Capítulo 5
Durante la cena, Amorita se encontró sentada entre Harry y Charles Raynam.
Ellos, sin cesar, charlaban de caballos y ella disfrutaba cada palabra que decían.
Sin embargo, se daba cuenta de que las otras mujeres se comportaban de la manera más extraña. Hablaban con tonos seductores, con el hombre que estaba junto a ellas, como si estuvieran a solas. También lo acariciaban continuamente e incluso, ya hacia el final de la cena, los besaban.
No había duda, sin embargo, de que todos se divertían porque el ruido y las risas eran cada vez más estruendosos.
Una o dos veces, como todo era tan extraño, Amorita miró a Harry como para preguntarle de qué se trataba.
Por fin, después de cinco excelentes platillos, la cena terminó.
Amorita sabía que era el momento en que las damas debían dejar a los caballeros para que bebieran su oporto, pero no había señales de que lo hicieran. Como si leyera sus pensamientos, el conde preguntó en voz alta:
—¿Van a retirarse, chicas, o esperan que vayamos con ustedes?
—¿No supondrás que los vamos a dejar solos para que inventen maldades, o sí? —preguntó Zena.
—¡O para que beban demasiado oporto! —añadió otra, que lucía una vestimenta muy elaborada.
—Muy bien —admitió el conde—. Creo que sería un error que bebiéramos demasiado antes de las carreras. Así que iremos con ustedes al salón.
Se escucharon exclamaciones de alegría.
Millie, la chica sentada a la derecha del conde, lo abrazó y lo besó en la boca.
Amorita lo observó, estupefacta.
—No te fijes en eso —le susurró Harry.
Ella pensó que había cometido un error y se levantó para salir, con Harry a su lado.
Al llegar al corredor, sugirió:
—Si quieres irte a acostar, es tu oportunidad, pero hagamos como si saliéramos al jardín.
Amorita deseó preguntar por qué, pero él la tomó del brazo y la condujo hacia una puerta lateral. Ella se percató de que Charles los seguía.
Con él iba una mujer muy atractiva que se sentó al otro lado de él durante la cena.
Para deleite de Amorita, había una fuente en el centro del prado.
—¡Oh, una fuente! —exclamó—. Siempre he deseado tener una en casa.
—Podrás verla en otra ocasión —contestó Harry.
La llevó hacia la esquina de la casa y cuando estaban ya fuera de la vista de Charles, ordenó:
—Sube a descansar. No deseo que nadie haga comentarios acerca de ti.
—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó con inocencia Amorita.
Harry no respondió.
Se dirigió hacia otra puerta que, por fortuna, estaba abierta y subieron por una escalera lateral hacia la planta donde estaban sus dormitorios.
—Ahora, acuéstate y duérmete —sugirió él cuando llegaron al de Amorita.
—¿Tú no vas a bajar de nuevo? —preguntó ella con rapidez.
—No, por supuesto que no. Así pensarán que subimos juntos.
Amorita no comprendía, pero se alegraba de que Harry ya no fuera a beber más.
Pensaba que muchos de los hombres y mujeres en la cena tenían los rostros enrojecidos y reían de forma ruidosa porque habían bebido en exceso.
«¡Mamá se habría horrorizado!», se dijo.
Cerró la puerta de su dormitorio.
Escuchó a Harry dirigirse hacia la puerta contigua, y pensó en pedirle que le ayudara a desabotonarse el vestido.
En ese momento la señora Dawson llamó a la puerta y entró.
—Supongo que deseará que le ayude a desvestirse, señorita —dijo.
—Es muy amable de su parte —respondió Amorita—. Suelo hacerlo sola, pero este vestido es bastante complicado.
La señora Dawson no respondió.
Desabotonó el vestido de Amorita y lo colgó en el armario.
Entonces preguntó:
—¿A qué hora desea que la despierten, señorita?
—Oh, temprano, por favor. Deseo tener oportunidad de volver a ver los caballos antes de las carreras, ¿podrían hacerlo a las siete de la mañana?
La señora Dawson enarcó la ceja.
—Es muy temprano, señorita, ¿está segura de que no desea descansar más tiempo?
—Oh, no. Por lo general me levanto a esa hora.
