Capítulo 12

Al regresar al palacio, Sir Harvey envió a Paolina a su dormitorio.

—Tienes casi dos horas para descansar y prepararte para la ceremonia —dijo—. ¡Yo tengo trabajo que hacer!

Ella comprendió que lo que decía era cierto; pero adivinó, también, que temía que las emociones de ambos los traicionaran.

Se tendió en un diván colocado frente a una de las ventanas, pero comprendió que no le sería posible descansar.

De pronto, escuchó ruidos afuera del cuarto.

Se quedó oyendo con atención y pensó que debía estar equivocada: escuchaba el llanto angustiado de una mujer. Impulsada por la curiosidad, se levantó del diván y abrió la puerta.

Afuera, en la galería, una mujer vestida de negro se encontraba al lado de Sir Harvey, sollozando con amargura.

—Yo lo amaba —estaba diciendo—. Lo amaba con locura y ahora me arroja de su lado y no puedo hacer otra cosa que morir.

Paolina se acercó a ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Sir Harvey se volvió hacia Paolina, enfadado.

—Esto no te concierne a ti —dijo—. Vuelve a tu cuarto.

Paolina iba a obedecerlo, pero la mujer se quitó el pañuelo de los ojos y preguntó con voz titubeante.

—¿Ésta… es la… novia?

—Sí, yo soy la novia —contestó Paolina.

La mujer se arrojó a los pies de Paolina y cayó de rodillas. Le tomó la mano y levantó los ojos llorosos hacia ella.

—¡Ayúdeme! ¡Por favor, ayúdeme! —suplicó—. ¡Estoy desesperada!

—Paolina, te suplico que me dejes esto a mí —intervino Sir Harvey.

Paolina no se movió.

—Creo —dijo con gentileza—, que esto me concierne en forma directa.

—Es usted tan hermosa —sollozó la mujer—, que comprendo que el conde quiera hacerla su esposa. Pero él me amó por más de dos años. Fue feliz conmigo, se lo juro. Y ahora, me abandona sin dejarme un céntimo con el cual santiguarme.

Paolina miró a Sir Harvey.

—¿Es cierto esto? —preguntó.

Sir Harvey se encogió de hombros.

—Ella no tiene derecho a venir aquí y lo sabe muy bien.

—¿Es posible que el conde la haya tratado en forma tan infame? —preguntó Paolina a Sir Harvey.

—Es la verdad, se lo juro —dijo la mujer—. Pero no he venido aquí a causar problemás; sólo a suplicarle que interceda por mí y le pida a él que me sostenga hasta que pueda encontrar otro protector, o hasta que…

Se detuvo y Paolina agregó con suavidad:

—O hasta que haya nacido su hijo. Eso es lo que le preocupa realmente, ¿verdad? —Se inclinó e hizo levantarse a la mujer—. Venga y siéntese —dijo con gentileza—. Trataremos de ver qué se puede hacer por usted.

La mujer era bonita. El rostro dulce e infantil, los grandes y expresivos ojos, y la boca roja que temblaba ahora a causa del llanto, impulsaban instintivamente a brindarle protección.

—Paolina, no puedes intervenir en esto —dijo Sir Harvey en voz baja.

—¡Claro que puedo hacerlo! —contestó ella—. Jamás permitiría que una mujer sufriera por culpa mí.

Condujo a la desconocida al sofá y luego, tomando a Sir Harvey del brazo, lo llevó hacia la ventana, adonde ella no pudiera oírlos.

—Ve a ver al conde —le dijo—, y adviértele que si no da a esta mujer dinero suficiente para vivir hasta que nazca su hijo, puede empezar a buscar otra novia, porque le juro que no me casaré con él.

Habló con expresión decidida, porque pensó que Sir Harvey iba a discutir con ella. Pero el rostro de él perdió de pronto su aire sombrío y se iluminó con una gran sonrisa.

—Paolina, te adoro —dijo en voz baja—. Y, ¡caramba, llevaré tu mensaje al conde con el mayor placer!

Tomó su mano y se la llevó a los labios y, al sentir la boca de él contra su piel, Paolina no pudo evitar estremecerse.

—No tardaré mucho —dijo Sir Harvey.

Salió de la galería y Paolina oyó que llamaba a Alberto, ordenándole que le trajera su sombrero y su capa.

Ella se dirigió al sofá donde estaba sentada la mujer.

—Arreglaremos algo para usted —le dijo en tono tranquilizador—. Si espera aquí hasta que mi hermano vuelva, estoy segura de que le traerá buenas noticias.

