Capítulo 1

1880

—Aquí tiene, señorita Azalea. He terminado los emparedados para el señor. Ahora voy a buscar a mi marido para que los lleve.

—No se preocupe, señora Burrows —dijo Azalea—. Yo los llevaré. Usted siéntese y descanse un poco.

—Le confieso, señorita, que siento como si las piernas no fueran mías. Y la espalda parece que se me va a partir en dos.

—Siéntese —rogó Azalea—. Ha sido demasiado para usted.

Así era, en efecto, pero la joven sabía bien que habría sido inútil decírselo a su tía. Le parecía una verdadera crueldad que una pareja de ancianos como los Burrows, tuvieran que hacerse cargo de aquella fiesta que su tío, el general sir Frederick Osmund, y su esposa ofrecían en aquellos momentos antes de su partida de Inglaterra.

Los Burrows habían servido al padre del general hasta su muerte. Desde entonces, vivían en la mansión Battlesdon como simples encargados y, desde luego, no esperaban que se les exigiera seguir trabajando a su edad.

Pero dos meses antes de partir hacia Hong-Kong, el general Osmund, junto con su esposa, sus hijas gemelas y su sobrina, había ido a instalarse en aquella casa de Hampstead.

Aunque fueron contratados varios sirvientes más, éstos carecían de experiencia y era Burrows, el mayordomo, quien tenía que batallar con ellos, mientras que su esposa se veía obligada a regentar la cocina.

Acostumbrada a los criados indios, que obedecían hasta sus mínimos deseos y cuyo mantenimiento era muy barato, tanto en sueldo como en comida, lady Osmund no había hecho ningún esfuerzo por adaptarse a las condiciones de vida en Inglaterra. Con los salarios de miseria que insistía en pagar, sólo había podido conseguir sirvientes muy jóvenes e inexpertos que, como repetían los Burrows, estorbaban en lugar de ayudar.

Era inevitable por tanto, pensó Azalea, que al celebrarse la fiesta, a ella la relegaran a la cocina.

—La señora Burrows no dará abasto, tía Emily —había dicho a lady Osmund—. La nueva ayudante de cocina es media retrasada mental y la muchacha que viene para fregar los platos creo que debería estar en un manicomio.

Con una expresión desagradable que Azalea conocía demasiado bien, lady Osmund repuso:

—Ya que tanto te preocupa la señora Burrows, estoy segura de que querrás ayudarle, querida.

Tras una breve pausa, Azalea preguntó con voz débil:

—¿No… no quieres que esté presente en el baile, tía Emily?

—Me parece totalmente innecesario que aparezcas en una ocasión así —fue la respuesta—. Creí que tu tío te había explicado con toda claridad cuál es tu puesto en esta casa. Y espero que lo tengas en cuenta igualmente cuando lleguemos a Hong-Kong.

Azalea fue incapaz de replicar, herida por el desprecio que su tía le demostraba tan a las claras. Sin embargo, pensó, al cabo de dos años debía saber ya qué trato podía esperar de ellos. Por otra parte, le convenía reprimir la amarga protesta que subía a sus labios, ya que, si se quejaba, sus tíos podían decidir marcharse a Hong-Kong dejándola a ella en Inglaterra. Era un temor que la atormentaba desde que su tío fue destinado allí.

Con una intensidad difícil de expresar, Azalea anhelaba vivir de nuevo en Oriente: sentir el calor del sol sobre su piel, escuchar voces suaves y cantarinas, percibir en el aire la fragancia de las flores y de las especias… Y sobre todo, saber que ya no tendría que temblar de frío en Inglaterra.

Hong-Kong no sería lo mismo que la India, pero se hallaba al este de Suez y, en consecuencia, suponía para la joven una dorada esperanza llena de sol. Aunque sólo hacía dos años que había vuelto de la India, le parecía que había pasado un siglo desde que dejara el país que consideraba el suyo, hundida en el dolor indescriptible de la muerte de su padre y los acontecimientos que se sucedieron.

Había sido tan feliz con él… Había disfrutado tanto cuidándole desde el fallecimiento de su madre, y sirviéndole de anfitriona en las diversas residencias militares que le fueron asignadas…

Azalea amaba la India y todo cuanto constituía aquel país. Sus días, incluso durante las prolongadas ausencias de su padre, estaban siempre llenos de actividades interesantes, pues le gustaba asistir a clases con diferentes maestros, aumentar sus conocimientos de la literatura y el arte indios, además de atender la casa.

Allí, en la India, había visto en varias ocasiones a su tío, el general sir Frederick. Era un hombre mayor que su padre y de rango militar más elevado; pero Azalea siempre le consideró, igual que a su esposa, una persona vanidosa y superficial. No le costó ningún trabajo descubrir lo poco que tenían en común ambos hermanos: el carácter de su tío no se parecía en absoluto al de su adorado padre.

