deseos y le diré a todos los demás que hagan lo mismo. Ahora, ¡vayámonos, Richard! ¿Dónde están sus compañeros de verde?
—En la tasca que hay frente a esta taberna, señor —dijo Sharpe. Sus fusileros iban a encontrarse con Sharpe en el fuerte de San Isidro, una fortificación abandonada en la frontera portuguesa, donde colaborarían en la instrucción de la Real Compañía Irlandesa en el uso de mosquetes y tácticas de escaramuza.
—Dios mío, Sharpe, ¡menudo necio es ese Runciman! —espetó Hogan alegremente cuando los dos salían por la puerta de la posada—. Es un necio genial, pero sin duda ha sido el peor general vaguemaestre de la historia. El perro de McGilligan habría hecho mejor el trabajo, y eso que el perro de McGilligan era famoso por ser ciego y epiléptico, y porque solía estar borracho. No conoció usted a McGilligan, ¿verdad? Fue un buen ingeniero, pero se cayó del Muelle Viejo de Gibraltar y se ahogó; eso sí, después de haberse bebido dos cuartillos de jerez, que Dios guarde su alma. No se pudo consolar a su pobre perro y hubo que matarlo. El 73.º de Highlanders se encargó del asunto con todo un pelotón de fusilamiento, y después le rindieron honores militares. Aunque Runciman es el tipo idóneo para halagar a los irlandeses, y sin duda hará que piensen que los tomamos en serio; pero ése no es su trabajo, Sharpe. ¿Entiende lo que le digo?
—No, señor —objetó Sharpe—, no le entiendo en lo más mínimo, señor.
—Está siendo usted lento, Richard —dijo Hogan, y después se detuvo y agarró uno de los botones de plata de la casaca de Sharpe para dar énfasis a sus siguientes palabras—. El objetivo de todo lo que estamos haciendo ahora es disgustar a lord Kiely. Su trabajo es convertirse en un grano en las posaderas de ese lord irlandés, y resultarle irritante. No lo queremos aquí, y tampoco queremos aquí su puñetera Real Compañía, pero no podemos decirles que se larguen porque no sería diplomático, así que su trabajo es conseguir que se marchen por voluntad propia. ¡Oh! vaya, lo siento —soltó de pronto a modo de disculpa, al quedarse con el botón en la mano—. Esos cabronazos no traman nada bueno, Richard, y tenemos que encontrar una forma diplomática de librarnos de ellos, así que haga todo lo que pueda para que su estancia aquí sea de lo más incómoda, hágalo y Confíe en que el rollizo Runciman suavice las cosas para que no crean que estamos siendo groseros a propósito —Hogan sonrió—. Sólo le culparán de no ser un caballero.
—Pero no lo soy, ¿no?
—Pues resulta que sí lo es, éste es uno de sus defectos; pero no nos preocupemos ahora de eso. Simplemente líbrese de Kiely en mi nombre, Richard, y de todos sus alegres muchachos. ¡Haga que se arrastren! ¡Hágales sufrir! Pero, por encima de todo, Richard, por favor, por favor, haga que esos cabrones se larguen cuanto antes.
Puede que a la Real Compañía Irlandesa se le diese el nombre de compañía, pero de hecho era un pequeño batallón, uno de los cinco que componían el cuerpo de guardia de la realeza de España. Había exactamente trescientos cuatro guardias en los registros de la compañía cuando ésta prestaba servicio en el palacio de El Escorial, fuera de Madrid, pero el encarcelamiento del rey de España y el favorable descuido de la ocupación francesa habían reducido sus filas; además, el viaje en barco alrededor de la Península para reunirse con el ejército inglés había disminuido aún más sus filas, de modo que, cuando la Real Compañía Irlandesa formó a las afueras de Vilar Formoso, sólo quedaban unos ciento sesenta y tres soldados. Acompañaban a esos ciento sesenta y tres hombres treinta oficiales, un capellán, ochenta y nueve esposas, setenta y cuatro niños, dieciséis sirvientes, veintidós caballos, una docena de mulas «y una querida», le contó Hogan a Sharpe.
—¿Una querida? —preguntó Sharpe incrédulo.
—Bueno, es probable que haya una veintena de queridas —dijo Hogan—, ¡o dos veintenas! Lo más seguro es que sea un burdel andante, pero lord Kiely me ha dicho que tenemos que encontrar un alojamiento adecuado para él y para su amiguita. No es que ella esté ya aquí, ya me entiende, pero milord me ha dicho que está en camino. Se supone que doña Juanita de Elia se abrirá camino gracias a sus encantos a través de las líneas enemigas para calentar la cama de milord y, si se trata de la misma Juanita de Elia de la que he oído hablar, tiene mucha práctica en calentar camas. ¿Sabe lo que se dice de ella? ¡Que colecciona un uniforme del regimiento al que pertenece cada hombre con el que se acuesta! —Hogan rió entre dientes.
—Si cruza las líneas por aquí —dijo Sharpe—, necesitará una suerte de mil demonios para escapar de la brigada Loup.
—¿Cómo demonios sabe usted de Loup? —preguntó Hogan al instante. La mayor parte del tiempo el irlandés era un alma alegre e ingeniosa, pero Sharpe sabía que aquella bonhomía ocultaba una mente muy aguda, y el tono de la pregunta sacó a la superficie su agudeza.
Por una décima de segundo, Sharpe tuvo la tentación de confesar que se había encontrado con el brigadier, y que luego había ejecutado ilegalmente a dos de sus soldados de uniforme gris; al fin y al cabo, Hogan era también un amigo; sin embargo, consideró que lo mejor era olvidar aquella hazaña.
—Aquí todo el mundo sabe de Loup —contestó en vez de confesar—. No se puede pasar un día en esta frontera sin oír hablar de Loup.
