Capítulo 3
El duque se encontraba en su estudio cuando el señor Watson entró en la habitación.
Había estado firmando sus cartas y levantó la vista cuando su secretario se acercó.
—Y bien, Watson —preguntó—. ¿Qué ha descubierto usted?
—Quizá, milord —contestó el señor Watson—, es lo que sospechábamos.
—Quiero hasta el último detalle.
—Uno de los jardineros asegura haber visto anoche al señor Giles, cabalgando a través del pueblo.
—¿Está completamente seguro?
—Emery es un hombre de fiar, su señoría. Tiene con nosotros quince años.
El duque asintió con la cabeza y el señor Watson continuó diciendo:
—He interrogado al mocito, quien dijo que el señor Oliver se dio la vuelta para ir por su fuete y al hacerlo salvó su vida.
Se detuvo como para dar un tono más impresionante a lo que iba a decir después.
—El afirma, milord, que había un hombre en el techo. Asegura que vio con toda claridad su hombro antes de que la estatua se viniera abajo.
El duque apretó la boca y no dijo nada mientras el señor Watson proseguía diciendo:
—Sólo puedo suplicar a su señoría que tenga mucho cuidado. No se lo había informado antes, pero el señor Giles se encuentra en serias dificultades.
—¿De dinero? —preguntó el duque.
—Sí, milord, y corre el rumor, aunque no he podido aún confirmarlo, de que está solicitando dinero prestado a los usureros bajo la presunción de que su señoría no va a vivir mucho tiempo.
El duque se incorporó en su silla, con rapidez.
—¿Es cierto eso?
—Como ya he dicho, es sólo un rumor, que me fue reportado por uno de los amigos de su señoría, quien se mostró muy preocupado por milord.
—¿Por qué no me lo dijo entonces?
—Porque el Capitán Seymour, milord, deseaba hacer investigaciones adicionales, antes que pusiéramos alerta a su señoría sobre el peligro.
El duque guardó silencio.
Se daba cuenta con perfecta claridad de que si, como Giles había anticipado, él hubiera salido por la puerta del frente para ir a cabalgar, y la estatua le hubiera caído encima, a estas alturas ya estaría muerto.
En cambio, su primo Giles sería ya el Quinto Duque de Mortlyn.
Sabía que, como él, Watson también estaba pensando que era casi imposible asegurarle una protección completa en una casa tan grande y en una finca de tal extensión como aquélla.
Y la situación no habría sido mejor en Londres.
El duque se puso de pie y caminó hacia la ventana.
Su secretario admiró su gentileza y apostura y una expresión de inquietud apareció en sus ojos.
Pensaba que era imposible para un hombre tener un problema más grave y de tan difícil solución, que ése.
No había necesidad de que ninguno de los dos expresara en palabras el terrible desastre que sería si Giles Lyne heredaba el ducado. Tenía treinta y ocho años y desde que se convirtiera en hombre vivía como un libertino.
Había causado escándalo tras escándalo en los círculos de la alta sociedad.
Nadie le habría hecho ningún caso si no se hubiera jactado de forma ruidosa y constante de que iba a heredar el Ducado de Mortlyn.
El duque mismo había comentado abiertamente y poco hábil, pensó ahora, que él no tenía intenciones de casarse.
Se volvió cosa de broma su declaración, que le había conquistado el apodo de El Novio Esquivo, en el Club White, al cual pertenecía y del que Giles había sido expulsado por su mala conducta. La mujer capaz de «pescarlo» tendría que ser hermosa y fuera de lo común.
Se habían hecho muchas especulaciones, una tras otra, sobre si el duque sucumbiría a los encantos de la más reciente belleza aparecida en Londres.
O si una atractiva viuda con quien se le relacionaba en la actualidad, tendría éxito donde tantas habían fracasado.
El señor Watson se daba cuenta, debido a que nunca perdía de vista a Giles Lyne, en lo posible, de que los años de despilfarro y disipación empezaban a dejar en él profunda huella.
Parecía mucho más viejo de lo que era y se iba hundiendo cada vez en mayores deudas.
Muchos de sus acreedores habían ido a ver al señor Watson, para que interviniera en su favor con el duque y éste los salvara de la bancarrota.
En la mayoría de los casos, el secretario pensaba que era culpa de los constructores de carruajes, de los vendedores de vinos, de los sastres y de muchos otros comerciantes haber confiado en alguien tan evidentemente inestable como el señor Giles.
Pero hubo uno o dos pequeños tenderos que habían sido engañados por sus mentiras jactanciosas y el señor Watson intercedió por ellos, para que el duque cubriera lo que Giles les debía.
El duque aceptó pagar, pero había asegurado ante su primo que no volvería a hacerse cargo de sus deudas futuras y que ese tipo de situación no debía repetirse.
Giles no se había mostrado agradecido de modo alguno. Simplemente había tomado el dinero y difamado al duque a sus espaldas.
Lo llamaba «avaro», «un pobre diablo con título de duque», y trataba a toda costa de que la gente se burlara de él.
