Capítulo 4

Llegaron a las caballerizas, que eran pasadas de moda, pero lo bastante grandes para albergar a un gran número de caballos.

—Estoy ansioso de que veas los que llegaron ayer —dijo el conde, dirigiéndose a Harry mientras caminaban sobre las baldosas.

—Sabía que Charlie haría que te enorgullecieras de ellos —repuso Harry—. Realmente conoce de caballos mejor que nadie.

—Creo que eres modesto —señaló el conde—. Yo confiaría en tu juicio en cualquier parte.

Amorita sintió una cálida sensación ante la forma en que hablaba y comprendió que Harry estaba encantado.

Entraron en la primera caballeriza.

Cuando miró hacia el interior de los pesebres, Amorita comprendió que el conde no había exagerado.

Al recorrer uno por uno, pensó que cada caballo era más espléndido que el anterior.

Mientras el conde y Harry los comentaban, ella mantuvo silencio.

De pronto ella se volcó a deshacerse en elogios sobre un caballo muy rápido, cuando se dio cuenta de que el conde la observaba.

—Es muy hermoso y lleno de ánimo —explicó—, pero se debe a que es feliz, no desdichado.

El conde se rió y señaló:

—Me doy cuenta de que ama los caballos, Rita.

Amorita se sorprendió de que la llamara por su nombre de pila cuando casi acababa de conocerla.

Entonces pensó que era probable que así lo hiciera con todas las demás mujeres y debía fingir que no lo había notado.

—Por lo general, los caballos se comportan bien conmigo —repuso con sencillez—, porque saben que los amo.

No había duda de que el caballo se mostraba más dócil que cuando entrara en su pesebre.

El conde, después de observarla durante unos minutos, sugirió:

—Supongo que lo que realmente quiere decir es que le gustaría montar a Hussar.

Amorita se dio cuenta de que así se llamaba el caballo. Se volvió hacia el conde con los ojos brillantes.

—¿En verdad podría hacerlo? ¡Sería absolutamente maravilloso!

—Por supuesto que puede hacerlo —afirmó el conde—, y ahora que lo pienso, organizaré una carrera para las damas, ¿qué te parece, Harry?

Harry, quien se había alejado para observar qué caballo deseaba montar, permanecía ajeno a la conversación.

Ahora, después de captar las últimas palabras, terció:

—¿Una carrera para las damas? ¡Sí, es una buena idea!

—Y, por supuesto, Rita quiere participar —añadió el conde.

Al mirar a su hermano, Amorita no se sintió segura de si estaba sorprendido o molesto.

Sólo comentó:

—Monta muy bien.

Amorita miró al conde.

—Entonces, por favor, milord, ¿podría montar a Hussar?

—¿Esta segura de que no es demasiado riesgoso para usted? —preguntó el conde—. Está tranquilo de momento, pero me han dicho que los mozos de cuadra le tienen miedo.

—Yo no —contestó Amorita—, y mi padre siempre me dijo que si un caballo sabe que uno le tiene miedo, jugará con uno solo para mostrar su superioridad.

—¡Así que su padre sabía mucho de caballos! —comentó el conde—. ¿Qué hace?

Amorita iba a contestarle, cuando recordó que era algo que no había discutido con Harry.

Sería un gran error inventar un padre sin su aprobación.

Sin que el conde lo advirtiera, pinchó con ligereza a Hussar, que al instante reparó.

—¡Quieto, quieto, muchacho! —advirtió Amorita—. No debes actuar así o no me dejarán montarte y es algo que en verdad deseo hacer.

Hablaba en el tono suave y acariciante que suponía entendían los caballos que había montado.

Cuando Hussar se tranquilizó de nuevo, se volvió hacia el conde para decirle:

—¡Creo que si su señoría me permite montar a Hussar, sentiría que es tan emocionante como si volara a la luna!

—Entonces lo reservaré para usted —prometió el conde.

Amorita le sonrió.

—Es milord muy amable.

—Estoy seguro de que debe encontrar un gran número de hombres que anhelan serlo con usted —respondió el conde.

Como si considerara que era un error que ella charlara demasiado con el conde, Harry la llamó.

—¡Ven aquí, Rita! —exclamó—. Deseo que veas este caballo. Me siento seguro de que es un ganador.

