Capítulo 7

Paolina estaba sentada en la cama terminando su chocolate matutino, cuando llamaron a la puerta y, antes que ella pudiera responder, aquélla se abrió.

Levantó la vista, sorprendida. Teresa, su doncella, estaba arreglando la habitación y el peinador estaba calentando las tenacillas de rizar detrás de un biombo. Asombrada, vio entrar a Sir Harvey por primera vez en su habitación.

Él estaba a medio vestir; llevaba puesta una bata de brocado de alegres colores, que lo hacía verse más apuesto y elegante que de costumbre.

Paolina bajó su taza de chocolate y, casi instintivamente, subió un poco más las sábanas de seda para cubrir la transparencia de su camisón.

—Buenos días, mi dulce hermanita —dijo Sir Harvey y con un movimiento de los dedos indicó que deseaba que Teresa y el peinador salieran de la habitación.

Los dos se retiraron y Paolina lo miró con ojos agrandados por la sorpresa.

—La noticia que te traigo no podía esperar —dijo él. Se sentó en la orilla de la cama y añadió—: te ves muy linda esta mañana.

Paolina se ruborizó.

—Y, por favor, no te muestres tan asombrada de mi intromisión. Recuerda que soy tu hermano y no hay riada incorrecto en que me recibas cuando estás acostada todavía.

—Trataré de recordarlo —dijo Paolina con lentitud—. ¿Qué es lo que querías decirme?

—Que he encontrado el esposo ideal para ti —contestó Sir Harvey.

Paolina tuvo una extraña sensación. Era como si hubieran dejado caer una piedra en su corazón. Pero no dijo nada. Sólo sus ojos, muy grandes dentro de su pequeño rostro, se hablan oscurecido por el terror que sentía, mientras Sir Harvey continuaba diciendo con voz alegre:

—Fue Alberto quien hizo que pensara en él; aunque, en realidad, ya lo conocía.

—¿Y cómo sabes que este caballero se… querrá… casar conmigo? —preguntó Paolina con voz ahogada.

—Porque, querida mía, ha llegado a Venecia a buscar esposa —contestó Sir Harvey con aire de triunfo—. Todo el mundo sabe que hace muchos años que su viejo tío, quien lo adoptó y lo crió como si fuera su hijo, deseaba que se casara. Pero Leopoldo Ricci, que es cómo se llama, se ha resistido siempre al matrimonio porque encontraba muy divertida la vida de soltero. Pero acabo de saber esta mañana que su tío ha muerto. Leopoldo ha heredado sus propiedades, pero con una condición: debe casarse antes que termine el año.

—¿Pero? ¿por qué iba a escogerme a mí? —preguntó Paolina.

—¿Cómo podría dejar de hacerlo, una vez que te haya visto? —preguntó Sir Harvey con galantería—. Además, Alberto, que lo conoce bien porque estuvo hospedado con el duque el año pasado, dice que ha jurado que sólo se casará con una mujer rubia. Ese detalle, desde luego, reduce bastante la selección.

—¿Es… agradable? —preguntó Paolina titubeante.

—Es rico, apuesto y encantador —dijo Sir Harvey—. ¿Qué más podías desear? Sus propiedades, en el sur de Italia, son fabulosas. Tiene un palazzo en Roma y otro aquí, en Venecia. Si yo hubiera buscado en toda Europa, no habría podido encontrar un mejor candidato que él. Debes agradecer al destino esta oportunidad.

—Estoy… muy… agradecida… por supuesto —murmuró Paolina.

—No pareces muy entusiasmada —le reprochó Sir Harvey—. Escucha, querida mía. La situación de las mujeres solteras en este mundo no es muy envidiable. Una vez que te cases, en cambio, puedes hacer lo que desees e ir adonde quieras. Una mujer inteligente siempre puede manejar a su marido con un dedo. Si por la fuerza de las circunstancias, o simple y sencillamente porque se me acabe el dinero, tenemos que separarnos… ¿qué será de ti?

—Yo me lo he preguntado también —contestó Paolina.

—La respuesta es un marido —dijo Sir Harvey en tono agresivo, como si ella lo hubiera desafiado—. ¿Y qué puede ser más fácil que lograr hoy que te presenten al conde, cuando empieza el carnaval?

—¡El carnaval! —exclamó Paolina—. ¡He oído hablar mucho de él!

—Éste no es el gran carnaval que empieza en octubre y termina en Navidad. Pero es otro de los más pequeños, que se organizan para celebrar un santo, un aniversario histórico, o simplemente porque la gente se siente feliz. Nadie sabe por qué se celebran, ni a nadie la importa. Pero da a todos la libertad de divertirse, como solo puede darlo el anonimato que proporciona un antifaz.

