Capítulo 1

1820

El Conde de Eldridge subió la escalinata y entró por la puerta principal del Club White.

Se hizo una pausa antes que el portero saludara:

—Buenos días, milord, ¡es un placer verlo de regreso!

El conde sonrió.

Era tradicional que los porteros del Club White conocieran a todos sus miembros y él había estado ausente de ahí un largo tiempo.

—Me alegra regresar, Johnson —repuso.

Estaba complacido consigo mismo de haber recordado el apellido del portero.

Después de entregar su sombrero de copa avanzó para entrar en el salón matutino.

Dirigió una rápida mirada hacia la ventana saliente donde Beau Brummel, antes de ser exiliado de Inglaterra, solía estar rodeado de sus admiradores.

De pronto, al fondo de la habitación vio a los hombres a quienes buscaba.

Eran cuatro y mientras se dirigía hacia ellos lo miraron con asombro y enseguida exclamaron:

—¡Roydin! ¿Realmente eres tú?

Se incorporaron de un salto y extendieron las manos.

El conde estrechó las manos de los cuatro de sus mejores amigos, con tres de los cuales había asistido a Eton.

—¿En dónde has estado todo este tiempo? —preguntó James Ponsonby.

—Estaba en el campo, Jimmy —explicó el conde—, remendando mi techo a punto de derrumbarse e intentando impedir que mis pensionados se mueran de hambre.

Lo dijo con cierta amargura en su voz.

Después añadió, con un tono diferente:

—Pero ahora, ya todo ha terminado, ¡sí, ha terminado del todo y por completo!

Pronunció las últimas palabras con lentitud y sus amigos lo miraron.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó uno de ellos.

El conde aspiró hondo antes de responder:

—¡Soy rico! ¡Inesperada, extraordinaria e increíblemente rico!

Durante un momento reinó un silencio absoluto. Entonces, cuando todos empezaron a hablar al mismo tiempo, el conde levantó la mano.

—Por amor de Dios, deseo una copa. ¡La necesito! ¡Y si quieren saber la verdad, estoy en extremo conturbado!

Se rió y antes que nadie pudiera hablar, llamó a un camarero.

—¡Dos botellas de la mejor champaña, no… tres… y rápido!

El camarero se apresuró a obedecerlo y el conde se sentó en uno de los sillones de cuero mientras decía:

—Tiempo al tiempo. Les contaré todo dentro de un minuto; sin embargo, ¡apenas si yo mismo puedo creerlo!

Todos sus amigos sabían que cuando el décimo Conde de Eldridge había muerto, su hijo heredó el título junto con una montaña de deudas.

Había abandonado Londres para hacerse cargo de una propiedad descuidada y un castillo con urgente necesidad de reparaciones.

Al no tener noticias del conde, adivinaron que no podía regresar a Londres porque carecía de dinero.

Con sorprendente rapidez, el camarero llevó una botella de champaña en un cubo con hielo.

Sirvió cinco copas y el conde bebió la suya de un sorbo.

—Otra botella, y manténgala tan fría como pueda.

—Muy bien, milord.

El conde terminó su champaña y entonces habló:

—Sé que todos tienen curiosidad, así que les contaré lo que sucedió.

—Si en realidad eres rico —indicó Charles Raynam—, sólo puedo imaginar que hayas encontrado oro en tus tierras o un gran tesoro en alguno de los áticos.

—Es lo que anhelaba que sucediera —rió—, pero les aseguro que en los áticos no hay más que ratas y todo lo que mis tierras dan es maleza.

—¿Entonces qué sucedió? —preguntó Jimmy Ponsonby—. ¡Por amor de Dios, Roydin, no nos mantengas en suspenso porque morimos de curiosidad!

El conde, sin embargo, estiró su copa para que se la llenaran de nuevo y uno de sus amigos se apresuró a hacerlo.

—No sé si recuerden —señaló—, pero el hermano de mi padre era un hombre desagradable a quien casi nunca traté, excepto en los funerales. Le desagradaba la familia, a menos que hubieran muerto, así que se trasladó a Northumberland y compró una casa allí.

—Recuerdo que una vez fue a Eton —señaló Jimmy—, y, cuando se fue, te regaló seis peniques, ¡lo que me pareció el gesto más miserable que jamás había visto!

—Así era el tío Lionel —admitió el conde—, y, mientras que mi padre era en exceso generoso y derrochador, él se convirtió en lo opuesto, ¡un avaro!

