Capítulo 7
Fabia despertó con una sensación tan intensa de felicidad, que le pareció casi insoportable tener que abrir los ojos. Debía abandonar el mundo de los sueños, en el que se encontraba en los brazos del duque y él la besaba.
«¡Te amo! ¡Te amo!».
Lo dijo para sí, una y otra vez, hasta que, poco a poco, se fue imponiendo la realidad y se dio cuenta de que estaba sola y de que la luz del sol inundaba la habitación porque las cortinas habían sido descorridas.
«Debe ser muy tarde», pensó.
Miró a través de la habitación y vio que la puerta que comunicaba con el saloncito estaba abierta y pensó que Hannah debía estar esperando a que despertara.
Pero no quería hablar con Hannah, ni con nadie. Sólo quería saborear su felicidad, que era como un surtidor que arrojaba agua hasta el cielo, adonde el duque la había conducido la noche anterior.
Resultaba difícil creer que, apenas anoche, cuando había regresado del jardín, se sintiera tan deshecha, física y mentalmente.
Ahora todo había cambiado y comprendió que el Rincón de la Reina había realizado el milagro de unirlos a ella y al duque.
Si ella no hubiera estado allí cuando él llegó, podían haber ido por la vida sin encontrarse nunca, ambos vacíos, incompletos. Al sentir el incontrolable deseo de estar con el duque y asegurarse de que él no la había olvidado, Fabia se sentó en la cama. Como si hubiera adivinado que Fabia estaba ya despierta, Hannah entró en la habitación.
—¡Vaya, hoy sí que durmió, bien! —exclamó la doncella.
—Es que no me dormí hasta que amaneció.
—No debe preocuparse tanto por… —empezó a decir Hannah, pero Fabia la interrumpió.
—No estoy preocupada —respondió—. ¡Estoy feliz tan maravillosamente feliz que casi no puedo creerlo!
Hannah la miró sorprendida y preguntó a toda prisa:
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué habla así?
—Casi no puedo creerlo —repitió Fabia—, pero voy a casarme con el duque. ¡Y sé que eso complacería a mamá, porque él me ama tanto como yo a él!
Por un momento, Hannah la miró incrédula y luego preguntó extrañada:
—¿Es eso cierto?
—Sí que lo es. Nos vamos a casar aquí, en una ceremonia muy privada, en la iglesia que hay en el parque.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Hannah—. ¡Mis oraciones han sido escuchadas!
Su voz se quebró y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Pero cuando Fabia extendió las manos hacia ella, se volvió, como si estuviera avergonzada de su debilidad.
—¡Será mejor que se levante pronto! —exclamó—. Supongo que su señoría querrá verla.
* * *
El duque también había dormido hasta tarde, y cuando despertó se preguntó si su valet se sentiría preocupado al no encontrarlo en su habitación.
Como Fabia, no hubiera querido darse prisa, sino quedarse acostado pensando en su felicidad y en cómo había encontrado, de manera inesperada, lo que había buscado siempre sin saberlo.
Ahora comprendía por qué las demás mujeres a las que había cortejado lo habían desilusionado, por qué se había aburrido con tanta rapidez de ellas y por qué había hecho tantas cosas escandalosas para aliviar la monotonía de ir de un idilio a otro.
«Esto es diferente», se dijo, «tan diferente, que nunca volveré a sentirme aburrido».
Sin embargo, no pudo menos que preguntarse qué podía hacer para responder a los ideales de Fabia y a su convicción de que él debía ayudar a otras personas.
El duque se daba cuenta de que podía realizar algunas mejoras en sus propiedades con respecto al bienestar de sus empleados y sus arrendatarios. Pero no deseaba intervenir de forma muy activa en la Cámara de los Lores, como Fabia había sugerido, porque los políticos le parecían muy aburridos.
«Me pregunto qué podría hacer», pensó y se dijo que ésa era una pregunta que debía plantear a su abuela y al Rincón de la Reina. Reflexionó, con una leve sonrisa que, ya que esas fuerzas habían decidido ejercer su influencia sobre él, debían elegir también qué tenía él que hacer de allí en adelante.
