Capítulo 1

1850

-¿Qué diablos voy a hacer? —dijo el marqués de Melsonby en voz alta y, como si quisiera calmar de algún modo su inquietud, tomó un leño y lo arrojó al fuego que ardía ya con intensidad.

A pesar del fuego de la chimenea, la habitación estaba fría y llena de corrientes de aire. Podía escuchar cómo silbaba el viento y cómo golpeaba el granizo contra los pequeños cristales de las ventanas.

«¿Qué es lo que puedo hacer?», se preguntó de nuevo.

Llamaron a la puerta y apareció la corpulenta figura del posadero.

—¿Desea algo más milord? —murmuró el hombre.

El marqués estaba a punto de contestar que no necesitaba nada, pero cambió de opinión.

—Tráigame otra botella de vino.

—Muy bien, milord.

Ya a solas, el marqués se quedó mirando las llamas, pensando en que lo mejor sería emborracharse. El único vino disponible era de mala calidad y sin duda alguna le daría un terrible dolor de cabeza al día siguiente. Pero no podría soportar una noche a solas con sus pensamientos.

Caminó, inquieto, de un lado a otro de la habitación.

Sus botas, su pesada capa de viaje y su chaqueta de paño estaban secándose abajo. Estaba en mangas de camisa y descalzo y sintió frío. Volvió a toda prisa junto al fuego.

Se había perdido. En lugar de llegar a Baldock, donde pensaba pasar la noche en la hostería San Jorge y el Dragón, se había visto obligado a refugiarse en esta rústica posada.

Su caballo iba ya muy cansado y él mismo casi no podía ver a causa de la nieve y el granizo que azotaban su rostro, mientras cabalgaban por una región que le era desconocida.

Había dado órdenes de que su faetón, conducido por un cochero, se encontrara con él en Baldock.

Había pensado que cabalgar le sentaría bien.

¿Cómo podía haberse imaginado siquiera por un momento, se preguntaba una y otra vez, que Karen podía comportarse de aquella forma y colocarlo en una situación tan intolerable?

El marqués estaba acostumbrado a ser muy solicitado por las mujeres. Sabía que era uno de los solteros más codiciados de todo el país.

Heredero de un título de mucho prestigio, poseía una enorme fortuna y era muy bien parecido. Era, además, un notable deportista, admirado por su destreza extraordinaria en el manejo de los caballos.

Su inteligencia y discreción le habían hecho acreedor de una buena reputación en la corte, a pesar de sus innumerables peripecias amorosas.

«¡Y ahora me cae esta bomba encima!», pensó furioso el marqués.

Siempre había procurado actuar discretamente. Jamás se había mostrado interesado por ninguna jovencita. Sus idilios, todos muy discretos, habían sido siempre con mujeres casadas que no podían esperar que les ofreciera un anillo de bodas a cambio de sus favores.

Hacía casi un año que Lady Courtley era su amante. Su marido pasaba la mayor parte del tiempo en el extranjero y todos sabían que detestaba la vida social de su mujer.

Sheila Courtley tenía una posición envidiable en la alta sociedad inglesa. Ella y el marqués podían verse en numerosas fiestas privadas a las que ambos eran invitados y acudían por separado.

Sheila era morena, graciosa. Tenía una belleza extraña que el marqués admiraba.

—¡Eres preciosa! —le había dicho apenas unos días antes, con un tono de voz que le hacía irresistible—. Soy muy afortunado al poder tenerte entre mis brazos.

—Bésame otra vez —murmuró Sheila.

Rodeándole con sus brazos, le había susurrado apasionadamente:

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Oh, Ivon, no tienes idea de cuánto te amo!

Pero cuando empezaba a amanecer y su carruaje cerrado lo llevaba a la Casa Melsonby, en la Plaza Grosvenor, el marqués se preguntaba si Sheila tendría otro tema de conversación que no fuera el amor. Con frecuencia pensaba en ella recordando el vacío total de su cerebro.

«Pero ¿por qué voy a querer que sea inteligente?», se preguntaba. «¡Espero demasiado!».

Sin embargo, empezaba a sentir los primeros síntomas de aburrimiento. Siempre le sucedía lo mismo, las mujeres con las que mantenía relaciones amorosas, acababan hastiándole.

Estaba deseoso de experimentar el peligro, de verse en la necesidad de salir de alguna situación arriesgada. Su existencia resultaba demasiado fácil.

