Capítulo 7

Nerissa se dirigió a su dormitorio y el duque se reunió con sus invitados en el salón de baile.

Con mucho tacto, empezó a convencer a los vecinos para que se retiraran temprano, y gracias a su sutileza, ellos ni se percataron de que lo insinuaba.

Cuando ya sólo quedaban los huéspedes de la casa, ordenó a la banda musical que tocara Dios salve al Rey, lo que significaba que la fiesta había terminado.

—¡Aún es muy temprano, Talbot! —protestó Delphine.

—Tengo planeadas muchas diversiones para mañana y como todavía falta una velada más, antes de que se marche, no deseo que se fatigue demasiado.

Ella aceptó la explicación con un mohín y encogimiento de hombros. Pasó su brazo bajo el de Talbot y dijo, con aire provocativo:

—Todo lo que deseo es estar con usted, pues nos hemos visto muy poco estos días.

—Siempre es difícil cuando tiene uno tantos huéspedes en casa —respondió el duque y se zafó del brazo de ella para acudir a dar las buenas noches a su tía.

Cuando ya todos habían a acostarme, salió para contemplar las estrellas a la luz de la luna y pensar en Nerissa.

Comprendió que era el hombre más afortunado del mundo al haber encontrado lo que todos buscaban: una mujer que lo amara por él mismo y que sabía que, al besarla, le había entregado el corazón y el alma.

Cuando entró de nuevo en la casa, ya la servidumbre había apagado las velas y sólo quedaba la luz suficiente que alumbraba el camino que conducía a su dormitorio.

Mientras caminaba por el corredor rumbo a sus habitaciones, advirtió que del otro extremo que se aproximaba un hombre.

Como pensaba en Nerissa, no tuvo deseos de verse obligaba a iniciar una conversación banal con nadie.

Por lo tanto, se ocultó en la sombra de un umbral mientras se preguntaba quién sería su deambulante huésped y hacia dónde se dirigía.

Un momento después, comprendió que no había necesidad de que se ocultara, ya que el hombre, que vestía una larga bata, con gran sigilo abrió la puerta de uno de los dormitorios y desapareció en el interior.

Por un segundo, al duque le pareció increíble y pensó que se habría equivocado, pero al avanzar encontró, justo afuera de la puerta que le hombre abriera, una rosa color rosa.

Se inclinó para recogerla y, sonriente, avanzó con ella en la mano.

* * *

Nerissa el día se le hizo muy largo y tedioso.

Ya el grupo se dispersaba y varios huéspedes se habían despedido.

Aun cuando el duque organizó, por la mañana, una carrera ara los caballeros y una competencia de carruajes por la tarde, para ella faltaba algo en la atmósfera y se sentía intranquila.

Por momentos, se sentía invadida por la emoción, como cuando se dirigiera a su dormitorio la noche anterior, feliz porque el duque la amaba y ella a él.

Pero entonces, sin que ella pudiera remediarlo, surgía la reacción y se sumía en la más profunda desdicha al saber que, por muchos argumentos que él tuviera, les sería imposible casarse.

«Lo salvé de una maldición», se repetía una y otra vez. «¿Cómo voy a provocar que una más caiga sobre él?».

Como desde siempre Delphine le infundiera un gran temor, sentía que cualquier maldición que ella lanzara sobre el duque, sin duda tendría efecto.

Y, de todas maneras, sabía que viviría siempre bajo ese temor y eso, sin duda, arruinaría la felicidad de ambos.

«¡Lo amo, lo amo!», se dijo entristecida. «Pero las palabras que pronuncié en mi papel de no-me-olvides se volverán verdad y él me olvidará».

Le pareció a Nerissa que sólo había dos personas que eran muy felices y una de ellas era su padre.

Disfrutaba de cada instante de su recorrido por Lyn y sólo se quejaba de tener que hacerlo con premura. Habían tardado cuarenta años en construir la mansión, por lo tanto, no era de esperarse que pudiera apreciarse en el mismo número, pero de horas.

Y si él estaba fascinado, Harry, debido a la promesa que le hiciera el duque, estaba tan eufórico que hizo reír a todos durante el almuerzo y la cena.

El grupo que quedaba para esa noche era mucho más reducido y la mayoría de los hombres eran amigos muy cercanos del duque y quienes, le pareció a Nerissa, deseaban con sinceridad la felicidad de él.

Delphine, por alguna razón que Nerissa ignoraba, estaba molesta con el duque y aunque al principio y aunque al principio le hacía mohines y se quejaba con él en voz baja, para los postres dedicaba sus esfuerzos en ponerlo celoso, por lo que coqueteaba descaradamente con Lord Locke.

