Capítulo 4
Nerissa despertó temprano, como tenía por costumbre y le tomó uno o dos minutos darse cuenta de dónde estaba.
Entonces, con incontenible entusiasmo recordó que la noche anterior había quedado con Harry en que saldrían a cabalgar muy temprano de mañana.
La había llevado a un rincón para decirle:
—El duque dijo que a cualquier hora que desee yo un caballo me bastará ir a la caballeriza y pedirlo. ¿Por qué no cabalgas conmigo mañana muy temprano, antes que nadie se levante?
Los ojos de Nerissa brillaron de entusiasmo.
—¿De verdad podremos hacerlo?
—Nada lo impide, a menos que te quedes dormida.
—¡Por supuesto que no lo haré si tengo la oportunidad de montar! —respondió Nerissa.
Le alegró poder retirarse temprano a dormir.
Todos los invitados parecía que se conocían entre sí y no podía evitar sentirse desubicada.
La mayoría de las invitadas del duque eran mujeres hermosas, sofisticadas y con títulos importantes.
Vestían atuendos llamativos y su cutis estaba maquillado magistralmente con rubor y polvo.
Hacían sentir a Nerissa demasiado joven e insignificante, aunque vestía un hermoso atuendo que perteneciera a Delphine.
Había elegido uno que le pareció propio hasta para un gran baile en Londres, pero al bajar comprendió que la principal diferencia entre ella y las demás asistentes consistía en que no lucía ninguna joya.
La doncella encargada de asistirla, se dio cuenta de ello y le dijo:
—Como no tiene joyas, señorita, me pregunto si le gustaría llevar algunas flores en el cabello tal vez en el vestido.
—¡Qué amable al pensar en ello, Mary! —exclamó Nerissa—. Supongo que nadie se fijará en mí, pero no me gustaría que mi familia se sintiera avergonzada con mi apariencia.
—Estoy segura de que no era así, señorita —contestó con sinceridad Mary—. Traje un ramillete de rosas blancas que puedo colocarle en la cabeza.
Las rosas mejoraron mucho su aspecto, pensó Nerissa y había otro ramillete para que lo colocara al frente del vestido, cuyo escote, al ponérselo, le pareció demasiado pronunciado para ser decoroso.
Sin embargo, cuando bajó y vio que Delphine lucía un resplandeciente collar de diamantes y perlas con pendientes en ambas muñecas, sintió que el contraste era aún mayor por su excesiva sencillez.
Al llegar al salón se dirigió enseguida al lado de su padre y en la expresión de su rostro infirió cuánto disfrutaba.
Harry se unió a ambos y comprendió que también para él todo era un deleite que alentaba su ánimo y lo hacía estar más apuesto que de costumbre.
Pero Harry no se había reunido con ella después de la cena, estaba muy ocupado con una hermosa dama resplandeciente de zafiros, que al parecer lo hacía reír mucho mientras se dirigían al salón de baile.
Nerissa bailó una o dos piezas y, cuando sintió que nadie lo notaría, subió a su dormitorio para acostarse.
«¡Fue una velada maravillosa!», se dijo. «Pero no deseo arruinarla si las personas se ven obligadas a charlar conmigo porque estoy sentada sola».
Ahora, se puso el elegante traje de montar que Delphine le regalara; confeccionado en una suave tela azul claro con faldilla orlada de encaje para usar bajo la falda.
Después de arreglarse el cabello, como era tan temprano y no se encontraría con nadie, Nerissa pensó que no habría necesidad de usar el elegante sombrero de copa que incluía el traje.
Siempre cabalgaba con la cabeza descubierta cuando estaba en casa y como ahora no dudaba de que sólo Harry la vería, optó por sentirse más libre y cómoda sin el sombrero.
Abrió la puerta de su dormitorio y con cuidado, para no perturbar a nadie, caminó de puntillas hacia el de Harry.
No llamó, abrió la puerta, esperaba encontrarlo ya vestido y en espera de ella.
Para su sorpresa, aún permanecía en cama y sumido en un profundo sueño. La ropa que usara la noche anterior estaba abandonada sobre una silla y en el suelo.
Lo miró un momento.
