CAPÍTULO 7
La Real Compañía Irlandesa estaba acampada en la meseta que se alzaba al noroeste de Fuentes de Oñoro. El pueblo dominaba la carretera más al sur que llevaba de Ciudad Rodrigo a Almeida, y por la noche el ejército de Wellington había ocupado el pueblo, que ahora amenazaba con convertirse en un campo de batalla. La bruma del amanecer ocultaba los campos situados al este, donde el ejército francés se estaba preparando, mientras que en lo alto de la meseta las fuerzas de Wellington era un caos de tropas, caballos y carros oscurecido por el humo. Los cañones estaban dispuestos en la cresta oriental de la planicie, apuntando por encima del arroyo Dos Casas, que marcaba la línea de avanzada del ejército.
Donaju se encontró con Sharpe, que bizqueaba al intentar cortarse el pelo mirándose de soslayo en un trozo de espejo. Los costados y el frente eran bastante fáciles de cortar, la dificultad siempre estaba en la parte de atrás.
—Es lo mismo que servir como soldado —dijo Sharpe.
—¿Se ha enterado de lo de Kiely? —Donaju, que de pronto se había encontrado al mando de la Real Compañía Irlandesa, pasó por alto el sentencioso comentario de Sharpe.
Sharpe dio un tijeretazo, frunció el ceño y después intentó arreglar el estropicio cortando otra vez, pero sólo consiguió empeorar las cosas.
—Se voló la cabeza, eso he oído.
Donaju se sobresaltó por la rudeza de Sharpe, pero no protestó.
—No puedo creerme que hiciera algo así —dijo en cambio.
—Demasiado orgullo y muy poco sentido. Como la mayoría de los puñeteros aristócratas, creo yo. Estas malditas tijeras están desafiladas.
Donaju frunció el ceño.
—¿Por qué no se consigue un sirviente?
—No puedo permitírmelo. Además, siempre me he cuidado yo mismo.
—¡Y se corta usted solo el pelo!
—Había una chica bonita entre las mujeres del batallón que solía cortármelo —dijo Sharpe. Pero Sally Clayton, al igual que el resto del South Essex, ahora estaba bien lejos. El South Essex había quedado demasiado empequeñecido por la guerra para servir en la línea de batalla, y ahora estaba haciendo labores de guardia en el acantonamiento del ejército portugués, así que se ahorrarían el ataque del mariscal Masséna por liberar Almeida y forzar la retirada de los ingleses a través del Coa.
—El padre Sarsfield enterrará mañana a Kiely —dijo por toda respuesta Donaju.
—Puede que mañana el padre Sarsfield tenga que enterrarnos a muchos de nosotros —dijo Sharpe—. Si es que puede hacerlo. ¿Alguna vez ha visto un campo de batalla un año después del enfrentamiento? Es como un osario. Está empedrado con cráneos y lleno de huesos roídos por los zorros y las alimañas. A la mierda —dijo con ferocidad al darle a su cabello un último y desesperado tijeretazo.
—Kiely ni siquiera puede ser enterrado en tierra consagrada —Donaju no quería pensar en campos de batalla en una mañana tan siniestra—, porque fue un suicidio.
—A pocos soldados se les da cristiana sepultura —dijo Sharpe—, pero yo no me lamentaría por Kiely. Tendremos suerte si a nosotros nos meten en un agujero, por no hablar de que lleguen a ponernos una piedra encima. ¡Dan! —gritó a Hagman.
—¿Señor?
—Sus malditas tijeras están desafiladas.
—Pues las afilé anoche, señor —dijo Hagman estoico—. Como siempre decía mi padre, señor, sólo un mal trabajador echa la culpa a sus herramientas, señor.
Sharpe devolvió las tijeras a Hagman y después se sacudió los mechones cortados de la camisa.
—Está usted mejor sin Kiely —le dijo a Donaju.
—¿Para vigilar un parque de munición? —dijo Donaju con amargura—. Habría sido mejor que nos hubiéramos quedado en Madrid.
—¿Para que los consideraran traidores? —preguntó Sharpe mientras se ponía la casaca—. Escúcheme, Donaju, usted está vivo y Kiely no. Tiene usted una buena compañía que comandar. ¿Qué más da si está usted guardando la munición? ¿Cree que eso no es importante? ¿Y si los gabachos se abren paso hasta el parque?
A Donaju no parecían entusiasmarle las opiniones de Sharpe.
—Nos han apartado —dijo con autocompasión—. A nadie le preocupa lo que nos ocurra.
—¿Y por qué quiere que alguien se preocupe? —preguntó Sharpe sin dar rodeos—. Usted es un soldado, Donaju, no un chiquillo. Le dieron una espada y una pistola para que pudiera cuidarse por sí mismo, y no para que otros se ocupen de usted. Pero resulta que sí se preocupan. Se preocupan lo bastante como para enviarlos a todos ustedes a Cádiz, y yo me preocupo lo bastante como para decirle que tiene usted dos opciones. Puede irse a Cádiz deshonrado y con sus hombres sabiendo que han sido deshonrados, o puede regresar con su orgullo intacto. Elija usted, yo tengo claro qué elegiría de estar en su lugar.
Era la primera vez que Donaju oía hablar de la opción de enviar a la Real Compañía Irlandesa a Cádiz, y frunció el ceño mientras intentaba descubrir si Sharpe estaba hablando en serio.
—¿Está seguro de eso de Cádiz?
—Por supuesto que estoy seguro —dijo Sharpe—. El general Valverde ha estado moviendo los hilos. No cree que usted deba estar aquí, así que ahora lo enviarán a reunirse con el resto del ejército español.
Donaju rumió la noticia durante unos segundos, después mostró su conformidad.
—Bien —dijo entusiasmado—. Tendrían que habernos enviado allí desde el principio. —Dio un trago a su taza de té e hizo un mal gesto después de saborearlo—. ¿Y ahora qué será de usted?
—Me han ordenado que permanezca con usted hasta que alguien me diga que me vaya a otro sitio —dijo Sharpe. No quería admitir que se enfrentaba a una comisión investigadora, no porque estuviera avergonzado por su conducta, sino porque no quería que los demás se compadecieran. La comisión era una batalla a la que tendría que hacer frente cuando llegara el momento.
—¿Está usted vigilando la munición? —Donaju parecía sorprendido.
—Alguien tiene que hacerlo —dijo Sharpe—. Pero no se preocupe, Donaju, me apartarán de usted antes de enviarlo a Cádiz. Valverde no me quiere allí.
—Entonces, ¿qué hacemos hoy? —preguntó Donaju inquieto.
—Hoy —dijo Sharpe—, cumplimos con nuestro deber. Hay cincuenta mil franchutes haciendo sus necesidades en algún sitio más allá de esa colina, Donaju, y su deber y nuestro deber entrarán en sangrienta contradicción.
—Va a ser una mala cosa —dijo Donaju, sin que fuera una afirmación, pero tampoco una pregunta.
Sharpe captó el nerviosismo. Donaju nunca había estado en una auténtica batalla, y cualquier hombre, por valiente que fuera, hacía bien poniéndose nervioso con la perspectiva.
—Será una mala cosa —dijo Sharpe—. Lo peor es el ruido, eso y la humareda de pólvora, pero recuerde siempre esto: es igual de malo para los franceses. Y le diré otra cosa. No sé por qué, y puede que sólo sea mi imaginación, pero los franchutes siempre parecen rendirse antes que nosotros. Justo cuando uno piensa que ya no puede aguantar ni un minuto más, cuenta hasta diez y para cuando ha llegado al seis, los puñeteros franchutes se habrán dado la vuelta y estarán largándose. Ahora preste atención, que aquí llegan los problemas.
Los problemas se hicieron evidentes con el acercamiento de un mayor, alto, delgado y con anteojos, con la casaca azul de la Artillería Real. Llevaba un fajo de papeles que se le iban cayendo mientras intentaba encontrar una hoja en concreto. Las hojas caídas iban recogiéndolas dos nerviosos reclutas de casaca roja, uno de ellos con un brazo en un sucio cabestrillo, mientras que el otro caminaba apoyándose en una muleta. El mayor saludó a Sharpe y a Donaju, dejando caer al hacerlo otra estela de papeles.
—El caso es —dijo el mayor sin hacer ni un intento de presentarse— que las divisiones tienen sus propios parques de munición. Uno u otro, les dije, ¡decídanse! ¡Pero no! ¡Las divisiones tienen que ser independientes! Lo que nos deja a nosotros, como ustedes comprenderán, con la reserva central. Así la llaman, aunque Dios sabe que raras veces está en el centro ni, desde luego, en el meollo de las cosas, y nunca se nos cuenta qué suministros trae cada una. Que piden más, pues se lo damos, hasta que de repente no queda nada. Es un problema. Tengamos esperanzas y recemos por que los franceses hagan peor las cosas. ¿Eso es té? —El mayor, que tenía un pesado acento escocés, miró esperanzado la taza que Donaju tenía en la mano.