La señora Dawson pareció que iba a decir algo. Sin embargo, se dirigió hacia la puerta.
—Buenas noches, señorita, espero que duerma bien.
El énfasis en la palabra hizo que Amorita se preguntara qué querría decir.
Entonces, como estaba realmente cansada, apagó las luces y se metió en la cama.
Todavía podía escuchar ruidos en la habitación de Harry y después sólo silencio.
Pensó con alivio que él tendría una noche de sueño reparador, lo que era esencial para que ganara al día siguiente.
«Por favor… Dios mío… por favor… que gane», rezó.
* * *
Amorita despertó sobresaltada y se dio cuenta de que descorrían las cortinas. Comprendió que serían las siete y se sentó en la cama.
Una doncella se acercó para comunicarle:
—Indicó la señora Dawson, señorita, que la despertáramos a las siete, pero nadie desayunará antes de las ocho.
—Deseo ir a la caballeriza —respondió Amorita.
Se vistió con rapidez.
Sólo mientras se aseaba y comenzaba a vestirse recordó que aún no había visto el traje de montar que Milly le enviara.
Cuando la doncella lo sacó del armario se dio cuenta de que era lo que se solía usar en el parque.
No era un tipo de traje que su padre hubiera aprobado para montar en el campo.
Sin embargo, nada podía hacer.
Tenía que aceptar que el azul brillante de la falda, así como la chaqueta y la elaborada blusa de encaje le favorecían, aunque no fueran lo más adecuado.
La doncella encontró el sombrero que hacía juego.
Estaba a punto de salir de la habitación cuando recordó que no se había maquillado.
Pensó que Harry se molestaría si aparecía sin la pintura y el polvo facial y, con rapidez, se los aplicó.
Entonces, al pensar que desperdiciaba tiempo, corrió escalera abajo y salió hacia la caballeriza.
No le sorprendió al llegar encontrar que Harry ya estaba con Crusader.
Miró a Amorita y exclamó:
—¡Madrugaste!
—Deseaba ver de nuevo los caballos y supuse que estarías aquí. Si no gano con Crusader, ¡jamás ganaría con ninguno!
—Por supuesto que ganarás.
Harry miró por encima de su hombro y recomendó en voz muy baja:
—Asegúrate de estar junto a mí si gano algún premio, para que te lo entregue enseguida.
—¿Por qué es tan importante? —preguntó Amorita.
Harry titubeó un momento antes de responder:
—En ocasiones como ésta, los ganadores suelen entregar sus ganancias a alguna mujer y algunas veces, si no lo hace, ella se las quita.
Amorita lanzó una exclamación ahogada.
—¿Quieres decir que… si no estoy ahí…, alguien podría… quitártelo?
Harry asintió.
—Comprenderás que, si lo hace, será difícil insistir en que me lo devuelva.
—Oh, Harry, me alegra que me lo digas. Debes dármelo al instante. ¡Sabes que necesitamos hasta el último centavo!
—Así es —admitió Harry.
Amorita se preguntó dónde podría guardarlo. Abrió su chaqueta y encontró, como esperaba, que tenía un bolsillo interior.
«Lo guardaré aquí», decidió, «y cerraré de nuevo mi chaqueta».
La idea de que alguien más se llevara la ganancia de Harry era aterradora.
Podría ser el dinero que salvara la vida de Nanny. Miraron algunos otros caballos y caminaron de regreso al castillo.
—Rezaré durante el tiempo en que estés corriendo —prometió Amorita.
—Gracias. Sabes, sin que necesite decirlo, que no estaría yo aquí si no fuera por ti.
Se sonrieron y entraron en el salón desayunador. El conde ya estaba ahí, así como otros cuatro hombres, pero ninguna mujer.
—No necesito preguntar dónde estaban —expresó el conde mientras se ponía de pie al ver que Amorita y Harry entraban.
—Sólo me aseguraba de que Crusader no hubiera desaparecido durante la noche —explicó Harry.
El conde se rió.
—Los ladrones se llevarían otras cosas antes.
—En lo personal yo preferiría los tesoros de la caballeriza que los del castillo —bromeó Charles.
