Capítulo 1
1818
-¡Estás retrasado! —exclamó Nerissa a su hermano al verlo entrar y dejar su fuete sobre una silla.
—Lo sé, discúlpame. Montaba un animal bastante bueno y traté de disfrutarlo al máximo.
Nerissa sonrió.
Sabía que tener un caballo de montar, de cualquier tipo, era el mayor placer para Harry.
Algunas veces, mientras se afanaba con las tareas de la casa o con la estufa de la cocina, ya casi inservible, y con muchos otros problemas cotidianos, solía imaginarse que una de las obras de su padre, de pronto, se convertía en un éxito de librería y de la noche a la mañana, lo tornaba en un hombre famoso y rico.
Era un sueño tan imposible que se reía de ella misma por ser tan infantil y, sin embargo, más que nada anhelaba que Harry tuviera los caballos que quería y ropa para vestir tan elegante y a la moda como sus amigos de Oxford.
Y nadie podría ser más apuesto, pensó, a pesar de que lucía una gastada chaqueta de montar que ella había remendado hasta agotar los restos de la tela original.
Y no era sorprendente, puesto que su padre, aun cuando ya estaba canoso y con marcadas arrugas en el rostro, todavía era un hombre bien parecido.
Algunas veces, Nerissa se preguntó cómo era que, después de la muerte de su madre, ninguna mujer había intentado conquistarlo.
Rió una vez más de sus fantasías, porque era imposible que Marcus Stanley se diera cuenta de que había mujeres en el mundo por estar siempre ensimismado en sus libros que examinaban y relataban el desarrollo de la arquitectura en Inglaterra.
Harry reconocía con toda franqueza que no tenía la capacidad suficiente para comprender los trabajos de su padre y aun cuando Nerissa lo amaba, en ocasiones le parecían muy aburridas las largas descripciones que en ellos hacía.
No obstante, la Sociedad de Arquitectura aclamaba tales obras, aun cuando su venta alcanzaba cifras tan ínfimas, que el ingreso derivado de ellas era prácticamente inexistente.
Sin embargo, al sacudirlos, ella se sentía muy orgullosa de la larga fila de volúmenes escritos por su padre.
Harry se quitaba las botas de montar, que estaban cubiertas de lodo y Nerissa le recordó:
—Espero que no hayas olvidado agradecer al granjero Jackson que te permitiera montar uno de sus caballos.
—¡Él me lo agradeció a mí! —contestó Harry—. Me dijo que esperaba con impaciencia a que yo volviera a casa, pues sabía que yo sería el único capaz de domar a ese animal.
Nerissa observó el barro de sus botas y de sus pantalones y su hermano adivinó sus pensamientos.
—Sí, está bien. Me tiró dos veces. La segunda me costó bastante trabajo montarlo de nuevo, pero, para cuando lo llevé de regreso a la granja, ya empezaba a comprender quién era el amo.
La animación que denotaba su voz, no pasó inadvertida a Nerissa.
—Baja al comedor en cuanto te laves, yo avisaré a papá que el almuerzo está dispuesto, ¡aun cuando hace una hora que lo está!
—Supongo que él ni se dará cuenta de la hora —comentó Harry y Nerissa comprendió que era la verdad.
Entró en la cocina donde percibió el aroma del asado de conejo y vio que una mujer de manos artríticas sacaba los platos calientes del horno.
—Permítame que yo lo haga, señora Cosnet —indicó con rapidez y recordó la gran cantidad de utensilios que ya había roto.
Llevó los platos al comedor, regresó a apagar la estufa y a poner el asado en una fuente de porcelana.
Después de dejarla en la mesa se dirigió al estudio donde solía trabajar su padre.
—Ya está listo el almuerzo, papá, y apresúrate porque Harry está hambriento.
—¡Ya es la hora del almuerzo! —exclamó asombrado su padre.
Nerissa resistió la tentación de responder que ya había pasado y que si Harry tenía hambre, ella también.
Renuente a separarse del manuscrito que escribía con referencias de un libro que tenía sobre su escritorio, Marcus Stanley se incorporó y siguió a su hija.
—Trabajaste mucho toda la mañana, papá, será mejor que salgas a dar un paseo después del almuerzo, antes de regresar a tu libro. Sabes que te hace mal no aspirar aire fresco.