Por fortuna, las únicas personas que lo escuchaban eran sus amigos personales y casi todos estaban tan desprestigiados como él mismo. El resto de la sociedad de Londres se mostraba escandalizada por su conducta y lo había marginado.
Era la abuela del duque, en realidad, la que se sentía más preocupada por la conducta de Giles.
La solución que sugería era que el duque necesitaba casarse lo antes posible, para procrear un heredero.
Ahora el duque mismo pensó con temor que tal vez ésa era la única forma en que podría salvarse… esto es, si vivía el tiempo suficiente para poner el anillo de bodas en la mano de alguna mujer.
Todos sus instintos se rebelaban ante la idea de ser presionado a casarse, por alguien tan despreciable y poco escrupuloso como su primo.
Se volvió de la ventana:
—¿Qué diablos voy a hacer, Watson? —preguntó.
—No lo sé, milord, y ésa es la verdad —contestó el interpelado. Titubeó un momento antes de continuar:
—No puede su señoría acusar legalmente al señor Giles, cuando sólo tenemos una leve evidencia circunstancial en su contra. Al mismo tiempo intento, con la venia de su señoría, prevenir a cuanta persona hay en la finca, con cierto grado de autoridad.
Comprendió que el duque iba a protestar y continuó con rapidez:
—Desde luego, diré que el criminal es con toda probabilidad algún maniático escapado de un manicomio. O tal vez un anarquista que no ha podido asesinar a la Reina y está ahora probando en un nivel heráldico inferior.
El duque se echó a reír, pero no había mucho humor en su risa.
—Haga lo que considere mejor, Watson. Al mismo tiempo, resiento tener que estar en guardia frente a un miembro de mi propia familia, por despreciable que éste sea.
El duque habló con violencia y, como si quisiera desviar su atención hacia otro tema, el señor Watson observó:
—Su señoría recibió esta mañana una carta del señor obispo.
El duque miró la pila de cartas que había sobre su escritorio y dijo:
—No las he leído aún. ¿Qué dice?
—El señor obispo dice, milord, que ya tiene exactamente el tipo de párroco que Mortlyn necesita. Es hijo del Coronel Henderson, quien sirvió con su señoría en el Regimiento.
—Recuerdo a Henderson —comentó el duque—. Era un hombre encantador, de buena cuna. Su esposa, si no me equivoco, es hija de Lord Lambert.
—Así es, su señoría.
—Con mucho gusto recibiré a su hijo. ¿Cuándo vendrá para verme?
—El señor obispo desea que, si su señoría no tiene inconveniente, el Reverendo John Henderson venga a hablar con milord a la mayor brevedad posible.
—¿Por qué tanta prisa?
—El y su esposa necesitan dejar la casa que han estado ocupando en una finca privada porque el tercer hijo de los dueños de ella acaba de ordenarse y quiere ser nombrado vicario de la parroquia de su padre.
El duque asintió con la cabeza para demostrar que comprendía que eso era lo acostumbrado.
Y, mientras se sentaba en su escritorio, comprendió que el señor Watson estaba esperando y, antes que hablara, el duque adivinó, lo que iba a decir.
—Eso nos deja, milord, con el problema de la señorita Linton.
El duque se quedo inmóvil.
Hubo un incómodo silencio hasta que él habló:
—Si lo considero necesario, haré construir una casita para ella.
—Eso tomará tiempo, milord.
El duque miró a su secretario y pensó que podía leer sus pensamientos.
—Lo que está usted diciendo, Watson, es que…
Antes que pudiera completar la frase, la puerta del estudio se abrió y entró Selma.
Estaba extraordinariamente atractiva en un sencillo vestido de muselina verde hoja, que se recogía hacia atrás en un pequeño polisón. El color acentuaba el oro de su cabello y el rostro de duende que sorprendía al duque cada vez que la observaba.
Le pareció ahora un ser salido del bosque o del río.
Se acercó al escritorio llena de ansiedad y sus ojos parecieron iluminarse al decir:
—Vine para informar a su señoría que Daws y yo acabamos de quitar los vendajes y la piel del señor Oliver está en claras vías de curación.
Contuvo el aliento, como si estuviera muy emocionada, antes de continuar:
—La piel, desde luego, está muy delicada y él debe moverse lo menos posible, pero su tobillo ya ha soldado y hemos podido quitarle la tablilla.
El duque la escuchó sonriente.
—Ésa es ciertamente una buena noticia, señorita Linton.
—Pensé que su señoría querría saberlo cuanto antes —dijo Selma—. Además, el señor Oliver desea verlo.
Calló y había una expresión definitivamente traviesa en sus ojos cuando añadió:
—Desde luego, si milord desea aún que el doctor lo atienda, he oído que volvió anoche al pueblo.
El duque se echó a reír.
—Sabe perfectamente, señorita Linton —dijo—, que estoy muy satisfecho con el progreso que ha hecho mi sobrino bajo los cuidados esmerados de usted.
Hizo una pausa para después añadir:
—¡Aunque aún no estoy dispuesto a aceptar que usted es una bruja!
Ahora fue Selma quien sonrió.
—Las verdaderas brujas se divierten mucho —comentó—. Cabalgan por el aire en escobas, visitan la luna y, desde luego, bailan por la noche con el diablo, en el bosque.
