Capítulo 5
El marqués, que volvía en su carruaje, procedente de Epsom, ya no sentía el malhumor que lo invadía todavía esa mañana, al salir de Londres.
Habían cabalgado hasta caer exhaustos, su montura y él.
Eso hizo desaparecer la rabia que había sentido y ahora sólo se sentía avergonzado por haber sido cruel con Perlita la noche anterior.
Lo había enfurecido el hecho de que lo hubiera salvado de nuevo de una situación que él comprendía que, de no haber intervenido ella, habría resultado muy seria, quizá fatal. Y lo enfurecía, sobre todo, su propia sensación de culpabilidad porque lo que lo había colocado en esa situación no era algo de lo que pudiera sentirse orgulloso.
Tuvo que admitir que había perdido la cabeza. Llevaba persiguiendo a la princesa más de un año, y el que se le hubiera ofrecido tan fácilmente, le había hecho olvidar hasta la más elemental cortesía con su aparente esposa.
Todos en Londres sabían que el príncipe sentía unos celos locos y apasionados de su atractiva esposa y que jamás la dejaba sola. Era casi imposible encontrar una oportunidad.
Cuando la noche anterior la princesa le había informado que su marido estaba de viaje, casi no pudo creer a su buena fortuna.
Y sus ojos rasgados tenían tal expresión que reveló al marqués con toda claridad, lo que ella apenas si se había atrevido a insinuar con la mirada en otras ocasiones: que lo deseaba a él con tanta pasión como él la deseaba a ella.
—¿A dónde fue su esposo? —preguntó cuando dejaron a Perlita con el barón y se disponían a buscar un pequeño oasis de paz en el invernadero.
—A Parrís —contestó la princesa—. Salió esta mañana y no creo que vuelva antes de cuatrro días… ¿eso le parrece… bien?
—Tú sabes cuánto he estado esperando por esto —dijo el marqués con su voz ronca, tuteándola y hablándole por primera vez en tono íntimo.
—¿Porr qué? —preguntó ella con aire provocativo.
—¿Quieres que te lo diga, de veras?
—¡Sí, sí… dímelo…! —murmuró la princesa—. Quierro oírrte… quierro oírr… todas esas cosas que no hemos, podido decirrnos…
Era encantadora y muy experta en el arte de provocar con las palabras, con la mirada, con los gestos.
Habían hablado hasta que ambos comprendieron que la llama que ardía en su interior no podía esperar más tiempo.
El marqués entonces tomó a la princesa del brazo y se dirigieron a la puerta principal. Mientras le entregaban el abrigo a ella, él fue a buscar a Johnny Gerrard para pedirle que acompañara a su esposa a su casa, porque él había recordado un compromiso urgente en el club.
Tan pronto como se encontró a solas con la princesa en la intimidad de su coche cerrado, que los llevaba hacia la casa de ella, la tomó en sus brazos y la besó con pasión. No necesitaban palabras.
—Hay un solo lacayo y es mi esclavo incondicional —le explicó ella—. Mandé al resto de la servidumbrre a… dormir.
—¿Esperabas que viniera contigo esta noche? —preguntó el marqués, molesto de que ella se hubiera sentido tan segura de conquistarlo.
Como si ella adivinara lo que estaba pensando, dijo suavemente:
—Esperraba… sólo esperraba… no estarr sola.
Él volvió a besarla aunque en el fondo de su mente quedó el resentimiento que le inspiraban siempre las mujeres posesivas.
Por fortuna, pensó después, se entretuvieron un poco bebiendo brandy y conversando antes de subir a la alcoba de la princesa. Tenía una fragancia exótica, era el cuarto de una mujer que utilizaba todos los artificios para acentuar sus atractivos.
Algunos minutos después el marqués la tomó en sus brazos para conducirla hacia la suave cama, con sus cortinajes dorados y sus almohadones de satén. Una colcha de armiño cubría las sábanas de seda.
Era más oriental, más exótica y sinuosa que la misma Karen en sus caricias; pero tenía la misma violenta pasión, la misma ansiedad hambrienta ardía en sus labios.
—Te deseo… te deseo —murmuró contra la boca del marqués.
Su vestido parecía haberse deslizado de su cuerpo palpitante. Las manos de él acariciaban ya la suavidad de su piel.
