Capítulo 7

Mientras cruzaba el vestíbulo y subía corriendo la amplia escalera, Azalea notó que los sirvientes la miraban sorprendidos, así como uno de los ayudantes del general, que salía del despacho de éste. Sin duda les parecía extraordinario verla vestida de china.

Confiaba en que Mirvin encontrara alguna excusa plausible que no enfureciera a su tío más aún que el conocimiento de que había estado en un junco chino.

Cuando entró en su alcoba, cerró la puerta con llave, como si así pudiera protegerse de la tormenta que debía estallar abajo en aquellos momentos.

¡Ahora empezaría a pagar las consecuencias de su atrevimiento! Temblorosa al pensar en lo que sus tíos dirían cuando supieran que había trabado amistad con un matrimonio chino y hecho un viaje por mar en su compañía.

Pero más aún que el problema de su trato con los Chang, le preocupaba su relación con Mirvin Sheldon. Le parecía imposible, ahora que estaba sola, aceptar que él le había pedido realmente que fuera su esposa.

Suponía que, aun de manera inconsciente, siempre había esperado que Mirvin la quisiera un poco, puesto que ella le amaba desesperadamente. Pero estaba segura de que jamás se rebajaría a casarse con una muchacha tan poco importante como ella, y que estaba, además, envuelta en las sombras de un misterio. ¿Cómo podía un hombre de su posición desear una esposa incapaz de descubrirle por completo su pasado? Y sin embargo, Mirvin le había pedido que se casara con él y pese a sus objeciones, estaba dispuesto a conseguirlo.

Azalea cruzó el dormitorio y se situó junto a una ventana desde la cual, por entre los árboles, se veía el azul del mar y más allá los picos de las montañas de China, iluminados por el oro y el malva brillante del sol poniente.

Aquella vista llena de serenidad y hermosura, infundió a Azalea un nuevo valor. ¿Por qué iba a permitir que se le negara todo lo bello y noble? ¿Por qué había de someterse a la voluntad de su tío y aceptar su decisión de que no se casara? Sabía que sus padres hubieran querido su felicidad por encima de todas las cosas, y además estaba convencida de que su madre jamás se habría dejado humillar y pisotear por el general.

Tampoco ella podía ser tan cobarde como para permitir que el amor de Mirvin se le escapara de las manos.

Se apartó de la ventana y, porque él se lo había ordenado, se desnudó y se metió en la cama. Sólo entonces se dio cuenta de lo agotada que estaba. Recordó durante unos momentos el terror que había sentido mientras estaba en poder de los piratas; pero este recuerdo fue sustituido rápidamente por el de Mirvin pidiéndole que se casara con él. Cerró los ojos para imaginar que él la tenía de nuevo en sus brazos y buscaba sus labios con ansiedad.

«Le amo», se dijo, «y aunque nunca volviera a verle, ningún otro hombre podría significar nada en mi vida…».

Con esta idea, empezaba a dormirse cuando llamaron a la puerta. En el primer momento creyó que lo había soñado, pero la llamada se repitió.

—¿Quién es? —preguntó recordando que había cerrado con llave.

—¡Quiero hablar contigo, Azalea! —No era posible dejar de advertir la dureza que había en la voz del general. Azalea ya despierta, se sentó en la cama. El corazón Te latía con fuerza inusitada y tenía seca la boca.

—Ya… ya estoy acostada, tío Frederick —dijo con esfuerzo.

—¡Abre la puerta! —Era una orden terminante. Conteniendo la respiración, Azalea se levantó de la cama, se cubrió con la ligera bata de algodón y fue con lentitud hasta la puerta. Hizo girar la llave de la cerradura y abrió.

El general le pareció más imponente que nunca con la pechera de su uniforme cubierta de medallas, que brillaban a la luz de los últimos rayos del sol poniente que entraba por una ventana del comedor.

Entró y cerró la puerta a sus espaldas.

Azalea retrocedió temerosa y se quedó a la expectativa.

—Supongo que no tiene objeto que te pida una explicación de tu vergonzosa conducta, ¿verdad? —dijo por fin el general.

—Yo… lo siento mucho, tío Frederick —murmuró Azalea.

—¿Lo sientes? ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿Cómo te has atrevido, viviendo bajo mi techo, a alternar con chinos? ¿Dónde conociste a esa gente?

—En el Orissa.

—¿Y les has visitado aun sabiendo que yo no lo aprobaría?

