CAPÍTULO 1

Sharpe lanzó una maldición. Después, desesperado, volvió a dar otra vuelta al mapa.

—Daría lo mismo no tener ningún puñetero mapa —dijo—, éste no sirve ni para limpiarse el culo.

—Podríamos usarlo para encender fuego —sugirió el sargento Harper—. Es difícil encontrar buena yesca por estas colinas.

—No sirve para nada más —dijo Sharpe. El mapa trazado a mano mostraba un puñado de pueblos, unas pocas líneas vacilantes para los caminos, arroyos o ríos, y vagos sombreados para indicar las colinas, aunque lo único que Sharpe podía ver eran montañas. Ni caminos ni pueblos, sólo grises e inhóspitas montañas pedregosas con sus picos envueltos en la niebla, y valles que atravesaban arroyos blancos y crecidos por las lluvias primaverales. Había conducido a su compañía a las tierras altas de la frontera norte entre España y Portugal, y allí se habían perdido. Aunque a su compañía, cuarenta soldados con fardos, morrales, cajas de cartuchos y armas, parecía no importarle. Agradecían aquel inesperado punto muerto de las hostilidades, así que se sentaron o se recostaron junto al sendero cubierto de hierba. Unos encendían sus pipas, otros dormitaban, mientras el capitán Richard Sharpe volvía a darle la vuelta al mapa y después, enfurecido, lo convertía en una bola arrugada—. Nos hemos perdido —dijo y después, para ser justo, se corrigió—. Me he perdido.

—Mi abuelo se perdió una vez —observó Harper servicial—. Le había comprado un buey a un tipo de la parroquia de Cloghanelly, y decidió tomar un atajo a casa por las montañas de Derryveagh. Entonces se levantó la niebla, y mi abuelo no podía distinguir su izquierda de su derecha. Estaba perdido como un corderillo, cuando de pronto el buey rompió filas y salió disparado hacia la niebla y se despeñó por un barranco al valle de Barra. Mi abuelo contaba que pudo oír a la pobre bestia berreando mientras caía; después se oyó un golpe seco, como cuando tiras una gaita desde la torre de una iglesia, sólo que más fuerte, decía él, porque calculaba que debían de haber oído aquel golpe hasta en Ballybofey. Años después, solíamos reírnos de aquello, pero no en aquel momento. Por Dios, no, en aquel momento fue una verdadera tragedia. No podíamos permitirnos perder un buen buey. Nunca supo qué había empujado al buey a correr de esa forma…

—¡Por las lágrimas de Cristo! —interrumpió Sharpe—. ¡Yo no puedo permitirme perder a un maldito sargento que no tiene nada mejor que hacer que cotorrear sobre un puñetero buey!

—¡Era una bestia valiosa! —protestó Harper—. Además, nos hemos perdido. No tenemos nada mejor que hacer para pasar el rato, señor.

El teniente Price había permanecido en la retaguardia de la columna, pero ahora se reunió con su oficial al mando.

—¿Nos hemos perdido, señor?

—No, Harry, he venido aquí sólo por darme el gusto. Dondequiera que estemos —Sharpe echó un vistazo desganado al húmedo y sombrío valle. Se enorgullecía de su sentido de la orientación y de su habilidad para cruzar territorios desconocidos, pero ahora estaba completamente perdido, y las nubes eran tan espesas como para esconder el sol, de manera que ni siquiera podía saber en qué dirección quedaba el norte—. Necesitamos una brújula —dijo.

—¿O un mapa? —sugirió despreocupadamente el teniente Price.

—¡Ya tenemos un maldito mapa! —Sharpe lanzó el mapa arrugado a las manos del teniente—. El mayor Hogan lo dibujó para mí, y no consigo encontrarle ni pies ni cabeza.

—Nunca fui bueno con los mapas —confesó Price—. Una vez me perdí llevando a unos reclutas de Chelmsford a los barracones, y eso que era una carretera recta. También tenía un mapa aquella vez. Creo que debo de tener cierto talento para perderme.

—Mi abuelo era igual —dijo Harper orgulloso—. Se podía perder mientras entraba y salía por una puerta. Le estaba contando aquí al capitán lo de aquella vez que subió con un buey la Slieve Snaght. Hacía mal tiempo, ya ve, y él tomó un atajo y…

—A callar —dijo Sharpe con brusquedad.

—Tomamos el camino equivocado en aquel pueblo en ruinas —dijo Price, frunciendo el ceño mientras miraba el mapa arrugado—. Creo que debimos haber seguido por el otro lado del arroyo, señor —Price le mostró el mapa a Sharpe—. Si es que eso es el pueblo. Es difícil decirlo en realidad. Pero si es así, estoy seguro de que teníamos que haber cruzado el arroyo, señor.

Sharpe tenía la ligera sospecha de que Price estaba en lo cierto, pero no quería admitirlo. Hacía dos horas que habían cruzado el arroyo, así que sólo Dios sabía dónde estaban ahora. Ni siquiera sabía si estaban en Portugal o en España, aunque tanto el paisaje como el clima parecían más propios de Escocia. Se suponía que iban de camino a Vilar Formoso, donde su compañía, la Compañía Ligera del Regimiento de South Essex, quedaría asignada al alcalde de la ciudad como unidad de guardia, perspectiva que desanimaba a Sharpe. Su tarea en una guarnición de villorrio era poco mejor que la de ser preboste, y los prebostes eran el escalón más bajo de la vida militar, pero el South Essex andaba corto de hombres, así que el regimiento había sido apartado del frente de batalla y ahora lo asignaban a tareas administrativas. La mayor parte del regimiento escoltaba carros de bueyes cargados de suministros que embarcaban Tajo arriba desde Lisboa, o bien vigilaban a los prisioneros franceses de camino a los barcos que los llevarían a Inglaterra, pero la Compañía Ligera se había perdido, y todo porque Sharpe había oído un cañonazo distante que se asemejaba a un trueno lejano y había decidido marchar hacia el sur, sólo para descubrir que sus oídos le habían jugado una mala pasada. El ruido de la escaramuza, si es que había sido de hecho una escaramuza y no un trueno de verdad, se había apagado, y ahora Sharpe no tenía ni idea de dónde estaba.

—No me atrevería a jurarlo, señor, pues como le he dicho no soy muy ducho leyendo mapas. Podría ser cualquiera de esos garabatos, señor, o puede que ninguno.

—Entonces, ¿por qué demonios me lo está mostrando?

—Con la esperanza de que le inspire, señor —añadió Price herido—. Estaba intentando ayudar, señor. Intentaba levantar los ánimos —volvió a bajar la mirada al mapa—. Puede que éste no sea un buen mapa —sugirió.

—Será bueno como yesca —repitió Harper.

—Una cosa es segura —dijo Sharpe mientras le quitaba el mapa a Price—, no hemos cruzado el riachuelo, lo que significa que esos arroyos deben de correr hacia el oeste. —Se quedó callado—. O es probable que corran hacia el oeste. A menos que el maldito mundo se haya dado la vuelta, lo que es probable en estos tiempos, pero seguiremos los puñeteros arroyos por si da la maldita casualidad de que no es así. Esto —le tendió el mapa a Harper—, para yesca.

—Eso es lo que hizo mi abuelo —dijo Harper, guardándose el arrugado mapa en su decolorada y raída casaca verde—. Siguió el curso del…

—Cállese —dijo Sharpe, pero esta vez sin enfado. Habló más bien con calma, y al mismo tiempo hizo un gesto con la mano izquierda para indicar a sus acompañantes que se agacharan—. Un maldito gabacho —susurró—, o lo que sea… Nunca había visto un uniforme como ése.

—Demonios —dijo Price, al tiempo que se dejaba caer a tierra.

Había aparecido un jinete a sólo unos doscientos metros del sendero. El hombre no había visto a la infantería inglesa ni tampoco parecía estar buscando enemigos. Con el caballo al paso, salió deambulando de un valle lateral y se detuvo; entonces el jinete se inclinó con pereza por encima de la silla de montar y se colgó las riendas en un brazo, mientras se desabrochaba los anchos calzones y orinaba en el sendero. El humo de su pipa se elevaba lentamente en el aire húmedo.

El fusil de Sharpe dio un chasquido cuando éste tiró del percutor hacia atrás. Todos los hombres de Sharpe, incluso aquellos que habían estado dormitando, estaban ahora alerta echados sobre la hierba, tan agazapados que aunque el jinete hubiese mirado en su dirección, probablemente no habría visto a la infantería. La compañía de Sharpe era una unidad experta en avanzadillas, curtida por dos años de combates en Portugal y España, y tan bien entrenada como cualquier soldado del continente.

—¿Reconoce el uniforme? —preguntó Sharpe a Price en voz baja.

—Nunca antes lo había visto, señor.

—¿Pat? —preguntó Sharpe a Harper.

—Parece un maldito ruso —dijo Harper.

El sargento nunca había visto a un soldado ruso, pero tenía la retorcida idea de que tales criaturas vestían de gris, y aquel misterioso jinete vestía un uniforme gris. Llevaba una casaca corta gris de dragón, calzones grises y un penacho de crin gris en su casco gris acerado. O quizá, pensó Sharpe, sólo era una cubierta de tela para evitar que el metal del casco reflejara la luz.

—¿Español? —preguntó Sharpe en voz alta.

—Esos señoritingos siempre van cargados de adornitos, señor —dijo Harper—. A esos no les gusta morir con ropas sin lustre.

—Puede que sea un partisano —sugirió Sharpe.

—Sus armas son gabachas —dijo Price—, y sus calzones también.

De hecho, el jinete meón iba armado igual que un dragón francés. Llevaba una espada recta, una carabina de cañón corto envainada en la funda de su silla y un par de pistolas enganchadas en su cinturón. También llevaba los característicos saroual, unos pantalones anchos muy del gusto de los dragones franceses, pero Sharpe nunca había visto que un dragón francés llevara unos grises como aquéllos ni, desde luego, una casaca gris. Los dragones enemigos vestían siempre casacas verdes, pero no el verde oscuro de cazador de los gabanes de los fusileros ingleses, sino un verde más claro y más brillante.

—¿Se estarán quedando sin tinte verde esos cabrones? —sugirió Harper, después se hizo el silencio mientras el jinete se abrochaba sus abolsados calzones y volvía a montar. El hombre escudriñó detenidamente el valle, no vio nada alarmante y espoleó su caballo hacia el lado oculto de la ladera.