—Eso es bastante cierto —admitió Hogan, disipando sus sospechas—. Pero no se sienta tentado de investigar más, Richard. Es un mal tipo. Deje que yo me ocupe de Loup, mientras usted se encarga de esos peleles —Hogan y Sharpe, seguidos por los fusileros, habían doblado una esquina y ahora veían cómo la Real Compañía Irlandesa desfilaba arrastrando los pies en un descampado frente a una iglesia a medio construir—. Nuestros nuevos aliados —dijo con amargura Hogan—, lo crea usted o no, en traje de faena.
Se suponía que el traje de faena era el uniforme de servicio que un soldado vestía a diario, pero el traje de faena de la Real Compañía Irlandesa era mucho más llamativo y elegante que todas las mejores galas de la mayoría de los batallones de línea ingleses. Los guardias vestían cortas chaquetillas rojas con ribetes negros y faldones con caireles dorados. El mismo cordón negro adornado con oro ribeteaba sus ojales y cuellos, mientras que los puños, vueltas y forros eran de color verde esmeralda. Sus calzones y chalecos habían sido blancos, sus botas de caña alta, cinturones y bandoleras eran de cuero negro, mientras que sus fajines eran verdes, del mismo verde que el alto penacho que todos los hombres llevaban al costado de su bicornio negro. Las insignias doradas de sus sombreros mostraban una torre y un león rampante, los mismos símbolos que exhibían en las magníficas bandas verdes y doradas que llevaban al hombro los sargentos y los tamborileros. Mientras se acercaba, Sharpe vio que aquellos espléndidos uniformes estaban raídos, remendados y descoloridos, aunque todavía resultaban una impresionante exhibición a la brillante luz del sol de primavera. Incluso los hombres resultaban impresionantes, pese a que parecían desanimados, cansados e irritados.
—¿Dónde están sus oficiales? —preguntó Sharpe a Hogan.
—Fueron a la taberna a comer.
—¿No comen con sus hombres?
—Es evidente que no. —La desaprobación de Hogan era ácida, pero no fue tan amarga como la de Sharpe—. No se ponga ahora a simpatizar con ellos, Richard —advirtió Hogan—. Se supone que no tienen que gustarle estos muchachos, ¿recuerda?
—¿Hablan inglés? —preguntó Sharpe.
—Tan bien como usted o yo. Cerca de la mitad de ellos son irlandeses de nacimiento, la otra mitad desciende de emigrantes irlandeses, y bastantes, tengo que reconocerlo, vistieron en otro tiempo casacas rojas —dijo Hogan, refiriéndose a que eran desertores del ejército inglés.
Sharpe se volvió e hizo una seña a Harper para que se acercara.
—Echemos un vistazo a esta guardia de palacio, sargento —dijo—. Ordene que formen para revista.
—¿Y cómo me dirijo a ellos? —preguntó Harper.
—¿Como batallón? —insinuó Sharpe con ironía.
Harper tomó una profunda inspiración.
—¡Batallón! ¡Firmes! —Su voz fue lo bastante fuerte como para que los hombres que estaban más cerca se estremecieran y los más alejados saltaran por la sorpresa, pero sólo unos pocos se pusieron firmes—. ¡En orden de revista! Abran filas, ¡ar! —bramó Harper, y de nuevo muy pocos guardias se movieron. Unos cuantos miraron boquiabiertos a Harper, mientras la mayoría miraba hacia sus sargentos en busca de orientación. Uno de aquellos sargentos con magníficos fajines se acercó a Sharpe, con la intención evidente de averiguar qué autoridad poseían los fusileros, pero Harper no esperó las explicaciones—. ¡Moveos de una vez, cabrones! —gritó con su acento de Donegal—. ¡Ahora estáis en la guerra, no vigilando el orinal real! Comportaos como las buenas putas que somos todos y abrid filas, ¡ahora!
—Y todavía me acuerdo de cuando no quería ser sargento —le dijo Sharpe a Harper en voz baja al mismo tiempo que los sorprendidos guardias obedecían por fin la orden del sargento casaca verde—. ¿Viene usted, mayor? —preguntó Sharpe a Hogan.
—Esperaré aquí, Richard.
—Entonces, vayamos allá, Pat —ordenó Sharpe, y los dos hombres empezaron a pasar revista a la fila del frente de la compañía. La inevitable pandilla de niños burlones del pueblo se colocó detrás de los dos casacas verdes fingiendo ser oficiales, pero de una colleja el irlandés hizo que el más gallito se fuera lloriqueando, y los otros prefirieron dispersarse a hacer frente a más castigos.
Más que a los hombres, Sharpe pasó revista a los mosquetes, aunque se aseguró de mirar a los ojos de cada soldado para evaluar qué tipo de confianza y voluntad tenían aquellos hombres. Los soldados soportaban la inspección con resentimiento, algo que no le sorprendía, pensó Sharpe, pues muchos de aquellos guardias eran irlandeses que debían de haber tenido confusos sentimientos encontrados al ser incorporados al ejército inglés. Se habían presentado voluntarios a la Real Compañía Irlandesa para proteger a Su Muy Católica Majestad el rey, y aquí estaban, aguantando la hostilidad del ejército de otro rey que, además, era protestante. Peor aún, muchos de ellos serían fervientes patriotas irlandeses, encarnizados defensores de su país como sólo podían serlo los exiliados, si bien ahora se les ordenaba que lucharan junto a las tropas de los opresores extranjeros de su patria. Sin embargo, mientras Sharpe recorría las filas, percibía más nerviosismo que ira, y se preguntó si esos hombres simplemente temían que les ordenaran convertirse en verdaderos soldados, pues, si sus mosquetes servían de indicio, hacía tiempo que la Real Compañía Irlandesa había renunciado a cualquier pretensión de ser una compañía militar. Aquellos mosquetes eran una vergüenza. Los hombres llevaban los prácticos y robustos mosquetes españoles, de martillo recto por detrás, pero aquellas armas eran cualquier cosa menos prácticas, porque sus percutores estaban oxidados y sus ánimas obstruidas por la inmundicia. Algunos no tenían pedernal, otros no tenían el asiento de cuero del pedernal, y había incluso un arma que ni siquiera tenía el tornillo pedrero del pie de gato que mantenía el pedernal en su sitio.