Derek Osmund había sido siempre un hombre alegre y despreocupado, excepto en lo que a sus deberes como militar se refería. Disfrutaba de la vida y hacía que todos a su alrededor gozaran también de ella. Era además un hombre compasivo y humanitario, preocupado siempre por otros seres menos privilegiados que él.

—«¡La vida a su lado es siempre alegre!» —solía decir la madre de Azalea, en aquellos felices años que los tres estaban juntos.

—«¡Papá tiene un día libre!» —gritaba Azalea—. «Ahora podremos divertirnos un poco. ¿Qué os parece un día de campo?».

Entonces los tres montaban a caballo y se iban a comer junto al río, en lo alto de una colina o en alguna antigua caverna que solía tener su leyenda, como tantos rincones de la India.

Al recordar su infancia, Azalea se daba cuenta de que nunca había habido en ella un día sin sol; jamás se había ido a la cama triste o deprimida, sino con una sonrisa en los labios.

Luego, de forma repentina e inesperada, había sobrevenido el desastre.

«¿Cómo ha podido suceder? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo has podido permitir que suceda?», se lamentaba Azalea, inconsolable, en el barco que la llevaba desde la India a Inglaterra. Incluso ahora se le hacía difícil creer que no formara todo parte de una terrible pesadilla. Por desgracia, era cierto que sus padres habían muerto, uno detrás del otro, y ella vivía en casa de sus tíos tratada como un paria, humillada de todas las formas posibles porque el general jamás perdonaría a su hermano menor la forma en que éste había muerto.

«Papá hizo bien, hizo muy bien», pensaba Azalea y algunas veces hubiera querido gritar estas mismas palabras a su tío, cuando le veía sentado a la cabecera de la mesa con aquel aire suyo de satisfacción y dirigiéndose a ella en un tono que la joven no hubiese utilizado ni para hablarle a un perro.

Azalea supo lo que podía esperar del futuro cuando recién llegada de la India, el general la llamó a su despacho.

El viaje había supuesto para ella una tortura, entre el dolor moral y la incomodidad física. Era noviembre y la tormenta que se desató en el golfo de Vizcaya había postrado a la mayoría de los pasajeros. Pero no era la violencia del viento ni los bruscos vaivenes del barco lo que más molestó a la joven, sino el frío, que parecía penetrar hasta sus huesos. Durante los años pasados en la India, se había acostumbrado al calor vivificante del sol, y tal vez la sangre rusa que corría por sus venas le había impedido encontrar el aire candente, casi asfixiante de las llanuras, tan agotador como lo era para los ingleses de pura cepa.

Porque la madre de Azalea era india de origen ruso, lo cual, según supo luego la muchacha, era otro pecado por el que debía ser castigada. Su tío despreciaba a los extranjeros y sentía un profundo desprecio por los angloindios.

Cuando Azalea se presentó en el despacho, reclamada por el general, había muy poco en ella de la heredada belleza materna, de sus ojos oscuros y su delicada estructura ósea. Era sólo una pobre criatura, flaca y demacrada hasta el punto de parecer fea, y temblorosa por el frío que, al parecer, no iba a dejar de sentir nunca. Tenía además los ojos hinchados y el cabello revuelto y sin brillo. Su apariencia no contribuyó a suavizar la dureza de los ojos del general, ni el matiz de disgusto fácilmente perceptible en su voz.

—Supongo que, al igual que yo, Azalea, te das cuenta de que la reprobable conducta de tu padre podía haber hundido en el lodo el buen nombre de nuestra familia —dijo.

—Papá hizo lo justo y correcto —murmuró Azalea.

—¿Qué dices? —exclamó el general, y su voz sonó como un disparo—. ¿Justo y correcto matar a un superior… asesinarle?

—Usted sabe; tío, que papá no quería matar al coronel —replicó Azalea—. Únicamente trató de impedir que el coronel, que estaba loco, siguiera maltratando de forma brutal a aquella pobre muchacha.

—¡A una nativa! —dijo el coronel, lleno de desprecio—. Algo habría hecho para merecer la paliza que el coronel le estaba dando.

—No era la primera muchacha a quien trataba de ese modo —protestó Azalea—. Todos conocíamos la crueldad sádica del coronel.

Pero mientras decía estas palabras con voz vibrante, Azalea se preguntó cómo podría hacer comprender a aquel hombre de granito que tenía enfrente, lo que suponía escuchar los gritos procedentes de la residencia del coronel, rasgando la noche serena.

Derek Osmund había resistido durante algún tiempo, pero cuando los gritos se hicieron más fuertes y angustiosos, se puso en pie sin poder contenerse.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Esto no puede continuar. ¡Es intolerable! Esa muchacha es poco más que una niña y, además, hija de nuestro dhirzi.

Fue entonces cuando Azalea supo quién gritaba. Se trataba de una chiquilla de trece años que había llegado con su padre, sastre, a trabajar para los militares. Era sumamente hábil remendando el uniforme de un oficial, y capaz de hacer un vestido o una camisa en veinticuatro horas.

