Capítulo 6
Por un momento, Azalea sintió como si su cerebro estuviera lleno de algodón y no pudiera pensar. Pero Kai-Yin sollozaba de forma inconsolable y ella debía hacer algo para consolarla.
—Tal vez el señor Chang esté a salvo —dijo—. Quizá no le han matado y le tengan sólo prisionero.
—Si prisionero, yo verlo en cubierta —contestó Kai-Yin y siguió llorando sobre el hombro de Azalea.
Ésta murmuró:
—Creí que los piratas ya no existían, que los habían exterminado.
—Siempre hay piratas —murmuró Kai-Yin.
Azalea trató de recordar lo que había leído acerca de ellos en el libro sobre Hong-Kong que encontró en la biblioteca del Orissa. Se trataba de una historia de la colonia y había obtenido mucha información concreta sobre ella.
Un aspecto que se describía con detalle era el daño que hacían los piratas a los barcos mercantes, al iniciarse la ocupación británica. Pero Azalea estaba segura de que también afirmaba que en años recientes la Marina inglesa había acabado con ellos prácticamente.
Kai-Yin seguía llorando y Azalea pensaba desesperadamente en lo que podían hacer.
Estaba claro que los piratas no esperaban encontrar mujeres a bordo, pero el temor de Kai-Yin acerca de que pudieran ser vendidas apuntaba una posibilidad y Azalea temblaba sólo de pensar en ello. ¿Cómo podrían escapar? Y lo que era más importante, ¿hacia dónde las llevaban?
Notó que el satén de su túnica estaba ya mojado por las lágrimas de Kai-Yin, pero ésta no lloraba ya con tanta violencia como al principio.
—Trata de ser valiente —le rogó—. Quiero que me digas todo lo que sepas sobre el secuestro de mujeres. Prefiero estar preparada para lo que pueda suceder y no recibir una impresión repentina cuando ocurra.
Con visible esfuerzo Kai-Yin levantó la cabeza del hombro de Azalea y sacó un pañuelito de seda de las anchas mangas de su túnica para enjugarse los ojos.
Aunque parecía una mujer típica china, desvalida y sumisa, Kai-Yin era muy inteligente; pero a Azalea le llevó algunos minutos comprender lo que le decía, ya que estaba demasiado agitada para hablar en otro idioma que no fuera cantones. Sin embargo, paulatinamente fue haciéndose una idea de lo referente al secuestro de muchachas y niñas, que había provocado un agudo conflicto entre las leyes británicas y las costumbres chinas.
Según Kai-Yin, el número de secuestros había aumentado porque las jóvenes eran vendidas en el extranjero por precios de hasta trescientos cincuenta dólares.
—En Hong-Kong, el precio no pasaba de cuarenta y cinco.
Pero, tal como había dicho el general, los intentos por impedir los raptos se habían estrellado contra la costumbre china, profundamente arraigada, de comprar niños para adoptarlos, sobre todo de mujercitas que se convertían en sirvientas domésticas. Este proceso era llamado mui-tsai.
—¿Crees que sería conveniente decir a los piratas que soy inglesa? —preguntó Azalea.
—¡No, no! ¡Es muy peligroso! —Casi gritó Kai-Yin—. Algunos piratas respetan a los chinos, pero matan a los ingleses. Tú finge ser china.
Azalea pensó cuánto tiempo podría mantener el engaño, teniendo en cuenta lo mal que hablaba el idioma. Kai-Yin pareció adivinar sus pensamientos.
—Yo hablaré —dijo—. Tú no digas nada.
En aquel momento, advirtieron que el barco en el cual se encontraban, empezaba a moverse, y comprendieron por qué el camarote había estado a oscuras: la única tronera estaba pegada al casco del junco.
Al ver que la luz del sol empezaba a entrar a través del vidrio sucio y manchado de sal, Azalea se levantó para mirar por él y entonces lanzó una exclamación de horror.
—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que ves? —inquirió Kai-Yin.
