CAPÍTULO 6
—¡Está loco, Hogan! —dijo Wellington—. ¡Loco de remate! ¡Desquiciado! Deberían encerrarlo en Bedlam, donde podríamos cobrar seis peniques que la gente pagaría gustosa para reírse de él. ¿Ha estado alguna vez en Bedlam?
—Una vez, milord, sólo una vez. —El caballo de Hogan estaba cansado e inquieto, pues el irlandés había cabalgado largo y tendido para encontrar al general, y en cierto modo estaba desconcertado por el abrupto recibimiento. Además, el incómodo estado de ánimo de Hogan era el de alguien que se había despertado demasiado pronto, aunque se las arregló de algún modo para responder al jocoso saludo de Wellington en un estilo parecido—. Mi hermana quería ver a los lunáticos, milord, pero recuerdo que sólo pagamos dos peniques cada uno.
—Pues no cabe duda de que deberían encerrar a Erskine con ellos —dijo Wellington en todo grave—, y cobrar al populacho dos peniques por cabeza para verlo. Con todo, incluso el voluble e imprevisible Erskine debería arreglárselas para hacer este trabajo, ¿no? Todo lo que tiene que hacer es bloquear este lugar, no capturarlo.
Wellington estaba inspeccionando las desalentadoras defensas que rodeaban la ciudad de Almeida, en manos de los franceses. De vez en cuando, un cañón disparaba desde la ciudad fortificada, y el ruido seco y duro del cañonazo se extendía por el campo un par de segundos después de que el proyectil hubiese rebotado entre salpicaduras de rocío mañanero, y desapareciese dando saltos cada vez más pequeños en dirección a los campos o los bosques. Asistido por una docena de edecanes y mensajeros, e iluminado sin piedad por los largos rayos inclinados del sol, que acababa de salir, Wellington ofrecía un blanco perfecto para los artilleros franceses, pero el lord ignoraba ostentosamente sus intentos de acabar con él. En vez de buscar otra posición fuera de tiro, y casi como si se burlara de la puntería del enemigo, se detenía en cualquier lugar en el que el terreno ofreciera una buena vista de la ciudad, que ofrecía un peculiar aspecto aplanado desde que la catedral y el castillo de Almeida habían volado por los aires en una explosión masiva de pólvora almacenada. Aquella explosión había obligado a los defensores ingleses y portugueses a rendir la ciudad fortificada a los franceses, que ahora a su vez estaban sitiados por tropas inglesas bajo el mando de sir William Erskine. Los hombres de Erskine habían recibido órdenes de cercar aquella plaza fuerte, no de capturarla; de hecho, ninguno de los cañones de Erskine era lo bastante grande para hacer mella en las impresionantes fortificaciones con forma de estrella.
—¿Cuántos de esos granujas están ahí dentro, Hogan? —preguntó Wellington, pasando por alto el hecho de que Hogan no habría atravesado el territorio a galope tendido a aquellas horas de la mañana si no tuviera noticias importantes.
—Creemos que unos mil quinientos hombres, milord.
—¿Y munición?
—Mucha.
—¿Y cuánta comida les queda?
—Mis informantes dicen que dos semanas a media ración, lo que probablemente signifique que pueden aguantar un mes. Parece que los franceses pueden subsistir del aire, milord. ¿Podría sugerir que nos moviésemos antes de que un artillero consiga un blanco certero? ¿Y podría reclamar también toda la atención de milord?
Wellington no se movió.
—Estoy atrayendo toda la atención de los artilleros —dijo el general con su pesado sentido del humor—, como una manera de animarlos a que mejoren su destreza. De esa manera, Hogan, podrían librarme de Erskine. —El general Erskine, que solía estar borracho, estaba medio ciego y tenía reputación de loco—. O eso me ha confesado la Guardia Montada —añadió misteriosamente Wellington, con la esperanza de que Hogan siguiera su errática concatenación de pensamientos—. Les escribí, Hogan, y me quejé de que me enviaran a Erskine, ¿y sabe usted qué me respondieron? —Wellington le había contado a Hogan aquella historia al menos media docena de veces en los últimos tres meses, pero el irlandés sabía lo mucho que disfrutaba contándola el general, así que dejó hablar a su superior.
—Me temo que en este momento he olvidado su respuesta.
—Me respondieron, Hogan, y cito, ¡que «no cabe duda de que, en ocasiones, está un poco loco, pero en los intervalos de lucidez es un hombre de una inteligencia infrecuente, aunque sí parecía un poco desquiciado cuando embarcó»! —Wellington soltó una gran risotada que sonó como un relincho—. ¿Entonces cree que Masséna intentará liberar su plaza fuerte del cerco?
Hogan entendió por el tono de voz del general que Wellington ya sabía la respuesta tan bien como él, así que sensatamente no dijo nada. La respuesta, de todas formas, era evidente, pues tanto Hogan como Wellington comprendían que el mariscal Masséna no habría dejado cerca de mil quinientos hombres en Almeida sólo para que la inanición los empujara a rendirse y los obligara así a pasar el resto de la guerra en algún inhóspito campo de prisioneros en Dartmoor. Almeida contaba con aquella fuerte guarnición por algún propósito y Hogan, igual que su superior, sospechaba que el propósito estaba a punto de cumplirse.
Una flor de humo blanco señaló el lugar en las murallas desde el que un cañón había disparado. Hogan alcanzó a verla bala como una oscura línea vertical que oscilaba en el cielo, señal segura de que el disparo avanzaba directamente hacia el observador. Ahora todo dependía de que el cabo de cañón hubiese calculado bien la elevación. Media vuelta de más del tornillo de elevación del arma y la bala se quedaría corta; una vuelta de menos y pasaría silbando por encima de sus cabezas.
La bala se quedó corta por unos noventa metros, y después de rebotar en la hierba pasó por encima de la cabeza de Wellington, para acabar destrozando un robledal. Una nube de hojas salió despedida cuando la bala agitó las ramas a uno y otro lado.
—Sus cañones están muy fríos, Hogan —dijo el general—. Disparan por debajo de sus posibilidades.
—No por mucho, milord —dijo Hogan con fervor—, esos cañones se calentarán enseguida.
Wellington soltó una risita.
—Valora usted su vida, ¿verdad? Bien, pues cabalguemos. —El general chascó la lengua y su caballo caminó obediente cuesta abajo, pasando detrás de una batería inglesa que ocultaba al enemigo un terraplén coronado por cestas llenas de tierra. Muchos de los artilleros estaban desnudos de cintura para arriba, algunos dormían, y el resto estaba tan ocupado en su trabajo que ninguno pareció darse cuenta de que el jefe supremo del ejército pasaba a su lado. Cualquier otro general se habría ofendido por la aparente dejadez de los miembros de la batería, pero el rápido ojo de Wellington comprobó enseguida el buen estado de los cañones, y simplemente saludó al comandante de la batería antes de indicar a sus edecanes que lo dejaran solo con el mayor—. ¿Qué noticias trae, Hogan?
—Demasiadas noticias, milord, y ninguna de ellas es buena —dijo Hogan. Se quitó el sombrero y se abanicó el rostro—_ El mariscal Bessières se ha unido a Masséna, milord. Trajo mucha caballería y artillería con él, pero ninguna infantería, al menos por lo que pudimos deducir.
—¿Sus partisanos? —Wellington estaba preguntando por la fuente de información de Hogan.
—Así es, milord. Siguieron de cerca la marcha de Bessières —Hogan sacó su cajita de rapé, y se sirvió una reconstituyente pizca mientras Wellington digería las noticias. Bessières comandaba el ejército francés en el norte de España, un ejército dedicado en su totalidad a combatir a los partisanos, y la noticia de que Bessières había traído tropas de refuerzo para el mariscal Masséna sugería que los franceses se estaban preparando para intentar romper el cerco de Almeida.
Wellington cabalgó en silencio unos metros. Su recorrido lo llevó a la leve pendiente de subida a una cresta cubierta de hierba, que ofrecía otra buena perspectiva de la fortaleza del enemigo. Sacó un catalejo e inspeccionó largamente las murallas bajas y los tejados destruidos por la artillería. Hogan imaginó a los artilleros nivelando a mano sus cañones para apuntar a su nuevo objetivo. Wellington refunfuñó, y después cerró el catalejo de un golpe.
