Capítulo 2
-Todavía no —contestó el marqués, hablando en voz baja—. Si sale de la hostería, él la estará esperando.
Miró a la muchacha, y comprendió que estaba temblando de frío y de miedo.
Debió haber sentido mucho frío detrás de las cortinas.
—Acérquese al fuego —le dijo—. Cuando se haya calentado y se sienta mejor, podremos hacer planes.
Caminó hacia una mesita y tomó el vaso de vino que tenía en la mano cuando Sir Gerbold entró en la habitación.
—Lamento que tenga que usar mi vaso —dijo con una débil sonrisa—. Pero ésta no es una hostería muy lujosa que digamos.
—No… necesito beber… nada… gracias —contestó la muchacha.
—El vino la hará entrar en calor —dijo el marqués y añadió con firmeza—. ¡Beba un poco!
Ella tomó el vaso y se lo llevó a los labios. Después de beber un poco se dejó caer de rodillas frente a la chimenea, extendiendo las manos heladas hacia el fuego.
El marqués miró su cabeza inclinada, cubierta con un pañuelo empapado.
—Será mejor que ponga a secar su ropa —dijo—. Aunque logre escapar de su tutor, en este momento está arriesgándose más a morir de pulmonía.
La muchacha se quitó el pañuelo de la cabeza y lo extendió cerca del fuego. Después se quitó la chaqueta de montar, estremeciéndose de dolor.
El marqués comprendió que las heridas de la espalda debían dolerle de manera intolerable. Tomó la chaqueta de sus manos, la colocó en el respaldo de una silla y acercó ésta a la chimenea.
—Creo que será mejor que me quite la falda de montar —dijo la muchacha—. Me la puse sobre mi traje de noche… así que no es… incorrecto.
El marqués le sonrió.
—¿Se preocupa de verdad por los convencionalismos? —preguntó—. Tengo la impresión de que ya hemos roto todas las reglas.
—Es cierto —contestó ella—, y le estoy más agradecida de lo que podría decirle nunca. Me doy cuenta de la… situación tan difícil en que lo habría puesto, si Sir Gerbold me hubiera… encontrado.
Se había levantado mientras hablaba. Se quitó la falda de terciopelo y la colgó en otra silla.
Entonces volvió a acurrucarse cerca del fuego. El cabello, empapado también por la lluvia, le caía a los lados del rostro y descendía hacia sus hombros desnudos.
El marqués le llevó una toalla limpia.
—Ahora, ¿qué tal si empezamos por el principio? —dijo mientras ella empezaba a secar su cabello—. ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Perlita Lyford. No Perla… mi padre me dio el nombre de la heroína de una novela.
—Yo soy el Marqués de Melsonby. Mi nombre de pila es tan poco común como el de usted. Me llamo Ivon.
—¡Francés! —dijo ella—. Supongo que su familia vendría a Inglaterra durante la invasión normanda.
—¿Lo ha adivinado? —preguntó el marqués—. ¿O ha oído hablar de mí?
—Nunca había oído hablar de usted. Pero he leído mucha literatura francesa.
—Hablamos como si estuviéramos sentados en un salón elegante, tomando el té —dijo el marqués con una sonrisa—. ¿Se da cuenta de que ambos estamos en una situación peligrosa?
—¡Lo sé! —contestó Perlita—. Pero tengo que contarle lo que sucede. Mi padre murió hace dos años, cuando yo tenía dieciséis. Me dejó una gran fortuna, que heredaré al cumplir los veintiuno o al casarme.
—Empiezo a comprender —dijo el marqués al ver que no seguía—. El caballero que la persigue quiere casarla con alguien que él ha elegido.
—Quiere que me case con él —contestó conteniendo un sollozo.
—¡Quiere casarse con usted! —exclamó el marqués—. Pero, cómo su tutor…
—No es mi tutor —dijo ella con ferocidad—. Mi padre me dejó al cuidado de mi parienta más cercana, una prima hermana suya, Lady Whitton que se había casado con un hombre mucho más joven que ella.
De nuevo Perlita se detuvo antes de continuar diciendo:
—Odié a Sir Gerbold desde el momento en que lo… vi. Comprendí que era perverso y… cruel.
—¿Qué sucedió? —preguntó el marqués.
—La tía Alice murió hace tres meses y en seguida, pude saber lo que Sir Gerbold quería de mí.
—¿Le pidió que se casara con él? —preguntó el marqués.