—¿Alguna vez ha disparado este mosquete, hijo? —preguntó Sharpe al soldado.
—No, señor.
—¿Alguna vez ha disparado un mosquete, hijo?
El chico miró nervioso a su propio sargento.
—¡Responde al oficial, muchacho! —gruñó Harper.
—Una vez, señor. Un día —dijo el soldado—. Sólo esa vez.
—Si quisiera matar a alguien con esa arma, hijo, tendría que golpearle con ella en la cabeza. Eso sí —Sharpe devolvió el mosquete a las manos del soldado—, parece lo bastante grande como para hacerlo.
—¿Cómo te llamas, soldado? —le preguntó Harper.
—Rourke, señor.
—No me llames «señor». Soy sargento. ¿De dónde eres?
—Mi padre es de Galway, sargento.
—Pues yo soy de Tangaveane, en el condado de Donegal, y me avergüenza, muchacho, me avergüenza que un compatriota irlandés no sepa mantener un arma en un estado decente. Jesús, muchacho, no podrías dispararle a un francés con ese cacharro, y menos aún a un inglés —Harper se descolgó del hombro su propio rifle y lo situó bajo las narices de Rourke—. ¡Mira esto, muchacho! Lo bastante limpia como para sacar mocos de las narices del rey Jorge. ¡Éste es el aspecto que debe tener un arma! Armas correctas, señor —Harper añadió las últimas tres palabras en voz baja.
Sharpe se dio la vuelta para ver a dos jinetes que galopaban por el descampado hacia él. Los cascos de sus caballos levantaban nubes de polvo. El caballo que iba en cabeza era un magnífico semental negro. Lo cabalgaba un oficial con el llamativo uniforme de la Real Compañía Irlandesa, y su gabán, la manta de su silla de montar, su sombrero y los arneses de su caballo llevaban una profusa decoración de borlas, flecos y lazadas. El uniforme y la montura del segundo jinete estaban adornados con una decoración igual de espléndida. Detrás de ellos venía una partida de jinetes que se detuvo cuando Hogan los interceptó. El mayor corrió tras los dos primeros jinetes, pero era demasiado tarde para impedir que llegaran junto a Sharpe.
—¿Qué demonios está usted haciendo? —preguntó el primer hombre mientras tiraba de las riendas justo delante de Sharpe. Tenía el rostro flaco y bronceado, con un mostacho de finas guías cuidado y engrasado. Sharpe supuso que el hombre sería aún veinteañero, pero a pesar de su juventud su rostro amargo y estropeado tenía toda la superioridad no impostada de una criatura nacida para el alto rango.
—Estoy pasando revista —contestó fríamente Sharpe.
El segundo jinete se detuvo al otro lado de Sharpe. Era a todas luces mayor que su compañero, y vestía el gabán y los calzones de color amarillo brillante de los dragones españoles, aunque su uniforme estaba tan cargado de cadenetas entrelazadas y pasamanería dorada que Sharpe pensó que aquel hombre debía de ser al menos general. Su rostro alargado y con mostacho tenía el mismo aire imperioso que el de su acompañante.
—¿No ha aprendido a pedir permiso a un oficial al mando antes de pasar revista a sus hombres? —preguntó con un marcado acento español, y después dio una orden en español a su joven compañero.
—Sargento mayor Noonan —gritó el hombre más joven, transmitiendo evidentemente la orden del otro—, cierren filas, ¡ar!
El obediente sargento mayor de la Real Compañía Irlandesa hizo marchar a sus hombres en formación cerrada justo cuando Hogan llegaba al lado de Sharpe.
—Aquí están ustedes, milords —Hogan se dirigía a ambos jinetes—. ¿Y qué tal fue esa comida?
—Fue una mierda, Hogan. No se la daría de comer a un chucho —dijo el más joven, de quien Sharpe supuso que era lord Kiely, con una voz crispada llena de indiferencia, aunque también ligeramente pastosa por el alcohol. Sharpe asumió que milord habría bebido bien durante el almuerzo, lo bastante bien como para liberarse de cualquier inhibición que tuviera—. ¿Conoce a esta criatura, Hogan? —El lord hizo un gesto con la mano para señalar a Sharpe.
—Así es, milord. Permítame que le presente al capitán Richard Sharpe del South Essex, el hombre elegido por el propio Wellington para ser su asesor táctico. Richard, tengo el honor de presentarle al conde de Kiely, coronel de la Real Compañía Irlandesa.
Kiely miró con altanería al andrajoso fusilero.
—¿Y se supone que es usted nuestro instructor de maniobras? —Su voz sonó dubitativa.
—También enseño a matar, milord —dijo Sharpe.
El español de uniforme amarillo se burló de la afirmación de Sharpe.
—Estos hombres no necesitan que les enseñen a matar —dijo en su inglés con acento—. Son soldados de España, y ya saben cómo hacerlo. Necesitan aprender a morir.
Hogan interrumpió.
—Permítame que le presente a Su Excelencia don Luis Valverde —le dijo a Sharpe—. El general es el representante de España más valorado por nuestro ejército —Hogan le hizo un guiño a Sharpe que no pudo ver ninguno de los jinetes.