—Sí, señor —dijo Donaju—, pero es asqueroso.
—Déjeme que lo pruebe, se lo ruego. Gracias. Agárreme ese papel, Magog, la batalla del día podría depender de él. Gog y Magog —presentó a los dos desafortunados reclutas—. Gog está privado de un brazo, Magog de una pierna, y los dos granujas son galeses. Juntos suman un galés y medio, y nosotros tres, o nosotros dos y medio si hay que ser exacto, somos el personal complementario de la reserva central. —El mayor sonrió de golpe—. Alexander Tarrant —se presentó a sí mismo—. Mayor de artillería, pero destacado como personal de intendencia general. Me considero el ayudante del ayudante del ayudante del intendente general, y ustedes, sospecho, son los nuevos ayudantes del ayudante del ayudante del ayudante del intendente general, ¿no? Lo que quiere decir que ahora Gog y Magog son los ayudantes de los ayudantes del ayudante del ayudante del ayudante del intendente general. ¡Degradados, por Dios! ¿Alguna vez se recuperarán sus carreras? Este té está delicioso, aunque tibio. Usted debe de ser el capitán Sharpe.
—Sí, señor.
—Es un honor, Sharpe, por mi vida que es un honor —Tarrant le tendió una mano, dejando caer una cascada de papeles—. Oí eso del pajarraco, Sharpe, y le confieso que me emocionó profundamente —Sharpe necesitó unos segundos para entender que Tarrant estaba hablando del águila que había capturado en Talavera, pero antes de que pudiera responder, el mayor ya estaba hablando otra vez—. Y usted debe de ser Donaju, de la guardia real. ¡Por mi vida, Gog, que estamos en una compañía de nivel! ¡Hoy tendrán ustedes que cuidar sus modales!
—Soldado Hughes, señor —Gog se presentó a Sharpe—, y ése es mi hermano. —Hizo un gesto con su brazo sano hacia Magog.
—Los hermanos Hughes —explicó Tarrant— fueron heridos al servicio de su país y reducidos a servirme. Hasta ahora, Sharpe, habían sido la única guardia para la munición. Gog pateaba a los intrusos y Magog los amenazaba con la muleta. Por supuesto que, en cuanto se recuperen, volverán a prestar servicio, de modo que a mí me enviarán más tullidos para proteger la pólvora y los proyectiles. Aunque hoy, Donaju, tengo a sus excelentes muchachos. ¡Revisemos sus tareas del día!
No se podía decir que fuesen tareas pesadas. La reserva central era eso, un lugar al que divisiones, brigadas o incluso batallones en apuros podían solicitar más munición. Una variopinta colección de carreteros del Real Cuerpo de Suministros, incrementada con muleros y otros arrieros reclutados entre la población local, estaba preparada para distribuir los cartuchos de la infantería, porque la artillería solía enviar sus propios carros. Según decía Tarrant, la dificultad de su trabajo radicaba en diferenciar qué solicitudes eran frívolas y cuáles eran desesperadas.
—Me gusta mantener intactos los suministros —dijo el escocés— hasta que llegamos al final de un enfrentamiento. Todo el que solicita munición en las primeras horas, o ya ha sido derrotado o es que sólo está nervioso. Se supone que esos papeles dan cuenta de las reservas de cada división, aunque sólo lord Wellington conoce la precisión que tienen. —Le arrojó los papeles a Sharpe, pero se los arrancó de inmediato de las manos por miedo a que Sharpe los desordenara—. En último término, desde luego —prosiguió Tarrant—, siempre está el problema de asegurarse de que la munición llega a su destino. Los repartidores pueden ser… —Se detuvo mientras buscaba la palabra exacta— ¡cobardes! —dijo al fin, pero luego frunció el ceño por la severidad de su juicio—. No todos, claro está, y algunos son maravillosamente tenaces, pero esa cualidad no es la constante. Señores, cuando el combate se vuelva sangriento, ¿podría confiar quizás en sus hombres para que reafirmen la valentía de los repartidores? —Hizo la pregunta nervioso, como si temiera que Sharpe o Donaju pudieran negarse. Cuando ninguno de los dos puso ninguna objeción, son ¡Bien! Bueno, Sharpe, ¿le gustaría entonces inspeccionar el terreno? No se puede despachar munición sin saber a dónde tiene que ir.
La oferta dio a Sharpe una libertad temporal. Sabía que tanto Donaju como él habían sido apartados por resultar molestos, y que Tarrant tampoco los necesitaba; sin embargo, había que hacer frente a una batalla y cuanto más conociese Sharpe el terreno donde se llevaría a cabo, mejor.
—Porque si las cosas van mal, Pat —le dijo a Harper mientras los dos caminaban hacia la línea de artillería, en la brumosa cresta de la meseta—, estaremos en medio de todo. —Los dos llevaban sus armas, pero habían dejado sus morrales y gabanes en los carros de munición.
—Sigue pareciéndome extraño —dijo Harper— no tener nada de verdad que hacer.
—Los malditos franchutes nos encontrarán —dijo Sharpe, adusto. Los dos estaban en la línea de cañones ingleses apuntados hacia el este, hacia el sol naciente, que hacía brillar la bruma sobre el arroyo Dos Casas. Ese arroyo corría hacia el sur a los pies de la elevada planicie donde estaban Sharpe y Harper, y que servía de barrera a las rutas de los franceses hacia Almeida. Habría sido un suicidio para los franceses atacar directamente cruzando el arroyo y subiendo la empinada escarpadura para luchar delante de los cañones ingleses, pero aparte de esa improbable autodestrucción, sólo quedaban otras dos rutas para librar del asedio a la guarnición de Almeida. Una se dirigía al norte rodeando la elevación, aunque ese camino estaba bloqueado por las aún formidables ruinas del fuerte Concepción, de modo que Wellington había decidido que Masséna probaría suerte por la carretera que iba hacia el sur a través de Fuentes de Oñoro.
El pueblo se alzaba donde la cresta caía hacia una llanura amplia y pantanosa, sobre la que ahora la neblina matinal se abría y disipaba. Desde Ciudad Rodrigo, el camino real corría blanco y derecho atravesando terreno llano hasta que vadeaba el arroyo Dos Casas. Tras cruzar el arroyo, la calzada subía por una colina entre las casas del pueblo hasta llegar a la meseta, donde se dividía en dos. Una de ellas llevaba a Almeida, a unos veinte kilómetros al noroeste, y la otra seguía hasta Castello Bom y a su angosto puente sobre la profunda garganta del Coa. Si los franceses querían llegar a cualquiera de las dos carreteras y así auxiliar a la ciudad sitiada y obligar a los casacas rojas a retroceder hasta el embudo del estrecho puente, primero tendrían que luchar cuesta arriba por las empinadas callejuelas de Fuentes de Oñoro, donde estaba la guarnición formada por una mezcla de casacas rojas y fusileros.
Tanto la cresta como el pueblo exigían que el enemigo luchara cuesta arriba, pero había una segunda opción mucho más atractiva al alcance de los franceses. Una segunda carretera corría hacia el oeste atravesando el llano al sur del pueblo. Ese camino atravesaba terreno llano y llevaba a los accesibles vados que cruzaban el Coa más hacia el sur. Esos vados eran el único lugar por el que Wellington tenía esperanzas de poder retirar sus cañones, sus carros y a sus heridos si se veía obligado a retirarse a Portugal, y, si los franceses amenazaban con flanquear Fuentes de Oñoro rodeándolo por la llanura del sur, entonces Wellington tendría que bajar de la meseta para defender su ruta de escape. Si elegía no bajar de las alturas, estaría abandonando la única ruta que le ofrecía una forma segura de cruzar el río Coa. La decisión de permitir que los franceses cortaran la carretera del sur obligaría al ejército de Wellington a conseguir la victoria o a sufrir la destrucción completa. Una decisión que Sharpe no hubiera querido tener que tomar.
—¡Dios salve a Irlanda! —dijo Harper de repente—, ¿quiere echarle un vistazo a eso?
Sharpe había estado mirando hacia el sur, hacia los sugerentes prados que ofrecían una fácil vía de escape alrededor del flanco de Fuentes de Oñoro, pero ahora miró hacia el este, hacia donde Harper señalaba.
