Capítulo 6

Perlita estaba desayunando con los niños, en la parte de la casa dedicada a los niños, cuando apareció el marqués.

—¡Tío Ivon! —gritó Caro feliz, bajando de su silla.

Él la tomó en brazos.

—¿Vienes a pasear conmigo en mi carruaje esta mañana? —le preguntó.

—¡Tú plometiste… tú plometiste!

El marqués miró a Perlita y añadió:

—¡Es una invitación para todos!

El sol invernal iluminaba su cabello rubio como una aureola y lanzaba reflejos en los mechones rojos de sus rizos, de modo que parecía que era ella, y no el sol, quien daba luz a la habitación.

—¿No somos demasiados? —preguntó—. No cabremos en el faetón.

—Si Caro me lo permite, los llevaré en un carruaje más grande.

—Puedo dejar a Thomas con Marta —sugirió Perlita.

—Me parece muy buena idea —aprobó el marqués.

—No pienses que exagero, pero debo abrigarlos bien. No quiero que les ocurra nada, mientras están a mi cargo —dijo Perlita.

—Hará calorcito en el carruaje —prometió el marqués—. Ya he pedido una estufa para los pies y una manta de piel.

Perlita le dirigió una mirada de agradecimiento.

—Piensas en todo —dijo—. Estaremos listos en quince minutos. ¿Te parece bien?

—Yo quielo il junto a tí, tío Ivon —dijo Caro, con los bracitos alrededor de su cuello—. Papá dice que el mejol lugal es junto al que maneja los caballos… así que yo quielo sentalme junto a ti.

—¡Habla el eterno femenino! —comentó el marqués, echándose a reír—. Te sentarás junto a mí, si me prometes dejar sitio para Alexander y tía Perlita.

—Me sentalé en tus lodillas… —sugirió ella.

—No creo que pudiera conducir muy bien mis caballos si fuéramos así.

—Te quielo, tío Ivon.

—La estás alentando a ser coqueta —dijo Perlita—. Si crece así, será un dolor de cabeza para todos.

—¿Es que las mujeres son otra cosa? —preguntó el marqués provocativo.

—Como experto en la materia, tú mejor que nadie puedes contestar eso —dijo Perlita y salió antes de que él pudiera decir nada.

El marqués se echó a reír y llevó a Caro en brazos, hacia la ventana, para que pudiera mirar la Plaza Grosvenor.

—¡Estamos muy alto, tío Ivon! —dijo Caro con voz impresionada—. ¿Podemos tocal las estlellas?

—Sería una desilusión si pudiéramos hacerlo. Las cosas que están fuera del alcance de uno siempre parecen más atractivas.

Ella no entendió lo que quería decir, pero dijo:

—Me gustalía besal una estlella, tío Ivon.

—¡A mí también! —sonrió el marqués, como hablando consigo mismo.

* * *

Perlita cumplió su promesa. En menos de un cuarto de hora, envueltos en sus mejores abrigos, los tres estaban instalados en el amplio carruaje del marqués y él conducía su tiro de magníficos caballos.

Los niños se emocionaban con todo lo que veían, sobre todo con los briosos caballos que montaban elegantes caballeros con chistera.

Había algunas mujeres a caballo, pero la mayoría iban en coches descubiertos, aprovechando el día soleado.

Perlita sabía que la aparición del marqués con ella y los niños iba a causar comentarios. Varios de sus amigos se detuvieron a saludarlos, bromeando sobre el hecho de ver a un donjuán convertido en honorable padre de familia.

Una o dos amigas suyas también lo saludaron y le dirigieron algunos comentarios mordaces. No podían imaginarlo como un hombre domesticado.

Perlita advirtió que la noticia del regreso de Helen era recibida con visible interés por todos.

Cuando volvieron a casa, las mejillas de los niños estaban encendidas y hablaban entre ellos muy excitados.

El marqués entró con Perlita en el vestíbulo y dijo:

—Si no me necesitas, creo que iré a Epsom. Mañana temprano quiero ver cómo corren mis caballos y estoy invitado a una cena sólo para hombres.

—¡Claro que debes ir! —contestó Perlita—. Has sido muy amable con nosotros. Mi niñera llegará para ayudarme con los niños.

—Hay un mensaje de Lady Helen —intervino Bateman—. El coronel Winston está ya mejor y ella vendrá a pasar aquí la tarde.

