Capítulo 1
1815
El coche de posta dejó al capitán Conrad Horn en Whitehall, frente a las puertas del Almirantazgo.
Al dirigirse a la entrada por el pórtico de arcos, levantó la vista hacia el ancho frontón sostenido por cuatro columnas corintias y pensó, como tantas otras veces, que era un edificio impresionante y muy apropiado.
Le dio su nombre al empleado que había a la entrada y notó un destello de admiración en sus ojos, algo a lo que ya se había acostumbrado desde que su barco llegara a puerto.
Aún le parecía oír los gritos y vítores que lo habían recibido.
«¡Tigre! ¡Tigre Horn! ¡Tigre!», vociferaba la multitud reunida en el muelle, y durante todo su recorrido por Londres, continuaron los aplausos y los vivas.
Incluso a él mismo, como marino profesional, le parecía increíble haber sobrevivido a un viaje en el que todo estaba en su contra.
Sin embargo, había obtenido un éxito superior a todo lo imaginable y sabía que los destrozos causados a los navíos franceses que había encontrado a su paso, serían un clavo más para el ataúd de Napoleón.
Vio que el empleado volvía, pero antes que pudiera llegar hasta él, por una puerta que daba al vestíbulo salió un hombre de uniforme que exclamó al reconocerlo:
—¡Conrad! ¡Qué ganas tenía de verte!
Se le acercó cojeando, tendida la mano que el capitán Horn estrechó con efusividad.
—¡John! ¿Cómo estás? Me sentía preocupado por ti y no esperaba encontrarte aquí.
—Tuve suerte de que me encontraran trabajo en tierra… No hay muchas probabilidades de que vuelva a hacerme a la mar.
—Supongo que eso no te agradará —dijo Conrad con tono comprensivo—. Pero veo que por lo menos llevas uniforme.
—Creí que quedaría inválido para el resto de mi vida, pero el cirujano me sacó adelante o, más bien, fue mi mujer, que es mejor médico que cualquiera.
—No me extraña —murmuró Conrad Horn haciendo una mueca.
Ambos se quedaron en silencio, pensando en la incompetencia de los cirujanos de los barcos. Debido a su falta de capacidad, más que médicos parecían carniceros y solían causar más muertes entre la tripulación que el propio enemigo.
—Pero hablamos de mí cuando deberíamos hacerlo de ti —dijo el comandante John Huskinson—. Mereces todas mis felicitaciones, Conrad. Tus informes son las historias de aventuras más emocionantes que he leído jamás. —Me hubiera gustado tenerte a mi lado.
—A mí también —confesó su amigo—. Sólo tú podías ser capaz de sembrar semejante terror durante esos ataques nocturnos a lo largo de la costa, y ningún otro hubiera logrado eludir de forma tan hábil a un enemigo más numeroso.
Ambos rieron, ya que el modo en que el capitán Horn había logrado eludir a dos de las mayores fragatas enemigas en el golfo de Vizcaya casi parecía una travesura.
Su propia fragata Tigre, aunque pequeña, había causado tantos daños a la flota de Napoleón, ya bastante diezmada en la batalla de Trafalgar, que ahora estaba marcada y la perseguían tanto las embarcaciones francesas como las de sus aliados.
El incidente al que John Huskinson se refería había tenido lugar un atardecer.
Cuando Conrad Horn advirtió que no sólo su enemigo era más numeroso, sino que él mismo estaba escaso de municiones, desplegó las velas durante toda la noche en un intento por escapar.
Sin embargo, al día siguiente continuaban tras él y, al atardecer, ya se encontraban peligrosamente cerca del Tigre.
En cuanto oscureció, como último recurso, Horn preparó uno de sus trucos para desconcertar al enemigo.
Ordenó que lanzaran al mar una bañera con linternas y dejó que las fragatas enemigas la persiguieran durante toda la noche, mientras él, astutamente, daba instrucciones para que su embarcación cambiara de rumbo.
Al alba del día siguiente, los dos navíos franceses se encontraron frente a un horizonte desierto.
—¡Cómo me hubiera gustado verles la cara a los franchutes! —comentó Huskinson entre risas, a las que se unió Conrad Horn.