Azalea había hablado varias veces con ella, observando lo bonita que era con sus largas pestañas y sus ojos de mirada dulce. Siempre se cubría el rostro con el sari cuando un hombre se acercaba, pero el coronel, aunque casi siempre andaba borracho, debía haber advertido la delicadeza de su rostro ovalado y los senos juveniles que se insinuaban bajo el típico vestido hindú.

Derek Osmund se dirigió finalmente a la residencia del coronel. Anhelante, Azalea oyó que los gritos de la jovencita cesaban; después sonó la voz iracunda del coronel y luego otro grito seguido por un pesado silencio.

Hasta más tarde, Azalea no supo lo que había ocurrido: Su padre encontró a la hija del dhirzi medio desnuda, mientras el coronel la azotaba sin piedad. Aquello era únicamente el preludio a la violación, pues como sabían los oficiales subalternos del coronel, era el único modo de que despertase la sexualidad declinante de su jefe.

—¿Qué diablos quiere usted? —preguntó el coronel cuando vio aparecer a Derek Osmund.

—¡No puede tratar a la muchacha de ese modo, señor!

—¿Pretende darme órdenes, Osmund?

—Lo único que digo, señor, es que su conducta es inhumana y resulta un pésimo ejemplo para los soldados.

El coronel le miró enfurecido.

—¡Salga de mi casa y no se meta en lo que no es de su incumbencia!

—Sí lo es —contestó Derek Osmund—. Incumbe a cualquier hombre decente impedir una crueldad semejante.

El coronel se echó a reír de modo desagradable.

—¡Salga ahora mismo de aquí! —ordenó—. Salga… amenos que prefiera contemplar el espectáculo.

Apretó el bastón que tenía en la mano derecha y con la otra agarró a la muchachita por los cabellos para hacerle caer de rodillas. La hija del dhirzi tenía la espalda sangrante por los golpes recibidos y, cuando el bastón volvió a caer sobre ella, lanzó un grito, pero muy débil. Era evidente que ya no le quedaban fuerzas ni para gritar.

Fue entonces cuando Derek Osmund golpeó al coronel. Éste, que había bebido mucho durante la cena y se tambaleaba visiblemente, cayó hacia atrás y su cabeza dio contra el pedestal de hierro que había a sus espaldas. Para un hombre más joven y menos disipado, el golpe no habría sido fatal; pero cuando acudió el médico del regimiento, declaró que el coronel estaba muerto.

Azalea no sabía con exactitud lo que había sucedido luego, excepto que el médico se fue en busca de sir Frederick, el cual se encontraba por entonces de visita en la región y se hospedaba en casa del gobernador, a poca distancia del campamento militar.

Sir Frederick se hizo cargo de la situación y habló con su hermano, que ya no volvió a su domicilio. A la mañana siguiente se le encontró muerto a las afueras del campamento, y a su hija le explicaron que había sufrido un desafortunado accidente cuando intentaba dar caza a un animal salvaje.

Si él mismo no se hubiera matado, de lo cual estaba segura Azalea, habría sido sometido a un consejo de guerra y también las autoridades civiles habrían hecho averiguaciones en torno a la muerte del coronel que, según dictaminó el médico, había muerto de un ataque al corazón. Aparte de Azalea, sólo sir Frederick, el doctor y un oficial superior del regimiento supieron lo ocurrido.

—La conducta absurda de tu padre pudo hacer caer la desgracia sobre nuestra familia, su regimiento y la nación —dijo el general a su sobrina, cuando la tuvo frente a sí en el despacho—. Por tanto, Azalea, jamás en tu vida hablarás de ello con nadie. ¿Está claro?

Se hizo un silencio. Luego, Azalea dijo en voz baja:

—Por supuesto, jamás hablaré de ello con un extraño… pero me imagino que algún día, cuando me case, mi marido querrá saber la verdad.

—¿Casarte? ¡Tú no te casarás nunca! —declaró su tío con firmeza.

Azalea le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué no he de casarme? —preguntó.

—Porque como tutor tuyo que soy, jamás daré mi consentimiento para que lo hagas —contestó el general—. Tienes que pagar los pecados de tu padre y te llevarás a la tumba el secreto de lo que sucedió aquella noche.

Por un momento, el significado de lo que oía no logró penetrar en la mente de Azalea. Luego, el general añadió despectivamente:

—Además, como eres tan poco atractiva, no creo que ningún hombre desee casarse contigo. De cualquier modo, si alguno fuese tan ciego como para pedirme tu mano, la respuesta será «¡no!».

Azalea contuvo el aliento sin saber qué decir. Aquello era algo que de ningún modo hubiese podido prever. Sólo tenía diecisiete años y, por lo tanto, no había entregado a nadie el corazón; pero en el fondo de su mente existía la idea de que algún día se casaría y tendría hijos…

Y ahora su tío le aseguraba que no habría más futuro para ella que servir en aquella casa y ser reñida o insultada una docena de veces al día.