—Es usted muy bondadosa —dijo la mujer y añadió con un ligero sollozo—. Me siento avergonzada de haber venido aquí, a molestarla el día de su boda, pero estaba desesperada. Mi renta está vencida y no sé a quién recurrir.

—Yo he estado en situaciones semejantes —dijo Paolina.

—¿Usted? —preguntó la mujer con ojos azorados.

Paolina comprendió que había dicho demásiado. Atravesó la galería, sirvió una copa de vino y se la dio a la mujer.

—Beba esto y descanse —dijo—. Debo volver a mi dormitorio para vestirme para la ceremonia.

Paolina entró en su habitación y cerró la puerta. Teresa y su peinador la estaba esperando, pero apenas los vio. Estaba mirando hacia el futuro y contemplando otros episodios similares al que acababa de presenciar. Sintió una repentina oleada de rabia contra el conde.

Se preguntó qué sucedería cuando llegara el momento en que se cansara de ella como sin duda alguna ocurriría. Entonces recordó el enorme montón de documentos legales que había visto sobre el escritorio de Sir Harvey mientras hablaba en la biblioteca. Sin duda él estaba asegurándose de que ella quedaba bien protegida en cuanto a dinero se refería. Sin embargo, se dijo a sí misma con una sonrisa triste, viviría siempre en bancarrota en lo que a felicidad se refería.

El peinador casi había terminado de arreglar una coronita de brillantes sobre el largo velo de encaje que cubría el vestido de brocado plateado, cuando Sir Harvey entró en la habitación.

—¡Su señoría llegó en el momento oportuno! —exclamó el peinador—. Quiero que observe a milady. ¿No parece la reina misma de la belleza?

Paolina advirtió el esfuerzo que le costaba a Sir Harvey inspeccionar el trabajo del peinador con aire crítico.

—Un excelente trabajo —comentó—. Ha conseguido que mi hermana se vea muy bella en este día venturoso.

—Nadie podría hacerla más bella de lo que ya es —dijo el peinador con admiración—. Pero me siento honrado de que me hayan permitido añadir mi pequeño talento a esta obra maestra de Dios.

Sir Harvey le dio un par de monedas de oro y el hombre, haciendo una reverencia, salió de la habitación. Con un leve movimiento de la mano, Paolina despidió a Teresa y se volvió llena de ansiedad hacia Sir Harvey.

—¿Qué sucedió? —preguntó.

—El conde se sintió abrumado de que sus pecados le hubieran saltado a la cara en estos momentos —contestó Sir Harvey—. Hablé con él con extrema severidad. Le hice notar que su reprensible conducta podría afectar tu cariño hacia él. Hasta lo amenacé con la posibilidad de que no se celebrara el matrimonio.

—¿Qué dijo a eso? —preguntó Paolina, con un rayo repentino de esperanza en la mirada.

—Se portó de un modo servil. La dama en cuestión va a recibir inmediatamente una buena suma de dinero. Esperé mientras daba instrucciones a su abogado para que se lo llevara ahora mismo.

—¿Ya se marchó ella? —preguntó Paolina mirando hacia la puerta.

—Tan pronto como le dije lo que le esperaba en su casa, se fue sin dilación —contestó Sir Harvey—. Pero se mostró muy agradecida. Dijo que te recordaría siempre en sus oraciones.

—¡Y vaya que voy a necesitarlo! —declaró Paolina con sequedad.

Volvió el rostro hacia otro lado al hablar, para que Sir Harvey no viera las lágrimás que asomaban a sus ojos. Él la miró por un momento y extendió una mano hacia ella.

—¡Paolina! —dijo con voz ronca.

La puerta se abrió con violencia y ambos se volvieron. Alberto, pálido y sin aliento, con los ojos desorbitados, se encontraba en el umbral.

—Su señoría —dijo con voz ahogada, tan pronto como recuperó el aliento—, debemos huir… ahora mismo.

—¿Qué sucede? —preguntó Sir Harvey.

—Estaba… en el mercado… para recoger una de sus capas… que mandé… reparar —logró decir a duras penas—, cuando me encontré, inesperadamente… con un primo mío. Él trabaja al servicio del… duque.

—¿Se sorprendió al verte? —preguntó Sir Harvey.

—No, porque me dijo que sabía que… estaba aquí. El duque sabe que estoy… con usted, a su servicio, como ha sabido siempre… que puede apoderarse de nosotros… cuando lo desee.

