Capítulo 4

A Mirvin Sheldon le parecía increíble que una muchacha pudiera ser tan esquiva con él como Azalea. Quería seguir hablando con ella, resolver el misterio que la rodeaba y los secretos que adivinaba en sus ojos oscuros; pero no lograba acercarse a ella.

Desde el momento en que huyó de él tras haber hablado juntos en cubierta, parecía haberse desvanecido.

Mirvin había viajado en muchos barcos y siempre encontraba que era casi imposible escapar de las mujeres inoportunas que buscaban su compañía y, cuando era posible, sus abrazos. Con frecuencia había lanzado maldiciones porque un barco era tan pequeño que no había ningún lugar dónde esconderse y se sentía como un zorro perseguido por los cazadores.

Pero Azalea, al parecer, encontraba muy fácil rehuirle. Supo, gracias al camarero del comedor, que la joven tomaba sus comidas a horas tan irregulares, que nunca lograba coincidir con ella. En otras ocasiones, hacía que le llevaran la comida a su camarote.

Mirvin no sospechaba que lady Osmund había encontrado numerosas costuras que encargar a su sobrina, evitando así que bajara al comedor, porque deseaba que él concentrara su atención en Violeta o en Margarita.

Durante las noches calurosas y húmedas, cuando el cielo era un gran panorama de estrellas y el barco se movía con lentitud por las tranquilas aguas del Mar Rojo, rumbo al océano índico, Mirvin recorría todas las cubiertas con la esperanza de encontrar a Azalea; pero sus esfuerzos eran siempre vanos.

Por fin, cuando Hong-Kong estaba a sólo cuarenta y ocho horas de viaje, se tragó el orgullo y escribió una nota para Azalea. Era muy breve y, cuando ella la abrió, vio que contenía sólo estas palabras:

«¡Necesito verla! S.».

Mirvin había logrado deslizar la nota bajo la puerta del camarote de Azalea, cuando todos habían subido a cenar.

Como de costumbre, ella no estaba en la mesa del capitán y Mirvin notó que la silla que le correspondía había sido retirada.

A veces, lord Sheldon se veía perseguido por mujeres que no le interesaban; pero cuando sus propios deseos eran despertados, perseguía a la responsable de ello con un ardor y una habilidad que, de manera invariable, le convertían en el triunfador. Ahora, por primera vez en su vida, se notaba inseguro, de cuál sería el resultado de su empeño. Esperó con ansiedad y, aunque no lo admitía ni siquiera ante sí mismo, con creciente temor a que Azalea contestara su nota.

No había nada en su camarote cuando entró en él después de la cena. Pero aquella misma noche, cuando se harto de recorrer la cubierta y esperar en el lugar donde había hablado con Azalea, regresó a su cabina para acostarse, encontró un papelito doblado en el suelo. Se trataba de una nota más breve aún que la suya. Contenía una sola palabra: «¡No!».

La miró largo rato desconcertado y después apretó los labios con gesto de terquedad. No tenía intención de desistir. Él, que había participado en misiones peligrosas contra enemigos realmente expertos, no iba a dejarse derrotar por una muchachita de ojos oscuros, que había despertado su interés.

—¡Maldita sea! —exclamó con voz sorda—. Llegaré al fondo de este asunto aunque sea la última cosa que haga.

Pero el barco se acercaba a Hong-Kong y Mirvin tenía la impresión de que, una vez que Azalea quedara instalada en casa del general, lady Osmund se convertiría en una barrera casi infranqueable para poder acercarse a ella.

En la última noche a bordo, bajó a la cubierta de tercera clase para despedirse de la señora Favel, la cual se mostró patéticamente agradecida por todas sus bondades. Él le dio algún dinero para que comprara regalos a los niños y después subió la angosta escalerilla que conducía a la segunda cubierta. Pensaba proseguir su ascenso hasta la primera cuando, al mirar hacia el pasillo, vio a alguien, que reconoció enseguida, salir de una cabina que había al fondo y avanzar en dirección a la escalerilla junto a la que él se encontraba.