Cuando por fin se levantó de la cama, se dirigió a su dormitorio para encontrar, como esperaba, que su valet lo aguardaba con una expresión preocupada en el rostro.
—Me preguntaba qué podía haberle sucedido a su señoría —dijo el sirviente—. Al principio pensé que había salido a cabalgar, pero después vi que su ropa de montar estaba todavía aquí.
—Decidí dormir anoche en la habitación de la duquesa.
El duque notó que el valet observaba su cama, un poco desordenada, y que se daba cuenta de por qué había hecho eso.
En respuesta a su silenciosa pregunta, el valet le informó:
—El Mayor Bicester preguntó por su señoría hace un rato, y cuando le dije que no podía encontrarlo se marchó a Londres y me pidió que le avisara que volverá dentro de dos días.
El duque, sin hacer ningún comentario, se dirigió a la habitación contigua para darse un baño. Mientras lo hacía se dijo que todo había salido muy bien.
Debido a que había dormido hasta tan tarde, evitó la turbación de tener que despedirse de Gigi y escuchar sus quejas.
Ahora que se habían quedado solos, Fabia y él podrían planear su matrimonio.
En cuanto estuvo vestido, decidió ir a ver al vicario para arreglar la fecha de la boda y pensó que como ambos eran residentes de la parroquia no necesitarían licencia especial. Cuando Eddie volviera, le serviría de padrino y Hannah sería, tal vez, la única persona que asistirla a la ceremonia, además de él.
¡El duque sintió que su corazón palpitaba con fuerza al pensar en que Fabia sería su esposa!
Su amor por ella sería muy diferente a todo lo que había sentido antes, y la gloria de ser su esposo y enseñarle acerca del amor abriría nuevos horizontes para ambos.
Se sentía casi como un niño de escuela, cuando, lleno de alegría, esperaba con anticipación las vacaciones.
El duque estaba seguro de que no se desilusionaría cuando Fabia se convirtiera en su esposa. Ella era todo lo que anhelaba en una mujer y, debido a su sensibilidad, sería exactamente el tipo de duquesa que la familia y la tradición necesitaban.
«Me ama como hombre», se dijo, y supo que estaba en lo cierto.
* * *
El duque regresó de la vicaría ansioso de decir a Fabia lo que había arreglado y ella, imaginando adónde se había dirigido, estaba de pie afuera de la casa, esperándolo.
Había ido en su faetón a ver el vicario, porque estaba seguro de que él y Fabia querrían salir a pasear juntos más tarde ese día. También decidió que su visita debía ser muy formal.
El vicario era un anciano a quien él recordaba bien, pues había sido amigo y protegido de su abuela.
Se mostró encantado de ver al duque y honrado al saber que iba a tener el privilegio de casarlo.
—Con frecuencia he pensado en su señoría —había dicho con voz culta y tranquila—, y esperaba volver a verlo en el Rincón de la Reina antes de morir.
—De ahora en adelante me verá con frecuencia —contestó el duque—; porque, aunque tengo otras casas, como usted sabe, ésta es la que amaremos, por encima de todas, mi futura esposa y yo.
Comprendió que su respuesta satisfizo mucho al vicario y cuando le pidió que mantuviera en secreto su intención de casarse, el duque sabía que podía contar con la discreción del anciano.
Fijaron la hora de la boda y cuando el vicario lo acompañó a la puerta comentó:
—Conozco a Fabia desde que era pequeñita. Es una persona excepcional y, en mi opinión, una joven con una personalidad y un carácter muy poco comunes.
Se detuvo un momento antes de agregar:
—Sé que su señoría no me considerará impertinente cuando le diga que, cuando estoy con ella, me parece, en muchos sentidos, estar contemplando a una edición más joven de nuestra amada duquesa.
—Eso fue lo que yo mismo pensé —había respondido el duque.
Cuando volvió a la mansión y vio que Fabia lo estaba esperando, le agradó verla en el umbral de la puerta y pensó que la casa era un marco perfecto para su belleza.