Donde la bruma se había aclarado hasta revelar una extensa y oscura arboleda de alcornoques y encinas, y, fuera de esa arboleda, justo donde la blanca carretera se alejaba de los oscuros árboles, estaba apareciendo un ejército. Los hombres de Masséna debían de haber estado vivaqueando entre los árboles más alejados, y por la mañana el humo de sus hogueras se habría mezclado con la neblina confundiéndose con la bruma, pero ahora, en un ominoso y amenazante silencio, el ejército francés avanzaba por el llano que se extendía ampliamente cerca del pueblo.
Algunos artilleros ingleses saltaron a sus cañones y empezaron a moverlos a mano para que las bocas apuntaran al lugar en el que la carretera salía de entre los árboles, pero un coronel de artillería recorrió la línea al trote y gritó a sus hombres que no se les ocurriera empezar a disparar.
—¡Dejen que se acerquen! ¡No disparen! ¡Veamos dónde colocan sus baterías! No malgasten la pólvora. ¡Buenas, John! ¡Bonita mañana! —gritó el coronel a algún conocido. Después se tocó el sombrero saludando cortésmente a los dos desconocidos fusileros—. Muchachos, hoy van a tener bastante trabajo, no lo dudo.
—Usted también, coronel —dijo Sharpe.
El coronel espoleó a su montura, y Sharpe volvió a mirar hacia el este. Sacó su catalejo y se apoyó en una rueda de un cañón para estabilizar el largo cuello de su lente.
La infantería francesa estaba formando al borde de la arboleda, justo detrás de las baterías que estaba desplegando la artillería francesa. Los grupos de bueyes y caballos que tiraban de los cañones estaban siendo devueltos a la cobertura que proporcionaban los árboles, mientras escuadrones de artilleros sacaban los muñones de las pesadísimas armas de los armones de transporte y los colocaban en las cureñas de combate, donde otros hombres usaban martillos para clavar las sobremuñoneras sobre los muñones recién colocados. Otros artilleros amontonaban munición cerca de los cañones: chaparros cilindros de balas ya atadas a bolsas de lienzo llenas de pólvora.
—Parece munición sólida —dijo Sharpe a su sargento—. Dispararán hacia el pueblo.
Cerca de Sharpe, los artilleros ingleses hacían sus propios preparativos. Las cargas ya preparadas de los cañones consistían en una mezcla de balas y metralla. Las balas eran sólidas bolas de hierro que penetraban con brutalidad en las líneas de avance de infantería, mientras que las balas de metralla eran el arma secreta de Inglaterra: el único proyectil de artillería que ninguna otra nación había aprendido a fabricar. Se trataba de una esfera de hierro hueca rellena de balas de mosquete apretadas alrededor de una pequeña carga de pólvora que se encendía con una mecha. Cuando la pólvora explotaba, reventaba la carcasa exterior y diseminaba las balas de mosquete en un letal abanico. Si se empleaba bien, la carcasa explotaría justo en el aire y encima de una avanzada de infantería. El secreto de aquel horror residía en la mecha del proyectil. Las mechas eran tubos de madera o caña con pólvora dentro y con marcas a lo largo; cada pequeña división de la longitud marcada representaba medio segundo de tiempo de ignición. Las mechas se cortaban según el tiempo requerido, después se introducían en la carcasa y se encendían al mismo tiempo que la mecha del cañón, pero una mecha que quedara demasiado larga haría que el proyectil pasara silbando por encima de la cabeza de sus enemigos sin causar daño, y una demasiado corta explotaría prematuramente. Los sargentos de artillería estaban cortando mechas de diferentes longitudes y, después, dejaban la munición en montones que representaban diferentes alcances. Los primeros proyectiles tenían mechas de más o menos un centímetro, que retrasarían la explosión hasta que la carcasa hubiese recorrido unos mil metros, mientras que las mechas más cortas eran cabos diminutos que harían explotar la carga a unos quinientos metros. Una vez que la infantería enemiga estuviera dentro de ese alcance, los artilleros pasarían a usar únicamente proyectiles sólidos y, después de eso, cuando los franceses estuviesen a unos trescientos metros, los cañones emplearían metralla suelta: cilindros de latón embutidos entre balas de mosquete que se diseminaban desde la boca del cañón, mientras el delgado latón se convertía en esquirlas por la explosión de la carga de pólvora.
Los cañones dispararían cuesta abajo y por encima del arroyo, así que la infantería francesa estaría expuesta a la metralla o a las balas sólidas durante todo su avance. Ahora esa infantería estaba formando en columnas. Sharpe intentó contar las águilas, pero había tantos estandartes y tanto movimiento en las filas del enemigo que era difícil hacer un cálculo certero.
—Hay por lo menos una docena de batallones —dijo.
—¿Y dónde están los demás? —preguntó Harper.
—Sabe Dios —dijo Sharpe. Durante su reconocimiento con Hogan la noche anterior, había calculado que los franceses estaban marchando hacia Almeida con al menos ochenta batallones de infantería, pero ahora sólo podían ver una fracción del total formando en columnas de ataque en el límite de los alejados bosques—. ¿Unos doce mil hombres? —conjeturó.
Los restos de bruma se dispersaron del pueblo justo cuando los franceses abrieron fuego. La salva de arranque atronó al mismo tiempo que capitanes de artillería disparaban sus cañones por turnos para poder observar la caída de las balas y así hacer ajustes en su orientación. El primer cañonazo cayó corto, después rebotó por encima de unas casas y sus jardines vallados de la orilla más alejada, para acabar incrustándose en un tejado a mitad de la pendiente del pueblo. El sonido del cañonazo llegó después del estruendo de tejas rotas y vigas astilladas. El segundo cañonazo destrozó un manzano en la orilla oriental del arroyo, y produjo una pequeña lluvia de pétalos blancos antes de rebotar hasta el agua, pero en las siguientes andanadas ya habían corregido los cálculos, y trituraron unas casas del pueblo. Los artilleros ingleses farfullaron a regañadientes apreciando la pericia de los artilleros enemigos.
—Me pregunto a qué pobres diablos habrán dejado defendiendo el pueblo —dijo Harper.
—Pues vayamos a enterarnos.
—Si le soy sincero, señor, no tengo tanta curiosidad —protestó Harper, pero acabó siguiendo a Sharpe por la cima de la meseta. La planicie elevada terminaba justo encima del pueblo, donde caía en ángulo recto para extenderse hacia el oeste de vuelta a las colinas. En el ángulo de la caída, justo por encima del pueblo, había dos lomas rocosas y, encima de una de ellas, se levantaba la iglesia del pueblo, con su andrajoso nido de cigüeña posado con precariedad sobre el campanario. El cementerio de la iglesia ocupaba la ladera que daba al este entre la iglesia y el pueblo, y allí se agazapaban los fusileros detrás de los montículos de las tumbas y de las lápidas; también estaban agazapados entre los afloramientos de la segunda loma. Entre los dos montículos rocosos, en un collado lleno de corta hierba primaveral donde crecía la amarilla ambrosía, y donde la carretera de Almeida llegaba al terreno elevado tras zigzaguear cuesta arriba junto al cementerio, un puñado de oficiales del Estado Mayor permanecían sentados en sus caballos y estudiaban el cañoneo francés, que había empezado a nublar la vista con una sucia humareda, que se revolvía cada vez que un proyectil la atravesaba. Los proyectiles destrozaban el pueblo sin remordimientos, aplastando tejas y paja, y haciendo añicos vigas y paredes. El estruendo de los cañonazos era como un martilleo que hacía palpitar el tibio aire de primavera, pero aquí, en el terreno que se elevaba por encima de Fuentes de Oñoro, casi daba la impresión de que la batalla por el pueblo era algo que sucedía muy lejos.
Sharpe condujo a Harper por un amplio desvío por detrás del grupo de oficiales.
—El narizotas está ahí —le explicó a Harper—, y no necesito que me ponga los ojos encima.
—Estamos en su lista negra, ¿no es eso?
—Es más que eso, Pat. Me enfrento a una puñetera comisión de investigación —Sharpe no quería confesarle la verdad a Donaju, pero Harper era un amigo, así que le contó la historia, y no pudo evitar que la amargura de su situación impregnara su relato—. ¿Qué se supone que tenía que hacer, Pat? ¿Dejar vivos a esa mierda de violadores asesinos?
—¿Y qué hará esa comisión con usted?
—Sabe Dios. ¿En el peor de los casos? Organizar un consejo de guerra y sacarme del ejército a patadas. ¿En el mejor? Degradarme a teniente. Pero eso acabaría conmigo. Me convertirían otra vez en guarda almacenes, y después me pondrían a cargo de las puñeteras listas en algún maldito depósito donde podré beber hasta la muerte.
—¡Primero tienen que probar que usted ordenó ejecutar a esos hijos de puta! Dios salve a Irlanda, ninguno de nosotros dirá una sola palabra. ¡Jesús, mataré a cualquiera que diga otra cosa!