—Eso depende —se rió Jimmy—, si caminan en dos o cuatro patas.
—Por la mañana y por la tarde nos concentraremos en los caballos —señaló el conde—. Pero para la noche, tengo otros planes.
Los que estaban en la mesa lo escuchaban.
Y dos más, uno de ellos Sir Mortimer, que recién habían entrado en la habitación, dejaron de hablar.
—Lo que pienso que debemos hacer —continuó el conde—, es hacer el desfile para elegir a la más bella «Incomparable» antes de la cena.
—Lo que insinúas —terció en son de broma Jimmy—, es que después estaremos demasiado ebrios para poder votar con acierto.
—Esa idea cruzó por mi mente —admitió el conde—, pero pienso también que a las damas se les verá mejor cuando acaben de salir de sus habitaciones. Si después de la cena tienen deseos de entretenemos, será otro asunto.
—En lo personal —intervino Charles—, me parece sensato.
—Pensé que accederían —sonrió el conde—, así que votaremos a las seis y media, cenamos a las nueve y después la diversión puede continuar sin cesar toda la noche.
—La considero una idea excelente —terció Sir Mortimer—, y como dice, deseamos estar en nuestras mejores condiciones al votar por la mujer más bella.
Antes que nadie pudiera responder, se abrió la puerta y entró Zena acompañada de otras dos mujeres.
Todas iban vestidas de forma por demás glamorosa. Zena miró a Amorita y preguntó:
—¿Competirás en la carrera de las damas? ¡Jamás te habría imaginado arriba de un caballo!
—He montado mucho en mi vida —contestó Amorita con voz tranquila.
—Bueno, si llegas la última —espetó Zena con tono desagradable—, me atrevo a decir que su señoría tendrá un premio de consolación para ti.
Se volvió para revisar los platillos que había en un mueble lateral.
—No le respondas. Es una buena caballista y está decidida a ganar —susurró Harry.
Amorita apretó los labios.
El resto del grupo bajó a desayunar en intervalos. Poco después de las diez, el conde y Charles anunciaron que irían a la pista de carreras.
—¿Vienes con nosotros, Harry? —preguntó el conde.
—Sí, por supuesto.
Temerosa de que la dejaran, Amorita subió por sus guantes.
Al bajar de nuevo, Harry la esperaba en el vestíbulo, ya los otros se habían adelantado.
—Lamento haberte retenido —se disculpó Amorita.
—A Roydin le pareció extraño que desearas venir con nosotros —explicó Harry—, en lugar de ir en el carruaje con las demás mujeres. Pero yo pensé que detestarías hacerlo así.
—Es sólo por Zena, las otras son muy agradables.
—Sí, ella es una mujer detestable, como Sir Mortimer. Vigila durante la carrera que, deliberadamente, no intente interponerse en tu camino.
—Eso pensé, pero supone que no sé montar y creo que me ignorará.
—Sin duda Roydin cuidará de que no haya trucos ni trampas. No compite, sólo mantendrá una estrecha vigilancia sobre todos.
Amorita pensó que eso era una excelente noticia. Cuando llegaron a la pista, encontraron que los caballos ya estaban ahí y el conde estaba montado en uno de ellos.
Al mirarlo, Amorita pensó que debió adivinar que sería un jinete admirable.
Su padre siempre decía que un buen jinete debería parecer parte de su propia montura.
Eso era verdad en cuanto al conde.
Montaba un magnífico semental negro de sangre árabe y a ella le resultó difícil apartar la mirada de él. Organizaba todo de una forma brillante.
Merecía la admiración de Harry y de los otros. Cuando empezó la carrera, vio a Harry colocarse en su lugar, sobre Crusader.
Elevó una plegaria especial para que resultara el triunfador.
No había duda de que montaba al mejor caballo de la carrera.
El conde dio la salida, antes de iniciar la carrera tenían que dar tres vueltas a la pista.
Se colocó en la meta y a la tercera vuelta, Amorita caminó sobre el césped para quedar de pie junto a él.
Con voz que sólo ella podía escuchar, el conde se inclinó para decirle:
—Creo que Harry lo logrará.
—Oro porque así sea —respondió Amorita.
—Eso pensé que haría —comentó el conde.