Fabia corrió hacia él cuando el duque bajó del faetón; pero, en lugar de entrar en la casa, se dirigieron al jardín.
Por un momento no hubo necesidad de palabras y ambos se sintieron contentos por el solo hecho de estar juntos. Cuando llegaron al jardín acuático, el duque comentó:
—Estás aún más preciosa que anoche a la luz de la luna.
—¿Sucedió… realmente? —preguntó Fabia—. ¿Y tú dijiste que… me amabas?
Habían salido de la parte del jardín que se divisaba desde la casa. Se encontraban ahora aislados por los rododendros, cubiertos de capullos escarlata y blancos. Con lentitud, como si saboreara cada instante, el duque rodeó a Fabia con sus brazos.
—Anoche te amaba —dijo él—, pero esta mañana te idolatro y me pareces todavía más hermosa de cómo te recordaba al despertar.
Fabia se echó a reír de felicidad.
Cuando él empezó a besarla no pudieron pensar en otra cosa, por largo rato, que no fuera la maravilla de su amor.
Por fin ella preguntó:
—¿En dónde has estado? ¿O puedo adivinarlo?
—Creo que ya lo sabes.
—Barker me dijo que habías ido al pueblo y pensé que era muy probable que hubieras ido a la vicaría.
—Tenías mucha razón —confirmó el duque—, y todo está ya arreglado. Nos casaremos dentro de tres días. Tengo que esperar ese tiempo por dos razones. Estoy esperando a que Eddie vuelva, para que sea mi padrino. Además, mi amor, tu traje de bodas no puede llegar antes de ese tiempo.
—¿Mi traje… de bodas?
El duque sonrió.
—He enviado un palafrenero a Londres con el objeto de ordenar varios vestidos para tu ajuar de novia; pero ante todo, y es lo más urgente, el vestido con que vas a casarte.
Fabia contuvo el aliento.
—¿Cómo pudiste pensar en… algo tan… maravilloso? Sé que la ropa no tiene importancia, si consideramos lo que… sentimos el uno por el otro, pero no querría que… te avergonzaras de… mí.
El duque la atrajo más hacia sí.
—Nunca haré tal cosa —contestó él—, pero me doy bien cuenta de lo importante que son los vestidos para una mujer, sobre todo en el día más emocionante de su vida.
—Para mí lo importante es… casarme contigo. Pero… ¿cómo sabes cómo me quedará la ropa?
—Procuré que mi valet obtuviera tus medidas de Hannah, pero le pedí a ella que no te dijera nada, porque deseaba hacerlo yo mismo.
—¿Cómo puede un hombre ser tan… maravilloso… tan comprensivo?
—No tendrás que enseñarme a pensar en ti —replicó el duque—. En el pasado me han dicho con frecuencia que soy egoísta; pero ahora te prometo que pensaré en ti primero y en mí en segundo lugar.
—Yo pensaré en ti… sólo en ti.
El duque la besó y luego, como si recordaran hacia dónde se dirigían, caminaron de nuevo hacia el templo.
Se sentaron en los escalones y contemplaron la hermosa vista que se extendía ante ellos, que cada vez aparecía más bella a los ojos de ambos.
El duque, sin pronunciar una palabra, rodeó a Fabia con sus brazos y la besó hasta que comprendió que el corazón de ella latía con tanta fuerza como el suyo.
—Ahora dime —murmuró él con voz emocionada—, que mis vibraciones son como tú quieres que sean, tal como cuando era niño.
—Son tan… fuertes ahora que resultan casi… abrumadoras —contestó Fabia—. Y puesto que han caído las barreras que las detenían, son claras, intensas, irresistibles.
—Sólo deseo que sean irresistibles para ti —contestó el duque, pero Fabia comprendió que había una nota triunfal en su voz.
Mucho rato más tarde, cuando caminaron de regreso a la casa tomados del brazo, ella advirtió que había en él una nueva actitud de autoridad y decisión.
Era como si el amor le hubiera dado un nuevo propósito en la vida. Fabia levantó la vista para mirarlo con adoración y él pensó que ningún artista, por talentoso que fuera, podría jamás captar en el lienzo aquellos ojos tan hermosos y brillantes.