—Pero hay otros, Pat. Runciman y Sarsfield.
—No dirán una palabra, señor.
—De todas formas puede que ya sea demasiado tarde. El condenado general Valverde lo sabe, y eso es lo único que importa. Ya está afilando su cuchillo para usarlo contra mí, y no puedo hacer una mierda para arreglarlo.
—Yo podría disparar a ese cabronazo —dijo Harper.
—No lo pillará solo —dijo Sharpe. Ya había soñado con disparar a Valverde, pero dudaba de llegar a tener una oportunidad—. ¡Y Hogan dice que el mierda de Loup incluso podría enviar una reclamación oficial!
—No es justo, señor —se quejó Harper.
—No, Pat, no es justo, pero aún no ha ocurrido, y puede que Loup se encuentre hoy con una bala de cañón. Pero no diga una palabra a nadie, Pat. No quiero que la mitad del puñetero ejército se ponga a discutirlo.
—Lo mantendré en secreto, señor —prometió Harper, aunque no podía creer que la noticia no hubiese llegado ya a todo el ejército, y tampoco podía creerse que nadie pensara hacer justicia sacrificando a un oficial por haber fusilado a dos cabrones franceses. Pasó con Sharpe entre dos carros estacionados y una brigada de infantería que estaba sentada. Sharpe reconoció las vueltas verde claro del 24.º, un regimiento de Warwickshire, y más allá de ellos estaban los Highlanders del 79.º, con sus kilts y sus gorros. Los gaiteros de los Highlanders estaban tocando una melodía enloquecida con redoble de tambores, intentando rivalizar con la profunda percusión explosiva de los cañonazos franceses. Sharpe supuso que los dos batallones formaban la reserva preparada para bajar por las callejas de Fuentes de Oñoro a la primera señal de que los franceses pudiesen capturar el pueblo. Un tercer batallón acababa de unirse a la brigada de reserva cuando Sharpe se volvió al oír el estruendo de tejas rotas y piedra resquebrajada.
—Bien, bajemos por aquí —dijo Sharpe. Había localizado un sendero que corría junto al muro sur del cementerio. Era un camino escabroso, probablemente hecho por el paso de las cabras, y los dos hombres tuvieron que usar sus manos para equilibrarse en la parte más escarpada de la pendiente; después bajaron corriendo los últimos metros hasta la escasa cobertura de un callejón, donde fueron recibidos por la repentina aparición de un nervioso casaca roja que dobló una esquina con su mosquete levantado.
—¡Alto el fuego, hombre! —gritó Sharpe—. Cualquiera que baje por aquí estará seguramente de tu lado, y si no lo está, será porque estás en peligro.
—Lo siento, señor —dijo el chico y luego se agachó cuando la esquirla de una teja le pasó silbando por encima de la cabeza—. Es que están bastante animados, señor —añadió.
—Cuando dejen de disparar será cuando haya que preocuparse, muchacho —dijo Sharpe—, porque eso quiere decir que su infantería está en camino. ¿Quién está al mando aquí?
—No lo sé, señor, a menos que sea el sargento Patterson.
—Lo dudo, pero gracias de todas formas —Sharpe y Harper corrieron desde el fondo del callejón, doblaron por una calle lateral, viraron directamente a otra calle, saltaron un empinado tramo de escalones cubiertos de tejas rotas y se encontraron por fin en la calle principal, que corría colina abajo en una serie de vueltas cerradas. Un cañonazo alcanzó el centro de la calle justo al mismo tiempo en que él y Harper se arrastraban hasta detrás de una pila de estiércol. La bala levantó un montón de piedra y tierra, y después se elevó para acabar destrozando una cuadra techada con cañas, mientras otro cañonazo partía en dos unas vigas al otro lado de la calle. Siguieron cayendo más cañonazos, pues los artilleros franceses empezaron a disparar con un ritmo frenético. Sharpe y Harper se refugiaron por un momento en un portal en el que se veían las apagadas marcas de tiza de oficiales de ambos ejércitos allí alojados; una marca decía «5/4/60», lo que significaba que cinco hombres de la compañía número cuatro del 60.º de Rifles se había alojado en aquella casita, mientras que justo encima había una leyenda que decía que siete franceses, pues la marca llevaba la extraña barra cruzada del enemigo en el pie del 7, del 82.º de Línea habían estado destacados en la casa, a la que ahora le faltaba el tejado. El polvo flotaba como si fuese niebla en lo que había sido la habitación delantera, donde una rasgada cortina de arpillera colgaba desolada en una ventana. Los habitantes del pueblo y sus pertenencias habían sido transportados en carros del ejército hasta la vecina ciudad de Frenada, pero inevitablemente algunas de las posesiones de los pueblerinos habían quedado atrás. En un portal habían levantado una barricada con la cuna de un niño, y en otro había dos bancos a modo de paso de fuego. La guarnición de la ciudad era una mixtura de fusileros y casacas rojas, que se estaban protegiendo de los cañonazos agazapándose tras las paredes más gruesas de las casas abandonadas. Los muros de piedra no podrían detener todos los disparos de los franceses, y Sharpe ya había pasado al lado de tres hombres muertos tendidos en la calle y había visto una media docena de heridos dirigiendo sus vacilantes pasos hacia la meseta.
—¿De qué unidad son ustedes? —preguntó a un sargento que se refugiaba detrás de la cuna al otro lado de la calle.
—¡Tercera División de Compañías Ligeras, señor! —respondió el sargento con un grito.
—¡Y de la Primera División! —añadió otra voz—. ¡No se olvide de la Primera División!
Al parecer, el ejército había reunido la flor y nata de las dos divisiones, sus hostigadores, y la había desplegado en Fuentes de Oñoro. Los hostigadores eran los hombres más brillantes, los únicos entrenados para luchar de manera independiente, y aquel pueblo no era lugar para hombres que sólo sabían mantenerse en la línea de batalla disparando andanadas. Aquello iba a convertirse en un escenario de tiros certeros y peleas callejeras, un lugar en el que los hombres estarían lejos de sus oficiales y obligados a luchar sin instrucciones.
—¿Y quién está al mando de todos ustedes? —preguntó Sharpe al sargento.
—El coronel Williams del 60.º, señor. Está ahí abajo, en la posada.
—¡Gracias! —Sharpe y Harper bajaron poco a poco por un lateral de la calle. Un cañonazo pasó retumbando sobre sus cabezas para acabar atravesando un tejado. Sonó un grito que enseguida quedó interrumpido. La posada era la misma taberna en la que Sharpe había conocido al Castrador y donde ahora, en aquel mismo jardín con la misma parra medio cortada, encontró al coronel Williams con su pequeño Estado Mayor.
—Es usted Sharpe, ¿no es cierto? ¿Viene a ayudarnos? —Williams era un galés genial del 60.º de Rifles—. A usted no lo conozco —le dijo a Harper.
—Sargento Harper, señor.
—Parece usted bueno para tenerlo en una pelea, sargento —dijo Williams—. Hoy están haciendo bastante ruido, ¿eh? —añadió quejándose ligeramente del cañoneo. Estaba de pie sobre un banco, desde el que podía ver por encima del muro del jardín y de los tejados de las casas más bajas—. ¿Y qué les trae por aquí, Sharpe?
—Sólo estaba asegurándome de saber a dónde tenemos que enviar la munición, señor.
Williams dedicó a Sharpe una solemne mirada de sorpresa.
—No me diga que le han puesto a recoger y a repartir. Me parece un desperdicio de tiempo para un hombre de su talento, Sharpe. Y no creo que encuentre usted mucha clientela por aquí. Mis muchachos están todos bien abastecidos. Ochenta cartuchos cada hombre, dos mil hombres y otra vez el mismo número de cartuchos apilado en la iglesia. ¡Por Cristo! —Esta última imprecación fue provocada por un cañonazo que debió de pasar a unos dos pies de la cabeza del coronel, obligándole a agacharse de golpe. La bala se estrelló en una casa, hubo un estruendoso caer de piedras y después se hizo un repentino silencio.
Sharpe se puso tenso. El silencio posterior al estallido de los cañonazos y de los destructores impactos de sus proyectiles resultaba enervante. Pensó que quizá sería una pausa extraña, como el repentino silencio casual que podía hacerse en una habitación de alegres conversadores en ese momento en el que se decía que un ángel había pasado por la habitación; quizá hubiese pasado un ángel entre el humo de los cañones, y todos los cañones franceses estaban, justo en ese momento, descargados. Sharpe se sorprendió al darse cuenta de que casi estaba rogando que los cañones empezaran a disparar de nuevo, pero el silencio se alargaba y se alargaba, amenazando con ser reemplazado por algo mucho peor que los cañonazos. En algún lugar del pueblo un hombre tosió, luego pudieron oír el chasquido de la llave de chispa de un mosquete. Un caballo relinchó arriba, donde tocaban los gaiteros. Unos escombros cayeron dentro de una casa, donde se lamentaba un hombre herido. Afuera, en la calle, una bala de cañón francés rodó lentamente cuesta abajo y después quedó parada junto a una viga caída.