—Estoy en la parte más interesante de mi capítulo del período isabelino y, por supuesto, me resulta sencillo mencionar esta casa y describir cómo los ladrillos, a pesar del desgaste natural a través de los años, han desafiado tanto al clima como al paso del tiempo y se encuentran en mejor estado que muchos que se hicieron doscientos años después.
—Lamento mi retraso, papá. —Harry entró en ese momento—, pero disfruté de una espléndida cabalgata en un caballo brioso y salvaje hasta que empecé a dominarlo.
Marcus Stanley miró, reflexivo, el rostro sonriente de su hijo.
—Recuerdo que, a tu edad, un caballo sin domar me resultaba un desafío irresistible.
—Estoy seguro de que aún lo disfrutarías.
Harry tomó el plato que le entregaba su hermana y empezó a comer con buen apetito.
Al observarlo, Nerissa se preguntó, no sin inquietud, si podría arreglárselas, durante las vacaciones universitarias de su hermano, para conseguir víveres suficientes y mantenerlo satisfecho.
Ya era muy difícil, en ausencia de Harry, estirar el reducido presupuesto casero y que era todo lo que su padre podía proporcionarle para cubrir los gastos.
Pero con Harry sería imposible no endeudarse, o todavía peor, temer que su hermano, aunque jamás se quejaba, sufriera hambre.
Para ellos, el conejo constituía el platillo fuerte todo el año, pero pensó que, en breve, los granjeros empezarían a cazar las palomas que destruían las nacientes cosechas y Harry con frecuencia decía cuánto le gustaba cómo las cocinaba ella.
No pudo evitar pensar, con tristeza, que era la época de las ovejas crías, pero hacía mucho tiempo que no disfrutaban de esa carne.
Lo que podía comprar, quizá, sería carne dura de oveja vieja que se conseguía barata porque solía ser muy dura si no se le cocía lo suficiente.
Era una bendición que su madre, que fuera una excelente cocinera, la hubiese enseñado, antes de morir, a preparar los platillos que más gustaban a su padre y a Harry y también a lograr que con pocos elementos pareciera que eran una abundante comida.
Las papas, por supuesto, eran insustituibles, y asadas, fritas, cocidas o salteadas ayudaban a disimular una pequeña porción de carne, cuando no había para comprar más.
—¿No hay más asado, Nerissa? —preguntó su hermano.
—Sí, por supuesto.
Le sirvió lo que restaba en la fuente, excepto un poco que reservó para servir a su padre, quien mantenía la mente en la época isabelina y comía de forma tan automática que ni tan siquiera advertía lo que se llevaba a la boca.
Harry cortó una rebanada de la hogaza de pan para terminarse la salsa del asado.
—¡Qué bueno estuvo! —comentó con deleite—. ¡Nadie cocina mejor el conejo que tú, Nerissa! El que sirven en Oxford es casi incomible.
Su hermana sonrió ante el halago y recogió los platos para llevarlos a la cocina.
Había preparado un budín ligero, esponjoso y dorado. Lo cubrió con mermelada de fresa que ella misma había hecho el año anterior y le agregó la crema que había preparado con la nata de la leche, confiaba en que eso dejaría satisfecho a Harry.
Para terminar la comida sólo quedaba un poco de queso. Nerissa tenía intenciones de ir de compras esa tarde, ya que Harry había comido más de lo que esperaba en el almuerzo del día anterior, muy similar al de ese día.
Después de terminarse su porción de budín, su padre se levantó de la mesa.
—Si me permites, Nerissa, regresaré a mi trabajo.
—¡No, papá! Primero debes hacer un poco de ejercicio, así que te sugiero que camines hasta el fondo de la huerta y veas cómo van esos árboles frutales que plantamos. Recuerda que tenemos que reponer los que perdimos con las tormentas de marzo.
—Sí, por supuesto —accedió su padre.
Apresurado, como si deseara terminar pronto esa tarea que no le agradaba, salió al jardín.
—¡Cómo lo dominas! —se rió Harry.
—¡Es poco saludable para él estar encerrado día y noche en su estudio!
—Tal vez sea malo para su salud, pero lo hace muy feliz.
Después de una breve pausa, Nerissa respondió:
—No estoy muy segura. Con frecuencia siento que añora a mamá con tal intensidad que la única forma de poderla olvidar un poco es concentrarse, con verdadero fanatismo, en lo que escribe.
Harry la miró, perceptivo.
—¡Tú también echas de menos a mamá!