—¿Aprender a morir, milord? —preguntó Sharpe al general, perplejo por la declaración de aquel hombre y preguntándose si se debía a un incompleto dominio del inglés.
En respuesta, el general de uniforme amarillo tocó los flancos de su caballo con las puntas de sus espuelas para hacer que el animal caminara obediente delante de la línea frontal de la Real Compañía Irlandesa, y, sin comprobar si Sharpe lo seguía o no, sermoneó al fusilero desde su silla de montar.
—Estos hombres van a la guerra, capitán Sharpe —dijo el general Valverde en un tono lo bastante alto como para que una buena parte de la guardia lo oyera—. Van a ir a luchar por España, por el rey Fernando y por Santiago, y luchar significa permanecer en pie y derecho frente al enemigo. Luchar significa mirar a los ojos de tu enemigo mientras él te dispara, y el bando vencedor, capitán Sharpe, es el bando que aguanta más tiempo en pie y derecho. Así que no enseñe a mis hombres cómo matar o cómo luchar, sino más bien cómo quedarse quietos cuando todos los demonios del infierno se lancen contra ellos. Eso es lo que les enseñará, capitán Sharpe. Instrúyalos. Enséñeles a obedecer. Enséñeles a resistir más tiempo que los franceses. Enséñeles… —y por fin, el general se volvió en su silla para mirar desde arriba al fusilero— a morir.
—Preferiría enseñarles a disparar —dijo Sharpe.
El general soltó un resoplido ante el comentario.
—¡Ya le he dicho que saben disparar! —espetó—. ¡Son soldados!
—¿Saben disparar con esos mosquetes? —preguntó Sharpe burlón.
Valverde clavó su mirada en Sharpe con un gesto de lástima en su rostro.
—Durante los últimos dos años, capitán Sharpe, estos hombres han permanecido en su puesto de guardia para resistir a los franceses —Valverde habló en el tono que habría usado con un chiquillo de pocas luces—. ¿De verdad cree que les habrían dejado permanecer allí si hubieran supuesto una amenaza para Bonaparte? Cuanto más deterioradas estuviesen sus armas, más confiarían en ellos los franceses, pero ahora están aquí, y ustedes pueden proporcionarles nuevas armas.
—¿Para que hagan qué? —preguntó Sharpe—. ¿Para que se queden en su sitio y mueran como bueyes?
—Entonces, ¿cómo le gustaría que lucharan? —Lord Kiely había seguido a los dos hombres e hizo la pregunta desde detrás de Sharpe.
—Como mis hombres, milord —dijo Sharpe—, con inteligencia. ¡Y se empieza a luchar con inteligencia matando a los oficiales enemigos! —Sharpe levantó la voz para que toda la Real Compañía Irlandesa pudiera oírle—. No se va a la batalla para quedarse quieto y morir como un becerro en el matadero, se va para ganar, y se empieza a ganar cuando los oficiales enemigos caen muertos —Sharpe se había alejado de Kiely y de Valverde, y estaba empleando la voz que había desarrollado como sargento, una voz modulada para atravesar explanadas de desfile en días ventosos e imponerse en el fragor de los campos de batalla—. ¡Se empieza buscando a los oficiales enemigos! Son fáciles de reconocer porque son unos cabrones bien pagados y bien vestidos, y porque llevan espada, y hay que apuntarles primero a ellos. Hay que matarlos como sea. Con disparos, con golpes, con bayonetas o estrangulándolos si es preciso, pero maten a esos cabrones y después de eso maten a los sargentos, y entonces pueden ustedes empezar a matar a los demás cabrones sin comandante. ¿No es así, sargento Harper?
—¡Así es, con toda seguridad! —dijo Harper en respuesta.
—¿Y cuántos oficiales ha matado usted en batalla, sargento? —preguntó Sharpe sin mirar al sargento de fusileros.
—Más de los que puedo contar, señor.
—¿Y eran todos ellos oficiales gabachos, sargento Harper? —preguntó Sharpe, y Harper, sorprendido por la pregunta, no contestó, así que Sharpe dio la respuesta él mismo—. Por supuesto que no. Hemos matado a oficiales de casaca azul, oficiales de gabán blanco e incluso a oficiales de casaca roja, porque no me importa con qué ejército lucha un oficial o de qué color es el uniforme que lleva o a qué rey sirve, un mal oficial sólo es bueno si está muerto, y un buen soldado tiene que aprender bien cómo matarlo. ¿No es correcto, sargento Harper?
—Del todo correcto, señor.
—Soy el capitán Sharpe —Sharpe se detuvo hacia la mitad del frente de la Real Compañía Irlandesa. Las caras que le observaban mostraban una mezcla de asombro y sorpresa, pero ahora había captado su atención y ni Kiely ni Valverde se atrevieron a interferir—. Soy el capitán Sharpe —dijo otra vez—, y empecé donde están ustedes. En las filas, y voy a acabar donde está él, en una silla de montar —señaló a lord Kiely—. Pero mientras tanto mi trabajo es enseñarles a ser soldados. Me atrevo a decir que hay entre ustedes algunos buenos asesinos y también algunos excelentes luchadores, pero pronto van a ser también buenos soldados. Esta tarde tenemos todos una buena caminata antes de que oscurezca y, en cuanto lleguemos, tendrán comida y alojamiento y nos enteraremos de cuándo recibieron su paga por última vez. ¡Sargento Harper! Terminaremos la inspección más tarde. ¡Póngalos en movimiento!
—¡Señor! —gritó Harper—. Batallón gire ala derecha. ¡Derecha, ar! ¡Por la izquierda! ¡En marcha!
