Capítulo 5

Cuando Nerissa bajó para presentarse a cenar, se sentía confusa.

Deseaba permanecer en su dormitorio y no tener que enfrentarse de nuevo con el duque, tenía la impresión de que la criticaría por ser tan ingenua al dejarse conducir por Sir Montague a un salón y quedar solos los dos.

Sabía que jamás podría explicarle lo difícil que habría sido rehusarse sin provocar una escena.

Y, sin embargo, la escena que ocasionara había sido peor que cualquier otra que pudiese imaginar y se sentía humillada por ello.

Había elegido otro de los bonitos vestidos de Delphine, en gasa azul cielo, y Mary le había conseguido algunas pequeñas orquídeas blancas con matices rosados en los pétalos, para que adornara su cabello.

Eran tan lindas que Nerissa no pudo evitar sentir que era una lástima que las desprendieran de sus tallos y truncaran así la duración de su vida natural.

Sin embargo, sabía que las flores la hacían verse menos simple entre las enjoyadas y resplandecientes huéspedes del duque.

Todas estaban reunidas bajo el candelabro, cuya luz se reflejaba en sus joyas e iluminaba sus hermosos rostros y brillantes miradas.

En ningún otro lugar, pensó Nerissa, podría encontrarse un núcleo más atractivo, porque también los caballeros estaban muy elegantes con sus almidonadas corbatas de muselina y sus pantalones de seda negra.

Se acercó al lado de su padre y cuando llegó junto a él descubrió que charlaba con el duque.

—Estoy seguro, su señoría —decía—, de que ésta es una de las mansiones isabelinas donde, durante esa época, se celebraban festividades especiales.

—No recuerdo haber oído mencionar ninguna —comentó el duque.

—Así era, se celebraba el festival de principios de mayo; pero, además, había muchos otros —explicó Marcus Stanley—. Incluso el Festival de las Frutas, que ahora llamamos el Festival de la Recolección, las festividades de varios santos y supongo, aunque no estoy muy seguro, que se hacía un Festival de las Flores.

Antes de que el duque pudiera contestar, Delphine, que se había acercado a su lado, exclamó:

—¡Qué maravillosa idea! ¿Por qué no organizamos uno para mañana por la noche? Todas podremos presentarnos como la flor que deseamos representar.

Al decirlo, levantó su hermoso rostro hacia el duque y Nerissa se sintió segura de que Delphine ya se imaginaba a ella misma como una rosa, que era la flor a la que siempre aseguraba parecerse.

—No es mala idea —respondió con lentitud el duque.

Varias otras damas que los escuchaban, se acercaron para opinar:

—¡Por supuesto, sería espectacular! ¿Y de dónde podría obtenerse una colección más variada de flores sino de los invernaderos de su señoría?

—Están a su disposición, pero debo rehusarme a permitir que corten mis orquídeas especiales.

Al decirlo, sus ojos se detuvieron un instante en las pequeñas orquídeas que Nerissa lucía en el cabello y ella se ruborizó al pensar que no tenía derecho a usarlas.

Delphine se apresuró a protestar:

—Oh, Talbot, me había prometido que podría yo lucir sus orquídeas estrella cuando florecieran y al mirarlas ayer, ya estaban a punto.

—Mis orquídeas estrella, como usted las llama, son tan codiciadas que de todo el país acuden expertos para verlas, ya que es la primera vez que se logra cultivarlas en Inglaterra:

—De ser así, no será tan buena la idea de hacer el Festivas de las Flores —dijo Delphine haciendo un mohín.

Todas las demás protestaron.

—¿Por qué vas a privarnos, Delphine, de lo que sería una estupenda oportunidad de lucirnos y vernos diferentes?

—Además —intervino otra de las damas—, estoy segura de que nuestro generoso anfitrión entregará premios a aquellas que considere más bellas.

Al decirlo, lanzó una mirada bastante despectiva a Delphine y el duque respondió enseguida:

—Estoy del todo dispuesto a conceder un premio, pero la elección se hará mediante una votación secreta en la que participarán todos los caballeros.

La idea fue recibida con exclamaciones de alegría y uno de los caballeros intervino:

—Me alegra que tomemos parte en el juego. Creí que permaneceríamos al margen.