—Lo primero que haré después de nuestra luna de miel —dijo el duque—, será ordenar que un artista pinte tu retrato como te veo ahora. Colgaré el cuadro en la pared de mi estudio y lo llevaré adondequiera que vaya para guiarme e inspirarme. De ese modo, aunque no estés a mi lado en ese momento, trataré de ser digno de ti.
—Quiero estar contigo —dijo Fabia.
—Lo estarás —contestó el duque—, y eso es algo, mi amor, de lo que puedes estar muy segura.
Entraron por la puerta del jardín y cuando caminaban por el pasillo que conducía hacia el vestíbulo, Barker se acercó a ellos a toda prisa, diciendo:
—Estaba buscando a su señoría.
—¿Qué pasa? —preguntó el duque.
—¡Un caballero de Londres desea ver a su señoría!
El duque frunció el ceño.
—¿De Londres?
—Sí, su señoría. Es el señor John Colliston y viene en representación de Lord Stanley.
El duque pareció desconcertado y Fabia le dirigió una mirada interrogante.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Para qué quiere verte este caballero?
—No tengo la menor idea —contestó el duque—. Pero Lord Stanley, a quien conozco muy bien, es el Secretario de Estado para la Guerra y las Colonias.
Los ojos de Fabia se agrandaron, y mientras seguían a Barker hacia el vestíbulo caminó junto al duque en silencio, preguntándose si debía dejarlo solo, pero él todavía entrelazaba su brazo con el suyo.
Barker abrió la puerta del salón de la mañana y vieron, de pie junto a la ventana y mirando hacia el jardín lleno de sol, a un hombre alto que traía un maletín de diplomático en la mano.
Cuando entraron, el hombre se volvió hacia ellos y se acercó ansioso al duque para saludarlo.
—Buenos días, su señoría —dijo—. Perdóneme por presentarme sin cita previa, pero el asunto es urgente y Lord Stanley me pidió que viniera a verle lo antes posible.
—Lo que me sorprende —contestó el duque—, es que me haya encontrado. Pensé que nadie conocía mi paradero.
El señor Colliston sonrió.
—Me costó mucho trabajo conseguir que el secretario de su señoría me hiciera saber su paradero. Sólo cuando le informé que estaba tratando de encontrarlo por órdenes de Su Majestad accedió a decírmelo.
—¿Su Majestad?
Fabia, al advertir que el duque se había puesto rígido, preguntó con voz baja:
—¿Prefieres que yo me vaya?
=No, claro que no —repuso el duque con firmeza—. Permíteme presentarte al señor John Colliston. La señorita Fabia Wilton, señor Colliston, es una parienta mía.
El señor Colliston inclinó la cabeza y su expresivo rostro reveló la admiración que sentía por Fabia, quien, le había hecho una reverencia.
—¿Por qué no nos sentamos? —sugirió el duque—. No logro imaginar qué asunto ha requerido este precipitado viaje suyo.
Había cierto sarcasmo en su voz y Fabia adivinó, que estaba anticipando que el señor Colliston le traía malas noticias y se estaba preparando a escucharlas.
El señor Colliston colocó el maletín sobre sus rodillas y lo abrió con una llavecita de oro adherida a la cadena de su reloj.
—Traigo aquí una carta de Lord Stanley para usted, su señoría; pero tal vez desee que le informe, de forma sencilla y breve, de su contenido.
—Creo que eso sería más fácil —contestó el duque.
Faba lo miró y comprendió que estaba muy tenso. Le pareció muy injusto que algo viniera a arruinar su felicidad en ese momento en particular, y oró mentalmente porque las noticias que traía el señor Colliston no resultaran desagradables o inquietantes.
—¡En resumen, su señoría —exclamó el señor Colliston sacando algunos papeles de su maletín—. Lord Stanley, con la aprobación plena de Su Majestad la Reina Victoria, desea ofrecerle el puesto de Gobernador General de la India!
