Capítulo 3
Mirvin Sheldon avanzó con pasos irregulares, algo tambaleantes, hasta la mesa del capitán en el comedor, y se dio cuenta de que era el único pasajero que había llegado hasta ella.
Había alrededor de media docena de caballeros ante otras mesas del salón; pero casi todos tenían un color verdoso y rechazaban la mayor parte de los platos que los camareros les ofrecían.
No era de sorprender que hubiera tan escasa asistencia, teniendo en cuenta que el mar estaba revuelto hasta un grado alarmante desde el momento en que salieron dé Inglaterra.
—El Orissa apenas si puede hacer otra cosa que mantenerse a flote —le había dicho a Mirvin el camarero que fue a despertarle aquella mañana, y mientras lo hacía, un movimiento brusco del barco le hizo recorrer el camarote a trompicones, hasta que logró conservar el equilibrio sujetándose a la cama.
—Imagino que la mayor parte de los pasajeros no están disfrutando mucho del viaje —comentó Mirvin.
—Casi todos están postrados —repuso el camarero—. Y como su señoría podrá suponer, nosotros estamos muertos de cansancio.
Mirvin por su parte, daba pocas molestias. Era buen marinero y disfrutaba de la travesía. Después de haber hecho un poco de ejercicio en la cubierta bañada por las olas y desierta, la tormenta le brindaba oportunidad de continuar escribiendo. Tal vez fuese incómodo hacerlo con aquella precaria estabilidad y sujetando el tintero para que no se volcara, pero para él resultaba mucho más agradable que conversar con las señoras que iban a bordo.
No había señales de lady Osmund, pensó ahora con satisfacción, mientras encargaba una buena comida, ni las había habido después de la primera noche de navegación. Era una mujer que le desagradaba sobremanera y sentía compasión por los hombres que cayeran en las redes matrimoniales tendidas por ella para sus hijas. Aparte de que las gemelas tenían poco cerebro y menos personalidad, el hombre que se casara con cualquiera de las dos estaría siempre dominado por lady Osmund y el general.
Era extraño que dos personas tan poco interesantes como ellas, aunque Mirvin no ponía en duda la destreza militar del general, tuvieran una sobrina como Azalea. No había vuelto a verla desde aquella primera cena a bordo; pero suponía que ella, como todas las demás viajeras del Orissa, habría sucumbido al mareo.
Cuando el camarero le estaba sirviendo el primer plato, Mirvin hizo un comentario sobre la soledad de la mesa.
—Sí, en la mesa del capitán estamos trabajando poco, milord —contestó el camarero—. El capitán lleva en el puente desde que salimos y no ha bajado a tomar una sola comida aquí. Usted y la señorita Osmund son los únicos pasajeros a los que tenemos el placer de servir.
—¿La señorita Osmund? —Se sorprendió Mirvin.
—Sí, milord, pero ella viene temprano a comer y a cenar. No es una joven muy sociable, si me permite usted decirlo.
Mirvin no contestó. Estaba pensando en lo que el camarero decía y recordando que el día anterior le había parecido ver a Azalea. Se dijo entonces que debía estar equivocado. ¿Por qué habría de ir la joven a visitar a alguien que no viajaba en la misma clase que ella?
Mirvin había visto la lista de pasajeros al subir a bordo. Era siempre su costumbre hacerlo, para saber quiénes serían sus compañeros en viajes largos y con frecuencia tediosos. Fue entonces cuando sospechó quién era Azalea. El comandante en jefe le había pedido únicamente que cuidara de lady Osmund y sus hijas gemelas. Al ver primero los tres nombres y después «señorita Azalea Osmund» comprendió que su conducta en la biblioteca del general había sido muy reprobable. ¿Cómo era posible, se preguntaba desconcertado, que lady Osmund y el general hubieran tenido una hija tan diferente a sus hermanas?
Pero el comisario le aclaró la situación tan pronto como subió a bordo.
—Lady Osmund preguntaba por usted, milord. Ha dicho que le agradecería mucho que le notificara su llegada.
El comisario señaló el plano de la nave que tenía delante.
—Lady Osmund ocupa el camarote B —dijo—. Las señoritas Violeta y Margarita Osmund están en el C, y la señorita Azalea se encuentra al otro lado del pasillo, en el camarote J.
Mirvin observó la situación de las cabinas señaladas y el comisario, como si adivinara lo que pensaba, comentó:
—La señorita Azalea Osmund sólo es una sobrina, milord.
Tal vez fuese «sólo una sobrina», como el comisario de a bordo había dicho un poco desdeñoso, pero eso no explica por qué no había asistido a la fiesta de despedida que dieron los Osmund ni por qué tenía puesto un delantal de sirvienta. Era un misterio, y a Mirvin Sheldon le apasionaban los misterios.
En la India había tenido un gran éxito no sólo como soldado, sino también como agente del Gobierno, capaz de obtener valiosa información por medios poco habituales y a menudo peligrosos. Esto le había convertido en un hombre siempre alerta, continuamente desconfiado ante cualquier cosa que se saliera de lo corriente. Azalea, aunque parecía inocente, le había espiado de una forma que no dejaba de inquietarle.