Los caballos se acercaban y ella pudo ver que Harry iba al frente de los demás competidores.
Todos intentaban alcanzarlo.
Cruzó la meta con una ventaja de medio cuerpo.
—¡Bravo! —exclamó el conde—. ¡Bien hecho!
Amorita no podía hablar por la emoción.
Sentía impulsos de llorar de felicidad por el éxito de Harry.
Los jinetes detuvieron sus caballos y después se dirigieron hacia donde los mozos de cuadra los esperaban.
Todos felicitaban a Harry.
Entonces avanzaron hacia donde el conde, sobre una plataforma, los esperaba de pie, con una mesa frente a él.
Las mujeres que lo rodeaban parecían un ramo de exóticas flores.
También había una multitud de observadores, formado por los que trabajaban en la propiedad y quienes habían acudido de la aldea.
Harry sabía, aunque no lo había comentado con Amorita, que con toda deliberación el conde se abstuvo de invitar a sus vecinos del condado.
Cuanto todos los jinetes ya estaban junto a la mesa, el conde exclamó:
—¡Bien hecho, Harry! Montaste estupendamente y mereces tu premio.
Le entregó un cheque al decirlo, que Amorita pudo ver que equivalía a mil libras.
Harry se quitó el sombrero e hizo una inclinación frente al conde, mientras lo tomaba.
Entonces, aunque varias mujeres se acercaron para abrazarlo, Amorita fue la primera.
Con un brazo rodeó a Harry y lo besó en la mejilla.
Sintió como él colocaba el cheque en su mano. Con rapidez lo deslizó en el bolsillo de su chaqueta, que llevaba abierta.
Fue justo a tiempo.
En cuanto se separó de él, Zena intervino, con voz seductora:
—¡Felicidades, Harry querido! ¡Estoy segura de que compartirás tus ganancias con quienes te quieren!
—Ya lo hice —repuso en tono tajante Harry y se apartó de ella.
En la siguiente carrera, Harry montó otro de los caballos.
La ganó Charles, Jimmy fue el de segundo lugar y hubo tres fuertes contendientes para el tercer lugar.
Durante un momento parecía imposible meter un alfiler entre ellos.
Entonces, en los últimos metros, con un tremendo esfuerzo y sorprendente habilidad, Harry logró adelantarse a los otros dos.
Ella comprendió que había triunfado tan sólo por su gran determinación.
De nuevo, Amorita guardó el cheque de doscientas cincuenta libras antes que alguien pudiera quitárselo. Después se dirigieron al castillo para almorzar. Fue una comida ruidosa.
Todos hicieron bromas a Harry por tener tanto éxito.
Charles se quejó de que tenía tantas solicitudes de dinero de las hermosas mujeres, que se consideraría afortunado si al final del día le quedaba media corona.
Sólo bromeaba y en ese momento Amorita tocó su bolsillo para asegurarse de que los cheques de Harry estaban todavía ahí.
Después del almuerzo, cuando las mujeres fueron a cambiarse, para ponerse los trajes de montar, ocultó los cheques en su dormitorio.
Los guardó en un pañuelo, que escondió en el bolsillo de uno de los vestidos de día.
La primera carrera de la tarde sería en la que Harry montaría a Mercury.
Era un caballo más pequeño que Crusader, pero esbelto y ágil.
Amorita sabía que Harry no lo habría elegido si no sintiera que era muy veloz.
Lo comprobó cuando llegó a la meta dos cuerpos adelante de los demás.
Y Amorita volvió a tomar el cheque de inmediato. Entonces se fue a buscar a Hussar, que no había estado en la pista de carreras esa mañana.
Encontró que estaba siendo sostenido con cierta dificultad por dos palafreneros.
Para sorpresa de los hombres, Amorita insistió en detenerlo ella misma.
—¡Es un animal peligroso cuando se pone así! —comentó uno de los mozos.
—No conmigo —le aseguró Amorita.
Habló a Hussar en el tono suave y gentil de voz que usara cuando hablara antes con él.
El animal movió las orejas y hasta frotó su nariz contra Amorita, quien comprendió que la estaba escuchando.
