Capítulo 9

Perlita llegó al Kasbah en una carroza descubierta con dos guardias a caballo. Llevaba una considerable cantidad de regalos para las damas del harén.

—Siempre que se visita a alguien en un país árabe se le lleva un regalo —explicó—. Y como no tenemos idea de cuántas damas hay en el harén del sultán, compra una cantidad suficiente, si no quieres que alguna concubina se sienta ofendida.

—Realmente, estarán encantadas de verla —dijo el encargado de negocios, con una sonrisa en los labios, al despedirse de ella.

—No debe parecer nada más que una visita de cortesía de una dama inglesa que viene por primera vez a Marruecos —le había advertido el marqués, cuando estuvieron solos.

Él y Perlita no habían revelado, ni siquiera a Sir Drummond, que entendían el árabe.

—No ofrezcas ninguna información —dijo también el marqués con firmeza—. Puedes oír cosas importantes para nosotros, si las damas del harén piensan que no entiendes lo que ellas dicen.

—No creo que nos vaya a ser fácil saber qué ha sido de las mujeres inglesas que el sultán ha traído de Inglaterra. Debe ser un tipo muy listo para revelar sus secretos a las mujeres.

Perlita vio una expresión preocupada en el rostro del marqués.

—Tienes razón. Ten mucho cuidado, Perlita.

Por un momento Perlita sintió como si estuvieran unidos por un magnetismo que los mantenía a ambos embelesados. Temerosa de que sus ojos resultaran demasiado reveladores, Perlita bajó la mirada.

«Debo tener cuidado», pensó. «Si algún día llegara a adivinar cuánto le amo, nuestro “matrimonio” tocaría a su fin».

Bajo un ardiente sol partió hacia el Kasbah. Durante el trayecto, iba pensando en el marqués. Cuando llegó al Kasbah, no se fijó en lo imponente de la puerta de entrada.

La guardaban soldados del ejército personal del sultán, ataviados con un vistoso uniforme rojo y blanco, con borlas rojas colgando de sus turbantes blancos, un mosquete sobre los hombros… ¡y los pies descalzos!

Unos sirvientes de vestiduras blancas invitaron a Perlita a entrar.

Perlita siguió a dos de ellos a través de angostos pasillos serpenteantes, hasta que llegaron por una puerta cubierta con una cortina hecha con hileras de cuentas de colores, a una habitación que era casi completamente europea.

En los muros había cabezas disecadas de animales salvajes y de gacelas, que habrían sido cazadas por el sultán o por sus antepasados.

La habitación estaba en penumbra, porque las cortinas habían sido corridas para protegerla del calor exterior. Sin embargo, hacía calor.

Había también un aroma intenso, casi abrumador, de incienso, que se quemaba en un gran pebetero.

Se sentó en uno de los sofás y miró a su alrededor con interés.

«¡Qué desagradable sería», pensó, «tener que vivir en forma continua con un olor tan penetrante!».

Esperó con impaciencia, pensando que era un poco grosero por parte de su anfitriona no recibirla nada más llegar.

Sonaron las cuentas que cubrían la puerta y entraron dos sirvientes. Se colocaron uno a cada lado del umbral y se inclinaron.

Perlita contuvo el aliento: acababa de entrar en la habitación, no la sultana viuda, como ella esperaba, sino un hombre al que reconoció como el sultán.

No era alto, pero daba una impresión inmediata de autoridad. Llevaba un largo manto blanco y un alto turbante inmaculado alrededor de su cabeza. Se dirigió hacia Perlita, que se había puesto de pie. A ella le pareció un hombre muy apuesto.

Tenía facciones muy bien definidas, una fuerte nariz aguileña, una barba cortada cuidadosamente y espesas cejas negras y unos ojos oscuros muy penetrantes.

—¿Me permite darle la bienvenida, Lady Melsonby? —dijo, mientras Perlita le hacía una reverencia.

—Es un honor para mí conocer a Su Alteza —contestó ella.

Al levantar los ojos hacia él, sintió un temor repentino.

—Como Su Alteza debe saber —dijo ella al ver que él no hablaba—, he venido para conocer a su madre.