—¿Todos llevan antifaz? —preguntó Paolina.

—Todos —contestó Sir Harvey—. Desde el dux hasta la más modesta lavandera. Ya he enviado a Alberto a comprar el antifaz más elegante que exista en Venecia. Ahora, debemos escoger tu vestido y poner en marcha nuestros planes.

—¿Planes para qué? —preguntó Paolina, un poco nerviosa.

—Para que seas presentada al Conde Leopoldo, desde luego. Nuestra mejor oportunidad de encontrarnos con él es ir a la Plaza de San Marcos. Todos estarán allí esta mañana; así que mientras más pronto te vistas, más pronto podremos ponernos en marcha.

Se puso de pie, pero cuando llegaba a la puerta, la voz de Paolina lo detuvo.

—¿Estás… seguro… —dijo ella titubeante—, de que éste… Conde Leopoldo… es decente y bondadoso?

—Es todo lo que una mujer podría desear —contestó Sir Harvey—. Pero, todavía nos falta que lo conquistes.

Salió de la habitación y un momento después Teresa y el peinador volvieron a toda prisa.

Paolina se vistió en silencio. Teresa le dijo que Sir Harvey había ordenado que se pusiera el vestido de satén azul que llevaba rosas como adorno. Ella no discutió. Se puso ese vestido y dejó que el peinador le arreglara el cabello como quisiera.

Cuando el peinador terminó de arreglarle el cabello, Paolina tomó el antifaz que Teresa le ofrecía y se lo puso sobre la cara. No había la menor duda de que la transformaba, confiriendo a su rostro una picardía y un aire de coquetería que no tenía antes. Era fascinante ver asomar su pequeña nariz respingada de la oscuridad del terciopelo y el tono oscuro de éste hacía que su piel se viera muy blanca.

No pudo evitar sonreír a su propia imagen en el espejo. Y después, haciendo girar sus faldas, corrió hacia la galería para ir en busca de Sir Harvey.

Él también llevaba un antifaz, lo mismo que los gondoleros y los sirvientes. Toda persona que salía de la privacía de una casa debía usarlo. El sol brillaba con intensidad y, para Paolina el mundo tenía un encanto repentino que no había descubierto antes.

Por todas partes, como hongos que hubieran crecido durante la noche, habían aparecido puestos de brillantes colores, que contenían mil extrañas curiosidades. Cuando bajó de la góndola, Paolina no sabía hacia dónde mirar entre el ruido de las multitudes, la música, y los gritos de los vendedores que anunciaban su mercancía.

Con gran dificultad, Sir Harvey se abrió paso entre la multitud, hasta que salieron de la plazoleta donde estaban los puestos y llegaron a la gran Plaza de San Marcos, donde se observaba una mayor formalidad. Aquí la nobleza, que era fácil de reconocer por los magníficos vestidos de las mujeres y las suntuosas chaquetas bordadas de los hombres, iba de un lado a otro, ocultos los rostros con antifaces, pero manteniéndose dentro de los límites de un círculo imaginario para que la plebe no se mezclara con ella.

Sir Harvey y Paolina se mezclaron con el grupo. Algunos de los nobles bebían vino u ordenaban chocolate en los cafés al aire libre. Otros se concretaban a caminar de un lado a otro, observándose a través de los antifaces, tomándose libertades y haciendo comentarios que no se habrían atrevido a hacer con el rostro descubierto.

Un extraño galán se acercó a Paolina, se llevó su mano a los labios y le entregó un pequeño ramillete de flores diciendo:

—A la mujer más hermosa de Venecia.

Estuvo a punto de besarle la mejilla, pero ella se hizo a un lado a toda prisa.

El hombre se echó a reír y desapareció entre la multitud, y Paolina se quedó desconcertada, siguiéndolo con la vista mientras sostenía el ramillete de costosas flores en las manos.

Sir Harvey rió a su vez de la ocurrencia.

—Ése es un cumplido de carnaval —le dijo.

Se sentaron en una de las mesitas que había a un lado de la plaza. Sir Harvey empezó a mirar de un lado a otro, escudriñando a la gente, hasta que por fin se inclinó hacia adelante y dijo a Paolina en voz baja:

—¿Ves a ese hombre de chaqueta verde? ¡Ése es el conde!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella—. Lleva antifaz.

—Alberto averiguó qué ropa se iba a poner hoy. Me costó una buena propina, pero valió la pena. Ése es el hombre que buscamos.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? —preguntó Paolina con cierto sarcasmo.