En cuanto estuvo seguro de que era Azalea, se dirigió hacia ella. La joven llevaba la cabeza inclinada y sin duda iba sumida en sus pensamientos, porque no le vio hasta que él le obstaculizó el paso. Entonces lanzó una exclamación ahogada de sorpresa.

—He estado tratando de verla —le dijo Mirvin.

—Yo… estaba muy ocupada.

—No; diga la verdad: ¿por qué me rehuía?

Ella estaba a punto de decir que aquello no era cierto pero, al mirarle a la cara, la mentira murió en sus labios.

—Tenemos mucho que decirnos tú y yo, Azalea —dijo Mirvin con suavidad, y ella no se dio cuenta de que la había tuteado por primera vez.

—Yo… tengo que… hacer el equipaje.

—Estoy seguro de que ya lo tienes todo listo. Y de cualquier modo, eso no tiene importancia. ¿Cómo podré verte cuando lleguemos a Hong-Kong?

—¡No es posible! —contestó ella—. Mi tía no lo permitiría y… ¡Además yo no quiero verle!

—¿Es eso cierto? —preguntó él.

A pesar de su decisión de no hacerlo, Azalea se encontró mirándole a los ojos y una vez más sintió aquella extraña debilidad que le causaba su cercanía. Quizá se debiese, pensó, a que él era tan grande y tan dominante. Por eso le era imposible escapar de él… pero tenía la impresión inquietante de que en realidad no quería escapar, y eso era lo que más la angustiaba.

Los ojos de lord Sheldon estaban clavados en los suyos y de nuevo sintió que la tenía hipnotizada, que la atraía hacia sí con la mirada y ella no podía evitarlo.

Aún antes de que los brazos de Mirvin la hubieran rodeado Azalea sintió como si todo su ser se hubiera fundido con el de él. Luego le pareció que la voluntad consciente de ninguno de ellos había intervenido cuando se encontraron el uno en brazos del otro, con sus bocas unidas en una caricia que parecía interminable.

Mirvin la besó como lo había hecho en la mansión Battlesdon, pero paulatinamente sus labios se volvieron más exigentes, de tal modo que Azalea creyó que la poseía por completo, que ya no era ella misma, sino que se había convertido en parte del hombre.

La sensación que experimentaba dejó de ser una corriente tibia que fluía de su corazón hacia su pecho y de su pecho a su garganta. Era más bien un fuego abrasador, un relámpago, algo que ardía y se elevaba hasta llegar a su boca para comunicarse con la de él.

Cuánto tiempo estuvieron así, Azalea no hubiese podido decirlo. Todo había desaparecido a su alrededor. No se escuchaba ni siquiera el ruido de los motores del barco… sólo una música que parecía surgir de su interior, pero que abarcaba el mundo entero…

Pero en el momento que los brazos de Mirvin la oprimían con más fuerza, el encanto quedó roto por una cascada de voces y risas masculinas. Un grupo de pasajeros acababa de salir del salón y lentamente, como si no soportara tener que soltarla, Mirvin retiró los brazos de Azalea hasta que, cuando los otros llegaban junto a ellos, la soltó por fin.

Se separaron para detenerse uno a cada lado del pasillo, mientras los rientes pasajeros pasaban entre ellos, mirando con curiosidad a lord Sheldon. Eran diez o doce personas y, cuando terminaron de desfilar, con las mujeres levantándose la cola del vestido y los hombres con las manos metidas en los bolsillos, Azalea había desaparecido.

Mirvin aún pudo ver un retazo de su vestido mientras ella subía corriendo la escalerilla que conducía a la cubierta de primera clase. Pero aunque se lanzó a la carrera por el pasillo, comprendió que no lograría alcanzarla.