Además su cita de las palabras de lord Ronald Gower le hacía comprender que ella había visto el contenido de la información que sobre Hong-Kong enviara el Ministerio de la Guerra, marcada «secreto y confidencial». Mirvin lo sabía porque había recibido una similar.
No consideraba a sir Frederick Osmund un hombre comunicativo, y no le parecía capaz de discutir secretos oficiales con una muchacha, aunque fuera su sobrina. Por lo tanto, era evidente para él que Azalea había leído el contenido del expediente sobre Hong-Kong.
Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito? Recordando aquel documento, llegó a la conclusión de que no había nada particularmente importante en él. Pero no dejaba de ser un informe confidencial y, desde luego, contenía algunos datos que podían ser utilizados por agentes enemigos.
Mirvin estaba decidido a llegar al fondo del problema, pero era un hombre con suficiente experiencia para saber tener paciencia y no lanzarse a ciegas contra un sospechoso. Por otra parte, no podía creer que Azalea, si era realmente una espía, fuese muy efectiva. Él había escuchado el ruido que la joven hizo al removerse tras las cortinas, un error en el cual nunca habría caído una persona eficaz en el arte de espionaje. Había también pruebas de inexperiencia en el temor que reveló al salir de entre las cortinas y encontrarle todavía en la biblioteca, y en su indiscutible pánico cuando huyó, después que él la hubo besado.
Mirvin no podía explicarse a sí mismo por qué lo había hecho. Había seguido un impulso repentino, pero la verdad era que no se arrepentía de ello.
Cuando terminó de comer, decidió bajar a la cubierta de tercera clase, donde viajaba con sus hijos, todos pequeños, la mujer del sargento Favel, que sirvió con él en la India. Favel había visto en el periódico que lord Sheldon iría en el mismo barco que iba a ir su esposa. Él había tenido que salir en un barco militar una semana antes, y su familia no pudo acompañarle porque la esposa acababa de dar a luz.
El sargento informó a su antiguo superior de que su mujer se mareaba con mucha facilidad, y Mirvin le prometió estar pendiente de ella.
Después hablaron de los viejos tiempos y Favel confesó:
—Le echamos mucho de menos, milord. Los que servimos con usted en la India quisiéramos volver a aquellos tiempos, pese al calor que hacía en ocasiones.
—Yo también siento lo mismo —sonrió Mirvin.
—¿Echa usted de menos el regimiento, milord? A mí se me hace raro verle sin uniforme.
—Lo echo de menos más de lo que puedo decir —declaró Mirvin sinceramente—. Y añoro la India… Temo que va usted a encontrar Hong-Kong un poco limitado; es una colonia muy pequeña en comparación.
—Eso creo, milord, pero supongo que no me tendrán allí mucho tiempo. Y van muchos soldados que estuvieron también en la India con nosotros. Eso hará que nos sintamos como en casa.
—Espero que así sea —había dicho Mirvin y poco después se despidieron.
Como el sargento Favel temía, su mujer había sucumbido al mareo en cuanto empezó la tormenta. Aunque Mirvin le envió varios remedios, la camarera que la atendía le informó de que seguía muy mal.
Ahora, tras descender a la cubierta de tercera clase con cierta dificultad debido a los bruscos vaivenes del barco, Mirvin avanzó por el angosto pasillo hasta la cabina ocupada por la señora Favel y sus niños.
La tercera clase del Orissa estaba en mejores condiciones que la de muchos otros barcos en los que Mirvin había viajado, pero los pasajeros, de cualquier modo, iban incómodos porque había un excesivo número de ellos. En aquella parte de la nave, el olor a petróleo y a mar era muy fuerte, y evidente la falta de aire fresco. Sólo el sentido del deber hacía que Mirvin bajara todos los días para preguntar personalmente a la camarera que la atendía, cómo estaba la señora Favel.
Ahora la encontró sin mucha dificultad. Precisamente salía del camarote con una jofaina de la cual Mirvin procuró desviar la mirada.
—Volveré en un momento, milord —dijo la camarera, una mujer madura de aspecto cansado, antes de desaparecer.
Se oyó correr el agua y pronto volvió la enfermera, secándose las manos y sonriendo.
Las mujeres de todas las edades y clases sociales sonreían de manera invariable a lord Sheldon, no sólo porque se trataba de un hombre muy bien parecido, sino debido también a que había en él un atractivo que encontraban irresistible.
—¿Cómo está nuestra enferma? —preguntó Mirvin.
—Un poco mejor, milord, y muy agradecida por la botella de coñac que le envió usted.
—Espero que le haya calmado el mareo.
—Yo siempre he pensado que no hay nada mejor que el coñac para eso, pero, por desgracia, pocas personas en esta cubierta pueden pagarlo.
—Avíseme cuando la señora Favel necesite otra botella. Por cierto, ¿cómo están los niños?