Una vez que estuvo en la silla, lo hizo caminar con tranquilidad por los alrededores, mientras tenía lugar la siguiente carrera.
Harry no participaría en ella, porque no creyó caballeroso hacerlo, cuando había resultado triunfador en las dos carreras principales.
Amorita vio que las mujeres lo rodeaban, para hacerle cumplidos y armar alharaca porque había ganado.
Se preguntó si no estarían tan interesadas en él por lo que suponían que llevaba ahora en el bolsillo.
¿O lo hacían porque era un hombre atractivo?
«Tal vez hagan buenos papeles en el escenario», se dijo a sí misma, «pero en la vida real me parecen mujeres repulsivas».
No quería hacer críticas, pero su conducta durante al almuerzo fue casi tan censurable como la de la noche anterior.
No comprendía la mitad de las cosas que decían, ni por qué hablaban a gritos con los hombres. Decidió concentrarse en conducir a Hussar al punto de partida.
Cuando llegó, el conde le dijo con un poco de inquietud:
—¿Estás bien? ¿No será un animal demasiado difícil para ti?
—No, se está portando como un ángel —contestó Amorita.
—En tal caso, es evidente que debes haberle dado algún tipo de hechizo —contestó el conde—. ¡Y ten cuidado, si no quieres que te quemen viva por bruja!
Amorita rió.
Sin embargo, el conde cabalgó un poco más cerca de ella para sugerirle:
—No corras riesgos. Si él tira con demasiada fuerza, suéltale la rienda.
Amorita se limitó a sonreírle.
El conde manifestó entonces, como si la idea se le acabara de ocurrir:
—Tengo la sensación de que montas como Harry. Y si eres tan hábil como él, no necesito preocuparme.
—No me pasará nada —le aseguró Amorita.
Al decir estas últimas palabras se percató de que Zena había llegado hasta donde estaban ambos y que la miraba con expresión especulativa.
—¡Espero que tengas el premio listo para mí, Roydin! —dijo casi a gritos, al conde—. Este caballo es magnífico y sólo espero que no le hagan sombra, las contrincantes torpes, que no saben montar.
Se estaba mostrando en extremo vulgar, comprendió Amorita, así que se alejó de ahí.
El conde fue a llamar a todas las participantes.
Hubo cierta demora en el punto de partida, porque Hussar quería lanzarse a la carrera antes que el resto de los caballos que iban a participar.
—Si no puedes dominar a ese caballo, entonces no debías tomar parte en la carrera —vociferó Zena en tono desagradable.
—Está solo un poco ansioso por ganar —repuso Amorita con voz tranquila.
—Lo cual es altamente improbable —replicó Zena—. Harías bien en volverte con él a la caballeriza.
Amorita no se dignó contestar.
Un minuto después el conde dio la señal y se lanzaron a la carrera.
De forma deliberada, tal como su padre le había enseñado, Amorita contuvo un poco a Hussar al principio.
Impidió que se lanzara a la cabeza de todos, como deseaba hacerlo.
Iba hablando con él mientras corrían.
Después de que casi le arrancó los brazos en el esfuerzo por detenerlo, Amorita pensó que había comprendido.
Cuando habían dado ya dos vueltas, todavía tres mujeres corrían delante de ella. Una de ellas era Zena.
Al llegar a la última parte de la pista fue cuando soltó la rienda a Hussar.
Como si el animal comprendiera con exactitud lo que ella quería, se lanzó como un disparo de pistola.
Todo lo que Amorita necesitó hacer fue mantenerse en la silla y dejar que él la condujera hasta la meta.
La cruzaron dos cuerpos adelante de los otros caballos, entre los vítores entusiastas de los espectadores.
Cuando fue a aceptar su premio, el conde exclamó:
—¡No necesito decirte que corriste de forma espléndida!
—Sólo puedo agradecer a su señoría el permitirme montar el que pensé que era el caballo más veloz de su cuadra —expresó Amorita con suavidad.
El conde le entregó el cheque diciendo:
—Tal vez esto te permitirá comprar un caballo igual a Hussar.
Amorita pensó que eso era lo que ella hubiera querido hacer, ya que siempre soñó en poseer un caballo como ése.
No obstante, otras cosas más importantes se necesitaban en casa.