Sharpe ni siquiera miró a lord Kiely, tampoco pidió permiso al general Valverde para hacer marchar a la Real Compañía Irlandesa. En vez de eso, se quedó observando cómo Harper hacía que la guardia saliera del descampado en dirección a la calzada principal. Oyó pasos detrás de él, pero tampoco se dio la vuelta.
—Por Dios, Sharpe, está usted tentando su suerte. —Era el mayor Hogan el que hablaba.
—Es todo lo que tengo para tentar, señor —dijo Sharpe con frialdad—. Nací para el mando, señor, pero no tengo rentas para comprarlo ni los privilegios para granjeármelo, así que he de tentar la poca suerte que tengo.
—¿Dando lecciones sobre cómo matar oficiales? —La voz de Hogan sonó glacial por su desaprobación—. A lord Wellington no le gustará esto, Richard. Apesta a republicanismo.
—A la mierda el republicanismo —dijo Sharpe con ferocidad—. Fue usted quien me dijo que no se podía confiar en la Real Compañía Irlandesa. Pero le diré, señor, que si hay alguna animosidad aquí no proviene de la tropa. A esos soldados no les confiaron las malas intenciones de los franceses. No tienen suficiente poder. Esos hombres son lo que siempre son los soldados: víctimas de sus oficiales, y si quiere saber dónde han sembrado su mala voluntad los franceses, señor, tendrá que buscar entonces entre esos malditos oficiales bien pagados, bien vestidos y bien alimentados —Sharpe lanzó una mirada furibunda a los oficiales de la Real Compañía Irlandesa, que se trocó en una media sonrisa al ver que no parecían estar seguros de si tenían que seguir o no a sus hombres hacia el norte—. Ahí tiene usted sus manzanas podridas, señor —continuó Sharpe—, no entre las filas. Lucharía junto a esos guardias, tan contento como junto a cualquier otro soldado del mundo, pero no confiaría mi vida a esa chusma de bufones perfumados.
Hogan hizo un gesto tranquilizador con la mano, como si temiese que la voz de Sharpe pudiera llegar a los desconcertados oficiales.
—Ya ha aclarado su teoría, Richard.
—Mi teoría, señor, es que usted me dijo que no se sintieran cómodos. Y eso es lo que estoy haciendo.
—Le diré simplemente que no pretendía que empezara usted una revolución durante el proceso, Richard —objetó Hogan—, y desde luego no delante de Valverde. Tiene que ser amable con don Luis. Algún día, con un poco de suerte, podrá matarlo en mi nombre, pero hasta que llegue ese día feliz tiene que dorarle la píldora a ese cabrón. Si en algún momento queremos conseguir el mando de todos los ejércitos españoles, Richard, los cabrones como don Luis Valverde tendrán que estar bien camelados, así que hágame el favor de no predicar la…, la revolución delante de él. No es más que un aristócrata simplón incapaz de pensar mucho más allá de su próxima comida o su última querida, pero si queremos derrotar a los franceses, vamos a necesitar su apoyo. Y él espera que tratemos bien a la Real Compañía Irlandesa, así que cuando esté cerca, Richard, sea algo más diplomático, ¿quiere? —Hogan se volvió cuando el grupo de oficiales de la Real Compañía Irlandesa, dirigido por lord Kiely y el general Valverde, se acercó. Entre los dos aristócratas cabalgaba un sacerdote alto, regordete y canoso que montaba una huesuda yegua ruana.
—Éste es el padre Sarsfield, comandante Hohan —Kiely presentó al sacerdote ignorando de manera ostentosa a Sharpe—, nuestro capellán. El padre Sarsfield y el capitán Donaju se alojarán esta noche con la compañía; el resto de oficiales asistirá a la recepción del general Valverde.
—Donde conocerán ustedes al coronel Runciman —prometió Hogan—. Creo que milord lo encontrará muy de su gusto.
—¿Se refiere a que sabe cómo tratar a las tropas reales? —preguntó el general Valverde, mirando a propósito a Sharpe mientras hablaba.
—Sé perfectamente cómo tratar a guardias reales, señor —intervino Sharpe—. No es el primer cuerpo de guardia real con el que me he cruzado.
Kiely y Valverde bajaron la vista hacia Sharpe con miradas poco menos que de desprecio, pero Kiely no pudo resistir el cebo que suponía el comentario de Sharpe.
—¿Se refiere usted a los lacayos de la casa de Hannover? —dijo con voz de estar medio bebido.
—No, milord —dijo Sharpe—. Fue en la India. Eran guardias reales que protegían a un gordo hijo de puta de la realeza llamado sultán Tipu.
—Sin duda también los instruyó usted, ¿no? —preguntó Valverde.
—No, señor, yo los maté —dijo Sharpe—, y también al gordo hijo de puta. —Sus palabras borraron de golpe las miradas desdeñosas de los dos, mientras el propio Sharpe se sintió de pronto conmocionado por el recuerdo de aquel túnel desbordado que el cuerpo de guardia de Tipu, armado con mosquetes enjoyados y sables de hoja ancha, llenaba con sus gritos. Sharpe estaba metido hasta las rodillas en aguas fecales, luchando en la oscuridad, acabando con los guardias uno a uno para llegar hasta aquel desgraciado obeso, de ojos brillantes y piel aceitosa, que había torturado hasta la muerte a algunos compañeros suyos. Recordó el eco de los gritos, los fogonazos de los mosquetes que se reflejaban en las aguas revueltas y el brillo de las gemas que cubrían las ropas de seda de Tipu. También vino a su mente la muerte del sultán, una de las pocas muertes que se habían alojado en la memoria de Sharpe como algo reconfortante—. Era un auténtico cabrón de la realeza —dijo Sharpe con sentimiento—, pero murió como un hombre cualquiera.
