Capítulo 5
Por un momento, Conrad miró a Delora como si no pudiera creer que le decía la verdad. Después, con voz más cálida y amistosa, le dijo:
—Cuéntemelo todo desde el principio. Para empezar, ¿por qué es tantos años menor que su hermano?
Advirtió que ella luchaba por mantener el control; pero haciendo un esfuerzo, la joven le contestó:
—Denzil es sólo hermanastro mío.
Percibió la sorpresa en los ojos de Conrad y añadió:
—Después de mi nacimiento, mi madre nunca volvió a recobrar totalmente la salud, así que crecí como hija única, ya que no tenía a nadie con quien jugar. —¿Quién era su madre?
—Nació en los Estados Unidos y creo que papá se casó con ella porque era muy rica.
Conrad volvió a sorprenderse y ella se apresuró a añadir:
—Nunca conocía a mi familia estadounidense, pero estoy segura de que se sintieron encantados de que mi madre se casara con alguien tan importante.
Como era muy joven, no le permitieron opinar sobre el asunto.
—Como a usted —señaló Conrad.
—¡Igual que a mí! Y por eso…
Se detuvo como si hubiera estado a punto de cometer una indiscreción.
Tras una pausa, Conrad dijo:
—¿No le parece que, en las actuales circunstancias, debemos hablarnos con toda franqueza? Deseo conocer la situación exacta en que se encuentra y, como soy de su familia, no será desleal que me diga lo que piensa y siente.
—Deseo hacerlo. Cuando leí en los periódicos que usted se negaba de manera terminante a utilizar en sus barcos la cruel disciplina que imponen otros capitanes, supe que era capaz de comprender el sufrimiento ajeno.
—Lo intento al menos. Si confía en mí, prima Delora, trataré de comprender los problemas a que se enfrenta y haré todo lo que pueda para ayudarle.
Vio que surgía un destello en los apesadumbrados ojos azules y, después de un momento, ella comenzó a hablar. Con palabras sencillas le contó una historia que no le extrañó, por lo que conocía de aquella rama de la familia Horn.
Tras la muerte de la madre de Denzil, el cuarto conde de Scawthorn estaba desesperado por tener más hijos.
Su primera esposa era una mujer débil y el trato que él le daba la había reducido a un estado de constante nerviosismo que lindaba con la neurosis.
Cuando por fin murió, el conde lo consideró un piadoso alivio y buscó una mujer joven que le diera los hijos que ansiaba.
Sabía bien, aunque jamás lo habría admitido, que su hijo Denzil tenía una naturaleza salvaje y rebelde, y que al crecer sería un joven problemático.
La amenaza de muerte que pesaba siempre sobre los que participaban en duelos, se emborrachan hasta perder el sentido o participaban en alocadas carreras de caballos en las que fácilmente podían romperse el cuello, hacía imperativo para él tener otro hijo varón que heredara su fortuna en caso de que algo le sucediera a Denzil.
Aunque el conde poseía una fortuna inmensa, no la consideraba suficiente. Por esta razón, cuando se enteró de que la hija de un multimillonario estadounidense visitaría Londres, decidió que sería la esposa adecuada para él.
Al llegara a la adolescencia, Delora comprendió lo desdichada que era su madre y que su marido mucho mayor que ella, la aterraba.
Como la primera esposa del conde, la segunda no tardó en debilitarse y enfermar a causa del temor y el sufrimiento.
Aunque luchaba por conservar la salud, con el tiempo su vitalidad disminuyó, hasta que por fin le resultó más sencillo convertirse casi en una inválida que accedía sin oponerse a cuanto se le pedía, sin hacer esfuerzo alguno por imponer su voluntad.
—Mi madre era muy inteligente —le contó Delora a Horn—. Había recibido una excelente educación y leía mucho. Pero cada vez que expresaba una opinión, o bien la ignoraban o le decían que era una tonta, hasta que acabó por no hablar casi con nadie, excepto conmigo.
Con voz trémula, añadió:
—Creo que la hice feliz. Solíamos reír y charlar desde que tuve edad para razonar. Pero si mi padre entraba en la habitación, mamá se recostaba en las almohadas y cerraba los ojos, como si no soportara verle.
Como era más joven y fuerte que su predecesora, la segunda esposa tardó más tiempo en morir. Para entonces, Delora ya era huérfana de padre y su hermanastro se había convertido en el quinto conde.
—Denzil pasaba tanto tiempo ausente, divirtiéndose en Londres, que no me di cuenta de cómo era hasta que, poco después de la muerte de nuestro padre, volvió a casa con un grupo de amigos.
Conrad observó que se estremecía al recordarlo. El conocía bien el tipo de gente inmoral y escandalosa con que se relacionaba su primo Denzil, así que no había necesidad de que Delora se explayara sobre lo sucedido.