Azalea decidió no decirle la verdad: ¡los piratas habían prendido fuego al junco del señor Chang! Podía ver las llamas lamiendo la base de las velas y una espesa columna de humo negro se elevaba desde el salón.
Recordó haber leído que los piratas vaciaban los barcos apresados de cuantos objetos de valor había en ellos y después les prendían fuego para que no quedaran pruebas en su contra. La destrucción de una embarcación tan hermosa como la del señor Chang le parecía a la joven un crimen; pero aún peor era el temor de que hubiera quedado a bordo alguien vivo. No había señales de ello en el junco, pero Azalea no pudo menos de preguntarse qué habían hecho los piratas con los marinos a los cuales vio maniatar.
Volviéndose hacia Kai-Yin, dijo con voz tan serena como las circunstancias se lo permitían.
—Nada. Me he asustado al ver que navegamos en dirección contraria a Hong-Kong.
No había nada que pudieran hacer, pensaba, y era absurdo angustiar más a Kai-Yin sobre la suerte que habría corrido su esposo.
Se sentó de nuevo encima de la pila de sacos y agregó:
—Debemos ser valientes. No ganaremos nada haciendo escenas o provocando a nuestros secuestradores. ¿Dónde crees que nos llevarán?
Kai-Yin se encogió de hombros.
—Muchos lugares —repuso en inglés—. Todos dan gran dinero por muchas chinas clase alta.
—Descubrirán que no soy de clase alta en cuanto vean mis pies —observó Azalea.
—Entonces tú ser sirvienta.
Aunque Azalea consideraba que aquello era preferible al otro destino, no dejaba de aterrorizarla lo que podía depararle el futuro.
Ahora que el barco estaba ya en alta mar, se escuchaba mucho movimiento de bultos. Azalea supuso que los piratas estaban bajando y colocando, cerca del camarote donde ellas se encontraban, los cofres que habían traído del junco del señor Chang.
Kai-Yin, que llevaba un rato callada, dijo de pronto con voz firme y tranquila:
—Ningún hombre tocar esposa de honorable señor Chang. ¡Yo morir!
Azalea la miró consternada.
—¡No debes decir tal cosa!
—Yo mato a mí misma —declaró—. ¡Mejor que ser infamada, insultada y perder honor!
—No es cuestión de perder el honor —dijo Azalea, aunque sabía lo mucho que eso suponía para la mentalidad china—. Significaría que renunciaba a la esperanza de ser rescatada. En Occidente decimos: «Mientras hay vida, hay esperanza».
—No esperanza —dijo Kai-Yin—. Yo, esposa hombre honorable. El señor Chang querer yo morir.
—¡No puedes estar segura de eso! —protestó Azalea, aunque comprendía cuánto significaba para Kai-Yin la humillación de perder el honor. Existía una dignidad en ella que no había revelado hasta entonces, sin duda porque era siempre difícil interpretar sus emociones, dada la impasibilidad de su rostro.
Estaba sentada con la espalda erguida y los ojos convertidos en dos ranuras.
—Por favor, Kai-Yin —suplicó Azalea—, no pienses en algo tan horrible. ¡Además, no puedes dejarme! ¡Me sentiría aterrorizada sin ti!
—Nosotras separarnos al ser vendidas —contestó Kai-Yin—. Donde yo vaya, hay cuchillo. Es fácil morir con cuchillo.
—¡Por lo que más quieras, no hables así! —suplicó Azalea—. Es malo…, es un pecado quitarse la vida.
—Dioses chinos comprender —replicó Kai-Yin.
Azalea utilizó todos los argumentos que se le ocurrieron, pero comprendió al fin que ninguno había convencido a su amiga. Le parecía que ésta había crecido de pronto. De la suave, dulce y joven esposa de un hombre mayor, se había convertido en una mujer de principios firmes, cuya idea de la honorabilidad no podía arrebatarle nadie.