Nerissa estaba segura de que este de verdad amaba a su hermana y consideró una crueldad de Delphine usarlo como arma contra otro hombre.

El duque había organizado una velada musical con un grupo local de gran habilidad con las armónicas, flautas y campanillas, para amenizar la reunión.

En cualquier otra ocasión, Nerissa habría disfrutado de algo tan novedoso.

Pero ahora sólo sentía que los minutos volaban. Al día siguiente se iban a marchar e ignoraba si el duque habría planeado algo para que se vieran de nuevo.

Se preguntó si no habría aceptado al fin lo que ella le dijera la noche anterior y había decidido que no tenía objeto discutirlo más.

Por fin, aunque era demasiado temprano, Marcus Stanley anunció que se retiraba a dormir y el duque sugirió que todos hicieran lo mismo.

Sólo por un instante, cuando Nerissa le tomó la mano para despedirse, percibió las vibraciones amorosas de él dirigirse a ella, pero como temía que Delphine la viera, no se atrevió a levantar la mirada.

Con la cabeza baja subió por la escalera detrás de su padre.

Una vez más, el duque se quedó solo cuando todos sus huéspedes se retiraron, pero entonces no salió, como la noche anterior.

En cambio, se encaminó hacia las habitaciones de la duquesa, entró en el vestidor y se dirigió al gabinete para abrir el compartimento secreto.

Le tomó un poco de tiempo encontrar el resorte oculto y presionarlo en la forma debida para que se abriera el cajón, donde permanecía oculta la guirnalda.

Instantes después salió para dirigirse hacia su dormitorio y por el amplio corredor llegó hasta la puerta junto a la cual recogiera la rosa la noche anterior.

Afuera no había ninguna rosa y, sin llamar, abrió la puerta y entró.

Sólo había dos velas encendidas en el bello dormitorio, pero daban suficiente luz para que el duque pudiera ver a Delphine, cubierta sólo por un diáfano camisón, en los brazos de Lord Locke.

Él la besaba apasionadamente y pasaron uno o dos segundos antes de que se percataran de que no estaban solos.

Después se provocó un violento intercambio de palabras en que el duque reprochó a Lord Locke su comportamiento incorrecto y éste se consideró ofendido.

Mientras ambos se insultaban, Delphine intentó, sin lograrlo, que se calmaran.

De pronto, Lord Locke exclamó con voz que resonó en la habitación:

—¡Exijo una satisfacción, Lynchester! ¡No permitiré que ningún hombre me hable como lo hace usted!

—Estoy dispuesto a dársela. Ya es hora de que reciba una buena lección de modales.

—¿Cuándo y dónde? —preguntó Lord Locke con los dientes apretados.

—No tengo intenciones de esperar hasta el amanecer. Nos batiremos ahora mismo en la escuela de equitación y ya verá que una bala en el brazo calmará su vehemencia durante varias semanas.

—Eso está por verse, pero acepto su reto —respondió Lord Locke.

—Nos encontraremos dentro de una hora y como no deseo que mucha gente se involucre en este asunto, sugiero que nos baste con un padrino para cada uno. Yo elijo a Charles Seeham, Wilterham puede ser el árbitro y el doctor, Lionel Hampton.

—¡Lo felicito por su eficiencia! —vociferó sarcástico Lord Locke.

Sin embargo, Delphine lanzó un grito de horror.

—¡No, no pueden hacerlo! ¡No deben batirse por mí! ¡Piensen en el escándalo en que me veré envuelta! ¡No voy a permitírselo!

—Es imposible que lo impida —indicó el duque—, y como la considero la culpable de la situación, Delphine, sugiero que asista como espectadora.

—¡Por supuesto que iré! ¡Creo que el comportamiento de ambos es abominable! ¡Y ambos deben jurar que, sin importar el resultado, ninguno lo comentará!

—Creo que ambos sabemos cómo comportarnos respecto a usted —dijo el duque—. ¡Al menos, yo sí!

—¡Me insulta una vez más! —exclamó indignado Lord Locke—. Me aseguraré, Lynchester, de que sea el brazo de usted el que termine en cabestrillo y será por meses, no por semanas.

El duque se limitó a hacer una inclinación de cabeza irónica y al salir dijo:

—Todo estará dispuesto, ¡sea puntual!

En cuanto se fue, Delphine se aferró a Lord Locke.

—¡No debes hacerlo! ¡No puedes batirte con él, Anthony, ya sabes cuán buen tirador es!

—¡No mejor que yo! ¿Cómo se atrevió a insultarme así? ¡Y a entrar en tu dormitorio sin anunciarse!

—Te suplico que desistas… —rogó Delphine.

