Capítulo 4
Perlita se miró en el espejo, examinando su nuevo vestido. Había aprendido mucho sobre los dictados de la moda, desde que llegara a Londres. La nueva moda la favorecía considerablemente. Los vestidos de noche que dejaban los hombros desnudos daban a su apariencia una elegancia que no se había dado cuenta que poseía; el talle ceñido revelaba la incipiente madurez de sus pequeños senos.
El vestido de Perlita era de gasa verde pálido, con hilos de plata, que la hacían parecer como si se estuviera moviendo en el agua.
Su diminuta cintura era acentuada por una falda muy amplia, que llevaba sobre innumerables enaguas de seda. Sus zapatillas eran plateadas.
Se volvió del espejo para decir a su doncella:
—Me pondré el juego de perlas y brillantes esta noche. Las esmeraldas son demasiado pesadas, creo yo.
—Usted no necesita joyas, milady —dijo la doncella—. ¡Parece la primavera misma!
—Ojalá sea así. Quiero que Su Señoría se sienta orgulloso de mí; ésta es la primera fiesta realmente importante a la que vamos juntos.
—Sí, lo sé, milady —dijo la doncella—. Pero usted eclipsará a todas las demás damas. Alguien dijo la otra noche que usted es la recién casada más hermosa de la temporada.
—¿Eso dijeron? —preguntó Perlita y sonrió pensando en lo furioso que se pondría todo el mundo que la había halagado últimamente, si supieran que, en realidad, los estaba engañando.
Era asombroso, pensó, que después de diez días de «matrimonio», ella y el marqués hubieran encontrado tan pocas dificultades.
Hubo sólo un momento terrible, cuando conoció a Lady Karen Russell.
Llevaban cinco días en la casa de la Plaza Grosvenor y ella volvía del Museo Británico, donde había estado consultando libros.
Tal vez podría continuar la tarea que iniciara su padre antes de morir. Él había coleccionado relatos folklóricos de los diversos países que había visitado y pensaba hacer con ellos un libro.
En el Museo Británico, Perlita encontró mucho material para el libro.
Estaba cansada de preguntarse todos los días cuáles de las muchas invitaciones que llegaban a la Plaza Grosvenor debía aceptar.
El marqués le había dicho que se verían inundados de invitaciones cuando su supuesto matrimonio se hiciera público. El marqués había cumplido su deber acompañándola a fiestas y reuniones pero era evidente que empezaba a aburrirse.
Era muy comprensible. Él había disfrutado de tales festividades toda su vida, mientras que para ella todo era nuevo.
Después de vivir una existencia tan tranquila con su padre, era fascinante conocer a personas cuyos nombres sólo había visto antes en los periódicos.
Poco después de unos cuantos días de intensa vida social, Perlita empezó a comprender por qué el marqués se mostraba aburrido.
Ella deseaba más de la vida que esa monótona repetición de conversaciones, chismes y coqueteos. Quería hacer algo que ocupara su mente, algo de mayor interés que eso.
Su relación con el marqués era fácil y cordial; casi nunca estaba sola con él.
El marqués pasaba gran parte de su tiempo en sus clubes, en la Cámara de los Lores o haciendo deporte. Era un hombre encantador, bondadoso y siempre cortés, pero Perlita se daba cuenta de que, después de haber vivido diez días en la Casa Melsonby, no sabía más sobre el marqués de lo que sabía cuando se conocieron. Confiaba en él, pero era un completo desconocido para ella.
«Tal vez», se dijo, «se debe a que conozco muy poco a los hombres, y de cualquier modo, a los hombres como el marqués».
Le hubiera gustado hablar más con él, para conocerlo mejor, pero nunca parecía tener tiempo para ello.
Había una interminable corriente de invitados a cenar, que los acompañaban después cuando iban a una reunión o a un baile.
Después el marqués la acompañaba de regreso a la casa y se marchaba al club, donde jugaba a las cartas el resto de la noche.
Entonces ella se sentía sola y deprimida. No sabía qué deseaba o por que no se sentía feliz con esta vida alegre, donde tenía un papel importante el de Marquesa de Melsonby. Sólo sabía que no era suficiente.
Pero, después de conocer a Lady Karen, se sintió todavía más sola y, quizás, un poco inferior.
Había llegado del Museo Británico tan llena de entusiasmo con su nueva idea, que sentía deseos de hablar con alguien de ella.