—¡Muchísimo! Nada es igual sin ella. Cuando tú no estás, en ocasiones parece que papá ni recuerda que existo, ¡y siento que casi no puedo soportarlo!
—Lo lamento. No tenía idea de que estuvieras tan sola y supongo que es muy egoísta de mi parte disfrutar de toda la diversión de Oxford, mientras tú vegetas aquí.
—No me importa vegetar, como tú lo llamas. Lo que pasa es que en ocasiones prolongadas suelo no hablar con nadie, sólo cuando bajo a la aldea. Son muy amables conmigo, pero no es lo mismo que estar con mamá y que vinieran personas a visitarla.
—No, por supuesto que no. ¿Qué ha sido de sus amistades?
—A su modo se mostraron bondadosas después de su muerte, pero les gustaba charlar con ella, no con una jovencita de diecisiete años, que era los que yo tenía entonces y aunque se mostraron dispuestos para invitarme a varias fiestas, por lo general no tenía yo en qué ir y, además, ni vestido apropiado.
Después de una pausa de silencio, Harry comentó:
—Sólo me falta un año en Oxford, después podré ganar algo de dinero y nos encontraremos en mejor posición económica. Pues no sería sensato de mi parte salirme antes de obtener mi título.
—¡No, desde luego que no! Es del todo esencial que termines tu curso. ¡Un título profesional es muy importante!
—Me doy cuenta de ello y por eso he estudiado con ahínco este curso. Mis profesores están muy complacidos conmigo.
Nerissa dio vuelta a la mesa para abrazar a su hermano y darle un beso.
—Yo estoy muy orgullosa de ti. No me hagas caso si gruño un poco. Soy muy afortunada al tenerte en casa y, asimismo, de tener a papá, ¡cuando se acuerda que existo!
Harry abrazó a su hermana de la cintura.
—Intentaré pensar en alguna sorpresa para ti —ofreció—, así que será mejor que te hagas un vestido nuevo.
—¡Un vestido nuevo! —exclamó Nerissa—. ¿Cómo crees que voy a conseguir el dinero para pagarlo?
—«Siempre hay una forma», solía decir Nanny tal vez lo mejor que podamos hacer sea ayunar todo un día y con el dinero que ahorremos te podrás vestir, ¡como la Reina de Saba!
—¡Vaya idea! —se rió Nerissa—. Puedo imaginarme el tipo de vestido que lograría hacerme después de ese enorme sacrificio.
—Te diré lo que sugiero… —empezó a decir Harry.
Interrumpió lo que iba a decir porque de pronto llamaron con fuerza en la puerta principal.
Los dos se miraron.
—¿Quién puede ser? Quien sea, parece impaciente. ¿Esperas a alguien con alguna cuenta por cobrar?
—¡No, a nadie! —respondió Nerissa.
Se quitó el delantal que usara para preparar y servir el almuerzo y se dirigió hacia la puerta principal.
Harry no se movió, tomó un poco de pan que había quedado sobre la mesa y se lo llevó a la boca.
Al mismo tiempo escuchó la voz asombrada de su hermana exclamar:
—¡No puede ser, pero lo es! ¡Delphine!
—¡Sabía que te sorprendería verme! —respondió una voz sofisticada y Harry se dirigió al vestíbulo para mirar, atónito, a la mujer que acababa de llegar.
Vestía a la última moda, con un sombrero adornado con pequeñas plumas de avestruz del color de su traje, y cubierta por una capa con orilla de piel.
Ella avanzó unos pasos y al mirar a su alrededor exclamó:
—¡Había olvidado lo reducido que es esto!
—¡Pensamos que nos habías olvidado! —le espetó Harry—. ¿Cómo estás, Delphine, o es una pregunta inútil?
La mujer observó y se fijó en su altura, su apariencia y su corbata mal anudada.
—¡Cómo has crecido, Harry!
—No es de extrañarse, ya que no me has visto durante seis años. Y debo admitir que tú estás muy bien.
—Gracias —respondió Delphine con cierto sarcasmo.
Y, con tono casi brusco, añadió:
—Deseo hablar con ambos y supongo que habrá un lugar donde podamos hacerlo.
—Ven al salón, no ha cambiado nada, con seguridad lo recordarás —dijo Nerissa.
Abrió una puerta al fondo del vestíbulo y entró en una habitación de techo bajo que su madre usaba siempre en las ocasiones especiales.