—Así que Masséna viene a reabastecer a esas sabandijas, ¿eh? Si lo consigue, Hogan, tendrán suministros suficientes para resistir hasta que el infierno se hiele, a menos que arrasemos el lugar primero; arrasarlo nos llevaría al menos hasta mediados de verano, y no puedo asaltar Almeida y Ciudad Rodrigo al mismo tiempo, así que habrá que detener a Masséna. Se quedará corto, se lo garantizo de algún modo. —Esta última afirmación se refería a un cañón que acababa de disparar desde las murallas. El humo flotó por encima del foso, mientras Hogan intentaba localizar el proyectil. La bala llegó un segundo antes que el sonido del disparo. Alcanzó la pendiente por debajo de la partida del general y rebotó por encima de su cabeza para incrustarse esta vez en un gran olivo. Wellington hizo que su caballo se alejara—. Pero, ¿sabe usted lo que implica, Hogan, que yo intente detener a Masséna delante de Almeida?
—El Coa, milord.
—Exactamente, Hogan, exactamente.
Si el ejército inglés y portugués combatía contra los franceses cerca de Almeida, tendrían el profundo y rápido río Coa a sus espaldas, y si Masséna conseguía flanquear el flanco derecho de Wellington, cosa que con toda seguridad intentaría, entonces al ejército sólo le quedaría una carretera, sólo una, por la que poder retirarse si sufría una derrota. Esa única carretera cruzaba por un puente alto y estrecho sobre la de otra manera infranqueable garganta del Coa, y si el ejército derrotado, con toda su artillería y bagaje y mujeres y bestias de carga y heridos, intentaba cruzar por ese angosto puente…, entonces sería el caos. Y contra ese caos embestirían los pesados caballos del emperador con sus tropas armadas con espadas, y de esa forma un excelente ejército inglés que había expulsado a los franceses de Portugal moriría en la frontera de España, y en París habría un nuevo puente sobre el Sena que llevaría el curioso nombre de Pont Castello Bom, en memoria del lugar en el que André Masséna, mariscal de Francia, habría destruido al ejército de lord Wellington.
—De modo que tendremos que derrotar al mariscal Masséna, ¿no es cierto? —se dijo Wellington a sí mismo, luego se volvió hacia Hogan—. ¿Cuándo llegará, Hogan?
—Pronto, milord, muy pronto. Las reservas de Ciudad Rodrigo impiden que sea de otra manera —respondió Hogan. Con la llegada de los hombres de Bessières, ahora los franceses tenían demasiadas bocas que alimentar con las reservas de suministros de Ciudad Rodrigo, lo que quería decir que tendrían que marchar enseguida o morirían de hambre.
—¿Con cuántos cuenta Masséna ahora? —preguntó Wellington.
—Puede poner cincuenta mil hombres en el campo, milord.
—Y yo puedo poner cuarenta mil contra ellos —dijo Wellington con amargura—. Algún día, Hogan, Londres llegará a creerse que podemos ganar esta guerra, y nos enviará de verdad algunos soldados que no estén locos, ciegos o borrachos, Pero, ¿y hasta entonces…? —Dejó la pregunta sin respuesta—. ¿Han circulado más periódicos falsos de ésos?
A Hogan no le sorprendió el repentino cambio de tema. Los periódicos que describían las ficticias atrocidades en Irlanda habían pretendido crear animosidad contra el ejército inglés entre los irlandeses. La estratagema había fracasado, pero faltó poco para que consiguiera resultados, y tanto Hogan como Wellington temían que el siguiente intento tuviese más éxito. Y si ese intento se producía la víspera de que Masséna cruzara la frontera para liberar Almeida, podría ser catastrófico.
—Ninguno, señor —dijo Hogan—. Aún.
—Pero, ¿ha alejado usted a la Real Compañía Irlandesa de la frontera?
—Esta mañana deberían estar llegando a Vilar Formoso, señor —dijo Hogan.
Wellington hizo una mueca.
—¿En qué momento informará al capitán Sharpe de sus problemas? —El general no esperó la respuesta de Hogan—. ¿Es cierto que fusiló a esos dos prisioneros, Hogan?
—Sospecho que sí, milord, sí —respondió Hogan seriamente. El general Valverde había informado de la ejecución de los hombres de Loup al cuartel general inglés, no como protesta por el hecho en sí, sino más bien como una prueba de que el asalto de Loup al fuerte San Isidro había sido provocado por la irresponsabilidad de Sharpe. Valverde cabalgaba el caballo de la moral elevada, y proclamaba en voz bien alta que la vida de españoles y portugueses no podía confiarse al mando inglés. Era poco probable que a los portugueses les preocuparan demasiado las alegaciones de Valverde, pero la Junta de Cádiz estaba muy ansiosa por conseguir cualquier munición que pudiera utilizar contra sus aliados ingleses. Valverde ya les había hecho llegar una letanía de objeciones sobre cómo los soldados ingleses no habían rendido homenaje a los Santos Sacramentos cuando éstos habían sido sacados a las calles, y sobre cómo los masones de entre los oficiales ingleses ofendían la sensibilidad católica al desfilar abiertamente con sus vestiduras ceremoniales; pero ahora tenía una alegación más amarga e hiriente: que los ingleses luchaban hasta la última gota de la sangre de sus aliados, y la matanza de San Isidro era su prueba.
—Maldito Sharpe —dijo Wellington.
Maldito Valverde, pensó Hogan, pero Inglaterra necesitaba más la buena voluntad española que a un fusilero insolente.
—No he hablado con Sharpe, milord —dijo Hogan—, pero sospecho que sí mató a esos dos hombres. He oído que fue una situación típica: los hombres de Loup habían violado a unas pueblerinas. —Hogan se encogió de hombros, dando a entender que un horror semejante era ya algo habitual.
—Puede que sea una situación típica —dijo Wellington con acritud—, pero eso difícilmente condona la ejecución de prisioneros. Según mi experiencia, Hogan, cuando se asciende a un hombre desde la tropa normalmente se dará a la bebida, pero no es éste el caso del señor Sharpe. No, yo ascendí al sargento Sharpe, y ¡él se atreve a emprender guerras personales a mis espaldas! Loup no atacó el San Isidro para destruir a Oliveira o a Kiely, Hogan, lo hizo para encontrar a Sharpe, ¡lo que hace que las bajas de los caçadores sean todas culpa de un capitán del ejército inglés!
—Eso no lo sabemos, milord.
—Pero los españoles lo deducirán, Hogan, y lo propagarán a los cuatro vientos, lo que hace difícil, Hogan, condenadamente difícil para nosotros inculpar a Runciman. Dirán que estamos ocultando al verdadero culpable, y que somos displicentes con las vidas de nuestros aliados.
—Podemos aducir que las alegaciones contra el capitán Sharpe son malintencionadas y falsas, milord.
—Creía que ya las había admitido —replicó Wellington bruscamente—. ¿No se pavoneó ante Oliveira de haber ejecutado a aquellos dos bellacos?
—Eso entendí, milord —dijo Hogan—, pero no ha sobrevivido ninguno de los oficiales de Oliveira para dar fe de esa confesión.
—Entonces, ¿quién puede testificar?
Hogan se encogió de hombros.
—Kiely y su ramera, Runciman y el capellán —Hogan intentó hacer que la lista pareciera insignificante, y después sacudió la cabeza—. Me temo que son demasiados testigos, milord. Por no mencionar al propio Loup. Valverde bien podría intentar conseguir una queja formal de los franceses, y para nosotros sería difícil descartar un documento como ése.
—Entonces, ¿Sharpe tiene que ser sacrificado? —preguntó Wellington.
—Eso me temo, milord.
—¡Maldita sea, Hogan! —espetó Wellington—. ¿Pero qué demonios pasó entre Sharpe y Loup?
—Quisiera saberlo, milord.
—¿Y no se supone que tendría que saberlo? —preguntó el general, enojado.
Hogan tranquilizó a su fatigada montura.
—No he tenido tiempo, milord —dijo con un deje de irascibilidad—. No sé todo lo que ha pasado entre Sharpe y Loup, pero lo que sí parece claro es que hay un esfuerzo conjunto para sembrar la discordia en este ejército. Hay un nuevo hombre que ha venido al sur desde París, un tipo llamado Ducos, que parece ser más inteligente que las sabandijas habituales. Es el tipo que está detrás de ese plan de los periódicos falsificados. Y supongo, milord, que hay más libelos como ése en camino, preparados para llegar aquí justo antes que los mismos franceses.
—¡Pues deténgalos! —exigió Wellington.
—Puedo detenerlos y los detendré —dijo Hogan confiado—. Sabemos que es la furcia de Kiely la que cruza la frontera con ellos, pero nuestro problema es encontrar al hombre que los distribuye en nuestro ejército, y ese hombre es el verdadero peligro, milord. Uno de nuestros corresponsales en París nos ha advertido de que los franceses tienen un nuevo agente en Portugal, un hombre del que esperan grandes hazañas. Me encargaré con mucho gusto de encontrarlo antes de que satisfaga esas expectativas. Tengo bastantes esperanzas de que la ramera nos conduzca a él.