* * *

El Orissa entró en Bahía Victoria a primera hora de la mañana y Azalea vio Hong-Kong por vez primera. Había aprendido todo lo que pudo sobre la colonia, gracias a la señora Chang y por un libro de historia que encontró en la biblioteca del barco.

Sabía que los ingleses habían ocupado Hong-Kong por primera vez en 1841, y el emperador de China se la había cedido a perpetuidad dos años más tarde.

Lord Palmerston, que era secretario del Exterior por entonces, consideró la ocupación como «demasiado prematura». Incluso menospreció Hong-Kong, llamándola «una isla árida y casi deshabitada».

La reina Victoria, sin embargo, lo consideró como un chiste y escribió a su tío el rey Leopoldo de Bélgica: «Alberto se siente muy divertido porque me han regalado la isla de Hong-Kong, y pensamos que nuestra hija Victoria debería ser llamada princesa Hong-Kong, además de princesa real».

La historia de la llamada «guerra del opio» con China, que había durado dieciocho años, constituía una lectura muy compleja y pesada, con sus referencias constantes a las dificultades de la administración británica por frenar el tráfico y reducir la adicción a las drogas.

Pero nada de lo que Azalea había leído, escuchado o imaginado, la había preparado para contemplar la belleza de la isla que su tío el general calificaba despectivamente como «un grano en la espalda de China».

Azalea comprendió por qué aquel rincón del mundo era llamado «bahía fragante», pues eso significaba Hong-Kong, mientras el Orissa avanzaba majestuosamente hacia su lugar de anclaje.

Sobre el brillante mar dorado había innumerables juncos chinos, de todos los tamaños imaginables, con sus velas marrones que recordaban las alas de un murciélago. Había también otro tipo de embarcación, los dhows, aparte de remolcadores, botes de pesca y barcos mercantes de todo el mundo.

En los edificios de la orilla se notaba cierta reminiscencia italiana; era un estilo común a todas las colonias europeas en China. Tenían un color siena pálido y casi parecían dibujados a lápiz, como la piedra del Pico que se elevaba sobre ellos, que era de tono marrón, mientras que la parte de abajo era una sinfonía de color que hizo a la joven contener el aliento. Sabía, por la descripción que el señor Chang le había hecho, que estaba viendo los árboles llamados franchipanes, con sus capullos cremosos, como hechos de cera, y bajo ellos los tonos escarlata, púrpura y oro de las azaleas.

Una lancha militar llegó al Orissa, tan pronto ancló éste, para transportar a lady Osmund y su grupo a tierra firme. Un oficial, resplandeciente con su uniforme blanco, subió al barco y escoltó a la dama y sus acompañantes a la lancha, explicándoles mientras tanto que el general estaba ocupado en una conferencia con el gobernador.

Por el muelle cruzaban atareados los chinos con sus grandes sombreros de paja y abajo, balanceándose a causa del oleaje causado por la lancha, había innumerables sampanes, aquellas casas flotantes en las cuales, según sabía Azalea, vivían y morían familias enteras.

Las esperaba un carruaje tirado por los caballos, pero Azalea sólo tenía ojos para los rickshaws, los carritos tirados por hombres, y sólo tenía oídos para escuchar el extraño sonsonete cantarín del lenguaje cantones y del inglés distorsionado por los chinos conocidos como pidgin del que habían eliminado las erres.

Al alejarse del muelle por las calles de la isla, Azalea observó que eran tan estrechas y estaban tan llenas de peatones, que parecía imposible que los caballos pudieran pasar entre ellos.

Había muchos soldados y marineros, así como sacerdotes y monjas, seguramente portuguesas, y vieron pasar también un palanquín de cortinas rojas que se balanceaba transportado por cuatro hombres musculosos.

Azalea reparó en varios mandarines, que viajaban en rickshaws. Los reconoció porque llevaban gorros de color jade y túnicas de seda bordadas con hilos de oro.

En contraste, se veían también muchos niños desarrapados, que miraban hambrientos a los vendedores callejeros de comida y las personas que podían sentarse a disfrutar en la calle de su shik-an-chan, o sea la comida del mediodía.