—Son… mis amigos.

—¿Amigos? —bufó el general—. ¿Cómo te atreves a hacer amistad con chinos, cuando sabes cuál es mi posición aquí en Hong-Kong y lo que pienso de la actitud del gobernador hacia ellos?

—Yo… pienso como él —se atrevió a declarar Azalea. Tenía el rostro muy pálido, pero la mirada que clavaba en su tío era decidida y su expresión no revelaba el tumulto emocional que había en su interior.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? —rugió el general, mientras dejaba caer su mano derecha con saña sobre la mejilla de Azalea.

Ella, tambaleándose lanzó un grito involuntario y se llevó una mano a la cara.

—¡Después de todo lo que he hecho por ti, después de que te acepté en mi casa y te reconocí como sobrina mía, a pesar de lo que me avergüenza la acción criminal de tu padre y la sangre rusa de tu madre!

El general parecía a punto de sufrir una congestión y se detuvo para tomar aliento antes de añadir:

—Pero de la hija de semejantes padres, debía haber esperado que te relacionaras con orientales, te degradaras usando su ropa y me metieras en un escándalo que sin duda llegará hasta Londres. ¿Imaginas lo que se dirá cuando se sepa que mi sobrina, viviendo en mi casa, viajó en un junco chino, fue capturada por los piratas y desafortunadamente rescatada por la Marina británica?

Espantada, Azalea oyó a su tío agregar:

—¡Sí, ha sido una desgracia que te rescataran! Habría sido mejor, ¡mucho mejor! Que los piratas te ahogasen al saber que eras inglesa o te hubiesen vendido como esclava. ¡Era lo que merecías!

El general hablaba con tanta violencia, casi escupiendo las palabras hacia su sobrina, que ésta retrocedió unos pasos.

—No contenta con hacerme aparecer como un estúpido, has despreciado las condiciones que te impuse cuando volviste de la India. ¿Recuerdas lo que te dije?

Azalea trató de contestar, pero las palabras se negaron a salir de sus labios. Le ardía la mejilla a causa del golpe y estaba temblando; pero esperaba que su tío no se diera cuenta de ello.

—Te dije que nunca permitiría que te casaras —continuó el general—, ¡que jamás daría autorización a ningún hombre para hacerte su esposa! ¡Y sin embargo, con repugnante perfidia, tú has alentado a lord Sheldon!

Por primera vez desde que su tío había entrado en la habitación, Azalea bajó los ojos. No soportaba ver su rostro congestionado por la ira, como no deseaba escuchar lo que sabía que diría a continuación:

—¿Creías acaso que iba a permitir que alterases mi decisión de que te lleves a la tumba el secreto del crimen de tu padre? ¡Nunca, entiéndelo bien, nunca permitiré que ningún hombre conozca ese baldón sobre el honor de mi familia! Creí, ¡incauto de mí!, que habías entendido por qué tenías que obedecerme…

Azalea logró recobrar su voz por fin.

—Pero yo deseo casarme con lord Sheldon… Él me quiere y yo le correspondo.

El general lanzó una carcajada seca y desagradable.

—¿Amor? ¿Qué sabes tú del amor? ¡En cuanto a Sheldon, tiene que estar loco para quererte como esposa! Lo único bueno en ti es que eres mi sobrina, pero como tío y tutor tuyo que soy, he rechazado a tu indeseado pretendiente.

—¡No! —gritó Azalea—. ¡No puedo permitir que se interponga entre nosotros! ¡Quiero casarme con él!

—Según parece, ¡Dios le perdone!, él desea lo mismo. Pero entérate bien, Azalea, de que eso no sucederá jamás. ¡Jamás!

—¿Por qué no? ¿Por qué se empeña en impedirlo? —preguntó Azalea con un repentino acceso de valor—. ¡Es injusto! Mi padre pagó el precio de lo que no fue más que un lamentable accidente. ¿Por qué he de ser castigada yo por algo que no tuvo nada que ver conmigo? ¡Tengo derecho a casarme, como cualquier mujer, con el hombre que amo!

Azalea hablaba con una decisión que nunca había demostrado antes. Sabía que estaba luchando no sólo por su propia felicidad, sino también por la de Mirvin.