—Estaba explorando —dijo Sharpe en voz baja—. Lo habrán enviado a ver si había alguien por aquí.

—Pues ha hecho un trabajo penoso —comentó Harper.

—Aun así —dijo Price con fervor—, sería bueno que lomáramos la dirección contraria.

—De eso nada, Harry —dijo Sharpe—. Vamos a ver quiénes son esos cabrones y qué están haciendo. —Señaló hacia lo alto de la colina—. Adelántese usted, Harry. Llévese a sus hombres y suba hasta la mitad de la ladera, después espere.

El teniente Price subió la empinada ladera con los casacas rojas de la compañía de Sharpe. La mitad de la compañía vestía las casacas rojas de la infantería de línea inglesa, mientras que la otra mitad, como el propio Sharpe, llevaba las casacas verdes de los regimientos de fusileros de élite. Había sido un accidente de guerra lo que había acabado con Sharpe y sus fusileros dentro de un batallón de casacas rojas, pero era la pura inercia burocrática lo que los mantenía allí y ahora ya resultaba difícil distinguir a los fusileros de los casacas rojas por lo raídos y descoloridos que estaban sus respectivos uniformes. En la distancia, todos los uniformes parecían marrones por la barata tela portuguesa que los hombres se habían visto forzados a usar para los remiendos.

—¿Cree que hemos cruzado las líneas? —preguntó Harper a Sharpe.

—Es muy probable —contestó Sharpe con amargura, pues aún estaba enfadado consigo mismo—. Como si alguien supiera dónde están las malditas líneas —dijo en su defensa; y en parte tenía razón. Los franceses se estaban retirando de Portugal. El enemigo había permanecido todo el invierno de 1810 frente a las líneas de Torres Vedras, a sólo medio día de marcha de Lisboa, y allí se habían muerto de frío y de hambre en vez de retirarse a sus depósitos de abastecimiento de España. El mariscal Masséna sabía que esa retirada dejaría todo Portugal en manos de los ingleses, mientras que atacar las líneas de Torres Vedras sería un auténtico suicidio, así que simplemente había decidido quedarse allí, sin avanzar ni retirarse, muriéndose poco a poco de hambre durante el invierno y mirando los enormes terraplenes de las líneas, que habían sido destrozados y arrasados desde una cadena de colinas frente a la estrecha península al norte de Lisboa. Los valles entre las colinas habían sido bloqueados con inmensos diques o con intrincadas barricadas de espinos, mientras que en las cimas y sus prolongadas cuestas habían cavado trincheras con aberturas, armadas con una batería de cañones tras otra. Las líneas, una hambruna invernal y los incesantes ataques de partisanos habían dado finalmente al traste con el intento francés de capturar Lisboa, y en marzo habían empezado a retirarse. Ahora, ya en abril, la retirada se estaba demorando en las colinas de la frontera española, puesto que era allí donde el mariscal Masséna había decidido asentar su posición. Lucharía y derrotaría a los ingleses en las abruptas colinas cortadas por ríos, de modo que Masséna tendría siempre a su espalda las fortificaciones gemelas de Badajoz y Ciudad Rodrigo. Aquellas dos ciudadelas españolas convertían la frontera en un formidable dique de contención, si bien por ahora lo que preocupaba a Sharpe no era la desalentadora campaña de frontera que se avecinaba, sino más bien el misterioso jinete gris que se alejaba.

El teniente Price había alcanzado una zona de terreno yermo a media ladera, donde sus hombres se ocultaron mientras Sharpe indicaba a sus fusileros que avanzaran. Era una pendiente empinada, pero los casacas verdes la subieron deprisa porque, como todo hombre de infantería experimentado, sentían un miedo sano por la caballería enemiga, y sabían que las laderas escarpadas eran una barrera efectiva contra los jinetes, de modo que cuanto más alto subieran, más seguros y despreocupados se sentirían.

Sharpe adelantó al grupo de fusileros agazapados y siguió subiendo hacia la cresta de un espolón que separaba los dos valles. Cuando estuvo cerca de la cima, hizo un gesto para que sus fusileros se echaran cuerpo a tierra y después subió arrastrándose hasta la cresta para echar un vistazo al pequeño valle en el que el jinete gris había desaparecido.

Y a unos sesenta metros por debajo de él, vio a los franceses.

Todos aquellos hombres vestían el extraño uniforme gris, pero Sharpe ya sabía que eran franceses porque uno de los hombres de caballería llevaba un pendón. Era una pequeña bandera de cola de golondrina portada en una lanza como marca de concentración en el caos de la batalla, y esta bandera en concreto, raída y desflecada, mostraba el rojo, el blanco y el azul del enemigo. El portaestandarte estaba montado en su caballo en medio de una pequeña aldea abandonada, mientras que sus compañeros desmontados registraban la media docena de casas de piedra y paja, que parecían haber sido construidas para dar refugio a unas familias durante los meses de verano, cuando los granjeros de las tierras bajas tenían que subir sus rebaños a pastar en los pastos altos.

Sólo había una media docena de jinetes en el poblado, pero junto a ellos estaba un puñado de soldados de infantería, que también vestían los monótonos y sencillos gabanes grises, en vez de su azul habitual. Sharpe contó dieciocho hombres de infantería.

Harper subió la colina a rastras hasta llegar junto a Sharpe.

—Jesús, María y José —dijo al ver la infantería—. ¿Uniformes grises?

—Puede que tuviera razón —dijo Sharpe—, puede que esos cabrones se hayan quedado sin tinte.

—Pues preferiría que se hubieran quedado sin balas de mosquete —dijo Harper—. Entonces, ¿qué hacemos?

—Nos largamos —dijo Sharpe—. No tiene sentido combatir por gusto.

—Amén a eso, señor —Harper empezó a deslizarse alejándose de la cresta—. ¿Nos vamos ya?

—Deme un minuto —dijo Sharpe y se llevó un brazo a la espalda para sacar su catalejo, que estaba en un bolsillo de su morral francés de cuero de buey. Después, con la visera del catalejo extendida para dar sombra a la lente externa y evitar así que el reflejo de la débil luz del día llegara colina abajo, lo orientó hacia las casuchas. Sharpe era cualquier cosa menos un hombre rico, aunque el catalejo era un instrumento delicado y caro fabricado por Matthew Berge de Londres, con ocular de latón, obturadores y una pequeña placa grabada montada sobre su tubo de nogal. «En agradecimiento», decía la placa, «AW. 23 de septiembre, 1803». AW eran las iniciales de Arthur Wellesley, ahora vizconde de Wellington, teniente general y comandante de los ejércitos inglés y portugués que había perseguido al mariscal Masséna hasta la frontera española; pero el 23 de septiembre de 1803, el honorable comandante general Arthur Wellesley cabalgaba en un caballo que fue alcanzado en el pecho, de manera que derribó a su jinete en las filas del frente enemigo. Sharpe aún podía recordar los estridentes gritos de triunfo de los soldados cuando el general de casaca roja cayó entre ellos, aunque se acordaba de muy pocos segundos de lo que sucedió después. Sin embargo, habían sido aquellos pocos segundos los que lo habían catapultado de entre las tropas rasas y habían hecho de él, un hombre nacido en el arroyo, un oficial del ejército inglés.

Ahora enfocó el regalo de Wellington hacia los franceses de abajo, y vio a un soldado de caballería desmontado que transportaba un cubo lleno de agua desde el riachuelo. Por uno o dos segundos, Sharpe pensó que aquel hombre llevaba agua a su caballo, pero el dragón se detuvo entre dos casas y empezó a verter el agua en el suelo.

—Buscan comida —dijo Sharpe—, con el truco del agua.

—Menudos muertos de hambre —dijo Harper.

Los franceses habían sido expulsados de Portugal más por el hambre que por la fuerza de las armas. Cuando Wellington se retiró de Torres Vedras, dejó tras él un territorio devastado de establos vacíos, pozos envenenados y graneros llenos de eco. Los franceses habían resistido cinco meses de hambruna registrando toda aldea desierta y pueblo abandonado en busca de alimentos escondidos, y una manera de encontrar tinajas de cereal enterradas era verter agua en el suelo, pues donde el suelo había sido cavado y tapado de nuevo el agua siempre desaparecía más deprisa, y así mostraba dónde habían sido escondidas las tinajas.

—Nadie escondería comida en estas colinas —dijo Harper desdeñoso—. Nadie subiría hasta aquí más comida de la necesaria.

Entonces oyeron un grito de mujer.

Por unos instantes, tanto Sharpe como Harper pensaron que el sonido provenía de un animal. La distancia habría amortiguado y distorsionado el chillido, y no había señal alguna de civiles en el diminuto poblado, pero entonces el eco del terrible alarido fue devuelto por las lejanas laderas de enfrente, de forma que los dos hombres captaron todo su horror.

—Cabrones… —susurró Harper.

Sharpe cerró el catalejo.

—Ella está en una de las casas —dijo—. ¿Y dos hombres con ella? ¿Tres, quizá? Lo que quiere decir que no puede haber más de treinta de esos cabrones ahí abajo.

—Nosotros somos cuarenta —dijo Harper con recelo.

No es que le asustaran las probabilidades, pero tal ventaja no era tan aplastante como para garantizarles una victoria sin derramamiento de sangre.

La mujer chilló de nuevo.

—Vaya a buscar al teniente Price —ordenó Sharpe a Harper—. Dígale a todos que carguen y que se mantengan fuera de la cima —giró en redondo—. ¡Dan! ¡Thompson! ¡Cooper! ¡Harris! Suban aquí —los cuatro eran sus mejores tiradores—. ¡Mantengan las cabezas bajas! —advirtió a los cuatro hombres, después esperó hasta que llegaron a la cima—. En un minuto, me llevaré a los demás fusileros allí abajo. Quiero que ustedes cuatro se queden aquí y escojan a cualquier cabrón que parezca problemático.

—Esos cabrones ya se van —dijo Daniel Hagman. Hagman era el hombre más viejo de la compañía y el tirador más certero. Era un furtivo de Cheshire al que le habían ofrecido la posibilidad de alistarse en el ejército, en lugar de afrontar el destierro por haber robado unos faisanes a un terrateniente absentista.

