Capítulo 2
«¿Cómo pude dejar que lo hiciera? ¿Cómo pude?», se preguntó Azalea a sí misma no una, sino mil veces en los días que siguieron.
Casi no tuvo un momento para pensar, porque había muchos preparativos que hacer antes de que partieran para Hong-Kong. Sin embargo, en el fondo de su mente la pregunta se repetía obsesivamente, alternada con una declaración furiosa. «¡Le odio! ¡Le odio!».
Lord Sheldon representaba, en opinión de Azalea, todo lo que ella y su padre detestaban: el autócrata inglés con aires de superioridad, que menospreciaba a todos los que se encontraban bajo su autoridad y que no tenía respeto por ninguna raza que no fuera la suya.
Sabía que no debía haberle hablado de la forma violenta en que lo había hecho; pero mientras escuchaba detrás de las cortinas lo que lord Sheldon le decía a su amigo, la cólera la había invadido como una ola incontenible. Luego, cuando él la acusó de ser una espía, no pudo controlar las palabras que brotaron de sus labios.
Ahora pensaba que probablemente había sido indiscreta al mencionar lo que lord Ronald Gower dijera. Azalea había leído sus comentarios en los informes que el Ministerio de la Guerra había dado sobre Hong-Kong. Sabía que no tenía derecho a tocar, y menos a leer, los documentos privados de su tío; pero como el general había dejado la carpeta sobre Hong-Kong, marcada: «Secreto y Confidencial», encima de su escritorio, ella no pudo resistir la tentación de leer su contenido, cuando entró a limpiar el despacho. La mayor parte de aquella información eran resúmenes de las cartas enviadas por el general Donovan, quejándose de la política del gobernador, que no sólo enfurecía a las autoridades militares en la Colonia, sino que también causaba alarma entre todos los europeos residentes allí.
En realidad, la única crítica sobre la actitud arrogante de los militares ingleses era la de lord Ronald Gower. Era evidente para Azalea que su tío tenía intención de mantener la actitud severa expresada con tanta firmeza por el general Donovan.
—¡Donovan tiene mucha razón! —había dicho a su mujer durante una comida en la que Azalea estaba presente—. Yo seguiré sus métodos y trataré de frenar a esos chinos del demonio con la amenaza de lo que les sucederá si se atreven a hacer algo contra la ley. El «programa de misericordia» del gobernador ha resultado completamente ineficaz.
—¿A qué te refieres, querido? —preguntó lady Osmund, pero su voz reveló a Azalea que no estaba realmente interesada en el asunto.
—Los robos, los asesinatos y los incendios intencionados han aumentado desde que el gobernador demostró al populacho que es tan débil como sentimental.
—¿Qué tipo de delitos cometen? —preguntó Azalea.
—El robo, desde luego, es el más lucrativo —contestó su tío—. Los chinos tienen mucha inventiva. Usan las alcantarillas como medios para deslizarse por debajo de la población y entrar en las bóvedas de los bancos, las joyerías y las bodegas de los grandes mercaderes.
—¡Cielos! —exclamó lady Osmund—. ¡Así pueden entrar incluso en nuestra propia casa, Frederick!
—No te preocupes, querida, estarás a salvo. En cuanto llegue, lucharé porque se restablezcan castigos como la marca de fuego en el cuello y los azotes públicos.
—¿Cree usted que esos métodos brutales serán efectivos para frenar los crímenes, tío?
—Yo me encargaré de que lo sean —repuso el general en tono amenazador.
Lady Osmund pareció desentenderse de aquella cuestión por completo. Su mente estaba muy preocupada con la compra de vestidos elegantes para las gemelas y con las pruebas de los vestidos de noche que le estaban haciendo a ella, para lucirlos en el palacio del gobernador, por mucho que su marido desaprobara a éste. Aquél era el lugar donde se concentraba la actividad social de la colonia británica y la dama estaba segura de que allí encontrarían Violeta y Margarita el tipo de jóvenes que podían convertirse en maridos ricos y distinguidos.
Sin embargo, lady Osmund llegó una tarde muy alterada, después de haber tomado el té con la viuda de un coronel que había servido en Hong-Kong.
—¿Sabes lo que me ha dicho lady Kennedy, Frederick? —le preguntó a su marido en cuanto éste volvió.