—Sospecho que muy pronto tendremos compañía, señores —dijo Williams. Se bajó del banco y sacudió el polvo blanco de su desvaída casaca verde—, muy pronto. No puedo ver nada desde aquí. Por el humo de la pólvora, ¿lo ven? Es peor que la niebla. —Estaba hablando para llenar el funesto silencio—. Bajemos al arroyo, creo yo. No es que vayamos a poder detenerlos allí, no hay suficientes troneras, pero una vez entren en el pueblo la vida se les hará un poco difícil. A1 menos eso espero. —Hizo un simpático gesto a Sharpe y después se escabulló por la puerta. Su Estado Mayor salió detrás de él.
—No nos vamos a quedar aquí, ¿verdad, señor? —preguntó Harper.
—Nos convendría ver lo que está pasando —dijo Sharpe—. No tenemos nada mejor que hacer. ¿Ha cargado sus armas?
—Sólo el rifle.
—Pues yo en su lugar cargaría también ese pistolón suyo —dijo Sharpe—. Sólo por si acaso. —Y empezó a cargar su propio rifle justo cuando los cañones ingleses de la meseta abrían fuego. El humo llegaba a casi veinte metros del borde de la elevación, y el ruido sacudía el pueblo herido mientras los proyectiles pasaban silbando por encima de la vanguardia de los batallones franceses que avanzaban.
Sharpe se puso de pie sobre el banco para ver las oscuras columnas de infantería, que salían del humo de los cañones franceses. El primer proyectil de metralla inglés explotó en el aire encima de las columnas, y cada explosión llenaba el aire con una mancha de humo blanco grisáceo con estrías de fuego. Las balas sólidas penetraban ardientes las apretadas filas, pero ninguno de los proyectiles parecía marcar diferencia alguna. Las columnas seguían avanzando: doce mil hombres bajo sus águilas eran conducidos a través de la llanura hacia el martilleo de la artillería, los mosquetes y los rifles, que esperaban dispuestos al otro lado del arroyo. Sharpe miró a izquierda y derecha, pero no vio más enemigos aparte de un puñado de dragones con casacas verdes que patrullaba los campos del sur.
—Vienen directos hacia aquí —dijo—, sin rodeos. Un ataque, Pat, tan duro como el pueblo. De momento no hacen ni puto caso al flanco. Parece que creen que pueden atravesar directamente por aquí. Habrá más brigadas detrás, y lanzarán una detrás de otra hasta que tomen la iglesia. Después de eso, todo el camino hasta el Atlántico es cuesta abajo, así que si no los detenemos aquí no los detendremos de ninguna manera.
—Bueno, señor, como dice usted, no tenemos nada mejor que hacer —Harper terminó de cargar su pistola de siete cañones, después cogió un muñeco de trapo que había sido abandonado bajo el banco del jardín. El muñeco tenía el torso rojo, y una madre había bordado un arnés blanco para imitar el uniforme de un soldado inglés de infantería. Harper encajó el muñeco en un hueco del muro—. Ahora te encargas tú de la vigilancia —le dijo al bulto de trapo.
Sharpe desenvainó a medias su espada y comprobó su filo.
—No hice que la afilaran —dijo. Antes de una batalla le gustaba hacer que un armero de caballería afilara su espadón como Dios manda, pero no había tenido tiempo. Esperaba que no fuera un mal augurio.
—Pues tendrá que aporrear a esos cabrones hasta que se mueran —dijo Harper, después se persignó antes de hurgar en su bolsillo para asegurarse de que su pata de conejo estaba en el lugar apropiado. Echó la vista atrás, al muñeco de trapo, y de repente lo superó la certeza de que su propio destino dependía de que el muñeco sobreviviera en aquel nicho del muro—. Y tú cuídate, ¿eh? —le dijo al juguete, y luego dio un empujón al destino cuando agarró un fragmento de piedra y lo incrustó en el hueco para dar una oportunidad al muñeco de trapo.
Un sonido crepitante, como el de un lienzo al ser rasgado, anunció que los hostigadores ingleses habían abierto fuego. Los voltigeurs franceses habían avanzado unos cien pasos por delante de sus columnas, pero ahora eran frenados por el fuego de los fusileros escondidos en los jardines y casuchas de la otra orilla del arroyo. Durante unos minutos, el fuego de la escaramuza traqueteó bien fuerte; después los voltigeurs, que superaban en número a los hostigadores ingleses, amenazaron con rodearlos, y los silbatos de oficiales y sargentos resonaron chillones para indicar a los fusileros que se retiraran por los jardines. Dos fusileros cojeaban y un tercero era llevado en volandas por dos de sus compañeros, pero la mayoría se dispersó cruzando el arroyo y subiendo por el intrincado laberinto de casitas y callejuelas.
Los voltigeurs franceses se parapetaron tras los muros de los jardines de la otra orilla del arroyo y empezaron a intercambiar disparos con los defensores del pueblo. El arroyo fue nublándose con el velo de encaje del humo de pólvora, que se iba desplazando hacia el sur con la brisa del día. Sharpe y Harper, esperando aún en la posada, podían oír a los tamborileros tocando el pas de charge, el ritmo que había hecho marchar a los veteranos de Napoleón por media Europa para derribar a sus enemigos como si fuesen bolos. De repente, los tambores se detuvieron e, instintivamente, Sharpe y Harper pronunciaron las palabras junto con doce mil franceses.
—Vive l’Empereur. —Los dos se rieron cuando los tambores volvieron a redoblar.
Los cañones de la cresta habían abandonado las balas de metralla y estaban disparando balas sólidas contra las columnas, y ahora que las principales formaciones del enemigo estaban casi en los jardines orientales del pueblo, Sharpe pudo ver el daño que causaban las bolas de hierro cuando atravesaban las filas arrojando hombres a los lados como si fueran trapos ensangrentados, antes de botar entre salpicaduras de sangre y volver a destrozar más filas de hombres. Una y otra vez, los proyectiles abrían tajos en las apretadas filas, y una y otra vez, obstinados e imparables, los franceses cerraban filas y seguían avanzando. Los tamborileros seguían tocando y las águilas brillaban al sol, tan relumbrantes como las bayonetas caladas en los mosquetes de las primeras filas.
Los tambores volvieron a detenerse.
—Vive l’Empereur! —gritó la masa de franceses, pero esta vez alargaron la última sílaba convirtiéndola en un largo vítor que sostuvieron mientras se lanzaban al ataque. Las columnas no podrían marchar en orden cerrado por el laberinto de jardines vallados que había en la orilla del este del pueblo, así que la infantería atacante se dispersó a la orden de atacar sin orden ni concierto a través de terrenos verdes y huertas, cruzando el arroyo y subiendo directa hacia el fuego de mosquetería de los hombres del coronel Williams.
—Que Dios nos ampare —dijo Harper sobrecogido mientras el ataque francés engullía la otra orilla del arroyo como una ola oscura. El enemigo lanzaba gritos de ánimo mientras corría, pasaba por encima de vallas y pisoteaba los cultivos de primavera, chapoteando en el agua poco profunda.
—¡Fuego! —gritó una voz, y mosquetes y rifles dispararon desde las troneras de las casas. Un francés cayó y su sangre empezó a enturbiar el agua. Otro cayó en el puente de losas de piedra y, sin más ceremonia, fue arrojado al Vado por los hombres que se apelotonaban detrás. Sharpe y Harper dispararon desde el jardín de la posada y sus balas pasaron girando por encima de los tejados más bajos para perderse en la masa de atacantes, que ahora estaban protegidos de las baterías inglesas de más arriba por el propio pueblo.
Los primeros atacantes franceses se lanzaron contra los muros del este del pueblo. Las bayonetas chocaban contra las bayonetas. Sharpe vio cómo un francés aparecía en lo alto de un muro y después saltaba dentro de un jardín oculto. Detrás de él, otros franceses saltaron el muro.
—Desenvaine, Pat —dijo Sharpe, y desenvainó su propia espada mientras Harper calaba la bayoneta en su rifle. Salieron por la puerta del jardín y corrieron por la calle principal para encontrarse con que su avance quedaba bloqueado por una doble hilera de casacas rojas que esperaban con sus mosquetes cargados y sus bayonetas caladas. Veinte metros calle abajo había más casacas rojas disparando por encima de una improvisada barricada de postigos, puertas, ramas de árboles y un par de carretillas requisadas. La barricada temblaba por las embestidas de los franceses que había al otro lado, y, cada pocos segundos, un mosquete atravesaba aquella maraña y escupía fuego, humo y una bala contra los defensores.
