Capítulo 6
Cuando Amorita se miró ante el espejo, se rió.
—¡Nadie esperará que me vea así! —dijo.
—Es como debería verse, señorita —respondió la señora Dawson—, si quiere que le diga la verdad, está preciosa.
Amorita se contempló de nuevo.
La señora Dawson le había llevado el disfraz que la madre del conde usara durante una obra que representaron en el castillo, con motivo de la Navidad. Eran la túnica y las alas de un ángel.
El suave blanco de la túnica y las alas hechas de plumas de cisne eran, sin duda, algo poco usual. Antes de permitirle verse, la señora Dawson había arreglado el cabello de Amorita muy pegado a la cabeza.
Después le colocó un halo dorado.
Amorita en verdad parecía muy diferente a cuando usaba los vestidos que le prestara Milly.
Cruzó por su mente la idea de que, tal vez, Harry se molestara.
Entonces se dijo que sólo tenía dos opciones: Presentarse con un vestido ordinario o con ese disfraz, aunque fuera extraño.
Se dio cuenta de que la señora Dawson esperaba su aprobación y dijo:
—Gracias, querida señora Dawson. Ha sido tan buena conmigo. Es difícil expresarlo con palabras. Pero lo estoy en extremo agradecida.
—Si me lo pregunta —dijo la señora Dawson—, se ve como debe verse, mientras que esos vestidos solo son adecuados cuando se vive en Londres.
Había una nota de desdén en su voz que manifestaba con claridad que desaprobaba a las demás mujeres del grupo de huéspedes.
Amorita pensó, sin embargo, que sería un error verse involucrada en críticas contra cualquiera. Así que, sólo dijo:
—Me siento bastante turbada de bajar, pero supongo que nadie se fijará en mí demasiado.
La señora Dawson no la escuchaba.
Sacaba una muñeca de una caja, que colocó en los brazos de Amorita.
—Eso es lo que debe llevar —aseguró.
Amorita miró a la muñeca, con actitud interrogante.
Estaba arropada en un chal, para que cuando la sostuviera entre sus brazos no pudiera verse el rostro con claridad.
Podía imaginar muy bien los groseros comentarios que haría Zena.
De inmediato se preguntó por qué debía preocuparse.
Dio las gracias de nuevo a la señora Dawson.
En ese instante sonó abajo el gong para avisar a las mujeres que se les esperaba en el salón de baile y presurosa se dirigió a la puerta.
El conde había dicho que no debía verse a las mujeres hasta que éstas se presentaran en el escenario. Por lo tanto, había arreglado que los hombres, incluso él mismo, permanecieran sentados en el salón de baile antes de que apareciera la primera de ellas. Cuando Amorita bajó, un lacayo la condujo por un pasillo hasta la parte posterior del salón de baile. Había una puerta que conducía a una antecámara, donde todas las demás mujeres aguardaban.
Una mirada bastó a Amorita para percatarse de la variedad mostrada de disfraces extraños y atrevidos.
No le sorprendió, en realidad, ver que Zena estaba disfrazada de encantadora de serpientes.
Su vestido era muy revelador.
Tenía una pequeña serpiente de relucientes ojos alrededor de su cuello, otra alrededor de su cintura desnuda y otra más grande en las manos.
Charlaba con Lou Lou, quien estaba vestida de Pierrot, con una peluca larga y rizada y maquillaje muy acentuado.
Como tenía bellas piernas se le veía muy atractiva, aunque bastante atrevida.
Al entrar Amorita en la antecámara, un sirviente le entregó un número.
Ella comprendía que correspondía al orden en que aparecería cada una.
Era once, lo que significaba que sólo pasaría una mujer después de ella.
Por lo tanto no había prisa, así que, con la esperanza de que nadie se fijara en ella, se dirigió hacia la ventana.
Se abría al jardín.
Se deslizó hacia fuera, pensando que era un momento propicio para admirar la fuente.
Era algo que anhelaba hacer.
Sólo pudo darle una breve mirada antes que Harry la alejara de ahí.
Atrás de ella escuchó que empezaba a tocar la música cuando la primera «Incomparable» avanzó por el escenario.
Se escucharon aplausos y ella se apresuró.