—No tengo ni idea —contestó él.
—Pues que una vez los chinos intentaron asesinar a todos los ingleses poniendo veneno en el pan del desayuno. ¿Es eso cierto?
El general titubeó un momento antes de contestar:
—Sucedió una vez, pero hace mucho tiempo: en 1857.
—Pero tengo entendido que lady Bowring, cuyo marido era entonces gobernador de la colonia, empezó a sufrir delirios y tuvo que volver a Inglaterra, donde murió.
—Es muy dudoso que la muerte de lady Bowring fuera causada por el veneno. Según los informes del Ministerio, ninguna muerte pudo atribuirse de forma directa al veneno —contestó el general.
—Pero, Frederick, ¿cómo vamos a ir con las niñas a un lugar donde cada plato de comida puede estar envenenado?
—Te aseguro, Emily, que toda esa historia se sacó de quicio. Lo que sucedió fue que en una panadería, la preferida de las amas de casa europeas, pusieron una fuerte cantidad de arsénico en la masa del pan. Pero la maquinación fue descubierta: había sido instigada por los mandarines de Cantón.
—¡Oh, Dios mío, es horrible pensar en una cosa así!
—El castigo que se aplicó a los culpables fue lo bastante enérgico como para que nadie haya intentado nada semejante desde entonces —aseveró el general.
—¡No lo creo! —exclamó su mujer—. ¡Te aseguro, Frederick, que no pienso arriesgar la vida de mis hijas ni la mía propia, poniéndome en manos de esos chinos siniestros y criminales!
—Emily, tus temores son exagerados, te lo aseguro.
—¿Y qué me dices de los piratas? —Casi gritó ella—. Lady Kennedy dice que son una amenaza continua para los barcos.
—Tenemos cañoneros patrullando la bahía y toda la costa. Hemos establecido un tribunal especial para la piratería y prohibido armas y municiones en los juncos chinos. En realidad, la piratería es una amenaza pequeña en comparación con los robos y los asaltos a mano armada de las bandas.
—¿Bandas armadas? —exclamó lady Osmund con un grito.
—La política débil del gobernador debe de alentarlos; no me cabe duda.
—¡Y tú tienes que poner punto final a todo eso!
—Es lo que pretendo.
—Bueno, pues mientras no lo hagas, ¡yo me niego a poner un pie en Hong-Kong!
El general necesitó buenas dosis de paciencia y convicción para calmar a su mujer. Ésta repetía una y otra vez que la aterrorizaba ir a Hong-Kong. Por fortuna, la importancia que su esposo iba a tener en la colonia pareció vencer los temores de la dama y, por fin, con una melodramática demostración de sacrificio, accedió a seguir adelante con los planes de traslado, lo que supuso un gran alivio para Azalea, que por unos momentos había temido que el viaje fracasara.
Nada la entusiasmaba tanto como la idea de vivir en Hong-Kong. Desde que era niña, se había sentido fascinada por aquel gigantesco país llamado China, del cual se hablaba mucho, pero que estaba siempre rodeado por el misterio y las especulaciones fantásticas. Sabía, por lo que su madre le había contado, que los chinos eran grandes artesanos, y había aprendido también de ella algo sobre las doctrinas de Confucio.
El abuelo de Azalea había sido escritor de temas filosóficos, lo cual le llevó a estudiar las religiones orientales. Su hogar estaba en el sur de Rusia, donde tanto el clima como la gente eran cálidos y cordiales; pero había ido a la India, siendo aún joven, porque quería estudiar el hinduismo y profundizar su conocimiento del yoga. Una vez allí, se instaló al pie del Himalaya, donde continuó estudiando y escribiendo.
Fue en una visita a Lahore cuando Ivan Kharkov conoció a la hija de un enviado ruso en la India. Se enamoró de ella apasionadamente y la joven le correspondía. Cuando se casaron, como ambos amaban el país, decidieron quedarse a vivir allí. La madre de Azalea fue su única hija. Era bonita, graciosa y muy inteligente, como era de esperar siendo hija de quien era.
Fue su belleza lo primero que atrajo la atención de Derek Osmund, cuando éste fue a cazar al pie de las montañas, durante unas vacaciones.
Años más tarde recordándolo, solía decir a Azalea:
—Desde el momento en que vi a tu madre, me enamoré de ella. ¡Era la criatura más hermosa que había visto en mi vida!