Pero Lord Locke se zafó de sus brazos y, como el duque, salió de la habitación con una actitud reveladora de que no tenía ninguna intención de acceder a sus súplicas.

Con rapidez, Delphine se visitó, se puso una capa sobre el vestido, bajó por la escalera y por una puerta lateral salió de la casa hacia el lugar del encuentro.

Era una construcción que despertara la admiración en Marcus Stanley.

Al entrar encontró que ambos contendientes ya estaban ahí con sus padrinos, Lord John Fellowes y Sir Charles Seeham, y Lord Wilterham, quien sería el árbitro.

Estaban reunidos al centro y cuando el duque vio a Delphine se acercó a ella para conducirla hacia donde estaban las gradas destinadas a los espectadores.

—Desde aquí podrá verme dar a Locke una lección que no olvidará en mucho tiempo.

—Sería mucho más sensato —respondió con frialdad Delphine—, que los dos dejaran de hacer esto y poner en entredicho mi reputación.

—Eso es algo que ninguno de los dos podemos hacer. Y, por supuesto, sé que me deseará buena suerte.

—Sí… por supuesto, pero le ruego que no le haga daño a Anthony.

—¡Espero que le diga lo mismo a él! —respondió con sarcasmo el duque.

Rozó con los labios la mano de Delphine y se alejó para reunirse con los demás.

Lord Wilterham se hizo cargo de su papel como árbitro.

—Ambos conocen las reglas. Contaré en voz alta hasta diez, durante ese tiempo se alejarán uno del otro diez pasos. Enseguida se vuelven y disparan.

No había necesidad de que el duque o Lord Locke respondieran.

Los dos habían tomado parte en varios duelos y el duque jamás había resultado vencido.

Los padrinos se colocaron en sus lugares, a cada extremo de la pista.

En cuanto Lord Wilterham empezó a contar, el duque y Lord Locke, que permanecían de espaldas uno al otro, iniciaron el conteo de sus pasos.

—… siete… ocho… nueve… diez… ¡Fuego!

Ambos se volvieron, se escucharon dos tiros que hicieron eco en el alto techo del edificio.

Con lentitud, tanta que era difícil creer que sucedía, Lord Locke se desplomó al suelo.

El duque permaneció inmóvil mientras observaba, incrédulo, a su oponente; de pronto, John Fellowes, el padrino de Lord Locke, corrió hacia él.

—¡Le dio en el corazón, Talbot!

—¡Es imposible! —exclamó el duque.

—No, es la verdad. Debió ponerse frente a usted al disparar y creo que está muerto.

El duque quedó petrificado por el asombro.

A la vez, su propio padrino, Charles Seeham, quien se había inclinado para revisar a Lord Locke, acudió a él.

—¡Lo mataste, Talbot! Aún vive, pero Hampton afirma que sólo durará unos minutos. ¡Tendrás que abandonar el país lo más rápido posible o te arrestarán y someterán a juicio!

El duque apretó los labios, pero no dijo nada y Charles Seeham, añadió:

—¡Es lo único que puedes hacer! ¡No puedes arriesgarte a que te arresten, y se vea involucrada Delphine Bramwell!

Delphine, que había bajado de las gradas, se acercó.

—¿Qué sucede, está herido Anthony?

—Me temo que morirá en cualquier momento —repuso Charles Seeham con tono apesadumbrado.

—¡Oh, Dios mío, no! ¡No lo creo! ¿Cómo puede decir tal cosa? ¡Debo ir y verlo yo misma!

—No, Delphine, no vaya. —Charles Seeham la detuvo cuando estuvo a punto de correr—, no es algo que una mujer deba ver. ¡La bala le dio en el corazón!

—¿Cómo fue capaz de hacer eso? —preguntó Delphine en voz baja al duque.

—Debe saber que no era mi intención —contestó él.

—Todos lo sabemos —afirmó Charles Seeham—, pero sucedió. Debe irse, Talbot. Piense en su familia, piense en Delphine y huya. ¡Por amor de Dios, hágalo!

—Supongo que es lo único que puedo hacer —admitió el duque.

Se acercó a Delphine, la tomó de la mano y la condujo hacia la entrada de la escuela de equitación, mientras los demás se reunían alrededor de Anthony Locke, a quien atendía el doctor.

Cuando llegaron al umbral, el duque explicó:

—Comprenderá, Delphine, que tanto por su bien como por el mío, debo exiliarme. De esa forma no habrá escándalo y para cuando pueda yo volver, se habrá olvidado lo sucedido.

Delphine estaba muy pálida y, mientras el duque le hablaba, miraba por encima de su hombro hacia el centro de la escuela de equitación.