—Sus votos serán muy importantes —les aseguró el duque—, y creo que todos deberían agradecer al señor Stanley por darnos la idea para tan original diversión.

Sin embargo, Delphine se mostraba todavía contrariada.

—Soñaba con lucir sus orquídeas especiales, Talbot —dijo—, y no puedo creer que sea tan cruel como para arruinar mi sueño.

Lo dijo con un tono de voz tan suave e insinuante que Nerissa pensó que era algo inadecuado.

Por lo tanto, se volvió hacia su padre para decirle:

—Fue una gran idea de tu parte, papá, y eso me hizo recordar un sueño que tuve la primera noche que pasamos aquí.

—¿Qué soñaste? —preguntó Marcus Stanley.

—Fue algo muy vívido, pero lo olvidé en la mañana ante la emoción de salir a cabalgar.

Al darse cuenta de que su padre esperaba que se lo contara, prosiguió:

—Soñé que me encontraba en alguna habitación de esta casa, donde estaba una linda jovencita vestida de blanco. Lloraba con amargura mientras se quitaba de la cabeza una guirnalda. Creo que era de flores y la guardó en un gabinete que estaba cerca de ella. De pronto, se cubrió el rostro con las manos y, sin dejar de llorar, se desvaneció.

Al terminar de hablar, Nerissa se dio cuenta de que todos la escuchaban.

Entonces, con voz impregnada de dureza, el duque le preguntó:

—¿Quién le contó esa historia?

Sobresaltada, Nerissa lo miró con los ojos muy abiertos y respondió:

—¡Nadie! ¡Fue solo un sueño!

—Pudo soñarlo, pero alguien debió contárselo primero.

—No, nadie.

—Me resulta difícil creerle —respondió el duque.

Abruptamente se alejó y salió del salón, mientras Nerissa y todos lo demás lo observaban.

Consternada, Nerissa se volvió hacia su padre.

—¿Qué dije? ¿Qué error cometí?

Marcus Stanley no le respondió y todos empezaron a hablar a la vez, sin interesarse más en la reacción del duque ante el relato de Nerissa, sino absortos en la idea del festival.

Sólo Delphine pareció desconcertada por la súbita ausencia del duque y después de uno o dos segundos de indecisión, también salió del salón.

—No… no comprendo —murmuró Nerissa en voz baja.

Lady Wentworth, una mujer de edad, tía del duque y que desempeñaba el papel de anfitriona, se acercó a su lado, la tomó de la mano para conducirla a un sofá y le dijo:

—Comprendo su desconcierto por el comportamiento de mi sobrino, señorita Stanley.

—¿Por qué le molestó que relatara mi sueño? Lo había olvidado por completo, pero al oír hablar de flores, lo recordé.

—La entiendo, pero es que Talbot es muy sensible respecto al fantasma de la familia.

—¿Fantasma?

—La mayoría de las grandes mansiones tienen uno —sonrió Lady Wentworth—, pero, por desgracia, el nuestro está relacionado con una trágica maldición.

Nerissa la miró con fijeza mientras Lady Wentworth proseguía:

—Durante el reinado de Carlos II, el duque titular era un hombre mujeriego y libertino como su rey. Se enamoró de una jovencita muy bella e inocente y se casaron en la casa de ella, situada no muy lejos de Lyn, y vinieron aquí a pasar su luna de miel. Dice la historia, aunque yo considero que se ha aumentado con los años, que cuando llegaron, los esperaba una de las anteriores amantes del duque, una mujer hermosa y muy celosa.

«Le echó en cara al duque que se hubiera casado con otra y dijo a la novia que haría todo lo que estuviera en sus manos para empañar su felicidad».

Nerissa lanzó un ahogado murmullo de indignación, pero no habló y Lady Wentworth prosiguió:

—La novia corrió escalera arriba a su habitación y dejó a su esposo para que se desembarazara de su antiguo amor. Pero, al sentir que su felicidad se había empañado para siempre, se quitó la guirnalda de novia, la ocultó en alguna parte y se arrojó desde la ventana al vacío.

Nerissa lanzó una pequeña exclamación de horror.

—¿Cómo pudo hacer tal cosa?

—Y si a ella se le rompió el corazón, también al duque, que aunque con el tiempo se volvió a casar, jamás consiguió ser feliz. Desde entonces se dice que mientras no se encuentre la guirnalda de la duquesa, el duque reinante jamás podrá conocer la dicha verdadera.