La fuente era más hermosa de lo que pensara, muy antigua y labrada.
El agua surgía de la boca de un delfín sostenido por un Cupido.
La arrojaba hacia el cielo y resplandecía con los últimos rayos del sol en el ocaso.
Le pareció a Amorita que eran cómo plegarias enviadas al Cielo.
De pronto, se dio cuenta de que un hombre estaba de pie junto a ella.
—Lamento llegar tarde, Madame —habló sin aliento—. Pero me perdí. Aquí tiene lo que ordenó y el amo dice que con una gota queda como muy bebido, con dos, bebido perdido y con tres, ¡se queda frío!
Hablaba con marcado acento de los barrios bajos y era evidente, por su agitación, que había corrido.
Entonces, cuando le entregó el objeto, Amorita vio que era una botellita.
De pronto, una voz cortante dijo:
—¡Eso es para mí!
Zena le arrebató la botella.
Antes que Amorita pudiera decir algo, se volvió hacia el hombre y le espetó indignada:
—¿En dónde demonios ha estado? ¡Lo esperaba hace una hora!
—¡Lo sé, lo sé! —aceptó el hombre—, pero no encontraba el lugar.
Amorita se alejó a toda prisa.
No deseaba verse involucrada con Zena, que era tan insolente con ella.
Fue algo muy desafortunado que el hombre las hubiera confundido.
Rodeó la fuente y vio adelante un jardín de rosas, entonces miró hacia atrás.
La fuente estaba desierta.
No había señales de Zena, ni del hombre. «Me pregunto qué le trajo», se dijo.
Entonces recordó las palabras que él pronunciara.
De pronto comprendió que la botella que había tenido unos momentos en sus manos contenía alguna droga.
¿Qué había dicho?
«Con una gota queda como muy bebido, con dos, bebido perdido y con tres, ¡se queda frío!».
«Estoy segura de que le va a hacer algo horrible a alguien», pensó Amorita.
Y como Zena era la compañera de Sir Mortimer, estaba segura de que todo eso estaba relacionado con el dinero.
Zena había intentado que Harry le diera parte de sus ganancias.
«Debo advertirlo», se dijo.
Podía escuchar los aplausos a través de la ventana abierta del salón de baile.
Cuando al fin regresó a la antecámara encontró que sólo quedaban cuatro mujeres.
—¿En dónde has estado? —preguntó una de ellas—. Pensé que perderías tu turno.
—Deseaba mirar la fuente —respondió con sinceridad Amorita.
Se sintió aliviada al ver que Zena ya había salido al escenario.
—Bueno, estás muy linda —señaló la mujer—, pero yo no creo que un ángel sea el tipo de persona que uno esperará encontrar en esta fiesta.
Las otras se rieron.
—¡De haberlo pensado, yo habría venido de diablo! —terció una.
—No te preocupes —respondió otra—, Zena hace ese papel, ¡y puedes estar segura de que alguien arderá en el infierno!
Todas rieron de nuevo.
Entonces llamaron al siguiente número y la que había hablado se apresuró hacia el escenario.
Cuando llegó el turno a Amorita, pudo sentir las «mariposas», como ella las llamaba, revolotear en su pecho.
Había atisbado a través de la puerta que conducía al escenario.
Las mujeres que se presentaran antes que ella, se habían dado vueltas y después levantado una pierna en alto, casi hasta arriba de sus cabezas.
Eso provocaba grandes aplausos entre los hombres que las observaban.
Amorita se sintió agradecida de no tener que hacer nada más que avanzar con toda calma.
Si no le aplaudían, carecía de importancia.
Escuchó gritos de «¡Hazlo de nuevo!» mientras el número diez salía del escenario a reunirse con el público.
Como si la banda de música se diera cuenta de que Amorita era diferente, tocó una música muy suave mientras el lacayo de la puerta anunciaba:
—¡Número once!
Con lentitud, porque sentía timidez y también porque sabía que era lo adecuado, Amorita avanzó por el pequeño escenario.
Sostenía la muñeca en sus brazos y se quedó inmóvil, de pie, mirándola.
No tenía idea de que las luces del escenario, hacían que su halo brillara con intensidad.
