Capítulo 8
Al enfrentarse al nuevo amanecer, Conrad decidió ejercer un férreo control sobre sí mismo. Lo mejor que podía hacer, en relación a Delora, era convencerla de que no estaba enamorada de él realmente y sus sentimientos no eran más que una ilusión juvenil.
«Después de todo, ha conocido muy pocos hombres en su vida», se dijo. «¿Cómo puede estar segura de que éste es el amor verdadero y perdurable que ella cree?».
Luego se dijo que hacer lo que había pensado sería destruir algo bello y espiritual. Arruinar un sentimiento tan perfecto sería un vandalismo que le produciría una profunda vergüenza.
Pero esto lo devolvía a la situación anterior:
¿Qué podía hacer?
Seguía haciéndose la misma pregunta cuando subió al puente de mando, imaginándose a Delora en el camarote situado justo debajo de él, tendida en la gran cama de postes de roble labrados y cortinajes azules. Cuando ella desembarcara en Antigua, sería allí donde él dormiría.
Sabía que entonces su recuerdo lo perseguiría, durante el resto de su vida, porque en el breve lapso de unos cuantos días se había apoderado de su corazón y nunca más sería libre.
Sumido en sus pensamientos, se sobresaltó al advertir que un marinero se encontraba junto a él.
—¿Qué ocurre, Campbell?
—Lady Delora desea hablar con usted enseguida, señor, si es posible. Conrad frunció el entrecejo.
Sabía que provocaría comentarios en el barco que Delora le llamara tan temprano y decidió prevenirla contra actos tan impulsivos.
—Informe a su señoría que estaré con ella en cuanto tenga oportunidad. —Sí, señor.
El marinero se retiró y Conrad con deliberación, mantuvo una larga charla con el timonel y otro oficial antes de bajar por fin al camarote donde sabía que Delora lo esperaba.
Llamó y cuando oyó la voz autorizándole a pasar, lo hizo con lo que esperaba pareciese una expresión dura.
Sin embargo, su corazón latía con más rapidez ante la perspectiva de verla y sintió un palpitar en sus sienes que había comenzado cuando la había besado.
Al ver la expresión de ella, comprendió que le había mandado llamar por una razón importante.
—¿Qué sucede?
Notó que, por un momento, a ella le resultaba difícil contestarle.
—¡La señora Melhuish murió durante la noche! Abigail… lo ha descubierto hace un rato… cuando ha ido a despertarla.
—¿Muerta? ¿Cómo es posible?
—Siempre decía que su corazón… era débil…, pero me temo que como se quejaba con tanta frecuencia de diversos malestares y dolores, nunca lo creí del todo. Ahora me siento culpable por no haber permanecido a su lado durante la batalla.
—Hiciste lo que te ordené.
—Sí, lo sé. Le pregunté a Abigail qué podríamos hacer con ella y me contestó que le causaríamos muchas incomodidades si la movíamos de donde estaba.
—Estoy convencido de que Abigail tenía razón —aseguró Conrad tratando de consolarla—. Espera aquí. Iré a ver qué sucede.
Se dirigió al camarote que ocupaba la señora Melhuish, originalmente destinado a Barnet.
Era pequeño, pero mucho más cómodo que el alojamiento habitualmente asignado al asistente del capitán en barcos más viejos.
Al entrar vio que Abigail se había encargado de asear y vestir el cadáver. Con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la infortunada señora Melhuish parecía dormir en paz.
—Lo lamento, Abigail.
—Era inevitable, señor. Siempre fue una mujer muy delicada.
—Eso significa que Lady Delora se queda sola —murmuró Conrad como si hablara consigo mismo.
—No más que antes, cuando la señora Melhuish estaba enferma. De cualquier manera, la pobre mujer, no era compañía apropiada para una jovencita.
—Pero milady debería tener dama de compañía —insistió Conrad.
—No vale la pena lamentarse, señor —repuso Abigail con el tono de una niñera que se dirige a un chiquillo terco—. Lo pasado, pasado está y nada puede cambiarlo. Eso es lo que le ha faltado durante mucho tiempo, al vivir rodeada sólo de viejos sirvientes y sin la compañía de alguien de su edad.
—¿Acaso no había muchachas de su edad en las cercanías de su casa?
—Los vecinos pertenecientes a la clase apropiada para hacer amistad con milady, no aprobaban a su señoría el conde.
Su tono de voz le indicó a Conrad lo que opinaba de Denzil Horn, pero como sabía que no tenía sentido continuar la conversación, se limitó a decir:
—Ordenaré al carpintero del barco que construya un féretro para la señora Melhuish. Me parece que cuanto más rápido se la sepulte, mejor será para milady.
No tiene objeto prolongar esta situación.
—Así es señor y sería una gran amabilidad por su parte no dejarla demasiado tiempo sola con sus pensamientos.