Pescados con la boca abierta y ojos saltones colgaban boca abajo como distintivo de los puestos de comida. La señora Chang había descrito a Azalea los peces y le había enseñado sus nombres. Igualmente le había hablado de los pájaros de Hong-Kong, muchos de los cuales podía ver en los establecimientos comerciales, dentro de jaulas doradas.

—Pájaro bonito alegra hombre triste —le había explicado su amiga china.

—¿Quieres decir que los comerciantes tienen jaulas con pájaros para alegrar a sus parroquianos? —preguntó Azalea.

—Parroquianos felices compran más —contestó la señora Chang, a quien llamaba ya Kai-Yin.

Azalea quería ver, sobre todo, la urraca azul. Kai-Yin se la había dibujado con sus asombrosas alas azules, su gran pico rojo y su cola y sus patas color coral.

—Nosotros creemos que ver un pájaro azul da buena suerte —le explicó Azalea.

—Muchas urracas azules… ¡mucha buena suerte! —exclamó Kai-Yin.

—Eso espero —dijo Azalea en tono triste, pensando que en su caso aquello no era muy probable. Tenía la impresión de que, una vez que llegaran a Flagstaff House, volvería a ser una criada sin sueldo, reñida y criticada incesantemente por su tía.

Se veía mucha gente por todas partes. Azalea nunca había imaginado que pudiera haber tanta en una isla tan pequeña. Todas las casas parecían inclinadas, como si se doblaran bajo el peso de la vida humana que palpitaba en su interior.

El aire estaba lleno de gritos y voces, del «Clop-clop» que producían los zapatos de madera y del olor a comida muy especiada.

«¡Es tal como yo esperaba que fuese!», pensó Azalea, aunque no había supuesto que las calles estarían adornadas con estandartes multicolores, largos y estrechos, y con banderas que colgaban en lo alto de las casas.

En las zonas más elegantes, las casas se adornaban con guirnaldas verdes y, con sus pórticos y balconadas, tenían un sorprendente aspecto de frescor bajo el sol candente que resplandecía en un cielo casi púrpura.

Lady Osmund hizo varios comentarios desagradables, diciendo que aquel lugar apestaba y los chinos tenían aspecto ridículo con sus grandes sombreros, pero nadie le contestó ni hizo caso.

Flagstaff House era, pensó Azalea, como toda residencia oficial británica en el extranjero. Había visto muchas en la India y todas parecían hechas con el mismo patrón: sólidas e imponentes, resultaban inconfundiblemente inglesas. En su interior eran también iguales, con sus sillas de caoba pulida, sus cortinas estampadas, las mismas reproducciones de retratos mediocres de la reina Victoria y el príncipe Alberto, las mismas alfombras persas de segunda y, en el exterior, el mismo esfuerzo inútil por crear un jardín típicamente inglés.

—Ahora, Azalea, dedícate a deshacer el equipaje —le dijo lady Osmund con voz aguda, en cuanto bajaron del carruaje.

—Hay numerosos sirvientes chinos en la casa, milady —explicó el oficial que las había acompañado—, y pueden conseguirse más si lo cree necesario.

—Mi sobrina puede supervisarlos —dijo lady Osmund—. Eso es lo que hace en casa y así se mantendrá ocupada.

Por la forma en que lo dijo, Azalea comprendió que su tía estaba decidida a tenerla continuamente atareada, sin importar cuántos sirvientes hubiera en la residencia.

Afortunadamente, nada más instalarse, lady Osmund descubrió que necesitaba de las tiendas una montaña de cosas. Como ella estaba muy ocupada con sus relaciones sociales, ordenó a Azalea que fuera a comprarlas. Dado que no consideraba a su sobrina persona de importancia, un anciano criado chino llamado Ah-Yok, le fue asignado como guía y acompañante.