—¿Está seguro respecto a esa mujer?
—Bastante seguro —dijo Hogan con firmeza. Sus informadores de Madrid habían sido muy claros, pero sabía que era mejor no mencionar sus nombres en voz alta—. Por desgracia, no sabemos aún quién es ese nuevo hombre en Portugal, pero con tiempo, milord, y algún ligero descuido de esa ramera de Kiely, lo encontraremos.
Wellington gruñó. Un retumbar en el cielo anunciaba el paso de un proyectil francés, pero el general ni siquiera levantó la vista para ver dónde podía caer la bala.
—Maldito sea todo este embrollo, Hogan, y malditos sean Kiely y sus malditos hombres, y maldito sea Sharpe también. ¿Runciman está listo para el sacrificio?
—Está en Vilar Formoso, milord.
El general hizo un gesto de aprobación.
—Pues agarre también a Sharpe. Póngale a hacer labores administrativas, Hogan, y adviértale de que su conducta también será sometida a una comisión de investigación. Después informe al general Valverde de que estamos encargándonos de este asunto. Ya sabe lo que tiene que decirle —Wellington sacó un reloj de bolsillo y abrió su tapa. Su rostro se contrajo en un gesto de disgusto—. Supongo que si estoy aquí tendré que hacer una visita a Erskine. ¿Cree usted que ese lunático estará aún en la cama?
—Estoy seguro de que sus ayudantes ya han advertido a sir William de su presencia, milord, y no creo que le agradara que usted lo ignorase.
—Más susceptible que una virgen en un barracón lleno de soldados. E igual de loco. Es justo el hombre indicado, Hogan, para dirigir la comisión de investigación sobre Runciman y Sharpe. Vayamos a ver, Hogan, si sir William está experimentando un intervalo de lucidez y así puede entender el veredicto que requerimos de él. Debemos sacrificar a un buen y a un mal oficial para darle en los morros a Valverde. Maldita sea, Hogan, maldita sea, pero en tiempos de necesidad no queda más remedio. Pobre Sharpe —lord Wellington echó un último vistazo a la ciudad de Almeida, y acto seguido condujo a su séquito hacia el cuartel general de las fuerzas de asedio.
Mientras, Hogan estaba preocupado por el estrecho puente de Castello Bom, por Sharpe y, aún más, por el misterioso enemigo que había llegado a Portugal a sembrar la discordia.
La casa de la chimenea humeante se levantaba donde la calle se abría a la plazuela de delante de la iglesia, y fue allí donde comenzaron los aullidos. Sharpe, que había empezado a ponerse en pie, se había vuelto a agachar en las sombras a toda prisa cuando una puerta de doble hoja junto a la casa se abrió con un chirrido.
Los perros salieron en manada. Llevaban demasiado tiempo encerrados, así que corrieron alegres de un lado a otro de la calle desierta. Una figura uniformada sacó un caballo y una mula, y después se alejó de Sharpe, con la intención evidente de abandonar San Cristóbal por la puerta del otro lado del pueblo. Uno de los perros brincaba juguetón junto a la mula, y recibió un insulto y una patada por armar jaleo.
El insulto resonó claramente en la calle. Era una voz de mujer, la voz de doña Juanita de Elia, que ahora ponía ya el pie en el estribo del caballo ensillado, pero el perro volvió a incordiar a la mula justo cuando ella intentaba subir a la silla. La mula, que estaba cargada con dos pesadas alforjas, rebuznó apartándose del perro y arrancó las riendas de la mano de Juanita. Después, asustada por los excitados perros, salió trotando hacia Sharpe.
Juanita de Elia volvió a maldecir. En el alboroto, se le cayó su bicornio emplumado, de forma que su larga cabellera negra empezó a soltarse de sus horquillas. Se lo colocó bruscamente en su lugar, mientras se apresuraba tras la asustada mula, que había ido a pararse justo a unos pocos pasos del lugar donde estaba escondido Sharpe. Los perros corrían en la otra dirección, bautizando con sus orines los escalones de la iglesia por la alegría de haber sido liberados de su encierro en el patio de aquella casa.
—Vamos, hija de puta —le dijo en español Juanita a la mula. Llevaba el elegante uniforme de la Real Compañía Irlandesa.
Se agachó para agarrar la rienda de la mula, y Sharpe dio un paso hacia la parte iluminada por la luna.
—Nunca he sabido —dijo— si eso de «doña» es un título o no. ¿Tengo que decir «buenos días, milady» o sólo buenos días? —Se detuvo a tres pasos de ella.
Juanita tardó unos segundos en recuperar su aplomo. Se enderezó, miró fijamente el rifle en manos de Sharpe, después a su caballo, que estaba a unos treinta pasos. Había dejado una carabina en la funda de su silla de montar, pero sabía que no tenía posibilidad alguna de alcanzar el arma. Llevaba una espada corta al costado, y su mano bajó hacia la empuñadura, pero se detuvo cuando Sharpe levantó la boca del rifle.
—Usted no mataría a una mujer, capitán Sharpe —dijo fríamente.
—¿En la oscuridad, milady? ¿Una sombra con uniforme? No creo que nadie fuese a culparme por ello.
Juanita vigilaba a Sharpe cuidadosamente, intentando juzgar la sinceridad de su amenaza. Entonces se le ocurrió una manera de salvarse y sonrió antes de dar un silbido disonante. Sus perros se detuvieron y levantaron las orejas.
—Azuzaré a mis perros contra usted, capitán —dijo ella.
—Porque es todo lo que queda aquí, ¿verdad? —dijo Sharpe—. Loup se ha ido. ¿A dónde?
Juanita aún sonreía.
—He visto cómo mis perras derribaban un poderoso venado, capitán, y lo convertían en picadillo en dos minutos. La primera que lo alcance irá a por su garganta y lo mantendrá en el suelo, mientras las demás se ceban con usted.
Sharpe le devolvió la sonrisa y después levantó la voz.
—¡Pat! ¡Traiga aquí a los muchachos!
—Maldito sea —dijo Juanita, y después volvió a silbar y los perros comenzaron a trotar calle abajo. Al mismo tiempo, ella se volvió y empezó a correr hacia su caballo, pero las espuelas de sus pesadas botas de montar aminoraban su paso, y Sharpe la agarró por detrás. Pasó su brazo izquierdo por su cintura y mantuvo su cuerpo delante de él como un escudo, al tiempo que retrocedía hacia el muro más cercano.
—¿A por qué garganta irán ahora, milady? —preguntó. La melena alborotada de ella estaba en su cara. Olía a agua de rosas.
Ella le golpeaba, intentaba darle codazos, pero Sharpe era mucho más fuerte. El perro más veloz llegó corriendo hacia ellos, y Sharpe bajó el rifle con su mano derecha y apretó el gatillo. El sonido del disparo atronó brutalmente en la reducida callejuela. El tiro de Sharpe había errado su blanco por la resistencia de Juanita, pero la bala alcanzó al animal en un anca, y salió despedido dando vueltas y gimiendo, como si intentara morder la bala que le había herido, justo cuando Harper entraba con los fusileros por la laberíntica entrada. La repentina aparición del irlandés y sus hombres confundió a los otros perros. Aminoraron su paso y, entre gañidos, se reunieron alrededor de la perra herida.
—Evítele a ese chucho el sufrimiento, Pat —dijo Sharpe—. ¿Harris? Vuelva junto al capitán Donaju, salúdelo de mi parte y dígale que traiga a sus hombres al pueblo. ¿Cooper? Traiga el caballo de milady. ¿Perkins? Quítele la espada a milady.
Harper se metió entre los perros, sacó su bayoneta y se inclinó sobre la perra ensangrentada, que intentaba morderle.
—Estate quieta, cabrona —dijo con voz suave antes de darle un solo tajo—. Pobre animal —dijo mientras se incorporaba con su bayoneta goteando sangre—. Dios salve a Irlanda, señor, pero mire qué ha encontrado usted. A la emperifollada dama de lord Kiely.
—¡Traidor! —gritó Juanita a Harper, y después le escupió—. ¡Traidor! Deberías estar combatiendo contra los ingleses.
—Oh, milady —dijo Harper mientras limpiaba su hoja en el faldón de su casaca verde—, alguna vez usted y yo deberíamos disfrutar de una larga charla sobre quién debería estar luchando en qué bando, pero justo ahora estoy ocupado con la guerra en la que ya estoy.