Al decir esto, reparó por primera vez en lo vacíos que estaban los pasillos. En visitas anteriores, había encontrado a varios niños corriendo de un lado para otro, riñendo entre ellos o gritando a pleno pulmón.
—El bebé está muy bien, milord —repuso la camarera—. Y los otros dos están con la encantadora señorita que los ha entretenido estos dos últimos días. ¡A nosotros nos parece un ángel, se lo aseguro!
—¿Qué encantadora señorita? —Se sorprendió Mirvin.
—No sé su nombre, pero es pasajera de primera clase. Se ofreció a encargarse de los niños varias horas al día. Ha sido una bendición para todos. Esos diablillos se ponían insoportables mientras sus padres estaban enfermos.
—¿Dónde se encuentran ahora? —preguntó Mirvin con viva curiosidad.
—En la sala para escribir de la segunda clase —contestó la camarera—. Eso va contra las reglas, milord, pero ¿quién va a querer escribir una carta con este tiempo?
—Sí, desde luego —convino Mirvin.
En aquel momento se escuchó un grito reclamando a la camarera desde una de las cabinas y la buena mujer alzó los ojos al cielo.
—¡Es el cuento de nunca acabar! —exclamó, antes de desaparecer con su jofaina tras una puerta cercana.
Mirvin subió a la cubierta de segunda clase y se dirigió a donde sabía que estaba la sala para escribir. La segunda clase, por supuesto, tenía menos comodidades que la primera; sin embargo, el salón principal estaba amueblado confortablemente, aunque con poco espacio entre los sofás y los sillones. Al fondo de éste había otro más pequeño, que raras veces era usado excepto por quienes deseaban escribir una carta o jugar a los naipes sin ser molestados por los pasajeros que conversaban en el salón principal.
Mirvin cruzó éste y, en el momento que su mano empujaba la puerta de la sala, oyó una voz femenina que decía con fingida ronquera:
—«… ¿Quién ha dormido en mi cama?» —la misma voz ahora con tono agudo, añadió—: «¿Y quién ha dormido en la mía?», preguntó el osito. «¡Oh, ahí está!».
Hubo gritos de entusiasmo infantil, antes de que la narradora concluyera:
—¡Entonces Ricitos de Oro saltó y bajó corriendo la escalera, para volver a la seguridad de los brazos de mamá tan aprisa como pudo!
Se escuchó un griterío de excitación y, con mucha suavidad, Mirvin abrió un poco más la puerta para poder ver el interior de la sala.
Sentada en el suelo con un niño chino en los brazos, estaba Azalea. El pequeño se había dormido y sus pestañas oscuras eran como medias lunas en su carita redonda. Sentados alrededor de ella, con las piernas cruzadas o medio tendidas, había quince niños más aproximadamente. Muchos de ellos iban mal vestidos; pero se les veía muy felices y aunque el cuento había terminado, no hicieron intención de levantarse.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Azalea con su suave voz bien modulada.
—¡Cantemos la canción de las palmas! —sugirió uno de sus oyentes.
—Muy bien —dijo Azalea—. Cantaremos esa canción, pero como Jam-Kin está dormido, yo no puedo dar palmadas. Así que cuando levante una mano, vosotros las dais, ¿entendido?
Hubo un murmullo de asentimiento general y las pequeñas cabezas se movieron de arriba abajo.
—Muy bien —dijo Azalea—, cuando yo levante la mano… ¡palmada!
Mirvin sonrió al ver lo bien dispuestos que estaban los niños a hacer lo que ella les indicaba. Con el mismo cuidado que la había abierto, cerró la puerta. No tenía intención de interrumpir la diversión de los niños; pero cuando iba a darse la vuelta, se detuvo de pronto. Azalea había empezado la canción y su voz era muy alegre. Se trataba sin duda de un aire popular… ¡pero estaba cantando en ruso!
Había sido idea de Azalea tener a los niños ocupados. Cuando el barco empezó a dar bandazos y su tía a marearse, pensó que tendría que dedicarse día y noche a cuidarla. Sin embargo, el médico del barco estaba acostumbrado a afrontar situaciones como aquélla.
Cuando lady Osmund empezó a quejarse incesantemente de lo mal que se sentía, le proporcionó lo que él llamaba «mi jarabe especial», con dos cucharadas del cual pasaba durmiendo la mayor parte del día.
Las gemelas, después de haber estado muy mareadas, decidieron quedarse acostadas charlando y riendo y no hicieron esfuerzo alguno por levantarse.
Azalea sólo tenía que lavarles y plancharles los camisones, y eso le llevaba sólo un rato cada día.
Cuando oyó comentar a las camareras el enorme trabajo causado por todos los pasajeros mareados, ofreció su ayuda; pero las camareras se mostraron escandalizadas de que una pasajera de primera clase pudiera hacer algo que no fuera disfrutar del viaje… o quedarse en cama bajo los efectos del mareo.
Por fin una de ellas la llamó aparte y le dijo titubeante:
—No sé si debo mencionarlo o no, señorita… La verdad es que temo meterme en problemas.
—Le prometo que, por mi parte, nadie sabrá una sola palabra —aseguró Azalea—. Pero déjeme ayudarle.