—El capitán Sharpe —Hogan intervino deprisa— tiene cierta reputación en nuestro ejército. De hecho, puede que milord haya oído hablar de él. Fue él quien tomó el águila de Talavera.
—Con el sargento Harper a mi lado —añadió Sharpe, y los oficiales de Kiely miraron a Sharpe con renovada curiosidad. Cualquiera que hubiera capturado un estandarte enemigo era considerado un soldado de renombre, y en los rostros de la mayoría de oficiales de la guardia se veía ahora ese respeto, pero fue el capellán, el padre Sarsfield, quien reaccionó de manera más efusiva.
—¡Dios mío, y yo sin acordarme! —dijo entusiasmado—. ¿Acaso eso no emocionó a todos los patriotas españoles de Madrid? —Bajó con torpeza de su caballo y le tendió una mano regordeta a Sharpe—. Es un honor, capitán, ¡un verdadero honor! ¡Incluso aunque sea usted un pagano protestante! —Dijo esto último con una sonrisa amplia y afable—. ¿Es usted ciertamente un pagano, Sharpe? —preguntó el sacerdote, ya más en serio.
—Yo, padre, no soy nada.
—Todos somos algo a ojos de Dios, hijo mío, y por eso nos ama. Usted y yo tenemos que hablar, Sharpe. Yo le hablaré de Dios, y usted me contará cómo les arrancó sus águilas a esos malditos franceses. —El capellán se volvió sonriente hacia Hogan—. Por Dios, mayor, ¡nos honra usted dándonos a un hombre como el capitán! —El hecho de que el sacerdote diera su aprobación al fusilero había hecho que los oficiales de la Real Compañía Irlandesa se relajaran, aunque en el rostro de Kiely aún se percibía un nubarrón de disgusto.
—¿Ha terminado ya, padre? —preguntó Kiely sarcástico.
—Me pondré en camino con el capitán Sharpe, milord, y ¿nos veremos por la mañana?
Kiely asintió, y después se alejó en su caballo. Sus otros oficiales lo siguieron, dejando que Sharpe, el sacerdote y el capitán Donaju siguieran a la rezagada columna que formaban la impedimenta, las mujeres y los sirvientes de la Real Compañía Irlandesa.
Al caer la noche, la Real Compañía Irlandesa ya estaba instalada en el remoto fuerte de San Isidro, que Wellington y Hogan habían escogido cuidadosamente como alojamiento de la guardia real. El fuerte era viejo y anticuado, y hacía mucho que había sido abandonado por los portugueses, así que lo primero que tuvieron que hacer los cansados recién llegados fue limpiar los cochambrosos barracones de piedra que iban a ser su nuevo hogar. La casa de guardia del fuerte se reservó para los oficiales; allí se acomodaron el padre Sarsfield y Donaju, mientras Sharpe y sus fusileros tomaban posesión de uno de los almacenes para alojarse. Sarsfield había traído en su equipaje una bandera real de España, que fue izada con orgullo sobre las viejas murallas del fuerte, junto a la Union Jack británica.
—Tengo sesenta años —le dijo el capellán a Sharpe mientras observaba la bandera británica—, y nunca pensé que algún día serviría bajo esta bandera.
Sharpe levantó la vista hacia la bandera.
—¿Y eso le preocupa, padre?
—Más me preocupa Napoleón, hijo mío. Derrotemos a Napoleón, y después podremos dedicamos a los enemigos menores, ¡como ustedes! —Hizo el comentario en tono amistoso—. Lo que también me preocupa, hijo mío —prosiguió el padre Sarsfield—, es que tengo ocho botellas de un tinto decente y un puñado de buenos cigarros, y sólo cuento con el capitán Donaju para compartirlos. ¿Me hará el honor de unirse a nosotros para la cena? Dígame, ¿no tocará usted algún instrumento? ¿No? Lástima. Solía viajar con un violín, pero lo perdí en algún sitio, aunque el sargento Connors es excepcional tocando la flauta, y los hombres de su sección cantan de maravilla. Cantan sobre su patria, como puede usted suponer, capitán.
—¿Sobre Madrid? —preguntó Sharpe con malicia.
Sarsfield sonrió.
—Sobre Irlanda, capitán, sobre Irlanda, nuestro hogar al otro lado del mar, donde pocos de nosotros hemos puesto los pies y la mayoría no los pondremos nunca. Venga, vayamos a cenar. —El padre Sarsfield puso un amistoso brazo sobre el hombro de Sharpe y lo condujo hacia la casa de guardia. Soplaba un viento frío sobre las montañas desnudas al caer la noche, y los primeros fuegos para cocinar enviaban sus rizadas volutas de humo azul hacia el cielo. En las colinas, aullaban los lobos. Había lobos por toda España y Portugal y, en invierno, a veces iban directos a las líneas de piquetes con la esperanza de robar un poco de comida de algún soldado despistado, pero esta noche los lobos hacían que Richard recordara a los franceses de uniforme gris de la brigada de Loup. Sharpe cenó con el capellán y después, bajo un cielo lleno de brillantes estrellas, recorrió las murallas con el sargento Harper. Por debajo de ellos, la Real Compañía Irlandesa se quejaba de sus alojamientos y del destino que los había dejado varados en aquella inhóspita frontera entre España y Portugal, pero Sharpe, que tenía órdenes de hacer mella en su ánimo, se preguntaba si en vez de hacerlo no sería mejor convertirlos en verdaderos soldados que atravesaran con él las colinas hacia España, hasta el lugar en el que había que buscar, atrapar y matar a un lobo.