Desolada, Azalea comprendió que si Kai-Yin decía que se mataría, lo más probable era que lo hiciera. La vida siempre había tenido poco valor para los chinos, sobre todo para las mujeres. Las niñas que sobrevivían podían considerarse afortunadas. Según había leído Azalea, a las afueras de algunas poblaciones chinas había un cartel con esta indicación: «Prohibido ahogar niñas aquí».
Muchas criaturas de sexo femenino eran consideradas un desastre económico para la familia y, para evitarlo, la pequeña era dejada al sol hasta que moría o, de manera más piadosa, asfixiada y sepultada apresuradamente para que nadie supiese la vergüenza de que hubiera nacido otra niña.
Para Azalea era algo horripilante que Kai-Yin, con sólo diecisiete años, tuviera que morir por su propia mano. Sin embargo, no podía menos de preguntarse si aquello, después de todo, no sería lo mejor que podía sucederle. ¿Resistiría ella la ignominia de ser vendida a un amo que la trataría como esclava? O, peor todavía, ¿forzada a llevar una vida inmoral como concubina o prostituta?
Azalea no era tan ignorante con respecto a ciertas cuestiones como la mayoría de las muchachas inglesas a su edad, ya que había leído mucho y vivido en países donde se tenía un concepto más amplio de la sexualidad.
Sabía lo que el coronel Stewart, a quien su padre había matado, intentaba hacer con la hija del dhirzi después de haberla golpeado. No era la primera vez que aquel degenerado hacía una cosa así y los rumores sobre su conducta habían llegado hasta Azalea, pese a que su madre procuraba evitar que se enterara de tales perversidades.
Como solía conversar con los sirvientes indios, sabía que para ellos el amor físico era algo hermoso, un regalo de los dioses; por eso adoraban el acto de la fertilidad. Azalea sabía lo que significaban los símbolos fálicos de los templos y, debido a que había pasado la mayor parte de su vida en la India, la belleza y la maravilla de Krishna, el dios del amor, era para ella lo que podía significar que un hombre y una mujer se pertenecieran el uno al otro y se convirtieran en un solo ser.
Los indios poseían una moralidad muy arraigada. Sus mujeres se mantenían aisladas y la pureza de la vida matrimonial era muy respetada. Eso era lo que Azalea confiaba encontrar algún día en el matrimonio. Pero lo que la esperaba ahora, si su amiga estaba en lo cierto, no era nada parecido, sino sucio y desagradable.
«Kai-Yin tiene razón», se dijo. «¡Yo también debo morir!».
Comprendía que si algún hombre la besaba después de haberlo hecho Mirvin Sheldon, ella se sentiría degradada. Le había amado desde el momento en que la tomó en sus brazos por primera vez; era lo que le había impedido oponerse a sus caricias.
Sólo podía hablarse realmente de amor cuando una persona pertenecía a otra de forma instintiva, no sólo de cuerpo, sino también mental y espiritualmente. Amor era aquella magia que atraía a dos seres como si hubieran formado parte el uno del otro en una existencia pasada y fuera espiritualmente indivisible.
«Yo le pertenecí anteriormente», se dijo Azalea. «Por lo tanto, nunca podré pertenecer a otro hombre».
Decidió que, cuando la subieran a cubierta, se arrojaría al mar. Como no sabía nadar, se ahogaría irremediablemente. Su último pensamiento sería para Mirvin. Tal vez él la recordase alguna vez en el futuro, cuando se encontrara en un jardín tan hermoso como el del señor Chang, o cuando viera pasar volando una urraca azul.
—«¡Esperemos que nos traiga buena suerte!» —había dicho Mirvin.
Pero no era la buena suerte lo que esperaba a Azalea, sino la muerte; las olas verdes cerrándose sobre su cabeza, mientras ella se hundía hasta el fondo del mar.
Como sus pensamientos se hicieron insoportables, Azalea se levantó para ir junto a la tronera. Esperaba echar una última mirada al junco en llamas, pero ahora el barco pirata había dado la vuelta para aprovechar el viento y no se podía ver nada, excepto una isla verde y montañosa a lo lejos.