—¡Sin duda eso no es verdad! —protestó Nerissa.

—Por desgracia, parece que lo es. Todos intentamos creer que sólo es coincidencia, pero siempre ha ocurrido algo que destruye la felicidad entre el Duque y la Duquesa de Lynchester.

Lady Wentworth hizo una pausa y prosiguió:

—Por ejemplo, mi padre, el abuelo de Talbot, parecía ser muy feliz, hasta que, de pronto, su esposa se fugó con uno de sus mejores amigos. Como puede imaginarse, se provocó un gran escándalo, el tiempo lo aplacó y ella murió en el extranjero.

Nerissa escuchaba muy atenta y Lady Wentworth continuó:

—Respecto a los padres de Talbot, todos creían que disfrutaban de una dicha ideal, aun cuando fue un matrimonio de conveniencia. Pero el duque, ya mayor, se entusiasmó con una jovencita que vivía en el ducado. Pasaba todo el tiempo con ella y se rehusó a tener algo que ver con su esposa y su familia. ¡Ya podrá imaginar lo que alarmó su comportamiento no sólo a sus familiares, sino a todos sus vecinos!

—¿Nadie ha intentado encontrar la guirnalda que yo soñé guardada en su gabinete? —preguntó Nerissa.

—Por supuesto que sí, pero creo que lo más conveniente, querida, es que no vuelva a hablar de esto. Siempre me di cuenta de lo mucho que afectó a Talbot el comportamiento de su padre y aunque estoy segura de que es demasiado sensato para dar crédito a la verdad de la historia del fantasma, es algo que no querrá comentar.

—No… por supuesto que no y lamento… lamento mucho… haber mencionado algo tan… doloroso —se disculpó Nerissa.

—No tenía por qué saberlo —la tranquilizó Lady Wentworth—, y ahora, será mejor, cuando Talbot regrese, que actuemos como si nada hubiese sucedido.

—Sí… claro —murmuró Nerissa.

Al mismo tiempo, estaba en extremo perturbada por haber despertado, de manera involuntaria, desagradables recuerdos.

Toda la historia parecía inexplicable y prefabricada; sin embargo, sabía, por lo que investigaba su padre, que las historias de fantasmas se transmitían de generación en generación, y había numerosas en las que se convertía en realidad lo que predijeran.

Tal como lo aconsejara Lady Wentworth, cuando el duque regresó y se anunció la cena, ni Nerissa ni nadie más mencionó de nuevo al fantasma y toda la charla giró alrededor del Festival de las Flores.

Al mirar al duque, que aparecía deslumbrante sentado a la cabecera de la mesa, Nerissa observó su rostro ensombrecido y se preguntó si alguien más lo habría advertido.

Delphine, sentada a su lado, realizaba grandes esfuerzos por hacerlo olvidar que algo desagradable había sucedido antes de la cena.

Se mostraba con su ánimo más resplandeciente y todos los que estaban cerca de ellos en la mesa se reían de sus comentarios. Nerissa pensó que brillaba como la luz.

Después de la cena, cuando las damas se retiraron al salón, todas deseaban discutir qué flores elegirían y el escucharlas, Nerissa supo que sería una reñida competencia en la que todas desearían mostrarse espectaculares.

Delphine parecía muy reservada y por el destello de su mirada, Nerissa descubrió que planeaba algo que, estaba segura, destrozaría las ambiciones de todas las demás.

Como nadie le prestaba atención, Nerissa abandonó el salón con la idea de visitar algunas de las habitaciones que aún no conocía, y con la esperanza de reconocer el gabinete que viera en su sueño, donde se ocultara la guirnalda.

Dentro de su mente podía identificarlo con toda claridad.

No era muy diferente a la gran cantidad de gabinetes que existían en Lyn, aun cuando no había tenido todavía la oportunidad de conocer muchas habitaciones, sino sólo las destinadas a los invitados.

El «gran recorrido», como lo llamaba, sería al día siguiente, cuando el duque había a su padre mostrarle toda la parte antigua de Lyn, en especial el área que no se había alterado durante siglos.

Una de las cosas que Nerissa sabía desde que llegara a Lyn, era que, por las noches, se encendían las velas en todas las habitaciones para que nadie se encontrara en la oscuridad.