Comprendió que eso significaba que Harry se había acostado tarde y sin duda bebió demasiado de excelente vino que ofrecía el duque.
No que se hubiera embriagado, ya que Harry era demasiado sobrio para eso. Pero como nunca podían adquirir licor en casa y carecía del dinero suficiente para pagarlo en Oxford, solía hacerle más efecto que a otros jóvenes que estaba acostumbrado a él.
Nerissa se aproximó un poco más a la cama y al mirarlo bajo la leve luz que penetraba por los lados de las cortinas, le pareció muy joven y vulnerable.
Decidió que se día, más que cualquier otro, era importante que se sintiera bien, ya que admiraría excelentes caballos, charlaría con sus dueños e intentaría complacer al duque para que lo volviera a invitar a Lyn.
De puntillas salió, cerró la puerta y caminó por el pasillo.
Harry le había indicado la noche anterior cómo se llegaba a las caballerizas, y ella las encontró sin dificultad después de pasar frente a varios sirvientes que la miraron asombrados ya que no esperaban que ningún invitado se levantara tan de mañana.
Tal como era de esperarse, tampoco había mucha actividad en las caballerizas.
Cuando al fin localizó a un mozo de cuadra y le dijo que deseaba un caballo, enseguida le ensillaron uno.
Era un joven y brioso bayo, muy bien entrenado y mientras ayudaban a Nerissa a montarlo, sintió que era uno de los momentos más excitantes de su vida.
—Si mantiene su rumbo hacia la derecha, señorita —le indicó el mozo de cuadra—, llegará a un terreno plano que es excelente para galopar.
—Gracias —repuso Nerissa y recordó que todos los preparativos para la exhibición de caballos se encontraban hacia la izquierda.
Ella partió con paso lento, ya que nunca había montado antes un caballo tan fino, pero a la vez consciente de que no tendría dificultad para sujetarlo porque respondía al más leve impulso de las riendas.
Después de cruzar el bosque, donde tuvo cuidado de evitar los hoyancos hechos por los roedores, encontró frente a ella el terreno plano que el mozo de cuadra le describiera.
Después de tomar aliento, azuzó a su caballo y se dio cuenta de que cabalgaría con excitante rapidez.
Era una emoción indescriptible sentir el viento en su rostro y escuchar sólo el roce de su montura.
Medio cegada por la luz del sol tempranero, mientras volaba sobre el terreno, pensó que había penetrado en uno de los cuentos de hadas que ella misma se contaba mientras se ocupaba de asear su casa.
Cuando vio que estaba próximo el final de la pista, hizo que su caballo aminorara el paso y comprendió que ambos habían disfrutado la sensación de correr a toda velocidad y les faltaba el aliento.
Al detenerse, miró hacia atrás y advirtió que alguien más cabalgaba hacia ella.
En unos segundos más la alcanzó, era el duque, quien saludó:
—¡Buenos días, señorita Stanley! Cuando me dijeron que una dama se me había adelantado a cabalgar adiviné que era usted.
—¿Cómo lo adivinó?
El duque sonrió.
—Sé que las otras damas necesitan más horas de sueño para conservar su belleza.
Nerissa se rió, al tiempo que admiraba lo gentil que se veía él con elegancia y montando sobre un soberbio semental.
—No… pensé… que nadie se levantaría… tan temprano —explicó ella—, así que me temo… que mi aspecto es poco… convencional.
—Está preciosa —la contradijo el duque—, y tan fresca como la primavera.
Ella no se sintió confusa por sus palabras porque había un tono seco en la voz del duque que hacía parecer que se burlaba de ella.
—Espero que… no le moleste que monte uno de sus… caballos sin solicitar… su autorización. Pero Harry… me dijo que usted le había ofrecido que podíamos solicitar una cabalgadura cuando… quisiéramos y supuse… que eso me incluía… a mí también.
—Por supuesto, mi caballeriza está a su disposición. Pero ¿en dónde está Harry?
—Todavía dormía cuando salí y no quise despertarlo.
El duque se rió.
—¡Es el precio que se paga por desvelarse, alternar con mujeres hermosas y jugar a los naipes!
Nerissa lanzó una exclamación ahogada antes de exclamar:
—No pretenderá decir… que Harry, jugó por dinero… anoche.