Se produjo un tenso silencio y luego, como si pensara que no había oído bien, el duque preguntó:
—¿Dijo usted… Gobernador General de la India?
—Sí, su señoría. El Conde de Auckland se retira en septiembre, y Lord Stanley pensó que nadie estaba mejor preparado para tomar su puesto que usted.
—¿Y dice que esta idea la aprobó Su Majestad?
—Su Majestad seleccionó el nombre de usted, su señoría, de la lista que Lord Stanley le presentó para su aprobación.
El duque pensó, con ligero cinismo, que aunque Su Majestad tal vez lo considerara adecuado para el puesto en cuestión, sin duda pensaba que enviándolo a la India evitaría que siguiera involucrándose en nuevos escándalos con sus damas de honor.
Mientras titubeaba, pensando en lo que significaría abandonar Inglaterra, sintió que la mano de Fabia se deslizaba en la suya.
Comprendió, sin que ella tuviera que decirlo con palabras, que esto era lo que Fabia tenía en mente, cuando había hablado de él como gobernante. Aquélla era una posición, no sólo de mucha autoridad, sino una en la que podría influir, e inspirar a los millones de personas que estarían bajo su control.
—Creo que no necesito decir a su señoría —estaba diciendo el señor Colliston—, que no hay puesto en el mundo actual que implique tanta autoridad ni tanta responsabilidad que el de Gobernador General de la India.
Rió con suavidad antes de añadir:
—Gobernará usted un país casi tan grande como toda Europa. Sé que muchos de sus antepasados, especialmente su abuelo, contribuyeron a la historia de los ingleses en la India.
—Yo lo recuerdo también —respondió el duque, sonriendo.
—El marqués —continuó el señor Colliston—, pues ése era el título que tenía su abuelo entonces, fue uno de mis héroes más admirados cuando yo estaba en la escuela. Y me partió el corazón no ser lo bastante fuerte para unirme al ejército. Me vi obligado a consagrarme al servicio diplomático.
—He oído a Lord Stanley hablar de usted en términos muy elogiosos —contestó el duque—. Ha convertido usted su segunda elección en un éxito.
—Y usted muy pronto emulará las hazañas de su abuelo —replicó el señor Colliston con juvenil entusiasmo.
Puso los papeles que había sacado de su maletín en la silla que había a su lado.
—En estos papeles se encuentra todo lo que su señoría necesita saber sobre sus obligaciones como gobernador general —dijo—. Supongo que su señoría está enterado de que el Conde de Auckland ha involucrado a la India en una desastrosa guerra contra Afganistán y espero que usted pueda atenuar las consecuencias que esto ha traído al país.
—Todavía no he dicho que acepto el puesto —exclamó el duque.
Al decir eso, sintió que los dedos de Fabia oprimían los suyos. Comprendió que ella había ya decidido cuál sería su respuesta y que no había ya la menor posibilidad de negarse.
Bajó la mirada hacia ella, con una sonrisa, y luego dijo:
—Sé que no afectará la decisión de Su Majestad y aun mejorará mis calificaciones… dejar establecido que llevaré a mi esposa conmigo a la India.
—¿Su esposa? —preguntó el señor Colliston—. Ésa es una buena noticia, su señoría. Lord Stanley estaba diciendo, apenas ayer, que esperaba que usted se casara pronto, porque un gobernador general necesita el apoyo de una esposa, quien debe acompañarlo siempre en sus visitas a los príncipes hindúes.
—Estoy seguro de que mi esposa hará todo lo que se espera de ella —respondió el duque.
Sintió que los dedos de Fabia temblaban entre los suyos y como ella pareció transmitirle su entusiasmo, respondió:
—Creo, señor Colliston, que debe usted brindar con nosotros, tanto por mi próxima boda como por mi nuevo puesto.
—Por supuesto que beberé a la salud de su señoría. Le felicito muy sinceramente y deseo a usted y a la señorita Wilton todo género de parabienes.
—Es usted la primera persona que lo hace —repuso el duque—; pero ¿puedo pedirle, que mantenga esto en secreto? Con la excepción de Lord Stanley, desde luego.