Cuando volvieron al castillo, Zena se mostró más desagradable y agresiva que nunca, pero Amorita no le prestó atención.
Ella sólo pensaba en que por primera vez en su vida podría contribuir al sostenimiento de su casa y no sería una carga para Harry.
El le había dicho durante al almuerzo:
—Cuando volvamos de las carreras, si sigues mi consejo, deberás tomarte un descanso. Después de tanta excitación, vas a sentirte exhausta.
—Lo mismo aplica a ti —contestó Amorita.
—Los dos descansaremos —le prometió Harry con una sonrisa—. En el té sin duda servirán más champaña, y podemos reservar eso para la noche.
—Estás bebiendo demasiado —le señaló Amorita en voz baja—. Tú sabes que eso no te hace bien.
—Estoy de acuerdo. Será mejor que no lo haga, si quiero montar mañana, antes que nos vayamos.
Amorita comprendió que su hermano había renunciado a la idea de que se fueran inmediatamente después de las carreras.
Sabía que, cuando Harry pensó en ello, se dio cuenta de que sería una descortesía irse, puesto que ambos ganaron tanto dinero.
Faltaba, además, el desfile que las mujeres realizarían antes de la cena y que el conde consideraba un sensacional remate para un día de éxitos.
Se dirigió a su dormitorio y encontró a la señora Dawson ahí.
—¡Gané la carrera! —exclamó, ansiosa de compartir con alguien la noticia de su éxito.
—Eso supe —contestó la señora Dawson—. Y están diciendo abajo que usted es una caballista admirable, señorita. ¡Es algo que nunca esperé!
—Aprendí a montar tan pronto como salí de la cuna.
La señora Dawson empezó a decir algo, pero cambió de opinión y mejor preguntó:
—¿Qué se va a poner esta noche, señorita?
—¡Oh… cualquier cosa! —contestó Amorita—. Estoy segura de que debe haber varios vestidos que aún no me he puesto.
La señora Dawson la miró sorprendida.
—Las otras jóvenes ya están todas preparando sus trajes de fantasía.
—¿Trajes de fantasía? —exclamó atónita—. ¡Yo no tenía la menor idea de eso!
—Bueno, supongo que lo planearon entre ellas antes de salir de Londres. Pensaron que con eso darían a los hombres algo de qué hablar… como si lo necesitaran.
Había una nota aguda en la voz de la señora Dawson y Amorita aclaró:
—Me temo que no traje ningún vestido de fantasía, así que tal vez no necesito competir.
—Eso alteraría los planes de su señoría, Pensaba, mientras la esperaba, que hay algunos trajes de ese tipo guardados; desde los viejos tiempos cuando la señora condesa, que Dios tenga en su gloria, vivía.
—¿De veras? —preguntó Amorita—. ¿Oh, por favor, me podría prestar uno?
—Puedo encontrar algo que le siente mucho mejor de lo que trae puesto —aseguró la señora Dawson—, pero ahora, será mejor que duerma un poco, señorita. Tendré listo lo que necesita, en cuanto despierte.
—¡Oh, gracias, muchísimas gracias! Es usted demasiado bondadosa conmigo y le estoy muy agradecida.
—¡No puedo imaginarme cómo es que sus padres le permiten lo que está usted haciendo!
Amorita pensó que se refería a que era actriz y se apresuró a decir:
—Mis padres murieron ya. Y, como comprenderá usted, no tengo dinero.
—Eso es lo que me imaginé —comentó la señora Dawson—. Al mismo tiempo, debe haber algo más que pudiera usted hacer, ¿no?
—Si lo hay todavía no descubro qué pueda ser —contestó Amorita en tono de disculpa.
La señora Dawson apretó los labios, como para abstenerse de manifestar lo que pensaba.
Enseguida, cuando Amorita se metió en la cama, exclamó:
—¡Es una lástima… una verdadera lástima… es todo lo que puedo decir!
Corrió las cortinas y salió de la habitación sin decir más.
Amorita sonrió para sí.
«¡Nanny habría dicho exactamente lo mismo!», pensó.
Como empezó a preocuparse de lo que estaría sucediendo en el hospital, dejó de pensar en sí misma.