—¿Es lo que le gustaría hacer? —preguntó el duque.
—Me conformaría con tener una simple carreta para conducir —contestó ella.
Dirigió una mirada interrogante al duque antes de explicar:
—Acabo de recibir un mensaje urgente de una de las granjas de su señoría. Me dicen que un peón fue cornado por un toro. No tengo manera de llegar a la granja si no es a caballo.
Pensó que el duque parecía sorprendido y explicó:
—Desde luego, puedo cabalgar hasta el lugar, pero no creo poder llevar en el caballo todas las hierbas que voy a necesitar. Se detuvo para agregar:
—Están ya preparadas en frascos y éstos podrían romperse en el trayecto.
—Por lo tanto, en tales circunstancias es mi deber llevarla a la granja —dijo el duque.
Selma hizo un expresivo gesto con las manos antes de decir con rapidez:
—¡No… por supuesto que no… su señoría! No era esa mi intención. Sólo quería yo que… me facilitara uno de sus vehículos… se lo agradecería muchísimo.
—Yo la llevaré —insistió el duque con firmeza.
Miró hacia el reloj que había sobre la chimenea y dijo:
—Almorzaremos, Watson, en media hora. Ordene mi faetón para la 1:30.
—En seguida, milord —contestó el señor Watson.
Se volvió hacia la puerta y de pronto se detuvo.
—¿Puedo hacer arreglos para que su señoría vea al Reverendo John Henderson mañana por la mañana?
Se hizo el silencio mientras él suponía que el duque estaba sosteniendo una batalla consigo mismo. Al fin, dijo con cierta renuencia:
—Sí, Watson, y si él resulta satisfactorio, haga arreglos para que todos los muebles de la vicaría sean transportados a El Palomar.
Se quedó mirando a Selma mientras hablaba.
Le pareció que sus ojos se abrían al doble de su tamaño, antes que exclamara:
—¡El Palomar! ¿Está… su señoría permitiendo… que viva yo allí? Nunca… soñé que… lo aprobara… aunque el señor Hunter… lo sugirió.
—No tengo alternativa —intervino el duque—. No hay ningún otro lugar para usted, y parece que el obispo ha encontrado un hombre en extremo idóneo para hacerse cargo de la parroquia.
El señor Watson no esperó a oír más. Salió del estudio, cerrando la puerta tras él.
Se hizo el silencio y entonces Selma dijo un poco titubeante:
—Es muy… bondadoso de… parte de su señoría, pero yo… sé que no me… quiere allí… lo mejor será que… yo me vaya.
El duque la miró con fijeza, como si pensara que estaba solo fingiendo.
Sin embargo, no era posible dudar de la sinceridad de su voz, ni mal interpretar la nítida expresión de sus ojos.
—¿Está usted en verdad dispuesta a irse del pueblo? —preguntó él.
—Eso me va a hacer muy… desdichada —confesó Selma con verdad—. Y yo sé que mi abuelo no va a aceptarme. Más… como no hay ningún otro lugar donde yo pueda estar… tendré que… marcharme a Escocia.
Cuando terminó de hablar, se dio la vuelta como para salir de la habitación y, pensó el duque, tal vez también para ocultar sus lágrimas. Dejó que llegara hasta la puerta antes de preguntar:
—Si usted se va, ¿qué vamos a hacer respecto a Oliver?
Selma se detuvo y en seguida se volvió hacia él con mucha lentitud.
—Él ya está en vías de alivio —respondió después de un momento—. Si tiene mucho cuidado y hace exactamente cuanto se le dice, podrá caminar en unas dos semanas.
—¿Y qué dice de sus otros pacientes?
Selma hizo un gesto de impotencia más elocuente que las palabras. Después extendió una mano hacia la puerta. El duque dijo en ese momento:
—Como el pueblo no puede pasársela sin usted y también es ciertamente indispensable para mi sobrino, se instalará en El Palomar, y no habrá más discusiones al respecto.
Ella no contestó, pero el duque advirtió que seguía muy tensa. Eso le reveló, sin palabras, que eso era lo que ella más deseaba en el mundo.
Y, no obstante, estaba aún alterada por la aversión de él para que ella ocupara la que había sido siempre una casa familiar. Se volvió en silencio y caminó de regreso hacia él.
Selma se quedó de pie, frente al duque, el escritorio de por medio y dijo:
—Es muy bondadoso de parte suya, pero yo sé… cuál es el sentir… de su señoría.
Se detuvo y entonces continuó diciendo:
—Lo que sugiero, si milord está de acuerdo, es que me instale en El Palomar, hasta que haya una casita disponible en el pueblo.
Miró hacia otro lado al comentar:
—Creo que hay uno… si no es que dos… de los pensionados más ancianos que no vivirán ya… mucho tiempo.
—¿Está usted sugiriendo —preguntó el duque—, que sería feliz en una de esas pequeñas casitas que, según sé, sólo tienen tres habitaciones?
Al decir eso se sintió convencido de que Selma estaba solo fingiendo cierta renuencia para aceptar El Palomar.