—Así que estás decidida a desafiarme, ¿eh? —La voz de su tío sonaba ahora más baja, pero también más amenazadora. La miró con los ojos entornados y añadió—: He dicho a Sheldon que no permitiré ese matrimonio, pero al parecer no acepta un «no» por respuesta. Por lo tanto, tú vas a sentarte ahora mismo y le escribirás diciendo que te niegas a casarte con él, que no deseas volver a verle nunca más.

—¡No lo haré! No puedo mentir ni siquiera para complacerle usted. ¡Deseo volver a verle y quiero que sea mi marido!

—Y yo pretendo que me obedezcas —afirmó el general—. ¿Escribirás esa carta, Azalea, o tendré que obligarte por la fuerza?

Ella irguió la cabeza.

—¡Nunca lo conseguirá! —dijo desafiante.

—¡Muy bien! —contestó el general—. Como no aceptas de forma voluntaria lo que te ordeno, te impondré obediencia por otros métodos.

Alzó la mano izquierda al decir esto y por primera vez, Azalea vio que llevaba el látigo que solía utilizar para someter a sus caballos. Se quedó mirándole con incredulidad mientras él declaraba:

—Nunca he golpeado a mis hijas porque no ha habido necesidad de ello. Pero si la hubiera, no vacilaría en azotarlas como me azotaron a mí de niño y como lo haría con mi hijo si lo tuviera.

Lentamente, pasó el látigo a su mano derecha y dijo con frialdad:

—Te doy una oportunidad más. ¿Escribes esa carta o te obligo a hacerlo?

—¡Nunca la escribiré…, haga usted lo que haga! —contestó Azalea, y se le escapó un grito cuando el general, de forma inesperada, la cogió por la nuca y la arrojó boca a bajo sobre la cama.

Por un momento, pensó que aquello no podía ser cierto, pero enseguida el látigo vibró en el aire y cayó sobre su espalda. Con un esfuerzo sobrehumano de autocontrol, Azalea consiguió retener el grito que subía a sus labios. ¡No le complacería demostrando su dolor! ¡No cedería, le hiciera lo que le hiciese!

El látigo caía una y otra vez, golpeando su espalda sin piedad.

Azalea empezó a sentir como si su voluntad e incluso su propia identidad, le estuviera siendo arrancada con cada golpe. Ya no era ella misma ni era capaz de pensar. Sólo podía estremecerse con la agonía de un latigazo y esperar aterrorizada el siguiente. Era como si todo su cuerpo se estuviera disolviendo en un dolor que la recorría desde el cuello hasta las rodillas; un dolor que crecía y crecía hasta que por fin oyó gritar a alguien y se preguntó quién podría ser.

Cesaron los golpes entonces y, como si su voz le llegara desde muy lejos, escuchó a su tío preguntar:

—¿Harás ahora lo que te digo?

A ella le fue imposible contestar y el general añadió con dureza:

—Escribe esa carta o seguiré golpeándote. Tú eliges, Azalea.

Hubiera querido decirle que jamás la escribiría; pero le era imposible hablar; incluso le resultaba difícil recordar de qué carta se trataba y para quién era.

El látigo cayó de nuevo y arrancó un nuevo y agudo grito de sus labios.

—¿Escribirás esa carta?

El dolor había acabado casi por enloquecerla. Pensó que el próximo latigazo la partiría por la mitad y las palabras salieron de sus labios jadeantes y apenas audibles:

—La… escribiré.

Todo su cuerpo era como una gran herida abierta y el dolor, cuando trató de incorporarse, fue espantoso. Su tío la cogió con brusquedad de un brazo y la obligó a ponerse en pie.

—Ven al secreter.

Aferrándose a los muebles para no caer, Azalea fue a donde el general le indicaba, junto a la ventana. Se dejó caer en la silla y se quedó mirando con expresión vaga la carpeta que había sobre el secreter.

Tenías las manos temblorosas y el rostro bañado en lágrimas, aunque no se daba cuenta siquiera de que estaba llorando.

Con impaciencia, su tío abrió la carpeta, sacó una hoja de papel y se la puso delante. Mojó la pluma en el tintero y se la colocó entre los dedos.

—¡Vamos! Escribe lo que yo te dicte.

A duras penas podía ella sostener la pluma.

—Querido lord Sheldon… —empezó a dictar su tío y Azalea, con el cerebro aturdido y la voluntad completamente anulada, se puso a escribir.

—»… No acepto su proposición de matrimonio… y no quiero volver a verle jamás —siguió dictando sir Frederick, pero ahora su sobrina soltó la pluma.