Azalea sabía que sus primas habrían sido escoltadas por un oficial y llevadas en un carruaje; ella tenía que conformarse con ir en rickshaw, acompañada por Ah-Yok. Pero en realidad lo prefería así.

Suponiendo que su viejo acompañante la conduciría a las tiendas del Viejo Praya, favorita de los ingleses, le explicó en su cantones titubeante lo que quería, y Ah-Yok sonreía con su boca desdentada, cuando ordenó a los hombres que tiraban de los carritos que les llevaran a una parte más alejada de la ciudad.

Pronto insistió Azalea en que dejaran los rickshaws y caminaran por las calles, tan angostas y llenas de letreros que el sol casi no penetraba en ellas, y quiso subir también las estrechas escaleras para visitar los auténticos comercios chinos que su amiga Kai-Yin le había descrito.

Así vio las pequeñas panaderías donde vendían los deliciosos yvh-sec-min-bau, rollos de pan rellenos de coco rallado y los puestos de fruta que exponían sus géneros en pirámides multicolores y adornadas con minyan, figuras de pasta de harina con forma de animal, hechas para los niños.

Los gritos de los vendedores, que ofrecían pescado en salazón, escobas, incienso y mil productos más, resonaban ensordecedores en los oídos de Azalea. Ah-Yok le explicó que los vendedores tenían que comprar unos permisos de madera que costaban cincuenta centavos, para tener derecho a pregonar su mercancía.

Algunos llevaban grandes jaulas planas de bejuco, que contenían los um-chun, pajaritos de color castaño que ellos llamaban codornices. Otros gritaban anunciando um-hun-don, huevecitos de codorniz, un manjar muy apreciado en las sopas chinas.

En una calle atestada de niños, Azalea vio a los músicos ciegos que cantaban y tocaban man-yin. Un músico tocaba el ts’in-hu, un violín con una caja de resonancia de treinta centímetros, mientras que otro maniobraba ep’ai-pa, especie de platillos, con una mano, y tocaba el ku-cbeng, o cítara china, con la otra.

—Música muy antigua —explicó Ah-Yok—. Mencionada por primera vez en la dinastía Sung.

El importe de las compras era calculado en un ábaco de madera, el cual había sido inventado por Chiwhuni-Wen, un metalúrgico, casi mil años antes.

Lo que más fascinó a Azalea fueron las farmacias, con sus hileras de frascos cuadrados, sus caballitos de mar disecados, procedentes de las tibias aguas del golfo de Tonkin, y las vejigas de oso traídas de las montañas tibetanas.

—Las víboras vienen de las selvas de Kwangi —le explicó Ah-Yok— y los cuernos de ciervo de Manchuria.

Kai-Yin le había dicho que garantizaban una larga vida y que tenían propiedades afrodisíacas, al igual que la raíz del gin-seng, en cuyas propiedades para curar las enfermedades se creía desde hacía siglos.

—Algunas hierbas son conocidas desde hace cinco mil años —dijo Ah-Yok en chino y el boticario lo confirmó con vivos movimientos de cabeza. Después le mostró a la joven hierbas para «eliminar el calor de la fiebre alta» y para «purgar el fuego».

Azalea había leído que para los chinos, había dos principios opuestos en la naturaleza: Yin y Yang. La enfermedad era una manifestación del desequilibrio del cuerpo; la salud, del equilibrio y la armonía.

El boticario le confirmó esto diciendo:

—El corazón, el esposo; los pulmones, la esposa.

—Lo que quiere decir —explicó Ah-Yok—, es que cuando no hay armonía entre los dos, se producen males terribles.

Le enseñaron también los famosos tónicos de los médicos chinos, compuestos de pequeñas estalactitas, piel seca de lagartija roja moteada, carne de perro, leche humana, diente de dragón y astillas de cuerno de rinoceronte.

Aunque le resultaba difícil creer en la eficacia de tales tratamientos, todo le resultaba interesante hasta un grado absorbente, y fue casi contra su voluntad como dejó que Ah-Yok la llevara de regreso a Flagstaff House.