El marqués no había vuelto, así que entró en la biblioteca decidida a esperarle. Necesitaba saber su opinión sobre el asunto.
Estaba de pie, mirando hacia el jardín que había en la parte posterior de la casa, cuando oyó que se abría la puerta de la biblioteca y ella se volvió a toda prisa. Pensó que sería el marqués, pero se encontró con la mujer más hermosa que había visto en su vida.
La desconocida llevaba un vestido de seda escarlata y un sombrero adornado con plumas, color escarlata también, sobre sus negros cabellos.
Pero no fue el atuendo lo que hizo que Perlita mirara a la recién llegada con admiración, sino la belleza de su rostro ovalado, de facciones clásicas, de un cutis tan blanco como el de una magnolia y unos ojos tan oscuros, que parecían brillar como brasas encendidas.
Durante un momento las dos mujeres se miraron en silencio.
—Perdone —dijo Perlita por fin—, pero no oí que la anunciaran.
—Le dije al mayordomo que no lo hiciera —fue la respuesta de la recién llegada—. ¿Quiénes usted?
Era una pregunta que Perlita pensó después que debía haber hecho ella. Titubeando un poco por la sorpresa, contestó:
—Soy la… marquesa de… Melsonby.
—Debí imaginármelo —dijo la recién llegada con disgusto—. Yo soy Lady Karen Russell. Supongo que ha oído hablar de mí.
—¡Me temo que no! Mi esposo tiene tantos amigos que yo…
—¡Amigos! —Lady Karen hizo que la palabra sonara como un insulto—. ¡Si usted cree que yo soy su amiga, está muy equivocada!
—No comprendo —dijo Perlita, un poco asustada por la forma en que hablaba Lady Karen. Pero, recordando sus deberes de anfitriona, dijo con cortesía—: ¿No quiere sentarse? Creo que Su Señoría no tardará en llegar.
—¡Eso espero! —exclamó Lady Karen—. ¡Porque tengo mucho que decir al marqués… y a usted! —dijo con amargura.
Miró insolente a su alrededor, apreciando el lujo y la belleza de aquel salón amueblado con gusto exquisito.
—Me imagino que fue por esto por lo que usted se casó con él, ¿no? —dijo haciendo un gesto con la mano enguantada—. ¿La recogió del arroyo, o estaba vendiendo sus caricias en el camino, cuando él volvía a Londres?
Perlita se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el rostro de Lady Karen. Al fin comprendió quién era aquella mujer. Era la «trampa» de la que el marqués había escapado, de forma tan milagrosa.
Después de un momento de silencio, Perlita dijo con dignidad:
—Creo, milady, que debía usted hacer esos comentarios a mi esposo, que está en mejor posición de contestar a ellos que yo.
—Estoy segura de ello —dijo Lady Karen en tono cáustico—, pero déjeme decirle que no tengo intenciones de…
Perlita nunca supo lo que iba a decir porque en ese momento el marqués entró en la biblioteca. Era evidente que el mayordomo le había dicho quién estaba ahí, porque miró a Lady Karen sin sorpresa. Caminó hacia donde estaba Perlita y se llevó su mano a los labios.
—Supe que habías vuelto, Perlita —dijo—, espero no haberte hecho esperar demasiado.
—Qué amable por tu parte venir a visitarnos, Karen —dijo—. Supongo que has venido a expresarnos tus buenos deseos, ¿no?
—¡He venido a decirte lo que pienso de ti! —contestó Lady Karen casi escupiendo las palabras.
—¡Qué lástima! —murmuró el marqués.
—¿Sabe esta mujer, con la que dices haberte casado, nuestra relación, Ivon? —continuó Lady Karen.
—No creo que sea un tema propio para sus oídos —contestó el marqués—; mi esposa no está interesada en mi pasado.
—¡No podía creer que me hubieras hecho esto! ¿Cómo es posible que te casaras con esta don nadie tan poco tiempo después de estar juntos en Quenton? —preguntó Lady Karen furiosa.
—Es lamentable —contestó el marqués con frialdad—, que no pudiera informarte entonces de mis intenciones. Espero que sepas perdonarme.