Sharpe volvió a mirar hacia abajo. Los franceses se estaban marchando, o más bien la mayoría de ellos, pues a juzgar por la forma en que los de la retaguardia de la columna de infantería miraban atrás y gritaban hacia las casas, habían dejado a algunos de sus camaradas dentro de la casa donde la mujer había gritado. Con la media docena de soldados de caballería a la cabeza, el grupo principal avanzaba con dificultad riachuelo abajo hacia el valle más grande.

—Se están volviendo descuidados —dijo Thompson.

Sharpe asintió. Dejar hombres en el poblado era un riesgo, y no era propio de los franceses correr riesgos en terreno abierto. España y Portugal estaban plagados de guerrilleros, los partisanos que lanzaban escaramuzas cortas y letales, una forma de luchar mucho más amarga y cruel que las batallas más formales entre los franceses y los británicos. Sharpe conocía bien esa crueldad, pues el año anterior había cruzado el agreste territorio del norte para buscar oro español, y sus compañeros habían sido partisanos cuyo salvajismo le había resultado espeluznante. Una de ellos, Teresa Moreno, había sido amante de Sharpe, aunque ahora se llamaba a sí misma «la Aguja», y todo francés al que acuchillaba con su hoja larga y estrecha era una pequeña parte de la interminable venganza que se había prometido infligir a los soldados que habían abusado de ella.

Teresa estaba ahora muy lejos, luchando en las cercanías de Badajoz, y en ese momento, en el poblado a los pies de Sharpe, otra mujer estaba sufriendo las atenciones de los franceses, y el capitán se preguntaba una vez más por qué aquellos soldados de uniforme gris creían que era seguro dejar a unos hombres llevar a término su crimen en aquel pueblecillo aislado. ¿Tan seguros estaban de que no había ningún partisano al acecho en aquellas montañas?

Harper regresó, respirando pesadamente tras guiar a los casacas rojas de Price colina arriba.

—Dios salve a Irlanda —dijo mientras se dejaba caer junto a Sharpe—, pero esos cabrones ya se están largando.

—Creo que han dejado atrás a unos hombres. ¿Está preparado?

—Claro que lo estoy —Harper amartilló el percutor de su rifle.

—Morrales al suelo —dijo Sharpe a sus fusileros mientras se descolgaba el suyo de los hombros, después se volvió para mirar al teniente Price—. Espere aquí, Harry, y esté atento al silbato. Dos pitidos significan que quiero que abra fuego desde aquí arriba, y tres que quiero que baje al pueblo —miró a Hagman—. No abra fuego, Dan, hasta que ellos nos vean. Si podemos llegar allí abajo sin que esos cabrones se den cuenta, será más fácil —levantó la voz para que los demás fusileros pudieran oírle—. Vamos a bajar deprisa —dijo Sharpe—. ¿Están todos preparados? ¿Tienen sus armas cargadas? ¡Pues vamos! ¡Ahora!

Los fusileros saltaron por encima de la cresta y se lanzaron colina abajo detrás de su capitán. Él siguió mirando a su izquierda, donde la pequeña columna francesa se replegaba junto al arroyo, pero ninguno de los de la columna se volvió, y el ruido de los cascos de los caballos y de las botas claveteadas de los infantes debía de suavizar sin duda el sonido de los casacas verdes al correr colina abajo. Aun así, justo cuando Sharpe estaba a unos metros de la casa más cercana, un francés se volvió y dio la voz de alarma. Hagman disparó en aquel mismo instante, y el sonido de su rifle Baker resonó, primero en la pendiente más alejada del pequeño valle, después en el remoto flanco del valle más grande. El eco siguió rebotando, cada vez más débil, hasta que fue ahogado cuando los otros fusileros de la cima de la colina abrieron fuego.

Sharpe avanzó el último tramo de un salto. Se lanzó al suelo al aterrizar, se levantó y pasó corriendo junto a un montón de estiércol apilado contra el muro de una casa. Sólo había un caballo atado a una estaquilla de acero, clavada en el suelo junto a una de las casuchas, en cuya puerta apareció de pronto un soldado francés. Aquel hombre llevaba una camisa y un gabán gris, pero iba desnudo de cintura para abajo. Levantó su mosquete cuando Sharpe apareció corriendo, pero después vio a los fusileros que venían detrás de él, así que dejó caer el mosquete y levantó las manos para rendirse.

Sharpe había desenvainado su espada cuando corría hacia la puerta de la casa. Una vez allí, apartó con el hombro al soldado con las manos alzadas y entró corriendo en la casucha, que sólo tenía una habitación de piedra desnuda con vigas de madera y techo de losas y hierba. El interior estaba a oscuras, pero no tanto para que Sharpe no pudiese ver a una chica desnuda arrastrándose por el suelo de tierra en un rincón. Tenía sangre en las piernas. Otro francés, éste con pantalones de caballería a la altura de los tobillos, intentó levantarse y alcanzar su espada envainada, pero Sharpe le dio una patada en las pelotas. Le golpeó tan fuerte que el hombre gritó, pero no pudo recuperar el aliento para gritar otra vez y se derrumbó en el suelo ensangrentado, donde quedó gimoteando y con las rodillas encogidas hacia el pecho. Había otros dos hombres en el suelo de tierra apisonada, pero cuando Sharpe se volvió hacia ellos con su espada desenvainada vio que los dos eran civiles y estaban muertos. Habían sido degollados.

El crepitar de los mosquetes resonaba en el valle. Sharpe regresó a la puerta, donde el soldado de infantería francés estaba de rodillas con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

—¡Pat! —llamó Sharpe.

Harper estaba organizando a los fusileros.

—¡Tenemos a esos mierdas dominados, señor! —gritó el sargento en tono tranquilizador, adelantándose a la pregunta de su capitán.

Los fusileros se habían agachado junto a las casas y disparaban desde allí, recargaban y volvían a disparar. De las bocas de sus rifles Baker salían espesas volutas de humo blanco que olía a huevos podridos. Los franceses devolvían el fuego, y las balas de sus mosquetes alcanzaron las Casas de piedra cuando Sharpe reculaba de vuelta al interior. Agarró las dos armas de los franceses y las arrojó al exterior por la puerta.

—¡Perkins! —gritó.

El fusilero Perkins corrió hacia la puerta. Era el más joven de los hombres de Sharpe, o se suponía que era el más joven, pues aunque Perkins no conocía ni el día ni el año de su nacimiento, aún no necesitaba afeitarse.

—¿Señor?

—Si cualquiera de estos cabrones se mueve, dispáreles.

Puede que Perkins fuese joven, pero el gesto de su delgado rostro asustó al francés que no estaba herido, quien levantó una mano en son de paz como suplicando al joven fusilero que no le disparara.

—Vigilaré a estos cerdos, señor —dijo Perkins, y después caló su bayoneta de mango de latón en la boca del rifle.

Sharpe vio que la ropa de la chica estaba tirada bajo una mesa de tosca factura. Cogió las grasientas vestiduras y se las entregó a ella. La joven, apenas recién salida de su infancia, estaba pálida y aterrorizada, y sollozaba sin parar.

—Cabrones —dijo Sharpe a los dos prisioneros, después salió corriendo a la débil luz del exterior. Una bala de mosquete pasó zumbando por encima de su cabeza mientras avanzaba encogido para ponerse a cubierto junto a Harper.

—Esos mierdas son buenos, señor —dijo el irlandés a su pesar.

—Creía que ya los tenía dominados.

—Ellos piensan otra cosa al respecto —dijo Harper, después salió a descubierto, apuntó, disparó y volvió a agazaparse—. Esos mierdas son buenos —volvió a decir mientras empezaba a recargar.

Y los franceses eran en verdad buenos. Sharpe tenía la esperanza de que el pequeño grupo de franceses se alejara a la carrera del fuego de los rifles, pero en vez de hacerlo se habían desplegado en una línea de escaramuza, convirtiendo así el blanco fácil de una columna en marcha en una serie desperdigada de difíciles objetivos. Al mismo tiempo, la media docena de dragones que acompañaba a la infantería había desmontado y empezaba a disparar de pie, mientras uno de ellos sacaba al galope los caballos del alcance de los rifles, y la mezcla de mosquetes de los dragones y carabinas de infantería amenazaba con superar a los fusileros de Sharpe. Los rifles Baker eran mucho más certeros que las armas de los franceses, y podían matar a una distancia cuatro veces mayor, pero eran desesperantemente lentos de cargar. Las balas, cada una envuelta en un parche de cuero ideado para que se ciñera al interior del cañón, tenían que ser empujadas con fuerza por las estrías y campos del cañón, mientras que una bala de mosquete podía empujarse con facilidad en un cañón de ánima lisa. Los hombres de Sharpe ya estaban abandonando los parches de cuero para cargar más deprisa, pero sin el cuero el ánima rayada no podía imprimirle su giro a la bala, así que se le quitaba al rifle una gran ventaja: su letal precisión. Hagman y sus tres compañeros seguían disparando desde la cresta, pero eran demasiado pocos como para marcar cualquier diferencia, y lo único que estaba evitando que los fusileros de Sharpe fueran diezmados era la protección de los muretes de piedra que rodeaban las casas.

Sharpe sacó un pequeño silbato del bolsillo de su bandolera y lo sopló dos veces; luego descolgó su propio rifle, se asomó por la esquina de la casa y apuntó hacia la humareda que flotaba valle abajo. Disparó. Notó el fuerte retroceso del rifle justo cuando una bala de mosquete francés se incrustaba en el muro junto a su cabeza. Una esquirla de piedra arañó su mejilla llena de cicatrices, haciéndole sangrar, y no le alcanzó un ojo por muy poco.

—Esos mierdas son realmente muy buenos. —De mala gana, Sharpe repitió como un eco el elogio de Harper; poco después, una estruendosa andanada de mosquetes anunció que Harry Price ya había alineado a sus casacas rojas en lo alto de la colina, y éstos estaban disparando a los franceses.

La primera descarga de Price bastó para decidir el combate. Sharpe oyó una voz francesa dando órdenes y, un segundo después, la línea de escaramuza del enemigo empezaba a replegarse y desaparecía. Harry Price sólo tuvo tiempo para una andanada más antes de que el enemigo de uniforme gris hubiese salido de su campo de tiro.

—¡Green! ¡Horrell! ¡McDonald! ¡Cresacre! ¡Smith! ¡Sargento Latimer! —Sharpe llamaba a sus fusileros—. Formen una línea de piquete a cincuenta pasos valle abajo, pero vuelvan aquí a toda prisa si esos cabrones regresan a por más. ¡Muévanse! Los demás que permanezcan donde estén.