—¡Prepárense para abrir las filas! —gritó el teniente casaca roja. Parecía estar a punto de cumplir dieciocho años, pero su acento del suroeste de Inglaterra era firme. Hizo un gesto de saludo a Sharpe y después volvió a mirar la barricada—. ¡Cuidado ahora, muchachos, cuidado!
Sharpe comprendió que aún no iba a necesitar la espada, así que la envainó y se puso a cargar de nuevo su rifle. De un bocado sacó la bala del cartucho, mantuvo la bola en la boca mientras amartillaba el percutor del rifle a medio recorrido. Notó el sabor acre y salado de la pólvora en la boca cuando vertió una pizca de la que había en el cartucho en la cazoleta abierta. Mantuvo bien apretado el resto del cartucho mientras levantaba del todo el rastrillo para cerrar la cazoleta; después, con el rifle ya cebado, apoyó la culata recubierta de latón en el suelo. Vertió el resto de pólvora en la boca del cañón, atacó el vacío cartucho encerado encima de la pólvora para que sirviera de taco, y después inclinó la cabeza para escupir la bala dentro del arma. Con la mano izquierda, sacó la baqueta metálica, le dio la vuelta y la introdujo con fuerza en el cañón. La sacó, volvió a atacar y después dejó que se deslizara en sus soportes. Luego levantó el rifle con la mano izquierda, lo sujetó por debajo del cerrojo con la mano derecha y tiró del pie de gato hacia atrás hasta oír un segundo chasquido, indicación de que el arma estaba cargada del todo y preparada para disparar. Había tardado doce segundos y no había pensado ni una sola vez en lo que estaba haciendo, ni siquiera había mirado el arma mientras la recargaba. Aquella maniobra era una destreza básica en su oficio, la habilidad necesaria que había que enseñar a los nuevos reclutas y después practicar y practicar hasta que fuese algo completamente instintivo. Como nuevo recluta, de sólo dieciséis años de edad, Sharpe había llegado a soñar con que cargaba su mosquete una y otra vez. Le habían obligado a hacerlo sin cesar, día tras día, hasta que se quedó rígido de aburrimiento por la maniobra y dispuesto a escupir a los sargentos por hacerle repetirlo una vez más; después, un húmedo día en Flandes, se encontró haciéndolo de verdad, y de pronto se le cayó el cartucho, perdió la baqueta y olvidó cebar el mosquete. De alguna manera sobrevivió a aquel combate, y después volvió a practicar hasta que por fin aprendió a hacerlo sin pensar. Era la misma habilidad en la que había intentado instruir a la Real Compañía Irlandesa durante su infeliz estancia en el fuerte San Isidro.
Ahora, mientras veía que los defensores se retiraban de la barricada a punto de ceder, se preguntó cuántas veces habría cargado un arma. Pero esta vez no había tiempo para hacer una suposición, pues los defensores de la barricada se alejaban corriendo calle arriba, y el grito de victoria de los franceses crecía mientras desmantelaban las últimas piezas del obstáculo.
—¡Abran filas! —gritó el teniente, y las dos filas de hombres se abrieron obedientemente desde el centro para dejar que los atacantes atravesaran la barricada. En la calle quedaban al menos tres casacas rojas tendidos. Un hombre herido cayó y se arrastró hasta un portal. Entonces un capitán de rostro enrojecido y patillas grises atravesó el hueco y gritó a sus hombres que cerraran filas.
Las filas se cerraron de nuevo.
—Fila frontal, ¡de rodillas! —gritó el teniente cuando sus hombres volvieron a colocarse en formación cortando la calle—. ¡Esperen! —gritó, y esta vez la voz se le quebró por los nervios—. ¡Esperen! —gritó de nuevo con más firmeza, luego desenvainó su espada y dio un par de sablazos de calentamiento. Tragó saliva al ver que los franceses conseguían finalmente atravesar el parapeto y cargaban colina arriba con sus bayonetas caladas.
—¡Fuego! —gritó el teniente, y los veinticuatro mosquetes dispararon al unísono obstruyendo el camino con su humo. Un hombre gritó en algún lugar. Sharpe disparó su rifle y oyó el choque inconfundible de una bala contra la culata de un mosquete—. Fila frontal, ¡en pie! —gritó el teniente—. ¡Paso ligero! ¡Adelante!
El humo se disipó para dejar a la vista media docena de cuerpos vestidos con casacas azules caídos sobre las piedras y la tierra del camino. Restos encendidos de los tacos brillaban como velas encendidas. El enemigo se retiraba deprisa de la amenaza de las bayonetas, pero apareció otra oleada de uniformes azules en el extremo del pueblo.
—¡Estoy listo, Pollard! —gritó una voz detrás de Sharpe, y el teniente, al oírla, detuvo a sus hombres.
—¡Atrás, muchachos! —gritó, y la formación, incapaz de avanzar contra la nueva masa enemiga, rompió filas y se retiró colina arriba. Los nuevos atacantes tenían sus mosquetes cargados y algunos se detuvieron para hincar la rodilla al suelo y disparar. Harper descargó sobre ellos su pistola de siete cañones y después subió por la colina detrás de Sharpe, mientras la humareda de su pistolón se extendía entre las casas.
El capitán de patillas grises había formado una nueva línea de defensa que se abrió para dejar pasar a los hombres del teniente. El teniente, a su vez, hizo formar a sus hombres en dos filas unos pasos por detrás de los hombres del capitán, y ordenó a sus casacas rojas que cargaran. Sharpe recargó con ellos. Harper, consciente de que no tendría tiempo de volver a cargar su pistolón, se lo colgó a la espalda y escupió una bala en su rifle.
Los tambores seguían tocando el pas de charge, mientras que en la cresta que quedaba por encima de Sharpe las gaitas competían con su fiero sonido. Los cañones de arriba seguían disparando, enviando sus balas de metralla contra la distante artillería francesa. El pueblecito apestaba a humo de pólvora, retumbaba por los disparos de los mosquetes, y los gritos y lamentos de hombres aterrorizados levantaban ecos en todas partes.
—¡Fuego! —ordenó el capitán, y sus hombres dispararon una andanada calle abajo. Los franceses respondieron con otra descarga. El enemigo había decidido emplear el fuego en vez de intentar barrer a los defensores, y era una batalla que el capitán sabía que iba a perder—. ¡Acérquese a mí, Pollard! —gritó, y el joven teniente hizo bajar a sus hombres para unirse a las tropas del capitán.
—¡Fuego! —gritó Pollard, y después hizo un sonido quejumbroso que fue ahogado momentáneamente por la descarga de los mosquetes de sus hombres. El teniente retrocedió tambaleándose, con sangre tiñéndole las vueltas blancas de su elegante casaca. Volvió a tambalearse y dejó caer su espada, que cayó repiqueteando sobre el escalón de una puerta.
—Lléveselo, Pat —dijo Sharpe—. Luego reúnase conmigo en lo alto del cementerio.
Harper levantó al teniente como si fuera un niño y subió corriendo por la calle. Los casacas rojas estaban recargando, y sus baquetas asomaban por encima de sus oscuros chacós y después bajaban. Sharpe esperó a que el humo se aclarase y buscó algún oficial enemigo. Vio a un hombre con mostacho que blandía una espada, apuntó, disparó y alcanzó a ver que el hombre caía hacia atrás retorciéndose, pero el humo le impidió confirmarlo y después una gran carga de franceses se precipitó calle arriba.
—¡Bayonetas! —gritó el capitán.
Un casaca roja reculó. Sharpe le puso la mano en los riñones y lo empujó con fuerza de vuelta a su fila. Se colgó el rifle y desenvainó su espada de nuevo. La carga francesa se detuvo delante de las intactas filas con sus funestas hojas de acero, pero el capitán sabía que los superaban en armas y en número.
—¡Retrocedan! —ordenó—. ¡Despacio y con calma! ¡Despacio y con calma! Si tienen su arma cargada, muchachos, dispárenles.
Una docena de mosquetes abrió fuego, pero al menos el doble de franceses devolvieron la descarga y los hombres del capitán se estremecieron cuando las balas alcanzaron sus objetivos. Ahora Sharpe estaba actuando como sargento, manteniendo las filas en su sitio desde detrás, pero también estaba mirando calle arriba, donde un grupo de casacas rojas y casacas verdes se retiraban desordenadamente desde un callejón. Su azarosa retirada sugería que los franceses no estaban muy lejos de ellos y, en unos instantes, calculó Sharpe, la pequeña compañía del capitán podría quedar aislada.