En él se encontraban sus mejores muebles y las cosas más valiosas que poseían, y los retratos de los Stanley más atractivos colgaban de los muros.
Delphine entró y sus enaguas de costosa seda provocaron un leve crujir al caminar ella.
Se quitó la capa y la entregó a Nerissa antes de sentarse en un sillón junto a la chimenea.
Pero no miró a su hermana, sino a la habitación.
—Está tal como la recuerdo y, por supuesto, parece mejor por la noche, a la luz de las velas.
—No venimos aquí con frecuencia desde la muerte de mamá. Preferimos el estudio de papá y cuando Harry está en casa, optamos por el salón pequeño —comentó Nerissa.
Pero al decirlo pensó que su hermana ni la escuchaba y se preguntó a qué habría ido y por qué aparecía tan de improviso.
Delphine, cuatro años mayor que Harry y cinco que Nerissa, a los dieciocho años se había casado con Lord Bramwell, quien la conociera en una fiesta campestre ofrecida por el Lord Teniente del Condado y se enamoró de ella.
Era un hombre cincuentón y la madre de Delphine manifestó sus dudas respecto a que ese matrimonio le conviniera.
—Debes pensarlo mucho, cariño, porque, después de todo, no has conocido muchos hombres y Lord Bramwell te lleva demasiados años.
—Es rico e importante, mamá, y deseo casarme con él —insistió, obstinada, Delphine.
No escuchó las súplicas de su madre para que lo meditara un tiempo.
Los señores Stanley tuvieron que aceptar lo que su hija deseaba y casi con apresuramiento, Delphine se casó con Lord Bramwell.
Y cuando partió con él en su elegante carruaje tirado por cuatro finísimos caballos, determinó alejar a su familia del marco de su vida.
Al recordarlo, Nerissa apenas podía creer que así sucediera.
En un momento, Delphine era una más de la feliz familia, creía Nerissa, con sus padres y sus hermanos, en su antigua casa isabelina, conocida como El Refugio de la Reina.
Y de pronto, se había desvanecido esa imagen por completo y, por lo que a ellos concernía, parecía no haber existido nunca.
Se encontraba en París cuando, cuatro años más tarde, la señora Stanley murió y no regresó a casa para asistir al funeral.
Escribió a su padre una corta misiva de condolencia bastante escueta, y eso fue todo.
Pero a Nerissa, quien amaba a su hermana porque era parte de su familia, le pareció inconcebible.
Ni la excusa de que Lord Bramwell vivía en Londres y tenía una casa en el campo, en un condado muy distante al de ellos, la consolaba de la pérdida.
—Le escribí para su cumpleaños —comentó en cierta ocasión a Harry—, pero nunca obtuve contestación.
—A Delphine ya no le importamos. Es muy elegante y se le aclama como una de las bellezas de St. James.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Nerissa.
—Mis amigos en Oxford hablan de ella y su nombre siempre aparece en las columnas de sociales. La semana pasada decían que era la más hermosa que había en la Casa Devonshire, que es famosa por reunir a las mujeres más bellas.
Harry se rió y Nerissa comprendió que eso lo divertía.
Pero para ella no sólo era increíble, se sentía lastimada en lo profundo de su ser por la cruel indiferencia de su hermana.
Ahora, al verla, por fin pudo constatar por qué se le aclamaba como la mujer más bella de Londres.
Delphine era preciosa. Su cabello tenía el tono dorado del maíz maduro, sus ojos eran de un intenso azul y su cutis inmaculado.
Era el tipo que Georgina, Duquesa de Devonshire y otras bellas mujeres sobre quienes Harry hacía comentarios y que eran alabadas por los jóvenes que rodeaban al Príncipe Regente.
Estaba más esbelta de lo que la recordaba Nerissa y había aprendido un tipo de movimientos ágiles y seductores con las manos y su largo cuello parecía una exquisitez poco común.
Mientras Harry se sentaba, se hizo una pequeña pausa, hasta que Delphine dijo:
—Pensé que les sorprendería verme, pero regresé porque necesito su ayuda.
—¿Nuestra ayuda? —exclamó Harry—. ¡No puedo imaginar cómo podemos ayudarte! ¡He oído hablar de los caballos de tu esposo y sé que ganó el premio de las Dos mil Guineas hace dos años!
—Mi esposo murió.