—¡Jesús, señor, debería ver esto! —Harper había abierto la puerta de la casa más cercana con la punta de su pistola de siete cañones. El arma, que en origen había sido diseñada para ser disparada desde las cubiertas de los navíos de guerra ingleses, era un conjunto de siete cañones de media pulgada que disparaba un único pedernal. Parecida a un cañón en miniatura, sólo los hombres más fuertes podían disparar aquella pistola sin causarse un daño permanente en los hombros. Harper era uno de los hombres más fuertes que había conocido Sharpe, pero era también uno de los más sentimentales, y ahora el enorme irlandés parecía estar al borde de las lágrimas.

—Oh, alabado sea Jesucristo nuestro señor —dijo Harper mientras se santiguaba—, malditos cabrones…

Sharpe ya había olido la sangre y ahora, al mirar más allá del sargento, sintió que el asco le ataba un nudo en la garganta.

—Por Dios… —dijo en voz baja.

La casucha estaba embebida en sangre, sus paredes salpicadas, y esparcidos sobre su suelo empapado yacían los cuerpos inertes de unos niños. Sharpe intentó contar los pequeños cadáveres, pero no podía distinguir dónde terminaba un cuerpo ensangrentado y dónde empezaba el otro. Era evidente que habían desnudado a los niños y después les habían rajado las gargantas. También habían matado un perrito, y su cuerpo, con el rizado pelaje apelmazado por la sangre, había sido arrojado sobre los niños, cuya piel parecía de una blancura antinatural en contraste con las intensas salpicaduras de sangre casi negra.

—Oh, alabado sea el Señor —dijo Sharpe mientras se apartaba de las sombras malolientes para tomar una bocanada de aire fresco. Había superado su límite de contemplación de horrores. Hijo de una ramera pobre, nacido en una calleja de Londres, había seguido los tambores ingleses de Flandes a Madrás por las guerras indias, y ahora desde las playas de Portugal a la frontera de España, pero nunca, ni siquiera en las cámaras de tortura del sultán Tipu en Seringapatam, había visto niños degollados apilados en un montón como si fueran animales en un matadero.

—¡Aquí hay más, señor! —avisó el cabo Jackson. Jackson acababa de vomitar a la entrada de una casucha en la que los cuerpos de dos ancianos yacían en un charco de sangre. Habían sido torturados de mil formas, era demasiado evidente.

Sharpe pensó en Teresa, que estaba combatiendo a los mismos malnacidos que destripaban y atormentaban a sus víctimas; después, incapaz de soportar el torrente de imágenes que revolvían sus pensamientos, formó una bocina con las manos y gritó hacia lo alto de la colina.

—¡Harris! ¡Baje aquí!

El fusilero Harris era el hombre culto de la compañía. Antes había sido maestro de escuela y llegó a ser respetado, pero el aburrimiento le había llevado a la bebida y la bebida había sido su ruina, o al menos la causa por la que se unió al ejército, donde aún le encantaba demostrar su erudición.

—¿Señor? —dijo Harris al llegar al poblado.

—¿Habla usted francés?

—Claro, señor.

—Hay dos gabachos en esa casa. Averigüe a qué unidad pertenecen y qué hacían aquí los muy cabrones. ¡Y Harris!

—¿Señor? —El melancólico y pelirrojo Harris se volvió hacia atrás.

—No hace falta que sea comedido con esos cabrones.

Incluso Harris, que estaba acostumbrado a Sharpe, parecía sorprendido por el tono de voz de su capitán.

—No, señor.

Sharpe volvió a atravesar la pequeña era situada en el centro del poblado. Sus hombres habían revisado las dos casas en la parte más alejada del arroyo, pero allí no encontraron cuerpos. La masacre se había reducido evidentemente a las tres casas de la orilla más cercana, donde el sargento Harper permanecía con un gesto vacío y herido en su rostro. Patrick Harper era un tipo del Ulster, de Donegal, que había llegado a las filas del ejército inglés impulsado por el hambre y la pobreza. Era un hombretón un palmo más alto que Sharpe, que pasaba del metro ochenta de altura. En combate, Harper era una figura imponente, aunque en realidad era un individuo afable, divertido y tranquilo cuya benevolencia ocultaba la contradicción que gobernaba su vida, puesto que no sentía aprecio alguno por el rey por el que luchaba, y muy poco por el país cuya bandera defendía, aunque había pocos soldados mejores que él en todos los ejércitos del rey Jorge y ninguno que fuese más leal con sus amigos. Era por esos amigos por quienes Harper luchaba, y su amigo más cercano, pese a su diferencia de rango, era el propio Sharpe.

—Sólo eran unos críos —dijo ahora Harper—. ¿Quién haría algo así?

—Ellos —Sharpe movió su cabeza en dirección al pequeño valle donde el arroyo se unía al caudal mayor. Los franceses de uniforme gris se habían detenido allí; demasiado lejos para estar a tiro de los rifles, pero aún lo bastante cerca para ver qué sucedía en el poblado en el que habían robado y asesinado.

—Algunos de estos chiquillos han sido… violados —dijo Harper.

—Ya lo veo —dijo Sharpe sombrío.

—¿Cómo pudieron hacerlo?

—No hay una respuesta, Pat. Sólo Dios lo sabe —Sharpe se sentía mareado, exactamente igual que Harper, pero preguntarse sobre las raíces del pecado no vengaría a los chiquillos muertos ni mantendría la cordura de la chica violada, y tampoco enterraría a los muertos empapados en sangre. Y menos aún ayudaría a encontrar un camino de regreso a las líneas inglesas para la pequeña compañía ligera que, Sharpe lo comprendió ahora, estaba peligrosamente expuesta al borde de la línea de avanzadillas francesas—. Pídale una respuesta a algún maldito capellán, si es que alguna vez puede encontrar alguno más allá de los burdeles de Lisboa —dijo Sharpe con crudeza, después se volvió hacia las casas de la matanza—. ¿Cómo demonios vamos a enterrarlos a todos?

—No podemos, señor. Bastará con que derribemos los muros de las casas encima de ellos —dijo Harper. Echó un vistazo valle abajo—. Podría matar a esos cabronazos. ¿Qué vamos a hacer con esos dos que hemos capturado?

—Matarlos —dijo Sharpe cortante—. Conseguiremos una o dos respuestas —dijo al ver que Harris salía agachado de la casa. Harris llevaba uno de los cascos grises de dragón, y Sharpe vio que no estaba cubierto de tela, sino que estaba fabricado en metal y llevaba un largo penacho de crin de caballo gris.

Harris pasó su mano derecha por el penacho mientras caminaba hacia Sharpe.

—Ya sabemos quiénes son, señor —dijo al acercarse más—. Pertenecen a la brigada Loup, la brigada lobo. Se llama así por su comandante en jefe, señor, un tipo llamado Loup, brigadier general Guy Loup. Loup significa lobo en francés, señor. Dicen que son una unidad de élite. Su tarea fue mantener abierta la carretera que cruza las montañas este invierno pasado, y lo hicieron masacrando a los paisanos. Si moría alguno de los hombres de Loup, él mataba a cincuenta civiles en venganza. Y al parecer eso era lo que estaban haciendo aquí, señor. Dos de sus hombres cayeron emboscados y fueron asesinados, y éste es el precio —Harris indicó con un gesto las casas de los muertos—. Y Loup no anda lejos de aquí, señor —añadió a modo de advertencia—. A menos que esos estén mintiendo, cosa que dudo. Dejó aquí un destacamento y se llevó un escuadrón para atrapar a unos fugitivos en el valle vecino.

Sharpe miró el caballo de uno de los soldados, que seguía atado en medio del poblado, y pensó en el soldado de infantería que había capturado.

—Esa brigada Loup —preguntó—, ¿es de caballería o de infantería?

—La brigada tiene soldados de ambas armas, señor —dijo Harris—. Es una brigada especial, formada para luchar contra los partisanos, y la de Loup tiene dos batallones de infantería y un regimiento de dragones.

—¿Y todos ellos visten de gris?

—Como lobos, señor —dijo Harris en tono amable.

—Pues ya sabemos todos qué se hace con los lobos —concluyó Sharpe, después se volvió cuando el sargento Latimer dio la voz de alarma.

Latimer estaba al mando de la pequeña línea de piquete que permanecía entre Sharpe y los franceses, pero no era un nuevo ataque lo que había hecho que el sargento diera la alarma, sino más bien el acercamiento de cuatro jinetes franceses. Uno de ellos portaba el pendón tricolor, aunque ahora la pequeña bandera de cola de golondrina quedaba oscurecida a medias por una sucia camisa blanca que había sido clavada en la punta de lanza del pendón.

—Al parecer, esos cabrones quieren hablar con nosotros —dijo Sharpe.

—Yo hablaré con ellos —refunfuñó Harper, al tiempo que amartillaba su pistola de siete cañones.

—Espere, Harper —dijo Sharpe—. Vuelva con la compañía y dígale a todo el mundo que no abran fuego, y es una orden.

—Como ordene, señor —Harper bajó el percutor; después, con una mirada ceñuda hacia los franceses que se acercaban, fue a avisar a los casacas verdes para que controlaran su temperamento y apartaran sus dedos de los gatillos.

Sharpe, con su rifle colgado al hombro y su espada al costado, avanzó hacia los cuatro franceses. Dos de los jinetes eran oficiales, mientras que los de los flancos eran portaestandartes, y la proporción entre banderas y hombres era tan desequilibrada que resultaba impertinente, casi como si los dos oficiales que se aproximaban se considerasen mejores que el resto de los mortales. El pendón tricolor habría sido estandarte suficiente, pero la segunda bandera era extraordinaria. Era un águila francesa con alas doradas extendidas posada en lo alto de un asta, que tenía un travesaño clavado justo debajo del pedestal del águila. La mayoría de las águilas llevaban una tricolor de seda en el asta, pero a ésta la acompañaban seis colas de lobo enganchadas en el travesaño. En cierto modo, el estandarte resultaba bárbaro, pues recordaba los días lejanos en que ejércitos paganos de soldados a caballo atronaban las estepas para violar y arrasar a la cristiandad entera.