Observó que el hombre de la chaqueta verde caminaba con lentitud a través de la plaza. Iba solo, pero miraba a su alrededor, como tratando de descubrir a sus amigos.

—Ven conmigo —dijo Sir Harvey.

Paolina se puso de pie, obediente, y lo siguió. Se mezclaron entre la multitud que caminaba de un lado a otro.

Continuaron avanzando, mientras escuchaban fragmentos de conversaciones amorosas; risas divertidas, murmullos de inconfundible pasión. Entonces, en un instante, Paolina perdió de vista a Sir Harvey. Permaneció indecisa, sin saber qué hacer. De pronto, sintió que alguien le daba un empujón por detrás. Se tambaleó, estuvo a punto de caer y se encontró de pronto aferrándose, involuntariamente, a un brazo cubierto por una chaqueta verde.

—Lo… lo siento… señor —logró tartamudear y levantó la vista hacia unos labios que le sonreían.

—En verdad, amigo, debía ser más cuidadoso —exclamó una voz irritada junto a ella.

Sir Harvey estaba hablando, con voz airada, al hombre de la chaqueta verde.

—Tal vez estemos en carnaval, pero no en la selva. Mi hermana estuvo a punto de caer.

—Entonces debo pedirle a ella mil disculpas —dijo cortésmente el aludido—, pero no creo que yo haya sido el culpable. La señorita tropezó contra mí.

—¿Me está usted llamando mentiroso? —preguntó Sir Harvey iracundo, llevándose la mano a la espada. El hombre de la chaqueta verde se echó a reír.

—No estoy diciendo tal cosa —dijo—. Si quiere pelear, estoy dispuesto a hacerlo; pero le aseguro que estoy más dispuesto aún a ofrecer a esta encantadora dama mis más rendidas disculpas. Vamos… es demásiado temprano para enfadarse.

Como si el buen humor del otro lo hubiera vencido, Sir Harvey rió de buena gana.

—Tiene mucha razón. Es que el andar entre tanta gente me puso un poco irritable. Retiro lo dicho, señor.

—Permítame disculparme de nuevo —dijo el hombre de la chaqueta verde, haciendo una elaborada reverencia a Paolina.

Ella también hizo una reverencia, preguntándose cómo haría Sir Harvey para prolongar aquella conversación. Pero no tardó en saberlo.

—Perdone —estaba diciendo Sir Harvey—. ¿No es usted el Conde Leopoldo Ricci?

—Ése es mi nombre. Pero pensé que en el carnaval todos andábamos de incógnito.

—Eso esperamos siempre —declaró Sir Harvey—. Lo que pasa es que yo le estaba buscando. El duque de Ferrara, a quien mi hermana y yo conocemos muy bien me dijo que le buscara a usted cuando llegáramos a Venecia.

—¿Conoce al duque? —preguntó el conde.

—Muy bien —contestó Sir Harvey—. Él nos prestó su burchiello para que nos trajera hasta aquí y me dio algunos mensajes para usted.

—En ese caso, me gustaría mucho oírlos —señaló el conde con una sonrisa—. ¿No podemos entrar en algún lugar a tomar una copa de vino y sentarnos?

—Me parece una magnífica idea —aceptó Sir Harvey.

—Entonces, yo los sigo.

Sir Harvey puso la mano en el brazo de Paolina para guiarla hacia un local donde servían vino. Ya instalados en una mesa, Paolina sintió que el pie de Sir Harvey presionaba un poco el suyo, como si le indicara que había llegado el momento de que empezara a mostrarse agradable con el conde.

—Vi su palazzo desde el exterior, milord —empezó a decir un poco nerviosa—. Me pareció magnífico.

—Mi tío gastó mucho dinero en él —contestó el conde—. ¿Y ustedes dónde están viviendo?

Sir Harvey se lo dijo. Y el conde, mirando a Paolina, exclamó:

—¿Me conceden el privilegio de visitarlos? Y tal vez me otorguen después el enorme placer de cenar conmigo una noche.

—Una invitación que acepto sin reserva —sonrió Sir Harvey—. Pero no sé qué compromisos tendrá mi hermana.

—Debemos escoger una noche en que ella esté libre —sugirió el conde, antes que Paolina pudiera contestar—. Me gustaría mucho mostrarle la colección de esculturas y pinturas que tengo en mi palacio.

—Y a mí me encantaría verla —respondió Paolina.

Sir Harvey se puso de pie.