Pero luego, se enamoró también de la mente de su esposa, de su comprensión y piedad para con los demás e incluso de su extraño misticismo emocional.
Era difícil para un europeo comprender los anhelos espirituales que la impulsaban, pero formaron un matrimonio feliz. Azalea no recordaba haber oído reñir nunca a sus padres.
«Ambos amaban a la gente y querían dar felicidad al mundo en que vivían», solía pensar cuando estaba sola.
Era su madre quien le había enseñado a ver la belleza no sólo en las flores, los pájaros y las montañas de cumbres nevadas, sino también en los bazares multicolores, en el calidoscopio de la gente que se movía de un lado a otro, procedente de todas partes de la India, y en la fe de quienes acudían a bañarse al río sagrado, el Ganges.
«¡Mamá encontraba belleza en todo!», se decía Azalea con frecuencia. Entonces trataba de no detestar la frialdad de la casa en que vivía con sus tíos, la aspereza de sus voces, sus expresiones de furia, las miradas desdeñosas que le dirigían. Todo era feo, desagradable. Sin embargo, Azalea intentaba, aunque casi siempre en vano, encontrar belleza, como estaba segura de que su madre lo habría hecho, en el ambiente que la rodeaba.
En el fondo de su memoria atesoraba los momentos en que su madre le había hablado de la hermosura del jade, que los chinos tallaban desde hacía miles de años; de sus pinturas, mucho más artísticas y exquisitas que las realizadas por los demás pintores del mundo. Gracias a las enseñanzas maternas, sabía también Azalea que los chinos tienen un profundo sentido del honor y una escrupulosa honestidad, que forman parte de su carácter. Sin embargo, esto parecía en contradicción con todo lo que su tío comentaba de los chinos de Hong-Kong.
«¡Será maravilloso poder verlas por mí misma!», pensaba la joven. Sin embargo, persistía en ella el temor de que algún desastre de última hora frustrara los planes del viaje.
* * *
El general se embarcó, dos jornadas antes de la fecha en que debía hacerlo su familia, en un barco militar. Aquellos dos últimos días fueron un torbellino de actividad y trabajo abrumador para Azalea. Cuando al fin subieron al carruaje que las llevaría a la estación de ferrocarril, se sentía tan cansada que temió quedarse dormida en el trayecto.
Pero su tía empezó a interrogarla sobre montones de objetos que, estaba segura, se le había olvidado incluir en el equipaje. Por fortuna, Azalea tenía buena memoria y fue contestándole dónde iba cada cosa por la que preguntaba. Lady Osmund terminó por guardar silencio.
Las gemelas no decían nada, aunque de vez en cuando reían bajo y cuchicheaban entre sí. Eran ambas casi idénticas y muy bonitas. Con su cabello rubio, sus ojos azules y su piel blanca y sonrosada, constituían el ejemplo perfecto de la debutante inglesa.
Por otra parte, aunque por fortuna poca gente lo notaba, eran bastante tontas y sólo se interesaban la una por la otra, excluyendo todo lo demás. Azalea había oído decir con desdén a cierta dama que se suponía era amiga de lady Osmund:
—Tienen dos cuerpos, con una sola mente entre las dos… ¡y muy pequeñita por cierto!
Azalea tuvo que admitir que se trataba de un comentario bastante acertado. No obstante, sus primas le eran simpáticas y siempre habían sido amables con ella.
Vestidas con sus nuevos trajes de viaje, en un suave tono rosa, con las ceñidas chaquetas adornadas con piel y los sombreros atados con cintas de seda bajo la barbilla, estaban preciosas.
Azalea se daba cuenta del contraste que ofrecían con su propia apariencia. No habían encontrado nada perteneciente a las gemelas que pudiera servirle a ella como vestido de viaje, así que lady Osmund, decidida a ahorrar dinero en todo lo que a su sobrina se refería, le regaló uno que había comprado para ella y que desechó luego porque no le gustaba. Era de color café y aunque Azalea, con su habilidad acostumbrada, lo había ajustado mejor a su propia figura, nada podía cambiar lo poco atractivo del color, el cual hacía que su piel pareciera demasiado pálida y dándole al mismo tiempo un aspecto sombrío. Azalea lo detestaba, pero no tenía otra cosa que ponerse.