Entonces llamaron a la puerta y el lacayo repitió en voz alta el mensaje de Perlita. Aún ahora, al recordarlo, el marqués no podía admitir que había sido un tonto al no comprender que Perlita sólo lo hubiera ido a buscar porque estaba en peligro. Trató de justificar la conducta de su esposa, ante la princesa.
—¡Tu mujerr debe estarr loca! —dijo la princesa en un tono que era casi el gruñido de una fiera salvaje—. ¡Mándala a casa… líbrrate de ella… prronto… estoy impaciente por ti!
Él la besó, se arregló la corbata, se puso la chaqueta y bajó la escalera. Iba furioso con Perlita cuando entró al salón.
Pero cuando vio la alta figura del príncipe detrás de ella, comprendió por la expresión del rostro de ella, que se daba muy bien cuenta del peligro del que lo estaba salvando.
Sin embargo, algo perverso dentro de él, lo hizo sentirse furioso con Perlita. Cuando volvieron a casa, le dijo al entrar en la biblioteca:
—Espero que en adelante, no te mezcles en mis asuntos privados.
—¡Pero el príncipe intentaba matarte! —exclamó Perlita desconcertada—. Tenía una pistola bajo la capa… yo la vi.
—Yo me hubiera defendido, estate segura —contestó el marqués.
Ahora comprendía lo injusto que había sido con ella. Se sentía avergonzado de sí mismo. Decidió pedirle disculpas.
Al llegar a la casa y entregar las riendas al cochero, vio con irritación que había un carruaje cerrado en el sendero que conducía a la puerta de la casa. Había visita y no podría hablar a solas con Perlita.
El marqués entró en el vestíbulo. Vio a alguien que bajaba la escalera a toda prisa y comprendió, atónito, que era su hermana.
—¡Ivon! —exclamó ella—. Me alegro de que hayas vuelto. Temí que no te vería.
—Helen, ¿qué haces aquí? ¡Pensé que estabas en la India!
—Estábamos —contestó Helen—, pero a Edward lo han nombrado para un puesto alto aquí, en Inglaterra. ¿No es emocionante?
—¡Espléndido! —exclamó el marqués—. Debo felicitarlo.
—No puedes hacerlo ahora, está enfermo. Lo han llevado al hospital. ¡Oh, Ivon, estoy tan preocupada por él!
—¿Al hospital? ¿Qué tiene? —preguntó el marqués.
—Contrajo una fiebre cuando navegábamos hacia acá —explicó Lady Helen—. ¡Empeoró y el doctor del barco insistió en que fuera hospitalizado al llegar a Londres! Ya te contaré, ahora tengo que volver a su lado. ¡Dejé a los niños con tu esposa, Ivon… es un ángel! ¡Qué afortunado fuiste al casarte con una muchacha tan encantadora!
—¿Los niños? —preguntó el marqués, pero su hermana había echado ya a correr hacia la puerta principal y subía al carruaje que la estaba esperando.
El marqués se volvió hacia el mayordomo con expresión consternada.
—¿Qué estaba diciendo Lady Helen sobre los niños? —preguntó.
—Tengo entendido, milord que no sólo el Coronel Winston enfermó, sino también la niñera. Por lo tanto, Lady Helen trajo aquí a los niños que están ahora con la señora marquesa en el cuarto de los niños.
—Será mejor que vaya yo a ver qué sucede —dijo el marqués.
Subió la escalera a toda prisa. Hacía años que no visitaba la parte destinada a los niños, en la Casa Melsonby. En realidad, no recordaba haberlo hecho desde que él era su principal ocupante.
Ahora había el mismo olor de ropas secándose, de tostadas calientes con mantequilla, de azúcar de cebada, que él siempre había relacionado con su niñez.
Al llegar a la parte superior, una joven doncella salió del salón.
El marqués abrió la puerta que acababa de cerrar ella. Se quedó de pie, un momento, contemplando la habitación que estaba grabada en su mente de manera indeleble.
Allí estaba el caballito de madera, bajo la ventana y el biombo decorado con tarjetas de Navidad. Estaba la rejilla, con su remate de latón, donde siempre había ropas infantiles secándose frente al fuego que ardía alegremente.
Vio la casa de muñecas que había pertenecido a Helen, el tambor y las cornetas que habían sido suyos.