En otras ocasiones, el Tigre, como llamaban a Horn, no había tenido necesidad de huir, sino que hundía naves o las apresaban como trofeos. Esto lo convirtió en el héroe de un país que estaba harto de la guerra y que sólo deseaba oír hablar de triunfos.
Ahora, el empleado del Almirantazgo permanecía cerca de él, esperando que le prestara atención.
—Su Señoría lo recibirá de inmediato, señor —dijo respetuosamente.
John Huskinson palmeó el hombro de su amigo y dijo:
—Ve a recibir sus felicitaciones. Por el momento eres el favorito de Su Señoría y no echaré a perder la sorpresa que te tiene destinada diciéndote lo que te espera.
—Me alegro de haberte visto, John. ¡Cuídate!
Al alejarse, Conrad no pensaba en sí mismo, sin en lo diferente que había notado a su amigo.
Las heridas recibidas en combate lo habían dejado pálido y desencajado.
Recordaba poco al alto y arrogante joven que era antes de la batalla de Trafalgar.
Suspiró. Siempre resultaba doloroso pensar en el gran número de hombres que morían en los combates navales y en aquellos otros que quedaban lisiados e incapacitados de por vida.
El empleado abrió una puerta y anunció:
—¡El capitán Conrad Horn, Señoría!
Conrad Horn entró en un cómodo y amplio despacho. El primer Lord del Almirantazgo, vizconde Melville, se puso en pie para saludarlo.
—¡Bienvenido a casa, Horn! Reciba mis felicitaciones y las de todo el Almirantazgo por su brillante actuación. Le estamos muy agradecidos. —Muchas gracias, señor.
El vizconde Melville volvió a tomar asiento ante su escritorio y señaló una silla frente a él.
—Tome asiento, capitán Horn —invitó.
Conrad se sentó y esperó con cierta aprensión lo que el primer Lord tenía que comunicarle.
Sabía que sus triunfos darían como resultado que lo pusieran al mando de una nave mayor que la pequeña Tigre. Además, se necesitarían por lo menos dos meses para reparar ésta y ponerla en condiciones de hacerse a la mar después de los daños recibidos en la última batalla sostenida.
Todo capitán soñaba con el tipo de navío que le gustaría mandar, pero pocos lograban su ambición, y menos aún durante aquella época de luchas contra Francia, cuando la Marina Real utilizaba todas las embarcaciones en condiciones de navegar. La primera fase del vizconde Melville confirmó lo que Conrad ya sabía:
—En este momento, capitán Horn, más de seiscientos navíos se encuentran en servicio.
Hizo una pausa para que su comentario causara más impresión y después añadió:
—Y hasta que esta guerra termine, todos y cada uno de esos barcos son de vital importancia en una u otra parte del mundo.
Hubo otra pausa, pero como no tenía nada qué decir, Conrad permaneció en silencio.
—Por esa razón, no podemos darnos el lujo de perder ninguna embarcación, sea el más pequeño bergantín o un navío de tres cubiertas —continuó el vizconde Melville—. Pero como es natural, nuestras naves más preciadas son las nuevas, ya que son más efectivas.
En los ojos de Conrad surgió un destello de emoción en tanto el primer Lord seguía diciendo:
—Recordará que el César fue el primero de los navíos ingleses de dos cubiertas que se botaron en 1693. Otro, construido al mismo tiempo y de diseño muy similar, pero con mejoras adicionales que los franceses fueron los primeros en aplicar, se convirtió en buque insignia del almirante Nelson tras la batalla del Nilo.
—Lo recuerdo, Señor.
—Cuando se capturó al Franklin, una nave francesa de ese tipo, junto con su vicealmirante, y se comprobó su notable desenvolvimiento en el mar, decidimos construir ocho barcos similares.
Después de otra pausa, y con los ojos fijos en e rostro de Conrad Horn, añadió el primer Lord con lentitud y énfasis:
—Uno de ellos estará listo para zarpar dentro de dos semanas.
—¿Quiere decir, señor…? —comenzó a decir Conrad, mas se interrumpió cuando su interlocutor continuó:
—Quiero decir, capitán Horn, que su magnífico comportamiento le hace merecedor de comandar ese navío, que ha sido bautizado por su majestad con el nombre de Invencible.
Conrad miró sorprendido al primer Lord.
¡Un barco nuevo de dos cubiertas, con cañones de los calibres cuarenta y dos y veinticuatro era mucho más de lo que esperaba!