Estaba seguro de que ella había decidido vivir allí desde el momento en que muriera su padre.
Para sorpresa suya, Selma contestó, en tono práctico:
—Sabré adaptarme, su señoría.
Se detuvo y luego continuó:
—Estoy segura de que, como las casitas son muy reducidas, yo podría, si milord lo permitiera, convencer a algunos de los hombres del pueblo para construirme una pequeña extensión.
Como si el duque pudiera leer sus pensamientos, se dio cuenta de que ella ya estaba planeando cómo podría hacerse eso.
Era evidente que estaba segura, dado que todo el pueblo la quería entrañablemente, que los hombres harían ese trabajo de muy buen grado, en su tiempo libre.
Y hasta preferirían no cobrar nada por su trabajo.
Selma se veía tan hermosa y, al mismo tiempo, tan etérea, que él comprendió que nadie podría complementar mejor El Palomar que ella.
De hecho, si era sincero, nadie era más digno que Selma para vivir en esa casa.
En voz alta exclamó:
—No me gusta que las disposiciones que doy sean cambiadas o discutidas, señorita Linton. Por lo tanto, debe permitirme que yo haga las cosas a mi manera.
Ella lo miró como si no comprendiera y él continuó diciendo:
—Sus pertenencias serán trasladadas, estoy seguro de que con el mayor cuidado, a El Palomar. Usted debe indicar a los mozos sobre cómo colgar las cortinas y qué colocar en cada habitación.
Se detuvo y luego añadió:
—Espero que sea usted muy feliz allí.
Vio cómo un ligero temblor recorría el cuerpo de Selma. Ella unió las manos para expresar con sencillez:
—Yo sé que seré feliz y debido a que allí está el jardín de hierbas, que mucho significó para… mamá… no me sentiré… tan sola.
Añadió con mucha suavidad:
—Le agradezco infinitamente a su señoría. Ahora, ¿tendrá milord la bondad de venir a ver al señor Oliver?
Cuando salieron de la habitación, el duque tuvo la sensación de que uno de ellos, aunque no estaba seguro de quién, había ganado una batalla.
* * *
Oliver estaba sentado en la cama y, aunque estaba bastante pálido, parecía haber recobrado el ánimo y la alegría.
—Hola, tío Wade —dijo cuando el duque entró en la habitación. —Pronto volveré a montar.
—Eso es lo quería oírte decir —contestó el duque—. La señorita Linton me ha dado la buena noticia.
—Yo también he estado oyendo la mala —intervino Oliver—. Por lo que más quieras, tío Wade, ten cuidado con Giles. Está decidido a matarte.
—No puedes estar absolutamente seguro de eso —expresó el duque en tono ligero—. Estoy seguro de que Giles no correría el riesgo de ser ahorcado, asesinándome de forma tan evidente.
—Por supuesto que no lo haría así —protestó Oliver—. Pero si te encuentran muerto en el bosque o ahogado en el lago, ¿quién podría demostrar que fue él quien lo hizo?
Selma lanzó un leve grito y exclamó:
—¡Hay tantas formas en que podría matarlo! Su señoría debe tener mucho cuidado.
El duque se sentó en un sillón.
—Eso es muy fácil de decir —murmuró—, pero ¿qué esperan ustedes realmente que yo haga? ¿Que me encierre en la casa y nunca salga?
Hizo una pausa para después proseguir:
—¿O dejar el país e irme al Lejano Oriente donde Giles no pueda seguirme?
—Lo mejor es que todos cuantos quieren y respetan a su señoría —terció Selma—, estén en guardia y, también… que recen.
Como si sintiera que debía discutir con ella, el duque preguntó:
—¿Realmente piensa usted que las oraciones pueden evitar que una estatua caiga en mi cabeza, o que una bala perfore mi espalda?
Estaba bromeando, pero Selma le contestó con gran seriedad:
—Como milord es bueno, mientras que su primo es un malvado, Dios protegerá a su señoría.
* * *
A la mañana siguiente el duque entrevistó al Reverendo John Henderson y encontró que era un hombre excelente y entusiasta.
Era, pensó el duque, el tipo de vicario que necesitaba en el pueblo. Tan pronto como el clérigo y su esposa se fueron, el duque montó su caballo, que esperaba en la puerta, y partió a través del parque.
Lo enfureció que, al descender por la escalinata del frente, instintivamente se movió un poco hacia un lado, en lugar de bajar por el centro como lo hiciera generalmente.
Su cerebro le decía que Giles no intentaría dos veces hacer caer una estatua sobre su cabeza.
Sin embargo, todos los instintos de su ser lo impulsaban a mostrarse cauteloso.
El señor Hunter había enviado a los canteros para inspeccionar el techo y ellos confirmaron que la estatua había sido desprendida de su pedestal deliberadamente.
No cabía la posibilidad de que hubiera caído de otra manera.
El señor Watson sugirió al duque, de hecho, que no cabalgara solo. El duque contestó enérgicamente que estaba demasiado grande para necesitar niñera.
Además, sin importar cuántos acompañantes llevara, podía recibir un disparo por la espalda, si ésa era la forma que Giles había escogido para eliminarlo.