—Deseo preguntarle algo, Delphine —dijo con voz muy suave el duque—. ¿Vendrá conmigo?

—¿Con… usted?

—Le pido que se case conmigo. Tendremos que vivir en el extranjero durante tres años o más, pero estoy seguro de que encontraremos la forma de disfrutar la vida.

—¿Tres años? —exclamó horrorizada Delphine—. ¿Tanto tiempo?

—De tres a seis, es el lapso acostumbrado en estas circunstancias y es imposible que sean menos de tres.

Delphine lo miró con ojos oscuros de terror.

Cuando iba a contestar, Charles Seeham regresó.

—Wilterham me envió a prevenirlo para que no pierda más tiempo —habló al duque—. Dice que tendré que informar de lo sucedido a primera hora de la mañana y para entonces ya deberá haber cruzado usted el canal.

—¿No hay probabilidades de que Locke sobreviva? —preguntó el duque.

—Una entre un millón —respondió Charles Seeham.

—Dígale a Wilterham que partiré enseguida.

Charles Deeham se alejó apresurado y el duque se volvió hacia Delphine.

—¿Cuál es su respuesta, Delphine?

Ella suspiró.

—Lo lamento, Talbot. Sabe que deseaba casarme con usted, pero no así, no en el exilio, lejos de todo lo que me importa.

—Comprendo y lo lamento, Delphine. Una vez que yo me vaya, debe negar que sabe algo de lo sucedido o que estuvo involucrada en algún sentido.

—Tendré mucho cuidado con ello —respondió ella con voz dura y el duque se alejó.

Ya en la casa, subió con rapidez por la escalera y siguió por el corredor hacia el dormitorio de Nerissa.

Abrió la puerta con suavidad y a la luz de una vela vio que Nerissa, arrodillada junto a su cama, oraba.

Absorta en sus oraciones, no lo escuchó entrar.

De pronto, como si fuera su presencia y no algún ruido lo que la pusiera alerta, volvió la cabeza.

Sorprendida y a la vez incapaz de evitar que un destello de alegría iluminara su rostro, se incorporó con suavidad mientras el duque cerraba la puerta, se acercaba a ella y le tomaba la mano.

—Escucha, mi amor. Me batí a duelo con Anthony Locke y por accidente, ¡te juro que no fue intencional, le provoqué una herida mortal

Nerissa no pudo contener una exclamación de horror.

—¡Mortal!

—Aún vive, pero Hampton piensa que no durará mucho tiempo con vida.

—¡Oh… qué… terrible! —murmuró Nerissa.

—Comprenderás que, en tales circunstancias, para evitar el escándalo que se provocaría si me arrestan, tengo que irme al exilio y te pido que vengas conmigo.

Por un momento, los ojos de Nerissa se iluminaron. Entonces dijo, casi entre dientes:

—¡Pero… Delphine!

—Como el duelo fue provocado por ella, le pedí que fuera mi esposa y huyera conmigo, pero se rehusó.

Nerissa contuvo el aliento.

—¿Se… rehusó?

—Dijo que no podría soportar un exilio de tres años lejos de todo lo que le importa.

La luz volvió a los ojos de Nerissa, como si mil velas ardieran detrás de ellos.

—¿Así que puedo irme contigo?

—Te pido de rodillas que lo hagas.

—¡Oh… Talbot!

Sus palabras fueron un grito de felicidad.

Él no la besó, sólo dijo:

—No hay tiempo que perder. Nos iremos lo más rápido posible. Vístete y enviaré a alguien a recoger tu equipaje.

La miró unos segundos, se fue y Nerissa quedó sola.

Por un momento casi no pudo creer lo que sucedía. Pero comprendió que ambos eran libres para amarse y que nada más importaba.

Empezó a vestirse apresuradamente. Como había avisado a Mary que se marcharía al día siguiente, todo estaba empacado, excepto el vestido que usara para la cena.

En el guardarropa permanecía colgado el traje de viaje con el que llegara a Lyn.

Ya se ataba las cintas del sobrero cuando llamaron a su puerta y entró Banks, el ayuda de cámara del duque, seguido de un sirviente.

—¿Está dispuesto su equipaje, señorita? —preguntó.

—Sólo tienen que amarrarlo —respondió Nerissa.

—Su señoría la espera abajo, señorita.

Nerissa miró a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba algo y después, como si tuviera alas en los pies, corrió para reunirse con el duque.

Él también se había cambiado de ropa y ya los esperaba su carruaje tirado por seis caballos y dos jinetes de escolta.

No había nadie para despedirlos y el duque tomó de la mano a Nerissa para conducirla hacia el carruaje.

