Capítulo 10
A medianoche, Conrad volvió a abrir los ojos y, por un momento, no supo dónde se encontraba ni qué había sucedido.
Estaba seguro de que se hallaba en una cama desconocida y, a la luz de la linterna, pudo distinguir los postes de roble tallado.
Advirtió que alguien estaba a su lado y vio que era Abigail. Ella le puso una mano en la frente y comprobó que estaba caliente y sudorosa. Después le alzó la cabeza para que pudiera beber un líquido dulce y fresco.
Después, recordó la discusión, y preguntó:
—¿Y mi pierna?
Fue Abigail quien le contestó:
—Aún la conserva, así que duerma, señor. Es lo que necesita: dormir.
Más tarde pensó Conrad que la bebida debía de contener algo, porque enseguida se quedó dormido.
Cuando volvió a despertar, el camarote se hallaba iluminado por la luz del sol, que formaba un halo dorado en torno a la cabeza de Delora.
—¿Puedes oírme, Conrad? —le preguntó.
El trató de sonreírle, pero al hacerlo se dio cuenta de que sentía mucho calor y tenía algo pesado sobre la frente.
Ella se lo quitó y lo reemplazó por un lienzo húmedo y fresco.
Todo su cuerpo parecía arder y supo que tenía fiebre. Como Delora estaba a su lado, deseó que no fuera infecciosa. Después volvió a sumirse en la inconsciencia.
Pasaron varios días antes que pudiera pensar con claridad. Entonces de lo primero que se dio cuenta fue de que se encontraba en el camarote del capitán que había cedido a Delora.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó.
—Milady insistió, señor —le explicó Abigail—. Y es más cómodo para nosotras atenderle aquí que en la cubierta de abajo.
—¿Dónde duerme milady?
—En el camarote que ocupaba la señora Melhuish. Se encuentra muy cómoda allí. No debe pensar en otra cosa que en reponerse, señor, para probarle a ese carnicero que se hace llamar cirujano, que nosotras teníamos razón y él estaba equivocado.
Conrad sintió deseos de reír al oír la áspera voz de Abigail.
Durante los días que siguieron, la pierna le dolió tanto, en especial cuando le cambiaban los vendajes, que había ocasiones en que pensaba que habría sido mejor perderla.
Pero era sólo una idea pasajera, que surgía cuando el dolor era casi insoportable.
Se negó a beber más láudano, incluso cuando Abigail le limpiaba la herida utilizando brandy como desinfectante.
Comprendía que era la forma de evitar la gangrena y le pareció interesante ver que Abigail le ponía miel en los vendajes que le cambiaba dos veces al día.
—En cuanto lleguemos a tierra conseguiré algunas hierbas que le curarán con mayor rapidez que cualquier cosa que pueda recetarle un médico —aseguró la doncella.
Conrad trató de sonreír, pero concentraba toda su fuerza de voluntad en el decidido esfuerzo de justificar la fe de Delora en que volvería a andar sin necesidad de ningún apoyo.
En cuanto sintió la cabeza despejada, tanto de los efectos del golpe como del láudano, mandó llamar al primer teniente para averiguar qué había sucedido.
—Hundimos uno de los barcos privados —le dijo Deakin muy satisfecho—. El segundo, con Watkinson al mando, ya va camino de Plymouth.
—Un trofeo que, sin duda, recibirá una cálida recepción por parte del Almirantazgo —comentó Conrad—, porque no cabe duda de que los armadores estadounidenses tienen mucho que enseñarnos, en especial cómo lograr mayores velocidades.
—Jamás había visto una nave mejor diseñada. Con lo que pague la Marina, recibirá usted una buena suma, señor.
—También usted, Deakin —señaló Conrad, pues el pago por una nave capturada se dividía entre el capitán y la tripulación. A continuación preguntó—:
¿Qué pérdidas sufrimos?
—Dos hombres murieron en acción, Brown y Higgins, y doce resultaron heridos.
El capitán Conrad frunció el entrecejo y Deakin se apresuró a cambiar de tema.
Después Conrad hizo la pregunta que había permanecido en su mente durante toda la noche.
—¿Cuántos días faltan para que lleguemos a Antigua?
—Alrededor de nueve o diez. Trato de mantener una velocidad que no sea excesiva, ya que usted está enfermo. Además, siempre es mejor ir con cuidado cuando el barco ha recibido algunos daños.
—¿Daños?
—No se trata de nada serio, pero sin duda se necesitarán varias semanas para efectuar todas las reparaciones antes que estemos listos para una nueva batalla.
Conrad no estaba seguro de si debía alegrarse o lamentar aquella circunstancia, que le obligaría a permanecer algún tiempo en Antigua.
Se había hecho a la idea de que, en cuanto dejara a Delora en tierra y reabasteciera el barco, pondría la mayor distancia posible entre ambos.
Estaba seguro de que no podría tolerar el sufrimiento que significaría verla con un hombre que sólo se interesaba por su fortuna.
Delora debió de hacer la misma pregunta que él, pues en cuanto Deakin se retiró volvió ella, se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano.