Quería saborear de nuevo la emoción de obtener una victoria.

Hacía varios años, había tenido la oportunidad de servir al gobierno gracias a su dominio de varios idiomas.

En estas misiones se había visto envuelto en numerosas situaciones de peligro, pero siempre había salido airoso, gracias a su rápida manera de actuar.

Pero esos días habían pasado ya.

Desde que había heredado el título, no podía deambular por Europa sin llamar la atención. Ya no era un joven desconocido.

Por lo que a Sheila Courtley se refería, empezaba a dejarle insatisfecho su relación con ella. Había recibido pocos días atrás, una nota suya solicitando su presencia.

Al llegar a su casa, notó señales de luto que lo alarmaron.

—¿Qué sucede, Sheila? —preguntó cuando el lacayo cerró la puerta tras él y se quedaron solos.

Los dedos de ella oprimieron los suyos.

—¡George ha muerto!

—¡Muerto! —exclamó el marqués—. ¡Cómo!

—Murió de unas fiebres en Grecia. El doctor que lo atendió allí me escribió, aunque me da pocos detalles.

—Lo siento mucho —dijo el marqués con suavidad—. Debe haber sido terrible para ti.

—¡Por supuesto! —declaró Lady Courtley. Recostando su cabeza en el hombro de él añadió—: ¿Comprendes lo que eso significa, Ivon? —preguntó en voz baja.

Casi contra su voluntad, el marqués la rodeó con su brazo.

—¿Qué significa? —preguntó, sintiéndose un poco tonto al hacerlo.

—¡Que ahora… soy libre! —murmuró Sheila Courtley.

Logró, de algún modo, librarse de ella sin hacer promesas. Le dijo que debía ser muy circunspecta y llorar públicamente a su esposo muerto durante el año de rigor, antes de volver a casarse.

¡No quería casarse con Sheila Courtley y no lo haría!

No estaba dispuesto a pasar, el resto de sus días escuchando sus insulsos comentarios, sabiendo que su hermosa cabeza estaba vacía.

Se sentía inquieto por lo sucedido. Se reprochó haber permitido que su idilio pasajero se prolongara tanto tiempo. Decidió irse de Londres.

Había pensado ir a su casa, al Castillo Mell, en Kent; pero se había encontrado con Johnny Gerrard, un amigo íntimo que había sido su compañero de armas en el ejército.

—Ven a Quenton conmigo —le dijo Johnny—. ¿No quieres cazar patos conmigo?

Él había aceptado encantado la invitación, que le daba un buen pretexto para alejarse de Londres.

El padre de Johnny, Lord Gerrard, se mostraba siempre encantado de recibir a los amigos de su hijo. Su madre, frágil y casi inválida a causa del reumatismo, trataba al marqués como si fuera de la familia.

Fue una sorpresa para él, cuando llegó a la enorme casa, situada en Leicestershire, encontrar a Lady Karen Russell entre los invitados.

Karen y el marqués habían pasado varias noches juntos, llenas de pasión, tres meses antes. Poco después de ellas, Lady Karen había salido de Inglaterra hacia España.

No sabía que hubiera vuelto y cuando entró en el gran salón y la vio, el marqués se sintió muy satisfecho de volverla a encontrar.

Lady Karen era muy hermosa. Era morena y tenía un rostro sereno como el de una madonna. Pero el marqués sabía muy bien que cualquier hombre que la atrajera podía encender en ella voluptuosas pasiones.

Viuda desde los diecinueve años, Karen Russell se había convertido en una de las bellas más populares de la corte, admirada y aclamada por todos los jóvenes aristócratas de St. James.

No era de sorprender que todas las mujeres de la corte estuvieran celosas no sólo de la belleza de Lady Karen, sino de su indiscutible popularidad entre los caballeros.

El marqués había decidido conquistar a Karen. Le resultó muy fácil.

Pero, en algunos aspectos, Karen había sido diferente. Nunca había conocido a una mujer que respondiera tan ardientemente a su pasión.

Había sido muy emocionante para él. Sin embargo, el marqués se había dado cuenta de que Karen era peligrosa.

Su segunda noche en Quenton le iba a revelar hasta qué punto lo era.