—Creo que la escandalicé.
—No me escandaliza, pero me asusta. Por favor, su señoría, no permita que Harry cometa la locura de jugar a los naipes y apostar. ¡No puede permitírselo!
—¿En realidad son tan pobres?
—Como ratones de iglesia. Harry tiene… muy poco dinero por el momento, pero tiene que durarle por años.
Lo dijo con voz medrosa porque pensó que si Harry cometía la locura de perder su dinero en el juego, no podría comprarse un caballo ni la ropa que ansiaba.
No descubrió que el duque observaba su expresión hasta que él dijo:
—Dice usted que Harry tiene un poco de dinero por el momento, pero supongo, ya que todos tiene una idea diferente respecto a la pobreza, que con la deliciosa comida y el excelente vino que me sirvieron la otra noche, están muy lejos de morirse de hambre.
Su tono de voz sarcástico indicó a Nerissa que pensaba que ella fingía y, por lo tanto, respondió a la defensiva:
—La noche que su señoría acudió a cenar con mi padre, fue una ocasión excepcional.
—¿En qué sentido?
Demasiado tarde, Nerissa comprendió su imprudencia y se preguntó qué podría responder.
Y, como si él hubiera reflexionado al respecto, el duque añadió:
—Tal vez, y debe disculparme si me equivoco, la exquisita cena que usted preparó esa noche, la proporcionó su hermana.
El color encendió las mejillas de Nerissa y mientras desviaba la vista, confundida en exceso, él comprendió que había adivinado la realidad y añadió:
—¿En realidad sus sirvientes se enfermaron?
Nerissa se asustó.
—Por favor. No debe hacerme… ninguna… pregunta y ahora que nuestros caballos ya… descansaron… ¿Podríamos galopar de nuevo?
—Por supuesto, si es lo que desea, pero motivó mi curiosidad, y admito, más que nada porque no tenía idea de que usted y su hermano existieran hasta que se materializaron de una manera inexplicable y, ahora que lo pienso, ¡en un lugar de lo más extraño!
Nerissa, hondamente preocupada, suplicó:
—Por favor… su señoría… olvide que tuvimos esta conversación y… prométame que no la comentará con Delphine.
—Tal parece que teme a su hermana —la acusó el duque.
—De todas formas, mis sentimientos no resultarían muy interesantes para… su señoría… —respondió evasiva Nerissa.
Con la sensación de que todo lo que decía sólo empeoraba la situación, acicateó su caballo, lo estimuló con el fuete y éste partió veloz.
Uno o dos segundos más tarde, el duque la alcanzó y ambos galoparon juntos en tanto Nerissa hacia el máximo esfuerzo por rebasarlo.
Sabía que era un imposible y, sin embargo, deseaba retarlo, mostrarle, aun cuando no sabía la razón, que no era alguien sin identidad, sino con quién él podría competir, al menos cabalgando.
No obstante, resultó claro que él era demasiado diestro para competir con ella y cuando por fin detuvo a su semental, ya le llevaba medio cuerpo de ventaja.
A la vez, para Nerissa había sido una carrera tan fatigosa que sus ojos resplandecían y su cabello parecía formar parte de la luz del sol.
—¡Nunca había montado antes un caballo tan brioso! —exclamó cuando pudo recobrar el aliento—. ¡Gracias, gracias! ¡Es algo que recordaré y en lo que pensaré toda mi vida!
—Espero que tenga mejores recuerdos y más emocionantes que éste —comentó el duque.
—No lo creo. ¡Sólo desearía cabalgar hasta el fin del mundo… y nunca detenerme!
El duque lanzó una risilla.
—Creo que hasta cabalgar en el mejor de los caballos resultaría un tanto aburrido si no hubiera otras cosas que hacer en la vida.
—Usted lo dice porque lo tiene todo —protestó Nerissa—, pero para la gente común, basta una experiencia maravillosa para ser feliz y, aunque usted no lo crea, para llenar sus vidas.
—Ahora, señorita Stanley, creo que se refiere al amor. Es sólo el amor, según me han dicho, lo que puede convertir el mayor hastío de las existencias en algo tan maravilloso que uno no ansía nada más.
