Capítulo 13

-¡Una bebida deliciosa, Barnet! —exclamó Conrad al apurar el contenido del vaso que le había entregado su asistente.

—Es zumo de mango, señor.

Sentado en la terraza de la casa, con el mar a unos cuantos metros de distancia y el brillante sol que se colaba por entre las hojas de los grandes árboles, Conrad se sentía invadido por una oleada de bienestar.

Sabía que no sólo se debía a las frutas, verduras y comida fresca que le habían dado desde su llegada, sino también a que Abigail se mostraba muy satisfecha de que sus heridas curasen con rapidez.

Aquella mañana había ido a atenderlo muy temprano, antes que nadie se levantara en la mansión Clarence, y cuando quitó los vendajes lanzó una exclamación de sorpresa y alegría al notar que la inflamación había desaparecido.

—Es muy buena enfermera, Abigail.

—Y usted un hombre fuerte, señor. Otro hubiera necesitado más tiempo para sanar.

Y como si de pronto considerase que se había excedido en su entusiasmo, agregó:

—Eso no significa que pueda cometer cualquier imprudencia, señor. Ya ve que milady casi enferma de preocupación por usted, así que lo mejor es que se tome las cosas con calma.

—Me resulta difícil en estos momentos.

—Conrad sabía que no era necesario darle más explicaciones a Abigail y la doncella, como si adivinara lo que él deseaba preguntar, le informó:

—Su excelencia tiene intención de que la boda se lleve a cabo dentro de pocos días.

—¿Y qué dice Lady Delora?

—¿Qué puede decir? Siempre, desde que era pequeña, le ha tenido mucho miedo a su hermano y cuando a él le da uno de sus ataques de furia, no vale la pena hablarle porque no hace caso a nadie.

Pudo notar la tensión del cuerpo de Conrad, quien se preguntaba qué podría hacer para ayudar a Delora o, al menos, para impedir que aquel monstruoso matrimonio se llevara a cabo.

—¿Y qué hará hoy milady?

—Creo, señor, que sufrirá una jaqueca debido a los días pasados en el mar. Ya decidimos avisarle a su señoría el conde, después del desayuno, que milady necesita quedarse en cama y descansar.

Conrad lanzó un suspiro de alivio.

—Me parece muy acertado.

Sin embargo, sabía que si Denzil se obstinaba en que Delora debía atender al gobernador, la obligaría a hacerlo y no le permitiría descansar.

Abigail, que había terminado la cura, le daba instrucciones a Barnet.

—El capitán debe beber mucho zumo de frutas —concluyó.

Y, obedientemente, durante todo el día Barnet le sirvió vaso tras vaso de zumo.

Como Conrad detestaba permanecer en cama y, además, quería hacer ejercicio para recuperarse lo antes posible, insistió en que lo vistieran y lo sacaran a la terraza. Deseaba tomar el sol y contemplar el mar.

Estaba leyendo los periódicos, que aunque eran de un mes atrás traían cosas interesantes, cuando oyó que un carruaje se detenía frente a la casa.

—Su excelencia el gobernador y el conde de Scawthorn, señor —anunció Barnet poco después.

Conrad se obligó a sonreír a los visitantes.

—Debe disculparme, excelencia, por no poder recibirle de pie.

—Por supuesto, no debe hacer esfuerzos; pero su primo y yo pensamos que era correcto visitarle para preguntar por su salud.

—Es una gran amabilidad por su parte, excelencia —dijo Conrad—. Buenos días, Denzil.

—Buenos días, primo. Me alegra encontrarle mejor de lo que suponía.

—Estoy mejor, pero aún necesito tiempo.

—¡Por supuesto! —exclamó el gobernador—. No hay que apresurar a la naturaleza. Debe tomar las cosas con calma, Horn.

Barnet volvió en aquel momento, seguido por un sirviente que llevaba una bandeja con copas y botellas.

Conrad habría pensado que nadie aceptaría beber tan temprano; pero el gobernador se mostró ansioso de hacerlo y tanto él como Denzil escogieron ron.

Se sentaron a charlar y Conrad tuvo la impresión de que Lord Grammell prefería que el Invencible no se reparase muy rápidamente.

—Verá que aquí todo se lleva a cabo con gran lentitud —decía—. Por mucho que azote a los negros, no trabajan. Continuamente recibo quejas por su indolencia, pero ¿qué puedo hacer?

—Así es —convino Conrad, decidido a no ser desagradable, aunque al mismo tiempo pensaba que sería imposible encontrar un hombre más repugnante que el gobernador.

Éste bebió por lo menos tres copas antes de mencionar el motivo de su visita.

—Escuche, Horn: su primo y yo le tenemos algo reservado para esta tarde, algo que estamos seguros que no ha visto nunca, a pesar de su amplia experiencia de viajero por todos los puertos del mundo.

—¿Qué es?

—¡No se lo diré, es una sorpresa! Pero si no se siente bien para ir esta tarde, podemos dejarlo para mañana.