—¡No! —protestó con voz trémula—. ¡No puedo escribir eso! No es cierto… Yo quiero verle… y casarme con él.

El general dejó caer con violencia el látigo sobre el secreter. El tintero saltó y estuvo a punto de derramarse.

—¿Quieres que siga golpeándote para que te muestres de acuerdo? —le preguntó—. No creas, Azalea, que vacilaré en hacerlo varias veces al día hasta que vea esa carta escrita. Y mientras tanto, no se te dará de beber ni de comer. ¿Cuánto tiempo crees que podrías desafiarme en esas condiciones?

Azalea comprendió que no podía hacer otra cosa que obedecer. La aterraba la posibilidad de tener que soportar más dolor, los verdugones que cubrían su espalda le punzaban de forma intolerable e incluso mover la mano era una agonía. Debía admitir que estaba derrotada.

Tomó la pluma de nuevo, como pudo, escribió las palabras que su tío le dictaba.

—¡Firma con tu nombre! —le ordenó luego.

Así lo hizo ella y sir Frederick cogió la hoja sin decir nada, cruzó la habitación hasta la puerta. Tomó la llave de la cerradura y salió.

Azalea oyó que cerraba por fuera. Entonces, tambaleándose, llegó hasta el lecho y cayó sobre él, ocultando el rostro en la almohada.

El dolor le impidió a Azalea conciliar el sueño hasta que apuntaron las primeras luces del amanecer. Había dormido sólo unos cuantos minutos cuando se despertó sobresaltada al oír que se abría la puerta.

Por un momento la invadió el terror de que hubiera vuelto su tío, pero al incorporarse con dificultad, vio que quien había entrado era una vieja sirvienta china que llevaba varios años trabajando en Flagstaff House. En su inglés tímido e imperfecto, le dijo que su tía ordenaba que se levantara y se vistiera inmediatamente porque iban a salir. La sirvienta llevaba también instrucciones de meter en una bolsa unas cuantas pertenencias de Azalea.

La joven vio que sólo eran las cinco de la mañana. Por más preguntas que hizo a la sirvienta, ésta no pudo decirle más el insistió en que debía darse prisa porque, de otro modo, su tía se enfadaría mucho.

Al bajar de la cama, Azalea no pudo evitar un grito de dolor. Sentía la espalda rígida y le dolía espantosamente. Mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para vestirse, porque cada movimiento era una agonía y el corsé era un instrumento de tortura para su cuerpo lacerado, no dejaba de pensar qué significaría aquello. ¿Adónde la enviaban? Tal vez hubiesen decidido devolverla a Inglaterra. En ese caso, ella podría ponerse en contacto con Mirvin cuando éste volviera.

Después de vestirse, se recogió el cabello en un moño sobre la nuca y, suponiendo que era lo que esperaba su tía, se puso un sencillo sombrero atado con cintas bajo la barbilla.

Mientras, la criada china había puesto algunas prendas de ropa interior en una pequeña maleta y ahora agregó sus útiles de aseo, la bata y las zapatillas.

—¿Y mis vestidos? —preguntó Azalea.

La china movió de un lado a otro la cabeza.

Milady dice sólo estas cosas. Yo ponel nada más.

Azalea se sintió desconcertada. Su tía no podía esperar que volviera a Inglaterra con un solo vestido para todo el viaje. Y si no la mandaban a Inglaterra, ¿adónde pensaban hacerlo? Mientras cogía sus guantes y su bolso de mano, la sirviente salió de la habitación, para volver casi en el acto.

—¡Venga! ¡Milady ya esperando!

Efectivamente, su tía la esperaba en el corredor. A Azalea le bastó una mirada para comprender lo furiosa que estaba.

—¿Adónde vamos, tía Emily?

—Lo sabrás cuando lleguemos allí —contestó su tía—. No quiero hablar contigo, Azalea. Estoy muy disgustada por tu conducta y ya que debemos viajar juntas, será en silencio.

—Muy bien, tía Emily, pero…

Antes de que pudiera decir nada más, lady Osmund se había alejado hacia la escalera y Azalea no pudo hacer más que seguirla. Ya en el vestíbulo Azalea vio que frente a la puerta principal esperaba un carruaje cerrado y de pronto se sintió muy asustada. ¿Adónde pretendían llevarla? ¿Cómo la encontraría lord Sheldon?