—Me dijo que tenía que hacerlo —corrigió Perlita—. Al principio no fue muy insistente y pensé que podría escapar de él, pero hace unos días me dijo que ya había esperado suficiente y que debía casarme con él en el acto. ¡Creo que necesita dinero urgentemente!
—¿No había nadie a quien usted pudiera recurrir?
—Sir Gerbold no me permitía salir de la casa más que en compañía suya —explicó Perlita—. Es una casa aislada y, debido a la muerte de mi tía Alice, nadie nos visita. Entonces dijo…
Perlita se cubrió el rostro con las manos.
—No puedo… seguir —murmuró.
—Si voy a ayudarla —dijo el marqués— es mejor que sepa la verdad.
Perlita lanzó un profundo suspiro.
—Sir Gerbold dijo que si yo no aceptaba me violaría —murmuró—. Lo habría hecho de no ser por mi vieja niñera, que lo impidió. Decidimos que nunca me dejara sola con él. Ayer me dijo que nos íbamos a casar esta noche.
—¿No hubiera podido apelar al clérigo que iba a celebrar la boda?
—Pensé en eso —contestó Perlita—, pero es un hombre que bebe demasiado. Por eso iba a realizarse la ceremonia de noche. Para entonces el vicario estaría demasiado borracho para preocuparse por mis reacciones. Desafié a… Sir Gerbold —continuó—. Le dije que jamás… me casaría con él, que la ceremonia sería una farsa, porque jamás diría yo las palabras que me harían… su esposa.
—Y entonces la golpeó —dijo el marqués al ver que ella callaba.
—Me golpeó anoche hasta dejarme inconsciente —dijo—. Mi aya me acostó. Pero esta tarde me llamó y me dijo que si no me casaba con él esta noche, como había arreglado, volvería a golpearme.
Lanzó un pequeño sollozo.
—Me quedaban todavía fuerzas suficientes para decirle que lo odiaba y que preferiría morir en sus manos a convertirme en su esposa. Así que me pegó de nuevo, hasta que mi aya intervino. Le dijo que ni siquiera él podría convencer a un vicario borracho de realizar un matrimonio cuando la novia estaba sin sentido. Me dejó entonces… para ir a buscar al vicario.
—Ese hombre está loco —declaró el marqués—. ¿No puede usted recurrirá un juez?
—Si Sir Gerbold puede demostrar que, debido a la muerte de su esposa, es mi tutor natural —contestó Perlita—, entonces tiene derecho a castigar a su pupila como él juzgue conveniente.
El marqués guardó silencio, porque sabía que eso era cierto.
—Así que decidió huir.
—Mi aya me ayudó porque comprendió que no podría soportar más su crueldad. Hizo ensillar mi caballo y lo tuvo preparado en la puerta de la cocina. Mientras Sir Gerbold iba a buscar al vicario, que ya estaba para entonces cayéndose de borracho, me dirigí corriendo a la sección de los sirvientes.
»Mi aya me estaba esperando ya con mi traje de montar, que me puse encima del vestido. Pensé ir a Londres para buscar a alguno de los amigos de mi padre. No los he visto desde que él murió, pero pensé que si les decía lo que me pasaba, me ayudarían.
—¿No tiene familiares? —preguntó el marqués.
—Sólo unos cuantos primos lejanos y no tengo idea de dónde viven. Mi padre detestaba a casi todos sus familiares. Decía que sólo lo buscaban para pedirle dinero.
—Parece extraño que un hombre rico tenga tan pocos amigos o conocidos que pudieran ayudarla.
—Debí haberle explicado que mi padre pasó gran parte de su vida en el extranjero. Le interesaba mucho la arqueología, así que viajamos mucho por Italia, Sicilia y Grecia. Y cuando estábamos en Inglaterra, él no visitaba a nadie.
—Comprendo —dijo el—. Pero ahora, ¿qué va a ser de usted?
—Si al menos pudiera apropiarme de mi propio dinero —suspiró Perlita—. Mis albaceas me darían, desde luego, una mensualidad como lo hacían cuando vivía mi tía Alice. Pero estoy segura de que me harían volver con Sir Gerbold. Él se ha hecho gran amigo de ellos.
—Entonces debemos pensar en algo más —dijo el marqués—. ¿No hay nadie con quién pudiera usted casarse?
—¿Casarme? Detesto a los hombres. Los detesto a todos. ¡Quisiera no tener que volverá ver a un hombre en mi vida!
Lo dijo vehementemente y el marqués se echó a reír.