Su rostro, al que había puesto sólo un retoque suave de maquillaje, era dulce y a la vez, hermoso. Durante un momento se hizo un silencio completo. Todo actor sabe que es el mayor tributo que un público puede brindarle.
Entonces, con la misma serenidad con que entrara, Amorita regresó a la antecámara.
El aplauso fue atronador.
Pensó que sería un error reunirse con el ruidoso público.
Aspiró hondo para recobrar el aliento y se sintió aliviada de que todo hubiera terminado.
Llamaron a la número doce.
La música empezó a tocar con más fuerza. Amorita cruzó la habitación y se dirigió a la ventana para respirar el aire de la tarde.
Cuando colocaba la muñeca sobre una silla, Harry se reunió con ella.
Acudió presuroso y dijo, al llegar junto a ella:
—¡Estuviste maravillosa! ¿De dónde sacaste ese disfraz? Estoy seguro de que no venía en los baúles.
—La señora Dawson me lo proporcionó —explicó Amorita—, de lo contrario no habría tenido qué ponerme.
—Lo sé. Me enteré de eso en el último minuto —admitió Harry—, y me preguntaba qué harías. Pero estuviste maravillosa y muy diferente a las otras.
—Temía que te indignaras por eso.
—No, en lo absoluto, todo está muy bien.
Amorita miró por encima de su hombro y dijo:
—Hay algo que deseo comentarte.
Antes que pudiera hablar, el conde entró por la puerta que daba al escenario y exclamó:
—¡Rita, ganaste! ¡No hubo dudas, los votos fueron casi unánimes!
Amorita lanzó una exclamación ahogada.
—¡No… no lo… creo!
—Es verdad —aseguró el conde—. Aquí están mil libras para ti, Harry, y algo muy especial para Rita.
Mientras lo decía, varios hombres y mujeres se unieron a ellos.
—¿Qué le estás dando? —preguntó Zena con voz recelosa.
Fue casi la primera en aparecer.
Amorita vio que Harry deslizó con rapidez en el bolsillo interior de su chaqueta de etiqueta lo que el conde le diera.
Como el anfitrión esperaba, Amorita abrió el estuche que él colocara en su mano.
Sobre un fondo de terciopelo aparecía un exquisito y sin duda costoso, pensó, collar de diamantes. Lo miró asombrada.
Sin pensar exclamó:
—¡Pero… no puedo… aceptarlo!
—Por supuesto que puedes —afirmó el conde—. Todavía no conozco a una mujer a quien no le agraden los diamantes.
Amorita quiso protestar consciente de qué eso habría escandalizado a su madre.
Siempre le enseñó que una dama jamás aceptaría joyas de un hombre.
Y mucho menos algo tan costoso como ese collar de diamantes.
En ese momento sintió que Harry le daba un pinchazo y recordó quién se suponía que era.
Una actriz como Zena, sin duda aceptaría cuanto le ofrecieran.
Harry sacó el collar del estuche y lo colocó en el cuello de Amorita.
—Gracias, muchas… gracias —manifestó ella, dirigiéndose al conde.
—Pensé que le gustaría —respondió él—, ahora vayamos a cenar.
Le ofreció el brazo a Amorita.
Ella lo aceptó, pensando que como había ganado, él se mostraba cortés.
Sólo hasta que estaba sentada a su derecha a la mesa se dio cuenta de que Zena estaba a su izquierda; por lo tanto, debió ser quien quedara en segundo lugar.
El vino corría en abundancia y todos parecían hablar al mismo tiempo.
Los llamativos disfraces de las mujeres hacían que la mesa se viera muy festiva.
La comida era deliciosa.
Pero como todos bebían tanto, Amorita estaba segura de que no apreciaban lo que comían.
Miró hacia Harry, con la esperanza de que cumpliera su decisión de no beber.
«Si pudiéramos cabalgar mañana antes de irnos», pensó, «¡sería maravilloso! ¡En especial si puedo montar a Hussar!».
Un platillo seguía a otro y las copas se llenaban sin cesar.
Cuando la cena ya se acercaba a su fin, de pronto Zena se volvió hacia el conde y le dijo:
—Te tengo una sorpresa, Roydin, que creo disfrutarás.