Mary se lo había contado y ella exclamó:

—¡Eso me parece un derroche!

—Lo es, señorita, ya que las velas son costosas, pero su señoría es un hombre muy rico.

Mientras cruzaba el corredor, Nerissa se asomó a una habitación, después a otra y aunque observó gabinetes laqueado, franceses, algunos de marquetería, otros con incrustaciones de marfil y de otros materiales finísimos ninguno era similar al que viera en su sueño.

Pensó que, por lógica, el mobiliario se habría cambiado de habitaciones a través de los años y que la desdichada novia habría subido a su dormitorio después de la escena con la ex amante, escena que debió desarrollarse en la planta baja.

Por lo tanto, Nerissa subió por una escalera lateral hasta el piso donde sabía que estaban los dormitorios principales, así como la Galería de Retratos.

Ya había oído decir lo interesante que era y su padre había manifestado varias veces su interés por admirar los cuadros del duque.

La galería era enorme, con candelabros de cristal colocados a lo largo y candeleros de plata adosados al muro, con velas que se mantenían encendidas.

Fascinada, Nerissa admiró algunos magníficos, cuadros de Van Dyck antes de posar la vista en algunos retratos de sabía correspondían a la época de Carlos II.

Ahí, pensó, podría encontrar el rostro de la desdichada novia de su sueño.

Pero entonces se preguntó si, como había muerto cuando apenas acababa de convertirse en Duquesa de Lynchester, habría habido tiempo de que pintaran su retrato.

Se detuvo frente a un cuadro e intentó buscarle alguna semejanza con la llorosa novia que observara quitarse la guirnalda del cabello.

Pero su instinto, más que sus ojos, le indicó que el rostro del retrato no era el mismo.

De pronto, cuando se dirigía hacia el siguiente cuadro, escuchó pasos que se acercaban a ella.

Se volvió, sobresaltada, y vio que era el duque.

Con la sensación de ser una niña sorprendida en plena travesura, Nerissa esperó, con las manos juntas y el corazón que latía desesperado en su pecho.

Notó el rostro adusto del duque mientras se acercaba y cuando llegó junto a ella no habló, sólo se detuvo a observar los grandes ojos asustados que lo miraban.

Después de un momento, ella dijo:

—Lo… lamento… lo lamento… mucho.

—¿Estar aquí? No necesita disculparse.

—No… por eso no… sino porque… lo perturbé… y no era mi… intención… hacerlo.

—Lo sé.

Se produjo una pausa mientras se miraron el uno al otro. Después, él dijo:

—¿Sería capaz de jurar, por todo lo que le es sagrado, que nadie le contó la historia de mis antepasados y lo que ocurrió a esa novia el día de su boda?

—¡Lo juro! Fue solo… un sueño… y no pensé que tuviera… algún significativo especial.

—Y ahora subió aquí a ver si puede identificar el retrato de la mujer que vio en su sueño.

—Tal vez no debí hacerlo, si eso… molesta a su señoría.

—No me molesta en absoluto —respondió el duque—, sólo me intriga y, por supuesto, deseo saber si encontró el rostro que busca.

Nerissa negó con la cabeza.

—Hasta ahora no —repuso—, y la verdad es que pensaba que era poco probable que la pintaran antes que se convirtiera en duquesa.

—Lo mismo pensé yo.

—Pero valía la pena cerciorarse de que no se encontraba entre las otras hermosas Duquesas de Lynchester.

Se hizo una pausa antes de que él hablara, casi con renuencia:

—Supongo que, en tal caso, debemos buscar el gabinete. Pero tengo entendido que en todas las generaciones se ha buscado la guirnalda y nadie de mi familia logró encontrarla.

Nerissa apartó la mirada de él. Después de un minuto, dijo:

—Tal vez lo considere… una impertinencia mía… quizá me entremeto en algo que no me… concierne… pero no puedo evitar sentir que debe… existir alguna razón de que yo… tuviera ese sueño.

—¿Supone que se pobre fantasma del pasado intentó ponerse en contacto con usted?

El tono sarcástico de la voz del duque indicó con toda claridad a Nerissa que él pensaba que no había la más remota posibilidad de eso.