—Mi madre está ansiosa de conocerla también —dijo el sultán y Perlita notó que su inglés era perfecto—, pero primero me gustaría hablar con usted. ¿Tiene la bondad de sentarse?

Perlita se sentó de nuevo en el sofá.

—Usted estuvo en Inglaterra hace poco tiempo, según creo —dijo Perlita, no pudiendo soportar el silencio.

—Es cierto —contestó el sultán. Repentinamente, exclamó—: ¡Es usted muy bella!

Perlita se puso rígida. Sabía que era una impertinencia que cualquier hombre le hablara de ese modo cuando acababa de conocerla; pero viniendo de un árabe, era casi un insulto.

Sintió un repentino temor… el viejo miedo de estar con un hombre que le inspiraba horror.

—¿No le gustan los cumplidos? —preguntó él.

—¡No… alteza!

—Entonces, ¿me permite decirle lo mucho que disfruté de visitar su hermoso país?

Luchando contra el pánico que empezaba a apoderarse de ella, Perlita se puso de pie.

—Creo… alteza, que su madre… debe estar… esperándome.

Él no se movió de donde se había sentado.

—En este país nunca tenemos prisa —contestó—. Una hora, dos horas, un día, una semana, un mes… no tiene importancia… siempre estamos preparados para esperar.

—Mi esposo estará esperando mi regreso a la Embajada —dijo—. No debo retrasarme, así que me gustaría ver a su madre ahora mismo.

—¿Tiene miedo? —preguntó el sultán.

Perlita sentía que el corazón le palpitaba a toda prisa y que la voz se le ahogaba en la garganta, de franco terror. Pero logró levantar la barbilla con orgullo para decir:

—¿Por qué supone Su Alteza que tengo miedo?

—Tal vez porque le dije que es hermosa. Cuando entré en esta habitación pensé que era usted una de las mujeres más hermosas que había visto en mi vida.

—Pero usted ya me había visto esta mañana —contestó Perlita con brusquedad. Se sorprendió a sí misma al decir esas palabras.

No lo había hecho conscientemente. Repentinamente comprendió que era el sultán el que estaba oculto tras las cortinas de las ventanas del jardín del comerciante.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó el sultán.

—Estoy segura de ello —contestó Perlita con lentitud—. ¿Por qué está interesado por mí, Alteza?

—¿Por qué no iba a estarlo? ¡Un importante noble inglés visita Tánger! ¿Es tan raro que sienta curiosidad por conocer a su esposa?

Por la forma en que dijo aquello, Perlita tuvo una repentina advertencia de peligro.

Seguía de pie. Con gran esfuerzo caminó hacia la puerta.

—Veo que esta habitación está llena de sus trofeos de caza. Es muy interesante, pero ahora quisiera ir a la sección de las mujeres.

—Hay también fotografías de Cambridge —dijo el sultán, sin levantarse todavía—. Deliciosos recuerdos de mi feliz estancia allí.

Perlita, como impulsada por una voluntad ajena, dijo:

—Usted odia el tiempo que pasó allí, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe? —preguntó sorprendido.

—Usted odió estar en Cambridge —dijo ella en voz baja, casi como si estuviera hablando en trance—. Y usted detesta a los ingleses.

A Perlita le pareció como si su voz llegara de una distancia muy lejana y sintió como si sus labios se movieran involuntariamente. Con un grito el sultán se puso de pie.

—¿Alguien le dijo a usted estas cosas? —preguntó—. ¿O es usted clarividente?

—Veo todo con claridad y puedo sentir su odio —contestó Perlita.

—Si quiere saber la verdad y eso es lo que está buscando —dijo él con violencia—, ¡detesto a los ingleses! ¡Me llamaron negro y me despreciaron! Así que aunque sonreí ante sus insultos, les he arrebatado a sus mujeres. ¿Quién puede escupir al Señor de la Vida y la Muerte y sobrevivir? ¡Los ingleses morirán!

Mientras hablaba, Perlita se imaginó los cuerpos encogidos, sin vida, tal como el encargado de negocios los había descrito, tendidos en la arena del desierto.