El conde bebió su segunda copa de champaña.

Y, al notar que sus amigos esperaban, continuó:

—Me notificaron hace quince días que mi tío había muerto y recibí una carta de sus abogados informándome que, como me había nombrado su heredero, deseaban verme con urgencia.

Hizo una pausa y continuó:

—No pensé que valiera la pena el viaje hasta Londres. Sin embargo, recé porque me hubiera dejado algo, cuando menos buenos deseos, que nada le costarían…

Tomó otro sorbo del contenido de su copa y antes que nadie pudiera hablar, prosiguió:

—Pero me dejó ¡todo cuanto poseía!

—¿Todo? —preguntó Charlie—. ¿Y cuánto es?

El conde hizo una pausa, como si le fuera difícil responder. Instantes después, dijo, con lentitud:

—¡Un poco más de… tres millones de libras esterlinas!

Todos sus amigos lanzaron exclamaciones ahogadas. Después empezaron a hablar, todos al mismo tiempo.

—¿Cómo es posible que lo hiciera?

—¿No tenías idea de eso?

—¿Por qué, por qué, por qué?

El conde levantó la mano.

—Sabía que eso preguntarían y puedo responderles que fue muy sencillo: ahorró y escatimó, hasta el último céntimo. Durante toda su vida, invirtió en varias compañías, a las que siempre investigaba con todo cuidado.

Hizo una pausa, dio un sorbo más a su champaña y continuó:

—También tenía algunas acciones en los Estados Unidos que resultaron muy fructíferas y el dinero se acumuló año tras año, se incrementó cada vez más.

—¡Jamás había oído nada tan interesante! —exclamó Jimmy—. ¡Felicidades, Roydin! ¡Y si yo no tuve la buena suerte de convertirme en un Midas, estoy encantado de que tú sí!

—Gracias, Jimmy y te juro una cosa, ¡jamás olvidaré a mis viejos amigos!

Bebió un poco más antes de explicar:

—De hecho, camino hacia aquí, estuve pensando cómo recompensarlos por su amistad de tantos años y tengo un plan especial que espero que acepten.

Antes que pudiera decir algo más, tres jóvenes que apenas habían entrado en la habitación se acercaron para saludarlo.

—¡Qué gusto verte, Roydin! —exclamaron—. ¿Qué diablos estabas haciendo? ¡Te echamos de menos!

—Ya estoy de regreso —respondió el conde—. ¡Y para quedarme! Siéntense y permítanme que les cuente lo que intento hacer.

Se sentaron.

El conde llenó sus copas de champaña y ordenó otra botella.

Contó a los recién llegados su buena suerte. Entonces preguntó:

—¿Cuántos somos?

—Diez —respondió Charlie después de dar una mirada en derredor.

—Entonces creo que debíamos ser dos más —afirmó el conde—, ¡sería de mala suerte ser trece!

—No tienes razón al hablar de mala suerte —terció alguien.

—Lo que llega fácil, fácil se va —citó Jimmy Ponsonby—, y sea lo que sea que Roydin considere que doce somos suficientes.

En ese momento dos hombres entraron en la habitación y los llamó.

Uno de ellos, notó el conde, era Sir Mortimer Martin, que nunca le había agradado.

Sin embargo, lo saludó con cortesía y no dijo nada. Con Sir Mortimer estaba otro baronet, llamado Edward Howe.

Harry, como siempre le decían, era un gran amigo del conde.

El conde lo hizo sentar a su lado mientras le decía:

—Me alegra que estés aquí, Harry. Esperaba verte ahora que llegué a Londres.

—¡Y yo tenía grandes esperanzas de encontrarte! —respondió Harry—. ¿Cómo pudiste permanecer ausente por tanto tiempo?

—No fue porque lo deseara —respondió el conde—, como acabo de explicar a nuestros amigos. Y ahora escucha lo que he planeado para divertirnos y expresarles mi gratitud por todos los años que estuvimos juntos.

Los hombres ya habían llenado de nuevo sus copas.

Se inclinaban sobre sus asientos para no perder palabra de lo que el conde iba a decir.

—Pensé que alguno me preguntaría —empezó—, qué deseo ahora que soy rico. Bueno, les diré. Deseo a la más hermosa cortesana de Londres, los mejores caballos que pueda obtener y ofrecer una fiesta en el castillo a la que todos están invitados.