El marqués vio sentadas ante una mesita, en el centro de la habitación, dos figurillas que comían tostadas con mantequilla y bebían leche. En el suelo, frente a la chimenea, estaba la bañera redonda que él había usado de niño y que todas las noches los sirvientes llenaban transportando cubos de agua caliente y fría desde el sótano. La bañera estaba llena ahora.
Dentro había un niño, pequeño y regordete. Arrodillada frente a la bañera, sosteniendo al niño con una mano y bañándolo con la otra, estaba Perlita.
Levantó la mirada al oírlo entrar. Tenía las mangas enrolladas hasta los codos. Su vestido estaba cubierto por un amplio delantal de franela y el vapor del baño había hecho que se rizara un poco su cabello, que caía sobre su frente en diminutos bucles dorados. Le sonrió y en sus mejillas aparecieron unos graciosos hoyuelos.
—Buenas noches, Ivon —dijo—. ¡Tenemos visita!
—Eso me ha dicho mi hermana Helen —contestó él.
—Entonces, será mejor que conozcas a tus invitados.
Perlita se dirigió a un niño, recién bañado y muy bien peinado, que miraba al marqués con ojos muy abiertos.
—Alexander, éste es tu tío Ivon, que ha venido a saludarte. Ésta es su casa, así que debes darle las gracias por estar en ella.
Alexander se dirigió hacia el marqués, con la manita extendida.
—Mucho gusto, tío Ivon —dijo con cortesía—. Mamá nos dijo que vivías en una casa grande. Es mucho más grande que la que nosotros tenemos en la India.
—Y ésta es Caroline, aunque la llaman Caro. Es muy tímida y tiene dificultades para pronunciar la erré.
—¡No soy tímida…! —protestó Caro—. No hablo cuando no me gusta la gente.
El marqués se echó a reír y la tomó en brazos.
—Espero gustarte —dijo el marqués sonriente—. Me resulta muy desconcertante estar con gente que no me habla.
Caro lo examinó, inclinando la cabecita hacia un lado. Era muy pequeña y su cabello era del color del sol al amanecer. Tenía grandes ojos azules y una nariz muy pequeña. Cuando creciera sería muy bonita.
—Eres más glande que mi papá —anunció la niña después de un cuidadoso examen—. Pelo me gustas… me gustas muchísimo.
Perlita se echó a reír.
—Sin importar su edad, ¡las mujeres te consideran irresistible! —le dijo bromeando.
El marqués se sentó junto a la chimenea, con Caro en sus rodillas.
—¿Y qué me dices del número tres? —preguntó, mirando al bebé que ella estaba bañando.
—Éste es Thomas —explicó Perlita—. Sólo tiene un año así que todavía no es un gran conversador.
Como si Thomas comprendiera que lo estaban menospreciando, dio un manotazo en el agua y salpicó el rostro de Perlita.
—¡Eso te enseñará a no ser criticona! —comentó el marqués riendo.
Levantó al bebé en brazos y lo envolvió en una gruesa toalla.
Era una escena muy familiar, pensó el marqués; una escena en la que no había pensado en los últimos años.
—¿Tienes tú que hacer esto? —preguntó a Perlita, viéndola secar al bebé.
—No hay nadie más —contestó ella—. Tu hermana te habrá dicho que el aya enfermó y tuvieron que dejarla en un hospital en Lisboa.
El marqués no dijo nada y ella continuó diciendo:
—Pero pensé que tal vez podría mandar a buscar a mi vieja niñera. Le encantaría venirse aquí. Iba a preguntarte, de cualquier modo, si podía traerla.
—Por supuesto, ésa es la solución perfecta —dijo el marqués—. Ordenaré que vaya un carruaje a buscarla a primera hora de la mañana. Supongo que es ya demasiado tarde hoy, ¿no?
—Esta noche yo los cuidaré —dijo Perlita.
—¿No puede hacerlo la señora Jenson? —preguntó él.
—Es demasiado mayor —contestó Perlita—. Además, creo que a los niños los asustaría. Y las doncellas son demasiado jóvenes.
—Muy bien —dijo el marqués—. Dejaré en tus manos los arreglos.
—Ya es hora de acostarse, Alexander —dijo Perlita—. Tu mamá ha dicho que os acostarais a las seis.
—¿Dónde van a dormir? —preguntó el marqués.