—Es verdad. A mamá jamás le importó no tener caballos, ni recibir con lujos, ni ir a Londres y comprarse elegantes vestidos, porque era muy dichosa con papá.
—Y es lo que usted anhela —dijo el duque como para presionarla a decir algo respecto a ella misma—, un marido que inunde su vida de amor sin que nada más importe.
Se hizo un pequeño silencio mientras avanzaba por entre los árboles y Nerissa pensaba en lo que él había dicho.
Como parecía sincero, deseaba contestarle con la misma seguridad, igual que cuando discutía con su padre y él le prestaba atención.
Al fin respondió:
—Supongo que, en el fondo de mi ser, mantengo el deseo de casarme y de tener mi propio hogar. A la vez, es la persona con quien uno comparte el amor lo que interesa y, como dijo usted, todo lo demás carece de importancia.
Al decirlo, Nerissa pensaba en cómo Delphine se había casado con Lord Bramwell movida por el interés del dinero, y después había confesado que le aburría como hombre.
—¿Tiene en mente alguna otra persona en particular con quien le gustaría compartir su paraíso?
El tono de voz del duque tenía un dejo sarcástico y Nerissa se rió.
—En realidad pensaba, ya que su señoría abordó el tema, que me gustaría pasar la vida con el caballero con quien cabalgo. Estoy segura de que sería mucho más dócil y una compañía más interesante que cualquier hombre común y corriente.
—No hablamos de un hombre común y corriente, señorita Stanley, sino de alguien especial de quien usted se enamoraría y que, asimismo, estuviera enamorando de usted.
Nerissa sintió que, una vez más, se burlaba de ella.
—Me hace sentir muy… ignorante y simple al hablar de estas cosas. Mejor hábleme de sus caballos.
—Ahora se aparta de lo que a mí me resulta una charla inquietante —protestó el duque.
—Pero injusta —respondió Nerissa sin pensar—, ya que usted tiene mucha experiencia en el tema, y en cambio yo, ninguna.
—¿Nunca se ha enamorado?
—Llevamos una vida demasiado tranquila. Los únicos hombres que acuden a visitar a papá son ancianos cultos y prefieren concentrarse en tabiques y cemento que en mujeres.
El duque se rió.
—Una historia en verdad triste, señorita Stanley, pero al menos la compensará el disfrutar de la compañía de varios jóvenes que conocerá hoy.
—Sólo vinimos a admirar sus caballos, su señoría —se apresuró a contestar Nerissa y, como antes, el duque se rió.
Regresaron a través de los bellos bosques que en la imaginación de Nerissa deberían estar habitados por duendes, hadas y sílfides como los de los cuentos que escuchara en su niñez.
Llegaron al centro de un bosque donde había un estanque a cuyo alrededor crecían flores y sauces.
—De niño, siempre creí que este lugar estaba encantado —comentó el duque de forma inesperada y los ojos de Nerissa se agrandaron por la sorpresa.
—Para mí todo el bosque está encantado, pero es que siempre que estoy entre los árboles siento que son parte de un mundo que sólo podremos alcanzar al abandonar el nuestro.
—¿Hace eso con frecuencia?
—Cada vez que puedo —respondió con sencillez Nerissa—, pero no tengo mucho tiempo para ello.
El duque pareció intrigado y ella le explicó:
—Papá se siente muy solo desde que mamá murió y aun cuando se dedica a sus libros, le gusta charlar conmigo acerca de ellos y leerme lo que escribe, incluso algunas veces suelo ayudarlo. También debo atender, por desgracia, muchas labores domésticas.
El duque torció un poco los labios al decir:
—Tenía yo mis sospechas respecto a esos supuestos sirvientes de ustedes que, súbitamente, enfermaron y también respecto a la visita de la cual tuvieron que regresar debido a un caso de sarampión.
Nerissa lanzó una débil queja:
—Le pedí que lo olvidara. Me interroga… me somete a prueba… y es algo que no… debería hacer.
—¿Por qué no?
—Porque Delphine se pondrá muy…
Nerissa se detuvo.
Había estado a punto de confesar la verdad, que Delphine se indignara mucho si supiera que no habían logrado engañarlo con la farsa que idearon para impresionarlo.