«Por fortuna», se dijo, «nadie se fijará en mí. Por mi parte, estaré demasiado ocupada para dar ni siquiera un paseo por cubierta».
Lady Osmund ya le había advertido que, como iba a disfrutar del privilegio de viajar con ellas, tendría que actuar como doncella de las tres.
—Debía haber tomado un camarote de segunda clase para ti —dijo a su sobrina—, pero eso habría dificultado que vinieras a ayudarnos. Por lo tanto, debes considerarte muy afortunada y estar muy agradecida por el privilegio de viajar en primera.
—Gracias, tía Emily —dijo Azalea, sabiendo que era lo que se esperaba de ella.
No se sintió muy inclinada a la gratitud, sin embargo, cuando vio su camarote. Su tía y sus primas tenían cabinas exteriores, espaciosas, llenas de luz y muy bien amuebladas. La de Azalea, por el contrario, no tenía tronera y era tan pequeña que la joven estuvo segura de que se destinaba habitualmente al servicio y tal vez, cuando el barco no llevaba muchos pasajeros, a bodega.
Pero ¿qué importaba, mientras aquel barco feo, de proa cuadrada y con sus dos chimeneas un poco inclinadas, la llevara a Hong-Kong?
Las líneas navieras solían mostrarse muy orgullosas de sus barcos y los anunciaban de forma extravagante. Azalea había visto un folleto del Orissa en el escritorio del general. Sabía, por lo tanto, que el barco tenía órgano, una galería de pintura y una biblioteca con más de trescientos volúmenes. Éste, se dijo, era el primer lugar que visitaría en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo.
Nada más subir al Orissa, lady Osmund se dirigió al comisario de a bordo, para preguntarle si ya había llegado lord Sheldon, y se mostró muy contrariada cuando le contestaron que no.
—El propio comandante en jefe solicitó a su señoría que velase por nosotros —dijo—, así que tenga la bondad de pedir a lord Sheldon que me avise en cuanto llegue.
—Muy bien, milady, así lo haré —le aseguró el comisario.
Tan pronto como el equipaje fue subido a bordo, sabiendo qué era lo que se esperaba de ella, Azalea se quitó el sombrero y la chaqueta para empezar a desembalar lo necesario. Arregló primero la ropa de su tía, colgándola cuidadosamente en el armario empotrado de su camarote. Después puso en el tocador su juego de carey con iniciales en oro y tras llamar a un camarero para que se llevara los baúles vacíos, empezó a sacar la ropa de sus primas.
Éstas y su madre habían subido a cubierta para contemplar la partida del barco. Poco después se oyeron los ruidos peculiares de la salida: el agudo sonido de los silbatos, el retumbar metálico de los gongs y la música de la banda, vibrando sobre el rumor sordo de los motores. El barco salió con lentitud de la bahía y empezó a navegar por el río.
A Azalea le habría gustado subir también a cubierta, pero se dijo que eso sin duda molestaría a su tía y era mejor que terminara primero de colgar los trajes de noche de las gemelas.
«Tendré oportunidad de explorar el barco más tarde», pensó Azalea, y se preguntó qué libros encontraría en la biblioteca. Había revisado la del general en su casa de Hampstead donde sólo encontró un pequeño volumen sobre arte chino, publicado algunos años antes. Con gran atrevimiento, lo había metido en su propio baúl para poder leerlo durante la travesía, aunque teniendo que atender a su tía y a sus primas, no iba a disponer de mucho tiempo para sí misma.
Pero lo importante era que volvía hacia el sol, hacia Oriente, que ella siempre consideraría su hogar. Comprendía, no obstante, que tenía mucho que aprender si quería entender y apreciar Hong-Kong. Azalea poseía mucha facilidad para aprender idiomas. Hablaba ruso con su madre, que de pequeñina le cantaba nanas rusas para dormirla. Además, leía y hablaba francés y había conversado con los sirvientes indios en el dialecto urdux desde que aprendió a hablar.
Su padre había sido criticado en el regimiento, porque podía hablar a los indios y a los culis en su propio idioma.
—¡Que aprendan ellos inglés! Le decían sus compañeros, pero Derek Osmund nunca les prestó atención porque, cosa rara en un inglés, disfrutaba realmente hablando otros idiomas además del suyo.