De inmediato, porque pensó que Harry podría desaprobar lo que había arreglado con el conde, Amorita se apresuró a ir junto a él.

Lo encontró con un enorme semental de fuerte aspecto.

—¿Qué te parece? —preguntó Harry mientras ella lo revisaba.

—¡Parece capaz de correr de aquí al Polo Norte! —opinó Amorita.

—Lo que deseo, es que llegue en primer lugar durante las carreras.

Hablaban entre si en voz baja, mientras el conde hablaba con uno de sus mozos de cuadra.

—¿Entonces me aconsejas que debo elegir éste? —preguntó Harry.

—Creo que instintivamente sabes, dentro de ti, si te acomodará o no —respondió Amorita—. Yo supe desde el momento en que vi a Hussar que significaba algo para mí. No puedo explicarlo, pero la sensación estaba latente en mi interior.

Harry le sonrió.

—Yo siento lo mismo por Crusader.

—Entonces ganarás —aseguró Amorita. Harry cruzó los dedos y los levantó.

Ella sonrió y expresó:

—¡La confianza es la mitad de la batalla!, solía decir papá.

—Lo sé, pero era mejor jinete que yo.

—¡Tonterías! —respondió Amorita—. No eras tan hábil como él porque eras más joven; sin embargo, creo que ahora se sentiría muy orgulloso de ti.

Comprendió, al hablar, que había dicho lo correcto. Era lo bastante inteligente para darse cuenta de que Harry necesitaba que se le diera valor.

Después de todas las carencias de dinero y debido a que no había tenido suerte con uno o dos caballos que domara, estaba inseguro de sí mismo.

Comprendía que necesitaba darle confianza en él.

Cuando el conde se reunió con ellos, Harry indicó:

—Éste es el caballo que me gustaría montar, Roydin, en la carrera principal, sea la que sea.

—Es la primera —respondió el conde—. Después, depende de ti en cuántas otras deseas participar.

Harry contuvo el aliento.

Entonces repuso:

—En ese caso, será mejor que elija otro caballo.

—Elige cuatro —señaló el conde—. Hay suficientes disponibles y como yo no compito, puedes apartar cuatro sin que nadie lo advierta.

—No debo ser ambicioso —respondió Harry—. Elegiré dos de los mejores.

Amorita miró sorprendida a su hermano.

Entonces comprendió, sin que él se lo dijera, que no deseaba quitar oportunidades a sus amigos.

Después de pensarlo un poco, eligieron otro caballo más, llamado Mercury, que tanto a ella como a Harry les pareció estupendo.

Entonces el conde comentó que deberían regresar al castillo, ya que otros de sus invitados estarían por llegar.

Mientras caminaban de regreso, expresó:

—Deseo tu consejo, Harry, cuando tengas tiempo, para modernizar mis caballerizas. Como tú también tienes un castillo, puedes indicarme qué reparaciones y mejoras deben hacerse enseguida.

—Me encantaría hacerlo —repuso Harry—, y sólo desearía poder hacer lo mismo en mi castillo, aun cuando es muy pequeño comparado con el tuyo.

—Iré a conocerlo tan pronto tenga tiempo —indicó el conde.

Amorita lanzó una rápida mirada a Harry.

Se dio cuenta de que él también comprendía que eso era algo que no podría suceder.

Con lo que a ella le pareció una rápida reacción, él se rió y exclamó:

—¡Por supuesto! Serás bienvenido en cualquier momento, pero primero es lo primero. Ahora que puedes permitírtelo, debes hacer de tu castillo el más bello de todo el país.

—No hay duda que lo haré más cómodo que el Castillo de Windsor —aseguró el conde—. Me hospedé ahí el año pasado. Mi cama era tan dura como un ladrillo y cada noche me perdía en los corredores antes de poder encontrar mi dormitorio.

Harry se rió.

—¡Muchos han usado ese pretexto por obvias razones!

—Bueno, el mío, lo creas o no —afirmó el conde—, era que estaba cansado y deseaba dormir.

Ambos se rieron como si hubiera dicho algo muy gracioso.

Amorita se preguntó de qué estarían hablando.

Miraba en torno a ella, pensando que el jardín necesitaba mucho que hacer en él antes de ser tan atractivo como debería.

