Capítulo 7

De pie en el puente, desde donde podía observar el mar, Conrad estaba muy consciente de la pequeña figura que se movía en la cubierta inferior.

Hacía diez días que habían zarpado de Portsmouth y, aunque al principio el Atlántico había estado tempestuoso, ya comenzaba a calmarse.

No había señales de la señora Melhuish. Delora había informado a Conrad de que no mostraba intenciones de salir de su camarote hasta que llegara a aguas más tranquilas.

—Lo que será nunca —sonrió—, ya que le disgusta el mar y no cesa de rezar porque lleguemos a tierra firme.

Por lo tanto, Conrad pasaba más tiempo a su lado.

Se daba cuenta, con una sensibilidad que ignoraba poseer, que cuando se quedaba sola, Delora sufría al no poder olvidar lo que la esperaba al final del viaje.

Cuando llegaba a verla, notaba en sus ojos un profundo temor, que se disipaba poco a poco con su presencia.

Ahora levantó la vista hacia lo alto del mástil, mas le parecía seguir viendo su rostro envuelto en la capucha orlada de armiño.

Aquel atuendo le daba cierta apariencia etérea y espiritual, hasta que sonreía y Conrad notaba entonces la traviesa expresión que animaba sus facciones.

—¡Es preciosa, adorable! —se decía en la oscuridad de la noche—. ¿Cómo podré entregarla a una bestia como Grammell?

De lo profundo de su memoria surgían recuerdos de otras cosas que había oído acerca del gobernador de Antigua, cosas tan desagradables para cualquier hombre decente, que Conrad se sentía trastornado con sólo pensarlas.

Pero no podía alejarlas de su mente y, cuando las relacionaba con Delora, se preguntaba si no sería mejor arrojarla por la borda antes de permitir que pusiera un pie en Antigua.

Al menos en el mar moriría dignamente.

Éstos eran sus pensamientos nocturnos. Durante el día se decía que estaba adoptando una actitud absurda y trataba de convencerse de que no era asunto suyo.

No cabía duda de que, pese a su temor al futuro, Delora disfrutaba.

Casi todos los oficiales creían estar enamorados de ella e incluso los marineros la seguían con la mirada cuando paseaba por cubierta.

Conrad fingía mirar hacia lo alto, pero sabía que en realidad sus ojos buscaban la cubierta, por donde caminaba Delora, con gracia inigualable aunque el barco se balanceaba sin cesar.

Ya la había prevenido muchas veces acerca de que no debía salir a cubierta cuando el mar estaba agitado, pero ella se reía diciendo que era una joven campesina.

—Estoy acostumbrada al aire libre y, si las olas me mojan, tengo muchos vestidos para cambiarme.

—Es su salud lo que me preocupa —protestó Conrad—. Estos vientos del norte son muy traicioneros y no quiero que pesque una pulmonía.

—Haré todo lo posible para no convertirme en una molestia para usted, capitán.

Como le contestaba con una sonrisa, aunque deseaba ser severo con ella, no podía evitar corresponderle. Así, ella se salía con la suya.

El viento arreciaba y Delora decía sujetarse la capa con ambas manos, mientras el aire hacía revolotear su falda.

—Debía ir al camarote —masculló Conrad.

En aquel momento se oyó un grito del vigía:

—¡Barco a la vista!

Conrad levantó la vista.

El vigía se aferraba a lo alto del palo, que se mecía de un lado a otro a causa del fuerte viento.

Conrad le ordenó a un marinero que estaba a su lado:

—¡Sube, Harris! Llévate un catalejo y dime lo que veas.

El marinero se apresuró a obedecer y, unos minutos después, el capitán le oyó gritar:

—Creo que es un barco francés, señor.

Conrad contuvo el aliento y después ordenó alzando la voz:

—¡Listos para entrar en acción!

Cuando Deakin se le unió en el puente, le ordenó:

—Toque de alerta y preparen los cañones.

Al redoble de los tambores, los hombres acudieron al alcázar para alistar los cañones y Conrad se dirigió al lugar donde estaba Delora, que observaba el mar con emoción.

—Su lugar está abajo, Delora. Llévese a Abigail consigo. Deben permanecer en uno de los camarotes inferiores hasta que todo termine.

—¡Oh, por favor…! —comenzó a decir ella, pero Conrad no estaba de humor para discutir. Llamó al oficial que tenía más cerca:

—Señor Latham, conduzca a milady y a su doncella a mi camarote y asegúrese de que estén bien instaladas antes de dejarlas.

—A la orden, señor —contestó el oficial, encantado con la orden.

Deliberadamente, porque estaba preocupado por ella, Conrad trató de no mirar a Delora cuando se alejaba.