—¿Cómo puedes imaginar que podríamos ser amigos después de todo lo que ha pasado entre nosotros? —exclamó Lady Karen. Se volvió hacia Perlita—. Su marido es un canalla. Prometió casarse conmigo, pero, por alguna razón que no alcanzo a comprender, en lugar de casarse conmigo, se casó… con usted.
Perlita, con su voz tranquila y musical, dijo con gentileza:
—Tal vez pensó que nosotros éramos más compatibles.
Sus palabras parecieron dejar a Lady Karen sin habla por un momento. Se volvió de nuevo al marqués y dijo furiosa:
—¡Te aseguro una cosa, Ivon, te arrepentirás de haberme traicionado! No permitiré que nadie me trate de esta manera… y tú menos que nadie. ¡Me vengaré de ti, te lo aseguro!
—¡Tus amenazas me aterrorizan! —dijo el marqués, y añadió en tono conciliador—: Vamos, Karen, sé buena perdedora. Comprendo que mi matrimonio te haya sorprendido, pero Perlita y yo desearíamos que nos felicitaras y olvidaras lo pasado.
—¿Crees que puedes esperar eso de mí? —preguntó Lady Karen—. ¡Te odio! ¡Te odio y te perseguiré hasta el fin de mis días! Estaba dispuesta a casarme contigo… yo, a quien tantos hombres han ofrecido matrimonio.
—Me siento honrado por tal privilegio —dijo el marqués—. Pero al hombre le gusta ser siempre el cazador…
—¡Maldito seas! —exclamó Lady Karen—. ¡Que tu alma si la tienes, se pudra en el infierno! Espero que un día sufras lo que me has hecho sufrir a mí.
Se detuvo y añadió:
—¡Yo te amaba… Dios me perdone! ¡Pero te amaba!
No había suavidad en su voz, sólo rencor y frustración. Se dio la vuelta para marcharse. Salió de la habitación y de la casa sin decir nada más, con una expresión terrible en su rostro.
Antes de que el marqués pudiera decir nada, Perlita salió de la biblioteca.
Ella se marchó porque consideró que resultaría incómodo para el marqués tener que dar explicaciones.
Pero una vez que Perlita supo el nombre de la mujer que quería casarse con el marqués, le fue muy fácil descubrir muchas cosas sobre la hermosa viuda y sus múltiples y tormentosos romances.
También notó que muchas otras mujeres miraban al marqués con nostalgia. Era indiscutible que la mayor parte de la gente consideraba que el marqués no había hecho un matrimonio muy favorable al casarse con ella. Aunque conocían a su padre y la fortuna que había heredado de él, la mayor parte del tiempo Perlita se sentía como una nueva cenicienta, envidiada por haberse llevado al Príncipe Azul.
* * *
Esa noche, el marqués había invitado a cenar a un grupo considerable de amigos; después irían juntos a la fiesta que la Vizcondesa Palmerston ofrecía en los Jardines Carlton.
Perlita fue la primera que bajó al salón; unos minutos después se reunió con ella el marqués. Al entrar él en el salón, Perlita pensó que nunca lo había visto tan apuesto y elegante como en esos momentos.
Estaba muy serio, con expresión preocupada, pero al verla sonrió y ella comprendió por qué tantas mujeres lo encontraban irresistible.
—Temí que me había retrasado.
—No ha llegado nadie todavía —contestó Perlita—. Me gustaría mucho saber a quién has invitado esta noche.
—¿Estás nerviosa?
—Un poco. Es difícil saber de qué hablar cuando se ve a la gente por primera vez.
—¡Pobre Perlita! —exclamó el marqués con simpatía—. No te preocupes, lo has hecho muy bien hasta ahora.
—¿De veras? —preguntó ella, levantando los ojos para mirarlo.
—Nadie podía haberlo hecho mejor —contestó él y añadió—: Cuando pienso cómo estabas aquella primera noche en que nos conocimos, cuando comprendo la vida tan tranquila que habías llevado, me sorprende cómo has logrado ajustarte con tanta rapidez e inteligencia al mundo social, con sus innumerables complicaciones.
—Lo único que quiero es no fallarte —dijo Perlita.
—No sólo no me has fallado… me has salvado de verdad. Has hecho que todo parezca real y natural. Nadie dudaría ni por un momento que no somos lo que pretendemos ser.
La miró a los ojos con una expresión tan extraña que Perlita tuvo la impresión de que la estaba mirando por primera vez.