—Por favor —insistió—, prométame que no… mencionará nada de esta… conversación a… Delphine.
—Me parece que ya se lo había prometido. Deseo que confíe en mí, Nerissa, no les provocaría hacerlo y, por lo demás, no es necesario.
Se hizo un breve silencio, enseguida Nerissa desvió la vista de él al decir:
—Todo es muy… difícil y deseo que Harry y papá disfruten su estantería en este maravilloso lugar… sin tener que lamentarlo después.
—¿Teme que eso suceda?
—Sólo si usted me confunde.
—Entonces le prometo que no haré nada para perturbarla o amedrentarla. Deseo que se divierta, Nerissa, lo cual no será difícil.
—No, claro que no, y fue usted muy bondadoso al invitarnos.
Después de otro silencio, el duque expresó, con cierta renuencia.
—Supongo que debemos volver y me atrevo a decir que tiene usted apetito.
—Ya que lo menciona, ansío llegar a desayunar —sonrió Nerissa.
Mientras cabalgaban hacia la mansión, ella pensó que nada podría ser más bello o etéreo.
Y por su mente cruzó la idea de que el duque era el tipo de persona adecuada para poseerla, ya que también parecía surgido de un cuento de hadas.
—¿Piensa usted en mi casa? —preguntó él, de repente.
—Sí, y en usted.
—¿Y cuál es su decisión?
—Que todo es real… que soy protagonista en uno de mis… sueños y ahí… están… ustedes dos.
El duque se rió.
—Lo acepto como uno de los más bellos cumplidos que jamás me hicieran y, con frecuencia, los sueños se convierten en realidad.
Nerissa miró hacia la casa y comentó:
—Creo que el arquitecto de Lyn le entregó no sólo su mente, sino también su corazón y su alma. Siento que es la única manera en que pudo lograrse algo tan perfecto y a la vez, ¡humano y divino!
Hablaba más para ella misma que para el duque y sólo hasta que recordó que él la observaba, consideró que se había mostrado demasiado efusiva.
—Lo… lamento —murmuró enseguida—, pero usted me preguntó lo que sentía.
—Es que deseaba escuchar —repuso el duque con voz muy suave.
Cabalgaron sin hablar más hasta llegar a la puerta de la casa ducal.
* * *
La exhibición de caballos resultó tal como lo anhelaba Harry y después de dedicar largo rato a inspeccionar los caballos y observar los eventos que se llevaban a cabo, junto a Nerissa, se sentían muy felices.
Pero ya casi al morir la tarde, Delphine, que al parecer hasta entonces había eludido a su hermana, se acercó para decirle:
—Nerissa, aquí hay alguien que está muy amistoso por conocerte y a quien le prometí que te presentaría con él.
Junto a ella se encontraba un hombre alto de aspecto militar y rizado bigote, a quien Nerissa había visto la noche anterior y no le había parecido muy agradable.
Se había sentado cerca de ella en la mesa y lo vio criticar a otros invitados, mientras se cubría la boca con la mano, lo que ella juzgó como modales carentes de educación.
Delphine se lo preguntó:
—Sir Montague Hepban y ella, como usted sabe, es mi hermana menor, Nerissa.
—A quien anhelaba conocer —dijo Sir Montague—. Anoche intenté bailar con usted, pero de pronto se desvaneció y la busqué inútilmente.
Delphine se rió.
—Eso es muy raro en usted, Montague, pensé que siempre lograba su objetivo.
—Así es —respondió Sir Montague—, pero debe darme tiempo.
Delphine se alejó y Nerissa quedó a solas con Sir Montague.
—¿No está cansada de tanta exhibición ecuestre? —preguntó él—. Porque si lo está, sugiero que busquemos un lugar apartado para sentarnos y donde pueda charlar con usted y decirle lo que me ha cautivado su adorable carita.
Su voz le pareció a Nerissa del todo falsa y afectada.
En definitiva, decidió que no le agradaba Sir Montague, pero él no se separó de ella por el resto de la tarde.
Y era difícil apartarse de él puesto que no conocía a nadie y aunque Sir Montague saludaba a todos los que se cruzaban con ellos, no se detenía a charlar, sino que la conducía del brazo hasta que se alejaron de la exhibición y se dirigían rumbo a la casa.