Y si el estandarte de las colas de lobo había hecho que a Sharpe se le helara la sangre en las venas, no fue nada comparado con el hombre que espoleó su caballo para adelantarse a sus acompañantes. Lo único que no era gris eran sus botas. Su gabán era gris, su caballo era gris, su casco estaba coronado con un espléndido penacho gris, y su pelliza gris estaba ribeteada con piel de lobo gris. Unas bandas de piel de lobo rodeaban la parte de arriba de la caña de sus botas, sobre la silla de montar llevaba un pellejo gris, la larga vaina de su recta espada y la funda de su carabina estaban ambas cubiertas de piel de lobo, mientras que la hociquera de su caballo estaba hecha con una tira de piel gris. Incluso la barba de aquel hombre, una barba corta, pulcra y cuidada, era gris, pero el resto de su rostro, salvaje y despiadado y lleno de cicatrices, parecía de pesadilla. Un ojo inyectado en sangre y el otro velado y de un color lechoso miraban desde aquel rostro curtido por la intemperie y endurecido por las batallas cuando el hombre detuvo su caballo junto a Sharpe.

—Me llamo Loup —dijo—, brigadier general Guy Loup del ejército de su majestad imperial. —Su tono de voz sonaba extrañamente suave, su entonación cortés, y su inglés tenía un ligero acento escocés.

—Sharpe —dijo el fusilero—. Capitán Sharpe. Del ejército inglés.

Los otros tres franceses se habían detenido unos diez metros más atrás. Vigilaban mientras su comandante sacaba el pie del estribo y se dejaba caer al suelo con ligereza. No era tan alto como Sharpe, pero aun así era un hombre grande, muy musculoso y ágil. Sharpe supuso que el brigadier francés tendría unos cuarenta años, seis años más que él mismo. Loup sacó ahora dos cigarros de su portapliegos con ribetes de piel y le ofreció uno a Sharpe.

—No acepto obsequios de asesinos —espetó Sharpe.

Loup soltó una risotada para indignación de Sharpe.

—Usted se lo pierde, capitán. ¿Es así como lo expresaría un inglés? ¿Usted se lo pierde? Fui prisionero, ya ve usted, en Escocia. En Edimburgo. Una ciudad muy fría, pero con mujeres hermosas, muy hermosas. Algunas de ellas me enseñaron los rudimentos del inglés, y yo les enseñé cómo engañar a sus aburridos esposos calvinistas. Los oficiales en libertad condicional vivíamos en las inmediaciones de Candlemaker Row. ¿Conoce el lugar? ¿No? Debería visitar Edimburgo, capitán. A pesar de los calvinistas y la cocina, es una ciudad de primera, muy educada y acogedora. Después de que se firmara la paz de Amiens, estuve a punto de quedarme allí —Loup se calló para golpear eslabón y pedernal, después sopló sobre el trapo carbonizado de su caja de yesca, hasta conseguir una llama con la que encendió su cigarro—. Casi me quedo allí, pero ya sabe cómo es eso. Ella estaba casada con otro hombre y yo soy amante de Francia, así que aquí estoy yo y allá está ella, y no tenga dudas de que sueña conmigo mucho más de lo que sueño yo con ella —suspiró—. Pero este tiempo me recuerda a ella. Solíamos quedarnos en la cama a ver la lluvia y la niebla pasar por las ventanas de Candlemaker Row. Hoy hace frío, ¿eh?

—Pero usted está vestido para aguantarlo, general —dijo Sharpe—. Lleva tantos pellejos como una puta en Navidad.

Loup sonrió. No fue una sonrisa agradable. Le faltaban dos dientes y los que le quedaban estaban teñidos de amarillo. Se había dirigido a Sharpe con bastante amabilidad, incluso con encanto, pero era el encanto zalamero del gato a punto de matar. Volvió a chupar su cigarro, haciendo que la punta se enrojeciera brillante, mientras su único ojo, inyectado en sangre, miraba con dureza a Sharpe desde debajo de la visera gris de su casco.

Loup veía a un hombre alto con un rifle usado al hombro y una maltrecha espada con la hoja mellada en la cadera. El uniforme del inglés estaba raído y lleno de manchas y remiendos. El cordón negro de su casaca colgaba hecho jirones entre botones de plata, alguno de los cuales pendía de un hilo. Debajo de la casaca, Sharpe llevaba un mono reforzado con cuero de la caballería francesa. Los restos de un fajín rojo de oficial rodeaban su cintura, y alrededor del cuello llevaba un fular negro atado sin apretar. Ése era el uniforme de un hombre que había dejado atrás hacía ya tiempo los adornos del soldado en tiempos de paz, para sustituirlos por la comodidad pragmática del hombre de combate. Un hombre duro, desde luego, supuso Loup no sólo por la prueba de la cicatriz de la mejilla de Sharpe, sino también por la forma de conducirse del fusilero, incómoda y cortante, como si Sharpe prefiriese luchar a hablar. Loup se encogió de hombros, se dejó de cortesías y fue directo al grano.

—He venido a recoger a mis hombres —dijo.

—Pues olvídese de ellos, general —replicó Sharpe. Había decidido que no honraría a aquel francés con el tratamiento de «señor» o «monsieur».

Loup levantó las cejas.

—¿Están muertos?

—Lo estarán.

Loup apartó con la mano una mosca persistente. Las correas chapadas en acero de su casco colgaban junto a su rostro, parecidas a las cadenettes o trenzas que a los húsares franceses les gustaba llevar en las sienes. Volvió a dar una chupada a su cigarro y después sonrió.

—¿Debería recordarle, capitán, las normas de la guerra?

Sharpe dedicó a Loup una palabra que sin duda el francés no habría oído mucho entre la cultivada sociedad de Edimburgo.

—No acepto enseñanzas de asesinos —continuó Sharpe—, no en cuanto a las normas de la guerra. Lo que sus hombres hicieron en ese pueblo no tiene que ver con la guerra. Fue una fiesta de salvajes.

—Claro que tiene que ver con la guerra —dijo Loup sin alterarse—, y no necesito que me dé lecciones a ese respecto, capitán.

—Puede que precisamente necesite eso, general, una maldita lección.

Loup soltó una risotada. Se volvió y caminó hacia la orilla del riachuelo donde estiró los brazos y bostezó ruidoso, después se agachó para llevarse un poco de agua a la boca. Se giró hacia Sharpe.

—Déjeme que le explique en qué consiste mi trabajo, capitán, y póngase después en mi lugar. Puede que de esa manera deje a un lado sus irritantes certezas morales inglesas. Mi trabajo, capitán, es patrullar estas montañas y asegurar así el paso de carretas para suministrar la munición y los alimentos con los que planeamos empujarles a ustedes, los ingleses, de vuelta al mar. Mi enemigo no es un soldado de uniforme con un color determinado y un código de honor, sino más bien una chusma de civiles a la que le molesta mi presencia. ¡Bien! Dejemos que se molesten, ése es su privilegio, pero si me atacan, capitán, entonces me defenderé, y lo haré de forma tan feroz, tan despiadada y tan contundente que se lo pensarán mil veces antes de volver a atacar a mis hombres. ¿Sabe lo que es esa estrategia superior llamada guerra de guerrilla? Es el horror, capitán, el auténtico horror, así que me aseguro de ser más horrible que mi enemigo, y mi enemigo en esta zona ya es bastante horrible. ¿Ha oído hablar del Castrador?

—¿El Castrador? —preguntó Sharpe.

—Así se lo conoce, porque eso es lo que les hace a los soldados franceses; se lo hace mientras aún están vivos, y después deja que se desangren. El Castrador, lamento decirlo, aún está vivo, pero le aseguro que ninguno de mis hombres ha sido castrado en tres meses, ¿y sabe usted por qué? Porque los hombres del Castrador me temen más de lo que lo temen a él. Lo he derrotado, capitán, he hecho que estas montañas sean seguras. De toda España, éstas son las únicas colinas en las que los franceses pueden cabalgar seguros, ¿y por qué? Porque he empleado la estrategia de los guerrilleros contra ellos. Los castro igual que ellos me habrían castrado a mí, excepto que yo uso un cuchillo sin afilar —Loup dedicó a Sharpe una sonrisa enfermiza—. Ahora, dígame, capitán, si estuviera usted en mi lugar y si sus hombres hubiesen sido castrados, cegados, destripados y desollados vivos, y después abandonados a una muerte segura, ¿no haría usted lo que hago yo?

—¿A los niños? —Sharpe señaló el pueblo con el pulgar.

El ojo de Loup se abrió sorprendido, como si encontrara la objeción de Sharpe impropia de un soldado.

—¿Le perdonaría la vida a una rata sólo porque fuera joven? Las alimañas son alimañas, capitán, sea cual sea su edad.

—Pensaba que había dicho que las montañas eran seguras —dijo Sharpe—, ¿para qué seguir matando entonces?

—Porque la última semana dos de mis hombres cayeron en una emboscada y fueron asesinados en un pueblo no lejos de aquí. Los familiares de los asesinos vinieron hasta aquí en busca de refugio, pensando que no daría con ellos. Los encontré y ahora le aseguro, capitán, que ni uno más de mis hombres sufrirá una emboscada en Fuentes de Oñoro.

—No si yo los encuentro allí.

Loup movió la cabeza entristecido.

—Es usted muy rápido en sus amenazas, capitán. Pero si se enfrenta a mí creo que aprenderá a ser prudente. Por ahora, devuélvame a mis hombres y nos iremos.

Sharpe se quedó pensando en silencio, después se encogió de hombros y se volvió.

—¡Sargento Harper!

—¿Señor?

—¡Traiga a esos dos gabachos aquí!

Harper remoloneó como si quisiera saber qué pretendía Sharpe antes de obedecer su orden, pero después volvió a regañadientes hacia las casas. Un momento después, apareció con los dos cautivos franceses, ambos aún desnudos de cintura para abajo, y uno de ellos encogido todavía por el dolor.

—¿Está herido? —preguntó Loup.

—Le di una patada en las pelotas —dijo Sharpe—. Estaba violando a una niña.

A Loup la respuesta le pareció divertida.

—¿Es usted remilgado con las violaciones, capitán Sharpe?

—Extraño en un hombre, ¿no es así? Pues sí, lo soy.

—Tenemos algunos oficiales así —dijo Loup—, pero un par de meses en España los curarán enseguida de sus escrúpulos. Aquí las mujeres pelean igual que los hombres, y si una mujer se cree que sus faldas la protegerán, está muy equivocada. La violación es parte del horror, pero también sirve a un propósito secundario. Permita a sus soldados que violen y ya no les preocupará pasar hambre o que su paga lleve un año de retraso. La violación es un arma como otra cualquiera, capitán.