—Alexander ocupará el cuarto que tú tenías de niño —contestó Perlita—, y Caro dormirá en el de su mamá. Yo dormiré con Thomas en el dormitorio de las niñeras.
—¿De veras quieres hacer eso? —preguntó el marqués asombrado.
—No lo puedo confiar a nadie más —contestó Perlita, sosteniendo al bebé contra su pecho, mientras lo acababa de vestir.
Se había quedado dormido, con la rizada cabecita apoyada contra un seno de ella. Perlita bajó la mirada hacia él. El marqués los contempló.
Era la imagen eterna de la madre y el niño, que había sido inmortalizada por los grandes artistas de todas las épocas.
Los ojos de Perlita estaban llenos de ternura y había una expresión en su rostro desconocida para él.
—¿No me ayudas a rezar? —preguntó Alexander a Perlita.
—Estaré contigo tan pronto como acueste al niño en la cuna —contestó Perlita.
Entonces miró al marqués con una expresión traviesa en los ojos.
—¿Me harás el favor de acostar a Caro? —preguntó—. Ella ya sabe dónde va a dormir.
—Yo te enseño, tío Ivon —dijo Caro—, y yo lezalé contigo. Siemple lezo con papá, pero él está enfelmo.
—Trataré de ocupar su lugar —dijo y comprendió que Perlita se estaba divirtiendo, aunque no decía nada.
Llevó a Caro a su dormitorio. Era una habitación pequeña.
Había varias muñecas en un sillón y un gran oso de peluche sobre la cama.
—Son los juguetes de mi mamá —dijo Caro llena de orgullo—. Dice que tú le escondías sus muñecas…
—¡Qué malo era yo! —dijo el marqués—. Espero que Alexander no te haga cosas así a ti.
—Si lo hace… le lompo sus soldados.
—No debes ser mala con Alexander —le advirtió el marqués—. Las mujeres con frecuencia son groseras con los hombres y eso está muy mal.
—¿Las mujeles son malas contigo, tío Ivon? —preguntó Caro.
—Algunas veces.
—Entonces… yo selé buena contigo —anunció.
—Eso me gustará mucho. Pero ahora, ¿cómo rezas?
—Mi papá se sienta en la cama y yo me pongo de lodillas junto a él.
—Muy bien, eso haremos —aceptó el marqués.
—Dios bendiga a mamá, a papá, a Alexander, a Thomas, a mi aya y a todos mis amigos y me haga una niña buena para el Niño Jesús… amén.
Al terminar, Caro rodeó con sus brazos el cuello del marqués.
—Te quielo, tío Ivon —dijo—. Mañana lezo pol ti también.
—Gracias —dijo él. La oprimió y le besó la mejilla—. Duerme bien, Caro —le dijo con gentileza—. Y si te portas bien, te llevaré a pasear mañana en mi faetón. ¿Te gustaría eso?
Los ojos de ella se iluminaron.
—¡Oh, sí, muchísimo! ¡Plómetelo… plómetelo!
—Lo prometo —dijo el marqués.
Oyó que Perlita entraba en la habitación.
—¡Hora de dormir! —dijo con fingida severidad—. Deja de coquetear con tu sobrina, que ya es hora de que se duerma.
El marqués salió de la habitación y Perlita lo siguió un momento después.
Perlita tenía puesto todavía el delantal de franela con el que había bañado a Thomas. Sus mejillas estaban encendidas, sonreía y parecía muy feliz. El marqués pensó que así era como debía ser una mujer: suave, tierna y gentil.
—Siento no poder ir contigo esta noche —dijo Perlita—. Tendrás que disculparme ante la señora duquesa.
—¿No puedes dejarlos con alguien? Ya están dormidos —sugirió él.
—Prefiero no hacerlo —contestó Perlita—. Están en una casa extraña, podrían despertar y asustarse si no estoy para tranquilizarlos.
—Se encariñaron muy pronto contigo —comentó el marqués.
—Me encantan los niños —confesó Perlita.
—Tal vez tengas algún día una docena de hijos tuyos.
Al marqués le pareció que sus ojos se iluminaron por un segundo ante la idea; pero dijo:
—Eso significaría tener un marido y tú sabes que eso es algo que no soportaré nunca.
Él iba a discutir, pero la doncella entró y cambió de tema.
—¿Dónde vas a cenar? —preguntó a Perlita.
—Aquí arriba. Pediré que me suban algo más tarde.