—Perdónenme un momento. Veo allí a un amigo a quien debo decir algo urgente. ¿Puede acompañar a mi hermana mientras vuelvo?

—Me siento muy honrado con la tarea —contestó el conde.

Sir Harvey se alejó para ir a hablar con el amigo que, Paolina estaba segura, sólo existía en su imaginación. El saber lo que él estaba tramando la hizo sentirse muy tímida. No supo qué decir. Se quedó sentada contemplando su ramillete de flores.

—Sus flores son muy hermosas —dijo el conde con gentileza.

—Un desconocido me las dio hace unos momentos —contestó Paolina—. Me besó la mano y me las entregó.

—Diciendo, desde luego, que eran para la mujer más hermosa de Venecia.

—¿Cómo lo supo usted? —preguntó Paolina.

—Es el cumplido usual para alguien tan hermosa como usted —contestó él.

Paolina bajó los ojos, agradecida de que su antifaz ocultara su turbación. El conde se inclinó un poco hacia ella.

—Cuénteme de usted —murmuró—. No es italiana, ¿verdad?

—No, soy inglesa.

—Estaba seguro de ello. Hay algo en usted… además, su cabello es en verdad dorado. Pensé que no podía ser una de mis compatriotas. Pero su italiano es perfecto.

—Yo… —empezó a decir Paolina, pensando en decirle que había vivido muchos años en Italia, pero después recordó que eso no habría sido posible como hermana de Sir Harvey—, estudié varios años el idioma…

—Pues lo ha dominado por completo. Pero, hablemos de otra cosa. Me encanta mirarla a los ojos. ¡Qué extraño que no sean azules, como era de esperarse!

—No, son oscuros —contestó Paolina.

—Una combinación que sólo pudieron concebir los dioses. Una mirada de esos ojos puede elevar a un hombre al cielo o arrojarlo al infierno —murmuró en voz baja con el rostro muy cerca del de ella.

El conde miró a través de la plaza, y al ver que Sir Harvey volvía, dijo a toda prisa:

—¿Cuándo podemos vernos de nuevo? No me torture haciéndome esperar. Cene conmigo esta noche.

—No sé qué arreglos habrá hecho mi hermano para esta noche.

—En carnaval, todas las invitaciones son elásticas. Pueden cambiarse u olvidarse A nadie le importa, ni hay reproches. Prométame que vendrá.

Antes que Paolina pudiera contestar, Sir Harvey había llegado a su mesa.

—Logré ver a mi amigo —dijo con voz alegre.

—Estoy tratando de convencer a su hermana para que venga con usted a cenar conmigo esta noche —explicó el conde—. Y he invitado a algunos amigos y después podemos ir todos al baile que hay en el Palacio Gritti. La princesa me suplicó que llevara a un buen grupo a la fiesta. ¿Me honrarían en asistir como mis invitados?

—Ya he dicho al señor conde —intervino Paolina a toda prisa, dirigiéndose a Sir Harvey—, que me parecía que habías hecho otro compromiso.

Lo dijo porque se sentía avergonzada de que parecieran muy ansiosos.

—Si teníamos un compromiso, lo he olvidado —dijo Sir Harvey—. ¿Qué podría ser más grato que su compañía, señor conde? Su palazzo resulta irresistible para alguien que, como yo, ama las cosas bellas.

—Yo, también, amo la belleza —observó el conde con suavidad. Miró a Paolina al decir eso; se puso de pie, tomó su mano y la oprimió—. Le suplico que no me falle —dijo ansioso—. Contaré las horas que faltan para que vuelva a verla.

—Gracias —contestó Paolina.

Haciendo una reverencia, Sir Harvey agregó:

—Entonces podré darle los mensajes del duque.

—Los escucharé con gran placer —contestó el conde.

Se alejó y, cuando ya no podía escucharlos, Sir Harvey miró a Paolina con los ojos brillantes de traviesa alegría.

—¡Resultó! —exclamó.

—No sé cómo te atreviste a hacerlo —contestó Paolina—. Sentí que me desmayaba de turbación. Pudo haber visto que me empujaste contra él.

—Pero no lo vio —contestó Sir Harvey—. Siempre que hago cosas así hay posibilidad de que salgan mal, pero casi nunca sucede eso. Estamos de suerte, hermanita. ¿Qué te parece tu futuro esposo?

—¡No lo digas! —protestó Paolina—. Creo que es de mala suerte.

—¡Pamplinas! —replicó Sir Harvey—. La suerte la forja uno mismo.

Paolina se puso de pie.

—Volvamos hacia donde están los puestos. No sé qué más estés planeando, pero me siento más segura allí.