«Debo aprender chino», se propuso Azalea, aunque no sabía cómo podía hacerlo. Si su tía se enteraba de sus intenciones, estaba segura de que le daría órdenes terminantes de no intentarlo siquiera.
Lady Osmund y las gemelas volvieron al camarote de muy buen humor, cuando Azalea terminaba de vaciar el último baúl.
—¡Es un barco precioso, Azalea! —exclamó Violeta—. Y hay mucha gente interesante a bordo.
—Yo no iría tan lejos como para decir eso —objetó su madre en tono de crítica—, pero lord Sheldon viaja también en el Orissa y quiero que las dos seáis amables con él.
Las gemelas se echaron a reír y Azalea volvió la cabeza hacia otro lado, para que su tía no advirtiera cómo le subía el rubor a las mejillas. No se había atrevido a preguntarse qué sentiría si volvía a ver a lord Sheldon. ¿Cómo podía haberla besado? ¿Y cómo pudo ella quedarse inmóvil entre sus brazos, en lugar de forcejear con él o gritar pidiendo auxilio? Sin duda la había hipnotizado, pensó, mas recordó enseguida aquella sensación extraña, dulce e inexplicable, que el beso había provocado en ella.
«Fue solo un espejismo, algo forjado por mi imaginación», se amonestó severamente. «Ese hombre es despreciable, vanidoso, arrogante y… ¡y abominable!».
Sin embargo, no podía negar que había sentido en sus brazos un éxtasis indescriptible y que, por muy severa que fuera consigo misma y por mucho que tratara de negarlo, anhelaba volver a experimentarlo. Trató de recordar si, en todo lo que había leído, se había encontrado con una descripción de algo tan complejo. ¿Cómo podía una mujer odiar y despreciar a un hombre, pero sentirse excitada por él de una forma tan intensa y notando que había algo espiritual, además de físico, en aquella sensación?
«Lo que me ocurre es que estoy llena de confusión y soy una ignorante», se dijo Azalea, pero era lo bastante inteligente como para comprender que aquélla no era la respuesta.
—La cena se servirá a las siete en punto —anunció lady Osmund.
La agudeza de su tono sobresaltó a Azalea, porque sus pensamientos estaban muy lejos de allí.
—¿Yo… voy a cenar con ustedes, tía Emily? —preguntó humildemente.
—Desde luego —contestó lady Osmund de mala gana—, pero espero que te portes con mucha discreción. Aunque imagino que nadie se fijará en ti —encogiéndose de hombros, añadió con crueldad—: Al fin y al cabo, no podemos negar que eres pariente nuestra, si bien no es nada de lo que podamos sentirnos orgullosos… Pero los parientes pobres deben ser humildes y serviciales. No participes en la conversación, ni digas nada a menos que te hablen, ¿comprendido?
—Sí, tía Emily.
Sabiendo que no debía demostrar lo que tales advertencias le dolían, Azalea salió del camarote para ir al suyo y encargarse de su propio equipaje. Llevaba a Hong-Kong el guardarropa más variado que había tenido nunca, puesto que a Violeta y Margarita se lo habían comprado nuevo. Por lo tanto, y al revés de lo que sucedía otras veces, la ropa que recibió de ellas estaba en buenas condiciones y sin duda era elegante. Pero aquellos vestidos tenían demasiados adornos, que Azalea quitó en su mayor parte, y su color pálido no iba bien con lo oscuro de su cabello.
«Pero, como dice tía Emily, nadie se va a fijar en mí», intentó consolarse la joven. De cualquier modo, escogió el vestido que más le gustaba de todos, recordando que su madre solía decir que la primera impresión es muy importante.
Sin embargo, había otro pensamiento en el fondo de su mente, que casi no se atrevía a admitir ni ante sí misma. Lord Sheldon, antes de besarla de la forma atrevida en que lo hizo, había preguntado cuál era su posición en la casa. Consideraba su voz demasiado culta para corresponder a una doncella, pero en ningún momento pareció pensar que podía ser una señorita. ¡Bien, pues le tenía reservada una sorpresa! Iba a darse cuenta de que no sólo lo era, sino además la sobrina del general Osmund.
No era una circunstancia que a ella la enorgulleciera en modo alguno, pero lord Sheldon, con sus ideas convencionales, sin duda se sentiría impresionado por sir Frederick, que estaba considerado como un militar distinguido.