Sin embargo, alcanzó a ver su sonrisa y cómo agitaba la mano en señal de despedida mientras iba a su camarote para avisarle a la doncella.

Durante varios minutos, el barco se convirtió en un torbellino de actividad. Los hombres ponían en práctica lo que habían ensayado continuamente desde que salieran de Portsmouth.

Ahora Conrad podía ver con más claridad el barco que se acercaba. No existía duda de que era francés.

Vio la bandera roja, blanca y azul y levantó la vista para asegurarse de que la bandera blanca ondeaba en lo alto del Invencible.

Entonces oyó que Deakin le decía:

—¡Han abierto fuego, señor!

Era un error, como Conrad sabía, disparar a tanta distancia. El proyectil no los alcanzó y el círculo de humo fue dispersado por el viento.

Conrad siempre había opinado que el primer ataque debía reservarse para el momento en que pudiera causar mayor daño.

Después, cuando las dos naves estaban ya más cerca, sucedió algo extraño.

No hubo más fuego y el barco francés alteró su curso.

Conrad esperó hasta darse cuenta exacta de lo que sucedía.

Los franceses habían visto el tamaño del Invencible y huían.

—Señor Deakin —preguntó— ¿a qué distancia cree que estamos de ellos?

—A poco más de un kilómetro, señor.

—Gracias.

Ordenó aumentar la velocidad a toda vela y observó que los franceses hacían lo mismo.

Ya se había percatado de que era un barco de guerra, casi del mismo tamaño que el Invencible, pero sin duda mucho más antiguo.

Quizá por tal razón no se mostraba ansioso de entrar en combate si no era con naves más pequeñas, a las que podían abatir con facilidad.

—Le daremos alcance si el viento continúa, señor —dijo Deakin excitado.

Todo parecía indicar que así sería, ya que el Invencible, a toda vela alcanzaba una velocidad que Conrad esperaba poder lograr siempre que se presentara una emergencia.

Se acercaban más y más al barco francés y al fin Conrad dio la orden que sus hombres esperaban:

—¡Listos, apunten…, fuego!

El ruido de la andanada coincidió con el que provenía del otro barco. Se oyó el zumbido de los proyectiles, que pasaban muy alto y por fortuna sin tocar ningún mástil.

Seguramente los franceses habían comprendido que no podían continuar huyendo y tendrían que luchar por salvarse.

El Invencible estaba envuelto en humo y Conrad oyó a su primer teniente que, con voz excitada, ordenaba:

—¡Fuego a discreción!

Advirtió que los disparos del enemigo quedaban cortos, ya que levantaban oleadas de espuma que iban a caer sobre cubierta.

Después vio que uno de los altos mástiles del barco francés caía. Enseguida resonaron los gritos de sus marineros al observar que las velas y cuerdas se desplomaban.

La nave francesa quedó inutilizada, a la deriva en el vendaval.

Era sólo cuestión de minutos que la batalla terminara.

Comenzaron a lanzar botes al mar para recoger a los supervivientes, pero cuando iba a mandar un grupo al abordaje, se oyó un grito que Conrad ya temía escuchar:

—¡Fuego, fuego!

Las llamas se elevaban por los costados del barco francés y se propagaban rápidamente a través de sus cubiertas.

Los barcos viejos, debido a la sequedad de su madera, se incendiaban rápidamente. Al cabo de unos minutos, toda la nave ardía.

Muchos tripulantes se lanzaban al mar, pero Conrad sabía que otros estarían atrapados abajo, donde no había escapatoria.

Una vez rescatados los supervivientes y, subidos a bordo, comprobó que eran muy pocos y no había ningún oficial entre ellos.

Supo que el barco volvía a Francia tras una ausencia de tres años.

No cabía duda de que había sido responsable de la pérdida de numerosas embarcaciones inglesas pequeñas y llevaba tanta carga en sus bodegas, que el peso de ésta había dificultado su esfuerzo por escapar.

Los prisioneros fueron enviados abajo y Conrad solicitó el informe de sus propias pérdidas.

—Sólo un muerto, señor —le informó Deakin—, y no por disparos del enemigo, sino porque su arma explotó.

Conrad apretó los labios y no dijo nada. Era un riesgo que se corría en todos los barcos, especialmente cuando las armas eran nuevas.

—Otro hombre tiene el brazo roto por el golpe de retroceso de su arma y dos más resultaron heridos por las astillas de una bala que dañó el alcázar.

—¿Es grave el daño?

—Nada que no pueda repararse y pintarse enseguida, señor. —Está bien. Gracias.

Entonces Conrad recordó a Delora y se preguntó si habría sentido miedo.

Estaba a punto de enviar a Deakin para preguntarlo, pero decidió ir en persona. Para entonces ya comenzaba a anochecer y al viento había seguido la lluvia.