Sir Harvey se echó a reír, pero dejó que ella lo condujera hacia el ruido y la alegría de la plazoleta donde estaba reunido el pueblo. Una gitana, que llevaba puesto un antifaz, pero que vestía la tradicional falda roja y el chaleco de terciopelo bordado de su raza, detuvo a Paolina.

—Déjeme decirle la suerte, linda señorita —suplicó la mujer—. Ponga una moneda en mi mano y le revelaré lo que el futuro le reserva.

Antes que Paolina pudiera decir nada, Sir Harvey tomó unas monedas de su bolsillo y se las dio a la gitana.

—Díganos qué ve —ordenó.

—No quiero saberlo —murmuró Paolina.

Pero la gitana había tomado ya su blanca mano y estaba diciendo:

—No tenga miedo, niña. Tiene usted una mano afortunada. No le sucederá nada, aunque la rodea el peligro y a veces hay sombras que la asustan.

—¿Qué ve en su futuro? —preguntó Sir Harvey.

—Veo que esta linda señorita recorre, contra su voluntad, un camino que ha sido planeado para ella. Veo joyas muy brillantes, grandes riquezas y entre ella y esas cosas, veo un corazón roto.

La gitana habló en voz baja, en un tono casi sibilante.

—Un corazón roto —repitió—. Sin embargo, será reparado, pero sólo mediante la violencia y el derramamiento de sangre.

Paolina retiró su mano con brusquedad.

—¡Oh, no me diga más! —suplicó—. No quiero oírlo. Es horrible.

—No tenga miedo —dijo la gitana—. Es usted afortunada. El círculo en que está es encantado. No le pasará nada…

—¿Con todo lo que dice que va a suceder? —preguntó Paolina con vos aguda—. Lo dudo mucho —se aferró al brazo de Sir Harvey y le suplicó—: vámonos, por favor. Quisiera no haberla escuchado.

—Pero… si sólo son tonterías —exclamó Sir Harvey—. No necesitas creer una sola palabra de ello. Dice lo mismo a todos.

Se habían alejado a toda prisa, pero Paolina no pudo evitar volver la mirada hacia la gitana. Ésta parecía en realidad una bruja, pensó. Y no había duda de que su voz tenía tonalidades de clarividencia.

—Parecía como si… estuviera diciendo la verdad —murmuró Paolina.

—Le dirá lo mismo a todos. Así que olvídate de ello.

Se lanzaron hacia la multitud; se detuvieron en un puesto que vendía el más exquisito de los encajes y se hicieron a un lado para dejar pasar a un grupo de bailarinas de ballet, que iban seguidas por caballeros que recitaban sonetos en alabanza de la primera bailarina.

—Es una verdadera locura, ¿no? —exclamó Paolina.

—Es como una fiesta de niños —contestó Sir Harvey—. Pero eso es lo que son los venecianos: niños que sólo quieren jugar. Por eso es que están perdiendo su comerció y su prestigio.

Hablaba muy serio y Paolina lo miró sorprendida.

—Si yo fuera el dux —continuó—, prohibiría el carnaval. O sólo autorizaría que durara una semana al año. Y haría a la gente trabajar. La grandeza y la gloria de Venecia empiezan a declinar; en unos años más habrán desaparecido para siempre.

—Siempre será el lugar más bello del mundo —murmuró Paolina.

Sir Harvey miró hacia la laguna azul.

—Me gustaría saber cómo se verá en el futuro —dijo—. Los venecianos no parecen comprender que son sus barcos y su comercio los que los han hecho ricos y los que han pagado por toda esta belleza.

Movió la cabeza e hizo venir a su góndola.

—No nos pongamos serios. Estamos en carnaval. Riamos con todos los demás y preparémonos para esta noche.

Comieron agradablemente, pasearon en la góndola por el Gran Canal, contemplaron los palacios y saludaron a la gente, pero a Paolina le parecía que, durante todo aquel tibio y largo día; el pensar en el compromiso de esa noche pendía como una pequeña nube negra sobre su espíritu.

El conde había caído con facilidad en la trampa que Sir Harvey le había tendido y sin embargo, ¿sería tan fácil cerrar la trampa sobre él?

Estaban ya cansados cuando hicieron su última visita a un palacio en el Gran Canal y volvieron a casa.

—Debes descansar antes de la cena —sugirió Sir Harvey cuando se recostaron en los suaves cojines de la góndola—. Esta noche debes verte preciosa.

—¿Tenemos que ir? —preguntó Paolina de pronto—. ¿No podríamos, por esta vez, olvidar nuestros planes y disfrutar simplemente de la vida?