—Fue usted quien mató a los ingleses que murieron en el desierto —dijo ella—, no los beduinos ni los ladrones a quienes se atribuyó el crimen.

—Sí, fui yo —contestó el sultán—, ¡también su esposo morirá!

Ella sintió que iba a desmayarse.

—¿No piensa que será denunciado como… asesino? —preguntó ella.

—¿Quién sabrá que yo soy el responsable? —preguntó el sultán—. Un cuchillo por la espalda mientras pasea por el jardín. ¡O tal vez veneno en la comida! Es fácil asesinar a un hombre, mucho más difícil es encontrar al culpable.

El desmayo que parecía ir a apoderarse de ella pasó y Perlita sintió de pronto una nueva fuerza, una fuerza que hizo que su voz sonara poderosa y retumbara en aquella habitación en penumbra.

—¡No lo hará usted!

—¿Y cómo lo evitará? —preguntó el sultán. Había una sonrisa cruel en sus labios—. ¿No se ha dado cuenta ya —preguntó el sultán— de que para usted, una vez que ha entrado aquí, no hay retorno posible? Mi intención era, ya estaba preparado, que se cayera de una terraza. ¡Le estarían mostrando el paisaje y por un lamentable accidente, usted resbalaría! Su muerte y la de su esposo, cuando hubiera llorado lo suficiente la pérdida de usted, serían una pequeña parte de mi venganza contra el país que me despreció por mi color… que me trató como si fuera yo un barrendero, en lugar del supremo gobernante que soy de mi pueblo.

Perlita lo miró de frente, con los ojos muy abiertos. Aquella extraña sensación de clarividencia pareció envolverla con una fuerza protectora especial. Ya no tenía miedo. En el fondo de su mente, alguien pareció decirle lo que tenía que hacer. Un poder que la superaba, la controlaba y la guiaba.

Con valerosa dignidad, volvió hacia el sofá.

—Quiero hablar con usted, Alteza.

—¿Por qué no? —preguntó él—. Como ya le he dicho, en Marruecos hay tiempo para todo.

Se sentó en la silla que había frente a ella.

Ella le miró y no vio el brillo de triunfo en sus ojos, ni el gesto cruel de sus labios… vio su cuerpo retorcido, que yacía en la arena con manchas de sangre en el pecho.

—¿Qué está pensando? —preguntó él con animosidad.

—Quiero hacer un trato con Su Alteza —dijo Perlita en voz baja.

—¿Un trato? —preguntó él.

—Quiero que perdone a Lord Melsonby. Quiero que él siga viviendo.

—¿Y qué me ofrece usted a cambio? —preguntó el sultán.

—Me ofrezco yo misma —contestó Perlita y al ver que el sultán arqueaba las cejas añadió—: Yo soy lo que su profeta prometió a los fieles en el Cielo. Soy pura e inmaculada.

—¿Una virgen pura e inmaculada? —preguntó él con asombro.

—Voy a decir a Su Alteza una verdad que nadie más conoce. Lord Melsonby y yo no estamos casados. No hubo ceremonia matrimonial entre nosotros, de ninguna especie, y sigo siendo doncella.

Perlita vio un repentino brillo maléfico en los ojos del sultán.

—Usted sugiere que si respeto la vida de Lord Melsonby, usted se entregará a mí. Pero, como ya la tengo en mi poder, ¿por qué voy a conceder algo a cambio de lo que ya es mío?

—Si me toca —contestó Perlita—, sin haber aceptado respetar la vida de Lord Melsonby, entonces… me mataré —se detuvo un momento y obedeciendo la voz de su cerebro, añadió—: como lo hizo Mary Daventry.

El sultán se quedó inmóvil, antes de decir con voz ronca:

—Usted es clarividente, ¡por Alá!

—Lo que estoy sugiriendo —dijo Perlita con mucha lentitud, como si le estuvieran dictando las palabras—, es que jure usted sobre el Corán, que Lord Melsonby saldrá de este país sano y salvo. A cambio de eso yo me casaré con usted.

—¿Casarse conmigo? —exclamó el sultán.

—¿Podría ofrecer a alguien de mi posición algo menos que eso? —preguntó Perlita.