Alberto estaba tan asustado, que Sir Harvey se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—Tranquilízate, hombre de Dios —le dijo—, y cuéntame qué averiguaste.

—Se proponen matar a su señoría; y a mí, porque el duque dice que soy un traidor. A usted lo van a llevar prisionero al Castillo de Ferrara. Su muerte será lenta, pero nada podrá salvarlo. Nadie ha escapado nunca de los calabozos del castillo.

Paolina lanzó un pequeño grito de terror.

—Pero ¿cómo puede hacer eso? —preguntó.

—Se van a apoderar de nosotros en cuanto termine la boda —dijo Alberto—. El duque no hará daño a milady, porque teme demásiado al conde. Pero uno de sus barcos está esperando en la laguna, para llevarnos a usted y a mí, su señoría, hacia Comacchio.

—¡Así que ése es el plan! —exclamó Sir Harvey.

—¡A mí me van a cortar el cuello! —dijo Alberto con voz ahogada—. El duque, lo ha ordenado así y no podrá salvarme. ¡Aunque trate de escapar, sus hombres me darán alcance!

—No permitas que te asusten y te acobarden —dijo Sir Harvey con voz aguda—. Nosotros seremos más listos que el duque y viviremos.

—Pero ¿cómo… podrán escapar de él? —preguntó Paolina.

Estaba muy pálida; y sus ojos, semiocultos tras la suave fragilidad del largo velo de encaje, parecían exageradamente grandes. Sir Harvey caminó de un lado a otro de la habitación.

—Tenemos que ser listos —dijo—. No tengo intenciones de pudrirme en los calabozos de Ferrara; y tú Alberto, no vas a morir. Vivirás para hacer felices a una docena de mujeres.

Alberto trató de sonreír, pero no lo logró.

—El duque tiene mucho poder, su señoría. Dispone de muchos hombres que lo obedecen a ciegas. Y es muy rico.

—Y muy listo además —señaló Sir Harvey—. Tengo por él más respeto ahora del que le tenía antes.

—¿Cómo puedes hablar así? —preguntó Paolina casi histérica—. ¿No te das cuenta de que tu vida está en peligro? Debes irte ahora, en este mismo momento, cuando él no espera que lo hagas.

—No había pensado en eso —dijo Sir Harvey.

—Es evidente cómo puedes escapar. Él está seguro de que te quedarás para la ceremonia de mi boda, pero, si te vas de Venecia antes que tenga lugar, lo tomará por sorpresa.

Sir Harvey le sonrió.

—¡Eres más lista de lo que creía! —exclamó.

A continuación, sacó una bolsa llena de monedas de su bolsillo.

—Toma esto, Alberto —dijo—. Consigue la góndola más rápida que haya en toda Venecia y haz que se coloque junto a la góndola dorada que va a llevar a milady al palacio del conde. Dile al gondolero que, en el momento en que tú y yo pongamos el pie en ella, debe llevarnos hacia la laguna, donde debe estarnos esperando el barco más rápido que pueda proporcionar esta ciudad, para conducirnos a Trieste.

—¡A Trieste! —exclamó Paolina sorprendida.

Sir Harvey asintió con la cabeza.

—¡A Trieste! —repitió—. Una vez que estemos en territorio austríaco, el duque no podrá tocarnos. Además, tengo un amigo allí. Y vamos a necesitarlo, porque Alberto tiene en este momento en las manos hasta el último céntimo que poseo. Sólo espero que sea suficiente.

Alberto estaba sopesando el bolso que tenía en la mano.

—Lo dudo, su señoría —dijo con tristeza.

Paolina se quitó las perlas que el Dux había puesto en su cuello.

—Toma estas perlas —dijo—. Cualquier capitán de barco reconocerá su valor.

Alberto tomó el collar con aire de duda.

—Los hombres tendrán miedo de aceptar joyas tan finas por temor a ser acusados de robo —dijo.

—Entonces, haz que la tentación sea tan grande que no puedan resistirla —insistió Paolina y se quitó del dedo el anillo de compromiso con el enorme brillante.

—¿Cómo vas a explicar la desaparición de tus joyas? —preguntó Sir Harvey.

Paolina se encogió de hombros.

—¿Importa eso? —preguntó.

—El barco más rápido que haya cruzado nunca el Mediterráneo será suyo, su señoría —prometió Alberto lleno de excitación. El brillante parecía haber disipado sus dudas. Titubeó un momento y se postró entonces sobre una rodilla. Tocó la mano de Sir Harvey con la frente y dijo con sencillez:

—Le serviré hasta el fin de mis días.