—Bueno, es que hay una señora china en la segunda clase. Es muy buena, señorita, más de lo que pensé que pudiera serlo una china; pero está muy mareada y lleva a un niño.
—Yo cuidaré de él —se ofreció Azalea antes de que la camarera pudiera decir más—. ¿Viaja sola esa señora?
—¡No, con su marido, pero él se da unos aires de importancia…! ¡Los hombres chinos! No atienden a sus esposas, sino que esperan ser atendidos por ellas.
—Eso he oído siempre —dijo Azalea con una sonrisa—, bueno, vayamos a ver a esa señora.
—No sé si usted debería hacerlo —dudó aún la camarera, pero al fin la convenció Azalea y fue presentada a la señora Chang que, para su sorpresa, resultó ser más joven que ella misma. Aunque estaba enferma, le pareció a Azalea la mujer más bonita que había visto nunca.
Con el cabello endrino, tan negro que azuleaba, en torno al rostro de óvalo perfecto, las cejas en forma de ala sobre los ojos oblicuos y la boca de labios gordezuelos, poseía una belleza verdaderamente exquisita.
Jam-Kin, un chiquitín de un año, era la criatura más adorable que alguien podía imaginar. A Azalea le parecía un muñeco, con sus pantalones largos y su blusita de raso abotonada hasta el cuello. Incluso cuando lo tenía sentado en sus rodillas, apenas podía creer que fuera real.
La señora Chang hablaba un inglés bastante comprensible y, cuando Azalea se sentó en el suelo de su cabina para jugar con Jam-Kin, habló con ella confiadamente. Azalea se enteró de que el señor Chang, mucho mayor que su esposa, era un mercader muy importante en Hong-Kong. Supuso, por el contenido de la cabina y las joyas de la señora Chang, que su marido era muy rico; pero es costumbre entre los chinos no exhibir de forma ostentosa la riqueza. Hubieran considerado una presunción viajar en primera clase, así que preferían instalarse en otra más modesta. El señor Chang, sin embargo, había reservado tres cabinas. Una servía de sala, donde él permanecía sólo mientras su esposa estaba enferma, y las otras dos eran dormitorios.
Cuando Azalea sugirió llevarse a Jam-Kin a la salita para que su madre pudiera dormir, la señora Chang se había mostrado horrorizada por tal idea.
—Jam-Kin molesta honorable esposo —dijo—. Muy importante no ruido cuando él trabaja.
Azalea no pudo dejar de pensar que el señor Chang era un egoísta; pero sabía que una esposa china era siempre sumisa, y que todo lo que contribuye a la comodidad del marido era más importante que ella o sus hijos. Así que decidió llevarse a Jam-Kin para jugar con él en el salón principal. Al avanzar hacia él, moviéndose con lentitud porque era difícil evitar caer con los movimientos violentos del barco, reparó en todos los otros niños que jugaban ruidosamente en el pasillo, saliendo y entrando en las cabinas.
Empezó a hablar con ellos y, cuando se apiñaron a su alrededor, les contó un cuento que escucharon con visible interés. Una camarera pasó en aquellos momentos.
—No sabía por qué se habían quedado tan callados —dijo.
—Me temo que aquí vamos a estorbar —comentó Azalea—. ¿No hay un lugar al que podamos ir?
Tras dudar unos momentos, la camarera decidió que podían usar el salón para escribir de la segunda clase, aunque iba contra los reglamentos que los pasajeros de tercera clase subieran a la segunda, aun tratándose de niños.
—Usted no dirá nada, ¿verdad, señorita? —preguntó la camarera.
—No, por supuesto que no —prometió Azalea y añadió—: Por mi parte espero que ninguna de ustedes mencione a mi tía lo que hago.
Había dicho lo mismo a los camareros de su propia cubierta.
—No se preocupe, señorita, que nosotros no le causaremos problemas —le aseguró la encargada de atender a lady Osmund—. Ése «jarabe calmante» del doctor mantiene a milady tan soñolienta, que no se preocuparía por usted aunque estuviera en el puente con el capitán.
—¡Oh, no es nada probable que haga tal cosa! —sonrió Azalea.
No podía evitar pensar en lord Sheldon, suponiendo que él se habría mareado tanto como el resto de los pasajeros. En cierta ocasión que había abierto una puerta que daba a cubierta, porque notó que faltaba aire fresco, le había visto en un lugar protegido, apoyado en la borda y contemplando cómo se estrellaban las olas contra la proa.
Entonces ella se alejó apresuradamente. No tenía deseos de verle otra vez, se decía a sí misma; sin embargo, aunque no quisiera admitirlo, no era estrictamente cierto: No podía evitar pensar en él y recordar que la había besado.
«¿Cómo puedo ser tan tonta?», se preguntaba mientras permanecía despierta en su estrecha cama.
Tonta o no, le era imposible olvidar lo sucedido, así como los sentimientos que había despertado en ella. Además, era lo bastante sincera para admitir que se trataba de uno de los hombres mejor parecidos que había visto en su vida.