También podía ver con claridad lo que necesitaba hacerse en el exterior del propio castillo.

Al llegar al salón encontraron que habían llegado más invitados.

Las mujeres que los acompañaban le parecieron a Amorita más espectaculares que las que conociera antes.

De hecho, los vestidos eran tan elaborados como para un escenario y sus sombreros, fantásticos.

Amorita pensó que su madre se habría horrorizado de que alguien se vistiera de ese modo en el campo.

Se sirvió el té y se impresionó con la tetera y la bandeja de plata estilo Jorge III.

Supuso que sería parte de la casa titular, como todo lo que completaba el servicio.

El conde, como Harry, no habría podido venderlas para pagar sus cuentas.

«Supongo», se dijo, «que fue afortunado al no poder deshacerse de ella. Si lo hubiera hecho, ahora que posee una fortuna lamentaría con amargura haber perdido los tesoros que se tomaran del castillo».

Debió tener una expresión muy seria al estarlo pensando.

Para su consternación, Sir Mortimer, quien se encontraba al otro extremo del salón, se acercó a ella.

—¿Por qué no sonríe con esos dulces labios que se hicieron para besar? —preguntó.

Durante un momento, Amorita lo miró atónita. Jamás nadie le había hablado de ese modo.

No estaba segura de si debía ignorarlo o advertirle a Sir Mortimer que no se mostrara tan familiar.

—No puedo entender —explicó él antes que ella pudiera hablar—, cómo no la he visto en Londres, ¿la tenía acaso guardada Harry bajo llave para que no se la robaran?

—Estaba en el campo —logró decir Amorita con voz de hielo.

—Eso lo explica —repuso Sir Mortimer—. Pero ahora que nos conocemos, cuando regrese a Londres la encontraré, aunque intente ocultarse de mí.

Debido a que Amorita lo interpretó como una amenaza, se alejó de él.

Harry charlaba con Jimmy Ponsonby.

Al darse cuenta de que ella estaba a su lado, dijo:

—Oh, Jimmy, creo que no conoces a Rita.

—No —contestó Jimmy—, y estoy encantado de hacerlo.

Estrechó la mano de Amorita y preguntó:

—¿Tiene mucho tiempo de conocer a Harry? Si es así, es una acción muy egoísta de parte de él no habernos presentado antes.

—Estaba en el campo —repitió Amorita, en tono sencillo, por segunda vez.

—Ah, eso lo explica —convino Jimmy—, pero a mí su aspecto no me parece muy campirano.

Miró hacia el sombrero de plumas azules mientras lo decía.

Amorita sintió deseos de reír.

Era evidente, se dijo, que las plumas finas hacían que la gente la tratara de forma muy distinta a como lo había hecho antes.

Como si Harry lo comprendiera, terció:

—Supongo que después de nuestro largo trayecto, desearás descansar antes de la cena.

—Sí, por supuesto, me gustaría hacerlo —aceptó obediente Amorita.

—Entonces te llevaré con el ama de llaves que te indicará cuál es tu habitación —ofreció Harry.

Avanzaban hacia la puerta cuando el conde los vio y dijo:

—Espera un minuto, Harry. Deseo comunicar a todos lo que he planeado.

Harry y Amorita se detuvieron para esperar y él expresó:

—Ahora que ya están todos aquí, excepto dos personas que llegarán más tarde, he planeado que esta noche cenemos y nos vayamos a descansar temprano, para que mañana estén en su mejor condición para las carreras, que se iniciarán a las once de la mañana.

Todos escuchaban atentos y él prosiguió:

—Se efectuarán dos carreras antes del almuerzo y dos después, con una adicional, que será la carrera de las damas.

Algunas de ellas lanzaron un grito y una de las que estaban cerca de Amorita, exclamó:

—¡Espero en Dios haber recordado traer mi traje de montar!

Entonces Amorita miró desesperada hacia Harry.

No necesitó hacer la pregunta en voz alta porque él le susurró en voz baja:

—No te preocupes. Estoy seguro de que Milly pensó en ello. A ella le gusta cabalgar.

Amorita lanzó un suspiro de alivio.

Entonces el conde continuó:

—Cuando todo ese trabajo pesado haya terminado, sólo nos dedicaremos a divertirnos. Arreglé que se instale un tablado en el salón de baile y las muchachas desfilarán frente a nosotros, que votaremos en secreto para elegir a la ganadora.