Por lo tanto, Azalea dedicó más del tiempo acostumbrado a arreglar su oscuro cabello. Casi siempre se lo recogía en un moño en la nuca, pero esta noche se lo arregló de forma un poco más moderna, aunque evitó los rizos que lucían sus primas, temerosa de que su tía hiciera algún comentario sarcástico.
Cuando se miró al espejo, pensó con una leve sonrisa que, aunque no pareciera muy atractiva, ciertamente no tenía el aspecto de una doncella, ni de una dama de compañía que ayudara en los quehaceres domésticos cuando había una fiesta en la casa.
Azalea se preguntó si brillaría una expresión de sorpresa en los ojos de lord Sheldon. Era difícil olvidar el modo penetrante en que la miraban aquellos ojos mientras su dueño la interrogaba.
Tuvo que terminar de arreglarse a la carrera, porque debía abotonar los vestidos de su tía y sus primas, ayudarlas a arreglarse el cabello y a entrelazar las cintas de seda en el peinado de las gemelas.
* * *
Por fin, el grupo estuvo listo para dirigirse al comedor. Lady Osmund iba delante, con la cola de su almidonado vestido llena de volantes, crujiendo tras ella como la estela de un barco.
La seguían las gemelas, cogidas de la mano como siempre y riendo entre ellas sin ningún motivo en particular. Azalea iba la última.
El comedor de la primera clase era impresionante. Los pasajeros se sentaban en cómodos sillones, ante las mesas cubiertas con pesados manteles de lino blanco. Parecía haber un ejército completo de camareros de chaqueta blanca para atender a los comensales. En los rincones del salón podían verse macetones con plantas y la mesa del capitán, donde lady Osmund y su grupo iban a sentarse, estaba decorada con flores y hojas verdes porque era la primera noche de viaje.
Lady Osmund se sentó a la derecha del lugar correspondiente al capitán, aunque aquella noche él no iba a estar presente porque, como era tradicional, se hallaría en el puente dando instrucciones para llevar el barco a mar abierto sin problemas.
Las gemelas se sentaron junto a su madre y Azalea a continuación. Aquello dejaba un lugar a su derecha que, de momento, permanecía vacío. Había diez puestos más en la mesa del capitán, la mayor parte de ellos ocupados por personas que lady Osmund ya conocía, porque le habían sido presentadas en el barco o porque ya las trataba antes de iniciar el viaje.
Un camarero se acercó con los menús y, sin consultar a sus hijas ni a Azalea, lady Osmund pidió la cena. Mientras ella bebía vino, sirvieron agua a sus hijas y su sobrina.
Estaban sirviendo el primer plato cuando Azalea se dio cuenta de que un hombre se sentaba junto a ella. Levantó la mirada y entonces, con repentina impresión, notó que el corazón empezaba a latirle aceleradamente. Era lord Sheldon quien se había sentado junto a ella, y aunque Azalea se apresuró a mirar hacia otro lado, sospechó que él había reparado en el rubor que le hacía arderlas mejillas.
Pero si ella se sintió llena de turbación, Mirvin Sheldon, en cambio, la saludó con la mayor tranquilidad.
—Buenas noches, señorita Osmund. ¿Le agrada la idea de hacer este largo viaje?
En aquel momento, el camarero le presentó el menú y él se dedicó a mirarlo, aunque era evidente que esperaba la respuesta de Azalea.
Por unos momentos, a ella le fue imposible hablar. Lord Sheldon pidió lo que iba a cenar y volvió entonces su atención al encargado de los vinos, que le entregó una carta forrada en piel. Cuando hubo escogido lo que deseaba, miró de nuevo a la joven.
—¿Es usted buena marinera? —le preguntó.
—Creo que sí —logró contestar Azalea con una voz que deseaba sonara fría, pero que en realidad pareció un poco jadeante—. Sólo he hecho otro viaje por mar.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó él con toda naturalidad.
—Hace dos años… al volver de la India —contestó ella, haciendo en cambio un gran esfuerzo.
—¿De la India? ¿Así que conoce usted ese país?
—Es el mío… en cierto modo. —Azalea no pudo evitar que su voz sonara desafiante al decir esto.