—Gracias, Ah-Yok, muchísimas gracias —le dijo cuando llegaron.

—Gran privilegio, honorable dama —contestó el sirviente con sinceridad, y Azalea comprendió que había encontrado en él a un amigo.

Poco después de llegar a Hong-Kong, Azalea oyó a sus tíos hablar de lord Sheldon. A ella le había resultado imposible, después de desembarcar del Orissa, decidir lo que pensaba de aquel hombre. Se sintió desconcertada y confusa por sus propias emociones cuando él la besó por segunda vez, y por eso huyó para ir a encerrarse en su camarote y tenderse en el lecho, temblando por emociones que hasta entonces le eran desconocidas.

¿Por qué la había besado de nuevo? No podía creer que lord Sheldon se sintiera atraído realmente por ella. Sabía muy bien que un oficial británico, aunque fuese menos apuesto que él, era buscado y halagado por las mujeres. Si además, como en el caso de lord Sheldon, poseía un título nobiliario y un atractivo indudable, sólo tenía que mirar a una mujer para que esta cayera en sus brazos.

¿Por qué, entonces, se había molestado en besarla a ella? No podía explicárselo. Sin embargo, pensaba, era mejor haber conocido aquel placer sublime gracias a lord Sheldon, que ir por la vida como su tío quería que lo hiciera, ignorante del éxtasis que se podía experimentar en los brazos de un hombre.

Se le hacía difícil convencerse de que nunca volvería a verle. Sabía que lord Sheldon había visitado a sus tíos al día siguiente del desembarco, pero ella no estaba presente. Lady Osmund se había encargado de hacerle saber con toda claridad que debía mantenerse al margen de toda relación social. Pero sólo escuchar su nombre la había hecho vibrar y sentir que algo cobraba vida en su interior.

Fue al otro día, mientras la familia comía sola, cuando su tío comentó:

—Sheldon me ha decepcionado.

—¿Por qué? —preguntó su esposa.

—En lugar de poner en su sitio al gobernador, parece estar de acuerdo con él.

—¡No puedo creerlo! ¿Qué te hace pensar eso?

El general tenía el entrecejo fruncido y era evidente que estaba recordando algo que había ocurrido.

—En la junta de esta mañana discutimos la costumbre que prevale en la comunidad china de Hong-Kong de comprar y vender chicas para que sirvan como criados.

—¡Una costumbre muy sensata! —opinó lady Osmund.

—Es lo que yo pienso —contestó el general—, pero el gobernador trató de ponerle alto.

—¡Qué cosa tan ridícula! ¿Y por qué tiene el gobernador que meterse en eso?

—Pretende, y estoy seguro de que se equivoca, que el secuestro de jovencitas para enviarlas a California y Australia ha aumentado de manera considerable. Ha convencido al magistrado de Justicia de que no hay distinción entre la venta de muchachas para el servicio doméstico y la exportación con fines inmorales.

—Estoy segura de que tú tienes razón.

—Pero al parecer el magistrado ha sido convencido por el gobernador. Afirma que hay de diez a veinte mil esclavas en Hong-Kong y que esta forma de esclavitud florece porque los funcionarios del gobierno no hacen cumplir las leyes. Me resulta difícil creer que pretendan elevar el asunto a la consideración del secretario de Estado británico.

—¿Y quién ha sugerido tal absurdo? —preguntó lady Osmund.

—¿Necesitas preguntarlo? —replicó su marido con aspereza—. El gobernador, apoyado por lord Sheldon.

—¡Casi no puedo creerlo!

—Como sabes —continuó el general—, hemos recibido instrucciones de no interferir en las instituciones y los hábitos chinos. Y esta costumbre de la compra-venta de muchachas está muy arraigada en oriente.

—Quizá debieras hablar en privado con lord Sheldon. Él es todavía joven y posiblemente esté influido por el gobernador. Sería buena idea que le invitaras a cenar esta misma semana. Me pareció, cuando vino ayer, que estaba interesado por Margarita.