Perkins sacó con cuidado la espada corta del cinto de Juanita, sólo entonces Sharpe la soltó.
—Mis disculpas por haberla levantado a pulso, señora —le dijo con mucha formalidad.
Juanita hizo caso omiso del comentario. Permaneció erguida y estirada, manteniendo su dignidad delante de los fusileros extranjeros. Dan Hagman tiraba de la mula para alejarla de la esquina de la calle en la que se había refugiado.
—Tráigala usted, Dan —dijo Sharpe. Luego subió por la calle en dirección a la casa de la que había salido Juanita. Harper la escoltaba, e hizo que entrara detrás Sharpe en el patio.
La casa debía de haber sido una de las más grandes del pueblo, porque la entrada daba a un espacioso patio con establos a ambos lados y un pozo con un brocal muy elaborado. La puerta de la cocina estaba abierta, y Sharpe se aventuró dentro para encontrar un fuego que aún humeaba y los restos de una comida sobre la mesa. Encontró unos cabos de vela, los encendió en el fuego y volvió a colocarlos en la mesa, entre platos y vasos. Al menos seis personas habían comido en aquella mesa, lo que indicaba que Loup y sus hombres habían partido hacía muy poco.
—Revisen el resto del pueblo, Pat —dijo Sharpe a Harper—. Llévese a media docena de hombres y vayan con cuidado. Creo que todos los franceses se han ido, pero nunca se sabe.
—Tendré cuidado, señor —Harper sacó a los fusileros de la cocina, dejando a Sharpe a solas con Juanita.
Sharpe señaló una silla con un gesto.
—Vamos a hablar, milady.
Ella se acercó con una lenta dignidad al otro extremo de la mesa, puso una mano en el respaldo de la silla y, de pronto, empezó a correr hacia la puerta que estaba al otro lado de la habitación.
—Váyase al infierno —gritó a modo de despedida. Los muebles obstaculizaban el movimiento de Sharpe, así que para cuando llegó a la puerta, ella ya estaba subiendo un oscuro tramo de escaleras. Él salió corriendo detrás de Juanita, que se volvió al llegar a lo alto de la escalera y entró por una puerta que cerró de un portazo tras ella. Sharpe la abrió de una patada un segundo antes de que ella corriera el pestillo, y se lanzó por la abertura para ver, a la luz de la luna, que Juanita se había tendido sobre una cama. Estaba intentando sacar un objeto de una vieja maleta, y cuando Sharpe cruzó la habitación, ella se giró con una pistola en la mano. Se lanzó sobre la mujer, golpeando la pistola con la mano izquierda justo cuando ella apretaba el gatillo. La bala se incrustó en el techo mientras Sharpe aterrizaba encima de ella. Juanita gimió por el impacto, y después intentó clavarle las uñas de su mano libre en los ojos.
Sharpe se apartó de ella, se puso en pie y retrocedió hacia la ventana. Estaba jadeando. Le dolía la muñeca izquierda, que se había golpeado al desviar la pistola. La luz de la luna brillaba plateada en la neblina de humo que flotaba sobre la cama, que no era más que un montón de jergones rellenos de paja sobre los que descansaban unas pieles que servían de mantas. Juanita estaba medio incorporada, mirándolo fijamente, y después se dio cuenta de que su desafío había seguido su curso. Dejó escapar un suspiro contrariado, y se dejó caer de nuevo sobre las pieles.
Dan Hagman, que había oído el disparo desde el patio, subió las escaleras con estrépito y entró en la habitación con su rifle preparado. Miró a la mujer tumbada boca arriba en la cama y luego a Sharpe.
—¿Va todo bien, señor?
—Sólo ha sido una discusión, Dan. No hay nadie herido.
Hagman volvió a mirar a Juanita.
—Menuda gata montés, señor —dijo con admiración—. Puede que necesite unos azotes.
—Yo me encargo de ella, Dan. Usted descargue esas alforjas de la mula. Veamos que es lo que se llevaba esta gata salvaje, ¿eh?
Hagman volvió a bajar las escaleras. Sharpe se masajeó la muñeca y echó un vistazo a la habitación. Era un cuarto grande y de techo alto revestido de madera oscura, con gruesas vigas vistas, una chimenea y una pesada prensa para lino en un rincón. Era evidentemente el dormitorio de una persona notable y el aposento que, al acuartelar a sus hombres en un pueblecito, elegiría con naturalidad un oficial al mando para convertirlo en su alojamiento.
—Es una cama grande, milady, demasiado grande para una sola persona —dijo Sharpe—. ¿Esos pellejos son de lobo?
Juanita no dijo nada.
Sharpe suspiró.
—Así que usted y Loup, ¿eh? ¿Tengo razón?
Ella lo miró con el resentimiento reflejado en sus ojos morenos, pero seguía negándose a contestar.
—Y todos esos días que usted salía sola a cazar —dijo Sharpe— venía usted aquí para encontrarse con Loup.
De nuevo ella no respondió. Los rayos de la luna dejaban en sombras la mitad de su semblante.
—Y fue usted quien abrió a Loup la puerta del San Isidro, ¿verdad? —continuó Sharpe—. Por eso él no atacó la casa de guardia. Quería asegurarse de que usted no sufría ningún daño durante el asalto. Qué considerado por su parte, ¿no? Cuidando de su mujer. Sin duda no le gustaría mucho imaginarla con lord Kiely. ¿O Loup no es un tipo celoso?
—Por lo general, Kiely está demasiado borracho para eso —dijo ella en voz baja.
—Vaya, sí tiene usted lengua, ¿eh? Pues entonces ya puede contarme qué estaba haciendo aquí.
—Váyase al infierno, capitán.
El ruido de pasos en la calle hizo que Sharpe se volviese hacia la ventana y viese a los hombres de la Real Compañía Irlandesa, que se estaban acercando.
—¡Donaju! —gritó—. ¡Entren por la cocina! —Se volvió hacia la cama—. Tenemos compañía, milady, así que muévase y sea sociable. —Esperó a que ella se levantara y después sacudió la cabeza cuando Juanita se negó a moverse—. No voy a dejarla sola en su habitación, milady, así que o bien baja las escaleras por su propio pie, o bien la llevo en volandas.
Ella se puso en pie, alisó su uniforme e intentó arreglarse el cabello. Después, seguida por Sharpe, bajó a la cocina iluminada por las velas, donde el Castrador, Donaju y el sargento mayor Noonan estaban de pie alrededor de la mesa. Miraron a Juanita y luego miraron a Sharpe, que no sintió la necesidad de ofrecerles una explicación inmediata sobre la presencia de aquella mujer allí.
—Loup se ha ido —dijo Sharpe a Donaju—. He enviado al sargento Harper a que compruebe que el lugar está vacío, así que, ¿por qué no despliegan a sus hombres por las defensas? Sólo por si acaso el brigadier Loup decide regresar.
Donaju miró fijamente a Juanita y después se dirigió a Noonan.
—¿Sargento mayor? Ya ha oído la orden. Cúmplala.
Noonan salió. El Castrador observaba cómo Hagman sacaba las cosas de las alforjas de la mula. Juanita se había acercado a lo que quedaba del fuego, donde estaba calentándose. Donaju la miró y después dedicó una mirada inquisitiva a Sharpe.
—Doña Juanita —explicó Sharpe— es una mujer con muchas caras. Es la prometida de lord Kiely, la amante del general Loup y una agente de los franceses.
Juanita levantó la cabeza al oír la última frase, pero no hizo ningún esfuerzo por desmentir las palabras de Sharpe. Donaju la miraba como si no quisiese creer lo que acababa de oír. Después se volvió hacia Sharpe con el ceño fruncido.
—¿Ella y Loup…? —preguntó.
—Su nidito de amor está arriba, por amor de Dios —dijo Sharpe—. Suba a mirar si no me cree. Aquí la dama fue quien dejó entrar a Loup en el fuerte la pasada noche. Esta dama, Donaju, es una asquerosa traidora.
—Pliegos con himnos, señor —interrumpió Hagman con tono confundido—. Pero extraños de narices. He visto cosas parecidas en la iglesia, en casa, ya sabe, para los músicos, pero no como éstos.
El antiguo furtivo había desempaquetado las alforjas para sacar a la luz una gran pila de manuscritos llenos de pentagramas, y escritos con palabras y notaciones musicales.
—Son muy antiguos —Donaju aún estaba sorprendido por las revelaciones sobre Juanita, pero ahora se acercó a examinar los documentos que Hagman había descubierto—. ¿Lo ve, Sharpe? Sólo cuatro líneas en lugar de cinco. Podrían tener doscientos o trescientos años. Y con palabras en latín. Vamos a ver… —arrugó el ceño mientras intentaba traducir mentalmente—. «Celebrad con vuestras palmas, pronunciad el nombre de Dios con voz victoriosa.» Los salmos, creo.