Pero no era sólo el supuesto crimen de su padre lo que estaba pagando: sus tíos se encargaron de hacerle saber que les disgustaba sobremanera que su madre hubiera sido rusa.

—No menciones jamás a nadie el origen de tu madre —le advirtió el general—. Fue una desafortunada elección del tonto de mi hermano y ya se lo hice notar claramente cuando me comunicó que iba a casarse.

—¿Por qué? —inquirió Azalea con voz tensa.

—Porque la mezcla de razas nunca es deseable. Además, los rusos no son ni siquiera europeos. Tu padre debía haberse casado con una joven inglesa, decente y educada como Dios manda.

—¿Insinúa usted que mi madre no era una mujer decente? —Se alteró Azalea.

—Puesto que está muerta, prefiero no expresar mi opinión sobre ella —repuso el general con desdén—. Pero insisto en que guardes silencio respecto a su origen ruso. En cualquier momento podemos vernos en guerra con Rusia. Y aunque no haya hostilidades abiertas, los rusos inquietan a las tribus, se infiltran en nuestras líneas y sus espías andan por todas partes.

El general, mirando fijamente a su sobrina, añadió con acento de rencor:

—Me siento avergonzado de tener que dar casa y comida a alguien que lleva en las venas su sangre traidora y venenosa. ¡Jamás mencionarás el nombre de tu madre mientras permanezcas bajo mi autoridad!

Al principio, Azalea se había sentido demasiado aturdida para comprender lo que sucedía; pero al cabo de un año, cuando le impidieron seguir estudiando, se encontró con que no era más que una sirvienta de cierta categoría. A los diecisiete años, mientras sus primas hermanas, Violeta y Margarita, las gemelas, hacían su presentación en sociedad y asistían a toda clase de fiestas, ella se convertía en doncella, costurera, secretaria, ama de llaves y «comodín» para cuanto hiciera falta.

Ahora, a los dieciocho, sentía que había pasado toda la vida como criada y que no podía esperar del futuro más que atender las mismas obligaciones día tras día. Pero, como un milagro caído del cielo, llegó la noticia de que su tío era destinado a Hong-Kong. Azalea casi no podía creerlo. Al principio tenía la seguridad de que la dejaría en Inglaterra, pero después comprendió que les preocupaba la posibilidad de perderla de vista. Lo referente a la muerte de su padre era todavía para el coronel un secreto amenazador que temía ver descubierto y propagado.

Azalea comprendía que era por esto, y también a causa del origen de su madre, por lo que procuraban que no la vieran nunca sus amigos. No podían negar que era sobrina suya, pero explicaban a todos que era muy tímida e insociable.

—Azalea no se interesa por ningún tipo de diversión —había oído decir a su tía, cuando cierta dama sugirió la posibilidad de incluirla en una invitación hecha a sus primas.

La joven hubiera querido gritar que no era cierto, pero comprendió que sólo conseguiría provocar la cólera de sus tíos y nada cambiaría para ella.

Por lo menos, en Hong-Kong estaría más cerca de su querida India. Allí habría sol y flores, pájaros y personas que le sonreirían…

—Si es usted tan amable de llevar los emparedados a la biblioteca, voy a pedirle otro favor —dijo la señora Burrows, interrumpiendo los pensamientos de Azalea—. Hay una botella de whisky en la alacena. El general dijo que no la sacáramos hasta que la fiesta terminara, porque si no, los invitados darían cuenta de ella. Ya sabe que le gusta guardar el buen whisky para él.

—Sí, lo sé —repuso Azalea—. La llevaré también a la biblioteca y así le ahorraré al señor Burrows que tenga que hacerlo él más tarde. Ya sé que su reumatismo le anda molestando mucho últimamente.

—¡Qué buena es usted, señorita! No sé cómo me las habría arreglado sin su ayuda para preparar la cena y el refrigerio de medianoche.

Lo que decía la señora Burrows no era más que la verdad. Era Azalea quien había preparado los platos principales, ya que la práctica la había convertido en una cocinera experta.

—¡Bien, me alegro de que hayamos terminado! —suspiró, cogiendo el plato de emparedados adornado con ramitas de perejil—. En cuando deje esto, vendré a tomar una taza de té con usted, señora Burrows.

—Bien merecida se la tiene, señorita —comentó la anciana.

El mayordomo había dejado preparada la botella de whisky junto con dos copas en una bandeja. Azalea puso en ésta los emparedados también y luego salió con ella de la cocina.

Mientras se dirigía a la biblioteca, le llegó el sonido de la música procedente del salón principal, que había sido despejado para convertirlo en lugar de baile. Era una estancia muy lujosa, con puertaventanas que daban al jardín y que ahora, por ser invierno, permanecían cerradas. Pero Azalea imaginaba lo agradable que sería en verano, cuando hiciera suficiente calor pasar del salón iluminado por lámparas de gas al jardín lleno de fragancias nocturnas.