—Me acordaré de eso, general, cuando marche sobre Francia —dijo Sharpe, después se volvió hacia las casas—. ¡Deténgase ahí, sargento! —Los dos prisioneros habían sido escoltados hasta el murete que rodeaba parte del villorrio—. ¡Y sargento!

—¿Señor?

—Deles sus pantalones. Haga que se vistan como es debido.

Loup, satisfecho por cómo estaba resultando su misión, sonrió a Sharpe.

—Está siendo usted sensato y eso está bien. Odiaría tener que luchar contra usted de la misma forma en que lucho contra los españoles.

Sharpe miró el uniforme pagano de Loup. Era un disfraz, pensó, para asustar a un crío, el disfraz de un hombre lobo de pesadilla, pero la espada de aquel hombre lobo no era más larga que la de Sharpe, y su carabina era mucho menos precisa que el rifle inglés.

—Supongo que le resultará difícil luchar contra nosotros, general —dijo Sharpe—, somos un ejército de verdad, ya ve usted, no un grupo de mujeres y niños desarmados.

Loup se puso tenso.

—Ya verá usted, capitán Sharpe, que la brigada Loup puede luchar contra cualquier hombre, en cualquier lugar y de cualquier manera. Yo no pierdo, capitán, contra nadie.

—Entonces, si no pierde nunca, general, ¿cómo fue hecho prisionero? —dijo Sharpe con desprecio—. ¿Estaba dormido o qué?

—Viajaba hacia Egipto, capitán, cuando el barco en que iba de pasajero fue capturado por la marina real. Eso apenas se puede considerar una derrota —Loup observó cómo sus dos hombres se subían los pantalones—. ¿Dónde está el caballo del soldado Godin?

—El soldado Godin no va a necesitar un caballo allí adonde va —dijo Sharpe.

—¿Puede caminar? Supongo que sí puede. Muy bien, le cederé mi caballo —observó Loup, magnánimo.

—Va al infierno, general —dijo Sharpe—. Permito que se vistan porque aún son soldados, e incluso sus asquerosos soldados merecen morir con los pantalones puestos —se giró hacia el poblado—. ¡Sargento! ¡Póngalos de cara al muro! Quiero un pelotón de fusilamiento, cuatro hombres por cada prisionero. ¡Carguen!

—¡Capitán! —gritó Loup, y su mano se dirigió hacia la empuñadura de su espada.

—No me asusta usted, Loup. Ni usted ni su disfraz de gala —dijo Sharpe—. Desenvaine esa espada y enjugaremos su sangre con su bandera de tregua. Tengo tiradores en esa cresta que podrían sacarle el ojo sano de la cara a más de ciento ochenta metros, y uno de esos tiradores le está apuntando ahora mismo.

Loup miró a lo alto de la colina. Podía ver a los casacas rojas de Price allí arriba, y a un casaca verde, pero era incapaz de distinguir con certeza cuántos hombres había en la partida inglesa. Volvió a mirar a Sharpe.

—Usted es capitán, nada más que capitán. Lo que significa que tiene ¿qué? ¿Una compañía? ¿Quizá dos? Los ingleses no le confiarían más de dos compañías a un simple capitán, pero en un radio de menos de un kilómetro yo tengo al resto de mi brigada. Si matan ustedes a mis hombres, serán perseguidos como perros y morirán como perros. Me saltaré las normas de la guerra, capitán, igual que usted se propone saltárselas con mis hombres, y me aseguraré de que muere de la misma forma que mis enemigos españoles. Con un cuchillo muy poco afilado, capitán…

Sharpe pasó por alto la amenaza y se volvió hacia el pueblo.

—¿Está listo el pelotón, sargento?

—Está listo, señor. ¡Y ansioso por disparar!

Sharpe volvió a mirar al francés.

—Su brigada está a varios kilómetros, general. Si estuviera más cerca, usted no estaría aquí hablando conmigo, sino dirigiendo el ataque. Ahora, si me perdona, tengo que encargarme de una ejecución.

—¡No! —dijo Loup con tanta brusquedad como para hacer que Sharpe se girara—. Tengo un acuerdo con mis hombres. ¿Entiende lo que es eso, capitán? Usted es un líder, yo soy un líder, y he prometido a mis hombres que nunca los abandonaré. No me haga romper mi promesa.

—Me importa un carajo su promesa —dijo Sharpe.

Loup ya esperaba ese tipo de respuesta y encogió los hombros.

—Entonces puede que también le importe un carajo lo que le voy a decir, capitán Sharpe. Sé quién es usted, y si no me devuelve a mis hombres, pondré precio a su cabeza. Le daré una razón a todo hombre de Portugal y España para perseguirlo y atraparlo. Mate a esos dos hombres y firmará su propia sentencia de muerte.

Sharpe sonrió.

—Es usted mal perdedor, general.

—¿Y usted no?

Sharpe se alejó.

—Nunca he perdido —le respondió por encima del hombro—, así que no puedo saberlo.

—¡Es su sentencia de muerte, Sharpe! —gritó Loup.

Sharpe levantó dos dedos. Había oído que, en Azincourt, los arqueros ingleses, amenazados por los franceses con la pérdida de los dos dedos que usaban para disparar sus arcos al final de la batalla, primero habían ganado la batalla y después inventaron el gesto burlón sólo para mostrar a aquellos cabrones arrogantes quiénes eran mejores soldados. Ahora Sharpe volvía a usarlo.

Luego se dispuso a ejecutar a los hombres del hombre lobo.

El comandante Michael Hogan descubrió que Wellington estaba inspeccionando un puente sobre el río Turones, donde una fuerza de tres batallones franceses había intentado hacer frente al avance inglés. La batalla resultante había sido rápida y brutal, y ahora un rastro de cadáveres franceses e ingleses contaba la historia de la escaramuza. Una línea inicial de la marea de cuerpos marcaba dónde habían chocado los dos bandos, una horrible mancha de hierba ensangrentada mostraba dónde dos cañones ingleses habían barrido al enemigo, y después otros cuerpos esparcidos acusaban la retirada francesa por el puente que sus ingenieros no habían tenido tiempo de destruir.

—Fletcher cree que el puente es de factura romana, Hogan —dijo Wellington a modo de saludo al comandante irlandés.

—A veces me pregunto, mi lord, si alguien habrá construido algún puente en Portugal o en España después de los romanos —Hogan, envuelto en una capa por el frío húmedo del día, saludó cordialmente a los tres ayudantes de lord Wellington, y después entregó al general una carta sellada. El sello, en el que se veía el real escudo de armas español, ya había sido despegado—. Tuve la precaución de leer la carta, milord —explicó Hogan.

—¿Algún problema? —preguntó Wellington.

—De otra forma no le hubiese molestado, milord —respondió Hogan apesadumbrado.

Wellington frunció el ceño al leer la carta. El general era un hombre apuesto, de cuarenta y dos años, pero tan en forma como cualquier hombre de su ejército. Y, según pensaba Hogan, más sensato que el que más. Como el comandante sabía bien, el ejército inglés tenía un extraño don para encontrar a los hombres menos cualificados y ascenderlos a los mandos más altos, pero de alguna manera el sistema había funcionado mal con aquel hombre, y a sir Arthur Wellesley, ahora vizconde de Wellington, le había sido otorgado el mando del ejército de Su Majestad en Portugal, proporcionando por lo tanto al ejército el mejor liderazgo posible. Al menos así lo pensaba Hogan, aunque Michael Hogan admitía que quizá tuviese prejuicios en este aspecto. Al fin y al cabo, Wellington había impulsado la carrera de Hogan, convirtiendo al perspicaz irlandés en la cabeza de su departamento de inteligencia, y el resultado había sido una relación tan cercana como fructífera.

El general volvió a leer la carta, esta vez ojeando la traducción que amablemente le había proporcionado Hogan. Mientras tanto, el irlandés echaba un vistazo al campo de batalla, que unos destacamentos de fajina estaban limpiando de los restos de la escaramuza. Al este del puente, donde la calzada bajaba suavemente por la ladera de la montaña en una serie de amplias curvas, una docena de destacamentos de faena buscaban cuerpos y suministros abandonados entre los arbustos. Los muertos franceses eran desnudados y amontonados como si fueran leña, junto a una fosa larga y superficial que un grupo de zapadores estaba intentando ampliar. Otros grupos de hombres estaban apilando mosquetes franceses o arrojaban al cajón de un carro cantimploras, cartucheras y mantas. Otra parte del botín era incluso más exótica, pues, al retirarse, los franceses habían cargado con lo que habían saqueado en miles de pueblos portugueses, y ahora los hombres de Wellington estaban recuperando vestiduras eclesiásticas, candeleros y vajillas de plata.

—Es sorprendente lo que puede cargar un soldado en retirada —comentó el general a Hogan—. Hemos encontrado a un muerto con una banqueta de ordeño. ¡Una banqueta de ordeño normal y corriente! ¿En qué estaría pensando? ¿En llevársela a Francia? —Le tendió la carta a Hogan—. Maldición —dijo en tono afable, y después con más fuerza—. ¡Maldita sea! —Con un gesto de la mano hizo que sus ayudantes lo dejaran solo con Hogan—. Cuanto más aprendo sobre Su Muy Católica Majestad el rey Fernando VII, Hogan, más me convenzo de que tendrían que haberlo ahogado al nacer.

Hogan sonrió.

—El método más distinguido, milord, es la asfixia.

—¿De verdad?

—De verdad, milord, y no hay ninguno más acertado. Simplemente la madre explica que se dio la vuelta mientras dormía, atrapando a la bendita criaturita bajo su cuerpo, y es así, según explica la santa Iglesia, cómo nace otro valioso ángel.

—En mi familia —dijo el general— los niños no deseados eran enviados al ejército.

—Tiene un efecto muy parecido, milord, excepto en lo de los ángeles.

Wellington esbozó una leve sonrisa, después le hizo un gesto con la carta.

—¿Cómo llegó esto a nosotros?

—Por el canal habitual, milord, Sacada a hurtadillas de Valençay por los sirvientes de Fernando, y llevada al sur hasta los Pirineos, donde fue entregada a los partisanos para que nos la hicieran llegar a nosotros.