Pierre Ducos esperaba ansioso las primeras noticias sobre la llegada de la Real Compañía Irlandesa al ejército de Wellington. El mayor temor del francés era que la unidad fuese destacada tan lejos del frente que resultara inútil para sus propósitos, aunque ése era un riesgo que Ducos estaba obligado a correr. Desde que la inteligencia francesa había interceptado la carta en la que lord Kiely pedía permiso al rey Fernando para llevar la Real Compañía Irlandesa a la guerra junto al bando aliado, Ducos sabía que el éxito de su estrategia dependía tanto de la cooperación involuntaria de los aliados como de su propia inteligencia. Aunque de nada valdría la inteligencia de Ducos si los irlandeses no conseguían llegar hasta las posiciones de Wellington, así que esperaba con una impaciencia creciente.
Pocas noticias llegaban desde detrás de las líneas inglesas. Durante unos meses, los hombres de Loup se habían movido con total impunidad a ambos lados de la frontera, pero ahora los ejércitos inglés y portugués atenazaban firmemente la zona y, para sus investigaciones, Loup tenía que depender del minúsculo puñado de civiles que quisieran vender su información a los odiados franceses, de los interrogatorios a desertores y de suposiciones basadas en los descubrimientos que hacían sus hombres al vigilar la montañosa frontera con sus catalejos.
Fue uno de aquellos exploradores el primero en dar noticias a Loup sobre la Real Compañía Irlandesa. Una tropa de dragones con uniforme gris había llegado a la cima de una colina solitaria que ofrecía una amplia vista de Portugal; desde aquella loma, con un poco de suerte, una patrulla podría ver alguna evidencia de concentración de fuerzas inglesas que pudiera indicar un nuevo avance. El puesto de vigilancia dominaba un ancho y estéril valle en el que brillaba un arroyo antes de que la tierra se elevara hacia una cresta rocosa, donde se asentaba el hace tiempo abandonado fuerte de San Isidro. El fuerte tenía escaso valor militar, pues el camino que protegía había caído en desuso hacía mucho, y un siglo de abandono había erosionado sus murallas y fosos como una burla a su antigua solidez, así que ahora el San Isidro era hogar de cuervos, raposos, murciélagos, pastores trashumantes y forajidos y, de vez en cuando, de alguna patrulla de los dragones grises de Loup, que pasaba una noche en los cavernosos barracones para guarecerse de la lluvia.
Sin embargo, ahora había hombres en el fuerte, y el jefe de la patrulla dio la noticia a Loup. La nueva guarnición no la formaba un batallón completo, le dijo, sino sólo un par de cientos de hombres. Aquel fuerte, como bien sabía Loup, necesitaría al menos un millar de hombres para proteger sus muros, así que doscientos apenas supondrían una guarnición suficiente, aunque lo extraño era que los recién llegados habían llevado con ellos a sus mujeres y a sus hijos. El comandante de tropa de los dragones, un tal capitán Braudel, creía que los hombres eran ingleses.
—Visten casacas rojas —dijo—, pero no llevan el típico sombrero de copa —se refería a los chacós—. Llevan bicornios.
—¿Y dice que son de infantería?
—Sí, señor, eso parece.
—¿Nada de caballería? ¿Ninguna artillería?
—No vi ninguna.
Loup se hurgaba entre los dientes con una astilla.
—¿Y qué estaban haciendo?
—Instrucción —dijo Braudel. Loup soltó un resoplido. No le interesaba mucho el grupo de extraños soldados que se alojaba en San Isidro. El fuerte no suponía amenaza alguna, y si los recién llegados se contentaban apoltronándose cómodamente, no sería Loup quien llamara su atención. Sin embargo, fue el último comentario del capitán Braudel lo que llamó la atención de Loup.
—Pero había unos que estaban desescombrando un pozo —añadió el capitán—, aunque esos no eran casacas rojas, sino que vestían de verde.
Loup lo miró fijamente.
—¿De verde oscuro?
—Sí, señor.
Fusileros. Los malditos fusileros. Y Loup recordó el rostro insolente del hombre que le había insultado, el hombre que en cierta ocasión había insultado a toda Francia capturando un águila que había tocado el mismísimo emperador. ¿Estaría Sharpe en el fuerte de San Isidro? Ducos había despreciado la sed de venganza de Loup al calificarla de indigna de un soldado, pero Loup creía que un soldado se construía una reputación escogiendo sus combates y ganándolos con genialidad. Sharpe había desafiado a Loup, el primer hombre que le había desafiado abiertamente en muchos y largos meses, y aquel capitán era un campeón entre los enemigos de Francia, así que la venganza de Loup no era sólo personal, sino que enviaría ondas a través de todos los ejércitos que esperaban luchar en la batalla que decidiría si los ingleses acabarían irrumpiendo en España o retrocediendo otra vez hacia Portugal.
Así que aquella misma tarde Loup visitó la cima de la colina, sacó su mejor catalejo y lo apuntó hacia el viejo fuerte, con sus murallas plagadas de rastrojos y su seco foso a medio cegar. Dos banderas colgaban lacias por el día sin viento. Una de ellas era la inglesa, pero Loup no sabía decir cuál era la segunda. Más allá de las banderas, los casacas rojas se entrenaban con los mosquetes, pero Loup no se entretuvo demasiado en ellos; en vez de eso, dirigió su catalejo hacia el sur hasta que, por fin, vio a dos hombres con casacas verdes paseándose por las desiertas murallas. No podía distinguir sus rostros a aquella distancia, pero sí podía asegurar que uno de los hombres llevaba una larga espada recta, y Loup sabía que los oficiales de la infantería ligera inglesa llevaban sables curvos.
—Sharpe —dijo en voz alta mientras plegaba su catalejo.
Una refriega detrás de él hizo que se volviera. Cuatro de sus hombres de gris estaban vigilando a una pareja de prisioneros. Uno de los cautivos llevaba un gabán rojo de elegante corte, y la otra era su esposa o amante.