Mientras se alejaban, ella apenas podía dar crédito a lo que sucedía, temía encontrarse en un sueño que podría convertirse en pesadilla.

De pronto, sintió el roce de los dedos del duque en los de ella, y entonces comprendió que al fin estaban solos.

Cuando ya cruzaban el gran portón de hierro, lanzó una exclamación casi incoherente:

—¡Debí… escribir… una nota para… papá y decirle… lo que… sucedió!

—Yo pensé en ello —sonrió el duque—, y no sólo dejé una carta para él, sino otra para Harry.

—Piensas… en todo.

—Pienso en ti y en lo mucho que te amo.

La rodeó con un brazo al decirlo y la aproximó hacia él.

Por un momento ninguno de los dos habló; y, con la mano libre, él desató las cintas de su sombrero, se lo quitó y lo arrojó al asiento de enfrente.

Mientras ella reclinaba su cabeza en el hombro de él, el duque preguntó:

—¿Estás segura, amadísima mía, de que no lamentarás huir conmigo así, de improviso? ¿Te das cuenta de que si Locke muere vivirás lejos de Inglaterra por lo que puede ser mucho tiempo?

—No me importa en dónde estemos… si puedo estar contigo… pero me preocupará… que te aburras… si estás solo… conmigo.

El duque no respondió, pero la besó y ya no hubo necesidad de palabras.

* * *

Llegaron a Dover cuando el sol empezaba a levantarse sobre el horizonte.

Era una distancia de menos de cuarenta kilómetros desde Lyn y los soberbios caballos del duque la habían recorrido en tiempo récord.

Nerissa supuso que se dirigirían directo al muelle, donde el duque le había dicho que los esperaba su yate.

—¿El capitán te espera?

—Envié un mensajero para avisarle, pero de cualquier modo, tienen órdenes de estar siempre listos a zarpar en cualquier momento. Así que, en cuanto abordemos, no habrá demoras y navegaremos hacia la costa de Francia, donde estaremos a salvo.

—Es todo… lo que… importa —repuso Nerissa en voz muy baja.

—Pero primero debemos hacer algo —intervino el duque.

Antes de que ella pudiera preguntar qué era, los caballos se detuvieron y, por la ventanilla, ella vio que estaba afuera de una pequeña capilla situada en un extremo del muelle.

Miró sorprendida al duque, quien le explicó:

—Aquí es donde rezan los marineros antes de hacerse a la mar, y sus esposas para que regresen a salvo. Considero, mi amor, que te parecerá una atmósfera adecuada para que nos casemos.

Nerissa lo miró, incrédula, y se sorprendió aún más cuando él abrió un estuche de piel que se encontraba en el asiento del carruaje y de él sacó la guirnalda de diamantes de la duquesa y un exquisito velo de encaje.

Con extrema ternura, el duque colocó el velo sobre la cabeza de Nerissa y después, para sujetarlo, la guirnalda.

Se abrió la puerta del carruaje y se dirigieron hacia la capilla.

Al acercarse a la puerta abierta, Nerissa pudo escuchar la suave música del órgano.

El interior de la capilla estaba en penumbra y sólo la iluminaban seis velas encendidas junto al altar, frente al cual los esperaba un clérigo con casulla blanca.

Al levantar la vista, Nerissa vio que del techo colgaban redes de pescadores y percibió la atmósfera de santidad que la hizo vibrar con verdadera devoción.

El duque le quitó la capa de viaje y la dejó sobre el respaldo de un asiento cercano.

Mientras caminaban por la nave central, comprendió que con su vestido blanco, el velo que flotaba desde su cabeza al suelo y el brillo de los diamantes, era la novia que él siempre deseara.

Sintió que, aunque la capilla parecía desierta, ahí estaban los espíritus de quienes los amaban y no desearían que se casaran sin sus bendiciones.

Nerissa estaba segura de que también se encontraban los espíritus de sus respectivas madres.

La desdichada duquesa, que identificara en su sueño, asimismo se hallaba presente, pero después de haber encontrado la guirnalda y la maldición cesado, aparecía feliz y en paz; ya podría desprenderse de la tierra para reunirse con el marido que amaba y que la amaba también.

Mientras el sacerdote los casaba, comprendió que habían sido bendecidos, como pocas parejas, con un amor que había soportado muchos sacrificios y que continuaría durante la eternidad.

Las notas del órgano los acompañaron durante su recorrido de regreso por la nave central de la iglesia y al llegar a la puerta, la luz del sol deslumbró a Nerissa, quien comprendió que era un símbolo de la felicidad que alcanzarían juntos.