Sintió un loco impulso de echar a correr para ir a refugiarse, tal vez, en casa de los Chang. Pero enseguida comprendió que su tío no vacilaría en reclamarla y, por otra parte, no podía involucrar a sus amigos en aquella desagradable situación. Además, su tía ordenaría a los sirvientes que le dieran alcance y la trajeran de regreso, a rastras si era preciso. No podía exponerse a una humillación semejante.

Lady Osmund cruzaba ya el vestíbulo y ella tuvo que seguirla. A pesar de lo temprano que era, había varios sirvientes chinos para atenderla. De pronto Azalea vio que Ah-Yok estaba sujetando la portezuela abierta del carruaje y comprendió que él constituía su única posibilidad de comunicarse con Mirvin. Pero ¿qué podía decirle? ¿Qué mensaje enviarle? Entonces, cuando bajaba la escalinata, vio en el último peldaño una mancha azul. Enseguida advirtió que se trataba de una pluma, caída sin duda del ala de una urraca que había pasado volando por allí.

Azalea se inclinó rápidamente y la recogió. Su tía estaba subiendo ya al carruaje. Ella, poniendo la pluma en la mano de Ah-Yok, trató desesperadamente de recordar cómo se decía en cantones «hombre noble». No lo consiguió y murmuró apresuradamente:

—Dásela al mandarín inglés.

Ah-Yok cerró la mano sobre la pluma e inclinó la cabeza sin decir nada. Aunque Azalea le había hablado en voz muy baja, cuando se sentó en el carruaje junto a su tía, ésta le preguntó:

—¿Qué le has dicho al criado?

La portezuela del carruaje se había cerrado y avanzaban ya por el sendero.

—Le he dicho adiós —repuso Azalea.

—¿En chino? —dijo lady Osmund y golpeó con su abanico la mejilla de Azalea—. ¡No tienes por qué hablar a los sirvientes en otro idioma que el inglés! ¿No te castigó bastante tu tío por relacionarte con chinos?

Azalea no contestó. Su tía la había golpeado en el mismo lugar donde el general la abofeteara la noche anterior y tuvo que morderse los labios para reprimir un grito.

Lady Osmund no volvió a hablar.

Mientras el carruaje descendía por la colina, Azalea comprendió que iban hacia el mar, en sentido contrario al Viejo Praya. Por fin llegaron a un muelle que, según sabía, era usado para las lanchas militares. Cerca de una de ellas había varios marineros de uniforme blanco que parecían esperarlas.

Lady Osmund bajó del carruaje y Azalea la siguió por la rampa hasta llegar a bordo de la lancha militar. La joven notó que a cargo de ésta no había un oficial británico, sino chino. Comprendiendo que era algo intencionado, se preguntó de nuevo, desesperada, a dónde la llevarían.

La rampa fue subida a bordo y los motores se pusieron en marcha. Poco después atravesaban las azules aguas de la bahía. Azalea advirtió que se dirigían hacia el oeste y, cuando pasaron varias islas, hubiera querido preguntar hacia dónde iban. Pero lady Osmund se había hundido en un silencio hosco y la joven sabía que no contestaría a ninguna de sus preguntas.

Sin embargo, podía escuchar a los marineros que charlaban fuera y comprender algunas de sus palabras. Prestó atención y le pareció que uno de ellos decía algo que sonaba como «cuatro horas». Después, por lo que habló otro de los marineros, comprendió al fin a dónde iban: ¡Macao!

Había leído sobre la posesión portuguesa de Macao, que se encontraba al oeste de la desembocadura del río Perla. Distaban unos sesenta kilómetros de Hong-Kong y era la más antigua colonia europea en la costa de China.

Se trataba de un lugar que Azalea esperaba visitar mientras estuviera en Hong-Kong, ya que eran célebres sus hermosos edificios, pero ahora ¿qué iban a hacer allí?

Intentó recordar más de lo que había leído acerca de Macao.

Había algo relacionado con los juegos de azar, pero estaba segura de que eso no podía relacionarse con ella.

«¿Qué más hay allí?», se preguntó, pero no pudo encontrar una respuesta.

El sol había subido ya bastante y hacía calor. Lady Osmund se abanicaba de forma vigorosa, y Azalea hubiera querido tener también un abanico. Le gustaba el calor, pero en aquellos momentos se sentía demasiado abrumada por el dolor físico para disfrutar de él. Le ardía la mejilla lastimada y las punzadas de la espalda se le hacían más intolerables a medida que pasaba el tiempo.