—Perdóneme —dijo él con suavidad—. No me estoy burlando de usted. Es que repitió con exactitud las palabras que yo me estaba diciendo cuando usted entró aquí, con la leve diferencia de que estaba hablando de las mujeres, como usted habla de los hombres.
—¿Odia usted a las mujeres? —preguntó ella con incredulidad.
—He concebido una violenta aversión hacia todo el sexo femenino.
—¿No es usted casado?
—No, hasta el momento.
Ella se quedó silenciosa un rato y entonces dijo:
—Tengo la impresión de que usted piensa que ha caído en una trampa de la que siente que no hay escapatoria. ¿No la hay, de veras?
—¡Ninguna! —contestó el marqués con aire sombrío.
—Entonces estamos en la misma situación —dijo Perlita—. Debe haber algo que podamos hacer.
—Lo dudo —murmuró el marqués—. Usted es una mujer sola, sin dinero, sin amigos que se hagan responsables de usted. Si Sir Gerbold la encuentra, puede demostrar que legalmente sigue usted bajo su protección.
—Lo sé. Y de usted… ¿cuál es el futuro?
—¡Un brillante y espectacular matrimonio social! —dijo el marqués.
—Debe haber algo que podamos hacer —dijo Perlita, casi suplicante.
Por unos minutos permanecieron en silencio, hundidos en sus pensamientos. De pronto, Perlita se incorporó en sus rodillas.
—Escuche —dijo—. ¡He pensado en un plan!
—No creo que sirva de nada. Pero hábleme de él, si eso la complace.
—Contésteme con sinceridad —dijo ella—. ¿Me considera… atractiva?
Era difícil ver su rostro a la luz parpadeante de la chimenea.
Tenía una pequeña barbilla puntiaguda, una naricilla aristocrática, recta y pequeña; pero sus ojos estaban hinchados de llorar y sus mejillas tenían salpicaduras de lodo. Era difícil decidir el color real de su cabello todavía húmedo.
Parecía, de hecho, insignificante, de no ser por una voz suave, culta y musical que, pensó el marqués, resultaba un tanto patética.
—Creo que en este momento la propia Afrodita no me parecería atractiva —dijo—. Pero si quiere saber la verdad, siempre he admirado a las mujeres morenas, sofisticadas y…
—… deliberadamente atractivas —completó Perlita.
—¿Cómo lo ha sabido?
Por un momento se preguntó si aquella muchacha no sabría más de él de lo que pretendía.
—Lo adiviné —contestó—. Lo que voy a sugerirle puede parecerle absurdo. Sin embargo, tengo la íntima convicción de que es la única forma en que ambos podemos escapar de la red en que estamos atrapados.
—Para mí no hay escapatoria posible.
—Sí, la hay —insistió Perlita.
Se levantó y fue hacia su chaqueta, sacó algunos papeles de un bolsillo y empezó a extenderlos en el suelo.
—¿Qué es eso? —preguntó el marqués con curiosidad.
—¡Una licencia especial y un certificado de matrimonio! —contestó Perlita—. Los tomé de la biblioteca, antes de salir, pensando que si los destruía, le llevaría dos o tres días más a Sir Gerbold reemplazarlos.
—Bueno, eso le da tres días más de libertad. Échelos al fuego.
—No. ¡Podemos usarlos de manera inteligente! Sí. Los usaremos para decir que estamos casados.
—¿Qué está diciendo? —exclamó él con incredulidad.
Ella levantó la licencia especial hacia la luz.
—Usaron una tinta corriente, así que será fácil borrar el nombre de Sir Gerbold e insertar el suyo. ¡He alterado manuscritos para mi padre, en el pasado, y sé cómo hacerlo!
—Tal vez soy muy tonto —dijo el marqués—, pero no la comprendo.
—¡Oh, trate de entender! —suplicó Perlita con impaciencia—. Pondremos su nombre en la licencia especial y en el certificado de matrimonio. Pondremos alguna firma inventada, ¡y diremos que estamos casados! Con estos documentos, y dada la importancia social de usted, podré convencer a mis albaceas de que entreguen mi dinero a mi esposo. Y si todos creen que está casado conmigo, no podrán obligarlo a casarse con esa morena y seductora mujer que lo tiene en sus garras…
—Es la sugerencia más ridícula que he oído nunca en… —empezó el marqués. Pero mientras hablaba su cerebro empezó a asimilar la idea.