Conrad no contestó, pero cuando se alejaba pensó que le sería imposible continuar con sus intenciones de ver a Delora lo menos posible.
Nada podría hacerla más desdichada de lo que ya lo era, y el que hubiera confesado su amor con tanta franqueza indicaba cuánto la asustaba el futuro.
—¡Esto es un lío endiablado! —masculló para sí.
Luego a medida que avanzaba la mañana y él realizaba sus tareas con precisión, comprendió que su mente y su corazón estaban con la asustada jovencita que permanecía a solas en el camarote del capitán.
Aquella noche sepultaron a la señora Melhuish en el mar.
Un pequeño contingente de marineros asistió a la ceremonia y el propio Conrad leyó el servicio fúnebre porque no llevaban capellán a bordo.
Debían contar con uno, pero el día que zarpaban les avisaron que el capellán destinado al Invencible estaba demasiado enfermo como para acompañarlos y no hubo tiempo de encontrar un sustituto.
En realidad, Conrad se había sentido complacido.
Sus experiencias anteriores con capellanes no siempre habían sido placenteras. Con demasiada frecuencia eran hombres que habían fracasado en tierra y que, como no se les ofrecía ninguna parroquia, solicitaban un puesto a bordo.
Era muy raro encontrar alguno que fuera capaz de ayudar y estimular a los marineros para que se sobrepusieran a la nostalgia, o consolar a quienes se sentían desdichados y desesperados por el hecho de separarse de su esposa y demás familia.
Por el contrario, numerosos capellanes solían dedicarse a beber durante el viaje o pronunciaban largos y deprimentes sermones los domingos, hasta que el capitán se veía obligado a limitar el tiempo.
A Delora le pareció que Conrad leía las oraciones fúnebres con más sentimiento de lo que hubiera podido hacerlo ningún capellán.
Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos no sólo porque lamentaba la muerte de la señora Melhuish, sino también porque amaba tanto a Conrad que con sólo verle y escucharle la invadía una gran emoción.
«¡Te amo!», gritaba su corazón mientras él rezaba la última plegaria.
También ella rezaba con desesperación, rogando para no tener que separarse de él jamás.
«Por favor, Dios mío, permítenos permanecer juntos. Déjame amarle, cuidarle… ¡y mantenle a salvo!».
Sintió como si las plegarias volaran sobre el mar grisáceo y ascendieran hacia el cielo. Como esta sensación era tan intensa, le pareció que se abriría una nube y un rayo de luz le indicaría que Dios había escuchado su plegaria.
Pero en cambio sólo vio las nubes oscuras y la soledad del mar.
Cuando el féretro se deslizó por la rampa y cayó al mar, los marineros presentaron armas. Conrad y los demás oficiales efectuaron el saludo de rigor.
Ahora todo había terminado y la señora Melhuish ya no estaba con ellos.
Cuando Conrad llegó a su lado y la condujo a su camarote, Delora sintió que las lágrimas la cegaban.
Entraron y él cerró la puerta.
—Sé que ha sido muy doloroso para ti, Delora.
—En realidad no lloro por ella —contestó Delora, secándose los ojos con un pañuelo—. Lo que sucede es que… la muerte me parece algo tan definitivo. Si hubiera vivido habría hecho y visto muchas otras cosas.
—Eso es algo que sentimos cuando somos jóvenes. Pero para los viejos la muerte significa paz y descanso. Tal vez es lo que en realidad desean.
Delora le dirigió una leve y triste sonrisa mientras se quitaba la capa. —Tienes respuesta para todo. Eres tan inteligente… Sus ojos se encontraron y añadió con gran suavidad:
—¡Y tan maravilloso!
—Si sigues diciéndome esas cosas, todos mis buenos propósitos para nuestro futuro comportamiento se desvanecerán. Tienes que ayudarme a actuar como es mi deber, aunque no será fácil.
—¿Para impresionar a quién? —preguntó Delora—. ¿Al mar, a las estrellas o a mi futuro marido, que se casa conmigo por mi dinero?
Delora pronunció estas palabras con tanta amargura que Conrad se sobresaltó y, no pudiendo contenerse, la tomó entre sus brazos.
—Suceda lo que suceda, no permitas que te estropeen la vida y afróntalo con valor. Pero ahora, en este momento y hasta que la travesía termine, debes ser feliz y no quiero volver a oírte hablar en ese tono.
La estrechó con más fuerza. Ella escondió el rostro en su hombro y estuvo inmóvil un instante.
Después levantó el rostro hacia él y Conrad vio que la amargura había desaparecido de sus ojos. En cambio, y comprendió que era porque estaba en sus brazos, brillaba en ellos una luz que parecía provenir de su corazón.
—¿Es una orden, capitán? —preguntó con una sonrisa trémula.