—Con copia a Londres, ¿no? ¿Hay alguna posibilidad de interceptar la copia que va hacia Londres?

—Lo siento, señor, salió hace dos semanas. Probablemente ya esté allí.

—Demonios, demonios y más demonios. ¡Maldita sea! —Wellington miró con gesto lúgubre hacia el puente, donde un carro con una eslinga estaba recuperando un cañón francés caído—. Entonces, ¿qué hacemos, eh, Hogan? ¿Qué podemos hacer?

El problema era bastante simple. La carta, cuya copia había sido enviada al príncipe regente en Londres, era del exiliado rey Fernando de España, que ahora era prisionero de Napoleón en el château francés de Valençay. La misiva se complacía en anunciar que Su Muy Católica Majestad, con ánimo de cooperar con su primo de Inglaterra y por su gran deseo de expulsar al enemigo francés del sagrado suelo de su reino, había ordenado a la Real Compañía Irlandesa de la guardia de la casa de Su Muy Católica Majestad que se uniera a las fuerzas de Su Majestad inglesa bajo el mando del vizconde de Wellington. Un gesto semejante, aunque sonara generoso, no satisfacía al vizconde de Wellington, que no necesitaba una compañía de guardias de palacio real. Un batallón de infantería bien instruido y bien equipado para el combate sí habría servido de algo, pero una compañía de tropas de ceremonia era casi de tanta utilidad para Wellington como un coro de eunucos cantando salmos.

—Y ya han llegado —dijo Hogan en voz baja.

—¡¿Que ya qué?! —La pregunta de Wellington pudo oírse a casi cien metros, donde un perro, al creer que le regañaban, se apartó de unas vísceras que, ennegrecidas por las moscas, llevaban hasta el cuerpo destripado de un oficial de artillería francés—. ¿Dónde están? —preguntó Wellington hecho una fiera.

—En algún lugar cerca del Tajo, milord, embarcándose para llegar hasta aquí.

—¿Cómo diablos han llegado a Portugal tan rápido?

—Según mi informador, milord, en barco. En nuestros barcos —Hogan se puso una pizca de rapé en la mano izquierda y después inhaló un poco del polvillo por cada orificio de su nariz. Quedó en silencio por un instante, los ojos se le humedecieron de repente y después estornudó. Las orejas de su caballo se movieron en dirección al ruido—. El comandante de la Real Compañía Irlandesa afirma que hizo marchar a sus hombres hasta la costa oriental de España, milord —prosiguió Hogan—, después embarcó a Menorca, donde nuestra Marina Real los recogió.

Wellington resopló a modo de burla.

—¿Y los franceses permitieron que eso ocurriera? ¿El rey José se quedó mirando cómo se marchaba su guardia? —José era el hermano de Bonaparte y se le había concedido el trono de España, aunque mantenerlo allí les estaba costando trescientas mil bayonetas a los franceses.

—Una quinta parte de la guardia real, milord —corrigió educadamente Hogan al general—. Y sí, eso es exactamente lo que dice lord Kiely. Kiely es, desde luego, su comandante.

—¿Kiely?

—Un par irlandés, milord.

—Maldición, Hogan, conozco a la nobleza irlandesa. Kiely. El conde de Kiely. Exiliado, ¿verdad? Y su madre, según recuerdo, le dio dinero a Tone en los años noventa —Wolfe Tone había sido un patriota irlandés que reunió fondos y hombres en Europa y América para intentar provocar una rebelión contra los ingleses en su Irlanda natal. La rebelión se había convertido en una guerra abierta en 1798, cuando Tone decidió invadir Donegal con un pequeño ejército francés que había sufrido una derrota completa, y el propio Tone había preferido suicidarse en la prisión de Dublín antes que ser ahorcado con una soga inglesa—. No creo que Kiely sea mejor que su madre —dijo Wellington en tono grave—, y ella era una bruja a la que tendrían que haber asfixiado nada más nacer. ¿Se puede confiar en su señoría, Hogan?

—Por lo que he oído, milord, es un borracho y un haragán —dijo Hogan—. Le dieron el mando de la Real Compañía Irlandesa porque era el único aristócrata irlandés de Madrid, y porque su madre tenía influencia sobre el rey. Ahora ella está muerta, que Dios guarde su alma —observó cómo un soldado intentaba recoger con su bayoneta los intestinos desparramados del oficial francés. Las tripas resbalaban en el filo, y al final un sargento le gritó al soldado que recogiera las entrañas con sus manos o si no que se las dejara a los cuervos.

—¿Qué ha hecho esa guardia irlandesa desde que Fernando dejó Madrid? —preguntó Wellington.

—Vivir un purgatorio, milord. Vigilar El Escorial, abrillantar sus botas, no meterse en problemas, tener hijos, ir de putas, emborracharse y saludar a los franceses cortésmente.

—Pero no combatían a los franceses.

—En absoluto —Hogan se calló—. Es todo demasiado… oportuno, milord —continuó—. A la Real Compañía Irlandesa se le permite abandonar Madrid, se le permite embarcarse y se le permite venir hasta nosotros, y mientras tanto una carta que sale a escondidas de Francia dice que la compañía es una atención de Su Aprisionada Majestad para usted. Todo esto me huele a gabacho encerrado, milord.

—Entonces, ¿le decimos a esa maldita guardia que se largue?

—Dudo mucho que podamos. En Londres, el príncipe regente se sentirá sin duda halagado por el gesto, y Asuntos Exteriores, puede estar seguro de ello, considerará cualquier mínima ofensa a la Real Compañía Irlandesa como un insulto a nuestros aliados españoles, lo que significa, milord, que nos tenemos que tragar a esos cabrones.

—¿Servirán para algo?

—Estoy seguro de que serán poco más que decorativos —concedió Hogan desconfiado.

—Y la decoración cuesta dinero —dijo Wellington—. Supongo que el rey de España habrá tenido la precaución de enviar un cofre con la paga de su guardia, ¿verdad?

—No, milord.

—¿Y eso significa que tengo que pagarles yo? —La pregunta de Wellington sonaba peligrosa, y cuando la única respuesta de Hogan fue una sonrisa angelical, el general soltó un exabrupto—. ¡Malditas sean sus calaveras! ¿Se supone que voy a pagar yo a esos cabrones? ¿Mientras ellos me apuñalan por la espalda? ¿Es eso para lo que están aquí, Hogan?

—No sabría decirle, milord. Pero sospecho que así es.

Una explosión de carcajadas llegó desde un destacamento de fajina que acababa de descubrir unos dibujos íntimos escondidos en el faldón del gabán de un cadáver francés. Wellington hizo una mueca por el ruido y alejó su caballo del ruidoso grupo. Unos cuervos se disputaban un montón de vísceras que una vez habían estado dentro de un soldado. El general contempló la desagradable escena, después hizo un gesto de asco.

—¿Y qué sabe usted de esa guardia irlandesa, Hogan?

—Hoy por hoy son españoles en su mayoría, milord, aunque incluso los guardias nacidos en España tienen que ser descendientes de exiliados irlandeses. La mayoría de sus miembros son reclutados de entre tres regimientos irlandeses al servicio de España, pero imagino que un puñado de ellos serán desertores de nuestro propio ejército. Sospecho que la mayoría de ellos son leales a España, y es probable que estén deseando luchar contra los franceses, pero no tengo dudas de que unos cuantos serán afrancesados, aunque respecto a eso sospecho que habrá más oficiales que soldados rasos, pues casi todos los que apoyaban a los franceses provienen de las clases más cultas. —Hogan aplastó un tábano que se había posado en el cuello de su caballo—. No pasa nada, Jeremiah, sólo es un moscón hambriento —le explicó a su sobresaltada montura, después se acercó a Wellington—. No sé por qué los han enviado aquí, milord, pero sí estoy seguro de dos cosas. Primero, será imposible librarse de ellos desde el punto de vista diplomático, y en segundo lugar, tenemos que asumir que son los franceses quienes los quieren aquí. El rey Fernando, eso no lo dudo, fue obligado a escribir la carta. He oído que no tiene muchas luces, milord.

—Pero usted sí, Hogan. Por eso lo tolero a mi lado. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Los ponemos a cavar letrinas?

Hogan meneó la cabeza.

—Si emplea usted a la guardia de la casa del rey de España en tareas serviles, milord, lo considerarán un insulto a nuestros aliados españoles, así como a Su Católica Majestad.

—A la mierda Su Católica Majestad —gruñó Wellington, y después miró ceñudo hacia la fosa con forma de trinchera donde ahora estaban colocando a los franceses muertos en una hilera larga, blanca y desnuda—. ¿Y la Junta? —preguntó—. ¿Qué pasa con la Junta?

La Junta de Cádiz era el consejo regente que gobernaba la España no ocupada en ausencia de su rey. No cabía duda alguna de su patriotismo, pero no se podía decirlo mismo de su eficiencia. La Junta era famosa por sus riñas internas y su quisquilloso orgullo, y pocas cuestiones habían herido tan directamente aquel orgullo como la modesta proposición de que Arthur Wellesley, vizconde de Wellington, fuese nombrado generalísimo de todos los ejércitos de España. Wellington ya era mariscal general del ejército portugués y comandante de las fuerzas inglesas en Portugal, y nadie que tuviese una pizca de sentido común negaría que era el mejor general del bando aliado; su nombramiento no sólo se sustentaba en que era el único que ganaba las batallas por sistema, sino en que nadie negaría la lógica de que todos los ejércitos enfrentados a los franceses en España y Portugal estuvieran bajo un mando unificado; sin embargo, pese a que se reconocía el valor de la propuesta, la Junta era reacia a otorgar tales poderes a Wellington. Argumentaban que los ejércitos españoles debían ser comandados por un español, y aunque hasta el momento ningún español se había mostrado capaz de vencer una campaña contra los franceses, aquello no era asunto para discutir. Era mejor un español derrotado que un extranjero victorioso.

—La Junta, milord —respondió Hogan cuidadoso—, pensará que esto es el ángulo agudo de una cuña muy ancha. Pensarán que se trata de un complot inglés para hacerse poco a poco con los ejércitos españoles, y vigilarán como halcones, milord, para ver qué trato se da a la Real Compañía Irlandesa.

—El halcón —dijo Wellington en tono amargo— debe de ser don Luis.