Antes que Sir Harvey o Paolina pudieran decir nada, había salido de la habitación, cerrando la puerta tras él.

—Te quiere mucho —observó Paolina con suavidad.

—Porque le estoy salvando el pellejo —declaró Sir Harvey.

—¿Tienes que buscar siempre los motivos más bajos? —preguntó ella—. Te quiere por ti mismo… como yo. ¡Oh, mi amor, cuídate, por favor!

—Te prometo que lo haré —contestó Sir Harvey—. Si voy a morir, no intento dar al duque el placer de ser mi verdugo.

—¿Cómo sabré que estás a salvo?

Apenas pudo pronunciar esas palabras, porque surgieron de unos labios resecos.

Sir Harvey la miró y Paolina comprendió que, en ese momento, estaba sufriendo las mismás agonías que ella.

No había ya nada que pudieran decirse. Se concretaron a mirarse hasta que, con un sonido que era a medias sollozo y a medias juramento, Sir Harvey se volvió, abrió la puerta y salió, dejándola sola.

Ella hubiera querido arrojarse en la cama a llorar su desconsuelo, pero, se sentía ahora más allá de las lágrimás. Se quedó de pie, con los ojos secos, mientras Teresa volvía con pomada para los labios y perfume para ponerle detrás de las orejas.

Rechazó un vaso de vino que la doncella le ofreció y entonces, antes de lo que esperaba, llamaron a la puerta y una voz gritó:

—Es hora de partir.

Comprendió que había llegado el momento en que debía despedirse de Sir Harvey. Caminó con lentitud hacia la galería. El velo se arrastraba detrás como una cola, y el borde de su vestido, rígido y pesado por los bordados de brillantes perlas que lo adornaba, rozaba el piso como dedos fantasmales.

Sir Harvey la estaba esperando. Alberto a sus espaldas, llevaba un bulto en los brazos. Los ojos del sirviente brillaban de excitación, anticipando la loca escapada que le esperaba al lado de Sir Harvey.

Sir Harvey le entregó a Paolina un ramo de flores blancas y, al tomarlo, ella le tocó la mano y la sintió fría como el hielo. El rostro de él era severo, casi inexpresivo, salvo sus ojos, que expresaban la agonía que estaba sufriendo. En silencio, bajaron la escalera.

—Voy hacia la muerte —murmuró Paolina entre dientes. Y sabía que era cierto. Moriría su juventud, su esperanza de ser feliz, la esperaban la desventura y la soledad, porque Sir Harvey no estaría con ella.

Llegaron a los escalones que conducían hasta el agua. La multitud que se había congregado para verla, y que esperaba afuera, gritó:

—¡Buena suerte! ¡Felicidades! ¡Que Dios la bendiga!

Ella se quedó de pie un momento, deslumbrada por la luz del sol. Bajo sus pies, balanceándose un poco por el movimiento de las olas, estaba la amplia y reluciente góndola dorada… la embarcación ceremonial de mil desposadas.

Junto a ella, vio otra góndola ordinaria, pintada de negro, con dos gondolero de aspecto rudo y fuertes brazos.

¡Éste era el momento!

Se volvió hacia Sir Harvey y le extendió las manos. Hubiera querido decirle «Que Dios te proteja», pero las palabras se negaron a salir de sus labios. Los ojo de ambos se encontraron y sintió que él, con la mirada, le estaba entregando el alma.

—¡Adiós, pequeña Paolina! —dijo, y entonces, de pronto, se puso muy rígido.

Era como si, en silencio, ella le estuviera dirigiendo una última súplica. Él la miró; y ella a él. Y ambos dejaron de escuchar el ruido de la multitud.

—¡Maldita sea! ¡Por qué tiene que ser adiós! —preguntó Sir Harvey en voz alta.

Se inclinó y la levantó en brazos. La multitud lanzó exclamaciones más entusiastas todavía, considerando aquello un gesto romántico. Pero Sir Harvey no llevó a Paolina a la góndola dorada, sino a la otra, negra y sencilla que se encontraba junto a ella.

Saltó a su interior y dejó caer a Paolina, sin ceremonia alguna, en el asiento de cuero negro. Alberto los siguió.

—¡Al barco!

Sir Harvey dio la orden, pero sólo lo escucharon los dos gondoleros, por encima de los gritos de la multitud. Partieron, deslizándose con rapidez por el canal, más allá de las góndolas que bordeaban la ruta que Paolina debió haber seguido.