—Ella no llevaría un pliego de salmos a nuestras líneas —dijo Sharpe; separó los manuscritos del principio de la pila y empezó a rebuscar entre ellos. Sólo tardó unos segundos en encontrar los periódicos que estaban escondidos entre los manuscritos—. Esto, Donaju —Sharpe levantó los periódicos—, esto es lo que llevaba.
La única reacción de Juanita ante el descubrimiento fue empezar a morderse una uña. Miró hacia la puerta de la cocina, pero Harper había vuelto ya a la casa y sus fusileros llenaban el patio.
—El sitio está vacío, señor. El cabronazo se ha ido —informó Sharpe—, y se fue con bastante prisa, capitán, porque este sitio está hasta arriba de botín. Algo hizo que se largara a toda prisa. —Saludó respetuoso al capitán Donaju—. Sus hombres se están encargando de las defensas, señor.
—Esta vez no son periódicos norteamericanos —dijo Sharpe—, sino ingleses. Así que aprendieron la lección la última vez, ¿no? Si falsificas un periódico demasiado viejo, nadie se creerá sus historias, pero las fechas de éstos son de la semana pasada. —Fue tirando los periódicos uno a uno sobre la mesa—. El Morning Chronicle, el Weekly Dispatch, el Salisbury Journal, el Staffordshire Advertiser… Alguien ha estado muy ocupado, milady. ¿Quién? ¿Alguien de París? Porque es allí donde se imprimen estos diarios, ¿no?
Juanita no dijo nada.
Sharpe arrancó otro periódico del montón.
—Impreso en París hace probablemente tres semanas y traídos aquí justo a tiempo. Al fin y al cabo, a nadie le sorprendería ver un Shrewsbury Chronicle de hace dos semanas en Portugal, ¿no creen? Un velero rápido podría haberlos traído con facilidad, y no habría informes de tropas para contradecir estos cuentos. ¿Y qué dirán sobre nosotros esta vez? —Hojeó el periódico, acercándolo a las velas mientras pasaba las páginas—. ¿«Aprendiz encarcelado por jugar al fútbol en domingo»? Le está bien empleado al cabronzuelo por intentar divertirse, pero supongo que esta historia no provocaría un motín en las tropas, aunque tiene que haber algo…
—He encontrado una cosa —dijo Donaju tranquilamente. Había estado buscando en el Morning Chronicle, y ahora dobló el periódico y se lo tendió a Sharpe—. Una historia sobre la División Irlandesa.
—No existe ninguna División Irlandesa —dijo Sharpe mientras cogía el periódico. Encontró el texto que había atraído la atención de Donaju y lo leyó en voz alta—. «Recientes disturbios entre las tropas irlandesas al servicio de Portugal —leyó Sharpe, algo avergonzado porque era un lector lento y no muy seguro— han convencido al gobierno de la necesidad de adoptar una nueva política… —Tuvo mucha dificultad con la siguiente palabra— paliativa. Cuando termine la campaña de la presente temporada, los regimientos irlandeses del ejército se reunirán en una división que será destinada a las plazas fuertes de las islas del Caribe. El Ministerio de Hacienda ha prohibido los gastos derivados del transporte de esposas, pues existen dudas de que muchas de las uniones así descritas se hayan beneficiado de la bendición del Altísimo. Además, en los trópicos las cabezas calientes de los irlandeses encontrarán un clima más de su gusto.»
—Éste lleva la misma noticia —Donaju abrió otro periódico y después ofreció una apresurada explicación al Castrador sobre todo lo que estaba ocurriendo dentro de la cocina cargada de humo.
El partisano fulminó a Juanita con la mirada cuando se enteró de su traición.
—¡Traidora! —Le escupió—. Tu madre era una puta —le dijo, o al menos es lo que Sharpe creyó entender del rápido y furioso español—, y tu padre un cabrón. Lo tenías todo, pero luchas para los enemigos de España, mientras que nosotros, que no tenemos nada, luchamos para salvar nuestro país. —Volvió a escupirle y señaló su pequeño cuchillo de mango de hueso. Juanita se envaró con el ataque, pero no dijo nada. Sus ojos negros volvieron a posarse en Sharpe, que acababa de encontrar otra versión del anuncio, en la que se afirmaba que todos los regimientos irlandeses iban a ser destacados a las Indias Occidentales.
—Es una mentira inteligente —dijo Sharpe mirando a Juanita—, muy inteligente.
Donaju frunció el ceño.
—¿Por qué resulta tan inteligente? —Había formulado la pregunta que también se hacía Patrick Harper—. ¿Acaso a los irlandeses no les gustaría formar una división juntos?
—Estoy seguro de que sí, señor, pero no en el Caribe y sin sus esposas, que Dios nos ayude.
—La mitad de los hombres morirían de fiebre amarilla en los tres meses siguientes a su llegada a las islas —explicó Sharpe—, y la otra mitad estaría muerta en seis meses. Ser enviado al Caribe, Donaju, es una sentencia de muerte. —Miró a Juanita—. ¿De quién fue la idea, milady?
Ella no dijo nada, simplemente siguió mordiéndose la uña. El Castrador la insultó a gritos por su obstinación, y se sacó el cuchillito del cinturón. Donaju se puso pálido ante el torrente de obscenidades, e intentó refrenar la ira del hombretón.
—Bien, pues la historia no es cierta —Sharpe interrumpió el alboroto—. Principalmente porque no somos tan tontos como para alejar a los soldados irlandeses del ejército. ¿Quién ganaría las batallas entonces?
Harper y Donaju sonrieron. Sharpe sentía un tranquilo júbilo, si bien su descubrimiento no justificaba que hubiese incumplido sus órdenes y hubiese marchado a San Cristóbal, aunque nada justificaría esa acción. Amontonó los periódicos y después miró a Donaju.
—¿Por qué no envía usted a alguien de vuelta al cuartel general? Que encuentre al mayor Hogan, que le cuente lo que tenemos aquí y le pregunte qué debemos hacer.
—Iré yo mismo —dijo Donaju—, pero ¿qué va a hacer usted?
—Tengo un par de cosas que hacer aquí primero —dijo Sharpe, mirando a Juanita mientras hablaba—. Como descubrir dónde está Loup y por qué se largó con tanta prisa.
Juanita se molestó.
—No tengo nada que decirle, capitán.
—Entonces quizá se lo diga a él. —Señaló con la cabeza al Castrador.
Juanita dedicó una aterrada mirada al partisano, después volvió a mirar a Sharpe.
—¿Desde cuándo los oficiales ingleses no son unos caballeros, capitán?
—Desde que empezamos a ganar batallas, señora —dijo Sharpe—. ¿Quién será, pues? ¿Él o yo?
Donaju parecía a punto de protestar por el comportamiento de Sharpe, después vio el rostro ceñudo del fusilero y se lo pensó mejor.
—Me llevaré un periódico para Hogan —dijo tranquilamente, se guardó en el bolsillo el falso Morning Chronicle doblado y salió de la habitación. Harper salió con Donaju y cerró bien la puerta de la cocina tras él.
—No se preocupe, señor —dijo Harper a Donaju cuando ya estaban en el patio—. Ahora cuidaré yo de la dama.
—¿Lo hará?
—Sí, le cavaré una tumba bien profunda, señor, y enterraré a esa bruja boca abajo para que, cuanto más se esfuerce, más hacia abajo vaya. Vuelva con cuidado a las líneas, señor.
Donaju se puso pálido y se fue a buscar a su caballo mientras Harper le gritaba a Perkins que encontrara algo de agua, encendiera un fuego y preparara una buena taza de té para la mañana.
—Se ha metido usted en líos, Richard —le dijo Hogan cuando por fin se encontró con Sharpe, al empezar la tarde del mismo día que había comenzado con la sigilosa entrada de Sharpe en la abandonada fortaleza de Loup—. Se ha metido en líos. Fusiló a unos prisioneros. Por Dios, hombre, a mí no me importa si fusila a cualquier prisionero de aquí a París, pero, ¿por qué narices tuvo que contárselo a nadie?
La única respuesta de Sharpe fue volverse desde su puesto aventajado entre las rocas, y hacer un gesto con la mano para indicar a Harper que se mantuviera agachado.
—¿Es que no conocerla regla principal de la vida, Richard? —refunfuñó Hogan mientras ataba su caballo a una peña.
—Nunca llegué a descubrirla, señor.