—Ya tengo cuatro esposas, y usted sabe que no puedo tomar más.

—También sé —contestó ella—, que puede divorciarse de una de ellas en cualquier momento. Sólo tiene que decir Entee dauligeh… ¡estás divorciada!, para que ella deje de ser su esposa. Ésa es la proposición que hago a Su Alteza. Si no acepta, entonces arrójeme por la terraza, o me arrojaré yo misma. No me importa.

—Dicen que los clarividentes no experimentan dolor —murmuró el sultán—. ¡Por Alá, usted es una mujer digna de que yo me case con usted! ¡Se hará como usted dice!

—Muy bien —dijo Perlita—. En ese caso, a menos que quiera usted buscarse numerosos problemas, debemos hacer nuestros planes con cuidado.

—¿Qué sugiere usted? —preguntó el sultán con curiosidad.

—Yo escribiré a Lord Melsonby, Alteza, y le diré que he sido invitada por su madre a hospedarme aquí. Sé que usted no puede casarse conmigo antes del miércoles, por las cuarenta y ocho horas de ayuno que deben tener lugar antes del matrimonio.

—¡Conoce usted nuestras costumbres! —murmuró el sultán.

—Si voy a casarme con usted, me casaré de acuerdo con los ritos de la fe musulmana —contestó Perlita—. Eso significa un ayuno, después la boda se celebra de noche, con una gran fiesta. ¿Quién me respetaría si no se casa usted conmigo y me trata de una forma generosa en la boda?

—Tiene usted razón —reconoció el sultán—. Será como usted quiera.

De pronto echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—¡Mi esposa! —dijo—. ¡Una aristócrata inglesa… mi esposa! Es un chiste que, por desgracia, todavía no puedo compartir con su tieso encargado de negocios, que me mira con tanto desprecio.

—Estamos de acuerdo, entonces —dijo ella—. Mande traer el Corán.

Sabía que aquel hombre no era de fiar y que sólo haciéndolo jurar de acuerdo con su fe respetaría realmente la vida del marqués.

El sultán ordenó que le trajeran el libro y Perlita le hizo jurar sobre él que en ningún momento trataría de quitarle la vida a Lord Melsonby. Después, el sultán caminó hacia Perlita y ella comprendió, por el brillo de sus ojos y la expresión de sus labios lo que intentaba.

—¿Ha olvidado —preguntó con valentía, sin dejarse dominar por el primer acceso de pánico— que ningún hombre debe tocarme, que ningún hombre debe verme, hasta que usted mismo levante los siete velos de mi rostro, una vez que nos hayamos casado?

Sus palabras lo detuvieron. Se quedó inmóvil, indeciso.

—Y ahora —dijo ella en una voz muy natural—, si no quiere usted que Lord Melsonby, el encargado de negocios y todo europeo que hay en Tánger venga a golpear a las puertas del Kasbah, permítame escribir a Su Señoría. Si usted intenta decirle después que estoy muerta, podría hacerlo al día siguiente al que se supone que debería volver. ¿Digamos el jueves?

El sultán se echó a reír.

—Ya veo, milady, que es usted muy experta en cuestiones de intriga —dijo él con voz despreciativa—. Escriba su carta, pero recuerde que yo entiendo su idioma. Si piensa pedir ayuda, mi promesa se rompería.

—Usted leerá lo que escribo.

Perlita se sentó frente a un escritorio. Como si lo que escribía le fuera dictado por un poder ajeno a ella. Cuando terminó la carta, se la entregó al sultán, que la leyó en voz alta:

Milord:

Me han dado un magnífico recibimiento y la sultana viuda me ha invitado a ser su huésped durante tres noches, para que el miércoles pueda asistir a una boda.

Estoy segura, mi querido Ivon, de que me permitirás aceptar, ya que eso me proporcionará material de considerable interés para mi libro.

El novio es de la más alta nobleza y tiene una excelente presencia. La novia que ha escogido es tan encantadora como la muchacha de la que estaba enamorado Sir Gerbold.

Quedo como siempre a tus órdenes, tu obediente esposa.

Perlita.