—¿Cómo expresar lo agradecido que estoy, señor? —dijo con una irreprimible nota de entusiasmo en la voz.
Tal vez deba preguntar antes cuál va a ser su misión —repuso el vizconde con una ligera sonrisa.
—Supongo que se me ordenará dirigirme al Mediterráneo.
—Se equivoca, capitán. Zarpará hacia Antigua.
El vizconde observó la sorpresa reflejada en los ojos del joven y añadió:
—Tenemos dos razones para enviarlo allí. La segunda, que le explicaré antes, es que debe poner coto al daño que aún provocan a nuestro comercio naval los barcos privados de Estados Unidos.
Como el capitán Horn había estado ausente durante tres años, esto constituía una novedad para él. Dándose cuenta, el primer Lord le explicó:
—Supongo que se habrá enterado de que durante la guerra que sostuvimos con los Estados Unidos, éstos sufrieron bastante como resultado del bloqueo impuesto por ambos lados.
—Debo confesar, Señor, que no había pensado en lo que eso afectaría a los Estados Unidos.
—Creo que el bloqueo inglés causó la ruina de muchos comerciantes estadounidenses y, si somos honestos, capitán, hemos de reconocer que ese país tiene motivos para quejarse del excesivo rigor con que los capitanes de la Marina Real trataron a sus navíos en alta mar.
Conrad Horn frunció el entrecejo.
—¿De qué forma?
—La férrea disciplina y las condiciones de servicio en la Marina Real son los principales motivos de que tengamos una constante carencia de marineros, los cuales buscan mejores condiciones y también librarse de las patrullas de reclutamiento por medio de feroces ataques a los barcos estadounidenses.
Conrad Horn apretó los labios.
Siempre había detestado la crueldad de las patrullas de reclutamiento, que obligaban a los hombres a enrolarse en la Marina, muchas veces sin permitirles siquiera despedirse de sus familiares.
También sabía que, en muchos barcos, aunque no era en el suyo, las condiciones eran desastrosas y los castigos brutales.
—Temo que el resentimiento entre nuestro país y los Estados Unidos se ha incrementado aún más durante la guerra con Francia. Por otra parte, como al principio creíamos es poco probable que los Estados Unidos, con una flota compuesta sólo de siete fragatas y una docena de balandras se lanzara a la guerra, no nos paramos a considerar el peligro que significaría que lo hiciese.
—Por supuesto, Señor, estoy al tanto de que el presidente Madison firmó una declaración de guerra en 1812 —dijo Conrad Horn—, pero todo terminó el año pasado y nunca pensé que nos causara un perjuicio permanente.
—Lo que no podíamos prever era el gran número de rápidas embarcaciones privadas que zarparían de puertos estadounidenses para apoderarse de los barcos mercantes ingleses que viajan entre Canadáy las Indias Occidentales.
La voz del primer Lord se tornó más aguda al añadir:
—Incluso navegan por el Atlántico y operan cerca de las costas inglesas e irlandesas. Lo hacen hasta en un punto tan alejado como el cabo Norte, para acosar el tráfico hacia Arcángel.
—Deben de tener naves muy rápidas.
—¡Las tienen! Sus fragatas son mejores y más rápidas que las nuestras, y los tripulantes están muy bien entrenados.
—No tenía ni idea de eso, Señor.
—Durante los últimos tres años, los ataques de los navíos privados en las costas de Escocia e Irlanda produjeron tal temor en Lloyd, que actualmente es difícil conseguir pólizas de seguro, excepto con primas muy altas.
—¡Casi no puedo creerlo!
—Pronto lo comprobará, cuando navegue por esas aguas. Los armadores estadounidenses han construido navíos de tal categoría que superan a todos los que tenemos en la Marina Real y también a los rápidos barcos correo de las Indias Occidentales.
Hizo una pausa antes de añadir:
—La comida es esencial para las islas. Por ese motivo, capitán Horn, resulta imprescindible que el Invencible proteja nuestras rutas comerciales y elimine la amenaza de esos piratas que no tienen en cuenta para nada la paz que existe actualmente entre los Estados Unidos e Inglaterra.
—Sólo puedo decirle, Señor, que me esforzaré al máximo en conseguirlo.