—Si pudieras escoger, ¿qué decidirías hacer? —preguntó Sir Harvey.

—Me gustaría cenar en nuestro palazzo —contestó Paolina con aire soñador—. Solos tú y yo. Luego, me encantaría salir a navegar en la góndola, bajo las estrellas, tal vez, acercarnos a San Marcos, para oír la música. Y, más tarde, podríamos salir a navegar por la laguna. Debe ser muy hermosa cuando sale la luna.

—¿Crees que te sentirías satisfecha? —preguntó Sir Harvey casi con brusquedad—. No esperarías que yo dijera cosas dulces al oído de mi hermana.

—Creo que estoy un poco cansada de cumplidos. He recibido ya demásiados. Se dicen con tanta facilidad, que no puedo creer que signifiquen nada para la persona que los dice, ni para quien los recibe.

—¿Te puedo hacer un cumplido que realmente signifique algo? —preguntó Sir Harvey.

—¡Oh, sí…! —contestó Paolina y sintió que, sin razón aparente, había perdido la respiración.

—Pensé esta tarde, cuando te observaba tratar a la gente a la que encontramos y a la que visitamos, que tienes los modales naturales y graciosos de la gente noble. Sin importar quién haya sido tu madre, sin importar cómo desperdició tu padre su existencia, ellos tienen que haber sido aristócratas. Sólo alguien de gran sensibilidad pudo haber vencido los obstáculos que se interpusieron en tu camino en estos últimos días. Sé bien que no ha sido fácil para ti actuar el papel que te asigné y, sin embargo, lo has hecho en forma increíblemente hábil.

Paolina sintió que la invadía una cálida ola de satisfacción al escuchar aquellas palabras. Sus ojos brillaban con intensidad al decir:

—¡Oh! ¿Cómo podré agradecerte nunca el haber dicho eso? Tuve tanto miedo de… fallarte.

—Querida mía, no merezco la fe y la confianza que me tienes. Has confiado en mí. Soy yo quien debe temer fallarte a ti.

—No creo que tú podrías hacer eso jamás —contestó Paolina—. Pretendes ser duro, un aventurero sin escrúpulos, pero en realidad eres bondadoso, gentil y comprensivo. No lo he mencionado antes, pero creo que fue muy generoso de tu parte traer con nosotros al pobre Alberto, que tenía tanto miedo. No lo necesitabas, en realidad, pero te ocupaste de él.

Paolina lanzó un pequeño suspiro y continuó diciendo en voz baja:

—Y has sido muy bondadoso conmigo, cuando me he mostrado ingrata y difícil. No he pasado por alto todas esas cosas, aunque me cuesta trabajo decirte cuánto las aprecio.

—Entonces, por favor, no las digas —exclamó Sir Harvey con una brusquedad que reveló a Paolina lo turbado que lo habían puesto sus palabras.

—A mí me gustan algunos de ellos… el tipo de cumplidos que tú me dices, porque son sinceros.

Él puso su mano sobre la de ella y la oprimió, pero luego, de súbito, adoptó una actitud rígida y formal.

—Tenemos que ver esta aventura como un simple negocio —dijo—. Esta noche no nos podemos permitir errores. Recuerda que sólo tenemos dos meses para obtener lo que queremos.

—Me parece mucho tiempo —suspiró Paolina.

—El tiempo y el dinero se escurren como agua entre los dedos.

Se acercaban al palazzo. Paolina no dijo hada más; pero cuando bajaron y ella dio a Sir Harvey su mano, sintió la tibia fuerza de sus dedos e inundó su alma una radiante felicidad.

Esa noche, se puso un vestido de satén y encaje blanco, que Sir Harvey hizo Adornar con rosas naturales que estaban a punto de abrirse. Había también zapatillas color de rosa y una guirnalda igual para el cabello. Paolina comprendió que Sir Harvey había seleccionado esa flor para que el pelo de ella se viera más rubio y para que el conde recordara que era una rosa inglesa.

—Déjame mirarte —dijo Sir Harvey con voz un poco aguda cuando salió de su dormitorio hacia la galería. Ella dio varias vueltas, para que la pudiera ver desde todos los ángulos.

—¡Bellísima! ¡Bellísima! —exclamó Teresa tratando de que Sir Harvey aprobara el trabajo que había hecho.

—Las rosas debieron ser de un tono un poco más encendido —observó Sir Harvey con aire crítico—. Y hay un gancho sin abrochar en la espalda del vestido de la señorita.

—¡Oh, perdón! —se disculpó Teresa, y se apresuró a abrocharlo.