Kai-Yin permanecía callada y Azalea supuso que estaría rezando a Kuan-Yin, diosa de la misericordia.
«¡Oh, Dios mío, ayúdanos… Envía a alguien que nos rescate!», rezó también ella, pero sintió como si su oración fuera débil e ineficaz. Entonces recordó lo que su madre le había dicho en cierta ocasión: que las plegarias surgidas del corazón son siempre escuchadas.
Estaban visitando un templo indio y Azalea, muy pequeña entonces, observó que las mujeres, con sus saris multicolores, oraban ante el altar del dios elefante.
—¿Cómo pueden creer que esa graciosa figura con cabeza de elefante pueda escucharlas, mamá? —preguntó.
—Es la fe lo que cuenta, Azalea —contestó su madre—. Cuando una oración sale del corazón, siempre hay alguien que la escucha, alguien demasiado grande y maravilloso para que nosotros podamos comprenderlo. Aunque puede tomar diferentes formas según los distintos pueblos, Dios es el mismo para todos.
Azalea era entonces demasiado pequeña para entender con exactitud lo que su madre quería decirle; pero más adelante, cuando creció y llegó a sabré algo de las religiones orientales, comprendió que los sacrificios que hindúes, musulmanes y budistas ofrecían a sus dioses tenían la misma intención, aunque esos dioses tomaran formas distintas en cada caso.
Ahora estaba segura de que Kuan-Yin, la diosa de la misericordia a la cual oraba Kai-Yin, y el Dios al que ella misma se dirigía, eran uno solo.
«Por favor…, por favor, ayúdanos», suplicó nuevamente e imaginó que su plegaria era llevada en alas de un pájaro azul.
De pronto se escuchó una explosión repentina, tan fuerte que todo el barco pareció vibrar con ella. Azalea dejó escapar un grito y rodeó con sus brazos a Kai-Yin como para protegerla. La joven china se aferró a ella.
—¿Qué… sucede? —preguntó en un murmullo, evidentemente asustada.
Cualquier respuesta que Azalea hubiera podido darle fue ahogada por el ruido ensordecedor de un cañón que alguien disparaba desde la cubierta que había por encima de ellas.
Hubo otra explosión y Azalea comprendió que provenía de algún barco que los atacaba.
La bala no dio en la embarcación pirata, pero estalló muy cerca, provocando una oleada de agua que se esparció sobre la cubierta y cayó después por los lados, cubriendo por un momento la tronera. Azalea corrió hacia ésta para mirar al exterior.
—¡Es un barco inglés, Kai-Yin! —gritó.
Por un momento, su amiga la miró como si no comprendiera lo que había dicho.
—¡Puedo ver la insignia blanca! —volvió a gritar Azalea—. ¡Estamos a salvo, Kai-Yin…, a salvo!
—¡Ellos matarnos! —gritó a su vez la joven china—. ¡Piratas matarnos antes que marineros británicos subir a bordo!
Vibraba el terror en su voz y Azalea comprendió que era muy probable lo que aseguraba. Sus secuestradores podían resignarse a ser juzgados por piratería, pero si había también una acusación de rapto, la sentencia sería más grave aún.
Mientras lo pensaba oyó pisadas que descendían por la escalerilla y corrió a la puerta del camarote. Había un pestillo por el interior. Era en realidad sólo un trozo plano de madera que se encajaba en el orificio hecho en el marco; pero Azalea se apresuró a echarlo.
Acababa de hacerlo cuando oyó que descorrían el cerrojo de afuera y enseguida empujaron la puerta con intenciones de abrirla.
Azalea extendió ambas manos y las apoyó contra la hoja de madera con todo su peso. Se daba cuenta de que su fuerza no podía compararse con la del hombre o los hombres que trataban de llegar hasta ellas; pero entre ella y el rústico pestillo, tal vez pudiera resistir hasta que el barco fuera abordado.