—Puede confiar en mí, su señoría.
El duque hizo sonar una campanita y ordenó una botella de champaña.
Cuando la trajeron los sirvientes, el señor Colliston levantó su copa para brindar por ellos antes de decir con aire solemne:
—Me gustaría añadir, su señoría, que su nombramiento será recibido con gran placer, no sólo por todos los miembros del gobierno y por sus muchos admiradores en el campo del deporte, sino también por quienes trabajan en la India. Ellos pensarán, como yo, que usted es exactamente el tipo de persona que se necesita en este momento en esa tierra extraña y hermosa, pero con frecuencia turbulenta.
Habló con tanta sinceridad que a Fabia le pareció muy conmovedor y cuando el señor Colliston se llevó su copa a los labios, ella levantó la suya también, en un silencioso brindis por el hombre que amaba.
Cuando el señor Colliston se marchó, diciendo que tenía que volver a Londres a toda prisa para llevar las buenas nuevas a Lord Stanley, el duque exclamó:
—¡Casi no puedo creer que es verdad! Nunca, ni en mis más locos sueños; me imaginé como Gobernador General de la India.
—Papá estuvo dos años en la India y me habló mucho del país —repuso Fabia—. Debí haber sabido que era el lugar donde más te necesitaban y donde podrás demostrar tu habilidad para organizar y tu talento para dirigir a los hombres.
—Creo que hay muchos problemas en el país. Exceptuando al Conde de Auckland, la India ha tenido muchos excelentes gobernadores.
—Y tú serás uno de ellos —contestó Fabia—. Resolverás los problemas que se te presenten y salvarás las dificultades.
—¿Cómo puedo evitar triunfar, si estás tú a mi lado? —preguntó el duque.
La miró y abrió los brazos. Fabia se refugió en ellos y él la estrechó contra su pecho; aunque, por el momento, no la besó.
—Has ganado de nuevo, preciosa mía —dijo—. Y tengo la impresión de que tal vez fueron tus vibraciones las que hicieron que, primero Lord Stanley, y después la Reina Victoria me eligieran para este puesto en particular.
—Eso espero, pero tal vez, como dijo el señor Colliston, no había nadie mejor para ocupar el puesto que tú.
—Habrá muchas cosas por hacer, pero las haremos juntos y, contigo a mi lado, ¡creo que puedo gobernar no sólo la India, sino el universo entero!
Él estaba bromeando y, sin embargo, había un tono de seriedad en sus palabras. Fabia levantó el rostro hacia él y le rodeó el cuello con su brazo.
—Te amo —murmuró—, y mi amor te ayudará y te protegerá, sin importar lo que hagas.
—Eso es todo lo que pido —contestó el duque—, y como nuestro amor es tan grande, no habrá barreras ni límites para lo que podemos lograr juntos, preciosa mía.
El empezó a besarla con insistencia y su pasión reveló a Fabia que necesitaba su amor de una forma muy diferente a todas.
No sólo la estaba enamorando; la estaba conquistando. Y aunque estaba dispuesto a que ella lo ayudara y lo guiara, también deseaba imponer su autoridad, porque él era un hombre y ella era su mujer.
Fabia entendió lo que él sentía y se dio cuenta de que, no sólo había quedado atrás su vida de ocio y de placeres, sino su resistencia a todo aquello que no quería comprender, porque le parecía casi sobrenatural.
Ahora estaba preparado a aceptar las vibraciones en las que ella creía y a comprender que le darían fuerza y poder y habilidad para gobernar.
El duque levantó la cabeza.
—¡Te amo! —exclamó—. ¡Dios mío, cómo te amo y, mi amor, tú eres mía… completamente mía, ahora y por toda la eternidad!
Ella sintió que sus vibraciones, fuertes y dominantes, se extendían hacia ella y la apresaban. Se había vuelto su cautiva y no había forma de escapar.
—¡Soy… tuya! —murmuró contra los labios del duque.
El empezó a besarla de nuevo. La besó hasta que subió con ella a las estrellas y todo perdió importancia, salvo el amor que los unía.
FIN