En ese momento, la voz del mayordomo les interrumpió anunciándoles el primer invitado.
* * *
La gran mansión en los Jardines Carlton resplandecía de luces. La flor y nata de la sociedad londinense se había dado cita allí.
Los Vizcondes de Palmerston eran una simpática pareja de ancianos que se habían enamorado y casado cuando ambos tenían ya más de cincuenta años.
—Debo felicitarlos a los dos —dijo Lady Palmerston al saludar al marqués y a Perlita—, estoy segura de que ambos encontrarán una enorme dicha en el matrimonio.
Sonrió y, dijo a su marido, que estaba de pie a su lado:
—No hay nada más maravilloso que estar casado con alguien a quien uno ama.
La nota emocionada de su voz hizo que Perlita se sintiera un poco tímida. Fue la única ocasión en que se sintió avergonzada del engaño que estaban llevando a cabo.
Había muchas otras personas esperando para estrechar la mano de los anfitriones. El marqués presentó a Perlita a otros invitados.
Perlita conoció al Duque de Wellington y a numerosos miembros del cuerpo diplomático acreditado en la corte de St. James.
Entonces oyó a alguien exclamar:
—¡Milord! ¡Estaba yo de verras… ansiosa de encontrarrlo aquí esta noche!
Las palabras tenían un fuerte acento extranjero y vio que procedían de una exótica figura, que extendía sus manos hacia el marqués.
Era una mujer de rostro muy atractivo, con pómulos altos y ojos oblicuos. Poseía una sinuosa gracia oriental y era tan atractiva, que Perlita comprendió el repentino brillo de excitación en los ojos del marqués, al contestar:
—Es un honor para mí. Pero estaba seguro… muy seguro de que nos encontraríamos aquí esta noche.
Tomó las manos extendidas hacia él en las suyas y se las llevó a los labios. Entonces, con un repentino estremecimiento, como si de pronto recordara que Perlita estaba con él, dijo:
—¿Me permite presentarle a mi esposa? Perlita, Su Alteza la Princesa Kaupenski.
Perlita hizo una reverencia y la princesa añadió:
—Debo presentarr a su esposa al barón… estoy cierrta que quierre conocerla.
Perlita se encontró de pronto conversando con un joven diplomático ruso. Cuando buscó al marqués con la mirada, tanto él como la princesa habían desaparecido.
Perlita bailó con el barón y después con otros invitados.
En tanto pasaba de una pareja a otra, Perlita se preguntaba qué habría sido del marqués. Habló con sus compañeros de baile sobre la princesa y descubrió que era una de las bellezas más admiradas de Londres.
Estaba emparentada con la familia real rusa. Su marido era un attaché en la Embajada de Rusia, y la princesa había causado un gran impacto social desde su llegada.
—¡Es encantadora! —dijo uno de los invitados a la cena—. Tiene todo el encanto del Oriente concentrado en sus ojos y los movimientos de su cuerpo. Eso es lo que piensan todos cuantos la conocen.
—¡Me imagino que se refiere a los hombres! —comentó Perlita con ligereza.
El caballero se echó a reír.
—¡Tiene usted razón, Lady Melsonby! Somos los hombres los que nos sentimos así. ¡A las mujeres les gustaría sacarle los ojos!
—Le aseguro que yo no haría nada tan violento —sonrió Perlita.
—Usted no tiene necesidad de sentirse celosa de nadie —dijo su pareja con galantería—, aunque en el…
Se detuvo de pronto y Perlita comprendió que había estado a punto de decir algo poco agradable sobre el marqués. No le sorprendió. Sabía que el marqués tenía fama de ser un donjuán.
Esperaba, sin embargo, que el marqués volvería a tiempo para llevarla a tomar el refrigerio que servían en el comedor. Como no vio señales de él, aceptó la invitación de Lord Derby, a quien había conocido ya durante una cena.
—Tenía muchos deseos de volver a hablar con usted, Lady Melsonby —dijo cuando se sentaron—. Quiero suplicarle que haga que su esposo se interese en la política. Es muy brillante. Sería muy útil al partido.
—Haré todo lo posible por alentarlo a que tenga una participación más activa —prometió Perlita.