—¿Quién es Sir Gerbold? —preguntó el sultán.

—Un amigo nuestro que quería casarse con una atractiva muchacha antes de que saliéramos de Inglaterra —contestó Perlita con indiferencia.

—Su descripción de mí es muy cierta. No podría encontrar en todo Marruecos un novio más noble y más poderoso que yo. Usted es clarividente y si ve en el futuro, verá que conquistaré todo Marruecos. El país entero será mío. ¡Ese estúpido que se sienta en el trono morirá y yo, Mulay al Zazat, reinaré en el país! ¿Ve usted eso?

—He visto ya muchas cosas esta tarde —contestó ella—. Me duele la cabeza porque hace mucho calor aquí. Después de nuestro matrimonio, cuando volvamos a vernos, le leeré el futuro.

—Todos los grandes conquistadores han tenido la ayuda de los astrólogos y de los que prevén sus triunfos —dijo el sultán—. ¡Usted me hablará de los míos!

—¡Eso haré! —prometió Perlita—. Pero debo estar ahora al cuidado de su madre. Debe venir conmigo, porque debo ser presentada a ella y a sus otras esposas por usted.

El sultán sonrió, como si comprendiera que Perlita estaba decidida a no dejar dudas en la mente de nadie sobre la posición que ocuparía en la casa.

—Dígame una cosa —dijo él—. ¿Me ve en el trono de Marruecos?

Perlita cerró los ojos un momento.

Sentía que la cabeza le daba vueltas. De nuevo vio con claridad en el suelo a un hombre cubierto de sangre. Abrió los ojos.

—¿Y bien? —preguntó el sultán.

—Hay un trono. Veo que usted tiende las manos hacia él, pero no veo más —dijo—. Como le he dicho ya, estoy cansada. Debo descansar.

—Es usted valerosa —dijo el sultán—. Tiene el valor de decir la verdad. No hay astrólogo en este palacio, ni adivino en todo mi territorio, que no me hubiera contestado que me veía sentado en el trono, triunfal, y a mis enemigos derrotados.

—Si uno usa mal sus poderes —dijo Perlita—, dejan de existir.

—Eso es verdad —reconoció el sultán—. Y como es sincera y no abusa del don que Alá le dio, creo que voy a confiar en lo que me diga.

El sultán llamó a un sirviente y le dijo en árabe que llevara la carta de Perlita al carruaje que la estaba esperando, para entregarla al marqués, en la embajada. Después, la condujo hacia el harén.

Había un olor fuerte y embriagante de perfumes exóticos, que resultaba casi abrumador. Se escucharon gritos y exclamaciones de bienvenida.

Perlita vio que varias mujeres se levantaban de los cojines en los que habían estado sentadas, alrededor del salón, y se postraban en el suelo a los pies del sultán.

Sólo una anciana, que había en el extremo más lejano, permaneció sentada. El sultán, sin hacer caso de las otras, caminó hacia ella.

—Madre mía —dijo el sultán en francés—. Quiero presentarte a Lady Melsonby, que va a ser mi esposa. Nos casaremos el miércoles por la noche y habrá una gran fiesta para celebrar tan importante ocasión.

—Será como tú deseas, hijo mío —contestó la sultana sin demostrar ninguna sorpresa.

Perlita pudo comprobar que había sangre europea en ella. El sultán miró a las mujeres que se habían levantado del suelo y le miraban con gestos y expresiones seductoras.

—¿De quién me divorciaré? —preguntó.

Su madre se encogió de hombros.

—No has prestado mucha atención a Ouda últimamente.

—¡Que sea ella! —reconoció el sultán.

Señaló a una joven sudanesa. Tenía piel color de miel y labios gruesos; sus caderas eran esbeltas y sus senos pequeños y puntiagudos y era muy hermosa en su tipo.

—Ouda —dijo el sultán—, entee danligeh.

Por un momento la sudanesa se quedó con los ojos muy abiertos, sin comprender; luego, con un grito agudo, se arrojó a los pies del sultán.

—Señor de la Humanidad, Señor de la Vida y la Muerte —gritó con aire desolado—, no me abandones. Si no puedo seguir siendo tu esposa, moriré.