—Me siento bien para hacer cualquier cosa, siempre y cuando no haya que ir muy lejos.

—¡Nada de eso! El sitio a donde lo llevaremos está a unos pasos de aquí y mis hombres lo llevaran en su propia silla.

—Despierta mi curiosidad, excelencia.

—Así tendrá en qué pensar de aquí a las cuatro de la tarde, hora en que vendremos a recogerle. Con este clima, todos necesitamos dormir la siesta después de comer, ¿verdad, Scawthorn?

—Así es —convino Denzil—. Verá, primo Conrad, que entre las dos y las cuatro de la tarde este lugar parece muerto.

—Una buena manera de describirlo. ¡Muerto! ¡Así es como estará alguien hoy mismo! —El gobernador se echó a reír y Conrad se preguntó a qué aludiría.

Tras la marcha de sus visitantes, notó que aumentaba su intriga, tanto por la invitación como por el comentario del gobernador acerca de la muerte de alguien.

No creía que se refiriese a él mismo.

No obstante, aquellas muestras de amistad del gobernador y su primo despertaban sus sospechas.

No olvidaba que, según Delora, Denzil le odiaba porque era su heredero.

Pero aún así, le era difícil creer que intentaran asesinarlo, aun cuando para entonces ya sabía que tenían muy buenas razones para hacerlo.

Tanto capitanes de otros barcos como oficiales del puerto le habían confiado sus sospechas acerca de los tejemanejes del gobernador. Todos se avergonzaban de su comportamiento, especialmente en aquellos tiempos, cuando Inglaterra estaba en guerra con Francia.

Sólo la derrota decisiva de Napoleón podría traer la paz a un mundo enfermo de guerra, muerte, privaciones y sufrimientos.

—Una vez que el Invencible vuelva al mar —le había dicho uno de sus confidentes—, podrá evitar todas las traiciones que se cometen por aquí, con las cuales se impide que lleguen a Inglaterra provisiones muy necesarias.

Bajando la voz, el visitante de Conrad agregó:

—Dicen que como los ingleses no pueden pagarle al gobernador tanto como pide, él ordena que no les surtan lo que necesitan cuando vienen aquí para reabastecerse. Incluso a veces se ven obligados a zarpar sin comida suficiente para la travesía.

Conrad se había sentido invadido por la furia, pues sabía lo sencillo que era para el gobernador decir que no había suficiente ganado para las necesidades de un barco.

Si zarpaban con sus bodegas vacías, sufriría la tripulación y, en consecuencia, se resentirían la disciplina y la habilidad en el combate.

Pero se dijo que, por el bien de Delora, no debía contrariar al gobernador ni a Denzil, al menos de momento.

Para su sorpresa, después de una buena comida, Conrad durmió la siesta.

Había creído que permanecería despierto pensando en Delora; pero estaba más cansado de lo que suponía y cuando Barnet lo despertó se sintió con la mente alerta y despejada.

«He de descubrir lo que se traen entre manos esos dos canallas», decidió. Ya había pensado en diversas formas de enviar un informe secreto al Almirantazgo si descubría, como Nelson, que se incumplía el acta de navegación.

Sabía lo difícil que era hacer cumplir las leyes inglesas en lugares tan lejanos, pero éstas indicaban con claridad que «la función de los barcos de guerra de Su Majestad consistía en proteger el comercio de la nación», lo que significaba que las autoridades debían asegurarse de que los extranjeros no comerciaran en rutas que les estaban prohibidas.

«Debo impedir la actividad de los barcos estadounidenses», pensó, «pero si el gobernador los apoya y acepta sobornos, no resultará fácil».

Cuando pocos minutos después de las cuatro llegaron Grammell y Scawthorn en un carruaje abierto, seguido por una escolta de caballería, Conrad pensaba que sus sentimientos hacia ellos permanecerían bien encubiertos.

Denzil informó a Barnet que se dirigían a la prisión, que se hallaba cerca, y que cuatro soldados habían recibido órdenes de transportar al capitán Horn hasta allí.

Cuando Conrad se enteró del lugar adonde lo llevaban, se sorprendió pero no dijo nada. Se puso el sombrero y dejó que los soldados cumplieran lo que les habían ordenado.

Barnet les daba sin cesar órdenes de que lo condujeran con precaución, siguiéndoles todo el camino.

Conrad, entre tanto, se interesaba por mirar a su alrededor para observar los cambios que se habían producido en Antigua desde la última vez que estuvo allí, alrededor de quince años atrás.

La prisión era un edificio no muy grande, construido alrededor de un patio, al cual condujeron a Conrad. Sentados en una plataforma esperaban ya al gobernador y a Denzil. Éste dio instrucciones a los soldados para que colocasen a Conrad junto a ellos.

El gobernador charlaba con un hombre que, a juzgar por su uniforme, era oficial de la prisión.

Además de los soldados que llevaban a Conrad, había otros cuatro, armados con mosquetes, dos a cada lado de la plataforma.