Se preguntó si ésa podría ser la solución para el visible aburrimiento del marqués con el mundo social.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Lord Derby añadió:
—No sabe cuánto me alegré de que Lord Melsonby se casara con usted. Los jóvenes pierden demasiado tiempo en la búsqueda del amor. Ahora que él la ha encontrado a usted, podrá dedicarse más a la política. Necesitamos hombres como él. El problema es que nos resulta muy difícil comprometerlo a que nos ayude. Apenas aparece en la Cámara de los Lores.
—Veré lo que puedo hacer —prometió Perlita.
Cuando terminaron de tomar el refrigerio, Lord Derby se reunió con su esposa y Perlita empezó a moverse de un lado a otro, con la esperanza de encontrar a alguien conocido.
Cuando llegó al invernadero descubrió, medio escondidos entre los helechos y las flores, al marqués y a la princesa, que conversaban íntimamente en un sofá. Debían haber estado allí toda la noche, pensó ella.
La princesa tenía el rostro levantado hacia el marqués, y él estaba vuelto hacia ella, con sus ojos oscuros clavados en la incitante boca roja de ella.
Perlita comprendió que no debía interrumpirlos. Estaba segura de que el marqués se había olvidado hasta de que existía.
Salió de allí y siguió caminando sin saber a dónde dirigirse.
Se asomó a uno o dos salones: tolos los sofás estaban ocupados por parejas enfrascadas en conversaciones privadas.
Al abrir otra puerta, se encontró en una pequeña habitación, decorada con un gusto más masculino. Se dedicó a contemplar la decoración de la sala. Al llegar al extremo más alejado de la puerta, oyó voces masculinas.
—¿Vas a participar con algún caballo en la Nacional? —preguntaba un hombre.
—Pensé que Bushranger tenía alguna posibilidad de ganar —fue la respuesta—, pero el caballo de Melsonby, Columbine, le gana siempre que corren juntos.
—Es un buen animal —dijo el primer hombre—, pero, caramba, Harry… ¡cómo detesto a su dueño!
—No eres el único —dijo el hombre llamado Harry—. Pero no te preocupes, Colbrooke, recibirá su merecido.
—Lo dudo mucho. Llevo años maldiciéndolo y él sigue pujante y robándonos todas las mujeres que puede.
—El momento de la venganza, que tanto hemos esperado los que odiamos a Melsonby llegará esta misma noche —contestó Harry.
Perlita se quedó inmóvil. Sabía que no debía seguir escuchando, que debía retirarse, pero después de haber oído aquella última frase, no pudo hacerlo.
—¡Vamos, vamos, Harry! Cuéntame qué es lo que va a pasar.
—No debo decírtelo —contestó Harry.
Perlita comprendió que Harry había bebido demasiado. No estaba borracho, pero arrastraba las palabras y a ella le parecía que hablaba de aquella forma confidencial porque el vino le había soltado la lengua.
—Somos viejos amigos, Harry —insistió Colbrooke—. Tú tienes algo interesante que contarme de Melsonby. ¡Y tú sabes muy bien que yo estoy ansioso de oírlo!
—Yo no sabía que tú lo odiabas…
—¡Claro que lo detesto a muerte! Y si tienes algo que decirme de él, en contra suya por supuesto, te escucharé con deleite.
—Entonces, puedo informarte que Columbine no correrá en la Nacional, para empezar.
—¿No? —La voz de Colbrooke parecía sorprendida—. ¿Por qué no?
—Porque Melsonby estará muerto… ¡por eso!
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo lo sabes?
—Es un secreto —dijo Harry.
—¡No me salgas con ésas! —protestó Colbrooke—. Anda, Harry, toma otro trago y dime lo que sabes. La curiosidad me consume.
—Si quieres saber la verdad, Melsonby se burló de mi hermana Karen.
—¿De veras?
—Le prometió casarse con ella y después se casó con otra. ¡No es una conducta digna de un caballero!
Perlita comprendió que estaba cada vez más borracho.
—¿Así que Karen está furiosa con él?
—¡Anda rabiando y echando fuego! ¡Parece un leopardo herido! —dijo Harry—. Pero se va a vengar de él.
—¿Cómo?
—¡Es un plan genial! ¡Karen tiene cerebro!
—Pero ¿cómo se va a vengar de Melsonby? —preguntó Colbrooke.
—Te lo voy a decir. ¿Conoces a esa mujer rusa detrás de la cual anda desde hace tiempo?
—¿Te refieres a Zelina Kaupenski? —preguntó Colbrooke.