—¿Qué es? —preguntó el conde, con tono distraído. Observaba a una pareja que se besaba apasionadamente.
Se preguntaba si, al hacerlo, no romperían sus copas.
Amorita pensaba lo mismo.
También consideraba que su comportamiento rebasaba los límites de la vulgaridad.
—Lo que tengo para ti es una poción de amor —escuchó decir a Zena—, muy especial, de una receta que me legó mi abuela.
—No creo necesitarla —repuso el conde con una sonrisa divertida.
—¿No la probarás, aunque sea sólo para complacerme? —rogó Zena.
Amorita sólo escuchaba de forma vaga, mientras observaba a la pareja sentada al final de la mesa.
Entonces infirió que Zena se proponía drogar al conde.
Le daría a beber el contenido de la botella que el hombre del jardín le diera.
«Si logra embrutecerlo» pensó, «tal vez logre obtener dinero de él».
Vio ahora que Zena tenía una botella en la mesa, frente a ella.
—Sólo te daré un poco —insistía.
Vertió lo que llamó «poción de amor» en una copa de licor.
Amorita comprendió que debía evitar que el conde la bebiera.
Dio un tirón a su collar de diamantes y éste cayó al suelo.
Lanzó una exclamación de angustia:
—¡Oh, mi collar, por favor, milord, recójalo para mí!
El conde se inclinó entre las sillas de ambos y entonces ella le susurró, de modo que nadie más podía escucharla:
—¡No beba lo que ella le dará, es una droga!
El conde la escuchó.
Se incorporó y le entregó el collar.
—Permítame que se lo abroche —ofreció.
Amorita inclinó la cabeza.
Cuando los dedos de él rozaron su piel sintió que una extraña e inexplicable sensación la dominaba.
—Por favor, tenga cuidado de no perder su premio de nuevo; ¡podría desvanecerse! —dijo él.
—¿Y si… eso… sucediera? —preguntó Amorita.
—¡Tendría yo que comprarle otro! —respondió él y se rió de su propia broma.
Al volverse en su silla, su mano golpeó la copa que sirviera Zena.
Se derramó sobre la mesa.
—¡Oh, lo siento, qué torpe soy! —exclamó.
—Te serviré otra —se apresuró a decir Zona. Pero el conde, al parecer, no la escuchó.
Se puso de pie mientras decía:
—Será mejor que vayamos al salón, donde encontrarán que hay mesas de juego para divertirse o, si lo prefieren, una banda de música amenizará en el salón de baile.
Todos empezaron a hablar a la vez, decidiendo hacia dónde irían.
Amorita se dio cuenta de que, al levantarse de sus sillas, varios de los hombres se mostraban tambaleantes.
Harry no estaba sentado junto a ella, pero pensó que comprendería si su hermana se retiraba sin ser advertida.
Cuando llegaron al vestíbulo se dispuso a subir por la escalera.
Al llegar al rellano miró hacia abajo.
Vio a Zena moverse en su habitual sensualidad, con la botella en las manos.
«Al menos salvé al conde», pensó mientras se apresuraba hacia su dormitorio.
No le sorprendió encontrar ahí a la señora Dawson, encantada de que hubiera ganado el primer premio. La ayudo a quitarse el disfraz de ángel.
Después de quitarle el halo, insistió en cepillar el cabello de Amorita.
—Allá abajo todos comentaban que parecía usted, en verdad, un ángel, señorita —comentó la señora Dawson—. Es usted demasiado buena para andar con gente como ésa, y lo digo con sinceridad.
Amorita se sintió inclinada a estar de acuerdo con ella; sin embargo, guardó silencio.
Sólo dio de nuevo las gracias a la señora Dawson. Se metió en la cama, pero no apagó la luz. Estaba demasiado emocionada para dormir.
En cambio, pensó en cuán afortunados eran por haber ganado tanto dinero.
Como abrigó cierto temor de que pudiera desvanecerse, como por arte de magia, saltó de la cama.
Se dirigió al mueble donde lo había escondido.
Después miró el collar, preguntándose cuánto podría obtener por él.