Por fortuna, ella aún seguía en la sala de clases, pero se dio cuenta de lo que ocurría en la casa y también de los suspiros de alivio que exhalaron los sirvientes cuando el nuevo conde y sus huéspedes volvieron a Londres.
Pronto regresó solo y furioso contra Delora, que no tardó en enterarse de la razón.
En vida, la madre de la joven recibía una cuantiosa renta que, por ley, estaba a disposición de su esposo sin que ella pudiera disponer de nada. Sin embargo, el capital era administrado por los fideicomisarios de la fortuna de su padre en los Estados Unidos, los cuales, cuando ella murió, informaron con toda claridad que si bien estaban dispuestos a asignarle a Delora una pensión más que suficiente para cubrir sus necesidades, no entregarían ninguna suma grande de dinero más que a su marido, cuando se casara.
—Supongo que comprenderá —le dijo Delora a Conrad con voz queda—, que en cuanto Denzil lo supo decidió que debía casarme.
Tras un ligero titubeo, agregó:
—Me dijo con toda franqueza que su intención era que me casara con un hombre que compartiera mi fortuna con él.
Conrad apretó los labios.
Siempre había detestado a su primo Denzil por lo que sabía de él, pero aun así le parecía inconcebible, por bribón que fuera, que hubiese escogido a un hombre con la reputación de Lord Grammell como marido de una muchacha tan joven, y sin duda sensible e inexperta, como Delora.
Ella agregó:
—Cuando Denzil me escribió para decirme que debía ir enseguida a Antigua para casarme con Lord Grammell, no creía que tuviera que obedecerle. —¿Qué hizo usted?
—Le contesté que no deseaba casarme con alguien a quien no conocía, pues pensaba que mi matrimonio podía esperar hasta que la guerra terminase y él regresara a Inglaterra.
—Muy sensato de su parte. ¿Qué le respondió?
—Me mandó a un caballero del Ministerio de Asuntos Exteriores para que me dijera que como Lord Grammell era gobernador de Antigua y Denzil mi tutor, yo no tenía más alternativa que acceder a los planes trazados para mí. También me entregó una carta de mi hermanastro.
—¿Qué decía?
—Que si no hacía lo que se me ordenaba, cerraría la casa y me echaría a la calle. Eran sus palabras textuales. Decía también que tenía autoridad para evitar que los administradores de la fortuna de mi abuelo me enviaran dinero y que todos los sirvientes que me atendían, mi institutriz, mi doncella y mis maestros, quedarían en la calle igual que yo y sin un centavo.
—¡Casi no puedo creerlo! ¡Es inconcebible que un hombre se atreva a hacer algo tan ruin!
—¿Se da cuenta? ¿Cómo podía yo permitir que la pobre señora Melhuish y Abigail, mi doncella, muriesen de hambre? Además, todos mis sirvientes son ancianos y no podrían encontrar otro empleo.
Delora hizo un ademán de impotencia con las manos.
—Por eso tuve que acceder a efectuar este viaje.
—Ahora lo comprendo todo… —murmuró Conrad—. Pero no tengo idea de cómo ayudarla a escapar del destino que la espera.
Su prima le observaba con la expresión de un niño convencido de que alguien mayor es capaz de resolverlo todo. Por su parte, él pensaba abatido que no era así, ya que no encontraba la forma de salvarla de la situación en que se encontraba.
—Me alegro de que me lo haya contado todo, prima Delora, y le prometo que haré todo lo que esté a mi alcance para encontrar la forma de ayudarle. Le sonrió al añadir:
—Al menos tenemos veinticuatro días por delante, que fue el tiempo que le costó a Lord Nelson llegar a las Indias Occidentales, para pensar en algo, y estoy casi seguro de que alguno de los dos encontrará una respuesta durante ese lapso.
—Tal vez usted pueda… Rogaré porque así sea, porque yo he cavilado mucho, pero en lo que termino siempre es recordando a los desagradables amigos de Denzil y que el hombre que me llevó la carta me dijo que Lord Grammell tiene… ¡sesenta y seis años!
—Eso calculaba yo —comentó Conrad con voz dura.
—¿Qué sabe de él?
—En este momento no vale la pena que se lo repita.
Delora no dijo nada. Tenía la vista baja, fija en sus manos, y él tuvo la sensación de que con su silencio ocultaba algo.
—¿Por qué no me dice lo que sabe usted de Lord Grammell?
—Cuando Denzil me escribió por primera vez, antes de responderle negativamente, le pregunté a Lord Rowell, a quien visité en Kent, que opinaba de él, aunque sin explicarle por qué deseaba saberlo.
—¿Y qué le dijo?
—Me contestó: «¡Por Dios, niña! ¿Por qué te interesa saber algo acerca de ese hombre abominable? Es un ser disoluto a quien no le permitiría poner un pie en mi casa y, por supuesto, mucho menos que conociera a mi esposa ni a ninguno de mis hijos».