Como Teresa, Paolina esperaba una palabra de aprobación. Pero, por alguna razón, él no pareció inclinado a decirla.

—¿Estás lista? —preguntó—. Si no nos vamos ahora mismo, llegaremos tarde.

—Estoy lista —contestó Paolina y, sin hacer caso de la expresión ofendida de Teresa, Sir Harvey se la llevó con él.

* * *

El Palazzo Ricci era casi del doble tamaño de los palacios que había a su lado y los lacayos que les ayudaron a bajar de la góndola vestían librea púrpura y oro. Los candelabros que colgaban del amplio vestíbulo con piso de lapislázuli eran de oro macizo. Los ojos de Paolina empezaban a acostumbrarse a ver cosas bellas, pero el Palazzo Ricci la dejó casi sin aliento, mientras recorría salones y corredores hasta un enorme salón muy iluminado, donde esperaba el conde.

Había unos veinte invitados más a su alrededor, y cuando Paolina les hizo una reverencia, vio que las mujeres la observaban con un poco de malicia, mientras que los hombres que iban con ellas parecían ansiosos de ser presentados.

La Condesa Dolfin, estaba ahí. Brillaban sus ojos y tenía los labios entreabiertos. Su vestido, de brocado con hilos de oro, adornado con lazos escarlata, era un sueño. Corrió hacia Sir Harvey en cuanto lo vio, se aferró a su brazo y lo miró con coquetería, hablándole con voz un poco aniñada, pero de encanto irresistible.

Paolina se puso rígida. Le fue difícil concentrarse en lo que el conde le estaba diciendo. Sólo después de unos minutos, se dio cuenta de que lo había visto por primera vez sin antifaz y que su rostro no había hecho ninguna impresión en ella.

Era bien parecido, de eso no había la menor duda. Tenía facciones bien definidas, una frente cuadrada, ojos profundos y sonrientes, y una sonrisa encantadora que hacía imposible no simpatizar con él.

—Estaba un poco temeroso de que no viniera —dijo a Paolina en voz baja.

—¿Cómo piensa que podíamos ser tan poco corteses?

—Pensé después que debí haberles enviado una invitación más formal. Temí que, cuando llegaran a casa, se dijeran: «¿Quién es este tipo al que conocimos de manera tan casual en San Marcos? No nos molestemos con él. Hay, esperándonos una docena de invitaciones mejores que la suya».

—No puedo creer que sea usted tan modesto —dijo Paolina—, sobre todo viviendo en un palacio como éste.

—Se olvida de que es una adquisición muy nueva —contestó él—. En realidad, yo soy una persona muy humilde.

—Tampoco puedo creer eso —murmuró Paolina.

—Entonces, debo tratar de convencerla.

Paolina comprendió, de pronto, que ella también estaba coqueteando. Era muy fácil aquel intercambio de conversación intrascendente, en la cual los ojos y los gestos decían más que las palabras.

En aquel momento miró a través de la habitación y vio que Sir Harvey estaba riendo. Se preguntó qué podía haberle dicho la condesa que lo había divertido tanto.

Vio que la condesa se ponía de puntillas para murmurar algo al oído de Sir Harvey, y sintió un dolor repentino en su interior. Con gran sorpresa, comprendió de qué se trataba.

«Estoy celosa», se dijo. «Supongo que quiero que Sir Harvey se preocupe sólo por mí. ¡Qué despreciable es eso, de parte mía, pero es la verdad!».

Se dio cuenta de que el conde le había estado hablando y de que ella no había escuchado una sola palabra.

—Lo… lo siento —tartamudeó—. Me distraje… pensando en otra cosa.

—Y no en mí —le reprochó el conde—. ¡Qué cruel es usted! Le estaba diciendo que, después de la cena, el baile en el Palazzo Gritti promete eclipsar en esplendor a cuanta fiesta se haya dado nunca en Venecia. Las anfitrionas compiten, entre si, tratando, cada una, de ser más original que las demás.

—Esa competencia debe costar mucho dinero —murmuró Paolina.

El conde pareció sorprendido.

—No creo que nadie se preocupe por el dinero en Venecia —dijo—. Después de todo ¿para qué es el dinero si no para gastarse?

Paolina comprendió que pisaba terreno peligroso y dijo:

—Es cierto. Tiene razón.

Había vuelto a mirar a la condesa. Era en verdad audaz, pensó. Es verdad que estaban en carnaval, pero no había razón para que tocara la manga de Sir Harvey con sus dedos delgados, llenos de anillos, ni para que sus labios, rojos como cerezas maduras, le dedicaran una sonrisa seductora.