Azalea sabía que su abuelo había tenido pasión por la jardinería y que, al retirarse del ejército, se dedicó a cultivar flores exóticas, algunas de ellas nunca vistas en Inglaterra, que hizo traer del mundo entero.

Debido a esta obsesión, el coronel Osmund impuso que sus nietas debían ser bautizadas con el nombre de una flor.

—¡Qué típico de tu madre el escoger un nombre tan raro e inapropiado para ti! —había exclamado lady Osmund en cierta ocasión, despectivamente.

Azalea hubiera querido contestar que consideraba Violeta y Margarita nombres bastante comunes y poco imaginativos; pero había aprendido, en el tiempo que llevaba conviviendo con su tía, que era mejor no contestarle.

Aunque lady Osmund no la golpeaba, tenía la costumbre de darle pellizcos muy dolorosos. Se trataba de una mujer alta, robusta y autoritaria, mientras que Azalea era menuda y frágil. Ahora, mientras se dirigía a la biblioteca con los emparedados y el whisky que el general tomaba todas las noches antes de irse a la cama, Azalea se preguntó cómo se habría sentido si hubiera asistido a la fiesta luciendo un bonito vestido nuevo.

Sabía, por las invitaciones que ella misma escribiera, que había muy poca gente joven entre los asistentes; eran en su mayoría oficiales o hijos de familias que su tía consideraba de relevancia social.

Entró en el estudio, que estaba en el fondo de la casa opuesto al salón principal, y vio que el fuego ardía alegremente en la chimenea. Se alegró de que Burrows hubiera recordado encenderlo.

La luz de la lámpara de gas lanzaba un suave resplandor que disimulaba la descolorida tapicería de los sillones y las partes de la alfombra gastadas por el uso.

Pero había gran cantidad de libros en los anaqueles que rodeaban la habitación y Azalea, aunque disponía de muy poco tiempo, ya había subido algunos de ellos a su dormitorio para leerlos a escondidas. Sin embargo, le era difícil hacerlo hasta muy tarde, ya que su habitación era muy fría. Tanto la señora de la casa como sus hijas, tenían chimenea en sus dormitorios, que una doncella se encargaba de encender a primera hora de la mañana y se mantenía durante todo el día. Pero a Azalea no le concedían tal privilegio. Todas las mantas que se ponía encima no evitaban que temblara de frío y que la nariz se le pusiera lívida, incluso con las ventanas cerradas.

La joven dejó la bandeja sobre una mesa auxiliar y se volvió hacia la chimenea para tender las manos al fuego. Entonces, vio reflejarse su imagen en el espejo que colgaba encima de la repisa. Su apariencia había cambiado en los últimos dos años. Sus senos eran todavía algo inmaduros, pero ya los huesos no resultaban tan prominentes. Su rostro, muy parecido al de su madre, era suavemente ovalado, y sus ojos llamaban con frecuencia la atención por lo graneles y expresivos.

Estaba muy pálida, debido a que trabajaba en exceso y casi nunca salía de la casa. La verdad era que tampoco deseaba enfrentarse a los vientos helados del invierno, que soplaban con especial violencia en el promontorio de Hampstead, a las afueras de Londres, donde estaba ubicada la casa.

Azalea se examinó con cuidado. No sabía si su cabello oscuro y sus grandes ojos eran atractivos o no. Le hubiera gustado que su padre estuviera allí para darle su opinión. Suspirando, miró el amplio delantal que se había puesto para cocinar. Bajo éste llevaba un vestido que había pertenecido a Violeta o quizá a Margarita, pues las gemelas vestían siempre de forma idéntica. Azalea se daba cuenta de que sí bien los tonos pastel favorecían a sus primas, no eran los adecuados para ella, aparte de que cuando le daban las prendas estaban ya descoloridas por el uso.

—De cualquier modo, ¿quién va a verme? —preguntó en voz alta a su imagen, y en aquel momento oyó pisadas que se acercaban a la puerta.

Supuso que no sería su tío, pues éste se encontraba atendiendo a los invitados. Como no tenía deseos de encontrarse con desconocidos, se deslizó rápidamente tras las pesadas cortinas de terciopelo que cubrían las ventanas. Apenas tuvo tiempo de hacerlo antes de que se abriera la puerta.

—No hay nadie aquí —dijo un hombre de voz profunda—. Sentémonos un momento, George. ¡Creo que hemos cumplido ya con nuestro deber!

—El deber era sólo tuyo, Mirvin —repuso otra voz masculina.

Como Azalea había escrito las invitaciones, supo de inmediato quiénes eran ambos caballeros. Había sólo uno en la lista con el nombre nada común de Mirvin y se trataba de lord Sheldon, que al aceptar la invitación había pedido llevar con él a un amigo, el capitán George Widcombe, que pasaba unos días en su casa.