—¿Podría decirme algo? —preguntó—. ¿La historia cuenta con exactitud lo que sucedió cuando el duque se dio cuenta de que su esposa se había suicidado?

—Existen varias versiones —respondió el duque—. Una es que se sintió tan perturbado que nunca volvió aquí. Otra dice que al sentir que no podía vivir sin la mujer que amaba, también se suicidó.

Se hizo el silencio mientras Nerissa reflexionaba en lo que le ha dicho. Entonces, con voz suave y lenta, preguntó:

—¿Cree que, tal vez, la duquesa lamentó la maldición que su trágica muerte hizo caer sobre la familia y que carecía de razón, pues el duque realmente la amaba? ¿No intentaría remediarlo al decirle a alguien en dónde encontrar la guirnalda?

—En ese caso, no acudió a mí, Nerissa, sino a usted. ¡Así que es evidente que si alguien puede revocar la maldición, es sólo usted!

Nerissa contuvo el aliento.

—Ese pensamiento me amedrenta, si no soy… capaz… de encontrarla.

Parecía tan preocupada, que el duque habló, con un tono de voz muy diferente:

—Creo que debe ser sensata al respecto. No puedo creer que, después de tantos años, la guirnalda no se haya reducido a polvo si era de flores naturales, o la hubieran robado o extraviado sin saberlo. Pudieron suceder multiplicidad de incidentes con ella.

Nerissa no respondió y después de un momento, él agregó:

—¡Olvídese de fantasmas y todas esas tonterías de que sólo existen en la imaginación de quienes no tienen nada más en que pensar! Regrese a la reunión, donde se disponen a jugar a las adivinanzas para divertirse.

—Su señoría debe regresar, pero yo prefiero, si me lo permite, conocer los dormitorios principales que están en este piso.

—Si eso desea hacer, la acompañaré —indicó el duque.

Recorrieron la Galería de Retratos, llegaron a un corredor y mientras el duque abría una puerta muy alta, explicó:

—A éste se le conoce como El Dormitorio del Rey, porque aquí durmió Carlos II y creo, aunque no estoy muy seguro, que permanece tal como se mantenía en esa época.

Era una habitación suntuosa, con un techo decorado por un fresco de una pintura exquisita, un lecho con cortinajes de seda y el tipo de muebles que Nerissa habría esperado encontrar en Lyn.

Había dos retratos de un muro, pero ninguno de ellos mostraba el rostro que ella buscaba.

El duque, con una sonrisa un tanto despectiva, como si todo eso le pareciera absurdo, abrió la puerta que comunicaba con la habitación contigua.

—Éste es el dormitorio de la duquesa —indicó—, utilizado por todas la Duquesas de Lynchester. Sin embargo, debo decirle que ha sido remodelado varias veces, primero por mi abuela, después por mi madre, y quizá quede muy poco del mobiliario original.

Era la habitación más hermosa que Nerissa hubiera visto jamás, y el brocado de los muros hacía juego con el techo, simulando un cielo azul detrás de la diosa Afrodita, rodeada de cupidos y palomas.

Por la mente de Nerissa cruzó el pensamiento de que era un escenario hecho para el amor.

De pronto, al sentirse turbada por tal pensamiento, miró hacia el duque y al darse cuenta de que la observaba, se ruborizó.

—Pensé que le parecería hermosa esta alcoba. No se utilizará hasta que yo haga a casa a la dama que sea mi esposa.

«Que será Delphine», pensó Nerissa, mas no lo expresó en voz alta.

Sólo la invadió una extraña sensación protectora respecto al duque, como si temiera que Delphine lo lastimara y deseó librarlo de cualquier desdicha.

Con brusquedad, como si no deseara hablar más de su futuro matrimonio, el duque abrió otra puerta que conducía al saloncito contiguo al dormitorio de la duquesa.

Ahí también había motivaciones románticas en los cuadros de Fragonard que representaban a unos enamorados en el jardín, con cupidos que volaban sobre sus cabezas y cupidos pintados por Boucher.

También estaba decorada en el tono azul claro de los ojos de Delphine, con tintes rosados que parecían tenues rayos de luz crepuscular.

Nerissa recorrió la habitación con los ojos, estaba amueblada con piezas francesas estilo Luis XIV.

De nuevo, con el mismo tono que usara antes, el duque comentó:

—Estoy seguro de que no encontrará aquí lo que busca.