—¿No le pidió ayuda?
—Lo pensé, pero comprendí que no podría hacer nada. A Lord Rowell le disgusta Denzil y el sentimiento es mutuo. Temí que si le decía algo a mi hermano, él me prohibiría visitarle… y la verdad es que tengo muy pocos amigos.
Conrad estaba seguro de que era así. Sabía que si el comportamiento de Denzil se hacía público, ello provocaría que toda la gente decente de Kent le cerrase las puertas.
Esto habría repercutido en contra de su hermana, quien ya no podría participar en la vida social de la comunidad como era su derecho.
—Supongo que ya fue presentada en la Corte. ¿Cómo se arregló eso?
—Sólo después que accedí a casarme con el gobernador de Antigua. —¿Quién se encargó de ello?
—El Ministerio de Asuntos Exteriores. Dijeron que era indispensable que fuera presentada en sociedad antes de convertirme en esposa del gobernador. —¿Quién la presentó?
—La vizcondesa Castlereagh. Sólo la vi anoche en la ceremonia. Llegué a Londres y nos dirigimos inmediatamente al palacio de Buckingham. Al día siguiente, muy temprano, me enviaron de regreso al campo. —¡Es increíble!
—Creo que tanto la vizcondesa como su esposo desaprueban a Denzil y no les agrada que me case con Lord Grammell.
Conrad comprendía que aunque el secretario de Asuntos Exteriores y su esposa no estuviesen de acuerdo, no podían entrometerse en la vida privada del gobernador de Antigua.
Ignoraba cómo había logrado Grammell el puesto, pero aunque resultara desagradable, era evidente que tenía amigos de influencia en la Cámara de los Lores y no le incumbía a Castlereagh decidir con quién debía o no casarse.
En consecuencia, Delora había caído en una trampa de la que no podía escapar.
La posición en que se encontraba la joven hacía que todo lo que de noble y caballeresco había en Conrad se rebelara.
Pero esto no bastaba para descubrir cómo podría Delora derrotar a su hermanastro, que también era su tutor legal y poseía un título nobiliario distinguido, y aun aristócrata que, pese a su pésima reputación, era representante del rey y, por consiguiente, ejercía un gran poder en la isla que gobernaba.
Pero no valía la pena mencionárselo a ella, así que se limitó a decir:
—Escuche, prima Delora, lo que voy a sugerirle.
En la expresión de ella, al mirarlo, se combinaban la esperanza y la confianza, como si pensara que Conrad poseía una varita mágica.
—Lo que le recomiendo —añadió él—, es que por el momento, mientras pienso en cómo librarla de esa situación, intente disfrutar del viaje. Supongo que es una experiencia nueva para usted.
—¡Claro que lo es! En otra ocasión me hubiera sentido emocionada de ir en un barco tan maravilloso.
—Entonces tómelo como un respiro entre el ayer y el mañana. Ha dejado atrás los problemas que tenía en Inglaterra y aún no ha llegado a los que la esperan más allá.
—O sea que debo disfrutar el presente y dejar que el futuro se resuelva por sí mismo.
—Exacto. Le prometo que todos trataremos de que su travesía sea lo más placentera posible.
—¿Y si tenemos que entrar en combate?
—En tal caso, aunque dudo que suceda, debe confiar en que el Invencible hará honor a su nombre y procurar no asustarse por el ruido. Ella sonrió.
—No soy tan cobarde. Creo que me emocionaría presenciar una batalla, siempre y cuando gane, claro está.
—Si tiene lugar, haré todo lo posible porque así sea.
—Después de todo lo que se ha dicho sobre Tigre Horn —rió Delora—, creo que cualquier barco que vea acercarse al suyo se lanzará en dirección opuesta.
—Me halaga, y espero que sus palabras sean proféticas. Pero ahora, prima Delora, debo volver al trabajo.
Conrad se puso de pie y agregó:
—Me temo que tendrá que comer sola si la señora Melhuish no se repone; pero si lo desea, puedo invitar a mis oficiales para que la conozcan en la cena de esta noche.
Vio que los ojos de Delora se iluminaban de entusiasmo.
—¿Lo dice en serio? Me gustaría mucho. Así podré lucir uno de mis vestidos nuevos.
Conrad sonrió.
—¡Habla el eterno femenino! Por supuesto, nos encantará admirarla en toda su elegancia.
—Entonces es una promesa, ¿en? ¿A qué hora debo estar lista?
—Se lo diré cuando venga después de la comida para llevarla a recorrer el barco.
—Temía que hubiera olvidado ese ofrecimiento.
—Habría sido muy descortés por mi parte. Además, será mejor que lo haga antes que pasemos el Canal. Luego el mar podría estar muy agitado.
—No le temo al mar —dijo con firmeza Delora, mas de inmediato se ensombreció su rostro y añadió en voz más baja—: Sólo a la gente.