Grandes risotadas estallaron y uno o dos aplaudieron.

—¡Lo primero será sencillo, puesto que eres tan rico! —comentó uno de ellos.

—Como debo preparar el castillo para recibirlos —respondió el conde—, no tengo tiempo de buscar a la cortesana, así que ésa será su tarea.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie.

—Hoy es lunes —señaló el conde—. Sugiero que lleguen al Castillo Elde el próximo viernes; cada uno de ustedes lleve a la cortesana que considere la más bella de Londres.

—Será Daisy —comentó Jimmy.

—Por el contrario —intervino Charlie—. ¡LouLou puede vencerla con facilidad!

Habló en tono agresivo y entonces otros hombres comentaron:

—Mavis es superior a ambas.

Otros nombraron a Milly, Amy y Doris.

Todos discutieron, hasta que el conde intervino:

—Por favor, escuchen, porque tengo intenciones de hacerlo a mi manera.

—¿Qué quieres decir?

—Que deseo que cada uno de ustedes se haga acompañar de la cortesana que considere la más bella y las haremos desfilar. El que lleve a la muchacha que obtenga más votos ganará un premio de mil libras esterlinas.

—¿Mil libras? —jadeó Jimmy.

—Eso dije —contestó el conde—, y la chica recibirá un regalo que brille.

Todos guardaron silencio con profunda sorpresa y él continuó:

—También habrá segundo y tercer premios, igual que en las carreras.

—¿Qué carreras? —preguntó alguien.

—Mi padre, en uno de sus momentos de extravagancia —explicó el conde—, hizo construir una pista de carreras. Está un poco descuidada, ya que no se ha usado durante años.

Hizo una pausa y continuó:

—Pero estará lista para el sábado y pueden montar sus propios caballos o yo se los proporcionaré. ¡Espero para entonces tener excelentes ejemplares en mi caballeriza! Gracias a Dios, todavía está en pie.

—¿Cuáles son los premios para las carreras? —preguntó uno de sus amigos.

—Igual que el de la cortesana: mil libras para el ganador de cada una, que serán cuatro. Quinientas libras para el segundo lugar y trescientas cincuenta, para quien obtenga el tercero.

—¡Todo suena muy emocionante! —exclamó Jimmy—. Veo, Roydin, que el campo no arruinó tu cerebro. Siempre fuiste el líder de todas nuestras travesuras en Eton.

—¡Y en Oxford, también! —indicó Charlie.

—Pensé que eso les divertiría —manifestó el conde—. Y, antes que regrese al campo, tendrán que ayudarme a adquirir algunos caballos que valgan la pena.

De nuevo, todos empezaron a hablar a la vez. Entre aquel caos, el conde pudo sacar en claro que el Marqués de Montepart estaba en apuros y vendía su cuadra.

También que esa misma tarde habría una venta en Tattersall’s.

Se puso de pie.

—Iremos a Tattersall’s —decidió—, así que será mejor que almorcemos temprano y espero que acepten ser mis invitados.

Sonrió a sus amigos y agregó:

—En el pasado, todos ustedes me invitaron comidas. Así que es para mí un gran placer poder corresponder a su hospitalidad.

Todos se rieron de eso y se dirigieron hacia el comedor.

El conde envió un mensaje al cocinero para que les sirviera la mejor comida.

Fue un almuerzo muy grato, en el cual todos rieron y tuvieron que gritar para hacerse escuchar.

Después partieron en varios faetones a los locales de venta de Tattersall’s.

El conde compró seis caballos de fina estampa.

Después, pidió a Charlie que le comprara otros más al día siguiente, si los consideraba aceptables.

—Conoces a Montepart —le dijo—, así que si ves alguno de sus caballos digno de comprarlo, antes del remate, adquiérelo al precio que te pida.

—Así lo haré —respondió Charlie.

Lord Raynam era mayor que el conde y uno de sus mejores amigos.

Era miembro del Jockey Club y una autoridad reconocida en caballos de carrera.

—Confío en tu juicio porque considero tu gusto, en materia de caballos, similar al mío —explicó el conde—, y a fin de que todo esté listo en el castillo para el viernes, debo regresar enseguida.

Miró a sus amigos que lo rodeaban y expresó:

—Sin duda todos ustedes conocen el camino al castillo. Los espero el viernes por la tarde y, por supuesto, estaré listo para dar la bienvenida a las hermosas mujeres que los acompañarán.