Llegaron a las aguas amarillentas del río Perla, llenas de sedimentos y muy diferentes de las claras y profundas que bañaban Hong-Kong. Pronto apareció frente a ellos una estrecha bahía, sobre la que se elevaban las torres de numerosas iglesias. Había también muchos árboles en flor, rodeando las hermosas casas barrocas del siglo XVIII, construidas por los portugueses.

La lancha llegó al muelle y lady Osmund desembarcó, sin dirigir siquiera una mirada a Azalea. Ésta la siguió como si fuera un perro atemorizado.

Un carruaje cerrado las esperaba y, cuando se encontraron instaladas en él, la dama rompió su silencio de cuatro horas para contestar a la pregunta desesperada de Azalea sobre cuál era su destino.

—Te llevo a un lugar donde te enseñarán a comportarte como yo no he podido hacerlo.

—¿Pero a qué clase de lugar? —insistió Azalea.

—Tu tío y yo consideramos que es lo mejor para ti y para nosotros —contestó lady Osmund—. Hemos tratado de cumplir con nuestro deber, pero tú nos has pagado con una gran ingratitud. Esperemos que la decisión que hemos tomado impida que hechos como los de ayer se repitan.

—Pero todavía no ha contestado a mi pregunta —dijo Azalea—. ¿Dónde voy a vivir… y por qué en Macao?

En aquel momento el carruaje, que había subido una colina, se detuvo. Azalea volvió la cabeza y se asomó por la ventanilla. Vio un alto muro con una puerta enorme tachonada de clavos y, en el centro de ésta, una rejilla.

Por un momento pensó que era una iglesia. Mientras miraba tratando de comprender, lady Osmund le dijo secamente:

—Es el convento de las Hermanas Penitentes de María.

—¡Un convento! —exclamó Azalea, y el asombro le impidió decir nada más mientras su tía descendía del carruaje.

Era evidente que las aguardaban. Antes de que hubieran tocado la campanilla, la puerta fue abierta por una monja.

—Deseo ver a la madre superiora —dijo lady Osmund.

—Le espera —contestó la monja en un inglés de acento extranjero.

Azalea se preguntó por un momento si debía echar a correr, pero antes que pudiera decir nada, la pesada puerta se había cerrado tras ellas y avanzaban por un largo corredor de piso de baldosas, siguiendo a la monja. Ésta era muy anciana y, a juzgar por su apariencia y su acento, Azalea supuso que era portuguesa.

Avanzaron un largo trecho, con sus pisadas resonando por los pasillos encalados y desnudos.

Por fin la monja se detuvo ante una puerta y llamó. Una voz le ordenó en portugués que entrara y entonces abrió.

Lady Osmund y su sobrina entraron en una habitación cuadrada, amueblada sólo con varias sillas de respaldo alto, una sencilla mesa de roble y un enorme crucifijo en la pared, donde se encontraba una monja de edad madura, vestida toda de blanco y con un rosario a la cintura.

—¿Es usted la madre superiora? —preguntó la dama en inglés.

—Yo soy, lady Osmund —contestó la monja en el mismo idioma—. ¿Tiene usted la bondad de sentarse?

Lady Osmund lo hizo frente a la mesa. La monja le hizo una señal con la mano a Azalea, que ocupó otra silla.

—¿Recibió usted la carta del general sir Frederick Osmund? —preguntó lady Osmund.

—Llegó después de la medianoche —contestó la madre superiora—, pero la hermana que estaba de servicio comprendió que era urgente y me la hizo llegar enseguida.

—Sí, era muy urgente —confirmó lady Osmund—. Creo que sir Frederick le explicaba en ella lo que desea con toda claridad.

—De la carta deduzco que lo que ustedes desean es que su sobrina haga el noviciado y pronuncie luego los votos definitivos.

—Ése es nuestro deseo —declaró lady Osmund.

—¡No! —gritó Azalea—. Si eso es lo que han planeado para mí, tía Emily, ¡no lo aceptaré! ¡No me haré monja jamás!

Fue aterrador que ni una ni otra volvieran la vista hacia ella, como si no hubieran escuchado siquiera su protesta.

—Como mi marido le explicará en la carta —siguió diciendo lady Osmund—, no hay nada más que podamos hacer respecto a esta muchacha. Sin duda alguna le cuenta sus malas acciones y que ya no podemos ejercer ningún control sobre ella.