La joven sospechaba que su tía, la cual se mostró encantada de que lord Sheldon asistiera a la fiesta, habría aceptado cualquier cosa que él hubiera pedido.

El general había dicho que tenía que enviarle una invitación. Según informó a su esposa, lord Sheldon había servido en el Decimoséptimo Regimiento de Húsares antes de heredar el título y él le conoció en la India.

—Es un joven inteligente —dijo con desdén—, pero personalmente nunca me agradó. Sin embargo, el coronel tiene un gran concepto de él y le ha pedido que nos visite en Hong-Kong.

—¿Irá también allí? —preguntó lady Osmund, con un leve brillo de interés en sus ojos de mirada dura.

—Sí, coincidirá con nosotros —contestó el general y Azalea comprendió que, por alguna razón, a su tío no le gustaba la idea. Ahora, oyó al capitán Widcombe preguntar:

—¿Cómo es posible, Mirvin, que teniendo siempre tantas invitaciones a fiestas divertidas, hayas aceptado venir a esta reunión horrible?

—Y no sabes aún lo peor de todo, George —repuso lord Sheldon.

—¿Puede haber algo peor? —se extrañó su amigo—. Mira, aquí hay whisky. Tomemos un trago. ¡El champán era horrible!

—¡Raciones militares, amigo mío! Los generales son muy ahorrativos, y tú deberías saberlo. Pero debo confesar que hubiera preferido que me sirvieran agua en lugar de ese líquido horrible que aquí llaman champán.

—Creo que ha sido una perversidad por tu parte traerme aquí mi primera noche en Londres, Mirvin —se quejó el capitán.

—Quería que comprendieras lo que voy a tener que soportar en mi viaje a Hong-Kong.

—¡Por todos los santos, Mirvin! ¡No me digas que vas a viajar con esta gente!

—No lo creerás, pero el comandante en jefe me acorraló y me dijo que como el general viaja en un barco militar con sus tropas y yo haré el viaje en el Orissa, me agradecería mucho que velara por lady Osmund y sus hijas que viajan solas en el mismo barco. ¿Qué podía contestar?

—Mi querido Mirvin, después de haber visto a la dama en cuestión, te doy mi más sentido pésame.

—Esperaba un viaje tranquilo —agregó lord Sheldon con tono amargo—. Tengo un montón de trabajo pendiente. ¡Y ahora me cae esto encima!

—Pero ¿cómo ha podido el comandante hacerte una cosa así?

—Sabe que en el Ministerio de las Colonias me han pedido que visite Hong-Kong y también sabe por qué lo han hecho. Y como el general es uno de sus hombres de ideas más conservadoras, por eso le ha mandado para allá.

—Y si él aceptó el cambio —apuntó el capitán Widcombe—, fue sin duda porque su mujer lo consideró una excelente oportunidad para lanzar a sus estúpidas gemelas sobre una inocente colonia.

—Lady Osmund ya me ha interrogado sobre qué clase de diversiones hay en Hong-Kong para «sus niñas».

—Supongo que lo que quería decir es qué clase de solteros pueden encontrar allí. ¡Dios mío! Todo lo que preocupa a las jóvenes inglesas es cómo pescar marido.

—He visto a ese tipo de muchachas en acción, George, y te aseguro que no pescan: arrebatan, arañan… ¡devoran!

Lanzó una leve carcajada desdeñosa antes de agregar:

—Son pequeñas tigresas devoradoras de hombres… Debo confesarte que mi corazón se llena de piedad cuando veo a cualquier inocente camino del altar, al brazo una de esas quejumbrosas criaturas, con la que tendrá que cargar el resto de su vida.

—¡No pintas un cuadro muy agradable, Mirvin!

—He visto demasiado de eso en el extranjero. Tú todavía no has servido fuera del país, querido muchacho —dijo lord Sheldon—, aunque es posible que no pase mucho tiempo sin que te envíen a la India para hacer frente a los rusos.

—¿Crees que habrá guerra?

—Pienso que tal vez pueda evitarse, pero los de arriba andan inquietos. Pretenden fortalecer Hong-Kong, para prevenir que los chinos se nos echen encima cuando nos vean hostigados por otra parte.

—¿Por eso vas allí?

—¡Ojalá fuera ésa la única razón! Casi no lo vas a creer, pero el principal problema en Hong-Kong, actualmente, es un drama estrictamente doméstico.

—No entiendo qué quieres decir.

—Hay una absurda rivalidad entre el ejército, o sea la guarnición de Hong-Kong al mando del general Donovan, y el gobernador. Es algo completamente infantil; pero ha alcanzado tales proporciones, que me envían con instrucciones conjuntas, tanto del Ministerio de las Colonias como del Ministerio de la Guerra, para que ponga a ambos contrincantes en su lugar respectivo y les diga que se porten como buenos chicos.

El capitán Widcombe se echó a reír.

—¡No lo creo! ¡Caramba, Mirvin! Después de todas tus hazañas, tus triunfos en situaciones realmente peligrosas, no puedo creer que te manden a hacer el papel de institutriz.