Ella había bajado a cenar con un traje de gasa amarillo salpicado de oro, que parecía darle una apariencia oriental, seductora y vagamente atrevida. Su cintura parecía muy pequeña sobre las docenas de enaguas almidonadas que sostenían la amplia falda de su vestido. Su escote era bajo y revelaba las curvas de sus pequeños senos.

Lucía un enorme collar de topacios y brillantes alrededor de su garganta; sus muñecas estaban también adornadas con topacios, así como sus manos.

Él vio brillar el deseo en sus ojos verdes, cuando cruzó la habitación para colocarse a su lado.

Jugaron a las cartas después de la cena. Karen le dirigió leves miradas insinuantes durante el juego. Al darse las buenas noches, sintió la presión de sus dedos y la oyó murmurar:

—La última puerta, al fondo del pasillo.

No había ningún peligro de que los descubrieran. La familia Gerrard, al igual que los otros solteros del grupo, dormían en una ala diferente de la casa.

Karen lo estaba esperando. La única luz que había en la habitación procedía de dos grandes candelabros de plata que había a ambos lados de la cama, rodeada de cortinajes.

Estaba recostada sobre las almohadas, con su largo cabello oscuro extendido cayendo sobre ella, la transparencia de su camisón apenas disimulaba su desnudez.

Extendió los brazos hacia él y no hubo necesidad de palabras.

Sintió cómo el deseo y la pasión de ella se le subían a la cabeza.

«Estar con Karen es casi como emborracharse», pensó. «Uno deja de pensar y el cuerpo se convierte en un doloroso horno encendido, que sólo puede apagarse con el contacto de ella».

Empezaba a amanecer ya cuando el marqués volvió a su dormitorio.

Poco después, su ayuda de cámara lo despertaba descorriendo las cortinas.

Disfrutó de un excelente día de caza.

Era un gran tirador y fue él quien cobró más de la mitad de las piezas entre el grupo.

Volvió a la casa, cansado y hambriento. Karen le dirigió de nuevo miradas insinuantes. Sabía muy bien lo que esperaba de él.

«Bueno, esta noche se llevará una desilusión», se dijo el marqués. «Estoy demasiado cansado».

Era un cansancio agradable, pensó, mientras disfrutaba de una cena excelente. Después de la cena se sentó a conversar con Lady Gerrard, junto a la chimenea.

Cuando ella se retiró, decidió que él también iría a acostarse. Cuando fue a dar las buenas noches a Karen, el marqués sintió cómo ella oprimía su mano.

De modo casi imperceptible, él movió la cabeza negativamente.

Su ayuda de cámara lo ayudó a desvestirse. Se metió a la cama, amplia y cómoda, con una sensación de verdadero deleite.

Estaba ya casi dormido, cuando oyó que la puerta se abría.

No había duda de quién estaba allí. Se percibía la fragancia exótica que le hacía pensar en el Oriente y un momento después un cuerpo tibio e insinuante se recostó junto a él.

No había necesidad de palabras. Karen encendía el fuego en él sin dificultad.

Mucho más tarde, cuando él se encontraba recostado ya sobre las almohadas, el marqués la oyó decir:

—Eres un hombre muy excitante, Ivon. ¿Cuándo nos podemos casar?

Por un momento el marqués pensó que no había oído bien.

—Debes saber —dijo ella con suavidad, mientras él se ponía rígido—, que he decidido casarme contigo.

Karen… Karen Russell… ¡se le estaba declarando! Y daba por hecho que él se casaría con ella.

Karen, la del rostro hermoso y sereno. Karen, apasionada, exigente y feroz como una tigresa salvaje. Karen, coqueta, voluptuosa, insinuante.

Fue necesario todo su control sobre sí mismo para no gritarle que no.

Ella no era el tipo de mujer que quería por esposa… aunque no estaba seguro de cuál era el tipo que deseaba. Lo que sí sabía era que no tenía la menor intención de casarse con ella. No tenía intención de cargar el resto de su vida con esa tempestuosa, alocada y desenfrenada criatura.

Como Karen percibiera su vacilación, se echó a reír.

—Te deseo —dijo—. Tú y yo podemos llevarnos muy bien.

—¡Lo dudo! —Logró decir él—. Además, Karen, yo no soy un hombre hecho para el matrimonio.

—¡Pero te casarás conmigo! —contestó ella y él sintió la férrea determinación que había en sus palabras.

—¡No! —dijo él con ligereza—. Tú eres una criatura demasiado exótica y excitante para enjaularte. ¡Sería un crimen contra la naturaleza confinarte a un insignificante marido!