—Entee danligeh —repitió el sultán.

El harén entero parecía haberse quedado inmóvil y silencioso. Perlita sabía muy bien que estaban esperando a ver si el sultán repetía las palabras por tercera vez.

Para que un musulmán quede divorciado de su esposa de una forma final e irrevocable, debe decir las palabras no una vez, sino tres.

Perlita sabía que el sultán le estaba haciendo trampa, pero eso no la preocupaba. La boda tendría lugar, en la forma prometida y eso le proporcionaba dos días de margen para que el marqués pudiera salvarla. Ella sabía que lo haría, que de algún modo encontraría la forma de salvarla, como lo había hecho en ocasiones anteriores.

El sultán, sin hacer caso de los gritos y sollozos de su esposa sudanesa, extendió la mano y tomó la de Perlita en la suya.

—Permíteme presentarte —dijo, tuteándola por primera vez.

Dirigiéndose primero a su madre y después a sus otras esposas y concubinas, anunció en árabe:

—Ésta es Perlita. Es inglesa y el miércoles se convertirá en mi esposa. Hasta entonces, obedecerá los rituales de nuestra fe.

El sultán se llevó los dedos de ella a sus labios.

—¡Hasta el miércoles! —dijo en inglés—. Estaré muy impaciente de convertir a una inglesa pura e inmaculada en mi esposa.

Perlita trató de no pensar que había en su voz la entonación que tanto había temido en la de Sir Gerbold.

El sultán salió del harén y ella se quedó sola con las mujeres. A toda prisa, por temor a que expresaran de alguna forma el odio que veía arder en sus ojos, se dedicó a distribuir los regalos. Eso fue muy bien acogido.

Para la sultana había traído una atractiva caja de oro, incrustado con topacios, que podía ser usada como joyero. La anciana se mostró encantada con ella.

Las otras riñeron por las cintas, collares y espejitos, mientras la sudanesa de la que el sultán se había divorciado sollozaba de manera ruidosa en un rincón.

Perlita esperó hasta que todas las mujeres estuvieran tan enfrascadas en su disputa por los regalos, como para que cesaran de pensar en ella. Entonces se acercó a la sudanesa sollozante.

De pie junto a la mujer, de espaldas al salón, dijo en árabe:

—Quiero hablar contigo. Las cosas no son como parecen ser.

La sudanesa dejó de sollozar y miró a Perlita, con los ojos húmedos de lágrimas.

—Cuando esté yo sola —murmuró Perlita—, ven a hablar conmigo.

Se alejó de ella y fue a sentarse con la sultana, para intercambiar unas cuantas frases en francés con ella. Poco después la anciana condujo a Perlita a una habitación que parecía una celda, donde no había nada más que un colchón en el suelo.

Allí le dijo que debía ayunar y meditar hasta el glorioso momento en que sería unida a su amo y señor.

Dos de las mujeres menos importantes del harén ayudaron a Perlita a desvestirse. Ella sintió un leve temor cuando se llevaron su ropa y le dieron para vestirse una simple djibbah blanca. Le entregaron también un velo para la cabeza, que podía cruzar sobre su rostro a modo de yashmak.

Le entregaron tres cadenas de oro para su cuello, brazaletes de plata para sus muñecas y ruedas de metal incrustadas con amatistas y aguamarinas, para los tobillos.

No habló con las mujeres, para que no se dieran cuenta de que hablaba árabe. Le divirtieron los comentarios que hacían sobre ella, aunque no se atrevió a sonreír siquiera.

Cuando por fin Perlita estuvo vestida al estilo árabe, la dejaron sola. Tan pronto como ellas se fueron, se quitó el velo de la cabeza y se acostó en el colchón.

Aunque no debía comer nada fuerte, le habían dejado fruta y una gran jarra de agua. El calor era intenso y Perlita comió unas cuantas uvas y bebió un poco de agua.

Cerró los ojos y trató de dominar el miedo que sentía, imaginando que el marqués estaba con ella y que la oprimía contra su pecho, como lo había hecho la noche que había despertado gritando por la pesadilla.