—Además de servir de guía y protector a lady Osmund y sus gemelas «cazahombres» por el camino —añadió lord Sheldon con amargura.

—¿Cómo es el gobernador de Hong-Kong? —preguntó el capitán, ya en tono más serio.

—Se apellida Pope-Hennessy y acaban de nombrarle «sir». Al parecer es un hombre con poco tacto, del cual el general Donovan ha enviado montones de quejas al Ministerio de la Guerra. Muchos de los pleitos entre ellos son infantiles, como te decía antes, pero hay mar de fondo en el asunto.

—¿En qué sentido?

—Sir John Pope-Hennessy tiene gran simpatía por los chinos que habitan la colonia. Ha reformado las prisiones, ha prohibido los castigos con latigazos en público, así como poner una marca al fuego en el cuello de los delincuentes.

—Eso debe de haber causado una verdadera conmoción —exclamó el capitán.

—Por supuesto. Y además, ha dado autorización a los chinos para que construyan donde se les antoje. Pero más escandaloso aún es que invita a indios, malayos y chinos a sus audiencias oficiales y tiene amigos personales entre ellos.

—¡Cielo santo! —exclamó Widcombe—. ¡Temo que vas a verte con una revolución social entre manos!

—O algo muy parecido —reconoció lord Sheldon—. ¿Te das cuenta ahora de mis dificultades?

—¿Y qué piensan en el Ministerio de la Guerra?

—¿Necesitas preguntarlo? ¡Los nativos deben ser mantenidos en su lugar a cualquier precio! Debemos demostrar nuestra superioridad de hombres blancos o sólo Dios sabe dónde iremos a parar.

—¡Bueno! —suspiró el capitán—. Todo lo que puedo decir es que no quisiera estar en tus zapatos.

* * *

Azalea, que seguía escuchando, oyó que uno de ellos se ponía en pie. Supo que era el capitán Widcombe cuando le oyó decir:

—Vamos, Mirvin, dejemos este mausoleo y vamos a divertirnos un poco. En el club me hablaron de un nuevo sitio donde tienen las más bellas y complacientes «palomitas» de la ciudad. Dicen que muchas son francesas, que siempre resultan más alegres y atractivas que las nacionales.

—Ve y ya me contarás si es cierto. Yo me marcho a casa. Tengo mucho trabajo para perder el tiempo comprobándolo por mí mismo.

—El problema contigo, Mirvin, es que te estás volviendo demasiado serio. Si no tienes cuidado, a quien van a llevar al altar en cualquier momento es a ti.

—¡Ése es un pensamiento impertinente que puedes eliminar de inmediato! —replicó lord Sheldon—. No tengo la menor intención de casarme. Como bien sabes, George, después de ser mi amigo tantos años, prefiero recoger flores bien abiertas… en jardines donde no hay trampas.

—Y las flores con las que te he visto son todas exquisitas. Tu gusto es impecable, Mirvin.

Azalea oyó que los dos caballeros dejaban sus copas y se dirigían a la puerta. Se alegró de que se marcharan. Llevaba tanto tiempo de pie tras las cortinas, que había tenido que moverse un poco, aun a riesgo de ser escuchada. Ahora esperó conteniendo el aliento, hasta que oyó cerrarse la puerta. Estaba un poco aterida por el frío de marzo que penetraba por las rendijas de la ventana, así que retiró la cortina, con intención de ir a calentarse frente a la chimenea.

Al hacerlo, se quedó petrificada.

Uno de los caballeros se había quedado en la biblioteca, de pie y apoyado contra la puerta. La miraba con fijeza y ella se sintió segura de que era lord Sheldon. Por un momento no pudo moverse. Se quedó con los ojos temerosos clavados en el hombre, que avanzó hacia ella diciendo:

—Espero que lo que ha oído le sea de utilidad, mi pequeña espía. ¿Sería muy impertinente preguntarle por qué está tan interesada en mis actividades?

Azalea aspiró una gran bocanada de aire y se apartó de la ventana, dejando caer la cortina tras de sí.

—Yo no… no pretendía escuchar nada —dijo—. Me escondí cuando oí que entraban.

—¿Por qué? —inquirió lord Sheldon con acritud.

—No quería que me vieran.

—¿Por alguna razón en particular?

Azalea hizo un leve ademán con las manos.

—No estoy vestida para una fiesta.

—No, eso es evidente —dijo lord Sheldon, reparando en su delantal—. ¿Qué posición ocupa en esta casa? Su voz suena demasiado cultivada para ser la de una doncella. Y es demasiado joven para tratarse del ama de llaves. ¿O es una dama de compañía que está echando una mano porque hay fiesta?

Azalea nada dijo y él añadió:

—Tal vez me considere usted demasiado inquisitivo, pero le aseguro que mi trabajo me obliga a desconfiar de la gente, sobre todo de las jóvenes atractivas que escuchan conversaciones que no deben, escondidas detrás de las cortinas.