Se acercaron al palacio del conde y lo vieron esperando en la escalera, ataviado con una chaqueta tejida con hilos de oro y bordada con brillantes. Llevaba la Orden de la Caballería, de color púrpura, cruzada por los hombros. Estaba hablando con varios amigos. Alguien debió decirle algo, porque se volvió bruscamente y miró a Paolina, sentada en la extraña embarcación.

Por un momento se quedó mirándola; pero luego dio un paso hacia adelante, como si sólo le preocupara acudir a su encuentro, por poco convencional que fuera su manera de llegar.

La góndola pasó como exhalación frente al palacio. Paolina vio cómo la boca del conde se abría en un gesto de total asombro. Observó los rostros de sus amigos y sirvientes, que ahora, petrificados por la sorpresa, se veían ridículos. Y entonces todo quedó atrás.

La laguna estaba a la vista. El palacio del dux había quedado a la izquierda y, un poco adelante, había varios barcos, cuyas velas anaranjadas resaltaban contra el azul del cielo.

—¿El barco está listo para zarpar?

Eran las primeras palabras que Sir Harvey pronunciaba desde que partieron en la góndola.

—Sí, su señoría, todo está arreglado —dijo Alberto; pero se santiguó, temiendo que algún espíritu maligno destruyera sus planes.

La góndola se detuvo junto a un pequeño barco. Era apenas un bote de pesca, pero los hombres que ayudaron a Paolina a subir a bordo tenían rostros bondadosos y, aunque la miraron asombrados, no dijeron nada, hasta que Sir Harvey explicó:

—La señorita viene con nosotros. ¡En marcha ahora mismo!

—Sí, sí, su señoría.

Alberto pagó a los gondoleros, quienes dieron las gracias a Sir Harvey y les desearon buen viaje. Paolina caminó por la cubierta, hacia un pequeño camarote en la popa del barco. Escuchó cómo era levada el ancla, cómo se daban ordenes y los hombres que corrían de un lado a otro para obedecerlas.

Las velas comenzaron a hincharse con el viento y el barco empezó a moverse. Paolina oyó la voz de Sir Harvey. Luego, lo vio entrar en el camarote y se encontró en sus brazos.

—No pude dejarte —dijo—. Cuando llegó el momento, resultó más fuerte que mi voluntad. ¿Me perdonas?

—¿Perdonarte? —preguntó ella riendo—. No tengo nada que perdonar. ¡Me has hecho tan feliz! No sabía que el mundo podía ser tan glorioso, tan maravilloso.

—Es una locura, y tú lo sabes, ¿verdad? —preguntó Sir Harvey, pero la estrechó aún más contra sí—. Es absurdo, insensato, una locura de la que sin duda te arrepentirás. Pero ahora es demásiado tarde. Nunca te dejaré ir.

—Eso es lo que quiero oírte decir —murmuró Paolina.

—Me perteneces —gritó Sir Harvey casi en tono amenazador—. Me perteneces, como yo te pertenezco a ti. Para bien o para mal, nuestros caminos se han unido.

Sus brazos la oprimieron contra su pecho, pero todavía no la besó. Se concretó a mirarla, con infinita ternura.

—Sólo Dios sabe qué clase de vida puedo ofrecerte, mi amor —dijo—. Dormirás en una cama dura, conocerás la pobreza; tal vez el peligro. Pero estaremos juntos y una cosa te prometo: jamás dejaré de amarte; te querré hasta el fin de mis días.

—¿Crees que quiero algo más? —preguntó Paolina en voz muy baja.

Entonces la besó… con un beso largo, apasionado, que la dejó temblando y sin aliento, pero con los ojos brillando como estrellas.

—¡Te amo! ¡Oh, Dios mío, cuánto te amo! —murmuró él.

Se quedaron sentados juntos, largo tiempo. Sus voces sólo acertaban a murmurar frases incoherentes, que interrumpían los besos que se daban. Paolina, casi exhausta, se sentía sin embargo sumergida en un paraíso; emoción que se intensificaba cada vez que él la tocaba.

La voz de Alberto los interrumpió.

—¡Su señoría! Venga a ver lo que está pasando —gritó con voz alarmada.

—¿De qué se trata? —preguntó Sir Harvey.

Se alejó de Paolina y salió del camarote. Después de un momento, ella lo siguió y lo encontró de pie en la popa del barco, mirando por un telescopio marino.

Estaban ya demásiado lejos de Venecia para que Paolina pudiera ver otra cosa que las cinco cúpulas redondas de San Marcos, pero Sir Harvey estaba observando algo con mucho interés a través del telescopio.