—¿Por qué? —Era una pregunta convencional pero ella se dio cuenta de que Mirvin de Sheldon parecía interesado en la respuesta.
—Mis padres vivían allí… papá servía en el mismo regimiento que mi tío.
Se preguntó si no habría hablado ya demasiado, pero enseguida se dijo que no había nada que ocultar, excepto la forma en que su padre había muerto.
—¡Así que en cierta época, su padre estuvo destinado en Lahore!
—Sí, así es.
Azalea decidió que únicamente podría evitar el cometer una indiscreción contestando a sus preguntas con monosílabos. Lord Sheldon la consideraría tonta y aburrida, pero al menos no pensaría que trataba de lanzarse sobre él, ni se atrevería a describirla como «una pequeña tigresa devoradora de hombres».
El camarero sirvió el vino a lord Sheldon y éste lo probó.
—Siempre he pensado que Lahore es una de las ciudades más hermosas de la India —dijo a continuación con aire reflexivo—. La ciudad de las rosas…
Azalea no pudo contestar, porque el recuerdo de las rosas de Lahore le produjo una sensación de nostalgia casi dolorosa. Creía ver a su madre entrando del jardín a la casa con los brazos llenos de flores, creía percibir su fragancia y comprendió que su belleza estaba allí, resguardada en su memoria, más vivida y real que cualquier otra cosa que le hubiera sucedido después.
—¿En qué otras partes de la India ha estado? —preguntó lord Sheldon.
—En muchas —contestó Azalea deseando que él no la considerase una tonta, dado su laconismo.
—Estoy seguro, entonces, de que vería al pie del Himalaya las flores de las cuales tomó usted su nombre. No puedo imaginar espectáculo más bello que el que ofrecen las azaleas en flor en la falda de las montañas cuyos picos se ven cubiertos de nieve.
¡Si él supiera, pensó Azalea con lacerante añoranza, cuántas noches había pasado despierta pensando en las azaleas doradas, rojas, blancas y rosadas, y deseando con toda su alma contemplarlas de nuevo…!
Recordaba que había preguntado a su madre:
—¿Por qué me pusiste Azalea, mamá?
Su madre se había echado a reír.
—¿Qué nombre podría haber sido más adecuado? Tu abuelo dijo que todas sus nietas debían llevar nombre de flores. Cuando tú naciste, podía ver desde mi ventana un arco iris que parecía haber caído del cielo sobre las faldas de las montañas.
»¿Cómo vas a llamarla?, me preguntó tu padre.
»Le sonreí desde la cama donde te tenía en brazos.
»¿Acaso tenemos alternativa?, le pregunté a mi vez y él sonrió.
»¡Por supuesto, la llamaremos Azalea! Y ojalá sea tan bonita y fragante como esa flor».
Sacando a Azalea de su abstracción, lord Sheldon dijo:
—No ha contestado usted a mi pregunta.
—Sí… he visto las azaleas en primavera —contestó ella, y había un leve sollozo ahogado en su voz.
Un caballero sentado al otro lado de lord Sheldon atrajo la atención de éste y Azalea se alegró de tener tiempo para recuperar el aliento y para que se calmase la agitación que había dentro de su pecho. ¿Cómo hubiese podido imaginar que se vería sentada junto al hombre que la había besado; el que la tomó primero por una espía y luego por una sirvienta?
Dejó vagar la mirada alrededor y advirtió sobresaltada que su tía estaba enfadada porque lord Sheldon se había sentado junto a ella. Le hizo una señal con la mano y Azalea acudió obediente a su lado.
—Cambia de lugar con Violeta —dijo con voz baja, pero firme—. No hay razón para que las gemelas se sienten siempre juntas como si aún fuesen unas crías.
Era una excusa, como Azalea comprendió, para alejarla de lord Sheldon. Y aunque se dijo que aquello le ahorraría nuevas turbaciones, no pudo menos que lamentar no poder continuar su conversación sobre la India.
Estaba segura de que él no había apreciado aquel país. Debía de estar muy ocupado humillando a sus criados indios o sometiendo a sus soldados a un despiadado entrenamiento bajo el sol candente. Pero algo en su tono de voz, al hablar de las azaleas, le hizo comprender que apreciaba su belleza y había significado algo para él.