Se mostró valeroso, aunque sabía, en el fondo de su mente, mientras cabalgaba por el parque, que estaba siendo amenazado y lo enfurecía saber que era tan vulnerable.
Hizo galopar a su caballo sobre un trozo de terreno plano, donde no había agujeros hechos por los conejos.
Entonces dio la vuelta para cabalgar a través de uno de sus bosques favoritos, que lo conducía hacia El Palomar.
Era un día hermoso, con una invitación a la tibieza en la última parte de la tarde.
El duque se sentía particularmente bien y, a pesar de la irritación que le causaba la actitud de su primo, disfrutaba de su estadía en el campo.
Desde un punto de vista social, debía estar en Londres.
Todos los días, el señor Watson le informaba sobre numerosas invitaciones del Príncipe de Gales, el Primer Ministro y las muchas anfitrionas que lo consideraban uno de sus invitados favoritos.
Se sentían desconcertados por su desaparición en momentos durante los cuales, por lo que a ellos se refería, todo lo importante estaba sucediendo en Londres.
El duque, sin embargo, sabía que estaba demasiado ocupado con Oliver y, desde luego, son Selma, para lamentar el perderse los fastuosos bailes, las recepciones atestadas de gente y las cenas gigantescas. En estas últimas, pensaba, todos comían y bebían en exceso.
Debido a que estaba haciendo tanto ejercicio, Daws le comentó apenas esta mañana, cuando lo estaba ayudando a vestirse, que había perdido peso.
—Si continúa así, milord —observó Daws—, tendrá que visitar a su sastre y eso es algo que a su señoría no le agrada nunca tener que hacer.
—De todos modos, prefiero que tengan que ajustar mi ropa y no que tengan que sacarle —contestó el duque.
—No hay el menor peligro de que eso suceda, su señoría —comentó Daws, quien siempre debía decir la última palabra.
El duque intentaba ver que los muebles de Selma fueran trasladados con cuidado de la vicaría a El Palomar.
El señor Watson parecía tan seguro de que el Reverendo John Henderson era el vicario que necesitaban, que había ordenado que los enseres de Selma fueran trasladados a primera hora de esa mañana.
* * *
Casí antes que la joven hubiera despertado, se escuchó rumor de ruedas afuera. Nanny, su niñera que continuaba siendo su única sirvienta, había subido para decirle que una docena de hombres estaban cargando sus carretas con muebles de las habitaciones de abajo.
—Y maniobran con mucho cuidado, además —explicó Nanny con aprobación—. Como lo están haciendo para ti, queridita, manejan todo como si fuera de porcelana.
Selma se echó a reír y se levantó a toda prisa.
Desde la noche anterior le habían informado lo del cambio y había hecho arreglos con Daws para que cuidara de Oliver esa mañana, con la promesa de ir a visitarlo personalmente por la tarde.
Como cambiaron los vendajes de su piel el día anterior, no había realmente nada importante que hacer, excepto mantenerlo quieto.
Debido a que él se sentía mucho mejor, la dificultad ahora era evitar que se levantara de la cama.
No tomó a Selma mucho tiempo empacar unas cuantas cosas muy personales que tenía en su dormitorio y que requerían de un manejo cuidadoso.
Sabía que lo que se encontraba en los cajones y guardarropas sería trasladado tal como estaba.
Era sólo cuestión de recorrer un kilómetro para llegar a El Palomar.
Se sentía, en realidad, muy emocionada.
Viviría en una casa a la que siempre había amado y en la cual reinaba una atmósfera diferente a cualquiera otra de los alrededores.
Si había en ella fantasmas del pasado, éstos eran gentiles y amorosos.
Sentía también que, debido a que todos los ocupantes de El Palomar habían atendido el jardín de las hierbas, todos hablaban el mismo lenguaje.
* * *
Mientras las tres primeras carretas se alejaban por el sendero de la entrada, Selma se despidió de la casa que había sido su hogar hasta entonces. No se sentía realmente triste por dejarla, pues imaginaba que, como se iba a vivir a El Palomar, sus padres se iban con ella.
Casi podía verlos sonreír diciéndole que había sido muy afortunada y que allí era donde ambos querían que estuviera.
* * *
Selma se dirigió hacia El Palomar en el caballo que su padre usara por muchos años.
El animal empezaba a envejecer y caminaba con lentitud, así que Selma se encontró pensando en el duque y orando por él. Abrigaba un miedo terrible de que saliera mal herido en un nuevo ataque en su contra.
Se enteró de que la historia de lo sucedido se extendió por el pueblo como reguero de pólvora.
Todos estaban muy preocupados por lo que afirmaban había sido un intento de asesinar al duque.
El hecho de que saliera de la casa por una puerta posterior, y mucho más temprano, para subir a su faetón junto a la caballeriza misma, le había salvado la vida.
Y un verdadero golpe de suerte protegió al señor Oliver cuando salió por la puerta principal y fue confundido con su tío.
«¿Cómo es posible que algo tan criminal así esté sucediendo en Mortlyn?», se preguntó Selma.