Los ruidos de arriba se volvieron ensordecedores. Después de un corto intercambio de disparos de fusil, Azalea oyó órdenes dadas en cantones, pero por una voz muy inglesa.
Ahora la puerta del camarote estaba siendo sacudida con furia. El pestillo, aunque crujiendo y a punto de saltar hecho astillas, resistió. De pronto Azalea oyó que quien empujaba echaba a correr, alejándose de allí. A continuación se escucharon también pasos que descendían la escalerilla y una voz, tal vez la misma de antes, dijo en inglés:
—¡Aquí está la carga! ¡Opio, como era de esperarse!
Apoyada todavía en la puerta, Azalea sintió que su cuerpo perdía fuerzas. Jadeante, volvió la cabeza y vio que Kai-Yin no se había movido. Seguía sentada sobre los sacos y parecía una flor con su túnica de alegres colores, muy pálido el rostro, como si aún no se atreviera a aceptar que estaban salvadas, como si todavía se estuviera preparando para el momento en que debía morir.
—Será mejor que retire todo esto de aquí —sonó una voz afuera—, y vea si hay alguien en estos camarotes.
Con mano temblorosa, Azalea desechó el pestillo y abrió la puerta.
Afuera había un oficial uniformado de blanco examinando la fila de cofres robados en el junco del señor Chang. Junto a él había varios marineros con su uniforme característico. Todos se volvieron para mirar a la joven y, en aquel momento, alguien empezó a bajar la escalerilla. Cuando llegó al pie de ésta, Azalea giró la cabeza.
Por un momento le fue imposible moverse.
—¡Azalea! —oyó pronunciar su nombre.
Entonces corrió hacia él y sintió cómo sus brazos la rodeaban. Era como alcanzar el cielo. ¡Su plegaria había sido escuchada!
* * *
Mientras el barco inglés Furia los llevaba de regreso a Hong-Kong, Azalea, que se encontraba sentada en un camarote con Mirvin, se enteró de lo que había sucedido.
En la cabina de al lado se encontraba Kai-Yin, sentada junto a un catre en el que yacía el señor Chang con un brazo vendado.
—Fue el junco incendiado lo primero que vimos —le explicó Mirvin—. Uno de los marineros nos lo indicó y el capitán Marriott sospechó en el acto que podía ser obra de los piratas.
—»Roban y queman —me dijo—. Y a menos que tengamos la suerte de ver al junco cuando empieza a incendiarse, no hay forma de relacionarlos con el crimen, una vez que tienen la carga en su propio barco.
»Nos dirigimos rápidamente al junco en llamas y, cuando nos acercamos a él, dijo el capitán Marriott:
—»Creo que es el del señor Chang. Siempre lo he admirado; me parece el mejor que hay en toda Bahía Victoria.
Mirvin oprimió con mayor fuerza los hombros de Azalea al decir:
—Fue entonces cuando sentí miedo.
—¿Pensó que yo podía estar a bordo?
—¡Haces cosas tan extrañas, que ya nada me sorprende!
—¿Y qué hacía usted en este barco, milord? —preguntó ella.
—Había hecho gestiones para visitar varios barcos de guerra británicos y el capitán Marriott fue designado por el gobernador para que me acompañara. Comimos en el barco, visitamos dos cañoneros e íbamos ya de regreso a la bahía. ¡Gracias a Dios, te he encontrado a tiempo!
Azalea apoyó la cabeza en el hombro de él.
—Kai-Yin pensaba que los piratas que nos habían raptado… nos venderían —murmuró.
—Debes olvidar lo que podía haber sucedido. Son cosas que ocurren una vez en la vida —le aconsejó Mirvin con voz tranquila—. La piratería ha sido combatida con tanta eficacia por la Marina británica, que precisamente a la hora de la comida me decía el capitán que hay ya muy poco qué hacer para los cañoneros actualmente.
—Los piratas son… espantosos —dijo ella, estremeciéndose.
—Se muestran agresivos deliberadamente porque así sus víctimas hacen lo que les exigen sin rechistar.