Dejó a Deakin a cargo de la limpieza de las cubiertas y bajó donde se encontraban los seis camarotes, uno de los cuales ocupaba, y que eran más seguros que el destinado al capitán.

Vio que Abigail salía al pasillo.

—¿Ya terminó todo, señor? —preguntó la doncella con voz tranquila.

—Sí, Abigail. ¿Está a salvo su señora?

—Le agradará verle, capitán. Iba a prepararle una taza de té.

Conrad sonrió pensando que para Abigail, como buena inglesa, el té era una panacea.

—Estoy seguro de que una buena taza es lo que todos necesitamos.

Pero sabía que lo que sus hombres esperaban era una ración de ron y estaba seguro de que Deakin no dejaría de tenerlo en cuenta.

Abrió la puerta y vio que la linterna no se había encendido y el camarote estaba casi en penumbra.

Durante un momento reinó el silencio y Conrad pensó que quizá Delora no se encontraba allí. Después oyó un leve grito y ella se le echó en los brazos.

—¡Está a salvo! ¿No… no le han herido? —Las palabras brotaban atropelladas de sus labios.

De pronto, el barco dio un bandazo y Conrad instintivamente, la rodeó con sus brazos para sostenerla.

Cuando sintió que el frágil cuerpo se estremecía ceñido al suyo, notó que la voz temerosa había callado y Delora tenía el rostro levantado hacia él.

Sin pensar, perdido el control de su voluntad por un impulso más fuerte, sus labios buscaron los de ella.

Y cuando la besó supo que era tal y como la imaginaba en sueños: suave, dulce e inocente, y que le causaba una sensación maravillosa que nunca había conocido antes.

Como ya no era él mismo, sino un desconocido sobre el que no tenía ningún control, sus brazos la estrecharon y notó que ella temblaba en un éxtasis igual al suyo.

La besó posesivo, exigente, y al mismo tiempo con reverencia porque era distinta a cualquier otra mujer, aunque por el momento no podía explicarse el porqué.

Sólo cuando el movimiento del barco le obligó a levantar la cabeza, Conrad recobró la sensatez.

—Perdóneme —dijo en un murmullo.

Estaba horrorizado por lo que había hecho y ni siquiera sabía lo que debía hacer.

—Le… amo.

Las palabras de ella eran casi un susurro, pero alcanzó a oírlas.

—Ahora comprendo que lo he amado desde el primer momento en que lo vi y… y supe que era el hombre que llegaba a salvarme, como tantas veces he pedido en mis oraciones.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, Conrad se apartó de ella y dejó que se apoyara en una silla cercana, fijada al suelo con tornillos.

Dio unos pasos alejándose de ella y se detuvo junto a la ventana para mirar a la oscuridad del exterior, como si allí pudiera encontrar una respuesta al violento palpitar de su corazón y a las preguntas que surgían en su mente.

Oyó que Delora, con dificultad, se dirigía a un sillón y se sentaba.

Tenía la cabeza vuelta hacia él y, aunque estaba demasiado oscuro para verla con claridad, sospechaba que sus ojos estaban muy abiertos y le miraban inquisitivos.

Al fin, Conrad pudo hablar:

—Debe olvidar lo que acaba de ocurrir, Delora. Es algo que no debía haber ocurrido. Supongo que… que estaba demasiado excitado por nuestra victoria.

Tras un pesado silencio, ella preguntó en voz muy baja:

—¿Quiere decir… que lamenta… haberme besado?

—Repito que no debía suceder.

—Pero ha sucedido y ahora… yo sé que le amo.

—No hable así.

—¡Pero si es la verdad!

—En tal caso, es lamentable y debe hacer lo posible por convencerse de que sólo es una ilusión. Atribúyalo a la alteración causada por la batalla. En tales circunstancias suelen ocurrir cosas que después es mejor olvidar.

Al cabo de un nuevo silencio, Delora dijo con voz rota:

—¡Así que le ha disgustado besarme! ¡Para mí… es lo más hermoso que me ha sucedido jamás!

Conrad se dio cuenta de que la joven estaba al borde de las lágrimas.

—¡Por supuesto que me ha agradado besarla! —afirmó—. Pero me avergüenzo de mi falta de control. Es algo de lo que cualquier capitán se avergonzaría.

—No creo que me haya besado como capitán… sino como hombre.

Era una verdad que Conrad no podía refutar.

Como si temiera lo que ella iba a decir a continuación, se volvió hacia la puerta.

—Tengo mucho que hacer —alegó.

—No, por favor, no se vaya… Hay algo que debo decirle.

Como no podía negarse, se acercó a ella y se sentó en una silla a su lado.