Si anunciaba que se había casado y podía presentar una esposa de carne y hueso para demostrarlo, ni Karen ni Sheila podrían ya insistir.
Perlita lo estaba observando.
—¿Se da cuenta? —dijo con suavidad—. Después, cuando ya no haya peligro, podremos deshacernos el uno del otro. Podemos decir que nos presentamos en la iglesia de una aldea y un hombre, que creíamos el vicario realizó la ceremonia y nos cobró sus honorarios. ¡Fue una pena que descubriéramos después que era, en realidad, un vulgar ladrón!
—¿Piensa, en serio, que nos creerán? —preguntó el marqués.
—¡Nadie pondrá en tela de juicio la validez del matrimonio del Marqués de Melsonby, ni la legitimidad de su esposa! Usted mostró mucha firmeza de carácter cuando Sir Gerbold quiso registrar el cuarto…
—¡Eso fue diferente! Pero, tratar de engañar a todo el mundo…
—¿Cree usted que alguien se molestaría en recorrer los pueblos para buscar en sus registros la partida de nuestro matrimonio?
El marqués se inclinó y levantó los papeles del suelo.
—¿Podría alterar esto con tanta habilidad que nadie sospechara nada? —preguntó.
—Le prometo que, una vez que disponga ya de los complementos necesarios, nadie sospechará, ni por un momento, que su nombre fue puesto en lugar de otro.
—Estaríamos corriendo un inmenso riesgo —dijo el marqués con lentitud.
—¿Qué otra alternativa tenemos? —preguntó Perlita.
—¡Caramba, claro que lo haremos! —exclamó el marqués—. ¡Las cosas no pueden ser peores de lo que son ya! ¿Está usted segura de ser capaz?
—Soy capaz de cualquier cosa con tal de salvarme de Sir Gerbold y del resto de los hombres. Únicamente confiaría en usted.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Tengo un gran instinto en lo que a las personas se refiere. Y nunca me equivoco. Supe en cuanto entré a esta habitación, que usted me ayudaría. No tengo miedo de estar a solas con usted, como lo tendría de estar con cualquiera de los que he conocido desde que llegué a vivir con la tía Alice. Veía la lujuria en sus ojos y cuando se enteraban de que tenía una herencia de doscientos mil soberanos de oro, a la lujuria se sumaba la codicia.
Habló con tanta amargura que el marqués exclamó:
—Comprendo que ha sufrido mucho, Perlita… pero no deje que eso la amargue.
—Ya estoy amargada —contestó ella—. Jamás podré confiar en un hombre… ni mucho menos amarlo. ¡Nunca me casaré!
—Algún día cambiará de opinión —dijo el marqués—. Y cuando eso suceda, usaremos su historia del ladrón que dijo ser vicario.
—Usted puede librarse de mí mucho antes de que eso suceda.
—Ya veremos. Pero, por ahora, seamos sensatos. Antes de realizar ese atrevido plan sugerido por usted, tenemos que hacer que salga sin problemas de aquí.
—¡Me había olvidado de eso! —dijo ella mirándole asustada.
—Yo no —contestó él con aire sombrío—. Me parece que en esta posada hay muy pocos cuartos y lo más probable es que su supuesto tutor esté descansando abajo, en el vestíbulo. En cuanto amanezca, sus sirvientes lo registrarán todo y si encuentran su caballo, lo reconocerán.
—Sí, es cierto… —El terror volvió al rostro de ella—. Por favor… piense en algo… ¡no debe dejar que él se apodere de mí! Le juro que todo lo que le he contado es cierto.
—¡Encontraremos la manera de salvarla… aunque tenga que matar a ese cerdo! —dijo irguiéndose en la silla.
Se puso de pie y se dirigió hacia la ventana. Retiró las cortinas, la abrió con lentitud y se asomó.
Había esperado una ráfaga de viento y de lluvia, pero mientras hablaban, el tiempo había cambiado. Ya no hacía viento y una pálida luna había surgido de entre las nubes, permitiendo ver una delgada capa de nieve en los pequeños edificios, adyacentes a la posada.
El marqués miró hacia abajo.
La posada era un edificio pequeño y ruinoso. No había una gran distancia entre el primer piso y el suelo. Debajo de la ventana por la que se asomaba, estaba el techo de una adición hecha al edificio principal. De la ventana a ese techo había poco más de un metro y de ahí al suelo otro tanto.
El marqués hizo una señal a Perlita para que se acercara.