Sir Frederick me escribe muy ampliamente, en efecto —contestó la religiosa.

—Entonces creo que puedo dejarla en sus manos. Tiene usted fama de saber meter en cintura a jovencitas que necesitan corrección.

—Hemos tenido éxito en muchos casos —reconoció la madre superiora.

Sir Frederick y yo estamos profundamente agradecidos de que haya aceptado hacerse cargo de esta muchacha.

—Y nosotras estamos agradecidas —repuso la madre superiora—, por la generosa aportación de sir Frederick, que será utilizada en beneficio de la orden.

—Como usted comprenderá —dijo lady Osmund—, no queremos volver a oír hablar de esta muchacha. Creo que ni siquiera es necesario que conserve su nombre, ni éste aparecerá en sus registros, ¿verdad?

—Así es —contestó la religiosa—. Nuestra orden es de clausura. Su sobrina será bautizada en la fe católica, con un nombre que escogeremos para ella y su apellido se olvidará desde ese momento.

Azalea las miraba a una y a otra sin poder creer que lo que oía fuera verdad. ¡Era imposible que decidieran todo su futuro con unas cuantas frases!

Se puso en pie y se volvió como si quisiera correr hacia la puerta. La madre superiora le advirtió fríamente:

—Si trata de huir, la detendrán por la fuerza.

Azalea se detuvo y giró hacia ella, muy pálido el rostro y los ojos casi desorbitados.

—¡No puedo quedarme aquí! —exclamó—. ¡No quiero ser monja!

—Dios y sus tutores saben lo que es mejor para usted.

—¡Pero es que no es lo mejor! —replicó Azalea—. ¡No quiero que me encierren!

Lady Osmund se puso en pie.

—Esto es muy molesto y totalmente innecesario —dijo—. Mi marido y yo hemos cumplido con nuestro deber. No podemos hacer más. Dejo a esta muchacha en sus manos, madre superiora.

—Comprendo —dijo la religiosa—, y le prometo que rezaremos por ella y también por usted, milady.

—Gracias —contestó la dama con gran dignidad, antes de encaminarse hacia la puerta sin mirar siquiera a su sobrina. La puerta se abrió antes que ella la hubiera tocado siquiera y Azalea comprendió que la monja que las siguió hasta allí, había estado esperando a que se marchara.

Azalea se volvió hacia la madre superiora.

—Por favor, escúcheme —replicó—. Déjeme explicarle lo que sucedió y por qué me han traído aquí.

—Habrá tiempo más adelante para que escuche todo lo que tenga que decirme —contestó la madre superiora—. Ahora venga conmigo.

Salió de la habitación y Azalea, suspirando, la siguió. Había varias monjas esperando en el pasillo y la joven tuvo la impresión de que estaban allí para impedir que huyera corriendo y para obligarla, si era necesario, a hacer lo que ordenase la superiora.

Fue conducida hasta un corredor donde había una larga hilera de puertas negras, cada una con su rejilla en el centro. Azalea supuso que allí estaban las celdas de las monjas. La que, al parecer, era la encargada de las llaves, se apresuró a abrir una de las puertas.

Obedeciendo una señal conminatoria de la madre superiora, Azalea entró en la habitación. Era la más pequeña que había visto nunca.

Tenía una ventana muy alta, desde la que sólo se veía un trocito de cielo, y su mobiliario estaba compuesto por un camastro, sobre el cual pendía un crucifijo, un jarro y una jofaina sobre una mesita y un banquillo de madera.

—Ésta es su celda —dijo la madre superiora.

—Pero quiero explicarle… —empezó Azalea.

—Conozco su comportamiento —la interrumpió la religiosa—, y sé las muchas penalidades que ha causado a quienes pretendían ser bondadosos con usted. Quiero darle tiempo para pensar en sus pecados y arrepentirse de ellos. No verá a nadie en seis días. Le traerán de comer aquí y una vez al día, la llevarán al patio para hacer ejercicio. Después seguirá meditando sobre sus pecados y su alma inmortal. Al cabo de este tiempo, volveré a hablar con usted.

Dicho esto, la madre superiora salió de la celda y la puerta se cerró tras ella. Se oyó girar la llave en la cerradura y después los pasos de las monjas que se alejaban por el corredor.

Luego, silencio. Un silencio absoluto en el que Azalea creyó oír cómo se le rompía el corazón.