—¡Ella! ¡Yo nunca puedo pronunciar esos malditos nombres extranjeros! Muy linda mujer. A mí me gustaría también hacerle el amor… pero nunca he tenido oportunidad.
—¡Ni la tendrá tampoco Melsonby! —dijo Colbrooke—. El príncipe es un celoso fanático… jamás la deja sola.
—Eso es lo que dijo Karen. Le dijo al príncipe que Melsonby andaba tras su esposa y ella tras Melsonby. Él no la creyó.
—Es lógico.
—Karen dice que se puso furioso y habló de la absoluta fidelidad de su esposa. —Harry se echó a reír—. Entonces Karen lo retó a que pusiera esa fidelidad a prueba.
—¿Sí? ¿De qué manera?
—Le dijo al príncipe que si creía que su esposa era tan fiel, la dejara sola una noche o dos. Que le dijera que se iba a París, pero que en realidad se escondiera en la casa de un amigo.
—¿Me quieres decir —preguntó Colbrooke— que el príncipe le está dejando a Melsonby el campo abierto aparentemente?
—¡Así es! Lo tiene vigilado por uno de sus expertos espías. En el momento en que Melsonby entre en su casa, el príncipe los sorprenderá.
—¡Caramba, cómo me gustaría estar ahí!
—¿Para ver un asesinato?
—¿Realmente el príncipe intenta matar a Melsonby?
—Le dijo a Karen que mataría a cualquiera que tocara a su esposa. Ya conoces a estos rusos apasionados… ¡mata primero, pregunta después! ¡A mí me pareció un plan fantástico!
—Me parece increíble… pero, al mismo tiempo, si Melsonby estuviera muerto… ¡creo que Bushranger ganaría la Nacional!
Perlita había permanecido inmóvil todo el tiempo.
Se dio la vuelta y salió a toda prisa de la habitación. Se dirigió al invernadero, pero el sofá donde habían estado sentados el marqués y la princesa estaba vacío.
¡Debía prevenirlo… debía decirle que le habían puesto una nueva trampa… mucho más peligrosa que aquella de la que ella lo había salvado!
Se dirigió al comedor para buscar a la pareja. Tampoco los encontró allí. Subió corriendo la amplia escalera, hacia el salón de baile. Tenía una abrumadora sensación de peligro.
Casi había llegado al salón de baile cuando vio que el amigo del marqués, el Capitán Johnny Gerrard, venía hacia ella.
—Hola, Lady Melsonby —dijo—. Estaba buscándola.
—¿Dónde está mi esposo? —preguntó Perlita, casi sin aliento.
—Eso venía a decirle —contestó el capitán—. Ivon la buscó y al no encontrarla, le dejó un mensaje conmigo. Recordó que tenía una cita en el club. Me ha pedido que la acompañe a casa.
—¡Ha ido al club! —repitió Perlita, antes de comprender que era una simple excusa.
Sabía a dónde había ido el marqués. Sabía con absoluta certeza que se había ido con la princesa y que, a menos que ella pudiera salvarlo, iba hacia una muerte segura.
—¡Tengo que irme ahora, inmediatamente! —dijo al capitán.
—¿No quiere bailar conmigo antes de marcharse?
—Perdóneme, pero no puedo —exclamó Perlita—. ¡Tengo que ir a casa!
Empezó a bajar rápidamente la escalera. El capitán, desconcertado, la siguió y en cuanto llegaron al vestíbulo dio instrucciones al lacayo para que prepararan el carruaje de la Marquesa de Melsonby a toda prisa. El Capitán Gerrard miró a Perlita.
—¿Quiere que vaya a buscar su abrigo?
—No tiene importancia. Lo mandaré a buscar mañana.
—Pero, podría usted tener frío… —empezó él.
—Escúcheme, Capitán Gerrard —lo interrumpió Perlita—. Quiero ir a casa sola… le agradezco su ofrecimiento, pero es importante que me vaya sola. Será suficiente con que me acompañe a mi carruaje.
—¿Está usted segura? No es conveniente que una mujer viaje sola en Londres, aunque lleve cochero y dos lacayos para protegerla.
—Prefiero ir sola —dijo—. No puedo explicárselo ahora.
—Muy bien —dijo el Capitán Gerrard un poco rígido.