—¡Oh, eso es espléndido! —exclamó Perlita antes de que el marqués pudiera hablar—. ¡Me alegro tanto! ¿Habéis oído, niños? Papá está mejor y mamá vendrá esta tarde.

Caro y Alexander lanzaron gritos de alegría y empezaron a subir ruidosamente la escalera. Perlita, que iba con ellos, se volvió para preguntar:

—¿Comerás aquí, Ivon?

—Sí, y le he dicho a Bateman que bajarás con los niños al comedor. Son ya lo bastante mayores para comer con nosotros.

—¿Estás seguro de que nos quieres contigo? —preguntó Perlita, todavía un poco dudosa.

—Completamente seguro —contestó el marqués.

* * *

Mientras los lavaba y los peinaba, no podía menos de sentirse asombrada de lo bondadoso que el marqués se había mostrado con sus sobrinos. Se preguntó por qué no se habría casado nunca.

«Debía casarse», se dijo a sí misma, «y tener una esposa verdadera e hijos propios». Pero ese pensamiento no le agradó.

La comida fue ruidosa y Perlita y el marqués se rieron de buena gana de las cosas que decían los niños.

Perlita nunca había visto al marqués de tan buen humor.

Desde que llegara a la Plaza Grosvenor, lo había admirado cuando se sentaba en la cabecera de la mesa, en su silla de alto respaldo, con un aire de elegancia y dignidad que ella envidiaba.

Ahora, por primera vez, parecía muy joven. Bromeó con ella y los niños. No parecían importarle las travesuras de los niños en la mesa.

Perlita se quedó a solas con el marqués, una vez que envió a los niños a sus habitaciones para que descansaran un poco.

—¿Te vas ahora mismo? —le preguntó.

—Sí, quiero ver a mis caballos antes de que oscurezca.

—¿Volverás mañana? —preguntó ella.

—Creo que sí. Stavordale me invitó a pasar dos días en su casa, pero creo que volveré mañana por la tarde.

—Ojalá sea así —dijo ella casi involuntariamente. Rápidamente añadió—: Lo siento, no pienses que soy una impertinente, pero es la primera vez que te ausentas desde que estoy aquí y no puedo evitar sentirme algo temerosa.

—¿Prefieres que no vaya? —preguntó el marqués.

—¡No, no, por supuesto que no! —exclamó Perlita—. No sería capaz de sugerir siquiera tal tontería. Por favor, olvida lo que he dicho. Fue una tontería.

—¿Estás segura de que no tienes miedo? —preguntó el marqués—. No debes tenerlo. Tu aya llegará enseguida y la casa está llena de sirvientes.

—Me estoy portando como si tuviera la edad de Caro —dijo Perlita en tono de disculpa—. Ve y diviértete. Si te resulta conveniente quedarte dos noches, yo lo entenderé. No podría haber ido a ninguna parte contigo esta noche, de cualquier modo. Será la primera noche de mi aya aquí y debo familiarizarla con los niños.

El marqués pareció dudar, pero, por fin, dijo:

—Estarás bien. Adiós, Perlita.

—Adiós —contestó ella.

Pensó que él le besaría la mano, pero sólo sonrió. Ella salió de la habitación, sintiéndose inexplicablemente triste.

Subió a la parte infantil; instaló a Caro y Alexander en sus camitas, corrió las cortinas y les dijo que trataran de dormir.

Thomas también dormía en su cuna. Todo estaba en orden y Perlita, que no encontró nada más qué hacer, decidió bajar de nuevo, con la esperanza de encontrar al marqués todavía en su escritorio. Pero él se había ido ya.

Pensó en lo amable que había sido con ella la noche anterior, al quedarse a cenar con ella y a conversar. Habían hablado de muchas cosas: de Francia y de Italia, países que él conocía bien; de Grecia, que él había visitado una vez, y de Venecia, donde Perlita nunca había estado.

—Te debo llevar allí alguna vez —le dijo, casi como si realmente fuera su esposa—. Te encantarían los gondoleros, los canales angostos, la belleza de los edificios, la magnificencia de las iglesias. No hay más sonido que el arrullo de las palomas y la risa de la gente.

—¡Suena maravilloso! —exclamó Perlita.

—Siempre he pensado que sería el lugar perfecto para estar con una persona amada.

—¿Nunca has estado allí con una mujer que te importara?