—¡Capitán! —gritó, y después apuntó con su espada cuando el hombre le miró.
—¡Retirada, muchachos, retirada! —El capitán entendió el peligro enseguida. Sus hombres se dieron la vuelta y corrieron calle arriba. Algunos ayudaban a sus compañeros, unos pocos corrieron con todas sus fuerzas para ponerse a salvo, pero la mayoría se mantuvo agrupada para unirse a un grupo mayor de tropas inglesas que estaba formando en el pequeño espacio empedrado del centro del pueblo. Williams había mantenido tres compañías de reserva en las casas más seguras del extremo superior del pueblo, y ahora esos hombres habían bajado para frenar la creciente marea de franceses.
Los franceses salieron en tromba del callejón justo cuando la compañía pasaba ante ellos. Un casaca roja cayó bajo una bayoneta, después el capitán dio una salvaje estocada con su espada, que partió en dos la cara del francés. Un enorme sargento francés intentó dar un culatazo al capitán con su mosquete, pero Sharpe lanzó una estocada con su espada al rostro del francés y, aunque el golpe fue desequilibrado y flojo, sirvió para detener al hombre mientras el capitán se alejaba. El francés embistió contra Sharpe con su bayoneta, pero fue esquivado y después Sharpe le hincó la espada por lo bajo y con fuerza, retorciendo la hoja para evitar que quedara atrapada en el cuerpo del tipo. La sacó rasgando el vientre del francés y subió corriendo por la colina, un paso, dos más, vigilando un posible nuevo ataque, hasta que una mano lo metió de un tirón entre las filas inglesas recién formadas en el espacio abierto.
—¡Fuego! —gritó alguien, y los oídos de Sharpe zumbaron con el ensordecedor bramido de la apretada andanada de mosquetería disparando alrededor de su cabeza.
—¡Quiero que despejen ese callejón! —gritó la voz del coronel Williams—. ¡Adelante, Wenworth! Baje con sus hombres. ¡No permita que mantengan esa posición!
Un grupo de casacas rojas cargó. Había mosquetes franceses disparando desde las ventanas de las casas, y algunos de los hombres reventaron las puertas para sacar a los franceses. Más enemigos subían por la calle principal. Llegaban en pequeños grupos, se detenían a disparar y después corrían a la esquina, donde la batalla era ya desesperada y sin orden. Un pequeño grupo de casacas rojas fue alcanzado por una multitud de franceses que salieron de un callejón lateral, y hubo alaridos y maldiciones cuando las bayonetas de los enemigos se levantaron y cayeron sobre ellos. Un muchacho consiguió escapar de la masacre y se derrumbó sobre el empedrado.
—¿Dónde está su mosquete, Sanders? —gritó un sargento.
El muchacho maldijo, se volvió para buscar su arma caída y recibió un disparo en la boca. Los franceses, animados por su victoria sobre el pequeño grupo, cargaron por encima del cuerpo del muchacho para atacar al gran grupo de hombres que intentaba conservar la salida del callejón recobrado. Fueron recibidos por las bayonetas. El choque de acero contra acero y de acero contra madera sonaba más alto que los mosquetes, pues ahora pocos hombres tenían tiempo para cargar sus armas, así que usaban sus bayonetas o las culatas de sus mosquetes en lugar de las balas. Los dos bandos mantenían sus posiciones separados apenas por unos pasos, y de vez en cuando un grupo de hombres aguerridos reunía todo su coraje para lanzar una carga contra las filas del enemigo. Entonces las voces se transformaban en ásperos gritos, y se alzaba de nuevo el sonido del acero. Uno de aquellos asaltos lo encabezaba un oficial francés alto y con la cabeza descubierta, que se llevó a dos casacas rojas por delante con rápidas estocadas de su espada y después arremetió contra un oficial inglés que buscaba a tientas su pistola. El oficial de casacas rojas dio un paso atrás y Sharpe apareció tras él. Cuando el francés se dio cuenta de la arremetida, fintó hacia la izquierda y consiguió alejar la espada de Sharpe al rechazarla, después cambió la dirección de su golpe y ya estaba apretando los dientes para la estocada mortal, pero Sharpe no luchaba según las reglas de algún maestro de esgrima parisino, así que dio una patada en la entrepierna al francés y después descargó el pesado pomo de hierro de su espada en su cabeza. Apartó al hombre con otra patada y arremetió con la parte posterior de su espada contra un soldado francés que intentaba arrancar un mosquete con bayoneta de las manos de un casaca roja inglés. La hoja sin afilar de su espada servía más como garrote que como filo, pero el francés se alejó mientras se llevaba las manos a la cabeza.
—¡Adelante! —gritó una voz, y la improvisada línea de los ingleses avanzó calle abajo. El enemigo se alejaba de la reserva de Williams, que ahora amenazaba con volver a tomar toda la parte baja del pueblo, pero entonces el capricho del viento barrió una nube de polvo y humo, y Sharpe vio toda una nueva oleada de atacantes franceses que se acercaban en manada cruzando los jardines y los muros bajos de la orilla oriental del arroyo.
—¡Sharpe! —gritó el coronel Williams—. ¿Quién es su superior?
Sharpe se abrió paso a codazos entre las apretadas filas de casacas rojas para llegar hasta él.
—¿Señor?
—Le estaría agradecido de narices si fuera usted a buscar a Spencer allá arriba y le preguntara si podemos contar con refuerzos.
—Enseguida, señor.
—Ya ve que he perdido a un par de mis ayudantes… —empezó a explicar Williams, pero Sharpe ya se había marchado a cumplir su tarea—. ¡Eso es eficiencia, soldados! —gritó Williams desde atrás, y después regresó a la lucha, que había degenerado en una serie de sangrientas y desesperadas reyertas en los mortales límites de callejones y jardines traseros. Williams temía perder aquella plaza, pues los franceses habían comprometido sus propias reservas y una nueva multitud de infantería uniformada de azul entraba ahora en el pueblo como una tromba.
Sharpe corrió, dejando atrás a algunos heridos que se arrastraban colina arriba. El pueblo estaba lleno de polvo y de humo, y el fusilero giró por una calle equivocada y se encontró en un callejón sin salida de muros de piedra. Volvió atrás, encontró de nuevo la calle correcta y salió ala pendiente por encima del pueblo, donde una masa de heridos esperaba auxilio. Estaban demasiado débiles como para subir la cuesta, y algunos gritaron cuando Sharpe pasó corriendo.
Ignorándolos, subió por el sendero que rodeaba el cementerio. Al lado del camposanto había un grupo de inquietos oficiales, y Sharpe preguntó a gritos si alguno sabía dónde estaba el general Spencer.
—¡Tengo un mensaje para él! —gritó.
—¿De qué se trata? —respondió un hombre—. ¡Soy su ayudante!
—Williams quiere refuerzos. ¡Demasiados gabachos!
El oficial de Estado Mayor se volvió y corrió hacia la brigada que esperaba pasada la cresta, mientras Sharpe se detenía para recuperar el aliento. Aún tenía la espada en la mano y la hoja estaba pegajosa por la sangre. Limpió el acero en el borde de su casaca, y después se agazapó alarmado cuando una bala se incrustó silbando en el muro de piedra que tenía detrás. Se volvió, y vio que una nubecilla de humo de mosquete aparecía entre unas vigas rotas en la parte superior del pueblo; los franceses ya habían tomado esas casas, y ahora estaban intentando aislar a los defensores que aún estaban dentro de Fuentes de Oñoro. Los casacas verdes del cementerio abrieron fuego, y sus rifles tumbaban a todo enemigo lo bastante estúpido como para asomarse demasiado tiempo por una ventana o una puerta.
Sharpe envainó su espada y después pasó por encima del muro y se agachó detrás de una lápida de granito, en la que habían grabado una burda cruz. Cargó su rifle y apuntó con él hacia el tejado roto donde había visto el humo de mosquete. El pedernal se había torcido en el pie de gato, así que aflojó la tuerca, ajustó la tira de cuero que afirmaba el pedernal y después volvió a apretarlo. Tiró del percutor hacia atrás con el pulgar. Tenía una sed atroz, la suerte habitual de cualquiera que hubiese estado mordiendo cartuchos de salada pólvora. El aire apestaba por el hedor del humo.
Entre las vigas apareció un mosquete y, un segundo después, asomó la cabeza de un hombre. Sharpe disparó primero, pero el humo del rifle ocultó el blanco de la bala. Harper se dejó caer por la pendiente del cementerio para aterrizar junto a Sharpe.
—Jesús —dijo el irlandés—. Jesús.