Mientras miraba un área de terreno cubierta de arena aplanada, Conrad se preguntó que iría a suceder.

De pronto oyó ladridos furiosos y, cuando se abrieron las gruesas puertas que había al otro extremo del patio, pudo ver a seis grandes sabuesos que brincaban tras una reja.

Recordó haber oído que, en el sur de Estados Unidos, los propietarios de esclavos solían perseguirlos con sabuesos cuando huían.

Pero no podía creer que eso fuera necesario en una isla del tamaño de Antigua, ya que si un esclavo decidía fugarse, ¿adónde podría ir?

La presencia de los perros le inquietó y se volvió a mirar al gobernador con expresión inquisitiva.

—Esos perros son míos, Horn —le explicó Lord Grammell—. Los traje de Inglaterra. Aquí me han brindado diversión, pero como ya estoy viejo para seguirlos a caballo, he variado la forma en que me entretienen. Eso es lo que verá esta tarde.

—¿Ver qué?

Antes que el gobernador pudiera contestarle, dos oficiales de la prisión condujeron a un negro cubierto de gruesas cadenas hasta el centro del patio.

Era un hombre enorme, de más de dos metros de altura y un cuerpo espléndido. Sus músculos, muy desarrollados, hacían que pareciera un joven Sansón.

Estaba encadenado por las muñecas y los tobillos. Conrad observó que lo habían azotado, ya que su espalda estaba cubierta de heridas, la mayor parte sangrantes y abiertas.

—¿Ve a ese negro? —preguntó el gobernador—. Es el más fuerte que he visto en mi vida. Puede arrancar un árbol de raíz y partirlo sobre una rodilla.

—¿Qué delito ha cometido? —preguntó Conrad.

—¡Oh!, los habituales: desobediencia, riñas, holgazanería… en fin, cosas que no volverá a hacer.

—¿Por qué no?

Conrad ya comenzaba a sospechar lo que iba a ocurrir.

—Los azotes sólo han logrado hacerle más desafiante, así que recibirá una lección que no olvidará, puesto que no quedará con vida para ello.

Conrad contuvo el aliento.

—Mis pequeñas mascotas no han recibido alimento durante las últimas cuarenta y ocho horas —añadió Lord Grammell—. Tienen hambre, Horn, y los animales hambrientos pueden ser muy feroces.

Conrad sintió que las palabras de protesta pugnaban por salir de su boca, pero el gobernador ya no le prestaba atención porque Denzil le decía algo.

—Sí, sí, claro —respondió Lord Grammell poniéndose de pie igual que el conde.

A continuación se volvió hacia Conrad:

—Su primo sugiere que veamos los músculos de ese negro más de cerca. Son sorprendentes, ¡realmente asombrosos! Deberían disecarlo y exponerlo en un museo.

Lord Grammell y Denzil bajaron de la plataforma. Un soldado abrió la reja que tenía al frente y que sin duda era una protección contra los perros.

Por su parte, Conrad no podía hacer otra cosa que permanecer sentado observando, con los labios apretados y el cuerpo tenso, como su primo y el gobernador se acercaban al negro, que permanecía inmóvil y con la vista fija en los sabuesos.

Dos soldados con mosquetes acompañaron al gobernador y al conde. Por su expresión, Conrad comprendió que admiraban igualmente la fortaleza del esclavo.

Lord Grammell y Denzil reían. El primero dio una orden y desencadenaron al negro, primero de los pies y después de las muñecas.

Le indicaron que doblara los brazos con lentitud mientras los levantaba, para que los músculos de los bíceps, que eran notables, se marcaran.

Denzil dijo algo que sin duda era obsceno y el gobernador lanzó una carcajada estridente.

Observándoles, Conrad pensó que su expresión era tan repugnante como la tortura que planeaban para el hombre que tenían delante.

Se preguntó que sucedería si gritaba que todo aquello era una locura, algo a lo que ningún hombre, negro o blanco, debía ser sometido.

Y entonces, cuando creía que ni por Delora sería capaz de contener las palabras que pugnaban por salir de sus labios, el negro hizo un rápido movimiento.

Por orden del gobernador había estirado los brazos para volver a doblarlos con lentitud, tensando así los músculos.

Después, inesperadamente y con una velocidad extraordinaria en un hombre de su corpulencia adelantó ambos brazos y con sus manazas cogió por el cuello a los dos hombres que se burlaban de él.

Fue tan rápido que, antes que Conrad ni nadie pudiera reaccionar, el negro había golpeado varias veces, una contra otra, las cabezas del gobernador y su cómplice. Se oyó el sonido horripilante de huesos que se rompían, mientras brotaba la sangre salpicando el brillante torso del negro.

Finalmente los soldados salieron de su estupor disparando contra el esclavo que cayó hacia delante y, con su peso, abatió los cuerpos de sus torturadores.

Se necesitó la fuerza de varios hombres para abrir sus dedos, engarfiados en torno al cuello de los otros dos cadáveres.