—¿En secreto? —exclamó un hombre.

—Por supuesto —respondió el conde—, de lo contrario tú, Harry, que eres tan mujeriego, podrías encontrarte en problemas.

Todos se rieron de eso y el conde prosiguió:

—La ganadora obtendrá el mismo premio que se ofrecerá para las carreras, y para que no haya resentimientos, habrá un obsequio simbólico para todas las que participen.

Se escuchó un murmullo de alegría ante esto. Una mujer rodeó el cuello del conde con los brazos y le dio un beso en la mejilla.

—¡Me encanta que seas tan rico, Roydin! —exclamó—. ¡Y me propongo disfrutar hasta de tu último centavo!

Se escucharon nuevas risotadas y muchos comentarios divertidos.

Entonces Harry tomó del brazo a Amorita y la condujo con rapidez hacia la puerta.

Cuando estuvieron afuera, dijo:

—No te preocupes. Estoy seguro de que Milly incluyó un traje de montar para ti. Si no, pide ayuda al ama de llaves. Sin duda el castillo tiene toda una colección de prendas en el ático, como las que hay en el nuestro.

—¡Si no puedo montar a Hussar, lloraré hasta que me quede sin lágrimas!

—Pero si lo haces, recibirás muchos halagos.

Harry habló con cierto dejo de amargura en la voz.

Como Amorita pensó que se refería a Sir Mortimer, suplicó:

—Intenta evitar que ese hombre me hable. Hay algo desagradable en él y sus cumplidos son bastante atrevidos.

—Mantente lejos de él —señaló Harry—. No debía estar aquí. Papá lo habría considerado un completo advenedizo.

—Yo no lo aliento —aclaró Amorita—. Asegúrate de que no me sienten junto a él durante la cena.

Harry asintió.

—Lo haré.

Llegaron al pie de la escalera.

Al levantar la vista, Harry vio, tal como lo suponía, que el ama de llaves estaba de pie en el primer rellano.

—Ahí está —indicó en voz baja a Amorita—. Muéstrate agradable con ella y no te ofendas si parece algo arrogante y desdeñosa.

Amorita se sorprendió, pero guardó silencio. Subió por la escalera mientras Harry regresaba al salón.

El iba pensando que, en esas ocasiones, la servidumbre siempre resentía tener que atender a cortesanas.

No tenían ninguna buena opinión de ellas.

Recordó cuando, tiempo atrás, asistió a una reunión semejante organizada por uno de sus amigos.

Una de las cortesanas se había quejado de lo agresiva que era la servidumbre.

—Se dan unos aires —comentó—, que tal parece que uno ha salido del arroyo. Es la última vez que me hospedo en el campo, si puedo evitarlo. Prefiero un hotel, donde te atienden igual, seas quien seas.

Como sabía lo snob que eran algunos de los sirvientes de mayor rango, Harry no se había sorprendido.

Ahora pensó que debió haber prevenido a Amorita de que era algo que podría sucederle.

A la vez, aumentaban sus dificultades para explicarle a su hermana por qué esas cosas podían suceder a alguien que se suponía era una actriz.

«Si triunfo en las carreras», decidió, «nos iremos a casa. Estoy seguro de que Amorita no deseará desfilar en el salón de baile».

Arriba, el ama de llaves, con su vestido negro de seda y su llavero en la cintura, saludó:

—Buenas tardes, señorita. Si me dice su nombre, la conduciré a la habitación donde dormirá.

—Muchas gracias —repuso Amorita—, soy Rita Reele y, por favor, dígame su nombre.

—Soy la señora Dawson. Por favor, venga por aquí.

Avanzó adelante, moviéndose, pensó Amorita, con la cabeza tan alta y rígida como si desempeñara una tarea desagradable.

Abrió la puerta de un dormitorio.

Era grande y atractivo, aun cuando el papel tapiz estaba desprendido en una esquina.

Las cortinas estaban desgastadas y la alfombra raída en varios lugares.

A la vez, el enorme lecho de cuatro postes con su exquisita talla de madera y sus cortinas bordadas hizo que Amorita lo viera con deleite.

—¡Qué hermosa habitación! —exclamó—. ¡La talla es soberbia!