—¿Murió? —Nerissa, asombrada, se incorporó de su asiento.
—¿Quieres decir, Delphine, que eres viuda? ¿Por qué nadie nos avisó?
—Supongo que no tienen con qué comprar el periódico —repuso despectivamente Delphine—. Murió hace ya un año y, como pueden ver, ya no estoy de luto.
—Lo lamento —murmuró Nerissa con voz suave—. ¿Lo echas mucho de menos?
—¡Para nada! —replicó con frialdad Delphine—. Por eso necesito su ayuda.
—¿Acaso te dejó sin un centavo? Oh, Delphine, ¿cómo podremos ayudarte?
—No es el caso. Sería inútil venir a pedirles dinero. Y, por cierto, yo soy muy adinerada. Es algo muy diferente.
—¿Qué puede ser? —preguntó Harry—. Y, a decir verdad, Delphine, has herido mucho a Nerissa y a papá al no comunicarte con nosotros durante todo este tiempo.
—Era difícil. A mi esposo no le interesaba mi familia, ¿por qué iba a interesarle?
—Así que te alegraste de deshacerte de nosotros —exclamó con brusquedad Harry.
—No fue así. Pero al iniciar un nuevo tipo de vida, prefería olvidar los sufrimientos del pasado.
—¿Sufrimientos? —preguntó Nerissa.
—El escatimar, el ahorrar, en nunca tener un vestido adecuado, ni lo suficiente para comer —respondió Delphine.
Nerissa contuvo el aliento, pero no dijo nada y si hermana agregó:
—Pero somos de la misma sangre y no creo que se nieguen a hacer lo que deseo.
—Primero indícanos qué es —dijo Harry.
Nerissa percibió que, a pesar de lo que Delphine dijera, temía que necesitara dinero y la única forma posible de ahorrar en la familia era que él abandonara Oxford.
Instintivamente, extendió el brazo hacia su hermano, mientras Delphine anunciaba:
—¡Voy a casarme con el Duque de Lynchester!
Fue el turno de Harry de manifestar su asombro y exclamar:
—¿Lynchester? ¡No lo creo!
—Eso no es muy halagador. Pensé que te sentirías muy orgulloso, si fuera la esposa del Primer Duque de Gran Bretaña, el más importante de toda la nobleza.
—A decir verdad, me parecería un milagro. ¿Cuándo te casas?
Después de una perceptible pausa, Delphine contestó:
—Para ser sincera, aún no me lo ha pedido, pero sé que piensa hacerlo.
—Entonces escucha mi consejo y no cantes victoria antes de tiempo —dijo Harry—. He oído hablar mucho de Lynchester. ¿Quién no? Aun cuando sus caballos son los primeros en llegar a la meta, todavía no hay una mujer capaz de hacerlo llegar hasta el altar.
—Es lo que yo me propongo conseguir —afirmó Delphine con voz dura.
Como si advirtiera que Harry dudaba de su habilidad, lo miró un tanto agresiva y ambos hermanos se cruzaron miradas desafiantes.
A tiempo intervino Nerissa.
—Si el duque te hará feliz, querida, nosotros te deseamos lo mejor y estoy segura de que cuando comentes tu compromiso con papá él se sentirá muy orgulloso.
—También interesado —indicó Harry—, porque Lynchester posee la mejor mansión isabelina de la campiña y corresponde al período del que papá se ocupa en este momento.
—Si es así —respondió con rapidez Delphine—, podría ser de gran ayuda.
—¿Ayuda para qué? —preguntó Nerissa.
—Ahora, intenten comprender lo que voy a decirles. El Duque de Lynchester me ha perseguido desde hace dos meses y pronto me pedirá que sea su esposa.
Lanzó una exclamación de triunfo y prosiguió:
—¡Piensen lo que eso significa! Al estar tan cerca de la Familia Real seré una de las mujeres más importantes del país. La castellana de una docena de mansiones, la mejor de las cuales es Lyn, en Kent. Podré lucir joyas que harán palidecer de envidia a cuanta mujer me vea y pasaré a la historia como la más bella de todas las duquesas de Lynchester.
Con gran suavidad, Nerissa preguntó:
—¿Estás muy enamorada de él?
—¿Enamorada? —Delphine hizo una pausa—. Es un hombre difícil, nunca se sabe lo que piensa, además de ser un completo cínico con tantas mujeres que imploran su atención.