Nerissa pensó que era casi como si le complaciera probar que ella estaba equivocada y justificar su idea de que carecían de lógica las historias sobre fantasmas.

—Faltan por ver algunos otros dormitorios principales, pero sugiero que los dejemos para mañana, quizá para entonces, el fantasma de la familia haya dejado de preocuparla, Nerissa.

Era la segunda vez que la llamaba por su nombre de pila y a Nerissa le pareció muy extraño, aunque era obvio que lo hacía con toda naturalidad.

—A mí no me preocupará —respondió—. Pero tengo la sensación de que, aunque usted lo rechaza, le preocupa.

—¿Qué la hace pensar así?

—Tal vez porque es usted mucho más sensitivo que la mayoría de los hombres respecto a este tipo de cosas… —empezó a decir.

—¿Quién le dijo que era yo sensitivo? —La interrumpió molesto y Nerissa exclamó:

—¡Lo molesté! ¡Y no me proponía hacerlo! Ha sido tan amable y aún no le agradezco que me salvara de Sir Montague.

—¡No tenía derecho a comportarse como lo hizo con usted! Al mismo tiempo, fue insensato de su parte regresar sola con él y permitir que la condujera a un salón apartado.

—Lo sé —admitió contrita Nerissa—. Pero no… quise… provocar una escena.

—Prométame que no volverá a permitirlo.

—Lo prometo y sé… que fue un gran error… de mi parte.

El duque sonrió al verla tan contrariada.

—Y ahora, a menos que esté dispuesta a provocar algunos comentarios maliciosos, debemos regresar con los demás.

—Sí, por supuesto.

Se dirigieron hacia una puerta al otro extremo de la habitación.

Cuando el duque la abrió, Nerissa vio que daba acceso a un pequeño vestidor, que supuso se había usado en otros tiempos para que las damas se empolvaran la peluca, evitando así que se ensuciara su dormitorio.

Sobre el tocador, que tenía un espejo con marco en forma de corazón y en lo alto dos cupidos que sostenían una corona, sólo había una vela.

Nerissa le dirigió una mirada de admiración, mientras el duque franqueaba la puerta que conducía al corredor.

En ese momento, ella notó que en la pequeña habitación había otro mueble.

Era un gabinete de madera oscura con incrustaciones de madreperla y coral.

Habría pasado sin dirigirle un segundo vistazo si su instinto no la hubiera obligado a detenerse.

Era como si el mueble la llamara y al permanecer inmóvil, el duque, con la mano en el picaporte, preguntó:

—¿Qué sucede?

—Creo —musitó Nerissa con voz muy suave—, que éste es… el gabinete que vi… en mi sueño.

Por un momento le pareció que el duque iba a discutir con ella.

Sin hablar, cerró la puerta y regresó.

—¿Cómo puede estar segura?

—¡Lo siento! —respondió ella con sencillez.

—Deben haberlo revisado miles de veces, porque siempre ha estado en las habitaciones de la duquesa.

—Es donde ella… ocultó su guirnalda —protestó Nerissa—. ¡Estoy segura!

Como si estuviera dispuesto a seguirle la corriente, aunque a la vez pensaba que era una pérdida de tiempo, el duque encendió una segunda vela junto a la que había en el tocador.

De pie frente al gabinete, Nerissa, involuntariamente, empezó a rezar porque la desdichada novia desaparecida tantos años atrás, la ayudara a encontrar lo que buscaba.

—Las puertas del frente se abren —dijo el duque, como si la apremiara para hacer algún movimiento—, y estoy seguro de que no tienen llave.

Nerissa recordó que en su sueño no se había abierto ninguna puerta. La novia había colocado su guirnalda en algo más alto, como en un compartimento encima de las puertas del gabinete.

Pero cuando miró no había ningún cajón ahí, sólo la superficie lisa de madera pulida que se curvaba para elevarse un poco sobre las dos puertas de abajo y que era evidente que sólo se trataba del extremo superior del gabinete.

Frenética, se preguntó si parte del gabinete se habría remodelado en alguna época.

El duque no decía nada y ella pasó los dedos sobre la curva de madera laqueada, en un intento por moverla, pero encontró que nada parecía indicar que eso pudiera hacerse.