—¿Por qué demonios no mantuvo su maldita bocaza cerrada? —Hogan trepó hasta la atalaya de Sharpe, y se tendió al lado del fusilero—. ¿Qué es lo que ha encontrado?
—Al enemigo, señor —Sharpe y sus hombres estaban ahora a unos ocho kilómetros de San Cristóbal, ocho kilómetros hacia el interior de España por los que le había guiado el Castrador, que después había cabalgado de regreso a San Cristóbal con las noticias que llevaron a Hogan hasta la cresta, desde donde ahora vigilaban la carretera principal que salía hacia el oeste desde Ciudad Rodrigo. Sharpe había llegado a la cresta con el caballo de doña Juanita, que estaba atado, lejos de la vista de cualquiera que mirase desde la carretera; y había mucha gente que podía haberlo hecho, pues Sharpe estaba vigilando a un ejército entero—. Los franceses están ahí fuera, señor —dijo—. Están avanzando y hay miles de esos cabrones.
Hogan sacó su propio catalejo. Miró atento la carretera durante un buen rato, y finalmente soltó un bufido.
—Dios mío —dijo—, que el Altísimo se apiade de nosotros.
Pues había todo un ejército en marcha. Infantería y dragones, artilleros y húsares, lanceros y granaderos, voltigeurs e ingenieros; una estela de hombres que parecía negra a la luz del atardecer, aunque aquí y allá, en la larga columna, el sol agonizante levantaba reflejos escarlatas en el flanco de un cañón del que tiraba una yunta de bueyes o unos caballos. Una espesa nube de polvo se elevaba de las ruedas de cañones, carros y carretas que se mantenían en los límites de la calzada, mientras que la infantería marchaba en columnas por los campos adyacentes. La caballería avanzaba por los flancos exteriores, en largas hileras de hombres con lanzas de puntas de acero y cascos que refulgían bajo penachos bamboleantes, mientras los cascos de sus caballos dejaban largas marcas en la tierna hierba del valle.
—Dios mío… —dijo Hogan una vez más.
—Loup está ahí abajo —dijo Sharpe—. Lo he visto. Por eso abandonó San Cristóbal. Lo llamaron para que se uniera al ejército, ¿sabe?
—¡Maldita sea, Sharpe! —Hogan estalló—. ¿No podría olvidarse usted de Loup? ¡Por culpa de Loup se ha metido usted en líos! ¿Por qué, en el nombre del Santísimo, no pudo usted mantener la boca cerrada sobre esos dos malditos idiotas a los que fusiló? Ahora el puñetero Valverde anda contando que los portugueses perdieron un regimiento de primera porque usted agitó el avispero, y que ningún español en su sano juicio podrá nunca confiar un solo soldado a oficiales ingleses. Y eso significa, maldito imbécil, que tendremos que ponerle a usted delante de la comisión de investigación. ¡Tenemos que sacrificarlo junto con Runciman!
Sharpe miró fijamente al mayor irlandés.
—¿A mí?
—¡Pues claro! ¡En el nombre de Cristo, Sharpe! ¿Es que no entiende usted un comino de política? ¡Los españoles no quieren a Wellington como generalísimo! Ven ese nombramiento como un insulto a su país, y están buscando munición para su causa. Munición como que algún maldito fusilero atontado empiece su guerra personal a expensas de un excelente regimiento de caçadores portugueses, cuyo destino servirá como ejemplo de lo que podría sucederle a cualquier regimiento español que se pusiera bajo el mando de lord Wellington. —Se detuvo para mirar por el catalejo y luego escribió una nota en el puño de su camisa—. Maldita sea, Sharpe, íbamos a tener una investigación tranquila y bajo control que culpara de todo a Runciman, para olvidarnos después de lo que ocurrió en el San Isidro. Ahora usted lo ha enredado todo. No se le habrá ocurrido tomar notas de lo que ha estado viendo aquí, ¿verdad?
—Sí, señor, lo hice —dijo Sharpe. Todavía estaba intentando hacerse a la idea de que toda su carrera estaba de repente amenazada. Parecía todo de una injusticia monstruosa, pero se guardó el resentimiento para sí mismo mientras tendía a Hogan un pliego tieso y doblado de las antiguas partituras entre las que estaban escondidos los periódicos falsificados. En el anverso de la hoja, Sharpe había escrito una lista de las unidades que había visto marchar ante él. Era una imponente lista de batallones, escuadrones y baterías, todas dirigiéndose a Almeida y con la esperanza de encontrar y aplastar al pequeño ejército inglés que tenía que intentar impedir que auxiliaran a la fortaleza.
—Mañana —dijo Hogan—, llegarán a nuestra posición. Mañana, Richard, combatiremos. Y será por aquello que puede ver allí —Hogan había localizado algo nuevo en la columna, y ahora señalaba hacia el oeste. Sharpe tardó un momento en orientar su catalejo, entonces vio la inmensa columna de carros de bueyes que seguían a las tropas francesas hacia el oeste—. Los suministros de auxilio para Almeida —dijo Hogan—, todos los alimentos y munición que la plaza fuerte quiera, suficientes para que puedan pasar el verano mientras los asediamos, y si consiguen mantenernos delante de Almeida todo el verano, nunca cruzaremos la maldita frontera, y sólo el Señor sabrá cuántos gabachos nos atacarán la primavera próxima. —Plegó su catalejo de nuevo—. Y hablando de primavera, Richard, ¿quiere decirme qué ha hecho exactamente con doña Juanita? El capitán Donaju me dijo que lo dejó a usted con ella y con su amigo el del cuchillo.
Sharpe se ruborizó.
—La envié de vuelta a casa, señor.
Hubo un momento de silencio.
—¿Que hizo qué? —preguntó Hogan.
—La envié de vuelta con los franceses.
Hogan sacudió la cabeza presa de la incredulidad.
—¿Dejó que un doble agente enemigo volviera con los franceses? ¿Se ha vuelto usted completamente loco, Richard?
—Estaba disgustada, señor. Dijo que si la llevaba de vuelta al ejército, sería arrestada por las autoridades españolas y juzgada por la junta de Cádiz, señor, y que probablemente acabaría delante de un pelotón de fusilamiento. Nunca fui de esos que pelean con mujeres, señor. Y ya sabemos quién es, ¿no? Así que ya no puede hacernos ningún daño.
Hogan cerró los ojos y apoyó la cabeza en su antebrazo.
—Dios mío, en tu infinita piedad, salva por favor el alma de este pobre tonto del culo, porque seguro que Wellington no lo hará. ¿Y no se le ocurrió, Richard, que quizá me hubiera gustado hablar con la dama?
—Sí, señor. Pero estaba asustada y no quería que la dejara sola con el Castrador. Sólo estaba siendo caballeroso, señor.
—Yo pensaba que no aprobaba usted las guerras en las que se lucha con caballerosidad. Entonces, ¿qué hizo? ¿Darle una palmadita en el trasero, secarle sus lágrimas de doncella, después darle un beso con ternura y enviársela a Loup para que pueda contarle que se han aposentado ustedes en San Cristóbal?
—Dejé que se dirigiera al noroeste, señor —dijo Sharpe al tiempo que indicaba el desfiladero—, e hice que viajara a pie, señor, y sin botas. Pensé que eso aminoraría su paso. Y habló conmigo antes de irse, por supuesto. Está todo ahí escrito, si es que consigue usted leer mi letra. Dijo que era ella quien distribuía los periódicos, señor. Los bajaba hasta los campamentos irlandeses y…
—Lo único que doña Juanita podría distribuir, Richard, sería la sífilis. ¡En el nombre de Dios! Dejó que esa furcia jugueteara con usted entre sus deditos. Por el amor del Santísimo, Richard, yo ya sabía que era ella la que recogía los periódicos. Era la chica de los recados. El verdadero bellaco es otra persona, y tenía la esperanza de seguirla hasta él. Pero ahora usted la ha cagado. ¡Jesús! —Hogan se calló para contener su enfado, luego sacudió la cabeza con desgana—. Bueno, al menos no se llevó su maldita casaca.
Sharpe frunció el ceño, sorprendido.
—¿Mi casaca, señor?
—¿No se acuerda de lo que le conté, Sharpe? Eso de que doña Juanita colecciona los uniformes de todos los hombres con los que se acuesta. Su ropero debe de ser inmenso, pero me alegra saber que no colgará la casaca verde de un fusilero junto con todas las otras.
—No, señor —dijo Sharpe, y se sonrojó aún más—. Lo siento, señor.