Lanzó una risita poco agradable y agregó:
—¡Pero a mí sí me concedió su atención! Y todos en Londres lo comentan. Ahora ambos somos huéspedes del Marqués de Sare.
Harry arqueó la ceja.
—¡Así que te hospedas en el Castillo Sare! ¡Está a sólo siete kilómetros de aquí!
—Sí, por eso vine, mientras todos los hombres salieron a cabalgar.
—¡Apuesto que con caballos excelentes! —masculló Harry entre dientes.
—Bien —continuó Delphine—, el duque comentó que le gustaría conocer mi casa y sugirió que cenemos aquí mañana por la noche.
Cuando Delphine terminó de decir aquello, reinó un silencio completo y sus hermanos la miraron con tal asombro como si los ojos les fueran a saltar de sus órbitas.
—¿Cenar aquí? —exclamó Nerissa—. ¿Cómo… es posible… que lo hagan?
—El duque arregló que lleguemos a cenar a las siete de la noche. Le conté del Refugio de la Reina, mi antigua casa donde la Reina Isabel pernoctó durante uno de sus viajes y, por supuesto, de la afición de papá por la arquitectura. Fue sorprendente que el duque estuviera enterado de que ha escrito varias obras sobre el tema.
—Pero… ¿Cómo va… a cenar… aquí? —preguntó desesperadamente Nerissa—. ¿Qué… podré ofrecerle?
—Es lo que voy a decirles y por eso vine.
Miró a su alrededor el salón y continuó:
—Esta habitación estará bien si la adornan con flores frescas y ponen velas nuevas. Lo mismo se aplica al comedor. Supongo que es tan feo como siempre, pero al menos los cuadros de nuestros antepasados son impresionantes y el mobiliario es acorde al estilo de la casa.
—Pero… Delphine —empezó a decir Nerissa.
—Escucha —la interrumpió Delphine—. El duque no tiene ni idea de que ustedes existen y no veo el objeto de hacer surgir de súbito una familia que pueda pensar que sería una futura molestia para él.
—¿Adónde vamos a irnos si no estamos aquí? —preguntó con brusquedad Harry—. Y no tendrán mucho que comer, a menos que traigan sus alimentos.
—Ya lo pensé todo —habló con lentitud Delphine—, y aunque Nerissa estará aquí, el duque no la verá.
—¿En dónde estaré? —preguntó Nerissa.
—¡En la cocina! ¡Que es donde estaban siempre mamá o tú!
—¿Quieres… decir que… voy a cocinar tu… cena sin… que me… presentes… al hombre con quien… pretendes… casarte?
—Ya lo dijiste de forma sencilla y correcta.
—¿Y quién… se supone que servirá… la cena si yo… no voy a… salir de la… cocina?
Delphine volvió la mirada hacia Harry.
No hubo necesidad de que hablara.
—¡Ni pienses que yo lo haré! ¡Te apartaste de nuestra vida, Delphine! ¡No respondiste a las cartas de Nerissa, ni siquiera asististe al funeral de mamá! Tienes nuestros mejores deseos para que tu duque caiga en tus redes, pero no vamos a ayudarte a clavarle las garras de una manera sucia, falsa, bajo el agua, que me parece en absoluto injusta.
Las palabras de Harry no inmutaron a Delphine. Sólo agregó:
—No creo que seas tan tonto como para rehusarte a ayudarme cuando te enteres cómo expresaré mi gratitud por tales servicios.
—Yo, por mi parte y creo hablar también por Nerissa, no deseo escuchar más y estoy segura de que si papá supiera lo que sugieres, se horrorizaría. Tal vez seamos pobres, Delphine, pero nuestra sangre es tan noble o tal vez más que la que corre por las venas del duque. Y aún conservamos algo que tal vez has olvidado y que se llama «orgullo».
Para sorpresa de su hermano, Delphine se rió.
—¡Un sermón muy característico de los Stanley! Podría añadirse a los relatos que papá y mamá solían hacernos de niños sobre la valentía de los Stanley en batalla, de cómo apoyaron a Rey Carlos II cuando estaban en el exilio, de cómo se daban unos a otros palmadas en la espalda por ser tan de buena cuna, sin que les importara que sus bolsillos estuvieran vacíos. Todo eso es muy encomiable, pero yo, en lo personal, prefiero el dinero.
—¡Eso es evidente! —respondió sarcástico Harry.