Ella comprendió que no sólo estaba desconcertado, sino casi ofendido por su conducta.
Cuando el coche apareció, el capitán la acompañó a él.
—Gracias… muchas gracias —dijo al capitán, que se retiró.
Preguntó al lacayo:
—¿Llevaron a Su Señoría hace poco tiempo?
—Sí, milady.
—¡Llévenme a donde le dejaron!
El lacayo pareció titubear, y Perlita insistió:
—¡Haga lo que le ordeno y a toda prisa! ¡Es cuestión de vida o muerte!
El hombre pareció asombrado, pero cerró la puerta y los caballos se pusieron en marcha. Perlita había adivinado que el marqués iría en su carruaje y no en el de la princesa, por temor de que los sirvientes de ella hablaran.
Ahora lo importante era llegar antes que el príncipe. Se preguntó dónde estaría oculto. El espía debía haberle ido a avisar que habían salido juntos y él se dirigiría a su casa ciego de celos.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! —gritó Perlita al cochero. Ella sentía que con cada segundo que pasaba, el marqués se acercaba sin remedio a la muerte. Estaba desarmado, sin duda, pero eso no detendría al príncipe, si se dejaba cegar por los celos.
Perlita sabía que si lo mataba, el príncipe se defendería diciendo que lo había hecho en defensa de su honor. Y reclamaría, además, inmunidad diplomática.
Lo devolverían a Rusia, pero ¿qué podía importarle eso a él? Había muchas otras embajadas en el mundo a las que podía ser enviado.
Los caballos se detuvieron. Estaban frente a una amplia mansión de la Calle Curzon.
Cuando el lacayo abrió la puerta del carruaje, Perlita saltó y corrió hacia la puerta. Cuando la puerta se abrió, vio que sólo había un somnoliento lacayo a cargo de la casa y se preguntó si se habría equivocado.
Pero entonces, sobre una silla del vestíbulo, vio la chistera y la capa del marqués.
¡Había llegado a tiempo!
—Tenga la bondad de informar al Marqués de Melsonby que está aquí su esposa.
—¿El Marqués de Melsonby, milady? —repitió el lacayo.
—Sí, debe estar con su señora. ¡Por favor, dígale que estoy aquí!
Señalando la puerta de un pequeño salón, el lacayo dijo:
—Puede esperar aquí, milady.
—Dése prisa en dar mi mensaje a Su Señoría —dio Perlita en tono autoritario.
El lacayo cerró la puerta, pero un segundo después Perlita la abrió con suavidad. El hombre subía la escalera. No se detuvo en el primer piso, sino que subió el segundo tramo de escalera.
Perlita contuvo el aliento. Se preguntó qué haría el marqués.
A través de la puerta entreabierta vio que el lacayo volvía ya. Bajaba con lentitud la escalera y justo cuando llegó al vestíbulo, llamaron a la puerta.
Perlita se estremeció y su corazón dio un vuelco. ¡Sabía demasiado bien quién llamaba!
El lacayo abrió la puerta y apareció una alta figura que lo empujó a un lado.
—¿Dónde está la señora? —preguntó.
Entonces, antes de que el lacayo pudiera contestar vio el sombrero y la capa del marqués en la silla del vestíbulo.
Lanzó un gruñido de furia y se dirigió a la escalera.
Perlita salió en ese momento al vestíbulo.
—Buenas noches, Alteza.
El príncipe se volvió hacia ella sorprendido. Perlita hizo una reverencia.
—Permítame presentarme —dijo ella—. Soy la Marquesa de Melsonby y tenía muchos deseos de conocerlo.
—¿De conocerme? —repitió el príncipe mecánicamente.
—Sí, lamenté mucho saber que no pudo asistir a la reunión de Lady Palmerston. Fue una fiesta preciosa. Sólo faltó usted.
Perlita comprendió que el príncipe no la estaba oyendo, sino mirando al fondo del salón en cuyo umbral se encontraba ella.
Era un hombre apuesto, con una belleza masculina un poco atrevida que le daba un aire de pirata, con oscuros ojos desconfiados, largas patillas y una boca gruesa y sensual.
—¡Mi esposa! ¿Dónde está? —preguntó con voz áspera.
—La princesa ha sido muy amable con nosotros —contestó Perlita—. Nos ha estado mostrando a mi esposo y a mí su casa. Estamos pensando hacer mejoras en la nuestra, ahora que nos hemos casado, y la princesa nos ha estado dando algunos consejos.