Todo ahí transcurría siempre en un ambiente tranquilo y pacífico.
La casa grande se había erigido en el centro de la finca como un palacio benigno y protector a quienes estaban bajo sus linderos.
Ahora, de pronto, todos estaban inquietos y temerosos y no parecía haber ninguna solución fácil para el problema.
«¿Cómo podríamos soportar que esto se prolongara por muchos años?», se preguntó Selma, pero no obtuvo respuesta.
* * *
En El Palomar, los hombres descargaron con rapidez cuanto habían traído en las carretas.
Estaban colocando las alfombras y colgando las cortinas bajo las indicaciones de Selma.
La adaptación no era difícil, ya que las habitaciones de El Palomar eran muy similares a las de la vicaría, en número y tamaño.
Desde luego, aquél era más hermoso y ciertamente más antiguo que la vicaría.
A Selma le encantaban las ventanas salientes, con sus cristales en forma de diamantes, los pisos pulidos, las vigas oscuras y, sobre todo, el jardín.
Éste se había mantenido en perfectas condiciones, no sólo porque el duque lo dispusiera así, sino porque también los jardineros, quienes conocían a Selma desde pequeña, esperaban como todos los servidores del duque, que El Palomar le fuera concedido a ella y trataban de complacerla.
Sin que hubieran recibido instrucciones al respecto, habían plantado nuevas azaleas, rododendros y otros arbustos de flores.
El rosedal tenía varias matas que se habían comprado, originalmente, para ser plantadas en los jardines de la casa grande.
—Yo sé que a usted le gustaría tener un rosal que da flores rosadas y que acaba de llegar de los Jardines Botánicos, señorita —le había dicho el jefe de los jardineros.
Y se sintió más que recompensado, cuando Selma le sonrió en agradecimiento.
Ella siempre le había dicho cuánto admiraba la belleza del rosedal, por el cual pasaba todos los días cuando se dirigía para cuidar del jardín de hierbas.
No había nadie en el pueblo para quien ese jardín no fuera un lugar mágico y del que saldría el remedio infalible cuando enfermaran. También ayudaba a hacer la vida más soportable para quienes eran muy ancianos y empezaban a mostrar los efectos de la senilidad.
—Lo que usted le da a mi padre lo hace sentirse diez años más joven, señorita —solían decir a Selma, como se lo dijeran a su madre.
Los ancianos parecían no morir nunca. Siempre estaban listos para cuidar de sus hijos, sus nietos y biznietos, muchos años después de que sus contemporáneos de otros pueblos habían ya fallecido.
Cuando los hombres terminaron de descargar las carretas y volvieron a la vicaría por más enseres, Selma se dirigió como por instinto al jardín de hierbas.
Estaba pensando, antes de llegar a él, que cuando ya estuviera viviendo en El Palomar, haría que se pusiera a funcionar la fuente.
De pronto, al cruzar la abertura hecha en el muro de ladrillos rojos, vio que uno de los jardineros había adivinado su deseo y que la fuente estaba funcionando.
Lanzó un leve grito de júbilo y corrió hacia donde el cuerno de la abundancia que sostenía Eros en la mano, arrojaba agua hacia los aires.
El agua, brillante por la luz del sol, caía en una cascada iridiscente, al tazón de piedra tallada.
El espectáculo era tan hermoso que Selma, con la cabeza echada hacia atrás, lo estaba contemplando fascinada cuando el duque entró en el jardín.
Él se quedó inmóvil y le fue imposible no admirar el cuadro que ofrecía el lugar ante sus ojos.
La fuente, al estar exactamente atrás de la joven, daba la impresión de que Selma permanecía dentro del agua que caía.
El sol transformaba su cabello en oro y era difícil, por el momento, pensar en ella como en un ser humano ordinario.
Parecía ser parte de la fuente, de los jardines y de la extraña fragancia de hierbas que él había notado antes.
De pronto, como si preceptivamente se hubiera percatado de la presencia del duque, Selma volvió la cabeza y cuando vio que él estaba allí, corrió por el caminito empedrado hacia él.
—Gracias… muchas… gracias milord —dijo con una voz extasiada que él nunca la había oído usar antes—, por permitirme vivir… aquí. Se detuvo sin aliento y después de aspirar, continuó:
—¡Es un lugar… tan hermoso! ¡Tan… perfecto! No tengo palabras para expresar a su señoría lo que significa para mí.
—Usted parece pertenecer a este lugar —comentó el duque como si no pudiera contenerse.
Miró a su alrededor y dijo:
—Yo pensé que sabía mucho, pero ahora me doy cuenta de que en realidad soy un ignorante por lo que a hierbas se refiere.
—Permítame su señoría que le muestre algunas de las más preciosas —sugirió Selma.
Lo guió por uno de los pequeños senderos con su diminuto seto bien recortado.
Se detuvieron y él escuchó con atención, mientras Selma le mostraba cuáles hierbas se usaban para los dolores de cabeza, cuáles para mejorar la memoria y cuáles para curar calambres.
El duque se sorprendió al ver un lecho sembrado de azucenas.