—¿En dónde está el Conde Dolfin? ¿Está aquí? —preguntó Paolina, olvidándose de que el marqués le había dicho que su hermana era viuda.

—¡Caramba, no! —contestó el conde—. Murió hace tres años. Era un hombre muy aburrido y no creo que Zanetta lo haya querido nunca.

—¡Zanetta! ¿Así se llama la condesa?

—Un nombre encantador, ¿verdad? —contestó el conde—. Y ella es una dé mis personas favoritas. Puedo ver que su hermano la encuentra atractiva también.

—Sí, es evidente —asintió Paolina con frialdad.

No cabía duda de que Sir Harvey se estaba divirtiendo.

«¿Por qué yo no puedo hacerlo reír así?» —se preguntó Paolina. Molesta, hizo un esfuerzo por volver su atención hacia el conde. Pero ya no deseaba coquetear con él.

Durante la cena, que a ella le pareció larguísima, se concretó a escuchar al conde hablar de sí mismo, pero, la mitad del tiempo, sus ojos y su mente se desviaban hacia donde estaban Zanetta y Sir Harvey, quienes, del otro lado de la mesa, se enfrascaban en una conversación dicha en murmullos.

Al terminar de cenar, las damás se retiraron a una de las lujosas alcobas para arreglarse un poco y ponerse los antifaces.

—Su hermano es encantador —dijo la condesa a Paolina—. Discutimos mil tópicos diferentes.

—Sí, eso observé —contestó Paolina con sequedad.

—Hicimos grandes planes para divertirnos mientras ustedes permanezcan aquí. ¡A mí me encantan los ingleses! Pero ¡caramba!, son muy pocos los que vienen a Venecia —se volvió a mirarse al espejo, para arreglar sus oscuros cabellos—: ¿Su hermano tiene muchas propiedades en Inglaterra?

Paolina sintió que el corazón le daba un vuelco. De modo que la condesa estaba seriamente interesada en Sir Harvey. Tal vez él estaba haciendo planes, no sólo para ella, sino para sí mismo. La condesa debía ser rica, sin duda alguna. ¿Estaba Sir Harvey pensando en casarse con ella?

—Debe usted preguntar sobre eso a mi hermano. Estoy segura de que a él le encantará decírselo —contestó Paolina, poniéndose en guardia.

Si la condesa se sintió desilusionada por la respuesta, no lo demostró.

—Sus perlas son preciosas —dijo, mirando el collar de Paolina.

—Mi hermano me las regaló —contestó Paolina y vio el repentino brillo dé codicia en los ojos de la otra mujer, que le reveló con exactitud lo que estaba pensando.

¡Dinero! ¡Dinero! Era lo único que parecía interesar a todos. Aunque la condesa fuera muy rica, deseaba un marido con dinero y que le diera prestigio, tierras y poder.

Cuando Paolina se llevó las manos a la cabeza para arreglarse el peinado, se dio cuenta de que estaban temblando. Esto era algo que ella no había anticipado. No imaginó, ni por un momento, que él podía estar planeando, al mismo tiempo, su propio futuro.

«Si se casa con la condesa», pensó, «ya no se volverá a ocupar de mí. Me abandonará a mi suerte. Obtendrá lo que desea, sin mi auxilio».

Sintió, por un momento, el loco impulso de decir a gritos quiénes eran ellos y lo que perseguían… defraudar ricos incautos. Sin embargo, logró controlarse.

«¿Cómo puedo ser tan tonta como para preocuparme por lo que él hace?», se preguntó. Pero se dio cuenta de que había un repentino dolor en su pecho que no estaba ahí antes.

Cubiertos los rostros con antifaces, las damás volvieron al salón y los hombres salieron del gran comedor. El conde corrió ansioso al lado de Paolina, pero ésta observaba a Sir Harvey. Él sorprendió su mirada y le dirigió una sonrisa de aliento, que pareció reducir un poco el dolor y la infelicidad que ella sentía.

Tal vez sólo se estaba imaginando cosas. Tal vez él no pensaba con seriedad respecto a la atractiva Zanetta.

El conde la llevó hacia un lado.

—Quiero que vea este cuadro —habló en voz alta y, cuando estuvieron un poco separados de los demás, murmuró a su oído—: ¿Tenemos que ir al baile? Me gustaría que saliéramos solos, para navegar por el canal. ¿No podemos hacer eso, mi pequeña rosa inglesa?

—¡No! ¡No! —contestó Paolina y reconoció, en su propia voz, un grito de dolor.