—No hable —le susurró—. Alguien podría oírnos. Pero mire y dígame si podría bajar de aquí a ese techo y después al suelo.
Ella se asomó. Después de mirar un momento se retiró y el marqués cerró la ventana.
—Creo que puedo hacerlo, sobre todo si usted me ayuda. Las faldas estorban un poco en estos menesteres.
Se acercaron a la chimenea. El marqués consultó su reloj.
—En un lugar como éste, me imagino que se levantan como a las cinco y media. Si usted se marcha a las cinco, no creo que nadie la vea.
—¿Y a dónde debo ir? —preguntó.
—¡A Baldock! —dijo él—. A la hostería San Jorge y el Dragón. Yo me iré de aquí como a las ocho. Me iría con usted, pero eso despertaría las sospechas de su tutor, si es que sigue todavía en la posada.
—Entiendo. Debemos convencerlo de que no había nadie aquí.
El marqués la miró. Parecía muy frágil y muy pequeña en su averiado vestido de muselina blanca.
—¿Puede usted ensillar sola su caballo? —preguntó.
—Lo he hecho a menudo —contestó sonriendo—. Tenía que hacer sola la mayor parte de mis cosas, cuando fui a vivir con la tía Alice. Creo que mi presencia le producía celos, más que una antipatía directa. Supongo que adivinó que Sir Gerbold se interesaba por mí, y como era mucho mayor que su marido, era muy celosa. Él se había casado con ella por interés y yo comprendí en seguida que ella lo fastidiaba mucho.
—Un hogar muy desventurado, por lo que veo.
—Supongo que debí haberme sentido agradecida —reflexionó Perlita—. Pero después de la vida que había llevado con mi padre, de haberme relacionado con personas cultas e inteligentes, haber sido tratada como un ser humano, no puede imaginar lo terrible que fue el contraste…
Había un sollozo ahogado en su voz. Pero entonces, de pronto, irguió los hombros y levantó la barbilla.
—Todo eso ha pasado ya —dijo—. Creo que ni siquiera el infierno puede durar para siempre… ¡sólo sé que preferiría morir a volver!
—Usted ha descubierto un camino para poder sobrevivir y tal vez encontrar un futuro más tolerable —dijo el marqués.
Levantó los documentos matrimoniales y dijo:
—Y ahora, Perlita, si antes del amanecer tiene que bajar por el muro de la casa, ensillar el caballo y dirigirse a toda prisa a Baldock, será mejor que descanse.
—¿Y usted? —preguntó mirando hacia la cama.
—Dormiré en la silla —contestó el marqués—. Tengo que mantener el fuego ardiendo, si no quiero que nos congelemos.
—Siento… que estoy… abusando de usted —dijo con inquietud.
—Al contrario, llegó usted a mí como la diosa de la esperanza. Estoy dispuesto a aceptar su plan… y me siento muy agradecido.
—Yo estoy segura… completamente segura… de que ambos escaparemos de los peligros que nos amenazan. ¿Me permite darle las gracias, milord, por creer en mí?
—Es demasiado pronto para darme las gracias. Ahora, acuéstese, Perlita, y duerma si puede. Yo la despertaré a tiempo. Mientras tanto, estaré en guardia. Nadie caerá sobre nosotros por sorpresa.
—Gracias —murmuró ella con suavidad.
—¿Le duele mucho la espalda? —preguntó el marqués.
—Bastante —admitió ella—. Pero no es nada comparado con la agonía mental que había estado sufriendo.
—Entonces, duerma —dijo el marqués con voz bondadosa—, y sueñe con un futuro exento de ogros.
Ella le sonrió y obedeció. Se dirigió a la cama, retiró la ropa y se tendió vestida, cubriéndose después con las mantas.
El marqués se acercó a la mesita de noche y apagó las velas. Arrojó algunos troncos más al fuego, acercó una silla para apoyar los pies y se instaló con cierta comodidad en el sillón.
Sabía que no podía dormir, pero eso no importaba. Dedicaría el tiempo a pensar en lo que iban a hacer, a mantenerse vigilante y a estar listo para despertar en su momento a Perlita.
Bastante tiempo después, tras arrojar nuevos troncos al fuego, el marqués se levantó con mucha suavidad, abrió la puerta con sigilo, salió al pasillo y se asomó al vestíbulo de abajo.
Como había supuesto, en un sillón, estaba Sir Gerbold. Tenía los ojos cerrados y sus manos descansaban sobre su vientre. En una de ellas el marqués vio que sostenía un látigo con mango de plata.