—Todavía no deseo retirarme —dijo ella con rapidez—. Estoy segura de que hay muchas otras cosas que admirar.
—Ya ambos vimos lo suficiente —replicó Sir Montague con tono firme—, y todos los eventos principales se realizaron ya. Como puede observar, el duque entrega los premios con la solemnidad que es usual en estas ocasiones.
Aunque Nerissa comprendió que intentaba mostrarse agradable, a ella le pareció inconsecuente el comentario.
Caminó en silencio mientras pensaba que sería de mal gusto insistir en regresar a la exhibición y, en realidad, se sentía sedienta y cansada después de tantas horas.
—En la casa beberemos algo fresco —decía Sir Montague—, y si no está muy cansada de exhibiciones, le mostraré las orquídeas en el invernadero. Creo que las flores que adornaban anoche su cabello se encontraban en el mejor lugar para ostentar su belleza.
—Preferiría subir a mi habitación para cambiarme —dijo Nerissa—. Ha sido una tarde calurosa y, más que nada, deseo tomar un baño para refrescarme antes de cenar.
—Desearía gozar del privilegio de admirarla mientras lo hace —comentó Sir Montague.
Nerissa se puso rígida.
Lo consideró un insulto, aunque había sido su propia culpa por mencionar el baño.
—Hábleme de usted —decía Sir Montague—. No podía concebir que existiera una jovencita tan hermosa. Me parece Perséfone que trae la primavera a quien la ve.
Mientras hablaba, Sir Montague la había tomado del brazo y Nerissa sintió que le disgustaba el contacto de sus dedos y tenía la sensación de que se tomaba demasiadas libertades para con ella.
Se vio obligada a subir la escalinata junto con él y entrar en el vestíbulo. Y cuando se disponía a subir hacia su dormitorio, él la detuvo con firmeza y la condujo por un pasillo, hasta que abrió una puerta y la hizo entrar en un salón.
—Ya le dije, Sir Montague, que deseo cambiarme —insistió Nerissa.
—No hay prisa y no deseo que me abandone después del trabajo que me dio capturarla. Venga a sentarse conmigo y charlemos acerca de usted.
—No hay nada que contar. ¿Hace mucho que conoce a mi hermana?
—¡Su hermana brilla como una estrella en el cielo de Londres y todos estamos a sus pies!
—Es muy hermosa.
—¡También usted!
Sir Montague la condujo hacia el sofá y como le era imposible resistirse sin tener que forcejear con él, Nerissa se sentó.
Él tomó asiento demasiado cerca de ella y colocó su brazo sobre el respaldo del sofá, por lo que rozaba los hombros de Nerissa.
Con la intención de desviar su atención, ella preguntó:
—¿Cree que sería posible que nos trajeran un poco de té? ¡Tengo sed!
—También yo, pero el té llevará mucho tiempo y, en cambio, aquí debe haber bebidas. Nuestro anfitrión es muy generoso y siempre se asegura de que sus huéspedes no sufran de sed.
Se dirigió hacia un rincón de la habitación donde había varias licoreras, así como una botella de champaña en un recipiente con hielo.
Sirvió dos copas y regresó junto a Nerissa.
Ella, mientras tanto, se preguntaba cómo podría arreglárselas para escapar de él sin provocar lo que pudiera ser una desagradable escena.
Sir Montague se sentó de nuevo y levantó su copa.
—¡Por sus adorables ojos! —brindó—. ¡Y que pronto miren a los míos con la expresión que anhelo ver en ellos!
Nerissa desvió la vista y él agregó:
—Es un brindis muy sincero porque desde el momento en que la admiré comprendí que era la mujer que había buscado toda mi vida.
—Estoy segura de que no es verdad —refutó Nerissa—. De hecho, anoche no me prestó la menor atención, aun cuando dijo que deseaba bailar conmigo.
Recordó la forma en que Sir Montague se comportara durante la cena.
Se mostraba muy efusivo respecto a la dama que estaba a su derecha, una atractiva pelirroja que lucía una tiara de esmeraldas.