—¡Pero dispararon contra los marineros del señor Chang!
—Sí, mataron a un hombre y serán castigados por ello.
—¿Por qué hirieron al señor Chang?
—Él opuso resistencia, así que le dispararon. Afortunadamente, la bala sólo le rozó el hombro, pero fue lo bastante listo para comprender que lo mejor era fingir que estaba muerto. Se quedó inmóvil en la cubierta, cerró los ojos… ¡Y ya no volvieron a ocuparse de él!
—¡Cuánto me alegro! —exclamó Azalea, recordando la desesperación de Kai-Yin.
—Cuando los piratas se marcharon, el señor Chang trató de apagar las llamas con su único brazo sano.
—Es un hombre valeroso.
—Mucho. Y fue doble suerte que estuviera vivo, porque de otra manera no hubiéramos podido seguir a los piratas con tanta premura, para salvarte a ti y a la señora Chang.
—¿Qué sucedió con los demás tripulantes? —preguntó Azalea.
—Los encontramos atados en la cubierta del barco pirata. Me imagino que la mayor parte de ellos, para salvar la vida, se habrían unido a los piratas, que siempre andan buscando marineros hábiles. Los que se niegan a hacerlo, pocas veces viven para contarlo.
Azalea se estremeció de nuevo.
—Ha sido una experiencia terrible para ti —dijo Mirvin—, pero quiero que seas sensata y la borres de tu mente. La piratería será combatida con mayor energía que nunca. El gobernador está decidido a hacerla desaparecer y ahora tengo un motivo personal para apoyarle.
Su voz se había hecho muy tierna al pronunciar la última frase. Puso una mano bajo la barbilla de Azalea y le hizo levantar el rostro.
—Nunca sabrás lo que he sentido al saber que ibas prisionera en el barco pirata. ¿No te han hecho ningún daño?
—No —contestó Azalea—. Sólo nos encerraron en el camarote… Pero el último momento, fue aterrador, cuando Kai-Yin pensó que nos matarían antes de que subierais a bordo. Un hombre trató de abrir la puerta, pero yo la aseguré por dentro.
—Has sido muy valerosa, amor mío —dijo Mirvin inclinándose sobre ella y sus labios se encontraron. La besó de forma apasionada, pero diferente a como lo había hecho en las otras ocasiones. Azalea comprendió que era porque había sentido miedo de lo que pudiera sucederle.
Una vez más, ella sentía el éxtasis que sus besos le causaban siempre.
—¡Te amo! ¡Dios mío, no sabes cuánto te quiero! —exclamó Mirvin levantando un momento la cabeza y de nuevo se puso a besarla con ansiedad en la frente, los ojos, las mejillas, la suavidad del cuello y otra vez en la boca.
Como Azalea estaba vestida al estilo chino y no le estorbaban las varillas del corsé, su cuerpo se moldeaba, suave y flexible al de él. Sus corazones latían al unísono y era como si ambos formasen un solo ser.
—¡Te quiero! —repitió Mirvin, observando el rubor de sus mejillas y sus labios entreabiertos—. Dime ¿cuándo podrás casarte conmigo?
Al oír estas palabras, se puso rígida de pronto. Lentamente, se fue alejando de Mirvin, presionando sus manos contra el pecho de él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te sucede? —inquirió Mirvin.
—¡No puedo… casarme contigo!
—¿Por qué no? ¡Tú me quieres, lo sé!
—Sí, te quiero —reconoció Azalea—. Te quiero con todas las fibras de mí ser…, ¡pero nunca me permitirán ser tu esposa!
—¡No digas absurdos! —empezó a protestar Mirvin, pero de pronto cambió de tono—. ¿Otra vez con tus secretos? Sin importar cuáles puedan ser, ¿importan más que nuestro amor y el hecho de que nos pertenecemos el uno al otro?
—Importan, porque no puedo decirte cuál es mi secreto… y porque debido a él, mi tío nunca permitirá que me case contigo.