—Los encontramos escondidos en las rocas de allí abajo —dijo el sargento que sujetaba uno de los brazos del soldado.
—Dice que es un desertor, señor —añadió el capitán Braudel—, y ésta es su mujer —Braudel escupió un salivazo teñido de tabaco sobre una roca.
Loup bajó arrastrándose del risco para no ser visto desde el fuerte. El uniforme del soldado, ahora podía verlo, no era inglés. El chaleco y el fajín, las botas de media caña y el bicornio empenachado eran demasiado extravagantes para el gusto inglés, de hecho eran tan extravagantes que Loup se preguntó por un segundo si el prisionero sería un oficial, pero después entendió que Braudel nunca habría tratado con tanto desdén a un oficial cautivo. Estaba claro que a su capitán le gustaba la mujer, que ahora levantaba sus tímidos ojos para sostener la mirada de Loup. Era morena y atractiva, y Loup calculaba que probablemente tendría unos quince o dieciséis años. Loup había oído que los campesinos españoles y portugueses vendían a sus hijas para que se casaran con los soldados aliados por cien francos cada una, lo que costaba una buena comida en París. Por otro lado, el ejército francés simplemente se hacía con ellas sin dar nada a cambio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Loup al desertor en español.
—Grogan, señor. Sean Grogan.
—¿De qué unidad, Grogan?
—Real Compañía Irlandesa, señor. —El guardia Grogan parecía del todo dispuesto a cooperar con sus captores, así que Loup indicó al sargento que lo soltara.
Durante diez minutos, Loup interrogó a Grogan, que le contó que la Real Compañía Irlandesa había viajado por mar desde Valencia, y que los hombres se habían alegrado mucho ante la idea de reunirse con el resto del ejército español en Cádiz; sin embargo, poco después les informaron de que iban a servir en la frontera portuguesa, junto a los ingleses. Muchos de los hombres, afirmaba el fugitivo, habían decidido escapar de la servidumbre inglesa: no se habían alistado para servir al rey de España sólo para verse de nuevo bajo la tiranía del rey Jorge.
Loup interrumpió las quejas.
—¿Cuándo te escapaste? —preguntó.
—La noche pasada, señor. Nos escapamos media docena. Y otros tantos se escaparon la noche anterior.
—En el fuerte hay un inglés, un oficial de fusileros. ¿Lo conoces?
Grogan frunció el ceño, como si la pregunta le pareciese extraña.
—El capitán Sharpe, señor. Se supone que nos está instruyendo.
—¿Para hacer qué?
—Para luchar, señor —dijo Grogan nervioso. Aquel francés tuerto y de conversación tranquila le resultaba muy desconcertante—. Pero nosotros ya sabemos luchar —añadió desafiante.
—Estoy seguro de que sí —dijo Loup comprensivo. Se hurgó entre los dientes por un instante, y después escupió su improvisado mondadientes—. Así que has huido, soldado, porque no quieres servir al rey Jorge, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Y seguro que lucharías por Su Majestad el emperador, ¿no?
Grogan dudó.
—Lo haría, señor —dijo por fin, aunque sin ninguna convicción.
—¿Es eso por lo que desertaste? —preguntó Loup—. ¿Para luchar por el emperador? ¿O tenías esperanzas de volver a vuestros cómodos barracones de El Escorial?
Grogan se encogió de hombros.
—Íbamos a ir a casa de la familia de mi mujer en Madrid, señor —inclinó su cabeza para señalar a la joven—. Su padre es zapatero, y a mí no se me dan mal la aguja y el hilo. Pensaba aprender el oficio.
—Siempre es bueno tener un oficio, soldado —dijo Loup con una sonrisa. Cogió una pistola de su cinturón, y jugueteó con ella un momento antes de amartillar el pesado percutor—. Mi oficio es matar —añadió con la misma voz amable y después, sin mostrar ni un rastro de emoción, levantó la pistola, la apuntó a la frente de Grogan y apretó el gatillo.
La mujer chilló cuando la sangre de su marido salpicó su rostro. Grogan salió despedido hacia atrás con violencia, lanzando borbotones de sangre al aire; después su cuerpo se estremeció y rodó colina abajo.
—En realidad no quería luchar con nosotros en absoluto —dijo Loup—. No habría sido más que otra boca inútil que alimentar.
—¿Y la mujer, señor? —preguntó Braudel. Ella estaba inclinada sobre su marido y gritaba a los franceses.
—Es suya, Paul —dijo Loup—. Pero sólo después de que envíe un mensaje a madame Juanita de Elia. Dele a madame mis imperecederas felicitaciones, dígale que sus soldaditos de juguete irlandeses han llegado y están convenientemente cerca de nosotros, y que mañana por la mañana montaremos un pequeño espectáculo para que se diviertan. Dígale también que haría bien en pasar la noche con nosotros.
Braudel sonrió.
—Se alegrará, señor.
—Que es más de lo que sentirá esa mujer —dijo Loup mientras miraba a la chica española, que seguía lamentándose entre sollozos—. Dígale a esa viuda, Paul, que si no se calla, le arrancaré la lengua y se la daré de comer a los perros de doña Juanita. Ahora, en marcha. —Bajó de la colina con sus hombres hasta donde habían dejado atados los caballos. Esa noche, doña Juanita de Elia llegaría a la fortificación de Loup y, al día siguiente, cabalgaría hasta llegar al enemigo como una plaga de ratas enviada para destruirlos desde dentro.
Y en algún lugar, en algún momento antes de que llegara la victoria final, Sharpe sufriría la venganza de Francia por los dos hombres ejecutados. Porque Loup era un soldado y no olvidaba, no perdonaba y, sobre todo, nunca perdía.