En unos minutos más, el carruaje los había conducido al yate del duque, que era mucho mayor de lo que ella supusiera.

Entonces, tal como el duque lo dijera, en cuanto subieron, el yate inició su lenta marcha con la marea matutina.

Él no le permitió ver cómo desaparecía la costa de Inglaterra mientras se dirigían hacia la de Francia.

La condujo hacia el más cómodo y atractivo camarote que pudiera imaginar y le pidió que se durmiera.

—Has estado sometida a mucha presión y tenemos todo el futuro por delante. Ahora deseo que descanses. Cuando despiertes hablaremos de nosotros.

Ella intentó protestar, pero a la vez se sentía muy cansada.

Todo había sido tan dramático e inesperado, que la noche anterior, emocionada por los besos del duque, no logró conciliar el sueño.

Ahora, él no la besó apasionado, sino con inmensa ternura, como si fuera una joya tan delicada como valiosa.

Y casi antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, se encontró sola en el camarote.

Como deseaba complacerlo, se entregó al reposo.

* * *

—¿Te das cuenta de que hoy cumplimos una semana de casados?

—¡Yo pensé que era mucho más tiempo! —contestó el duque.

Nerissa iba a protestar, pero advirtió que bromeaba.

—¿Qué piensas de esa semana? —preguntó él.

Permanecían, uno al lado del otro, en el enorme lecho que casi llenaba el camarote nupcial.

Nerissa se volvió para acercarse más a él, quien la abrazó tan fuerte que apenas le permitía respirar.

—Debes estar cansado de escuchar que lo repito tantas veces —respondió—, pero… ¡Te amo!

—Háblame de tu amor —le pidió el duque.

Nerissa lanzó un breve suspiro.

—Cada noche, después de pasar el día juntos, he sentido que sería imposible amarte más; sin embargo, cada mañana, al despertar, comprendo que has logrado incrementar el amor que siento por ti.

—¿Es verdad eso?

Nerissa, al verlo, pensó que la felicidad lo hacía parecer más joven y apuesto que antes.

Ya no tenía ese rictus sarcástico ni un tono despectivo de voz.

Todo lo que hacía o hablaba parecía vibrar con ese amor que, como ella dijera, se incrementaba a cada momento que pasaban juntos, hasta hacerla sentir que sería imposible que una pareja pudiera gozar de un mayor embeleso.

—Es divertido detenernos en esos pequeños muelles franceses —continuó Nerissa como si hablara con ella misma—, y bajar a tierra para disfrutar de su excelente cocina. El único problema es que, cuando estoy contigo me resulta difícil concentrarme en lo que como, sólo puedo pensar en los excitantes que son tus besos.

—Me alegra que no te aburras de ellos, porque tengo muchos más que darte —respondió el duque.

Y la besó, primero con ternura y después, con pasión.

—¿Qué puede ser más excitante? —preguntó—. Cuando te vi por primera vez, mi amor, supe que eras hermosa, pero ahora eres mucho más adorable. Creo que se debe a que te has convertido en mujer.

Nerissa se ruborizó al escucharlo y él agregó:

—Tal vez te sientas confusa, pero creo, mi amada, que cuando te enseño a amar te hago sentir como una mujer.

—Me enseñas tantas cosas que deseo aprender más y más y, en especial, cómo hacer que… me ames.

—¿Dudas de que te ame?

—Espero que me ames como a nadie… pero, mi amor, tengo que compensarte de tantas cosas, y más que nada, de Lyn.

Lo dijo con voz temblorosa porque siempre temía que él añorara su ducado y sentía que por incitante que fuera su vida en común, nunca sería lo mismo que estar en la mansión que él amaba y a la que pertenecía.

—Estoy seguro de que todo en Lyn marcha bien. Le encargué a tu hermano que ejercitara mis caballos, tarea que sin duda le complacerá cumplir, y que no se marcharan hasta que tu padre reuniera toda la información que requiere para su libro.

—Veo que piensas en todo… eres tan generoso…

—También ordené a mi administrado que cuando decidan marcharse, les envíen dos sirvientes para que los atiendan en El Refugio de la Reina.

Nerissa ocultó el rostro en el cuello de él.

—Me haces sentir avergonzada de no haberme preocupado más por papá, pero me resulta tan difícil pensar… en algo que no… seas tú.

—Es por eso que, con todo egoísmo y para evitarte problemas, yo me ocupé con gusto de ellos. Si vas a preocuparte de alguien, ¡será sólo de mí, es una orden!

—Me preocupan… tu bienestar y tu dicha.

—Muy bien. Deseo que te concentres en mí y me pondré muy celoso de lo contrario.

—Me sería imposible no hacerlo.