—Nunca —contestó el marqués—. Siempre he ido solo y he estado hospedado con amigos. Tal vez es la única ciudad en la que he estado, en la que no he tenido… a alguien a quien…

—… hacer el amor —completó Perlita.

—Es una forma decente de decirlo —comentó él, sonriendo.

—Yo he pensado con frecuencia —dijo Perlita—, que uno no debe ir solo a lugares hermosos, ni ver cuadros bellos sin tener a su lado a un amigo con quien compartir tales tesoros.

—Y, por supuesto, la persona apropiada sería la persona amada.

—Para la mayor parte de las personas, sí —contestó Perlita—. Yo tenía a mi padre. Estar con él era todo lo que deseaba.

—¿Todo? —preguntó el marqués.

Estaba a punto de asegurarle que así era, cuando recordó que una vez estando en la Acrópolis, en Atenas, había deseado que hubiera alguien con ella para decirle palabras de amor como las que los griegos habían usado en los tiempos antiguos.

Era muy joven entonces. En aquellos días soñaba con amar y ser amada, con sentir los brazos de un hombre abrazándola. Pero después empezó a pensar que los hombres eran bestias brutales y que el amor era sólo una bonita palabra.

Su rostro, a la luz del fuego, era muy revelador. Comprendiendo que había despertado en ella recuerdos desventurados, el marqués cambió de conversación.

Perlita se encontraba todavía de pie, junto al escritorio del marqués, recordando su conversación de la noche anterior con él, cuando la puerta se abrió y Bateman dijo:

—La andaba buscando, milady, alguien pregunta por usted.

Perlita volvió la cabeza con ansiedad, pensando que debía ser su aya, que había llegado antes de lo que ella esperaba, pero para sorpresa suya, una monja entró en la habitación.

—Creo que debo decirle, milady —agregó Bateman—, que Lady Helen acaba de llegar y ha subido a la parte de los niños.

—Oh, gracias, Bateman. La estaba esperando.

—No me di cuenta de que usted estaba abajo, milady —contestó Bateman.

Como la monja esperaba, Perlita se volvió hacia ella con una sonrisa:

—¿Desea usted verme?

—Tengo noticias importantes para usted —dijo la monja, sin sacar las manos que llevaba cubiertas por su capa negra.

Perlita notó que la monja hablaba deliberadamente. Era una mujer de edad madura, con unos ojos demasiado inquisitivos y penetrantes para una religiosa.

—¿Qué noticias? —preguntó Perlita.

—Su niñera está enferma —dijo la monja— y es preciso que acuda a su lado ahora mismo.

—¿Mi aya está enferma? —exclamó Perlita consternada—. ¿Dónde está?

—No lejos de aquí —contestó la monja—. Y ella la necesita. ¿Puedo llevarla a donde está?

—Por supuesto —le aseguró Perlita—. ¿Dice usted que no está lejos?

—Sólo a una media hora y tengo un carruaje afuera, esperando.

—Entonces iré con usted ahora mismo.

—Es urgente —murmuró la monja.

Perlita se dirigió a la puerta. Tomó su abrigo y un sombrero y se dirigió a la puerta principal.

—Esta dama me ha traído malas noticias —dijo a Bateman—. Mi aya, la señorita Andrews, está enferma y ha mandado a buscarme. Debo ir con ella inmediatamente. Según parece está a sólo media hora de aquí. ¿Quiere disculparme con Lady Helen y decirle que espero volver para la hora del té?

—Muy bien, milady —dijo Bateman impasible.

Por un momento, Perlita permaneció indecisa.

—Estoy segura de que Lady Helen comprenderá —la tranquilizó Bateman—. Martha está con ella, para lo que necesite.

—Me parece muy bien. Volveré tan pronto como sea posible.

Se dirigió hacia la puerta. Afuera, un carruaje cerrado esperaba. Sólo tenía un caballo y Perlita comprendió que esto haría que el viaje fuera más largo de lo que ella esperaba.

Subió al carruaje y la monja la siguió. El lacayo cerró la puerta y el carruaje se puso en marcha.

—¿Qué ha sucedido? ¿De qué está enferma mi aya y dónde está? ¡Siempre había sido una mujer tan saludable…!

—Debe usted disculparme, milady —contestó la monja—, pero prefiero no hablar. A esta hora del día estoy consagrada a mis oraciones. La conversación me distrae y es contraria a las reglas de mi orden.

—Perdóneme —se disculpó Perlita, mortificada. Hubiera querido hacer muchas preguntas, pero no se atrevió a volver a hablar con la monja, que había cerrado los ojos.