—¡Hablaré con el general!
—¡No! ¡Sería inútil!
—Entonces si tu tío no da su consentimiento, ¡nos casaremos sin él! —dijo Mirvin con firmeza.
—Pero el general es mi tutor —objetó Azalea.
Ambos sabían que un tutor no sólo podía concertar un matrimonio, sino también impedirlo legalmente. Una muchacha estaba completamente bajo la jurisdicción de su tutor, como lo estaba bajo la de sus padres en vida de éstos. Además, aunque Azalea hubiera sido mayor de edad, el general podría seguir rechazando a cualquier pretendiente, sin consultarla a ella siquiera.
Tras un breve silencio, Mirvin dijo con voz grave:
—Ésta es la primera vez en mi vida, Azalea que le pido a una mujer que se case conmigo. No tenía intenciones de perder nunca mi soltería y, aunque admito haber tenido muchas aventuras amorosas, hasta ahora no había estado realmente enamorado.
Observó la expresión ansiosa de ella y la besó brevemente en los labios. Fue una caricia muy ligera, pero con ella manifestaba Mirvin su devoción por la mujer amada.
—Creo que la noche que te besé por vez primera —continuó diciendo—, supe que algo perfecto y único me había sucedido. No podía olvidar la dulzura de tus labios bajo los míos y no podía menos de advertir las sensaciones extrañas, fuera de lo común, que el beso provocaba en ambos. No me equivoco al pensar que tú sentiste lo mismo, ¿verdad?
—No, no te equivocas —contestó Azalea—. Fue tanto, que no pude evitar que me besaras…, aunque sabía que debía impedírtelo… Y luego no podía creer que fuera verdad aquella magia que parecía trastornar mis sentidos.
—Ésa es la palabra adecuada. Fue una cosa de magia, aunque me dije que tal vez estuviese equivocado… o que el whisky del general era demasiado fuerte.
—¿Y… cuando volviste a verme? —preguntó Azalea.
—Comprendí que eras la mujer que había estado buscando toda mi vida, aunque no supe reconocerlo al principio. No quería aceptar que en realidad deseaba casarme contigo. Y sin embargo, ahora creo que mi corazón estaba ya seguro de que nos pertenecíamos el uno al otro, aunque el cerebro insistía en mostrarse escéptico.
Riendo, Mirvin agregó:
—Me confundías y asombrabas, como todavía me ocurre. Aún tienes que explicarme por qué leíste el expediente secreto sobre Hong-Kong que posee tu tío el general, por qué hablas ruso y por qué me rehuías en el barco.
Una vez más puso los dedos bajo la barbilla de Azalea y la obligó a mirarle.
—¿Cómo pudiste hacer que perdiéramos tanto tiempo? Mientras estuvimos en el Orissa, hubiese podido tenerte muchas veces entre mis brazos, besarte horas enteras…
Sus labios estaban ya en los de ella al decir la última palabra. Azalea sólo se dio cuenta del creciente deseo que surgía en ella, de la emoción intensa que le hacía difícil respirar.
—¡Te deseo! —dijo Mirvin con voz profunda—. ¡Te quiero ahora, en este momento y para toda la eternidad! ¡Eres mía, Azalea, me perteneces!
—Creo lo mismo que tú —murmuró Azalea—, y siento que nos hemos pertenecido en existencias anteriores.
—Estoy seguro de ello, amor mío. He vivido en la India lo suficiente para saber que no hay ninguna otra explicación razonable para las luchas, el hambre y las desdichas de la humanidad. ¡Mi felicidad está en ti!
—Y la mía, en ti —murmuró Azalea.
—Entonces volvemos a donde empezamos —dijo Mirvin con una leve sonrisa—. ¿Cuándo te casarás conmigo?
—No me comprendes —dijo Azalea con aire desolado—, y no hay nada que pueda hacer para convencerte… Sólo puedo asegurarte que te amaré toda mi vida e incluso más allá de esta…, pero nunca me permitirán ser tu mujer.