Nerissa se refugió en sus brazos mientras agregaba:

—Puede parecer… inexplicable… pero nunca te pregunté acerca… del duelo y por qué… se provocó.

—No quiero hablar de ello, pero como estoy seguro de que sientes la misma curiosidad que yo por lo que acontece en Lyn, navegamos camino a Calais, donde ordené a mi secretario que se reúna conmigo. Debe haber cruzado el canal esta mañana, por lo que traerá noticias muy recientes.

De pronto, a Nerissa la invadió el temor:

—¿No temes… que te arresten… y te lleven de regreso… a Inglaterra?

—No podían hacerlo mientras me encuentre el suelo extranjero. Ninguna orden de una autoridad inglesa tiene validez al otro lado del canal. Así que no te preocupes, vida mía. Deja que yo resuelva esas cosas. Pero sé que compartes conmigo la inquietud de lo que sucede en nuestra ausencia.

Nerissa no quiso confesar que era tan feliz a su lado, que no había distraído un solo minuto de su pensamiento al caos que dejaran en Lyn.

Debió ser una desagradable sorpresa para todos descubrir por la mañana que el duque había desaparecido y hasta que pensó en ello, sintió un cierto temor a que, aunque Delphine se hubiera rehusado a acompañarlo, estuviera muy indignada de que en su lugar se la hubiera llevado a ella.

Pero no quiso inquietar al duque con sus pensamientos y charló muy poco hasta que el yate llegó a Calais.

El duque bajó a tierra solo.

Nerissa comprendió que deseaba protegerla del impacto emocional que le causaría cualquier mala noticia y que prefería decírsela él mismo cuando regresara.

Pero se sentía muy perturbada y con un esfuerzo intentó concentrarse en su contemplación del mar.

Ya era casi la hora del almuerzo cuando el duque regresó y Nerissa corrió hacia él.

Advirtió, antes de que él hablara, que se sentía feliz y todo marchaba bien.

—¿Buenas… noticias?

—Muy buenas.

Se sentaron en una banca de madera y el duque le tomó las manos entre las suyas mientras decía:

—Mi amor, por un milagro, Anthony Locke salvó la vida y se recupera de su herida.

—¿Se salvó? —Logró susurrar Nerissa.

—Así es. Eso significa que cuando queramos, o sea cuando terminemos nuestra luna de miel, podremos volver a casa.

Nerissa lo miró, incrédula.

De pronto, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y ocultó el rostro en él.

—¿Lloras, mi amor?

—Son lágrimas… de felicidad. Recé… recé con desesperación… porque las cosas… no fueran tan nefastas… como parecían y que no… tuvieras que… padecer tan largo… exilio.

—Tus oraciones fueron escuchadas y no puedo permitir que llores. Deseo que rías y seas feliz por el resto de nuestra vida conyugal.

La besó hasta hacerla sonreír y cuando ella se dispuso para subir a almorzar, el duque se dirigió a cubierta para mirar el canal que había entre Francia e Inglaterra.

Pensó que en tres semanas, o quizá en un mes, llevaría a Nerissa a casa.

Ella jamás sabría el cuidado con qué y Anthony Locke habían planeado todo el episodio. Se habían jurado que nadie, excepto los pocos amigos que desempeñaron sus fingidos papeles en el duelo, conocerían la verdad.

Lord Locke admitió ante el duque que estaba muy enamorado de Delphine y ella de él, pero que no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera una casa.

El duque le dijo entonces que hacía ya tiempo que pensaba que como Locke era un experimentado jinete, podría, si le complacía, administrar sus cuadras de caballos de carreras.

—El empleo incluye una casa en Newmarket y si te pago un salario elevado para que puedas sostener casa en Londres, creo que Delphine se sentirá complacida.

Lord Locke estaba seguro de que, aunque la adulación había convertido a Delphine en una mujer frívola, bajo tales condiciones sería capaz de hacerla sentir feliz y, por lo tanto, estuvo de acuerdo con todo lo que el duque le sugirió.

Eso incluía un duelo con balas de salva por el cual el duque tendría que partir al exilio y Anthony Locke quedaría a las puertas de la muerte.

Se había planeado todo con detalle para que nadie sospechara jamás que todo había sido una farsa, incluso la cicatriz que con gran habilidad Lionel Hampton hizo sobre el corazón de Lord Locke.

El secretario del duque le informó, por lo tanto, que el supuesto enfermo estaba mucho mejor de lo que se habría esperado en tales circunstancias y que él y Lady Bramwell planeaban casarse dos semanas después.