Asimismo, recordó que, cuando los caballeros se reunieron con las damas, se dirigió enseguida hacia la misma dama y, al parecer, tenía mucho que decirle.
Entonces, Nerissa se preguntó: ¿por qué se mostraba ahora tan insistente?
De pronto comprendió la respuesta.
¡Había sido Delphine quien le pidiera que la mantuviera alejada del duque! Tal vez se había enterado, aunque Nerissa oraba porque no fuera así, que ella y el duque habían cabalgado juntos durante la mañana.
Parecía una teoría bastante probable, pero se dijo que sólo era producto de su imaginación.
A la vez, intuía que ésa era la verdad, y se atemorizó.
Dejó sobre la mesita la copa de champán, de la que sólo había tomado un sorbo y se incorporó antes de que Sir Montague pudiera detenerla.
—Ha sido usted muy amable, pero ahora debo irme para ver si mi padre regresó. Sé que no querrá permanecer mucho tiempo en la exhibición porque se cansará y deseo comentar con él varias cosas.
—Y yo también tengo muchas otras que comentar con usted —respondió Sir Montague—; así que procuraré que nos sienten juntos durante la cena y después, bailaremos. O, si lo prefiere, puedo mostrarte partes de la casa que aún no conoce.
—Gracias, es usted muy amable —respondió evasiva Nerissa.
Él también se incorporó cuando ella se dirigía hacia la puerta, se colocó frente a ella.
—Antes de que se vaya deseo decirle lo hermosa que es y lo mucho que me atraen sus labios.
Nerissa se puso muy rígida y habría dado un paso atrás, pero él se lo impidió al rodearla con sus brazos.
—Tengo la sensación —dijo—, de que nunca la han besado y deseo ser el primero.
—¡No, no… por supuesto que… no! —protestó Nerissa.
Forcejeaba contra él con ambas manos apoyadas en el pecho del hombre, pero comprendía que sus brazos eran muy fuertes y tuvo la aterradora sensación de que la había sujetado y no podría zafarse.
—¡Por favor… por favor… no debe… hacerlo!
—No puede impedírmelo. Deseo besarla, Nerissa, más de lo que hubiera deseado nunca.
La ciñó contra él, pero ella volvía la cabeza, frenética, de un lado hacia otro.
Sentía con repulsión, que no podría escapar y que en unos segundos lograría besarla.
—¡Suélteme! —gritó.
Y cuando él la abrazó más fuerte, volvió a gritar.
—¡Eres mía, mi pequeña diosa de la primavera! —exclamó Sir Montague y Nerissa repitió sus gritos.
Entonces, desde la puerta, una voz helada pareció de pronto llenar la habitación.
—¿Qué sucede aquí y quién grita?
Era el duque, Nerissa comprendió que estaba salvada.
Los brazos de Sir Montague la soltaron y ella se zafó para correr hacia el duque que, de pie junto al umbral, parecía de una estatura imponente.
Sin pensarlo, ella estiró la mano para asirse a la de él, mientras temblaba aún de temor.
Por un momento nadie habló, enseguida el duque dijo:
—Me preguntaba por qué se había retirado de la exhibición tan temprano, Hepban. Y Silvia también se preguntaba lo mismo.
—Como comprenderá, Lynchester, hay ocasiones en que uno se hastía con algo.
—¡Es evidente que eso le sucede a la señorita Stanley! —respondió el duque.
Al escuchar su nombre, Nerissa, que se daba cuenta de que estaba ya a salvo de Sir Montague, comprendió que lo mejor sería marcharse de ahí.
Hizo un breve sonido inarticulado, corrió hacia la puerta y desapareció a través de ella.
Se hizo el silencio mientras los dos hombres escuchaban sus pisadas que se alejaban. Enseguida el duque opinó:
—Es demasiado joven para esta clase de juegos, Montague y sugiero que la deje en paz.
—Por supuesto, si insiste. La verdad, no fue idea mía, sino de Delphine Bramwell. Creo que la inquieta que usted mire hacia una dirección contraria a la que ella desea.
Sir Montague no esperó la respuesta del duque y salió de la habitación un tanto avergonzado.
El duque no lo observó al irse; se dirigió hacia la ventana y ahí permaneció un largo rato.