—¡Olvídate del más allá! —exclamó Mirvin—. De momento lo que me interesa es el presente. Te quiero, Azalea, y mi intención es conseguirte. Puedes estar segura de que no me doy por vencido con facilidad.
Sólo cuando oyeron voces dando órdenes en la cubierta, volvieron a la realidad y se dieron cuenta de que habían entrado en la bahía. Entonces, con el corazón oprimido de angustia, Azalea recordó que tenía que volver a Flagstaff House. Tendría que dar explicaciones sobre dónde había estado y por qué iba vestida de china. Se apartó de Mirvin sintiendo que los problemas y dificultades a que debía enfrentarse se precipitaron sobre ella como una avalancha.
Debido a la profunda y sutil compenetración que había entre ellos, Mirvin comprendió lo que Azalea estaba pensando.
—Yo daré todas las explicaciones del caso —dijo con suavidad—. Todo lo que importa es que estás a salvo y así se lo haré comprender a tu tío.
Ella se estremeció.
—Tal vez no hayan vuelto todavía —dijo con voz débil, aunque sabía que no había ninguna esperanza al respecto. El sol se ocultaba ya y Azalea supuso que serían más de las seis, la hora que el general se marcaba siempre como límite máximo para regresar a casa.
—¡Déjalo todo en mis manos! —repitió Mirvin y la besó con ternura en la frente.
Azalea se despidió de Kai-Yin con mucho cariño prometiendo ir a verles tan pronto como pudiera. Después de despedirse también del capitán Marriott y darle las gracias, Azalea subió a un carruaje cerrado, que debía conducirla, en compañía de Mirvin, a Flagstaff House.
Temerosa de lo que le esperaba, deslizó una mano en la de él y se sintió reconfortada por la cálida fuerza de los dedos masculinos.
—No debes tener miedo —le aseguró él—. Confía en mí, Azalea. Te prometo que me saldré con la mía como de costumbre.
—Quisiera creerte —contestó la joven—. Confío en ti y lo sabes.
—Entonces no te preocupes tanto, amor mío. Tienes los ojos más hermosos que he visto nunca, pero quiero que desaparezca de ellos esa expresión de temor. Quiero verte feliz y tranquila, y he de lograrlo aunque me lleve toda la vida.
Azalea apoyó su mejilla en el hombro de Mirvin un momento.
—Soy completamente feliz cuando estoy contigo. He sido tan desdichada estos últimos años, desde que murió mi padre, que tu amor es para mí como salir de un túnel oscuro hacia la luz.
—¿Cómo murió tu padre? —preguntó Mirvin.
Azalea se puso rígida. No esperaba que él le hiciera aquella pregunta y no había pensado en qué respuesta darle.
Sin darse cuenta, sus dedos oprimieron los de Mirvin. Después, advirtiendo que él aguardaba una contestación a su pregunta, tartamudeó:
—De tifus…, murió de tifus.
Los ojos de Mirvin estaban fijos en el rostro de ella y con una expresión que, si Azalea no hubiera estado mirando hacia otro lado, habría reconocido de inmediato.
El carruaje llegaba ya a las puertas guardadas por centinelas de Flagstaff House.
—Quiero que te vayas a la cama en cuanto lleguemos —dijo Mirvin a la joven—. Has pasado por una experiencia agotadora. Yo hablaré con tu tío. Sube directamente a tu cuarto y procura dormir, querida mía. Mañana todo estará arreglado.
Ella nada dijo, pero Mirvin comprendió que estaba asustada. Su instinto siempre despierto, le había revelado que el secreto de Azalea estaba relacionado con su padre.
El coche se detuvo al fin frente a la residencia. Cuando el lacayo bajó para abrir la portezuela, Mirvin insistió:
—Haz exactamente lo que te digo, Azalea: Vete enseguida a tu habitación.
Ella le miró con los ojos llenos de sombras.
—¡Te quiero! —musitó, se dio la vuelta y descendió del carruaje.