—Yo le daré la orden al cocinero.
—Gracias —contestó Perlita—, y diviértete.
Perlita hizo llamar a Martha, su doncella personal.
—Sube todas mis cosas aquí, Martha —dijo—. Quiero ponerme esa bata que compré hace dos días. Sólo me pondré un camisón debajo. Me acostaré tan pronto haya comido algo.
—Muy bien, milady —contestó Martha.
—¡Ah, y tráeme pluma y papel! Voy a escribir a mi vieja niñera para pedirle que venga mañana y se haga cargo de los niños.
—Eso me parece muy bien, milady.
Calculó que, si no había ningún problema, su nana estaría con ella por la tarde. ¡Qué maravilloso sería volver a verla!
Perlita tenía curiosidad por saber qué había sucedido después de su huida. Esperaba que Sir Gerbold no hubiera descargado su furia en la anciana que la había ayudado a escapar.
Martha, su doncella, llegó poco después a ayudarla a desvestirse y ponerse el camisón y su nueva bata blanca.
Era de pesada seda china, blanca, abotonada desde el pequeño cuello de encaje hasta los pies. Aunque el talle era ceñido, llevaba pliegues en la cintura para hacer la falda voluminosa, sin necesidad de enaguas.
Al entrar de nuevo en el salón, se quedó sorprendida. Mientras ella se cambiaba, habían puesto la mesa, con un mantel de encaje, candelabros de plata, fuentes con frutas, claveles… ¡y dos cubiertos!
Un lacayo entró, llevando varias botellas de vino.
—Debe haber un error —dijo Perlita—. Su Señoría va a cenar fuera.
—Su Señoría ha cambiado de opinión —dijo el marqués desde la puerta.
Perlita le miró con ojos asombrados.
—¡Oh, no debiste quedarte por causa mía! ¿Qué dirá la duquesa?
—Le he enviado una explicación con la verdad. ¡Que mi hermana ha llegado inesperadamente con una manada de niños!
—Le parecerá muy extraño que los niños sean más importantes para ti que una cena en la casa ducal.
—En realidad no me he quedado en casa por los niños —dijo el marqués sonriendo—, sino por ti.
—Eres muy amable pero no era necesario.
—¡Claro que sí! —exclamó el marqués—. Vengo a pedirte perdón, de la manera más humilde, Perlita. ¿Podrás perdonarme la forma en que me porté anoche? Me he sentido avergonzado todo el día.
—Pero… si no hay nada que perdonar —dijo ella con timidez.
—Eres muy generosa.
—¿Y por qué no voy a serlo? ¡No fue culpa tuya!
—Me temo que muy pocas personas estarían de acuerdo contigo.
—No podías saber que era un complot —dijo Perlita—. Y… la princesa es… muy… atractiva.
—Me parece una conversación extraordinaria entre marido y mujer —dijo el marqués con una sonrisa en los labios.
—Por fortuna no soy tu mujer. Si lo fuera, supongo que estaría muy celosa. Haría una escena y a ti no te gustaría.
—Si yo tuviera esposa —contestó el marqués—, me esforzaría en portarme correctamente.
Habló muy serio y después de un momento, Perlita dijo:
—Sería maravilloso ser como Lord y Lady Palmerston, ¿verdad? Amarse con esa devoción incondicional, aún en la vejez… supongo que eso es lo que todos deseamos.
—Yo pensé que eso era algo que no te interesaba.
—Cuando vi cómo miraba Lady Palmerston a su esposo —murmuró Perlita—, comprendí que debe haber hombres a los que uno puede respetar.
—Me hace sentir más avergonzado de lo que estaba —dijo el marqués en voz baja.
—No, por favor, no hay razón para sentirse así —exclamó Perlita—. Papá decía que todo hombre, en algún momento de su vida, se fascina con una Lili. ¿Recuerdas la historia sobre la otra mujer que había en el Paraíso? ¡No fue el demonio, al tentar a Eva, quien destruyó la felicidad de la pareja, sino Lili, al cautivar a Adán! Al final, desde luego, ella lo perdió porque él volvió con Eva.
—En la vida real, casi nunca hay retorno —dijo el marqués con cinismo.
—No creo que eso sea verdad —protestó Perlita—. Si Adán hubiera encontrado a su verdadera Eva, eso no sucedería.
—¿Qué quieres decir?