Iban hacia el norte; muy pronto dejaron las últimas callecitas estrechas y salieron al campo. El sol se había metido ya, el cielo estaba encapotado y parecía que iba a nevar.

Perlita estaba ansiosa de ver a su aya. Pensó que a ella sería a la única persona a la que le dolería engañar respecto a su matrimonio.

Pero no podía sincerarse con ella en esta ocasión, porque aunque de ese modo el marqués la había salvado de Sir Gerbold, a ella la escandalizaría y la horrorizaría que estuvieran engañando al mundo entero.

El carruaje parecía moverse con insoportable lentitud por parajes que ahora parecían desolados. No pudo soportar por más tiempo el silencio.

—Perdóneme —dijo— pero ¿cuándo llegaremos?

—Ya estamos muy cerca —contestó la monja.

Miró a Perlita al decir eso y de nuevo ésta tuvo la impresión de que los ojos de la mujer eran inquisitivos, no devotos como ella hubiera esperado en una religiosa.

En esos momentos, el caballo dio la vuelta para entrar a través de una verja abierta. Frente a ellos, aunque Perlita tuvo sólo una muy leve impresión de ella, apareció una casa grande y fea. Estaba construida de piedra gris, era austera y fría.

Perlita se preguntó a quién pertenecería la casa y qué estaba haciendo su aya en ella. ¿Era posible que hubiera aceptado otro empleo? Ella debería haber comprendido que pronto volverían a reunirse.

Nunca pensó que su aya pudiera estar en ninguna otra parte que no fuera con su hermana de quien hablaba con tanta frecuencia.

El carruaje se había detenido. Como no había ningún lacayo para abrirles la puerta, Perlita la abrió y bajó, seguida por la monja.

Todo tenía un aspecto de abandono total.

Perlita se adelantó hacia la vieja puerta. Llamó y un viejo sirviente, vestido con una librea demasiado grande, abrió.

Por un momento Perlita no supo qué hacer. El anciano dijo:

—Por aquí, señora, sígame por favor.

Cruzaron un amplio vestíbulo sin luz, con una escalera a un lado. A Perlita le pareció, aunque era difícil ver con claridad, que el lugar estaba muy sucio.

El viejo siguió avanzando y ella lo siguió, preocupada porque su aya estuviera en un sitio como aquél, donde estaba segura de que no estaría recibiendo la atención adecuada. Empezaron a subir la escalera.

Perlita volvió la vista y vio sorprendida que la monja no los seguía, como esperaba. La puerta principal se había cerrado y pudo oír con claridad el sonido de un carruaje que se alejaba… ¡era sin duda, el carruaje que la había llevado hasta allí! Se detuvo titubeante y temerosa; pero el anciano, que había llegado ya al descansillo, dijo de nuevo:

—¡Por aquí, señora!

Se había detenido ante una puerta que estaba frente a ellos. La abrió y dejó pasar a Perlita.

Ésta se encontró en el interior de un amplio dormitorio. Por un momento su iluminación le resultó demasiado fuerte, en contraste con la oscuridad de la escalera.

Había un fuego ardiendo en la chimenea y dos candelabros a los lados de la cama.

Perlita avanzó con rapidez, pensando que por fin vería a su niñera. Oyó un movimiento detrás de ella, oyó que la puerta se cerraba y que daban vuelta a la llave en la cerradura.

¡Se volvió y lanzó un grito de horror!

¡De pie, con la espalda contra la puerta, estaba Sir Gerbold!

Después del primer grito que había salido de forma involuntaria de sus labios, Perlita sintió como si la impresión la hubiera petrificado. No pudo correr, no pudo moverse siquiera. Se limitó a mirar a Sir Gerbold con ojos espantados.

Sus ojos oscuros la miraban con una expresión que ella conocía demasiado bien y sonreía con una expresión nada tranquilizadora.

Le pareció más alto y más ancho de hombros que nunca. Recordó, con un estremecimiento, las veces que la había maltratado.

Él no dijo nada, se limitó a mirarla, hasta que por fin, con voz temblorosa, Perlita preguntó:

—¿Qué hace… usted aquí? ¿Dónde… estoy?

—¡Estás en mi casa! Bueno, esta casa pertenecía a la madre de Alice, que murió aquí hace cinco años. Así que ahora yo la he heredado. Había estado pensando qué haría con esta horrible propiedad, hasta que pensé en ti.