—Se está poniendo mal ahí abajo —Sharpe señaló hacia el pueblo con la cabeza. Cebó el rifle, después lo apoyó sobre su culata para cargarlo por la boca del cañón. Había dejado su baqueta convenientemente apoyada contra la tumba.
—Y llegan más cabrones de esos cruzando el arroyo —dijo Harper. Mordió una bala y se vio obligado a permanecer en silencio hasta que pudo escupirla dentro del rifle—. Ese pobre teniente. Muerto.
—Fue una herida en el pecho —dijo Sharpe mientras atacaba con fuerza la bala y su carga cañón abajo—. No hay muchos que sobrevivan a una herida así.
—Me quedé con el pobre diablo —dijo Harper—. Me contó que su madre es viuda. Vendió la vajilla de la familia para comprarle el uniforme y la espada, y luego le dijo que fuera tan buen soldado como ninguno.
—Era bueno —dijo Sharpe—. Controlaba sus nervios. —Amartilló el rifle.
—Eso le dije. Y recé una oración por él. Pobre cabroncete. En su primera batalla, para colmo —Harper apretó el gatillo—. Ya te tengo, hijo de puta. —Disparó, y enseguida pescó un cartucho nuevo en su bolsillo, mientras amartillaba el percutor a medio recorrido. Entre las casas aparecían más defensores ingleses, obligados a salir del pueblo por el abrumador peso de las tropas francesas—. Deberían enviar más hombres ahí abajo —dijo Harper.
—Están en camino —contestó Sharpe. Apoyó el cañón del rifle en la lápida y buscó un nuevo objetivo.
—Pues se están tomando su tiempo —objetó el sargento de fusileros. Esta vez no escupió la bala dentro del rifle, sino que primero la envolvió en el parchecito de cuero engrasado que se ajustaría al ánima del cañón del rifle y así haría girar la bala al dispararla. Se tardaba más en cargar una bala así, pero hacía que el rifle Baker fuese más preciso. El irlandés gruñó al empujar la bala y su parche por el cañón, que ahora estaba lleno de incrustaciones formadas por depósitos de pólvora—. Tienen agua hirviendo al otro lado de la iglesia —le dijo a Sharpe, indicándole dónde acudir para limpiar las costras de pólvora del cañón de su arma.
—Mearé por el cañón si lo necesito.
—Ay, si me quedara algo que mear. Estoy tan reseco como una rata muerta. Jesús, qué cabrón. —Aquello iba dirigido a un francés barbudo que apareció entre dos de las casas, donde hostigaba a un casaca verde con un hacha de guerra. Sharpe, que ya había cargado, apuntó a través del repentino chorro de sangre del agonizante fusilero y apretó el gatillo, pero al menos otra docena de los casacas verdes del cementerio habían presenciado el incidente, y el barbudo francés pareció temblar cuando una andanada de balas hizo blanco en él—. Así aprenderá —dijo Harper, y dejó su rifle sobre la piedra—. ¿Dónde demonios están esos refuerzos?
—Lleva tiempo prepararlos —dijo Sharpe.
—¿Y van a perder una batalla sólo porque quieren que las filas estén bien alineadas? —preguntó Harper en son de burla. Buscó alguien a quien disparar—. Venga, que aparezca alguno.
Más hombres de Williams salían en retirada del pueblo. Intentaban formar filas en el áspero terreno a los pies del cementerio, pero al abandonar las casas habían cedido sus muros de piedra a los franceses, que podían esconderse mientras cargaban, disparar y después volver a ocultarse de nuevo. Unos pocos ingleses seguían luchando en el interior del pueblo, pero el humo de los mosquetes revelaba que su lucha se había reducido a un pequeño grupo de casas en lo más alto de la calle principal. Un esfuerzo más de los franceses, pensó Sharpe, y el pueblo estaría perdido; después habría un amargo combate cementerio arriba por el dominio de la iglesia y la rocosa loma. Si se perdían esas dos atalayas, pensó, la batalla estaría perdida.
Los redobles de tambor de los franceses alcanzaron un nuevo entusiasmo. De las casas salían franceses y formaban pequeños escuadrones, que intentaban rodear a los ingleses en retirada. Los fusileros del camposanto disparaban contra las osadas avanzadillas, pero había demasiados franceses e insuficientes rifles. Uno de los heridos intentaba apartarse a rastras del avance enemigo, y recibió un bayonetazo en la espalda por tomarse la molestia. Dos franceses registraron su uniforme, buscando la pequeña reserva de monedas que la mayoría de soldados escondía. Sharpe disparó a los saqueadores, y después apuntó su rifle hacia los franceses que amenazaban con refugiarse tras el murete del cementerio. Cargó y disparó, cargó y disparó, hasta que sintió su hombro derecho como una sola y masiva contusión que llegaba al hueso por el brutal retroceso del rifle; entonces, sin previo aviso, se oyó una melodía de gaitas, y un torrente de hombres con kilts apareció por encima de la cresta, entre la iglesia y las rocas, para cargar por la calle principal y entrar a sangre y fuego en el pueblo.
—¡Mire a esos cabrones! —dijo Harper orgulloso—. Les van a dar una buena a esos gabachos.
Los de Warwick aparecieron a la derecha de Sharpe e, igual que los escoceses, simplemente pasaron por encima del borde de la meseta y arremetieron por la empinada pendiente que llevaba a Fuentes de Oñoro. Los atacantes franceses que iban en cabeza se detuvieron un momento para calcular el peso del contraataque, y después volvieron corriendo a la protección de las casas. Los Highlanders ya estaban en el pueblo, donde el eco de sus gritos de guerra retumbaba entre los muros. Después, los de Warwick entraron en los callejones del oeste y se metieron a fondo y con fuerza en la maraña de casas.
Sharpe sintió cómo su tensión iba desapareciendo. Estaba sediento, dolorido y cansado, y su hombro era una agonía.
—Jesús —dijo—, y eso que ni siquiera fue un combate en condiciones.
La sed resultaba mortificante y había dejado su cantimplora en los carros de munición, pero se sentía demasiado cansado y desanimado para ir a buscar agua. Observó el pueblo destruido, dándose cuenta de que el humo de los disparos marcaba el avance de los ingleses, que parecían haber conseguido llegar hasta la orilla del arroyo, pero no se sintió muy eufórico. Tenía la sensación de que todas sus esperanzas se habían atascado. Se enfrentaba al deshonor. Peor aún, tenía sensación de derrota. Había sido osado confiar en que podría convertir a la Real Compañía Irlandesa en auténticos soldados, pero al mirar hacia el humo y las casas destrozadas, entendió que los irlandeses necesitaban otro mes de instrucción y buena voluntad, mucha más que la que Wellington hubiera estado dispuesto a darles. Sharpe les había fallado exactamente igual que había fallado a Hogan, y los dos fracasos dañaban su moral; entonces se dio cuenta de que estaba cayendo en la autocompasión, de la misma forma en que Donaju había sentido pena por sí mismo aquella mañana brumosa.
—¡Por Dios! —gritó en un susurro, asqueado de sí mismo.
—¿Señor? —preguntó Harper, que no podía entender a qué se refería Sharpe.
—No es nada —dijo Sharpe. Sintió la amenaza del deshonor y la picadura del remordimiento. Era capitán de mala gana y ahora nunca llegaría a mayor—. Que se jodan todos, Pat —dijo, y se puso de pie con esfuerzo—. Vamos a buscar algo para beber.
Abajo, en el pueblo, un casaca roja agonizante había encontrado el muñeco de trapo de Harper empotrado en el hueco del muro y se lo había llevado a la boca para dejar de llorar de dolor. Murió, y su sangre llenó su garganta y la desbordó, de manera que el pequeño muñeco raído cayó en un charco rojo. Los franceses se habían retirado de nuevo al otro lado del arroyo, donde se refugiaron detrás de los muros bajos de los jardines para abrir fuego contra los Highlanders y los de Warwick, que estaban dando caza a los últimos grupos de supervivientes franceses atrapados en el pueblo. Una desconsolada fila de prisioneros franceses subía en desorden por la pendiente bajo la vigilancia de una guardia formada por Highlanders y fusileros. El coronel Williams había sido herido en el contraataque, y ahora sus fusileros lo llevaban hacia la iglesia, que había sido convertida en hospital. El nido de cigüeña del campanario seguía siendo una descuidada maraña de ramas, pero las aves adultas se habían alejado por el ruido y el humo de la batalla, dejando morir de hambre a sus crías. El sonido de los mosquetes repiqueteó durante un tiempo al otro lado del arroyo, después se apagó cuando los dos bandos empezaron a estudiar el resultado del primer ataque.
Que no sería, ambos bandos lo sabían, el último.