—Si pretendes considerarlo como yerno en potencia —dijo el general, levantándose—, te aconsejo que abandones la idea.

—Pero ¿por qué Frederick?

—Porque, como ya te he dicho, Sheldon alienta al gobernador para que persista en esa actitud a la que yo me opongo. Parece decidido a tratar a los chinos con una igualdad a la que no tienen derecho.

—¿Tratar con igualdad a los chinos? —preguntó lady Osmund con voz crispada.

—¡Eso he dicho! ¿Sabes cómo llama nuestro gobernador al pueblo chino? ¡El Buen Amigo Número Uno! Eso te demuestra el tipo de hombre que es.

Con esto terminó la conversación y todos salieron del comedor.

Azalea sentía que la cabeza le daba vueltas. Debía haber comprendido desde el primer momento que lord Sheldon no podía ser ninguna de las cosas que ella había pensado de él.

Debido a lo inquieta y turbada que estaba por lo que su tío había dicho, no pudo concentrarse en la costura cuando se quedó sola en la casa. Su tía y sus primas se habían ido a una fiesta, pero, como de costumbre, a ella no la habían llevado.

Así que decidió ir a visitar a Kai-Yin. Le había prometido hacerlo cuando se despidieron en el barco. Ésta era su oportunidad no sólo de ver a quien consideraba una magnífica amiga, sino también de recibir otra lección de chino.

Se puso un sombrero y, llevando en la mano una sombrilla de encaje que había pertenecido a una de las gemelas, bajó la escalera y pidió un rickskaw.

* * *

La casa de los Chang se hallaba en una ladera del Pico, por encima de elegantes mansiones blancas construidas por los europeos en Bahía Victoria. Cuando llegaron a ella, Azalea descubrió con deleite que era típicamente china, con sus mosaicos verdes y sus tallados aleros adornados con dragones de porcelana.

Kai-Yin se mostró encantada de verla.

—Tú honras con presencia —dijo, inclinándose hasta casi rozar el suelo. Después olvidando la ceremonia, palmoteo exclamando—: ¡Yo esperaba que vinieras! ¡Mucho que contarte! ¡Tú muy bienvenida!

Azalea recorrió sus habitaciones con ella y pensó que hubiera podido pasar horas enteras viendo los cuadros altos y estrechos que colgaban de las paredes, las piezas de porcelana antigua y los objetos de jade tallados exquisitamente. Nunca había imaginado que el jade pudiera tener tantos y tan variados colores, que iban desde el blanco más puro hasta llegar a un verde oscuro, casi negro, pasando por los distintos tonos del esmeralda.

—Honorable esposo dice que el jade viene del cielo, cura el cuerpo y da la inmortalidad —le explicó Kai-Yin en chino.

—Yo no estoy segura de que quiera vivir eternamente —contestó Azalea—, pero me encantaría poseer aunque sólo fuera un trocito de jade.

—El jade también aleja los malos pensamientos y da muy buena suerte —agregó Kai-Yin.

—¡Qué objetos tan maravillosos ha coleccionado el señor Chang! —exclamó, Azalea.

—Él compra muchos muchos… Algunos los vende, otros los guarda. Los mejores los reserva para la casa.

Un aya trajo a Jam-Kin, más parecido a un muñeco que nunca con su traje chino. Después el aya se lo volvió a llevar porque el niño debía descansar.

—¿Qué hacemos? —preguntó Kai-Yin.

—Por favor, enséñame algo más de tus maravillosas posesiones —suplicó Azalea—. Es muy emocionante para mí.

—¡Te enseñaré mi ropa! —exclamó su amiga, que poco después sacaba de armarios y arcones las túnicas más hermosas que Azalea había visto en su vida. Para combinar con ellas, había pantalones de seda brillante en vivos colores, así como chaquetas para el invierno, forradas con marta cebellina y otras pieles finísimas.