—Me dijeron que… mi aya estaba… aquí. ¿Dónde está?

Miró con desesperación hacia la cama, que estaba vacía.

—Si eso te sirve de consuelo, no tengo la menor idea de dónde está tu aya.

—¡Pero la monja… me dijo que estaba enferma!

—¡La monja! —Sir Gerbold se echó a reír de manera desagradable—. Siempre fuiste muy crédula, mi querida Perlita. Pensé que no se necesitaba mucha habilidad histriónica para que una amiga mía te trajera aquí.

—Usted no puede retenerme aquí —murmuró Perlita—. Quiero irme. Mi esposo no tardará en buscarme.

—Si mi información es correcta, ha salido de Londres y no volverá hasta mañana.

—¿Cómo sabe usted eso? —gritó Perlita.

—Querida mía, no debes subestimar mi inteligencia. He estado esperando a que tu esposo se ausentara. Consideraba que tus encantos no podían retenerlo por siempre a tu lado. Y cuando supe que iba a partir esta tarde, comprendí que había llegado mi oportunidad.

—¿Oportunidad… para qué? —preguntó Perlita.

—Para dos cosas —contestó Sir Gerbold—. Primero, señora marquesa, ¡necesito dinero!

Entonces, al ver el alivio en el rostro de Perlita, añadió:

—Segundo… te quiero a ti.

—No sé… lo que quiere… usted decir…

—¿Debo explicarme?

Había algo tan siniestro en su tono que ella se apresuró a decir:

—Le daré dinero… todo el dinero que quiera si me deja ir ahora.

—Eso está muy bien —sonrió él—. Fue tonto por tu parte huir de mí. Hubiera facilitado mucho las cosas, mi querida Perlita sí, como era mi intención, yo hubiera podido administrar tu fortuna. Pero, ya que no dejaste que así fuera, debemos tratar de que me toque de ella una parte justa.

—¿Cuánto quiere? —preguntó Perlita.

Sir Gerbold se acercó a un escritorio que había en un rincón.

—Aquí hay un cheque —dijo— y también una carta. Me harás este cheque por cinco mil libras y me firmarás esta carta, autorizándome a cobrarlo, para que no tenga dificultades.

Perlita cruzó la habitación a toda prisa, se sentó en la silla que había frente al escritorio y tomó la pluma. Sin detenerse a leerlo, firmó el cheque y la carta también.

—¡Ahora que ya tiene usted su dinero insisto en irme! —dijo.

—¿Y cómo te irás, Perlita? Me has desafiado muchas veces, pero creo que, físicamente al menos, siempre he sido yo el vencedor.

—Ya tiene lo que quería —dijo Perlita armándose de valor—. Le daré este dinero y más sin protestar, pero debo irme. Si no estoy en casa…

Sir Gerbold se echó a reír.

—Tu marido se encuentra de camino hacia Epsom. Tus sirvientes están acostumbrados a la conducta caprichosa de la nobleza. Saben que acudiste a la llamada de una enferma. Sería muy natural que te quedaras con alguien que te necesita, Perlita, como te necesito yo.

Ella escuchó la nota lujuriosa de su voz y palideció.

—Déjeme ir —dijo en un murmullo.

—Los bancos están cerrados ya —dijo Sir Gerbold—. Debes quedarte hasta que abran mañana por la mañana. No quiero que me hagas una jugarreta como las que me has hecho ya.

—No haré nada… se lo prometo… —tartamudeó Perlita—. Puede quedarse con… el dinero y haré otro cheque por otras… cinco mil libras, si me deja… ir.

—Ya me darás las cinco mil libras en otra ocasión —contestó Sir Gerbold—. En realidad, querida mía, creo que debo explicarte mi plan un poco más. Pretendo que me des ciertas sumas de dinero cuando las necesite. No soy muy codicioso, como puedes ver. Si te pidiera yo cantidades más fuertes, el banco haría preguntas incómodas a tu marido. Pero tu fortuna es lo bastante grande como para que dispongas de cinco mil libras de vez en cuando, sin despertar sospechas.

Perlita escuchaba con todos los músculos de su cuerpo en tensión y los ojos ensombrecidos por el miedo.

—Por supuesto —continuó él—, no podría yo extorsionarte si no tuviera algo con qué hacerlo. ¿Te das cuenta de eso, Perlita?

—No sé lo que trata de decirme.