—¡Tú jamás serás un marido insignificante! Yo adornaré tu mesa, Ivon. Luciré las joyas de tu familia con una elegancia que nunca antes han tenido y, sobre todo, ¡te tendré siempre fascinado!

¡Era una especie de vampiro! No le importaba nada más que su deseo y no aceptaba de quienes la admiraban nada que no fuera una pasión igual a la suya.

—Creo, Karen, que éste no es el momento de discutir algo tan serio como el matrimonio —dijo—. Vuelve a tu dormitorio y hablaremos de ello en otra ocasión.

—No hay necesidad de ello. Ya te he dicho que te quiero para mí. Cuando vuelvas a Londres, puedes hablar con papá. ¡Estará encantado de tenerte como yerno!

El marqués estaba seguro de que eso era verdad.

El Conde de Dunstable hacía mucho tiempo que estaba muy preocupado por su hija, por el escándalo que podía producir su irresponsable conducta.

Si ella se casara con alguien tan importante como Lord Melsonby pensaría que el cielo había escuchado sus oraciones.

El marqués se sentó en la cama.

—Vuelve a tu habitación, Karen —dijo con firmeza—. No voy a discutir más contigo, pero debo decirte que no tengo deseo alguno de casarme.

—Entonces —dijo Karen—, tendría que decirle la verdad a papá.

—¿Y crees que eso le sorprendería? —preguntó el marqués sonriente.

—¿Y si yo le dijera que voy a tener un bebé?

—¡Un bebé! —La voz del marqués vibró en la oscuridad—. ¡No es cierto! ¡Y si lo fuera… no sería mío!

—Todos los hombres son iguales —dijo—. ¡Una los puede asustar con mucha facilidad! —rió divertida.

—¿No es cierto, verdad? —preguntó el marqués.

—Por supuesto que no —contestó ella—, ¡pero papá no lo dudaría si yo le dijera lo contrario! ¡Y le diría que fue el resultado de tres deliciosas noches que pasé contigo antes de irme a España!

Se hizo un silencio y entonces el marqués preguntó:

—¿Me estás chantajeando, Karen?

—¡Qué palabras tan horribles! —exclamó ella—. No, mi querido Ivon, sólo te digo que aceptes de buen grado lo inevitable. ¡Te quiero!

—¡Tú no sabes lo que significa la palabra amor! —dijo el marqués.

—Entonces, lo que yo te ofrezco es un buen sustituto. Así que, mi querido Ivon, cuando vuelvas a Londres, diré a papá que quieres hablar con él y podremos casarnos… ahora veamos… ¡en abril, tan pronto como se inicie la temporada!

Karen se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.

—¡Buenas noches, mi queridísimo Ivon… mi futuro esposo! —dijo.

El marqués se quedó sentado largo rato, sin moverse. Le parecía que había caído en una trampa de la que no podría escapar.

Sabía muy bien que Karen, una vez que tomaba una determinación era capaz de cualquier cosa para realizar su propósito.

Si, como había amenazado, le decía a Lord Dunstable que esperaba un hijo y que el padre se negaba a casarse con ella, Lord Dunstable sin duda alguna acudiría a la reina.

Y eso significaría que buena parte de la alta sociedad inglesa le cerraría las puertas. La corte era ahora muy estricta en estas cuestiones.

Pero, casarse con Karen, conociéndola como él la conocía, pensó, era como entrar descalzo y por su propia voluntad al infierno.

¡Cualquier mujer, hasta Sheila Courtley, sería preferible como esposa antes que Karen Russell!

A la mañana siguiente, ordenó a su ayuda de cámara que hiciera su equipaje.

Había llegado a Quenton conduciendo su faetón; pero un palafrenero había llevado también a uno de sus mejores caballos, porque el marqués prefería montar siempre sus propios animales.

Decidió que haría parte del camino de regreso a caballo.

—Tengo que volver a Londres —explicó a su amigo Johnny—. Me gustaría haberme quedado, al menos otro día, para seguir cazando; pero anoche recordé que tengo un compromiso muy importante.

—¿Con un hombre o con una mujer? —preguntó Johnny sonriendo.

—¡Con un hombre, por supuesto! —dijo el marqués con una firmeza que hizo que su amigo le mirara, sorprendido.