—Creí que a ti también te resultaría útil. Lo que voy a sugerir, antes de que vuelvas a interrumpirme con tus impertinencias, es que si Nerissa y tú acceden a lo que deseo, estoy dispuesta a pagarles trescientas libras esterlinas.
Pareció que Harry y Nerissa perdían el aliento.
Entonces Nerissa murmuró casi entre dientes:
—¿Dijiste… trescientas… libras?
—Es una suma con la que Harry podría adquirir los caballos que tanto ha anhelado. Ya me tenía hasta con sus quejas. Y también permitiría, mi querida hermana, que por una vez en tu vida tuvieras un vestido decoroso y no como el que vistes ahora, que avergonzaría a una gitana.
Delphine habló con tono despectivo, pero Harry repetía, casi como si no pudiera creerlo.
—¡Trescientas libras!
—Pueden recibirlas ahora, pero por supuesto, papá no debe saber nada. Aún cree que el dinero carece de importancia comparado con viejos tabiques y construcciones en ruinas que ya no interesan a nadie sino a él. Pero sin duda ustedes, como son jóvenes, tienen un poco más de visión.
—¿Cómo puedes permitirte darnos tanto dinero? —preguntó Nerissa.
—Puedo hacerlo como una inversión para aparentar que, al ser una Stanley, el duque no piense que se rebaje al pedirme que sea su esposa.
—Pero… si te ama… sin duda tu linaje no le importará demasiado —opinó Nerissa.
—¡Cómo agradezco que ninguna de mis amistades te escuche tales pamplinas! —señaló Delphine con tono airado—. ¡No van a imaginar que el Duque de Lynchester, que puede elegir a la mujer que prefiera en todo el reino, va a hacer un matrimonio que no esté a su altura! Podría ser yo su amante, lo sé, pero estoy decidida… sí, decidida, a ser su esposa.
—En mi opinión —observó Harry—, me parece un insulto que el duque, o cualquier otro hombre, te supervise como a un caballo y resuelva si tienes o no suficientes puntos a tu favor antes de decidirse a adquirirte.
—Es una forma vulgar de decirlo, Harry, pero refleja la verdad —respondió Delphine—. No puedes ser tan absurdo como Nerissa e ignorar que en la esfera social que yo me desenvuelvo, el linaje de uno es de la máxima importancia cuando se trata de concertar un matrimonio. ¡Una amante es una cosa, una duquesa, otra!
Harry se rió.
—No se puede negar que hablas muy claro, Delphine.
—Lucho por algo que me importa demasiado. Ahora digan si aceptan ayudarme o no.
La cifra ofrecida era una respuesta demasiado trascendental para darla ella sola, Nerissa miró a su hermano.
Al mirarlo comprendió que dentro de él se libraba una batalla.
Aun cuando le desagradaban las artimañas y deslealtades, lo tentaba igual que a ella, la idea de tanto dinero, en especial porque podría comprarse un caballo.
También algo de ropa y recordó que al llegar de Oxford, iba a rogar a Nerissa que intentara conseguir algo de dinero para que pudiera comprarse un nuevo traje de etiqueta.
El que tenía era ya una garra y uno de sus compañeros le había comentado que durante el siguiente curso los invitarían a cenar al Palacio Blenheim.
Poco a poco, como si pensara cada palabra antes de decirla, preguntó:
—Si nos rehusamos a ayudarte, Delphine, ¿qué harás?
—Si lo hacen y pierdo al duque, ¡los detestaré y maldeciré el resto de mi vida! —contestó Delphine—. Sólo me pidió conocer mi casa estilo isabelino, que yo le describí de forma por demás elogiosa, y a mi muy distinguido padre, ¿qué hay de malo en ello?
—Lo malo está, como bien sabes —respondió con rapidez Harry—, en convertir a tu hermana en cocinera y a mí en mayordomo. Pero supongo que podremos imaginar que actuamos en un teatro y pedir a Dios que el duque nunca sospeche que se le engañó.
—¡Si lo hace será porque ustedes resultarán unos ineptos! —exclamó Delphine—. Pero si tenemos éxito, ¡seré la Duquesa de Lynchester!
La mirada de Delphine indicó a Nerissa que era un triunfo que no tenía ninguna intención de perderse.
Pero al mirar a su hermana tuvo el extraño e inexplicable presentimiento de que su hermana jamás usaría la diadema de duquesa.