«¿Es mío?» se dijo con orgullo, «y cuando lo venda, cuidaré el dinero con mucho cuidado para que nunca más nos encontremos en la situación en la que estábamos antes de venir».
Eso sonaba muy sensato.
No obstante, comprendía que sería difícil hacer que el dinero durara, con tanta inversión que se necesitaba hacer.
Había que pagar enseguida por la operación de Nanny.
A pesar de todo se dijo que era más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.
Inesperadamente, llamaron a su puerta.
Antes que pudiera contestar, se abrió y entró el conde.
—¿Qué… pasa? —preguntó ella.
—Me temo que esto va a perturbarla —respondió él—, pero Harry se ha desvanecido. Lo hice conducir a su habitación y mi ayuda de cámara lo está desvistiendo.
—¿Se desmayó? —preguntó angustiada.
No esperó a investigar nada más.
Abrió la puerta de comunicación y entró en el dormitorio de Harry.
El ayuda de cámara del conde y un lacayo lo habían depositado en la cama.
Le estaban quitando los zapatos y la chaqueta. Amorita miró a su hermano.
Vio que mantenía los ojos cerrados y estaba por completo inconsciente.
Entonces, mientras el ayuda de cámara colocaba la chaqueta en una silla, le surgió una idea.
Fue hacia ella y metió la mano en el bolsillo interior.
¡Estaba vacío!
Se volvió hacia el conde, quien la había seguido.
—¡Es obra de Zena! —exclamó—. ¡Drogó a Harry, como intentó drogar a su señoría y le ha quitado las mil libras que milord le entregó!
Habló en voz baja porque no deseaba hacer una escena frente a los sirvientes.
Como si el conde entendiera, la condujo de regreso a su dormitorio.
—¿Cómo descubrió qué era lo que esa mujer intentó darme y que drogó a Harry? —preguntó.
En voz baja, Amorita le explicó lo sucedido cuando estaba en la fuente.
Se dio cuenta de que el conde la miraba incrédulo. Después se pintó una expresión de indignación en su rostro.
Sin decir más, se volvió y salió de la habitación. Amorita regresó al lado de Harry, a quien los dos sirvientes ya habían metido en la cama.
Permanecía inmóvil, cubierto por la sábana.
—Creo que estará bien, señorita —dijo el ayuda de cámara—, pero si me necesita, el lacayo que está de servicio por la noche me llamará.
—Muchas gracias —respondió Amorita.
Cuando los hombres se marcharon puso la mano en la frente de Harry.
No estaba caliente y tal vez la droga no lo había afectado tanto porque no bebió mucho.
«¿Cómo puede alguien hacer algo tan vil?», se preguntó.
Dejó abierta la puerta de comunicación y regresó a su dormitorio.
No era algo que hubiera esperado después de lo que fuera una extraña, pero a la vez, emocionante aventura.
«Si Harry se siente lo bastante bien», pensó, «nos iremos mañana temprano, ¡no soportaría ver de nuevo a esa mujer!».
Regresó para ver a Harry y encontró que no se había movido. Entonces decidió volver a su habitación para meterse en la cama.
No apagó las velas, pensando que si él hacía algún sonido o se movía, podría acudir a su lado enseguida.
Un poco más tarde llamaron a la puerta y el conde entró.
Tenía algo en la mano; llegó hasta la orilla de la cama y lo puso frente a Amorita.
Pudo ver que era el cheque que Harry recibiera al ganar ella el concurso de las «Incomparables».
—¡Lo recuperó! —exclamó.
—¡Lo recuperé! —afirmó el conde con voz dura—, y dos cheques más que lograron arrebatar a hombres que estaban demasiado ebrios o drogados para impedirlo.
Sin esperar a que Amorita dijera algo, continuó:
—Les ordené a esos dos miserables abandonar mi casa de inmediato y me ocuparé de que Martin sea arrojado del Club White.
—Me alegra tanto… haberlo salvado —expresó Amorita—, mas nunca… pensé que… le harían… algo a Harry.
—Se pondrá bien —aseguró el conde—. Ya antes había oído hablar de esta droga. Sus efectos desaparecen en veinticuatro horas, aun cuando tal vez sufra mañana un intenso dolor de cabeza.
Al hablar, se sentó al borde de la cama.