—Sin duda alguna estas flores deben ser cultivadas sólo por su belleza —comentó.
Selma se echó a reír.
—Las azucenas —le explicó ella—, han sido empleadas en la medicina desde tiempo inmemorial. Sus poderes curativos estimulan al corazón, eliminan las toxinas que causan inflamación en las enfermedades reumáticas, y pueden usarse también como estimulante del cerebro.
—No puedo creerlo —dijo el duque, pero estaba sonriendo.
Pensó, al hablar, que Selma misma parecía una azucena.
En seguida dijo:
—Creo que, cuando haya terminado de instalarse en El Palomar, debe venir a la casa.
Hizo una pausa antes de añadir:
—Sé que usted necesita ver a Oliver. Además, tengo algunos libros en la biblioteca que tal vez van a interesarle.
Selma lo miró y dijo:
—Eso me encantaría… ¿Son sobre hierbas?
—Son libros a los que nunca había yo dado importancia. Además de ser antiguos, fueron escritos en la época de Culpeper, de quien ahora sé que usted sabe mucho.
Selma sonrió.
No esperaba que su señoría se mostrara interesado en Nicholas Culpeper, el famoso astrólogo y médico del Siglo XVII.
Al instante, comprendió que al duque le disgustaba reconocer su ignorancia sobre algo, aunque sólo se tratara de hierbas curativas.
* * *
Después de que el duque se fue, Selma volvió a la casa para distribuir los muebles de los dormitorios, que las carretas acababan de traer.
Descubrió que, por instrucciones del señor Watson, dos mujeres del pueblo habían ido a limpiar la casa.
Tenían ya la estufa encendida, desempacada la loza guardada en cajas y estaban acomodándola de acuerdo con las instrucciones que les daba Nanny.
Selma se sintió muy conmovida por las atenciones que estaba recibiendo. Pensó que todo parecía ser muy diferente a lo que ella había temido. La torturó el miedo de tener que dejar el pueblo, por falta de un lugar donde vivir.
Aunque el señor Hunter había sugerido El Palomar, ella estaba convencida de que el duque no la consideraría digna de ocupar tal casa.
Ello significaba que tendría que adaptar todo, incluyendo a Nanny, para que cupiera en una de las diminutas casitas, si es que había una disponible.
La única alternativa que la atemorizaba en extremo era hacer el largo viaje a Escocia, para ver a su abuelo.
Siempre se había sentido muy temerosa respecto a la familia de su madre, que se mostró horrorizada de que ésta se hubiera casado con un inglés.
Sabía que sería muy difícil para ella tener que vivir en un lugar donde su padre era menospreciado.
«Me siento tan agradecida… tan… inmensamente agradecida», se dijo al mirar lo cómodamente que estaba instalándose allí.
«Puedo vivir aquí», pensó, «y sentir que mamá está conmigo mientras continúo ayudando a la gente del pueblo».
Sabía que la necesitaban, que la amaban y tenían confianza en ella. Si se hubiera marchado lejos, ella siempre habría sentido que los había traicionado.
* * *
Su corazón iba cantando cuando, ya avanzada la tarde, se dirigió a caballo hacia la casa grande. Cada vez que la veía sentía una especial emoción, debido que era tan hermosa.
Quería mirar y seguir mirando algo que, desde niña, había significado para ella estabilidad y protección.
Detuvo su caballo bajo un viejo roble.
Miró hacia el lago, con los cisnes deslizándose por su superficie plateada, y después desvió la mirada hacia los parches de color formados por las flores del jardín.
El estandarte del duque ondeaba en el techo de la casa, indicando la presencia de él en el lugar.
Al mirar hacia el techo, observó el lugar vacío del que se había desprendido la estatua y la recorrió un escalofrío.
Y, como si se lo advirtiera una voz interior, supo que el duque estaba de nuevo en peligro mortal.
En cualquier momento su enemigo volvería a atacar.
De forma casi inconsciente, miró a su alrededor, como si estuviera esperando ver hombres armados ocultos detrás de los árboles, entre los iris que había junto al lago, o entre los matorrales que abundaban más allá de éste.
Miró hacia el bosque que iba desde El Palomar hasta la orilla del lago.
Después, bordeando un huerto, el bosque se unía a la arboleda situada detrás de la casa.
Era un bosque que Selma siempre había amado porque en él crecían muchos álamos.
Los álamos la hacían pensar en las hadas y en las ninfas del bosque mencionadas por su madre en los cuentos que le narraba cuando era niña.
Lo amaba, también, porque el recorrido a través del centro de él era uno de los más bonitos y el más romántico de toda la finca. Fue entonces cuando a Selma le pareció ver a un hombre moviéndose entre los árboles.
La visión fue fugaz. Al instante, el hombre desapareció y ella pensó que había estado equivocada.
Era muy fácil imaginar, entre las luces y las sombras de la tarde, con una leve brisa meciendo las hojas de los árboles, que se veían cosas que no existían.
Miró con más atención y continuó mirando; sin embargo, no vio ya nuevas señales de nadie.
Selma se dijo que estaba siendo imaginativa.
Sin embargo, cuando se dirigió hacia la casa, comprendió que estaba temerosa por el duque.