Sin dejar de rezar ni de ponerse en contacto mental con la duquesa que muriera tan trágicamente tantos años antes, pasó los dedos bajo la superficie curvada que se elevaba por encima de las puertas, pero encontró que era demasiado lisa, sin ninguna unión.

Pero, al llegar al final de la esquina, sintió una pequeña protuberancia en la punta de sus dedos y la oprimió.

Al hacerlo percibió un ligero movimiento y apretó más fuerte.

Entonces, toda la parte superior del gabinete se movió hacia adelante y Nerissa vio en el interior un delgado y poco profundo cajón donde se encontraba la que reconoció como la guirnalda que buscaba.

Por un segundo no pudo creer a sus propios ojos. El duque se acercó a ella con la vela, que levantó para que pudieran ver con más claridad lo que contenía el cajón.

—¡Es la guirnalda! —exclamó—. ¿Cómo pudo saber en dónde encontrarla después de todos estos años?

Nerissa permanecía muda, sintiendo, por un momento, como si hubiera penetrado en otro mundo, en otra época y le resultara imposible regresar.

El duque colocó la vela en lo alto del gabinete, metió la mano y sacó imposible lo que buscaban.

No era, como había supuesto Nerissa, de azahares artificiales, sino de flores formadas con diamantes y perlas. Era pequeña, de confección delicada y bellísima.

Mientras el duque la depositaba bajo la luz de la vela, al resplandecer pareció advertirle a Nerissa que ya la maldición había terminado y que los Duques de Lynchester serían felices hasta el final de sus vidas.

El duque miró incrédulo primero la guirnalda, después a Nerissa.

—¿Cómo fue capaz de conseguir lo que generaciones de mi familia intentaron por años sin ningún éxito? Todos han buscado la guirnalda porque han creído en su existencia o porque han deseado probar que toda la historia no era más que una tontería.

—Puesto que aquí está… debe ser verdad.

—Por supuesto que lo es y ahora, la desdichada novia podrá descansar tranquila y ya no inquietarnos más. La única dificultad, Nerissa, reside en cómo darle a usted las gracias.

Como si de pronto regresara a la tierra, Nerissa levantó una mano al suplicar:

—Por favor… por favor… no lo comente… allá abajo. No lo… entenderán… y no deseo hablar… de ello.

—Pero yo sí lo entiendo —afirmó el duque con voz profunda—. Así que lo mejor será devolver la guirnalda al lugar en el cual ha permanecido segura durante tantos años. Mañana regresaremos juntos para asegurarnos de que todo es cierto y no sólo una fantasía.

—Es lo que me… gustaría… hacer… su señoría y… por favor… no se lo… diga a Delphine.

—Por supuesto que no. Ya le di mi palabra, Nerissa, y no la quebrantaré.

—Me alegra… me alegra mucho… haber podido ayudarle.

—Tal vez más de lo que se da cuenta, pero ya hablaremos de eso mañana.

El duque regresó la guirnalda al cajón y mientras la cerraba, dijo con una sonrisa:

—Supongo que recordará cómo abrirlo.

—Debe existir un resorte secreto en la esquina y también colocado que nadie podría descubrirlo sin saber en dónde buscarlo.

—Usted no sabía, sin embargo, ¡lo descubrió!

Nerissa no respondió.

Pensaba en que, de algún modo, estaba predestinada a encontrarlo y que la duquesa que había ocultado la guirnalda, de una manera extraña que no alcanzaba a comprender, había guiado sus dedos para encontrar el resorte.

—Lo único que importa —dijo el fin—, es que se descubrió y cuando se case, su señoría, será muy feliz.

—Es lo que anhelo conseguir —repuso el duque.

Su mirada se cruzó con la de Nerissa a la luz de las velas y por un momento ninguno de los dos pudo desviarlas.

Después, con cierto esfuerzo, el duque se volvió para colocar la vela en el lugar de donde la había tomado.

Mientras lo hacía, Nerissa abrió la puerta y salió al corredor.

Al hacerlo sintió que despertaba de un sueño para volver a la realidad.

Pero se resistía a hacerlo.

Deseaba quedarse, vivir de nuevo la inexplicable intuición que la hiciera estar segura de que ése era el gabinete que buscaba.

También ansiaba, aunque era algo prohibitivo para ella, quedarse junto al duque.