—Supongo que son parte esencial de la invitación —indicó alguien.

—Por supuesto —respondió el conde—. No se les admitirá sin ellas.

Todos rieron al escucharlo.

Entonces, dos de los amigos del conde empezaron a reñir acerca de quién de ellos llevaría a una chica llamada «Molly».

Ambos creían que era la «Incomparable» más admirada del momento.

El conde se volvió hacia la puerta y se encontró con Harry Howe de pie a su lado.

—Te apoyaré, Harry —ofreció en voz baja— para que ganes una de las carreras. A menos que los tiempos hayan cambiado, siempre has sido uno de los mejores jinetes que conozco.

—Gracias, Roydin. —Respondió Harry—; sin embargo, hace tiempo que no tengo nada decente para montar.

—Todos los caballos de mi cabelleriza están a tu disposición —ofreció el conde.

Puso la mano sobre el hombro de su amigo.

—Nunca he olvidado lo mucho que nos divertimos en Oxford, ¡cuando rompimos todas las reglas y nadie se enteró!

Harry se rió.

—Con frecuencia me he preguntado cómo tuvimos la suerte de que no nos expulsaran.

—Sobrevivimos —señaló el conde—, y eso, Harry, es lo que somos ambos, ¡sobrevivientes!

No dijo más porque Sir Mortimer Martin se acercó para exclamar:

—¡Felicidades, Roydin! ¡Nadie mejor que usted merece tener un buen golpe de suerte!

—Gracias —respondió el conde—. Le aseguro que estoy en extremo agradecido con los dioses, o al buen hado que me esté protegiendo.

Sir Mortimer no respondió pero Harry, al observarlo, pensó que había visto en sus ojos un brillo de celos.

Sin embargo, el conde ya subía a su faetón.

Era bastante viejo y requería de una buena mano de pintura.

Los dos caballos que tiraban de él habían dejado atrás sus mejores años.

Mas, sin duda, la próxima vez que lo vieran, el vehículo que conduciría sería muy diferente.

El conde tomó las riendas y agitó la mano.

Sus amigos lo vitorearon y lanzaron sus sombreros al aire mientras se alejaba.

—¡Tiene una suerte del demonio! —exclamó Sir Mortimer, mientras observaban el faetón hasta que se perdió de vista.

—Nadie lo merece más que Roydin —intervino en tono cortante Charlie—. Me ha preocupado más de lo que puedo decir saber que durante este último año no tuvo dinero para venir a Londres. Ahora, gracias a Dios, lo veremos con más frecuencia, como en el pasado.

Se escuchó un murmullo de aceptación de todos los demás.

Enseguida Jimmy caminó hacia su faetón con Charlie a su lado.

—Si hay alguien a quien no soporto —manifestó cuando ya no alcanzaban a escucharlos—, es a Mortimer Martin. ¡No me explico por qué se le incluyó en la invitación!

—Llegó junto a nosotros cuando Roydin nos contaba lo sucedido y, de alguna manera, quedó incluido.

—En mi opinión fue un error —espetó Jimmy—. Creo que es un tipo despreciable y sé que juega sin moderación, más de lo que se puede permitir.

—Eso pensé la otra noche que estábamos en el club —indicó Charlie.

Avanzaron un poco más antes que Jimmy preguntara:

—¿A quién planeas llevar para tomar parte en el concurso de cortesanas?

—¿Necesitas preguntarlo?

—No, por supuesto. Yo tendré que llevar a LouLou. Es en extremo atractiva, en especial por la noche.

Charlie se rió.

—¡Todas ellas se ven mejor por la noche que cuando acaban de despertar!

Jimmy hizo un comentario algo atrevido y ambos rieron a carcajadas.

A la vez, mientras se alejaban, cada uno analizaba, en silencio, cómo podría conseguir a una cortesana que opacara a todas las demás.

Harry Howe había rechazado algunas ofertas para llevarlo porque no regresaba a la calle de St. James.

Abordó un carruaje de alquiler que lo condujo a Chelsea.

No lejos del hospital inaugurado por Nell Gwynn se ubicaba una casa muy atractiva, que le era muy familiar.

Cuando llamó a la puerta, abrió una doncella de delantal y cofia blancos.