Delora extendió las manos y Conrad las tomó entre las suyas porque habría sido descortés no hacerlo.

Notó que le temblaban, pero se obligó a no besar aquellos suaves dedos como era su deseo.

Delora se aferraba a él como si fuera una tabla de salvación y dijo con voz más serena que hasta entonces:

—Le amo y aunque usted no me quiera, le amaré toda la vida…, hasta la muerte.

—Delora, no debe decir esas cosas.

—Tal vez no, pero es la verdad… Como le amo, haré todo lo que quiera; me gustaría tanto agradarle…

—¿Agradarme? —preguntó él, desconcertado.

Entonces, como si también temiera lo que Conrad iba a decir, ella se llevó una mano al pecho junto a la masculina.

—Creo que, aunque lucha contra ello, me… me quiere un poco —dijo casi en un susurro.

Como estaban casi a oscuras y la suavidad y dulzura de su voz parecían hipnotizarlo, al mismo tiempo que su cercanía y el palpitar de su corazón, que percibía en la mano, le producían una sensación dolorosa, Conrad no pudo resistir más.

—¡Te amo! ¡Por supuesto que te amo! —declaró con voz ronca—. Pero los dos sabemos que esto jamás debía haber sucedido.

—Pero ha sucedido y… ¡oh, Conrad, es por lo que he rezado tanto…!

—Sin embargo, querida mía, no podemos hacer nada por nuestro amor —opuso él—. Debo obedecer órdenes y entregarte a salvo al gobernador y a tu hermano en Antigua. Que me haya enamorado de una mujer que está bajo mi custodia va contra mi propio código de honor.

—Durante la batalla, tenía mucho miedo de que pudieras morir o salir herido… Si… si hubieses muerto, también yo desearía la muerte.

Conrad no hubiera sabido explicar cómo sucedió, pero se encontró con ella entre sus brazos y volvió a besarla olvidándose de todo, excepto de la magia de sus labios, la suavidad y la fragancia que emanaba de su cuerpo y el ímpetu de su amor.

Ya no le era posible pensar con claridad. Sólo sabía que Delora era la encarnación de su ideal.

Siempre había existido un altar secreto en su corazón donde guardaba la imagen de la mujer que quería para sí, aunque desconfiaba de llegar a encontrarla.

Ahora, conocedor ya de la agilidad mental de Delora, la belleza de su carácter y la fuerza de su personalidad, no le cabía duda de que era la única mujer a la que podía amar realmente.

Además, la deseaba con intensidad y le resultaba difícil recordar que alguna vez había deseado a otras.

Separó sus labios de los de ella, que murmuró:

—Dime que me amas… Dímelo una vez más y prometo que no volveré a molestarte.

—¿Crees de veras que es una molestia? ¡Te amo, mi preciosa y pequeña Delora, más de lo que puedo expresar con palabras, muchísimo más de lo que me atrevo a confesar!

Le acarició una mejilla al añadir:

—Creo que eres un sueño, no un ser real, el sueño que todo hombre lleva en lo más profundo, pero que considera tan fuera de su alcance como una estrella.

Comprendió que iba a contestarle que ella no estaba fuera de su alcance, sino a su lado, y como le pareció superfluo expresarlo con palabras, lo evitó besándola de nuevo.

Pasaron minutos, o quizá siglos, hasta que oyeron acercarse a Abigail.

Entonces se separaron y Conrad se puso en pie para encender la linterna.

Abigail entró seguida por un asistente con el servicio de té.

Como si no confiara en él, la doncella llevaba la tetera en sus manos y con rapidez, temiendo que el movimiento del barco hiciese que se derramara, la colocó sobre la mesa.

—¿Aún a oscuras, milady? —preguntó con recelo.

—Tengo problemas con la linterna —contestó Conrad como si se hubiera dirigido a él—. Vea lo que puede hacer, Briggs —le dijo al asistente—. Enseguida, señor.

Briggs dejó la bandeja sobre la mesa.

—Cuando haya terminado de tomar el té, prima Delora —dijo Conrad con entonación normal—, puede volver a su propio camarote.

Y salió enseguida, preguntándose si las cosas volverían a ser como eran antes de la batalla.

Por fortuna, le esperaba una gran cantidad de trabajo y varios oficiales que deseaban consultarle sobre diversos asuntos. Esto le ayudó a distraerse de sus sombríos pensamientos.

Aunque anhelaba hacerlo, aquella noche no visitó a Delora y, como consecuencia, le costó trabajo conciliar el sueño, pues pensaba que se sentiría sola sin él.

«¿Qué voy a hacer ahora?», se preguntó en la oscuridad de su camarote, mientras el Invencible navegaba en la noche, crujiendo como si también sufriera.