Durante un momento, el marqués miró a Sir Gerbold, luchando contra el deseo de bajar la escalera, decir a aquel cerdo sádico lo que pensaba de él y retarlo a duelo. Pero su sentido común se impuso.
El marqués volvió a su cuarto, cerró la puerta, dio vuelta a la llave y puso de nuevo el cerrojo.
—¿Está allí?
La voz, procedente de la cama, era baja y asustada. Era indudable que Perlita, a la que había visto profundamente dormida antes de salir, tenía el sueño ligero.
—Está dormido abajo, frente al fuego —contestó el marqués.
—¿Qué hora es? —preguntó sentándose, sobre la cama.
—Las cuatro de la mañana.
—Creo que debo irme. La luna debe estar todavía lo bastante brillante para que vea por dónde voy. Hawkins, el sirviente que viene con Sir Gerbold, es muy madrugador. Me ha dicho con frecuencia que se levanta siempre antes que los pájaros.
—Entonces será mejor que se vaya ahora… —aceptó el marqués.
Perlita se levantó. El marqués quitó las mantas y las sábanas.
—¿Qué hace? —preguntó Perlita.
—Voy a hacer una cuerda —contestó él—. Eso le dará cierto apoyo al bajar. Una vez que esté a salvo en el suelo, las retiraré y volveré a ponerlas en la cama.
Ella no hizo más preguntas; se acercó al fuego para retirar su traje de montar, ya seco, y se lo puso encima.
—¿Cree que no le pasará nada? —preguntó el marqués preocupado—. Creo que debería bajar con usted, para ensillarle el caballo.
—¡No, no! Si alguien lo viera volver, sabrían que me ha ayudado. Si Sir Gerbold le ve marcharse solo, tal vez piense que se equivocó.
—Por cierto —exclamó el marqués—. ¿Trae usted dinero?
Ella negó con la cabeza. Entonces, él sacó algunos soberanos de su bolsillo.
Ella titubeó un momento y él pensó que los iba a rechazar, pero, por fin, extendió la mano y los tomó.
—Gracias —dijo.
—Vaya directa a San Jorge y el Dragón —dijo el marqués— y dígales que yo me voy a reunir con usted más tarde. Descanse allí.
—Seguiré sus órdenes, milord —dijo Perlita, con cierta risita. Se acercó de puntillas a la ventana y la abrió.
—No mire hacia abajo y aférrese bien a las sábanas.
Él había atado las dos sábanas, amarrando un extremo de ellas en torno a su cintura. Agarrándose con fuerza de las sábanas, Perlita salió por la ventana y se deslizó con suavidad hasta el techo de abajo, cubierto de nieve. Se detuvo en él y se asomó al suelo.
Entonces, sujetándose con una mano de la sábana y con otra de un tubo de desagüe, fue bajando poco a poco hasta el suelo.
Perlita miró a su alrededor. Vio que para llegar al establo debía cruzar un patio iluminado por la luna.
Sería fácil que cualquiera la viera desde la posada. Contuvo el aliento y se armó de valor.
El marqués la vio hacer un leve gesto de despedida, echarse a correr a través del patio y perderse en las sombras de los cobertizos.
Entonces tiró al suelo las sábanas que había subido con rapidez y se quedó escuchando en la ventana. Hacía frío, pero no lo notó.
No se escuchaba sonido alguno procedente de la posada.
Después de lo que a él le pareció mucho tiempo, cuando empezaba a pensar con desesperación que algo había sucedido, escuchó el claro sonido de unas pisadas de caballo.
Avanzaban por una superficie empedrada, a juzgar por la claridad con que se oían. Después se hizo el silencio, como si el jinete hubiera llevado al animal hacia una superficie más suave.
Contuvo el aliento hasta que vio en la distancia un punto negro, impreciso, que se movía sobre la blancura de la nieve.
Fue visible sólo unos segundos, mientras cruzaba un prado. Entonces desapareció en la oscuridad de los árboles y no lo pudo ver más.
¡Perlita había escapado… al menos, la primera parte de su plan había tenido éxito!, pensó lanzando un profundo suspiro.
Cerró la ventana y volvió al calor de la habitación, para desatar las sábanas y ponerlas de nuevo en la cama.
Al acercarse otra vez a la chimenea, vio sobre la mesa el certificado de matrimonio y la licencia especial. Se quedó mirándolos un momento y entonces sonrió. ¡Todo saldría bien, estaba seguro!