—No hay remedio —dijo Hogan mientras se arrastraba alejándose de la cresta—. Es usted un imbécil con las mujeres y siempre lo ha sido. Si barremos a Masséna, esa mujer no podrá hacernos mucho daño, y si no, probablemente la guerra estará perdida. Larguémonos de aquí. Va a dedicarse a tareas administrativas hasta que lo crucifiquen. —Se alejó de la cresta y devolvió el catalejo al bolsillo de su cinturón—. Haré todo lo que pueda por usted, sabe Dios por qué, pero lo único que le puede ayudar, Richard, y odio decirle esto, es que perdamos esta batalla. Porque si perdemos, será tan grande el desastre que nadie tendrá tiempo ni fuerzas para acordarse de las estupideces que ha cometido.
Ya había oscurecido cuando llegaron a San Cristóbal. Donaju había regresado al pueblo con Hogan y había ordenado que sus cincuenta hombres de la Real Compañía Irlandesa volvieran a las líneas inglesas.
—Vi a lord Kiely en el cuartel general —le contó Donaju a Sharpe.
—¿Y qué le dijo?
—Le dije que su amante era una afrancesada y que se estaba acostando con Loup —Donaju habló con rudeza—. Y añadí que era un completo idiota.
—¿Cómo reaccionó?
Donaju se encogió de hombros.
—¿Cómo cree que lo hizo? Es un aristócrata, tiene orgullo. Me dijo que me fuera al infierno.
—Mañana —dijo Sharpe—, todos tendremos que hacer eso mismo. —Porque al día siguiente los franceses atacarían y una vez más volvería a ver las enormes columnas azules avanzando entre redobles con sus águilas, una vez más volverían a oír el estrépito atronador de los cañonazos de las baterías francesas. Sintió un escalofrío sólo de pensarlo; después se volvió al ver que sus casacas verdes pasaban en formación a su lado—. ¡Perkins —gritó de pronto—, venga aquí!
Perkins había intentado ocultarse en la parte más lejana de la columna, pero ahora se puso firme delante de Sharpe sin rechistar. El sargento Harper también se acercó a ellos.
—No es culpa suya, señor —dijo Harper con apuro.
—Cállese —dijo Sharpe, y miró de arriba abajo a Perkins—. ¿Dónde está su casaca, Perkins?
—Robada, señor —Perkins vestía camisa, botas y pantalones, y sobre eso llevaba los arneses de su equipamiento—. Se mojó, señor, cuando traía agua para los muchachos, así que la tendí fuera a secar y me la robaron, señor.
—Esa mujer no estaba muy lejos de donde la tendió, señor —dijo Harper compungido.
—¿Y por qué iba a robar una casaca de fusilero? —preguntó Sharpe, pero enseguida sintió que se ruborizaba. Se alegró de que ya fuera de noche.
—¿Por qué querría cualquiera la casaca de Perkins, señor? —preguntó Harper—. En el mejor de los casos era un trapo raído, eso es lo que era, y demasiado pequeña para la mayoría de los hombres. Pero creo que fue robada, señor, y no creo que Perkins tenga que pagarla. No fue culpa suya.
—Retírese, Perkins —dijo Sharpe.
—Sí, señor, gracias, señor.
Harper observó cómo el muchacho se reincorporaba a su fila.
—¿Y para qué robaría esa doña Juanita una casaca? Me desconcierta, capitán, de verdad, pero no se me ocurre quién más pudo haberla robado.
—Ella no la robó —dijo Sharpe—, esa furcia viciosa se la ganó. Continúe la marcha. Tenemos mucho aún por recorrer, Pat. —Pero él ya no sabía si aquella pista de montaña los llevaba a un lugar mejor, porque él era un chivo expiatorio y se enfrentaba a las previsibles conclusiones de una comisión de investigación, y en la oscuridad, siguiendo a sus hombres, se estremeció.
Sólo había dos centinelas en la puerta de la casa que servía de cuartel general a Wellington. Otros generales habrían llegado a la conclusión de que su dignidad requería una compañía entera de soldados, o incluso todo un batallón, pero Wellington nunca había querido más de dos hombres, que sólo estaban allí para mantener alejados a los chicos de la ciudad y para controlar a los solicitantes más inoportunos, que creían que el general podía resolver sus problemas con un golpe de pluma. Llegaban comerciantes en busca de contratos para proporcionar al ejército carne en mal estado, o con rollos de lienzo que llevaba almacenado demasiado tiempo en almacenes plagados de polilla; llegaban oficiales en busca de desagravios a desaires imaginarios, y sacerdotes para quejarse de que los soldados protestantes ingleses se habían mofado de la Santa Madre Iglesia, y en medio de todas aquellas distracciones, el general intentaba solucionar sus propios problemas: la carencia de herramientas para cavar trincheras, la escasez de armamento pesado que pudiera pulverizar las defensas de una fortaleza, y el siempre apremiante deber de convencer a un nervioso ministro de Londres de que su campaña no estaba condenada.
Así que, después de la temprana cena de costumbre del general, que consistía en una paletilla de cordero asada en salsa de vinagre, la visita de lord Kiely no fue muy bien recibida. Tampoco ayudaba que Kiely hubiese reforzado su posición con brandy para enfrentarse a Wellington, que al inicio de su carrera había adquirido la sana convicción de que entregarse al alcohol sin mesura dañaba la destreza de un hombre como soldado.
—En este ejército, es mejor que un hombre se mantenga sobrio —le gustaba decirse a sí mismo, y ahora, sentado detrás de una mesa en la habitación que le servía de oficina, salón y dormitorio, miraba con severidad al exaltado y encendido Kiely, que había llegado con una petición urgente.
Unas velas titilaban sobre la mesa cubierta de mapas. Había llegado un mensajero de Hogan, que informó de que los franceses estaban en marcha y se dirigían a la carretera del sur que pasaba por Fuentes de Oñoro. No eran noticias inesperadas, pero significaban que ahora los planes del general tenían que pasar la prueba de los cañonazos y el fuego de mosquetes.
—Estoy ocupado, Kiely —dijo fríamente Wellington.
—Sólo le pido permiso para que mi unidad se despliegue en la línea del frente de batalla —dijo Kiely con la cuidadosa dignidad del hombre que sabe que, de no hacerlo así, el licor arrastraría sus palabras.
—No —dijo Wellington. El edecán del general, de pie junto a la ventana, indicó la salida con un gesto, pero Kiely pasó por alto la invitación a marcharse.
—Hemos sido despreciados, milord —dijo sin pensárselo dos veces—. Vinimos aquí con buenas intenciones por orden de mi soberano, esperando que se nos tratara de manera adecuada, y en cambio ustedes nos han ignorado, nos han negado nuestros suministros…
—¡No! —Fue tal el volumen de la palabra, que los centinelas de los escalones delanteros de la casa se sobresaltaron. Después, se miraron el uno al otro y sonrieron. El general tenía genio, aunque raras veces se podía presenciar, pero cuando Wellington decidía dar rienda suelta a toda la furia de su personalidad, aquello era digno de ver.
El general levantó la vista hasta su visitante. Su tono de voz cayó hasta un nivel de conversación, pero aún se podía percibir el desprecio.
—Usted vino aquí, señor, mal preparado, indeseado, sin fondos y esperando que yo, señor, le proporcionase el sustento de sus hombres y su equipamiento, y a cambio, señor, usted me ha ofrecido sólo insolencia y, lo que es peor aún, traición. Usted no vino aquí a petición de Su Majestad, sino porque el enemigo deseaba que usted viniera, y ahora soy yo quien desea que se vaya usted. Y se irá, señor, con honores, porque es impensable que despidamos a las tropas de la casa del rey Fernando en ninguna otra condición, pero esos honores, señor, han sido ganados a expensas de otros hombres. Sus tropas, señor, servirán en la batalla porque no habrá oportunidad de despedirlas antes de que lleguen los franceses, pero servirán como guardias en mi parque de munición. Puede usted elegir entre comandarlos o enfurruñarse en su tienda. Que tenga un buen día, milord.
—¿Milord? —El edecán se dirigió diplomáticamente a Kiely al caminar hacia la puerta.
Pero lord Kiely parecía insensible a la diplomacia.
—¿Insolencia? —Se indignó con aquella palabra—. Dios mío, pero si soy el comandante de la guardia del rey Fernando y…
—Y el rey Fernando, señor, ¡es un prisionero! —le espetó Wellington—. Lo que no dice mucho, señor, de la eficacia de su guardia. Usted vino aquí con su ramera adúltera, exhibiéndola como a una furcia emperifollada, y esa ramera, señor, ¡es una traidora! Esa ramera, señor, ha estado haciendo todo lo que ha podido para destruir nuestro ejército, y la única providencia que ha salvado a nuestro ejército de sus tejemanejes es que, gracias a Dios, ¡ella no es mejor que usted! Su petición está denegada, buenos días.