Abundaban los oficiales guapos en el regimiento de su padre y, aunque Azalea era entonces demasiado pequeña para que le prestaran atención, ella advertía lo bien que montaban y lo atractivos que aparecían en el desfile.
Su padre había sido un hombre apuesto, y había un innegable brillo de admiración en los ojos de su madre cuando él aparecía vestido con el uniforme de gala del regimiento.
—¡Estás elegantísimo! —La había oído decir Azalea en más de una ocasión—. ¡No hay otro hombre tan fascinante como tú!
—¡Me adulas! —contestaba su padre—. Pero sabes muy bien lo que pienso de tu aspecto, amor mío.
«¿Me enamoraré yo alguna vez?», se preguntó Azalea, recordando estas escenas, mientras el Orissa se balanceaba entre crujidos. Y de pronto recordó que su tío había decidido que no se casaría nunca, según le había dicho dos años antes. ¿La consideraría todavía tan carente de atractivos como para que ningún hombre se fijara en ella? Azalea sabía que había cambiado. No era tan hermosa como su madre —eso habría sido imposible—, pero aunque era morena y sin el cutis sonrosado de las gemelas, no podía imaginar que no existiera en el mundo un hombre capaz de amarla.
Tal vez algún día le encontrase, y juntos desafiarían a su tío. Pero sólo pensar en ello hacía temblar a Azalea. Sir Frederick Osmund tenía un aspecto imponente y la joven sabía que si, como tutor legal suyo, se oponía a que se casara, ella no podría hacerlo.
«A mamá le habría gustado que yo fuera feliz», se dijo, pues habían hablado en una ocasión del matrimonio.
—Tú quieres mucho a papá, ¿verdad? —le había preguntado.
—Le quiero con toda mi alma y todo mi corazón, Azalea —contestó su madre—. Un día te enamorarás y te darás cuenta, como a mí me ocurrió, de que el dinero y la posición social no tienen ninguna importancia en comparación con el hecho de amar y ser amada.
Algo en la voz de su madre y en su sonrisa hizo comprender a Azalea que ella había encontrado en su vida algo realmente maravilloso que nada podría reemplazar.
«El amor es belleza», se dijo ahora; «la belleza que yo anhelo, la que perdí al salir de la India…».
Azalea jugaba con los niños todas las tardes y algunas veces por las mañanas, hasta que el mar empezó a calmarse, el aire se izo más tibio y, pasado el Estrecho de Gibraltar, entraron en el Mediterráneo.
Los pasajeros adultos empezaron a recuperarse y las camareras explicaron a Azalea que no podían ya permitir que los niños de tercera clase subieran al salón de escribir de la cubierta.
Así que pronto se encontró la joven pasando su tiempo libre en el camarote de la señora Chang, de quien se había hecho muy amiga.
—¿Cómo puedo agradecerle su graciosa bondad conmigo y Jam-Kin? —le preguntó a Azalea la dama china.
—Usted ha sido muy amable conmigo. Me habría sentido muy sola si no hubiera podido hablar con usted… —Se detuvo un momento y después insinuó—: Me pregunto si podría pedirle algo.
—Por favor, dígame —le rogó la señora Chang.
—Quiero aprender chino y no sé cómo empezar —dijo Azalea.
—Yo enseño —se ofreció la señora Chang sin titubear.
—¡No, no quería decir eso! —protestó Azalea—. No deseo causarle molestias. Lo que pensaba era si tendría algún libro… algún método sencillo con el cual pudiese empezar a comprender su lenguaje.
—Yo hablo honorable esposo. Usted espera.
La señora Chang dejó a Azalea con Jam Kin y, al cabo de unos momentos, volvió diciendo llena de excitación:
—¡Venga, venga a conocer honorable esposo!
Azalea la siguió de muy buen grado, pues estaba muy deseosa de conocer al señor Chang y se había preguntado muchas veces cómo sería.
Su amiga la condujo al camarote que hacía las veces de salita. Sentado en un cómodo sillón había un caballero chino cuyo aspecto era tal como ella hubiera esperado. Vestía una túnica bordada de forma exquisita y tenía los pies metidos en zapatillas guateadas. Se cubría la cabeza con un pequeño gorro circular y la gruesa trenza que le caía sobre la espalda era casi tan blanca como su barba. Tenía un rostro agradable, pensó Azalea, aunque se sintió un poco turbada al ver que la señora Chang se arrodillaba ante él.
—Honorable esposo —dijo en inglés—, ¿permites que tu humilde, insignificante esposa te presente honorable y bondadosa dama inglesa?
El señor Chang se puso de pie e inclinó la cabeza, sin sacar las manos de las anchas mangas de su túnica. Azalea hizo una profunda reverencia, mientras pensaba que su tía la habría criticado por inclinarse ante un chino.
—Tengo entendido, por mi humilde esposa, que ella y mi hijo Jam Kin tienen deuda de honor con usted, señorita Osmund —dijo en un inglés casi perfecto.
—Ha sido un gran placer, señor Chang, poder ayudar un poco mientras su esposa estaba tan enferma.