—Aún tenemos más de una semana para estar juntos —le dijo con voz suave.
—Supongo que debo agradecerte que me hayas mantenido con vida y entero, pero a veces me pregunto si no hubiera sido mejor morir.
—Mientras haya vida hay esperanza, y como yo no creo sólo en las plegarias, sino también en la misericordia de Dios, tengamos esperanza.
—Preciosa mía, ¿cómo es posible que exista alguien tan perfecto como tú? —¿O tan valiente y maravilloso como tú?— respondió ella sonriendo.
Le contó como primero los oficiales, y después casi toda la tripulación, habían acudido la noche después de la batalla a preguntar cómo estaba y a asegurarse de que permanecía con vida.
—Muchos comentaron que no podían perderte porque nunca habían tenido un capitán como tú. No sólo te admiran por tu valor y tus victorias. Aprecian sobre todo que eres considerado y los tratas como a hombres, no como a animales.
Sabía que sus palabras complacían a Conrad y, como él deseaba oír hablar de sus hombres le relató algunos rumores y chismes sin malicia que le mantuvieron entretenido.
Abigail se había negado a que le practicaran sangrías cuando tuvo fiebre, como era habitual y el cirujano se había alejado mascullando que los días del capitán estaban contados.
Un hombre había muerto cuando le amputaban un brazo y otro, a quien le cortaron el pie porque se le había enterrado algunas astillas en la carne, sucumbió después de tres días de intenso sufrimiento.
Delora se opuso a que nada de esto se le contara a Conrad y así se lo indicó a Deakin y a Barnet.
—Sólo lograríamos mortificarlo —les dijo—, haciendo que se sienta culpable de que salváramos su pierna sin haber podido hacer nada para evitar que el cirujano aplicara ese pésimo tratamiento a los dos desgraciados que han muerto.
—Siempre se da por hecho que un hombre que resulta herido pierda el miembro dañado, puesto que no existe otra forma de mantenerlo con vida —comentó Deakin.
—Existen otras formas, como han visto —contestó Delora—. Quizá cuando el capitán Horn vuelva a Inglaterra pueda ponerse a sí mismo como ejemplo ante el Almirantazgo de lo que es posible hacer con un poco de conocimientos.
—Dudo que alguien del Almirantazgo le escuche —replicó Deakin con pesimismo—. Detestan las nuevas ideas. Si fuera posible encontrar a alguien que expusiera el asunto ante el Parlamento, sería más efectivo.
—Estoy segura de que Conrad conocerá a alguien —dijo confiada Delora.
Al hablar, se preguntó si valdría la pena pedirle a su hermanastro que apoyara el asunto en la Cámara de los Lores.
Pero recordó que Denzil sentía una profunda indiferencia ante todo lo que no concerniera a su propia comodidad o diversión, así que la idea era absurda.
«Dentro de unos cuantos días más le veré», pensó.
La idea la aterraba de tal modo que corrió al camarote del capitán, decidida a no desperdiciar ni un solo instante del tiempo que le quedaba para permanecer junto a él.
Abigail y Barnet acababan de limpiarle la herida y de vendar su pierna, y Conrad se encontraba recostado en las almohadas, con el rostro pálido y los labios apretados.
Cuando vio entrar a Delora, que era la propia imagen de la primavera, le sonrió y olvidó sus sufrimientos.
—¿Has dormido bien? —preguntó ella.
—He permanecido despierto para pensar en ti.
Barnet y Abigail habían salido del camarote para tirar los vendajes usados y prepararle a Conrad una taza de té.
—Hará calor hoy. ¿Podríamos subirte a cubierta para que tomaras el sol?
—Creo que Abigail insistirá en que descanse tanto como me sea posible, ya que cuando anclemos bajaré a tierra.
—¿Dónde te hospedarás?
Era la primera vez que hablaban sobre lo que harían a su llegada y Conrad percibió el temor en la voz de Delora.
—Espero poder quedarme en casa del almirante Nelson, que está cerca del astillero.
Después de una pausa, con voz muy débil, Delora preguntó:
—¿Y yo… estaré muy lejos?
Conrad tomó las manos de ella entre las suyas.
—No lo sé, preciosa. La casa del gobernador está en San Juan, a varios kilómetros. Pero hay otra en lo alto de una colina, junto al astillero.
Observó que Delora le miraba con intensidad y prosiguió:
—La llaman Mansión Clarence porque se construyó en 1787 para el príncipe Guillermo, duque de Clarence, que vivió en Antigua cuando estaba al mando del Pegasus.
—¿Crees que podré hospedarme allí?
—Es sólo una idea, ya que alguien me dijo que el gobernador suele utilizarla como casa de campo, y no me parece probable que te hospedes en su propio domicilio hasta después de la boda.
Al oír las últimas palabras, Delora lanzó un grito ahogado y bajó la cabeza hasta que su frente quedó apoyada en las manos de Conrad, que cubrían las suyas.
—¿Cómo podré soportarlo? ¿Cómo podré casarme con alguien que no seas tú?