—Exacto, milord —dijo Hogan. El general don Luis Valverde era el observador oficial que acompañaba a los ejércitos ingleses y portugueses, y el hombre cuya recomendación sería necesaria si es que alguna vez los españoles llegaban a nombrar generalísimo a Wellington. Era un nombramiento altamente improbable, pues todo el gran orgullo y nada del escaso sentido de la Junta se concentraban en el general Valverde.

—Maldita sea —dijo Wellington al pensar en Valverde—. ¿Y bien, Hogan? Se le paga para que me aconseje, así que gánese su puñetero salario.

Hogan se quedó en silencio para reunir sus pensamientos.

—Me temo que tendremos que dar una buena acogida a lord Kiely y a sus hombres —dijo unos segundos después—, incluso aunque desconfiemos de ellos, y por eso me parece, milord, que tendremos que hacer todo lo posible para que se sientan incómodos. Tan incómodos como para que, o bien regresen a Madrid, o bien marchen hacia Cádiz.

—¿Que los echemos? —dijo Wellington—. ¿Y cómo?

—En parte, milord, haciéndoles vivaquear tan cerca de los franceses como sea posible, de modo que los guardias que quieran desertar lo tengan fácil. Al mismo tiempo, milord, diremos que los hemos destinado a una zona de riesgo como cumplido por su reputación a la hora de luchar, a pesar de que sin duda debemos asumir que, aunque la Real Compañía Irlandesa es experta en vigilar las puertas de palacio, demostrará ser menos experta en la tarea más mundana de combatir a los franceses. Por tanto, deberíamos insistir en que se sometan a un período de instrucción severa bajo supervisión de alguien en quien podamos confiar que vaya a convertir su vida en un verdadero suplicio.

Wellington le dedicó una adusta sonrisa.

—¿Hacer que esos soldados de ceremonial doblen la espalda? ¿Hacerles morder el polvo hasta que se ahoguen en él?

—Exacto, milord. No me cabe ninguna duda de que esperan ser tratados con respeto e incluso gozar de ciertos privilegios, así que tenemos que decepcionarles. Tendremos que facilitarles un oficial de enlace, alguien con veteranía suficiente como para aplacar a lord Kiely y para despejar las sospechas del general Valverde, pero ¿por qué no darles también un instructor? Un tirano, pero uno con astucia suficiente para airear sus secretos.

Wellington sonrió, después dirigió su caballo de vuelta a donde estaban sus ayudantes. Sabía con exactitud qué tenía en mente Hogan.

—Dudo que a nuestro lord Kiely vaya a gustarle mucho el señor Sharpe —dijo el general.

—No puedo ni imaginar que vayan a cogerse cariño, milord.

—Por cierto, ¿dónde está Sharpe ahora?

—Hoy debería estar de camino a Vilar Formoso, milord. Para su disgusto, lo han asignado a la guardia del alcalde.

—Entonces le alegrará que, en vez de eso, le endosemos a Kiely, ¿no cree? ¿Y a quién asignamos como oficial de enlace?

—Cualquier bobalicón conciliador nos valdrá para ese puesto, milord.

—Muy bien, Hogan, yo buscaré al bobalicón y usted se encargará del resto —el general picó espuelas en los costados de su caballo. Al ver que el general estaba preparado para marcharse, los ayudantes agarraron sus riendas, pero el general se detuvo de pronto—. ¿Qué querría hacer un hombre con una banqueta de ordeño, Hogan?

—Mantener el culo seco durante las noches de vigilancia, milord.

—Inteligente idea, Hogan. No se me ocurre por qué no la tuve yo mismo. Bien pensado —Wellington espoleó a su caballo y se alejó de los restos de la batalla trotando hacia el oeste.

Hogan observó su marcha y después hizo una mueca. Los franceses, de eso no cabía duda, querían causarle algunos problemas, y ahora él, con la ayuda de Dios, les devolvería parte del mal. Daría la bienvenida a la Real Compañía Irlandesa con palabras melosas y promesas desmesuradas, y después asignaría a esos cabrones a Richard Sharpe.

La muchacha se aferraba al fusilero Perkins. Le dolían las entrañas, sangraba y renqueaba, pero había insistido en salir de la casucha para ver morir a los dos franceses. De hecho insultó sin cesar a aquellos dos hombres, les escupió Y les gritó, y después rió cuando uno de los dos cayó de rodillas y juntó sus manos levantándolas hacia Sharpe.

—Dice que él no estaba violando a la chica, señor —tradujo Harris.

—¿Entonces por qué tenía los pantalones bajados hasta los tobillos, el muy cabrón? —preguntó Sharpe, y luego miró a su pelotón de fusilamiento de ocho hombres. Lo normal era que fuera difícil encontrar hombres que quisieran servir en pelotones de fusilamiento, pero esta vez no hubo dificultad—. ¡Apunten! —ordenó Sharpe.

Non, monsieur, je vous prie! Monsieur! —suplicó el francés que estaba arrodillado. Tenía el rostro bañado en lágrimas.

Los ocho fusileros apuntaron sus miras hacia los dos franceses. El otro cautivo mostró su desprecio y mantuvo la cabeza alta. Era un hombre apuesto, aunque su rostro estaba magullado gracias al tratamiento que le había dado Harris. El otro, al ver que sus súplicas no obtendrían respuesta, agachó la cabeza y empezó a sollozar descontrolado.

Maman —dijo lastimero—. Maman!

El brigadier general Loup, subido de nuevo a su silla de montar con ribetes de piel, asistió a las ejecuciones desde una distancia de cuarenta y cinco metros.

Sharpe sabía que legalmente no tenía derecho a fusilar prisioneros. Sabía incluso que esta acción podría poner en peligro su carrera, pero después pensó en los cuerpecillos llenos de sangre negra de los niños violados y asesinados.

—¡Fuego! —ordenó.

Los ocho rifles sonaron al mismo tiempo. El humo se elevó para formar una nube de olor acre y pestilente, que oscureció la maraña de salpicaduras de sangre sobre el muro de piedra de la casucha al mismo tiempo que los dos cuerpos eran impulsados con fuerza hacia atrás, y después se encogían hacia delante hasta caer al suelo. Uno de los hombres se estremeció por unos segundos, y después quedó inmóvil.

—¡Es usted hombre muerto, Sharpe! —gritó Loup.

Sharpe levantó dos dedos hacia el brigadier, pero no se tomó la molestia de girarse hacia él.

—Que los entierren esos franceses de mierda —dijo cerca de los prisioneros ejecutados—, pero derribaremos las casas sobre los españoles muertos. Porque son españoles, ¿no es así? —preguntó a Harris.

Harris asintió.

—Nos hemos internado en España, señor. Quizá dos o tres kilómetros. Es lo que dice la chica.

Sharpe miró a la chica. No era mayor que Perkins, tal vez tenía unos dieciséis años, y aunque su larga cabellera morena estaba húmeda y sucia, sin duda era bastante hermosa, pensó Sharpe, y enseguida se sintió culpable por tener aquel pensamiento. La chica sufría. Había visto cómo asesinaban a su familia, y después sólo Dios sabía cuántos hombres habían abusado de ella. Ahora, mientras mantenía apretadas en torno a su delgado cuerpo sus ropas harapientas, miraba con intensidad a los dos soldados muertos. Les escupió y después hundió su cabeza en el hombro de Perkins.

—Ella tendrá que venir con nosotros, Perkins —dijo Sharpe—. Si se queda aquí, esos cabrones la matarán.

—Por supuesto, señor.

—Pues cuide de ella, muchacho. ¿Le ha dicho su nombre?

—Miranda, señor.

—Entonces cuide de Miranda. Es usted responsable de su seguridad —dijo Sharpe; después se acercó hasta donde Harper estaba organizando a los hombres que iban a demoler las casas para que cubrieran los cadáveres. El olor de la sangre lo inundaba todo, y una masa de moscas zumbaba dentro de las casas donde se había cometido la matanza—. Esos puercos nos perseguirán —dijo Sharpe mientras movía la cabeza hacia los acechantes franceses.

—Sí, señor, lo harán. —El sargento se mostró de acuerdo.

—Nos moveremos por las cimas de las colinas —dijo Sharpe. La caballería no podría llegar a lo alto de las rocosas colinas, al menos no en buen orden, y desde luego no antes de que sus cabecillas hubieran sido derribados por los mejores tiradores de Sharpe.

Harper miró a los dos franceses muertos.

—¿Se suponía que tenía que hacer esto, señor?

—¿Quiere decir que si se me permite ejecutar a prisioneros de guerra en las regulaciones del rey? No, claro que no. Así que no se lo diga a nadie.

—Ni una palabra, señor. Nunca vi nada, señor, y me aseguraré de que los chicos digan lo mismo.

—Y algún día —dijo Sharpe mientras observaba la figura del brigadier general Loup en la distancia— lo pondré a él delante de un muro y le dispararé.

—Amén —dijo Harper—, amén. —Se volvió y se quedó mirando el caballo francés que seguía atado delante de una de las casuchas—. ¿Qué hacemos con la bestia?

—No podemos llevárnosla —dijo Sharpe. Las colinas eran demasiado abruptas, y había planeado ceñirse a las rocosas alturas a las que los caballos de los dragones no podrían seguirles—. Pero que me parta un rayo antes que devolver un caballo en buen estado al enemigo. —Amartilló su rifle—. Odio hacer esto.

—¿Quiere que lo haga yo, señor?

—No —dijo Sharpe, aunque quería decir que sí, pues en realidad no quería disparar al caballo. Aun así, lo hizo sin más dilación. El eco del disparo rebotó en las colinas y volvió, apagado y retumbante, mientras el caballo se agitaba en su sangrienta agonía.

Los fusileros cubrieron a los muertos españoles con piedras y paja, pero dejaron fuera a los dos soldados franceses para que los enterraran sus camaradas. Después subieron hasta las neblinosas alturas para abrirse camino hacia el oeste. Al caer la noche, cuando bajaron al valle del río Turones, comprobaron una vez más si les seguían. No percibieron el hedor de caballos con llagas por las sillas de montar, y tampoco vieron el reflejo de luz gris sobre acero gris; de hecho, no hubo señal ni olor de persecución alguna en toda la tarde, excepto una sola vez, justo al palidecer la luz y cuando las primeras luces de candiles titilaban en las casitas junto al río, cuando de pronto un lobo lanzó su aullido melancólico en las colinas cada vez más oscuras.

Fue un aullido largo y desolado, con un eco persistente.

Y Sharpe sintió un escalofrío.