Al decirlo, miraba el tocador.

El espejo ovalado tenía querubines dorados a cada extremo.

Había otro sobre la repisa de la chimenea, del mismo período.

Sin pensar, Amorita comentó:

—Es tan hermoso y tan parecido al que tenemos en casa, que pensaría yo que son del mismo período.

El ama de llaves la miró sorprendida.

Amorita se dio cuenta de que, al fondo de la habitación, dos doncellas con cofia abrían sus baúles.

—Qué amables son al ayudarme a deshacer mi equipaje —dijo—. Por favor, ¿podrían ver si hay algún traje de montar?

—¿Un traje de montar? —exclamó el ama de llaves—. Considero, señorita, que los caballos de aquí le resultarán muy diferentes de los que se usan para trotar en el parque.

Se expresó como si se dirigiera a una ignorante niña de escuela.

Amorita sonrió.

—Su señoría ya me permitió elegir para montar uno que es muy inquieto, pero estoy segura de poder dominarlo.

Como viera surgir la duda en el rostro del ama de llaves, añadió:

—Radico en el campo, así que nunca he trotado en el parque, ni tengo deseo de hacerlo.

—Si habita en el campo, señorita —respondió tajante el ama de llaves—, no puedo creer que le resulten muy útiles los vestidos que las doncellas guardan ahora en el armario.

Al decirlo, una de las muchachas aludidas sacó uno de un intenso y llamativo color de rosa.

Estaba adornado en la orilla de la falda con plumas teñidas al mismo tono.

Amorita se rió.

Como resultaba tan ridículo, después de lo que ella había dicho, explicó:

—Esa ropa no es mía. La pedí prestada para esta ocasión tan especial en que me hospedaría en este soberbio castillo.

El ama de llaves la miró como preguntándose si decía la verdad.

Enseguida observó:

—En tal caso, señorita, creo que los colores no son adecuados para usted.

—Eso mismo pensé —admitió Amorita en tono confidencial—. Pero, como dicen: «a caballo dado, no se le ve el colmillo».

El ama de llaves se rió.

—Es verdad, y algunas veces yo misma lo pensé, cuando los tiempos eran malos.

Amorita la miró con expresión comprensiva.

—Sé que han tenido aquí tiempos difíciles —señaló—, y debe ser muy emocionante para ustedes que su señoría haya heredado una fortuna.

—¡Apenas si podíamos creerlo, señorita, es la verdad! Ahora esperemos que las cosas vuelvan a ser como en los viejos tiempos, cuando yo era una jovencita y entré a trabajar para ayudar a mi familia.

—Entonces me alegro muchísimo de que la situación haya cambiado y el castillo será muy pronto tan magnífico como debió serlo originalmente.

Habló con tal sinceridad que la dureza y el desdén se esfumaron del rostro de la señora Dawson.

—Ahora permítame ayudarla a desvestirse, señorita, y descanse un poco antes de la cena. Si viene de lejos, debe estar cansada.

—Lo estoy un poco —confesó Amorita.

La noche anterior no había dormido bien por la preocupación.

El ama de llaves la ayudó a meterse en la cama. Las doncellas terminaron de deshacer el equipaje y cerraron las cortinas para aminorar la luz.

—La haré despertar —prometió la señora Dawson—, con tiempo suficiente antes de la cena, supongo que le gustaría tomar un baño.

—¡Me encantaría! —respondió Amorita—. Si no es mucha molestia.

—No será ninguna y le traeré un perfume especial para que lo use en él.

—Oh, gracias —respondió Amorita—. Cuando mamá vivía, solía destilar violetas en la primavera. Pero desde que murió, yo he estado demasiado ocupada para poder hacerlo.

—Le traeré un poco de aceite de violetas, si todavía me queda —prometió la señora Dawson—. Ahora cierre los ojos y descanse, señorita. Dudo, aunque su señoría lo diga, que se acuesten temprano.

—Oh, espero poder hacerlo —respondió Amorita—. Deseo sentirme en mi mejor forma para cabalgar mañana.

—Entonces tendrá que escaparse sin ser vista —sugirió la señora Dawson—. Yo sé cómo son esas cenas. Demasiada bebida, demasiado ruido y, al día siguiente, todos sufren las consecuencias.

No esperó la respuesta, salió de la habitación y cerró la puerta.