—¡Oh, es usted, Sir Edward! —exclamó, haciendo una reverencia—. Como no vino a la hora del almuerzo, me preguntaba si lo veríamos hoy.

—Se me hizo tarde —respondió Harry.

Se dirigió al salón situado en la planta baja.

Una joven muy bonita se puso de pie de un salto al verlo y extendió los brazos.

—¡Harry! —exclamó—. ¡Pensé que me habías olvidado!

—Lo lamento, Milly —respondió Harry—. Tenía intenciones de venir para almorzar, pero sucedió un imprevisto que me lo impidió.

La abrazó, sin besarla.

—¿Qué fue? —preguntó ella, curiosa.

—Te lo contaré en un minuto —respondió Harry. Entonces la besó, apretándola fuerte, hasta que ella se zafó.

—¡Tengo curiosidad!

—Tendrás más cuando te lo cuente —repuso Harry.

Milly se sentó en el sofá y Harry a su lado.

Le explicó que había estado en el Club White y que el Conde de Eldridge les comunicó la fabulosa noticia de que había heredado una enorme fortuna.

—¡Oh, Harry, si hubieras sido tú! —murmuró Milly—. ¡Si sólo hubieras sido tú!

—Es lo que yo también pensé —admitió Harry—. Y ahora escucha, porque disfrutarás de lo que sigue.

Le explicó que el conde ofrecería una fiesta donde todos sus amigos debían llevar a la cortesana más bella que conocieran.

Que el premio por presentar a la más hermosa sería de mil libras.

La triunfadora se haría acreedora a «un regalo que brille», dijo citando las palabras del conde y añadió:

—Lo que, por supuesto, significa «diamantes».

Los ojos de Milly resplandecieron.

—¡Oh, Harry, suena maravilloso!

—Lo será y, en especial, porque estoy seguro de que también ganaré las carreras.

—¿Y también se ofrecerán premios?

—Sí, por la misma cantidad que por las muchachas.

—¿Y cuándo será la fiesta?

—El próximo viernes.

El rostro de Milly se ensombreció.

—¡Oh, no, no el próximo viernes!

—¿Por qué no, qué pasa?

—El barón regresa esa noche.

—¡Oh, no, no lo puedo creer! —exclamó Harry.

—Es cierto —le aseguró Milly—. Recibí noticias de él esta mañana.

—Oh, sin duda podrías encontrar algún pretexto para ir conmigo al Castillo Elde.

Milly negó con la cabeza.

—Sabes que eso es imposible.

Se hizo el silencio.

Harry sabía, tan bien como Milly, a quien tenía tres años de conocer, que ella estaba bajo la protección del Barón von Waltermer.

El barón, un hombre muy rico, había hecho de Inglaterra su hogar durante casi diez años.

Como era muy astuto y estaba involucrado en muchas compañías de tecnología, era más o menos aceptado como ciudadano inglés.

Generoso, cuando así se lo proponía, había proporcionado a Milly una casa en Chelsea.

También le había regalado un carruaje y dos caballos, y le tenía sirvientes para que la atendieran. Ella era, sin duda, la cortesana mejor vestida de todas las de la Alta Sociedad.

Y aún más, el barón nunca viajaba sin, a su regreso, llevarle una joya como obsequio.

Harry no habría podido adquirir ni la más modesta de ellas.

Pero era una regla aceptada que cuando una cortesana estaba bajo la «protección» de un caballero, no estuviera disponible para nadie más.

Fue solo porque Milly conocía a Harry desde mucho tiempo antes, que rompió lo establecido al respecto.

También sabía que para él resultaba imposible mantenerla con el lujo que le brindaba el barón.

—Lo lamento, Harry —declaró ahora y su voz era por completo sincera.

—Está bien, Milly —repuso él con aceptación—, no es culpa tuya.

—Estoy segura de que encontrarás a alguien más para que te acompañe.

—Nadie sería como tú —respondió—, y además, no conozco a ninguna más que siquiera mereciera una ligera mirada de los concurrentes a la fiesta.

Milly lo besó, pero sabía que era un pobre consuelo en ese momento.

—Creo que será mejor que regrese al club y vea lo que sucede —sugirió Harry.

—Por favor, quédate a cenar.

El negó con la cabeza.

—Vendré mañana si me es posible —ofreció—. Mientras tanto, necesito pensar para encontrar una solución.