—No tengo idea de lo que dice usted, señora —dijo el príncipe con voz aguda—. Quiero hablar con mi esposa.
—Le está mostrando el salón a mi esposo —contestó Perlita—. Hubiera subido con ellos, pero me duelen mucho los pies, de tanto bailar.
—Si me permite —dijo el príncipe y se volvió hacia la escalera.
Perlita extendió la mano en actitud de súplica.
—¿Tendría la bondad de darme un vaso de limonada? Tengo mucha sed.
Pensó por un momento que el príncipe se negaría; pero su entrenamiento diplomático lo hizo actuar de forma convencional.
—¡Un vaso de limonada! —dijo, entrando en el salón en cuya puerta había estado esperando Perlita.
Había una mesita con bebidas en un rincón. Había varias botellas de cristal cortado y vasos de cristal. También había una jarra de limonada. El príncipe sirvió un vaso con toda rapidez y se lo ofreció.
—Tengo prisa… ahora, si me permite —empezó el príncipe.
—¿No habrá un poco de azúcar, Alteza? —lo interrumpió Perlita—. La limonada está deliciosa, pero un poco amarga. ¡Me gustan las cosas muy dulces, aunque dicen que no me hacen bien!
De nuevo los buenos modales del príncipe impidieron que se negara a hacer lo que Perlita le pedía.
—¡Azúcar! —dijo entre dientes.
—Es muy amable por tu parte —dijo Perlita en tono ligero—, pero siento un poco amarga la limonada.
El príncipe no la estaba escuchando, ardía en deseos casi violentos de ir a buscar a su esposa. Con profundo alivio, escuchó unas pisadas en el vestíbulo.
Ella estaba de pie cerca de la puerta, mientras que el príncipe, de espaldas a ella, seguía buscando en la mesa de las bebidas, cuando el marqués entró. Perlita vio que venía furibundo.
—¿Qué quiere decir…? —empezó con voz de trueno.
Perlita le miró y sus ojos le hicieron una señal de advertencia. Entonces vio al príncipe a espaldas de ella. Hubo una pausa infinitesimal antes de que ella lograra exclamar:
—¡Oh, ya estás aquí, Ivon! Acabo de decir a Su Alteza lo amable que fue la princesa al mostrarnos su casa.
Comprendió que ninguno de los hombres la escuchaba. El príncipe miraba al marqués con expresión interrogadora; el marqués logró que su expresión fuera inescrutable.
—Buenas noches, Alteza, es un placer verlo. Lo echamos de menos en la fiesta de Lady Palmerston.
El príncipe no dijo nada; había algo amenazador en la mirada que dirigió al marqués. Perlita dejó el vaso de limonada, que no había tocado.
—Creo que, si nos perdona, Alteza, vamos a marcharnos a casa. Estoy muy cansada. No se moleste ya en buscar el azúcar.
—Tienes razón, Perlita —dijo el marqués—. Es hora de volver a casa.
Perlita extendió la mano hacia el príncipe.
—Buenas noches, Alteza —dijo—. Gracias por sus atenciones.
Ella hizo una reverencia. El príncipe tocó su mano por un momento y se la llevó de manera superficial a los labios. Hizo una inclinación de cabeza y los acompañó al vestíbulo. El marqués tomó su capa y su chistera.
—Buenas noches, Alteza. Esperamos verlo muy pronto en la Casa Melsonby.
El príncipe no contestó. Con toda calma, aunque el corazón de Perlita palpitaba con fuerza en su pecho, el marqués la ayudó a cruzar la calle y la siguió hacia el carruaje.
El lacayo cerró la puerta. Se hizo un pesado silencio. Los caballos trotaban cuando el marqués preguntó:
—¿Cómo supiste dónde estaba?
—Era otra… trampa —contestó Perlita en voz baja—, planeada por… lady Karen. El príncipe llegó con intenciones de… matarte.
—¡Caramba! —exclamó el marqués, furioso—. ¿Se ha vuelto loco el mundo? ¡No puedo creer que estas cosas me estén pasando a mí!
—Pudo haberte… matado —murmuró Perlita.
—Si esto es lo que voy a tener que soportar el resto de mi vida —rugió el marqués—, ¡cuanto antes me maten, mejor!