Le hubiera sorprendido más saber que el marqués, mientras cabalgaba a toda prisa, iba maldiciendo mentalmente a todas las mujeres.

Se sentía como un animal acorralado. Había cabalgado a todo galope, confiando en poder encontrar el camino a Baldock.

Y lo habría logrado de no haber sido por la tormenta de nieve y granizo que se desencadenó. No veía nada. Intentó seguir adelante, hasta que comprendió que estaba perdido sin remedio y que era inútil tratar de encontrar el camino.

Tuvo suerte al encontrar aquella modesta posada, llamada La Cabeza del Rey. El posadero le informó de que estaba aún a nueve kilómetros de Baldock.

La cena había sido mala, la habitación era fría y el marqués sospechaba que la cama no estaba demasiado limpia. Sin embargo, el marqués estaba más preocupado por sus asuntos privados en esos momentos, que por su comodidad.

«¡Dios santo! ¿Qué voy a hacer?», se preguntó, después de que el posadero le trajo una botella de vino y se retiró.

Se dejó caer en un sillón, frente al fuego, sin tocar la bebida. Se preguntó con desesperación si debía irse al extranjero; pero comprendió que el desterrarse, alejarse de sus posesiones, de sus deportes favoritos y de sus amigos era un precio demasiado alto aun para evitar el matrimonio.

Cerró los ojos y oyó que se abría la puerta. No volvió la cabeza, porque supuso que era de nuevo el posadero.

Pero cuando oyó que la puerta se cerraba con mucha suavidad y escuchó el suave rumor de un vestido, se volvió asombrado y vio que era una mujer la que había entrado en su cuarto.

Era muy pequeña de estatura; tenía nieve sobre su traje de montar azul oscuro, y la pañoleta que llevaba a la cabeza estaba empapada.

Se quedó de pie, mirándolo, luego dijo con una vocecita suave y asustada:

—¿Podría usted ocultarme? Por favor, ayúdeme a ocultarme.

—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó el marqués, levantándose.

—Me he fugado —contestó ella— y vienen tras de mí. No tengo mucho tiempo. Comprenderán… que me he refugiado aquí. Mi caballo no podía seguir adelante.

El marqués se dirigió hacia ella. Era joven, mucho más joven de lo que había supuesto a primera vista.

—¿De quién huye? —preguntó—. ¿Se ha fugado de la escuela?

—No, por supuesto. Huyo del hombre que se considera mi tutor.

—¡Su tutor! —repitió el marqués.

Miró su rostro y comprendió que estaba realmente asustada. Su traje estaba salpicado de lodo. Su rostro parecía estar helado.

—Acérquese al fuego —sugirió él.

—No, no me atrevo. Estará aquí en cualquier momento… registrará toda la posada… y si me obliga a volver con él… me pegará otra vez.

—¿La golpea? —preguntó el marqués.

—Sí, me ha golpeado para obligarme a hacer lo que él quiere —dijo con un sollozo que la hizo parecer muy convincente.

Inesperadamente, se quitó su chaqueta de montar y se volvió de espaldas a él. Bajo el traje llevaba una prenda blanca, con el escote de la espalda muy bajo. En su piel desnuda había profundos verdugones que se entrecruzaban. Estaban amoratados y sangrantes. Bajo la muselina blanca había manchas de sangre coagulada.

—¡Santo cielo! —exclamó el marqués—. ¿Quién pudo hacerle eso?

—El hombre de quien le hablo.

Volvió a ponerse la chaqueta y se escucharon entonces voces abajo.

—¡Ya está aquí! —dijo en un murmullo—. Sabía que no tardaría… podía oírlos detrás de mí.

—¿Dónde está su caballo? —preguntó el marqués.

—Lo tengo escondido en el cobertizo. Tal vez no lo encuentren esta noche —contestó la muchacha.

Las voces se escuchaban más fuertes ahora, seguidas del ruido de pisadas subiendo la escalera.

—¡Ya viene…! ¡Ya… viene! —murmuró.

Nunca en su vida había visto el terror en el rostro de una mujer.

—¡La ocultaré! Aunque si nos descubren, tendremos serios problemas —decidió rápidamente.

—¿Me meto en ese guardarropa? —preguntó.

El marqués estaba a punto de consentir pero pensó que era un lugar demasiado evidente.

—¡Tras la cortina de la ventana —ordenó— y no se mueva!