—Y ahora, Rita, ¿qué vamos a hacer nosotros?
Amorita lo miró, sorprendida.
—Me refiero a que, en el concurso, te obtuve y ahora voy a explicarte lo que intento hacer contigo —la tuteó.
Amorita sólo podía mirarlo estupefacta mientras él continuaba:
—Te compraré una de las más atractivas casas en Chelsea o en el bosque de St. John’s, si lo prefieres. Te prometo que tú tendrás los mejores caballos de Londres, tanto para cabalgar, como para pasear. Como te di el collar, ¡te daré mas joyas mejores que ésa!
—No… no comprendo… lo que dice —protestó Amorita.
Como era evidente su confusión, el conde continuó:
—La condición que puse para esta reunión fue que todos mis amigos me trajeran a las más atractivas y bellas «Incomparables» de Londres porque no tengo tiempo de buscarlas por mí mismo.
—Estoy… segura de que… Harry… no lo… sabía —aclaró Amorita—. ¿Y cómo podría yo… aceptar todas… esas cosas de… su señoría?
—Muy fácilmente —respondió el conde—, y estoy seguro de que seremos muy felices juntos.
Le sonrió y de pronto dijo en diferente tono de voz:
—¡Eres preciosa! Comprendí desde el momento en que llegaste que eras diferente a las otras mujeres que vinieron.
Hizo una pausa y siguió hablando:
—Lamento lo de Harry, mas no puedo esperar a decirte cuánto te deseo y cuánto significas para mí, ¿vienes a mi habitación o nos quedamos aquí?
Fue entonces que Amorita comprendió lo que quería decir.
—¡No… no… por supuesto que… no! ¿Cómo… puede imaginar que podría yo… hacer tal cosa? ¡Ignoraba que… esas… mujeres… fueran… así!
El conde la miró.
—¿No lo sabía? ¿Entonces qué es usted, de dónde viene? —Volvió él a hablarle de usted.
Con rapidez, Amorita recordó lo que Harry le recomendara.
—Soy… soy… una actriz —repuso—, aun cuando… todavía… no actúo… en el… escenario.
—¡Una actriz! —repitió el conde como si fuera algo de lo que nunca hubiera oído hablar antes—. ¡Entonces… Harry rompió las reglas!
—Oh, por favor… no se indigne con él —suplicó Amorita—. La amiga que iba a traer no pudo acudir y… como sentí lástima hacia él… le ofrecí venir… en su… lugar.
—Ya veo —repuso el conde con lentitud—, y supongo que es la ropa de esa ausente la que usted está usando y que en realidad no le queda bien.
—Sí, sí… es… cierto —respondió Amorita.
Estaba aterrada de que el conde dijera que, como Harry rompió las reglas, debería regresar el dinero que había ganado.
Así que expresó suplicante:
—¡Por favor… por favor… no se indigne con… Harry! Deseaba tanto participar en… las carreras… y tuve… que luchar para… convencerlo de que… si yo venía… no habría… dificultades.
El conde la miraba, le pareció a ella, de forma extraña. Entonces dijo:
—Supongo que lo que en realidad me dice es que está enamorada de él y no desea abandonarlo.
—Sí… lo… quiero —admitió Amorita.
El conde suspiró.
—Muy bien. La reunión terminó de una manera muy diferente a como yo esperaba pero, por supuesto, como Harry está inconsciente, debe usted cuidarlo.
—Gracias… por ser… tan comprensivo —susurró Amorita.
—Nunca había hecho algo tan difícil en toda mi vida —dijo el conde—. Para ser sincero, Rita, arruinó la fiesta para mí.
—Lo… lo… lamento.
Amorita lo miró, suplicante.
Súbitamente, antes que pudiera darse cuenta de ello, el conde se inclinó y la besó.
Fue un beso tierno, pero a Amorita nunca la habían besado antes.
Por su mente cruzó la idea de que era tal como había supuesto que sería un beso, pero, de algún modo, más maravilloso.
Durante un momento, el conde la abrazó. Entonces, con voz ronca, dijo:
—Buenas noches, Rita.
Se puso de pie y se dirigió hacia la entrada. No volvió la mirada, salió y cerró la puerta.