—Oh, Harry, si hubiera sido cualquier otra semana, podría haberlo arreglado, pero cuando el barón ha estado ausente por tanto tiempo, espera que lo reciba con ansiedad.

—¡Lo sé, lo sé! —aceptó Harry—. No empeores la situación, Milly. Todo vuelve a lo mismo, a que soy un hombre pobre, agradecido de las migajas que caen de la mesa del poderoso.

—¡No me gusta que me llames migaja! —protestó Milly—. A la vez, lo lamento, Harry… lo lamento… mucho.

Lo repitió una y otra vez hasta que, por fin, Harry se fue.

Abordó un carruaje de alquiler al final de la calle. Se dijo que era lo más desafortunado que podría haberle sucedido.

Se dirigió a su alojamiento en la calle de la Media Luna, que era una dirección de prestigio, aun cuando sólo ocupaba una habitación en el ático.

Mientras subía por la escalera pensaba lo agradable que sería si pudiera alojarse en las habitaciones de techo alto de los pisos inferiores.

Con sorpresa, al abrir la puerta de su dormitorio, encontró que había alguien allí.

Ella miraba hacia afuera, por encima de los techos y se volvió cuando él entró.

—¡Amorita! —exclamó él—. ¿Qué haces aquí?

Ella corrió hacia él.

—¡Oh, Harry, me alegra tanto que hayas regresado! Temí tener que esperarte por horas enteras.

—¿Por qué estás en Londres? —preguntó Harry.

—Tengo malas noticias —respondió su hermana.

—¿Cuáles son?

—Nanny requiere de una operación. Acabo de llevarla al hospital y el doctor Graham arregló que un buen cirujano la atienda. Oh, Harry, ¡costará cuando menos… cien libras!

Harry lanzó una exclamación.

—¡Cien libras! ¡No tengo cien libras!

—¡Lo sé, lo sé! —aceptó Amorita—. Sin embargo, no podemos dejar morir a la pobre Nanny y ya sufre de intensos dolores.

Harry se llevó la mano a la frente.

—¿Por qué tenía que suceder esto ahora? —preguntó desesperado.

—Nanny está con nosotros desde que éramos niños y ahora que nuestros padres han muerto, nadie nos ama tanto como ella.

—Lo sé —admitió Harry—, pero acabo de recibir una mala noticia, ¡y ésta es otra!

—¿Cuál es la primera? —preguntó con curiosidad su hermana.

Harry se sentó en la cama.

—No creerás mi mala suerte, pero hace dos horas pensé que tenía oportunidad de ganar dos mil libras.

—¿Dos mil libras? —exclamó Amorita—. ¿Cómo es posible que ganaras tanto?

Como era difícil, por las circunstancias, contar a su hermana lo ocurrido, explicó con lentitud:

—Mi amigo Roydin Eldridge llegó al Club White con la maravillosa noticia de que había heredado una gran fortuna.

Después le comentó que el conde quería recompensar a sus amigos por apoyarlo cuando era pobre. Enseguida añadió:

—Habrá carreras en el Castillo Elde, el premio para el ganador es de mil libras y hay otras mil para el hombre que pueda llevar a la fiesta a la cortesana más bonita.

Amorita lo interrumpió para preguntar:

—¿Qué es una cortesana?

Un poco tarde, Harry recordó con quién hablaba. Después de unos segundos de vacilación, respondió:

—Una… actriz.

—Oh, ya veo —comentó Amorita.

—Tengo una amiga que habría desempeñado el papel a la perfección —prosiguió Harry—; por desgracia, no puede acompañarme ese día.

—Pero, sin duda, podrás encontrar a alguien más.

Harry hizo un gesto de impotencia.

—Con franqueza, no conozco a nadie y como soy pobre, no puedo pagar a ninguna.

Se hizo el silencio mientras se ponía de pie.

—¿Por qué tenía que sucederme esto a mí? —preguntó—. ¿Qué hice para merecer una suerte tan pésima?

Caminó hacia la ventana de espaldas a la habitación mientras decía:

—¡Si no consigo una cortesana, no podré ir a la fiesta, lo cual significa que no tendré la oportunidad de ganar ninguna de las carreras! ¡Demonios, ni el propio diablo podría haber pensado en algo peor!

Hablaba con furia.

Entonces, una voz pequeña y titubeante detrás de él, preguntó:

—¿Por qué… por qué… no podría… yo ir… contigo?