Ella cruzó la habitación, mientras el marqués iba al guardarropa y quitaba la llave de él.

Volvió junto a la chimenea. Puso la llave en la mesa, junto a la botella de vino, llenó su vaso y se sentó.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

La puerta se abrió.

—¿Qué demonios quiere? —preguntó, con la voz de un hombre bebido.

—Perdón milord, hay un caballero aquí que quiere hablar con usted.

—Dígale que es muy tarde. Ya me voy a acostar.

—Perdón por mi intromisión —dijo una voz.

Empujando a un lado al posadero, un hombre entró en la habitación.

Era alto, moreno y habría sido bien parecido de no estar sus ojos demasiado juntos. Tenía una expresión dura en su boca.

Llevaba todavía el sombrero puesto, pero, al ver al marqués, se lo quitó con lentitud.

—¿Qué quieres? —preguntó el marqués.

Se balanceaba en la silla, con el vaso en la mano negligentemente.

—Perdone, milord —contestó el hombre—. Soy Sir Gerbold Whitton. El posadero me ha dicho que acaba usted de llegar.

—¿Y eso qué tiene que ver con usted? —preguntó irritado el marqués.

—Quisiera preguntarle dos cosas… primero, si en su viaje hasta aquí no ha visto a una muchacha a caballo; segundo, si no ha entrado ella aquí, desde que llegó usted.

—No sé de lo que habla usted —dijo el marqués—. Estoy cansado y quiero acostarme. Si eso le satisface, le diré que no he visto a nadie.

Sir Gerbold había visto la llave en la mesa, junto al vino.

—Si no le molesta, me gustaría mirar qué hay en el guardarropa. Veo que la llave está aquí.

—¿El guardarropa? ¡Oh, sí! No hay nada ahí, se lo aseguro. Yo mismo lo revisé porque los ladrones suelen esconderse en lugares así.

—Me gustaría asegurarme yo mismo.

—Le digo que no hay nadie —rugió el marqués—. ¿Duda de mi palabra?

—No, por supuesto —dijo Sir Gerbold, tratando de ser agradable.

Hubo un momento de silencio. Entonces el marqués dijo:

—¿Le gusta apostar? —Sir Gerbold pareció sorprendido y él continuó diciendo—: Le apuesto cinco… no, diez guineas a que no hay nada de lo que busca en ese guardarropa.

Sir Gerbold titubeó y después miró la llave.

—Acepto la apuesta —dijo con voz cortante.

Sacó unos billetes de su bolsillo y los arrojó a la mesa. Con poco entusiasmo, Sir Gerbold sacó de su cartera dos billetes de cinco guineas y los puso en la mesa. Cogió la llave nerviosamente, cruzó la habitación y abrió la puerta del guardarropa. Miró hacia el interior.

—No hay nada, como ve —rió el marqués—. Pierde la apuesta, señor, y ahora, buenas noches.

Sir Gerbold miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en los pesados cortinajes de las ventanas. Dio un paso hacia ellas, pero el marqués dijo:

—¿No ha oído usted? ¡He dicho que se largue!

El marqués empuñaba ahora una pistola.

—¡Estoy harto de usted y de sus impertinencias! —dijo con voz de borracho—. ¡Lárguese ahora mismo si no quiere que le pegue un tiro!

—Creo que es usted demasiado ofensivo —dijo Sir Gerbold, pero su voz era ya vacilante.

—¡Salga de aquí! —repitió colérico el marqués—. No permito que nadie se meta en la habitación que he pagado y me acuse de mentiroso.

Sir Gerbold retrocedió hacia la puerta.

—¡Váyase! ¡Largo de aquí! —repitió el marqués con voz de un borracho que ha perdido la paciencia.

Se lanzó hacia Sir Gerbold, que salió de la habitación cerrando la puerta tras él.

El marqués cerró con llave ruidosamente y corrió el cerrojo.

—¡Vaya impertinencia! —dijo con un tono alto para que se oyera fuera.

Volvió la mirada y vio que la muchacha salía de los cortinajes. El marqués se llevó un dedo a los labios, indicándole silencio.

Ambos esperaron sin hablar, hasta que oyeron las fuertes pisadas de Sir Gerbold que bajaba la escalera de madera.

Casi sin aliento, temblando de manera visible, ella dijo:

—Gracias… ¿cómo podré… agradecérselo nunca? ¡Me ha… salvado!