Azalea continuó callada. Con los ojos fijos en su rostro, él dijo:

—No parece inglesa. ¿Cuál es su nacionalidad?

Algo en el tono del hombre irritó a Azalea.

—Le aseguro, milord, que no me interesa nada de lo que usted ha dicho —aseveró conteniendo su ira.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello? Por otra parte, como era una conversación privada, en la que hablaba sin convencionalismos, me gustaría saber qué piensa usted de lo que he dicho.

Azalea decidió que aquel hombre estaba convirtiendo en montaña un grano de arena. Reconocía que era reprobable haberse ocultado como lo había hecho; pero él podía ser más caballeroso y perdonar de buen grado aquel error involuntario.

Se dio cuenta de que lord Sheldon era mucho más apuesto y de aspecto más autoritario de lo que ella se había imaginado al escucharle oculta detrás de la cortina. Había una expresión en sus ojos grises que la desconcertaba, provocando en ella un antagonismo que antes no había sentido hacia ningún hombre. Con un movimiento orgulloso, levantó la barbilla.

—¿Le interesa de veras conocer mi opinión?

Era un desafío y, como si lo reconociera así, lord Sheldon contestó:

—Por supuesto. Pero ¿será lo bastante sincera… o valiente para decirme la verdad?

No podía haber dicho nada que molestara más a Azalea. Ésta se jactaba de no acobardarse nunca o casi nunca; por ello, sin detenerse a pensar, exclamó:

—Muy bien, entonces se lo diré: creo que los comentarios que ha hecho sobre las mujeres demuestran que es usted vanidoso hasta un grado insufrible. Los que se refieren a Hong-Kong, son los que podían esperarse de un inglés fatuo, convencido de que la única forma de imponer la supremacía es pisotear a los pueblos conquistados por la fuerza de las armas.

Vio en la expresión de Lord Sheldon la sorpresa que sus palabras le habían causado, pero continuó diciendo:

—¿No cree que podrían mejorarse mucho las cosas si, como nación, actuáramos con generosidad y comprensión hacia otros pueblos? He leído recientemente un libro sobre Hong-Kong y me he enterado que hace tres años lord Ronald Gower se sintió profundamente alarmado por la actitud de superioridad que mostraban hacia los orientales los jóvenes oficiales destinados en la Colonia.

Lord Sheldon no dijo nada. Pensando que su expresión no era menos arrogante que la de los oficiales ingleses de Hong-Kong, Azalea continuó diciendo apasionadamente:

—Con razón lord Ronald escribió: «Los ingleses somos detestados en todas partes. ¡No hay nadie más odioso para un extranjero que un civil inglés, exceptuando un inglés militar!».

Azalea tomó aliento antes de inquirir:

—¿Significa eso algo para usted? Es posible que, si hubiera oído lo que lord Ronald Gower dijo, lo hubiese considerado demasiado humano para ser tolerado por su rígida superioridad.

—¡Ésas son palabras duras! —exclamó lord Sheldon—. Palabras muy duras… a las que yo podría contestar con la misma violencia que usted ha empleado. En cambio, le contestaré con un proverbio chino: «La dulce persuasión es más efectiva que los golpes».

Había hablado con voz muy tranquila y, debido a ello, Azalea sintió que su furia disminuía un poco. En los labios de lord Sheldon brilló una sonrisa repentina. Cogió a la joven por ambos brazos y la atrajo hacia sí, con el consiguiente asombro de ella.

—Me gusta su valor —dijo—. Déjeme probar si la dulce persuasión es efectiva.

Antes de que Azalea pudiera contestarle, antes de que pudiera moverse, él le puso una mano bajo la barbilla y le hizo levantar la cara. Después, de manera inesperada y desconcertante, los labios de lord Sheldon descendieron sobre los de ella.

Por un momento, Azalea no pudo moverse. La sorpresa la había paralizado. Luego, cuando levantaba las manos para ponerlas contra el pecho del hombre y apartarlo de sí, notó que los labios masculinos provocaban en ella una sensación extraña, algo que jamás había experimentado en toda su vida. Era como si algo cálido y maravilloso recorriera su cuerpo, para subir luego a su garganta y temblar en sus propios labios.

Sintió que los brazos de él la oprimían con más fuerza aún, pero no pudo resistirse. De un modo vago e incoherente, pensó que lo que le estaba sucediendo se relacionaba con el sol que había dejado atrás, con el colorido que tanto añoraba, con la música y las risas perdidas… Todo estaba allí: en la gloria y la maravilla que de pronto se convertía en un éxtasis, porque un hombre tenía cautivada su boca en la de él.

Cuando lord Sheldon levantó la cabeza, Azalea le miró a los ojos y sintió que la tenía hipnotizada. Entonces, dejando escapar un gemido, giró sobre sí misma y salió corriendo de la estancia, invadida por un loco acceso de pánico.