Conrad le apretó los dedos hasta que se pusieron blancos. Aunque deseaba con desesperación consolarla, no podía decir ni hacer nada.
Entonces oyeron que se habría la puerta y, al ver que Abigail regresaba, Delora se puso en pie y se dirigió a una ventana para ocultar sus lágrimas.
* * *
Una semana después disfrutaron de su última cena juntos a la luz de la velas, como la primera noche que estuvieron solos.
Ni Conrad ni Delora deseaban hablar, pero cuando sus ojos se encontraron, sus corazones y sus almas se comunicaban.
—¿No me olvidarás? —preguntó Delora más tarde, cuando ya habían terminado de cenar.
Estaba sentada junto a él, en el borde de la cama y Conrad la rodeaba con un brazo para que apoyara la cabeza en su hombro.
La besó en la frente, pero no en los labios. Los dos trataban de evitar emociones intensas por temor a que sus sentimientos rompieran los últimos vestigios de control.
—Sabes que me resultaría imposible olvidarte. También debes saber que allá donde me encuentre, aunque todo un mundo nos separe, sentiré que estás a mi lado, que me ayudas y me amas como ahora.
—Eso es lo que yo siento también. Si… si muriera…, entonces permanecería siempre a tu lado y ya no habría más problemas.
Algo en su voz hizo que Conrad se apresurara a contestar con voz cortante:
—Me dijiste que mientras hay vida hay esperanza, ¿recuerdas? Así que ambos debemos confiar en que algún día el destino nos será favorable y nos reuniremos en este mundo.
La acercó un poco más hacia sí y adivinó que ella pensaba en que Lord Grammell ya era un hombre viejo, por lo que tal vez no tuviese que esperar mucho.
Mas para Conrad, pensar en lo que sucedería con Delora hasta que Grammell muriera, constituía una agonía peor que cualquier sufrimiento que le causara su herida.
Se había dado cuenta de lo inocente que era no sólo acerca del mundo en general, sino en especial respecto a los hombres. No tenía idea de la profunda depravación hasta la cual hombres como Grammell y su hermanastro podían llegar en busca de lo que ellos denominaban «placer».
Pensar en lo que se escandalizaría y en el terror que sentiría ante lo que podían pretender de ella, convirtió a Conrad en un asesino en potencia. Pensó que debería ser suficientemente hombre como para destruirlos a ambos antes que dañaran a un ser tan sensible e inocente como Delora.
Nada que le dijese podría prepararla para enfrentarse a lo que le esperaba. Como a ella, sólo le quedaba rezar para que sucediese un milagro, aunque no tenía la menor idea de cuál podía ser.
Delora permaneció a su lado hasta que él decidió que era hora de que se retirase a descansar.
—¿De veras quieres que me vaya?
—Sabes que no es así. Te desearía a mi lado ahora y siempre, pero los dos debemos esforzarnos por actuar como corresponde.
—Te amo con todo mi corazón y, como para mí representas todo lo sabio, noble y bueno que existe, suceda lo que suceda intentaré comportarme como tú desearías que lo hiciese para que te sientas orgulloso de mí.
Ante la sencillez y sinceridad de sus palabras, las lágrimas estuvieron a punto de asomar a los ojos de Conrad.
Ninguna otra mujer que conociera, quizá ninguna en el mundo, habría demostrado tal valor en un momento así.
La abrazó y la besó, pero no con la pasión que habían compartido con tanta frecuencia, sino con un amor que en aquel momento iba más allá de lo humano.
Se dijo que, si era necesario morir por ella, lo haría con gusto.
Pero precisamente por ella debía vivir. Su obligación era brindarle la fuerza interior que él siempre había tenido, para evitar que intentara suicidarse.
Se había dado cuenta de que la idea yacía en lo profundo de su mente y, como esto le hacía sentir un gran temor, le dijo:
—Ten fe, amor mío, y reza. Reza para que algún día encontremos juntos la felicidad.
Con voz grave añadió:
—La hora más oscura es siempre la que precede al amanecer. Es la que nosotros atravesamos ahora. Tengo la sensación de que ambos sabemos que llegará una aurora gloriosa. Prométeme que no permitirás que la desesperación te venza y que continuarás teniendo fe.
—Confío en ti. ¿Me juras por lo más sagrado que realmente crees que tenemos alguna oportunidad, una oportunidad real, de estar juntos algún día?
—Algunas veces, cuando durante una batalla todo estaba en mi contra y parecía imposible no salir derrotado, quizá incluso aniquilado, de una manera extraña que no puedo explicar, tenía la seguridad de que saldría victorioso.
—¿Y sientes eso ahora? ¿De verdad lo sientes?
—Te juro por ti, que eres para mí lo más sagrado y bello que existe bajo la capa del cielo, que mi corazón asegura que algún día estaremos juntos.
—¡Oh, Conrad, amor mío, yo también lo creeré! ¡Recemos ambos para que sea pronto!
—¡Dios lo quiera! —exclamó Conrad antes de volver a besarla.