Wellington bajó la mirada a sus papeles. Kiely tenía otras quejas, de las cuales la principal era la manera en que había sido maltratado e insultado por el capitán Sharpe, pero ahora también había sido insultado por Wellington. Lord Kiely estaba reuniendo sus últimas reservas de coraje para protestar por aquel tratamiento, cuando el ayudante lo agarró con firmeza por el codo y tiró de él hacia la puerta, y Kiely se sintió incapaz de resistir.
—Quizás a milord le agradaría un refrigerio —preguntó el edecán en tono conciliador mientras conducía al furioso Kiely hasta el vestíbulo, donde un grupo de oficiales curiosos miraban con lástima al hombre deshonrado. Kiely se sacudió de encima la mano del edecán, cogió su sombrero y su espada de la mesa de la entrada y salió airado por la puerta principal sin decir una palabra más. E ignoró a los dos centinelas cuando le presentaron armas.
—Pues sí que lo ha despachado deprisa el narizotas —dijo uno de los centinelas, y después se puso firme rápidamente cuando Edward Pakenham, edecán general, subió las escaleras.
Kiely pareció ignorar el ufano saludo de Pakenham. Caminó calle abajo ciego de furia, pasando junto a las largas líneas de cañones que sorteaban con lentitud las angostas callejas de la ciudad, pero no veía ni entendía nada más que su fracaso. Acababa de fracasar del todo, se decía, pero ninguna parte de su fracaso era culpa suya. Las cartas habían jugado en su contra, y así había perdido la pequeña fortuna que le había dejado su madre después de haber despilfarrado su riqueza con la maldita Iglesia y con los malditos rebeldes irlandeses, que siempre se las arreglaban para terminar colgados en los cadalsos ingleses. Esa misma mala suerte servía para explicar por qué había fracasado al intentar conseguir la mano de al menos dos herederas de Madrid, que habían preferido casarse con españoles de su sangre a hacerlo con un lord sin patria. La autocompasión de Kiely brotó con la memoria de sus rechazos. En Madrid, era un ciudadano de segunda clase porque no podía seguir su linaje hasta algún bruto medieval que hubiera luchado contra los moros, mientras que en ese ejército, concluyó, era un marginado porque era irlandés.
Sin embargo, el peor de todos los insultos era la traición de Juanita. Juanita de Elia, la mujer desenfrenada, original, inteligente y seductora con la que Kiely había imaginado que se casaría. Tenía dinero, era de sangre noble y otros hombres miraban a Kiely con envidia cuando Juanita estaba a su lado. Pero ella, supuso, había estado engañándole todo el tiempo. Lo había utilizado. Se había entregado a Loup. Había yacido en los brazos de Loup y Kiely daba por sentado que le había contado todos sus secretos al francés. Imaginó sus carcajadas mientras descansaban enredados en su cama, y una vez más la ira y la autocompasión crecieron en su interior. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando se dio cuenta de que sería el hazmerreír de todo Madrid, y aún peor, de todo el ejército.
Entró en una iglesia, no porque quisiera rezar, sino porque no se le ocurría ningún otro lugar al que acudir. No podía enfrentarse a la idea de volver a sus aposentos en el acuartelamiento del general Valverde, donde todo el mundo le miraría y murmuraría que era la marioneta de una furcia.
La iglesia estaba atestada de mujeres con chales oscuros esperando su turno para confesarse. Hileras de velas brillaban trémulas delante de estatuas, altares y pinturas. Las lucecillas relumbraban en los pilares dorados y en la inmensa cruz de plata del altar mayor, que aún tenía su blanco frontal de la Pascua.
Kiely fue hasta los escalones del altar. Su espada repiqueteó en el mármol cuando él se arrodilló y contempló el crucifijo. También a él le estaban crucificando, se dijo a sí mismo, unos hombres inferiores que no entendían sus nobles objetivos. Sacó una petaca del bolsillo y se la llevó a los labios para beber el recio brandy español como si fuera a salvarle la vida.
—¿Estás bien, hijo mío? —Un sacerdote se había acercado a Kiely sin hacer ruido.
—Váyase —dijo Kiely.
—El sombrero, hijo mío —dijo nervioso el sacerdote—. Ésta es la casa de Dios.
Kiely se arrancó el sombrero emplumado de la cabeza.
—Váyase —dijo otra vez.
—Que Dios te ampare —dijo el sacerdote, y se alejó hacia las sombras. Las mujeres que esperaban para confesarse miraban inquietas al oficial de elegante uniforme, y se preguntaban si estaría rezando por la victoria sobre los franceses que se acercaban. Todo el mundo sabía que el enemigo de gabanes azules estaba regresando, y los dueños de las casas enterraban los objetos de valor en sus jardines, por si los pavorosos veteranos de Masséna derrotaban a los ingleses y entraban a saquear la ciudad.
Kiely terminó con un último trago el contenido de la petaca. En su cabeza se arremolinaban el licor, la vergüenza y la ira. Detrás del crucifijo de plata, en un nicho por encima del altar mayor, había una imagen de Nuestra Señora. Llevaba una diadema de estrellas, una túnica azul y, en las manos, un ramo de lirios. Hacía mucho tiempo que Kiely no contemplaba una imagen como aquélla. A su madre le encantaban aquellas cosas. Ella le había obligado a confesarse y a recibir los sacramentos, y le había reprochado que la decepcionara. Solía rezarle a la Virgen, pues decía tener un vínculo especial con Nuestra Señora, otra mujer desengañada que había conocido la tristeza de ser madre.
—Zorra —dijo Kiely en voz alta mirando la estatua de túnica azul—, ¡zorra! —Odiaba a su madre igual que odiaba a la Iglesia. Juanita compartía el desagrado de Kiely por la Iglesia, pero Juanita era amante de otro hombre. Puede que siempre hubiera sido amante de otro hombre. Se había acostado con Loup y sabía Dios con cuántos hombres más, y mientras tanto Kiely estaba haciendo planes para hacer de ella una condesa y para pasear su belleza por todas las grandes capitales de Europa. Las lágrimas mojaron sus mejillas cuando pensaba en aquella traición y recordaba la humillación sufrida a manos del capitán Sharpe. Aquel último recuerdo le inundó de una furia repentina—. ¡Zorra! —gritó a la Virgen María. Se levantó y arrojó la petaca vacía a la estatua de detrás del altar—. ¡Puta zorra! —gritó mientras la petaca rebotaba inofensiva en la túnica azul de la Virgen.
Las mujeres chillaron. El sacerdote corrió hacia el lord, pero después se detuvo aterrorizado porque Kiely había desenfundado su pistola. El chasquido del percutor del arma levantó un sonoro eco en la cavernosa iglesia cuando Kiely tiró hacia atrás de él con el pulgar.
—¡Zorra! —Kiely escupió la palabra a la estatua—. ¡Zorra mentirosa, puta, ladrona, falsa y leprosa! —Las lágrimas corrían por sus mejillas cuando apuntaba con la pistola.
—¡No! —imploró el sacerdote mientras los chillidos de las mujeres llenaban la iglesia—. ¡Por favor! ¡No! ¡Piensa en la bendita Virgen, por favor!
Kiely se volvió hacia el hombre.
—Dice usted que es virgen, ¿verdad? ¿Cree que sería virgen después de que las legiones arrasaran Galilea? —Empezó a reír enloquecido. Luego se dio la vuelta hacia la estatua—. ¡Puta zorra! —gritó mientras volvía a apuntar su pistola hacia la imagen—. ¡Asquerosa puta zorra!
—¡No! —gritó el sacerdote, desesperado.
A Kiely puso el cañón en su boca y apretó el gatillo.
La pesada bala atravesó su paladar y arrancó un pedazo de un palmo de su cráneo al salir. La sangre y los sesos llegaron tan alto como la diadema de estrellas de la Virgen, pero no salpicaron a Nuestra Señora, sino que quedaron esparcidos por los escalones del santuario, sofocaron un puñado de velas y después empezaron a caer por la nave. El cuerpo sin vida de Kiely cayó hacia atrás, con la cabeza convertida en un enmarañado horror de sangre, cerebro y hueso.
Poco a poco los gritos fueron muriendo en la iglesia para ser reemplazados por el retumbar de ruedas de la calle, pues estaban llevando más cañones hacia el este.
Hacia los franceses, que llegaban para reclamar Portugal y empujar a los ingleses hacia el estrecho puente que salvaba el Coa.