El capitán hablaba con voz tranquila, pero el corazón le daba saltos de alegría ante la idea de comandar un barco nuevo y de tal capacidad.
Se preguntaba si la entrevista ya habría terminado cuando el primer Lord agregó:
—Le he dicho, capitán, que existían dos razones para su viaje a Antigua, y aún no he mencionado la primera.
—No, Señor.
—Viajará directamente a Antigua porque a bordo llevará a la prometida del gobernador.
Se produjo un pesado silencio. Al fin Conrad, con tono de incredulidad, preguntó:
—¿Una mujer? ¿Quiere decir, Señor, que llevaré como pasajera a una mujer?
—Así es. Y por cierto, creo que es pariente suya, capitán Horn. Se trata de Lady Delora Horn, cuyo matrimonio con Lord Grammell ha sido concertado por su hermano, el conde de Scawthorn, quien actualmente se encuentra en Antigua.
Si el primer Lord le hubiese disparado un balazo, Conrad no se habría asombrado tanto.
En primer lugar se oponía, como todos los buenos capitanes en tiempos de guerra, a permitir que una mujer pusiera un pie en su barco. Además, aquella mujer llevaba su mismo apellido, pertenecía a su familia, por la cual no sólo sentía desprecio, sino incluso odio.
El abuelo de Conrad había sido el hermano menor del tercer conde de Scawthorn.
Los dos hermanos discutieron y, a partir de entonces, se inició una rencilla familiar que dividió a los Horn en dos bandos.
El cuarto conde continuó el pleito con su primo hermano, el padre de Conrad, y desde aquella época, las relaciones entre ambas ramas se habían roto por completo, aunque cada una de ellas estaba siempre al corriente de lo que hacía la otra.
Conrad, por su parte, se hallaba siempre tan ocupado en el mar desde que inició su carrera, que no se interesaba por rencillas familiares ni murmuraciones ociosas.
Sin embargo, había conocido al actual quinto conde durante una estancia en Londres y lo tenía por el tipo exacto de hombre que le disgustaba.
Desde muy joven, su primo Denzil se había convertido en un libertino, lo que provocaba el desprecio y la crítica de la gente respetable.
Heredó el título y una gran fortuna cuando sólo tenía veintidós años, nunca más le había interesado cuidar su inmensa propiedad de Kent, excepto cuando deseaba ofrecer fiestas escandalosas. Pasaba todo su tiempo en Londres, llevando una vida de crápula.
Su nombre era sinónimo de escándalo y violencia en los clubes que frecuentaba. Los caricaturistas encontraban en él un buen motivo para sus sátiras. Además, se decía que ninguna mujer que tuviese relaciones con él salía bien parada.
Como aquel lazo familiar le avergonzaba, Conrad se atrevió a preguntar:
—¿No existe ninguna posibilidad de que Lady Delora viaje en otro barco?
—Como no puedo disponer de otro de dos cubiertas, y los únicos de tres que tenemos navegan por el Mediterráneo, no se me ocurre otra forma de que la dama llegue a salvo a su destino.
—¿Y dice, Señor, que se casará con el gobernador, Lord Grammell? —En efecto.
—Si es quien yo pienso, se trata de un hombre ya mayor.
—No se equivoca, Horn. Lord Grammell debe de tener cerca de sesenta años.
Conrad tenía el entrecejo fruncido.
Si su primo Denzil tenía mala reputación, Lord Grammell no le iba a la zaga. Como consecuencia de lo que sabía por diferentes fuentes, siempre lo había considerado uno de los hombres más desagradables y pendencieros que había conocido en su vida.
Le parecía increíble que volviera a casarse a su edad, y además con una mujer que debía ser mucho más joven que él.
Pero enseguida pensó que no debía importarle lo que les sucediera a sus primos.
Si Lady Delora se parecía a su hermano, lo que era muy probable, haría buena pareja con el gobernador.
Con voz grave dijo:
—Comprendo sus razones, milord, y de todo corazón agradezco a Su Señoría y al Almirantazgo que se me confíe esta misión especial. Espero no fallar.
—Estoy seguro de que no fallará, Horn. ¡Buena suerte!
Los dos hombres se estrecharon la mano y después el joven capitán abandonó el despacho, sintiendo que caminaba entre nubes.