—Las mujeres son malas marineras —afirmó su interlocutor—. ¿Me hará el honor de sentarse, señorita Osmund, en una de estas sillas feas e incómodas?
Como Azalea sabía, era muy peculiar de los chinos menospreciar sus posesiones; pero pensó que la compañía naviera se habría disgustado de oír describir de aquel modo sus cómodos sillones acojinados.
Tomó asiento mientras la señora Chang se levantaba del suelo para sentarse en un banquillo.
—Mi esposa me dice que quiere usted aprender nuestro difícil idioma —dijo el señor Chang, y su tono hizo sospechar a Azalea que creía muy improbable tal hazaña.
—Me gustaría poder leer sus libros y también hablar con la gente de Hong-Kong —repuso—. Tengo sangre rusa en las venas, así que tal vez no me sea tan difícil aprenderlo, como lo sería para una persona totalmente inglesa.
—Encontrará que es un idioma difícil —le advirtió el señor Chang—. Hay varios dialectos chinos, pero el cantones es el que más se usa en Hong-Kong.
—Entonces me gustaría aprender cantones —dijo Azalea.
—Los caracteres chinos originales eran jeroglíficos simples, como los del Egipto antiguo.
—Son muy hermosos —dijo Azalea y le pareció que a su interlocutor le satisfacía tal alabanza, aunque su expresión no cambió.
—La señorita Osmund me enseña hablar mejor inglés —intervino la señora Chang—. Yo enseño chino a ella, si honorable esposo permite.
—Lo permito —dijo el señor Chang con suavidad.
A partir de entonces, Azalea bajaba a la cubierta de segunda clase dos o tres veces al día, y entraba en el camarote de la señora Chang. Supo que ésta se llamaba Kai-Yin y que era la tercera esposa del señor Chang. Tenía una rara habilidad para los trabajos manuales y sabía bordar y pintar en seda de manera asombrosa. Podía hacer que los caracteres chinos fluyeran con facilidad de su pluma, mientras los escribía de derecha a izquierda sobre el grueso papel pergamino que su marido les había proporcionado para las lecciones. Era como una niña por la forma en que la divertían los errores de pronunciación que cometía Azalea. Tanto reía en ocasiones que hasta se le saltaban las lágrimas.
En chino es muy fácil cometer errores, porque cada monosílabo tiene muchos significados básicos diferentes y todo depende de la inflexión que se dé a la voz. Azalea aprendió, por ejemplo, que hing quiere decir despertar, indiferencia, furia, levantarse, castigar, albaricoque, figura y sonarse la nariz con los dedos. ¡Incluso significaba también sexo!
Por fortuna, y tal como esperaba, no era para ella tan difícil como le habría sido para cualquier inglés, gracias a su conocimiento del ruso y también a que poseía buen oído musical.
Para cuando terminaron de cruzar el Mediterráneo, lady Osmund estaba de nuevo de pie y enseguida encontró docenas de cosas que deseaba que hiciese Azalea. Por otra parte, como no quería que estuviera presente en los paseos que las gemelas y ella daban por cubierta, o los ratos que pasaban en el salón conversando con los demás pasajeros, no se preocupaba de dónde pudiera estar su sobrina bordando las docenas de pañuelos y otras prendas que le encargaba.
La señora Chang se ofreció a ayudarla, así que pasaban horas enteras cosiendo y bordando. Lo que hubiera sido una tarea aburrida se convirtió en motivo de diversión para Azalea y, con gran asombro suyo, hasta mereció un comentario elogioso de su tía, la cual dijo que había mejorado, mucho la calidad de su bordado.
Cuando bajaban al comedor, lady Osmund procuraba siempre que Azalea no se sentara cerca de lord Sheldon. Ponía a Violeta o a Margarita junto a él, pero Mirvin bajaba cada vez más tarde a comer y a cenar, de modo que ellas casi siempre habían terminado ya cuando llegaba.
Una noche, suponiendo que ya todos estarían en la cama, Azalea subió sola a cubierta. Se daba cuenta de lo furiosa que se habría puesto su tía si la hubiera visto, pero la noche era cálida y el cielo lleno de estrellas era una tentación irresistible. Anhelaba sentir contra sus mejillas el aire suave y húmedo que encontraron al llegar al Mar Rojo.
Habían bajado a tierra en Alejandría y, desde que volvieron al barco para continuar hacia Port Said, casi no habían vuelto a ver a lord Sheldon. Azalea estaba segura de que evitaba de forma deliberada a lady Osmund. Por desgracia, su tía pensaba lo mismo, así que estaba muy enfadada con las gemelas.
—¿Porqué no procuráis ser más agradables? —les decía—. Tú, Violeta, tuviste a lord Sheldon sentado junto a ti durante la cena la otra noche, y sin duda notó que no hacías ningún esfuerzo por hablar con él.
—¿Y qué puedo decirle, mamá? —protestaba Violeta con aire patético.