—Creo que sí. Eres una chica lista… siempre lo has sido. ¡Demasiado lista para mí gusto! A mí me gustan las mujeres dóciles y tontas. Aunque también es divertido doblegar el espíritu de las rebeldes, como intento doblegar el tuyo.

—Dígame qué es lo que quiere —exclamó Perlita, no pudiendo soportar oír su voz burlona más tiempo.

—¡Te quiero a ti! ¡Siempre te he deseado! ¿No te dabas cuenta de que como no podía poseerte, me regocijaba golpeándote? Ahora quiero hacerte mía. Me pagarás no una vez, sino cuantas veces yo quiera. Me seguirás pagando, para evitar que tu marido se entere de que le has sido infiel y te arroje de casa…

—¿Cómo puede sugerir siquiera tal cosa? ¿Cómo puede pensar en algo tan infame, tan degradante, tan bestial? ¡Preferiría morir que dejar que usted me tocara!

Sir Gerbold se echó a reír de nuevo.

—¿Y cómo lo harás? —preguntó—. ¿Te acuchillarás sin un cuchillo, o te darás un balazo sin pistola? ¡No lo harás con la mía!

Sacó una de su bolsillo y la puso en la repisa de la chimenea.

—Se quedará aquí, fuera de tu alcance. Y ahora, Perlita —siguió diciendo—, creo que hemos hablado más que suficiente. Estoy ansioso por besarte, como no pude hacerlo cuando tu vieja aya te cuidaba como un bulldog.

Sir Gerbold se quitó la chaqueta, mientras hablaba, y la colocó en una silla.

Cuando se volvió hacia Perlita, ya en mangas de camisa, ella lanzó un grito de terror y corrió hacia la ventana.

Estaba dispuesta a arrojarse por ella, pero Sir Gerbold fue más rápido que ella. En tres pasos le había dado alcance y la había tomado en sus brazos, cuando ella extendía las manos hacia la ventana que, vio con desesperación, daba a una terraza.

—¿De veras piensas que puedes escapar de mí? —preguntó él.

La tomó en sus brazos y la llevó a través de la habitación. La arrojó en la cama y por un momento ella casi perdió la respiración. Entonces, antes de que pudiera moverse, él le había desabrochado la capa y la había desprendido de sus hombros.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —gritó Perlita y empezó a forcejear.

Luchó contra él, pero no tardó en darse cuenta de que era inútil.

Él estaba reclinado sobre ella, empujándola contra la cama; sus labios buscaban los de ella, sus manos oprimían sus brazos de modo que no podía moverse.

Perlita retorcía la cabeza, volviéndola de un lado a otro, pero comprendía que estaba en su poder, que no podía defenderse.

—¡Tan poco afectiva como siempre, Perlita! —dijo él con aire burlón—. ¿Necesito golpearte, hasta dejarte sin sentido, para que comprendas que no hay escapatoria posible? ¡Tú eres mía… mía como lo has sido siempre… y esta vez no puedes escapar!

Perlita luchó con desesperación. Sentía que el corazón palpitaba con tanta fuerza, que casi no la dejaba respirar.

Hubiera querido gritar; pero sentía que tenía la garganta cerrada y que ningún sonido saldría de sus labios.

Sir Gerbold la estaba sujetando con una mano y levantándole la barbilla con la otra. ¡Con fuerza volvió su rostro hacia el de él y se adueñó de su boca!

Ella sintió la lujuria de sus labios y pensó que la hacía descender a tales profundidades de suciedad y degradación, que por fuerza tendría que ahogarse en ellas. Aunque ya las fuerzas la abandonaban, comprendió que debía continuar luchando.

Sir Gerbold estaba rasgando su vestido. Sintió cómo se rompía el encaje de su cuello.

Era como un animal que rasgara furioso el suave material que cubría los senos de ella y Perlita sintió la misma humillación que sentía cuando le pegaba.

¡Intentaba desnudarla, intentaba violarla como siempre lo había pensado hacer!

Ella lo comprendió y con un último esfuerzo rezó pidiendo morir. Al mismo tiempo, su instinto de supervivencia la impulsó a gritar.

¡Sir Gerbold continuaba rasgando su vestido!

Entonces oyó su propia voz, aguda y aterrorizada como la de un animalito torturado. Gritó una y otra vez.

¡De pronto se escuchó un tremendo estrépito, como si una puerta o una ventana hubieran sido echadas abajo!