Perlita comprendía que no iba a ser fácil para el marqués rescatarla. Sin embargo, así como el temor que sentía por ella misma desapareció en cuanto supo que el marqués estaba en peligro, también comprendió ahora, con una fe inquebrantable, que volverían a reunirse.

Oyó que se movían las cuentas de la cortina que cubría la entrada. Moviéndose como una sombra, la sudanesa se deslizó en el interior de la pequeña habitación.

Se arrodilló junto a Perlita y dijo con una voz apenas audible.

—No deben oírnos.

—Entonces hablaremos con mucho cuidado —contestó Perlita—. Déjeme decirle que no tengo deseo de quitarle a su esposo.

—Se ha divorciado de mí —contestó la sudanesa y las lágrimas asomaron a sus grandes ojos.

—Sólo dijo las palabras dos veces —contestó Perlita—. Cuando me haya ido, la tomará otra vez como esposa.

—¿Cómo se irá? Nadie puede escapar de aquí.

—Si no puedo escapar, me mataré. Estoy diciéndole lo que voy a hacer y confiando en usted, Ouda. ¿No me traicionará?

—Usted sabe que no —contestó Ouda—. Si usted se va o muere, yo seré su esposa otra vez.

—Entonces tráigame una daga —dijo Perlita—. Si no he logrado escapar antes de la boda, entonces moriré cuando la ceremonia termine.

Vio que la luz volvía a los ojos de la muchacha.

—¿Lo dice en serio?

—Se lo juro por el Profeta —dijo Perlita—. Pero ayúdeme.

—Eso haré —contestó la sudanesa y salió de la habitación.

Ya a solas, Perlita trató de dormir, pero estuvo dando vueltas en el duro colchón. A pesar suyo, tenía mucho miedo. Se sentía prisionera de un fanático e impotente para defenderse de él.

* * *

E la mañana siguiente le trajeron una carta del marqués.

Era evidente que había sido abierta y cerrada de nuevo con bastante torpeza. Perlita la abrió con manos temblorosas. Por un momento, al ver la letra fuerte del marqués, sus ojos se nublaron.

Mí querida Perlita:

Con todo gusto doy mi consentimiento para que te quedes como invitada de la sultana hasta el jueves.

He estado comprando regalos para los niños. Para Alexander encontré ese divertido juguete con el que tú y yo nos entretuvimos en la Cabeza del Rey. Para Caro, un reloj, para que sepa cuál es su hora de dormir. Y para ti he comprado dos granados, que espero crecerán junto al muro sur de nuestro jardín.

Sir Drummond es un hombre muy hospitalario y me va a llevar a ver fuegos artificiales el miércoles por la noche.

Estás siempre en mis pensamientos.

Quedo, como siempre, tu devoto esposo.

Ivon.

Cuando Perlita terminó de leer la carta, se la llevó al pecho y cerró los ojos. ¡Le había comprendido! ¡La salvaría! ¡Ella sabía que lo haría! No era difícil interpretar lo que él había escrito.

Una cuerda era con lo que se habían entretenido en la Cabeza del Rey, para que ella escapara. La hora en que Caro debía dormirse eran las seis en punto. ¡Qué inteligente era el marqués al recordar eso!

La cuerda sería arrojada por el muro sur del jardín, entre dos granados, en la noche del miércoles.

El miércoles era la noche de la boda, pero ella sabía que el festín se prolongaría hasta altas horas de la noche.

Todo lo que tenía que hacer era llegar de algún modo al jardín.

Entonces consideró la mención hecha por el marqués de los fuegos artificiales. Sólo podía significar una cosa.

Habría una explosión… una explosión en el Kasbah, y mientras el sultán y su gente se preocupaban de ella, Perlita tendría oportunidad de escapar.

«¡Oh, Ivon, Ivon!», murmuró. «¡Eres tan maravilloso! Yo sabía que me salvarías… yo sabía que encontrarías alguna manera de hacerlo».

Sintió cómo la carta crujía contra su pecho. Se la llevó a los labios.

«Te amo», murmuró ella. «Te amo… aunque no lo sepas nunca… te amo, mi cielo… más allá de la vida misma».