¿Podía alguien, se preguntó Azalea, contemplar aquella hermosura y no desear verla de nuevo? ¿Podía sucederle lo mismo incluso a un hombre aún a alguien tan estirado y poco comunicativo como debía de ser lord Sheldon?
Cambió de sitio con Violeta y quedó sentada entre las dos hermanas.
Aunque Mirvin Sheldon estaba hablando con el hombre de su derecha, Azalea tuvo la impresión de que se había dado cuenta de la maniobra de lady Osmund.
Pensando que nada podía ser más aburrido, ni ofrecer un aspecto más deprimente que las tres muchachas sentadas en fila y sin decirse nada, empezó a conversar con Margarita.
—Debes aprender a hablar y a escuchar, Azalea —le había dicho su madre cuando le permitieron por vez primera bajar al comedor habiendo invitados—. Una mujer que, por bonita que sea, no tiene nada que decir ni presta atención adecuada a lo que hablan los demás, carece por completo de gracia y atractivo.
—¿Cuál es la atención adecuada, mamá? —preguntó Azalea.
—Es demostrar un sincero interés por los demás, por sus problemas, dificultades, alegrías y penas —contestó su madre—. Una vez que te des cuenta de que tienen los mismo sentimientos que tú, verás que de forma automática empiezas a hacer amigos. La amistad, querida, es compartir una parte de uno mismo con otra persona.
Recordaba también que su padre había hablado en cierta ocasión con desprecio de la esposa de cierto oficial, la cual amargaba la vida a las mujeres de los demás.
—¡Es una mujer llena de resentimiento y si tiene corazón, nadie lo ha descubierto todavía!
—Yo siento mucha pena por ella —dijo la madre de Azalea con suavidad.
—¿Lo sientes por ella? —Se sorprendió el padre—. ¿Por qué?
—Porque debe de ser muy desventurada. Si no tiene nada que ofrecer al mundo más que crítica y malicia, imagínate cómo será por dentro y lo que sufrirá teniendo que soportarse a sí misma.
Azalea recordó que su padre, después de mirar a su madre con incredulidad un momento, la había abrazado conmovido.
—¡Tú encontrarías excusas para el mismísimo diablo, amor mío!
—¿Y por qué no? ¡Después de todo, el diablo tiene que pasar toda la eternidad en el infierno!
El padre de Azalea se había echado a reír, pero la joven recordaba con frecuencia las palabras de su madre. Tal vez, se decía algunas veces, su tía. Sufría por ser tan amarga, tan cruel e injusta… aunque era difícil creer que no disfrutaba haciendo sufrir a los demás.
Tal vez el general, cuando se quedaba solo, dejaba de ser pomposo y arrogante y se convertía en un hombre lleno de miedo porque empezaba a envejecer y pronto los jóvenes le harían a un lado.
Pero ¿cómo podía saber Azalea lo que sus tíos pensaban y sentían, si apenas le dejaban hablar con ellos?
La cena, que consistió en numerosos platos, ninguno de los cuales destacaba especialmente, llegó a su fin. Lady Osmund se levantó de su asiento y al pasar junto a lord Sheldon, se detuvo. Él se puso de pie rápidamente.
—Espero que se reunirá con nosotras para tomar el café en el salón, milord —dijo la dama con voz amable.
—Debe perdonarme, señora —contestó él—; tengo trabajo importante que hacer.
—En ese caso, nos diremos adiós.
—Buenas noches, lady Osmund.
Lord Sheldon inclinó la cabeza mientras ella se alejaba de la mesa. Las gemelas pasaron también a su lado, riendo entre sí. Entonces los ojos masculinos se detuvieron en Azalea.
Ella se dijo que no le miraría, pero sin saber de qué modo, como si él la obligara a hacerlo, al llegar junto a él levantó los ojos de manera involuntaria. La expresión que vio en el rostro del hombre la hizo sentirse profundamente turbada.
—Buenas noches, señorita Azalea —dijo Mirvin Sheldon con suavidad.
Ella hubiera querido contestarle, pero las palabras no salieron de sus labios. Aprisa, con la ligereza de una gacela asustada, se dio la vuelta y corrió detrás de sus primas. Hubiera querido volver la vista, pero no se atrevió.
Y sólo cuando llegó a lo alto de la escalera que conducía al comedor, sintió que los latidos de su corazón empezaban a normalizarse, permitiéndole hablar de forma normal.