Amorita pensó que debía prevenir a Harry.

Ninguno de los dos podía permitirse el «sufrir las consecuencias» al día siguiente, en que debían ganar las carreras.

Todo dependía de que Harry fuera un triunfador.

«Tal vez yo también podría ganar un premio», pensó Amorita, «¡eso sería maravilloso! Así pagaría yo la operación de Nanny, en lugar de disponer del dinero que debe ser para el castillo».

Fue con ese confortante pensamiento que se arrellanó en la almohada y cerró los ojos.

* * *

Pareció transcurrir mucho tiempo antes que se abriera la puerta y pensó que sería la señora Dawson quien entraba a despertarla. Entonces escuchó a Harry preguntar:

—¿Estás despierta, Amorita?

—¡Oh, eres tú, Harry! —respondió mientras se incorporaba en la cama—. ¿Qué sucede?

—Subí a cambiarme para la cena. Supongo que sabes que me alojo en la puerta contigua.

Fue entonces cuando Amorita descubrió que él había entrado por una puerta que ella no pudo advertir hasta ese momento.

—¿En la puerta contigua? ¡Espléndido! —exclamó—. Me alegra mucho. Fue una amabilidad del conde ponernos tan cerca.

Harry se preguntó cómo podría explicarle que era algo que un anfitrión haría siempre, al suponer quién era ella.

Mas sólo se limitó a descorrer las cortinas para que entrara la luz y regresó junto a la cama.

—¡No hay duda de que estás cómoda aquí!

—¡Es precioso! ¿Verdad? Y tengo una enorme cama para mí sola. Estaba pensando en lo afortunada que soy.

Harry se sentó.

—Ahora escucha, Amorita —dijo—. Debes intentar retirarte en cuanto termine la cena porque ninguno de los dos deseamos estar cansados para las carreras mañana.

—Eso pensé que dirías. La señora Dawson me asustó al decirme que todos se acostarían muy tarde y beberían en exceso. Es algo que tú no debes hacer.

—Por supuesto que no —convino Harry—, aunque podría ser difícil retirarnos, a menos que seamos muy listos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Amorita.

—Intentar salir de la habitación sin que nadie se dé cuenta.

Harry hizo una pausa y ella pensó que parecía intentar encontrar las palabras para explicarle algo.

—¿De qué se trata, Harry? ¿Algo malo?

—Me preocupa lo que pensarás de esta noche. Alguna gente bebe mucho y entonces se comporta de una forma bastante incorrecta.

Amorita pareció confundida y él añadió:

—Lo que quiero decir es que… trates de no escuchar las necedades que los hombres te digan, y tampoco charles con las mujeres.

—No deseo hacerlo. Estoy tan asustada de decir algo mal que, realmente, sólo deseo hablar contigo.

—Eso es justo lo que debemos hacer —afirmó Harry—. Ya hablé con Roydin y le dije que deseabas estar sentada junto a mí en la cena y lo más lejos posible de Sir Mortimer.

—¿Eso le dijiste? Espero que no lo repita a Sir Mortimer, quien me parece un hombre horrible e intentaré evitarlo.

—Hazlo y nos retiraremos lo más temprano posible. A nadie, en realidad, le parecerá extraño.

—¿Por qué no?

Era una pregunta que Harry no tenía intención de responder, así que se puso de pie.

—Ahora iré a cambiarme —indicó—. Supongo que una doncella vendrá a atenderte.

—Eso espero —respondió Amorita—. ¡Me prometió un baño, y además, perfumado!

—¡Te van a echar a perder! —bromeó Harry—. A la vez, Amorita, lo mereces. Sabes que te estoy en extremo agradecido, y sé que no tenía derecho a traerte a esta reunión.

—Ten cuidado con lo que hablas —le advirtió Amorita.

—No te preocupes. ¡Tengo tanto cuidado, que observo cada palabra que digo, como si fuera un halcón!

Amorita se reía mientras él cruzaba la puerta por la cual entrara y la cerraba tras de sí.

«No puedo imaginar», se dijo Amorita, «por qué se preocupa tanto, pues hasta ahora todo ha salido bastante bien».

Pensaba en Hussar, y en que cualquier dificultad carecía de importancia junto al hecho de que podría montar tan espléndido caballo.