—Pregúntale cosas sobre Hong-Kong o la India, donde conoció a tu padre… sobre los muchos lugares del mundo que ha conocido. ¡Oh! ¿De qué sirve que gaste tanto dinero en vestidos elegantes, si vosotras no hacéis otra cosa que cuchichear la una con la otra?
Lady Osmund miró por un momento los rostros de sus hijas, bonitos y de expresión estúpida, entornó los ojos y declaró:
—Si seguís portándoos de forma tan tonta y no os hacéis agradables a los demás, enviaré a una de vosotras a Inglaterra.
—¡No, no, mamá! ¡No puedes hacernos eso! ¡No podemos separarnos!
—Creo que es lo mejor que podríamos hacer —asevero Lady Osmund—. Hablaré con vuestro padre al respecto.
Lady Osmund salió de la cabina, dejando a sus hijas mirándose con desesperación.
—¡No podemos separarnos… no podemos! —gritaron con sus voces idénticas y se volvieron hacia su prima.
—Mamá no lo ha dicho… en serio ¿verdad? —inquirió Margarita con voz trémula.
Azalea las miró compasivamente y, sabiendo lo que significaba para ellas estar juntas, dijo:
—Debéis intentar, cuando vuestra madre esté presente, hablar y sonreír a cualquier joven que ella os presente.
—Algunos hombres no son simpáticos —dijo Margarita—, ¡pero lord Sheldon me da miedo! Es tan tieso y además, ¡tan viejo!
—Creo que debe de tener unos veintinueve años, treinta como mucho. Eso no es ser viejo, Margarita —objetó Azalea.
—Es viejo para mí —replicó su prima y Azalea comprendió que, en cierto modo, era verdad.
Ahora, al llegar a la cubierta, vio con alivio que estaba desierta. Los pasajeros que no se habían metido ya en la cama, estarían jugando a las cartas o en el salón fumador, donde se encontraba el bar. Éste era un lugar al que lady Osmund nunca iba, pero Azalea solía escuchar risas que salían de allí cuando pasaba frente a la puerta, y le parecía que era la sección más alegre del barco.
Se dirigió hacia la barandilla y se inclinó sobre ella para contemplar la fosforescencia del agua que iban dejando atrás. Era como un reflejo de la luz de las estrellas que brillaban por encima de su cabeza. Levantó la mirada y pensó en lo grande e interminable que se veía el cielo extendiéndose hacia el infinito. Parecía contener un misterio que ella nunca había notado mientras estuvo en Inglaterra.
Escuchó de pronto unas pisadas que se acercaban y supo de forma instintiva, sin volver la cabeza, a quién pertenecían.
—Es usted muy esquiva, señorita Osmund —dijo una voz y a la joven le pareció que había una nota burlona en ella.
Con lentitud, porque se sentía llena de timidez, se volvió a mirarle. Pudo ver su rostro claramente a la luz de la luna y se dio cuenta de que él la miraba de la misma forma extraña y penetrante que aquella noche en que se conocieron.
—¿Dónde se oculta? —volvió a hablar Mirvin—. Me gustaría mucho que contestase a mi pregunta.
—¿Por qué podría interesarle a usted saberlo? —murmuró Azalea.
—Le diré que siento curiosidad por alguien que se esconde tras las cortinas y sabe hablar ruso.
Azalea se puso muy rígida de pronto.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó al cabo de un momento.
—Tal vez he debido decir que sabe usted cantar en ruso.
Azalea comprendió que la había visto en algún momento con los niños.
—Las camareras hablan de forma muy halagadora sobre usted —añadió él.
—Las pobrecillas estaban sobrecargadas de trabajo durante la tormenta.
—Y usted es muy buena marinera por lo visto.
—Parece que sí.
—Creo que es usted una persona muy poco corriente, señorita Osmund. ¿Qué le interesa, además de tener información sobre Hong-Kong, entretener niños y trabar amistad con una familia china?
Azalea se quedó inmóvil.
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —inquirió con voz tensa.
—Tengo formas de averiguar lo que quiero saber —contestó él.
Azalea iba a contestarle que nada de aquello era de su incumbencia, cuando se le ocurrió que lord Sheldon podría hablar de eso con su tía. Por eso dijo en voz baja:
—Le… le suplico que no diga nada a mí tía sobre esto… Ella no lo aprobaría; se enfadaría muchísimo conmigo.
—¡Usted le tiene miedo! ¿Por qué?
—Mis padres murieron hace tiempo y tío Frederick me aceptó en su casa, pero en realidad ninguno me quiere.
Mirvin se acodó en la barandilla y miró al mar.
—¿Es duro sentirse indeseado? —preguntó tras una pausa.
—Es humillante que le tengan recogido a uno por caridad y no por cariño —repuso Azalea sin pensar. Enseguida comprendió que había sido indiscreta y miró angustiada a lord Sheldon.
—Quiero que sepa —dijo este de forma tranquilizadora—, que jamás haría nada que pudiese lastimarla. Pero ¿no corre usted demasiados riesgos?
Azalea supuso que se refería a sus lecciones de chino.