El duque les había enviado sus felicitaciones y sabía que cuando dijera a Nerissa que su hermana estaba a punto de realizar una feliz unión, desaparecería la última nube de su cielo.

«¡Fui muy inteligente!», se dijo complacido. «Y a la vez, reconozco que fue el hecho de que Nerissa encontrara la guirnalda de la duquesa, lo que eliminó la maldición que siempre amenazó a los duques de Lynchester».

Era un relato fascinante, pensó, que nunca podría publicarse, porque su actuación en el duelo con Lord Locke, debería permanecer por siempre ignorada.

Asimismo, sentía una profunda gratitud de que todo hubiera transcurrido tan bien y sabía que Nerissa, con su dulzura, su pureza y su sensibilidad exquisitas, iniciaría una era de felicidad en Lyn.

Ansió jamás volver a tener que sufrir el suspenso de su jugada desesperada, cuando apostó cuanto le importaba, al pedir a Delphine que se casara con él.

¡Gracias a Dios que se había rehusado y él había ganado el juego!

No fue sino hasta esa noche, un poco más tarde, después de que se besaron bajo las estrellas y bajaron a su camarote porque deseaban estar aún más unidos, cuando el duque, con Nerissa en sus brazos, dijo:

—Tengo que decirte, mi amor, que creo que te complacerá.

—¿Qué es? Todo el día sentí que me ocultabas algo.

—¡Te prohíbo que me leas el pensamiento! Eres demasiado perceptiva y empiezo a temer que seas una bruja.

—Si soy perceptiva es sólo porque te amo y mi amor me hace notar cada inflexión de tu voz y leer la expresión de tus ojos.

—Me sentiría mal si no me sucediera lo mismo contigo.

La besó en la frente y añadió:

—¿Quieres escuchar lo que tengo que decirte?

—Por supuesto. ¿Es algo bonito?

—Creo que así te parecerá. Tu hermana se casa con Anthony Locke.

Nerissa lanzó una exclamación que resonó en el camarote.

—¡Es lo que yo pensaba! Sabía que él la amaba tanto como ella a él… pero su ambición era convertirse en duquesa.

—Quizá ya descubrió que el amor es algo mucho más valioso que una coronita de duquesa.

—Me alegro… me alegro mucho y ahora no temeré encontrarme con ella cuando volvamos a casa.

—No permitiré que temas a nadie ni a nada. Todos nuestros temores y preocupaciones quedaron atrás y tu único deber, bien mío, es hacer extensivo el amor que me has dado a todos en Lyn y a quienes acudan a nosotros.

—La convertiremos en una mansión de amor, pero sólo podremos lograrlo… si no dejamos de amarnos… como nos amamos ahora.

—Es lo que me propongo conseguir.

El duque se incorporó y se reclinó sobre un codo para mirarla bajo la luz de la vela que ardía junto a la cama.

—Pensaba hoy —dijo muy serio—, que soy el hombre más afortunado de este planeta por haberte encontrado. ¡Si tu hermana no hubiera deseado mostrarme su antigua casa isabelina y presentarme a su distinguido padre, pude no haberse conocido nunca!

Nerissa lanzó una exclamación ambigua.

—Oh, mi amor, yo podría haber pasado toda mi vida sin saber que existías, excepto por lo que Harry me había comentado acerca de ti. Y me comentó que eras «un diablo con las mujeres».

El duque se rió.

—Eso pudo ser verdad en el pasado, pero ahora, en ese aspecto, soy un casto y nadie podría representar una tentación para mí, por mucho que lo intentara.

—¿Estás… seguro… de eso?

—¡En lo absoluto! ¡Sólo podría tentarme la única mujer que para mí es tan fascinante y adorable y que me satisface de forma tal, que me es imposible adivinar a ninguna otra en el mundo!

Nerissa lanzó una exclamación de placer.

—Oh, mi amor, es lo que deseaba que dijeras. No podría soportar sentir celos de todas esas bellas mujeres que te coqueteaban y me hacían sentir tan insignificante, como una pequeña no-me-olvides.

Los labios del duque estaban muy cerca de los de ella y sus manos la acariciaban al preguntar:

—¿De verdad crees que podría olvidarte? ¿Crees que alguien más podría hacerme sentir como me siento ahora?

—¿Cómo… te… sientes?

—Muy apasionado y atraído de manera irresistible por la mujer más hermosa que jamás he visto.

No esperó que ella contestara, sus labios se unieron mientras un fuego se encendía en su interior y al sentir las llamas que surgían en Nerissa, comprendió que ya se habían convertido en un solo ser.

Era un éxtasis humano y espiritual muy diferente a cuantos él conociera antes y los elevó a un reino de amor inmarcesible y sagrado.

FIN