Era un temor que parecía penetrar hasta el fondo de su ser y muy diferente a cualquier cosa que hubiera sentido jamás.
Siendo el duque un hombre tan magnifico, tan dominante, tan abrumador, resultaba casi imposible imaginar que pudiera ser aniquilado por una traición.
Sería como si cayera uno de los grandes robles que se mantenían ahí de pie por centenares de años.
Y, mientras continuaba cabalgando, igual que algunas veces escuchaba que alguien le estaba diciendo lo que debía hacer cuando trataba una herida, comprendió que el duque no sólo estaba en peligro, sino que éste se iba acercando más y más a él.
Podía sentirlo con claridad y, como su padre hubiera dicho, de manera instintiva.
Aunque carecía de pruebas, era consciente de que su presentimiento podría convertirse en realidad.
De algún modo, aunque no tenía idea de cómo hacerlo, debía salvar al duque.
«¿Cómo puedo… hacerlo? ¿Qué puedo… decir? ¿Qué puedo hacer?», se preguntó.
Le asustaba su convicción de que estaba solo imaginando lo que sentía.
* * *
Llegó a la puerta del frente y un palafrenero, que la estuvo observando desde que cruzara el puente tendido sobre el lago, esperaba ya para hacerse cargo de su caballo.
—Yo lo frotaré, señorita, y le daré algo de comer —ofreció el muchacho en tono ansioso, como si quisiera complacerla.
—Es muy bondadoso de parte tuya, Sam —contestó Selma—. Rufus se está poniendo viejo, pero aún sigue siendo un buen caballo. No Podría yo ir a ninguna parte, si no fuera por él.
—Debería usted pedir a su señoría que le permitiera montar algunos de los nuevos ejemplares —sugirió Sam—. Son magníficos… los mejores que hemos tenido nunca.
—Su señoría ha sido ya demasiado bondadoso para mi —expresó Selma—, al dejarme vivir en El Palomar.
—Ése es el lugar adecuado para usted, señorita. Es lo que todos pensamos desde un principio.
Selma bajó un manojo de hierbas que había atado a la perilla de su silla.
—Estas hierbas son para el señor Oliver —indicó—. Pronto volverá a montar los caballos de su señoría.
—Y todo, señorita, gracias a usted —comentó Sam, mientras se llenaba su caballo.
Selma sonrió al entrar en el vestíbulo y subir por la escalera principal, en dirección del primer piso.
Súbitamente se puso seria, porque estaba sintiendo de nuevo esa terrible convicción de que el duque estaba en peligro.
Se preguntó cómo podría recomendarle que tuviera más cuidado del que ya estaba teniendo.
Sabía que el señor Watson, Graves, y prácticamente todos en la casa le habían advertido ya un centenar de veces que Giles Lyne era peligroso.
Sin embargo, ella sabía que su personal sentir era diferente a la manifiesta preocupación de los servidores del duque.
Lo que ella recibía era una especie de mensaje.
Un mensaje de Dios o quizá de ese Poder que ella pensaba que le ayudaba a curar a los enfermos.
Un Poder que era tan real que no sólo podía sentirlo vibrando a través de ella, sino que algunas veces hasta podía verlo.
Una luz envolvía a un paciente y eso era siempre una señal procedenate de lo Divino.
«Necesito decírselo y debo salvarlo», pensó Selma, mientras caminaba por el corredor.
Entonces, casi con desesperación, surgió la pregunta de lo más profundo de su ser:
«¿Cómo puedo hacerlo? ¿Qué puedo decir? ¿Cómo lograr que él me crea?».
Llegó a la habitación de Oliver y en esos momentos Daws abrió la puerta.
—¡Ah, es usted, señorita Selma! —exclamó—. El señor Oliver ha estado preguntando cuándo vendría usted… él piensa que lo ha olvidado.
—Usted sabe que nunca haría eso. ¿Cómo está? —preguntó Selma.
Habló en voz baja para que su paciente no pudiera escucharla.
—Aburrido, señorita —repuso Daws—. Es lo único que le sucede. Necesita que usted lo anime.
—Haré todo lo posible —contestó Selma.
Daws abrió la puerta y ella entró en el dormitorio.
Oliver estaba sentado en la cama, rodeado de libros y periódicos.
Al verla aparecer exclamó:
—¡Vaya, por fin llega! Pensé que ya se había olvidado de mi.
—Sabe muy bien que eso no es cierto.
—¿Cómo puedo saberlo yo? —preguntó Oliver con aire petulante—. Debe tener media docena de jóvenes muriéndose de amor por usted en el pueblo. O quizá, como todas esa mujeres tontas de Londres, se ha enamorado de mi tío Wade.
Selma levantó la vista hacia él, sus ojos brillaban con malicia y tenía una sonrisa en los labios.
Mas, cuando iba a decirle que estaba imaginando tonterías, comprendió que ésa era la verdad.
¡Era innegable que estaba enamorada del duque!
Por eso, no sólo tenía tanto temor de que le sucediera algo, sino que presentía con mayor intensidad que nadie, que lo cercaba el peligro.