—Mi padre siempre consideró que era muy importante poder conversar con la gente en su propio idioma —dijo—. Él siempre hablaba a los indios en urdu o en cualquiera de los otros dialectos que aprendió. El resultado era que los nativos acudían siempre a él con sus problemas y papá podía ayudarles.
—¿Y usted quiere ayudar a los chinos? —preguntó Mirvin.
—Quiero aprender todo lo posible sobre ellos, comprender lo que piensan y sienten —en el momento de decirlo, Azalea supo que estaba siendo muy indiscreta. ¿Acaso no había oído cuáles eran las ideas de lord Sheldon respecto a los orientales cuando hablaba con el capitán Widcombe?
Tal vez fuese debido a que era de noche y él la había abordado casi por sorpresa, el que ella se le confiase de aquel modo. Rápidamente, trató de corregir su error:
—Me refiero, claro, a leer sobre ellos. No es probable que tenga oportunidad de hablar chino, excepto tal vez con los sirvientes.
Mirvin la miró atentamente.
—No tiene usted por qué temerme —le aseguró con voz muy suave.
—¡Si… si no le temo! —protestó Azalea enseguida, pero sin convicción.
Le tenía miedo porque era diferente a todos los hombres que había conocido; le tenía miedo porque se decía a sí misma que le detestaba y, sin embargo, había logrado provocar en ella las sensaciones más maravillosas que jamás experimentó.
—Por… por favor —dijo con voz trémula, y muy brillantes sus ojos enormes—, olvide lo que hemos hablado… incluso que me ha visto aquí esta noche. Temo que estoy aturdida y no sé lo que digo.
—Si es usted sincera, admitirá que sólo dice la verdad —replicó Mirvin—. Y la verdad es lo que quiero oír siempre.
—Algunas veces es difícil saber cuál es —objetó Azalea, pensando en él—. Puede parecer una… y ser otra.
—Tal vez, como los chinos, usted busca el mundo que hay tras el mundo. —Mirvin vio la interrogación en los ojos de Azalea y continuó diciendo—: El pensamiento detrás de la palabra; el impulso tras de la acción. Es algo que los chinos han hecho desde el inicio de su civilización.
—Y es lo que tratan de pintar —musitó la joven.
—Y lo que tallan, lo que piensan, sienten y viven… Son un pueblo notable.
Azalea le miró asombrada.
—¿Usted dice eso? Pero aseguró…
Estaba a punto de repetir lo que le había oído decir al capitán Widcombe y entonces, al recordar la conversación, comprendió por primera vez que, al hablar de la superioridad inglesa, lord Sheldon lo había hecho exponiendo al capitán las ideas predominantes en el Ministerio de la Guerra, no las propias. Qué tonta había sido al no advertir que el tono enfático de él era precisamente un sarcasmo.
Como temiendo haberse equivocado de nuevo, se aventuró a decir:
—Usted habla como si… le fueran simpáticos los chinos.
—Los admiro —aseveró Mirvin—. ¿Sabe usted que ellos imprimían papel moneda, cuando nosotros todavía nos cubríamos con pieles?
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Además, la mayor parte de ellos tienen principios elevados, integridad y un sentido del humor —agregó Mirvin. Azalea unió ambas manos, emocionada.
—Eso es lo que mi madre decía, pero yo pensé…
—Sé con exactitud lo que usted pensaba, señorita Osmund —la interrumpió él con una sonrisa—. Me lo hizo notar con claridad cuando nos conocimos.
—Lo siento mucho —dijo Azalea—; fui muy grosera y tiene usted razón al reprocharme que sacase conclusiones tan precipitadamente… Pero es que desprecio la actitud de ciertas personas que miran con desprecio a otros seres humanos simplemente porque son de otra nacionalidad.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Mirvin con voz tranquila.
—Entonces, le pido que me disculpe por haber interpretado mal lo que usted dijo… cuando ni siquiera debía haber escuchado su conversación.
—Usted desarma a cualquiera, señorita Osmund —comentó él—. Pero hay todavía muchas preguntas a las que no encuentro respuesta y que se refieren a su persona.
—¿Qué… que quiere decir? —preguntó Azalea sorprendida y, de pronto, se le ocurrió que tal vez pretendiese indagar sobre la muerte de su padre. Él había estado en la India y allí los chismes corrían con facilidad dentro de la colonia británica.
Azalea levantó la mirada hacia el rostro de lord Sheldon. Los ojos masculinos la estaban mirando de aquella forma intensa e indescifrable que lo habían hecho antes. Le pareció imponente, casi abrumador. Estaba muy cerca de ella y Azalea se preguntó si una vez más iba a rodearla con sus brazos y la besaría. Si lo hacía, pensó, si la tocaba, no podría resistirse a decirle cuanto quisiera saber, y comprendió el peligro que eso entrañaba.
De pronto, le pareció que lord Sheldon levantaba una mano hacia ella. Antes de que él pudiera impedírselo, dio la vuelta y echó a correr.
Se oyó el ruido de unos pies leves sobre la cubierta, una puerta que se cerraba… y Mirvin Sheldon se encontró solo.