Kai-Yin llevaba puesta una túnica en verde esmeralda oscuro, con pantalones de raso anaranjado. Cuando salía de la casa, o en ocasiones formales, usaba una falda larga, profusamente bordada por delante y por detrás, con aberturas a los lados.

—¿Qué te pones bajo la túnica? —preguntó Azalea.

—¡Casi nada! Prueba una; verás qué cómoda.

Azalea titubeó, pero había algo fascinante en la idea de probarse algo tan bonito. Kai-Yin seleccionó para ella una túnica en color rosa oscuro, con flores bordadas de muchos colores, y ribeteada en el cuello y a los lados con satén verde hoja. Tan pronto se la puso, Azalea quedó asombrada de lo mucho que aquellos colores la favorecían, al contrario de los vestidos en tonos pastel que «heredaba» de sus primas.

Al ponerse el pantalón de satén verde pálido, observó que sus pies parecían demasiado grandes comparados con los de Kai-Yin. Esta como todas las mujeres chinas, excepto las esclavas, había sido sometida a la tortura de achicarle los pies cuando era niña. Azalea escuchó horrorizada los detalles. A los ocho años, cuando los huesos del pie de la niña se endurecían lo suficiente para soportar la presión incesante, empezaba el vendado. El dolor era enloquecedor, una verdadera tortura, porque se trataba de contraer los pies para que cupiera en zapatos de cinco a siete centímetros de largo.

—Yo gritaba y lloraba… todo el día, toda la noche —dijo Kai-Yin casi con orgullo.

—¿Y cuándo cesa el dolor? —preguntó Azalea.

—¡A los tres o cuatro años! —contestó su amiga—. ¡Pero honorable esposo piensa que mis pies son muy hermosos! Ahora, déjame peinar tu pelo como el mío —añadió, como deseosa de cambiar el tema.

Soltó el largo cabello de Azalea y lo ató con una cinta color rosa. Después lo adornó con broches tallados y lacados.

—¡Tú muy hermosa! —exclamó Kai-Yin en su defectuoso inglés—. Te presto pendientes.

Era muy divertido dejarse vestir por su amiga y Azalea casi no podía creer que era ella quien se reflejaba en el espejo.

—Tú mejor con colores chinos atrevidos, no pálidos —afirmó Kai-Yin y las dos se echaron a reír.

Cuando Azalea se puso en pie, comprendió que ella y su amiga tenían un aspecto muy parecido.

—¡Dos muchachas chinas! —dijo Kai-Yin como si leyera sus pensamientos—. ¡Nadie piensa tú inglesa!

—Me siento muy feliz de ser china —sonrió Azalea.

—Hagamos broma señor Chang —dijo Kai-Yin—. Yo te presento como amiga china.

—¡No, eso no! —exclamó Azalea, pero era demasiado tarde. Kai-Yin la había cogido de una mano y tiraba de ella. Por no echar a perder la diversión de su amiga, cedió al fin.

Había un sirviente de pie frente a la habitación del señor Chang, cuya puerta era de nogal negro, adornada con magníficas tallas de oro. El criado la abrió y Azalea, cogida de la mano de Kai-Yin, entró en la estancia.

—Tú haces reverencia como yo —le susurró Kai-Yin, que se puso de rodillas e inclinó la cabeza sobre las manos apoyadas en el suelo. Azalea hizo lo mismo.

—Honorable esposo, te pido permiso para presentarte a una honorable amiga —oyó decir a su amiga en chino.

—Tienes mi permiso —contestó el señor Chang.

Azalea miró de reojo a Kai-Yin y vio que ésta, aunque seguía de rodillas, había erguido el busto. Siguió su ejemplo y, cuando miró con timidez al señor Chang, preguntándose si se daría cuenta inmediata de quién era, advirtió que no estaba solo.

Sentado junto a él en un sillón de ébano tallado, se hallaba lord Sheldon.