—Lili es la tentación, la mujer provocativa que Adán no puede resistir —explicó Perlita—. Pero Eva es una parte de él mismo. Dios tomó una costilla de Adán para hacer a Eva. Nunca puede escapar de ella, en realidad, porque sólo cuando ella está con él se siente completo… ¡un hombre total! O, podría decirse, un hombre y una mujer, hechos el uno para el otro, complementándose mutuamente.
—Me gusta tu versión idealista de las cosas.
—A mí me gusta pensar que es la realidad.
—¿Crees que hay un Adán, en alguna parte del mundo, buscándote?
—Tal vez —admitió Perlita casi contra su voluntad—. Pero las probabilidades de que me encuentre son una entre un millón.
—¿Quieres hacer una apuesta? —preguntó el marqués—. Apuesto a que antes de un año tu Adán te ha encontrado.
Perlita se echó a reír.
—Vas a perder la apuesta.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —dijo el marqués.
—Podría pedirte tus caballos si gano la apuesta —le advirtió.
—Yo podría pedirte algo más precioso si la pierdes —contestó el marqués.
—No puedo imaginarme qué podría ser. Tú tienes mucho más que perder en esto que yo. ¿Crees que haces bien en correr tal riesgo?
—Creo que sí —contestó el marqués.
Le ofreció una copa y levantó la suya.
—¡Por tu Adán, quienquiera que sea!
—¡Por tu Eva! —respondió—. ¡Y que logre la tarea casi imposible de mantenerte fiel a ella!
Ambos bebieron. Poco después apareció el mayordomo.
—La cena está lista, milord.
Se sentaron uno frente a otro y el marqués vio el pequeño rostro de Perlita enmarcado por los candelabros de plata.
Hablaron de cosas intrascendentes durante toda la cena, que fue deliciosa, como siempre en la Casa Melsonby.
Por fin los sirvientes se retiraron, dejando solo una botella de brandy para el marqués y una jarra de limonada para Perlita.
El marqués se sentó en un sillón con una copa de brandy.
Perlita se sentó, como lo hacía siempre, en la alfombra de la chimenea, a los pies de él, con la luz del fuego reflejándose en su cabello.
—¡Qué agradable fue la velada! Parece ingrato que, después de todas esas magníficas cenas y fiestas a las que me has llevado, diga que esta noche he disfrutado más que en cualquiera de ellas… pero así es.
—¿No te has aburrido?
—No, claro que no.
—¿Puedo tomarlo como un cumplido? —preguntó el marqués.
—Si quieres —contestó ella—. Tenía muchos deseos de hablar contigo… quería estar a solas contigo. Pero siempre había mucha gente a nuestro alrededor. Y hay tantas cosas que quiero preguntarte…
—¿Cuáles? —preguntó él.
—Parece ridículo, pero ahora no las puedo recordar —contestó Perlita—. Tal vez se deba a que cuando estás conmigo, me siento segura.
—¿Todavía tienes miedo de Sir Gerbold?
—En realidad, no. Habrá aceptado lo inevitable. Los abogados deben haberle hablado ya de tu visita y de que te han entregado mi fortuna. Supongo que no se volverá a acercar a mí.
—Y si aparece, yo me encargaré de él. Así que procura olvidarlo. Me gustaría verte tan feliz como esta noche, Perlita… no de vez en cuando, sino siempre. Espero no volver a ver jamás en tu rostro ese miedo que había la noche en que te conocí en la posada.
—La noche en que fuiste tan… bondadoso conmigo… —murmuró Perlita—. Entonces comprendí que en un mundo de maldad había una persona en la que podía… confiar.
—Espero no defraudar nunca esa confianza —dijo el marqués.
—No podrías hacerlo —contestó Perlita—. Hay algo en ti… algo que me dice que en tu interior eres honorable y bueno.
—Lady Karen no estaría de acuerdo contigo —dijo el marqués.
—Ella es Lili —dijo Perlita—, y cuando Adán es tan atractivo como tú, es inevitable que muchas Lilis traten de tenerlo.
—Y para salvarme, supongo que debo buscar a mi Eva, ¿no? —dijo el marqués en tono ligero—. ¿La encontraré alguna vez?
—Espero que algún día lo harás —dijo Perlita.
Se preguntó si realmente deseaba que su extraño, pero atrevido engaño, llegara a su fin.