—¿Qué ves? —preguntó Paolina.

—Actividades a bordo de los barcos del duque —contestó él.

Paolina se llevó una mano al corazón.

—¿Nos han seguido?

Sir Harvey no necesitó contestar su pregunta. Ambos sabían que era muy poco probable que el duque se diera por vencido sin luchar. Todo era cuestión de comprobar si el barco en que ellos navegaban era más veloz que los de él.

—Cuando menos, les llevamos un poco de ventaja —murmuró Paolina.

Un momento después, perdieron de vista la ciudad y se internaron en mar abierto, cuyas olas eran muy altas. Sin embargo, el viento era fuerte y soplaba en la dirección correcta.

—Esperemos que crean que nos dirigimos hacia el sur —dijo Sir Harvey—. Eso los entretendría un poco más.

El oleaje golpeaba con fuerza el barquito y éste se inclinaba de un lado a otro. Sir Harvey pidió que desplegaran más las velas y pronto estaban avanzando a una velocidad casi increíble.

Una hora más tarde avistaron a los otros barcos. Eran cuatro, y cuando Sir Harvey hizo que Paolina mirara por el telescopio, ella pudo ver los estandartes del duque ondeando en los mástiles.

—¿Nos alcanzarán? —preguntó.

—Van a tratar de hacerlo —contestó él.

Tenía los labios apretados y Paolina comprendió entonces que el peligro era muy real. Se había quitado la corona de brillantes y perlas dejándola en el camarote. Con el velo de finísimo encaje, que había sido usado por generaciones de desposadas, se había cubierto la cabeza y rodeado su cuello. Alberto, a su vez, tomó una capa del bulto que llevaba en brazos al subir a bordo, y se la colocó sobre los hombros.

Paolina pensó un momento en lo incongruente que resultaba que estuvieran de pie en la cubierta de este barquito rústico y sucio, vestidos, ella y Sir Harvey con ropa que había costado una fortuna, y sin un penique en el bolsillo.

Pero era difícil pensar en otra cosa que no fuera los barcos que venían tras ellos. A Paolina le pareció que se estaban acercando. Volvió el rostro preocupado hacia Sir Harvey y le puso una mano sobre el brazo. Él comprendió lo que le preguntaba sin palabras.

—El viento está refrescando —dijo—. El recorrido no es largo… sólo ocho o nueve horas a lo más.

—Están construidos para desarrollar gran velocidad —contestó él.

Durante toda la larga y calurosa tarde se mantuvieron a distancia de los barcos del duque, pero éstos, poco a poco, se iban acercando más y más. Sir Harvey hizo beber un poco de vino a Paolina, pero cuando le ofreció un trozo de pan negro y otro de queso, que era lo que estaban comiendo los pescadores, ella se negó, pues no sentía el menor apetito. En cierto momento, tomó la mano de él y le dijo:

—Sin importar lo que nos suceda, tuvimos estos momentos juntos y yo supe que me querías. Eso es lo que importa, más que cualquier otra cosa en el mundo. Si tengo que morir, lo haré feliz, sabiendo que no me abandonaste.

—Tú no morirás —gruñó él—. El duque se encargará de eso.

—Si tú mueres, yo moriré contigo —dijo ella—. Nadie podrá impedírmelo.

Él se inclinó y la besó en los labios, con un beso sin pasión.

Pasaron varias horas y Sir Harvey, caminando de un lado a otro de la cubierta, urgía a los pescadores a aumentar la velocidad. Paolina permaneció sentada, con las manos unidas. No podía hacer otra cosa que esperar. El sol se hundía ya en el horizonte, cuando, de pronto, el capitán lanzó un pequeño grito.

—¡Allí está Trieste! —exclamó y pudieron ver la larga línea de la costa frente a ellos. Era apenas una sombra contra el resplandor del cielo.

Entonces Paolina miró hacia atrás. Los barcos estaban a poco más de doscientos metros. Vio, por la tensión de la mandíbula de Sir Harvey, que él se daba bien cuenta de su cercanía y comprendió, también, por el terror reflejado en el rostro de Alberto, que éste consideraba que ya no tenían salvación.

Paolina podía ver los ganchos del abordaje listos en las cubiertas de los barcos enemigos. Comprendió que el duque había dado instrucciones para que los capturaran vivos, pues de lo contrario los cañones que los barcos llevaban en la proa les hubieran disparado.

—Prefiero morir que ser prisionero del duque —murmuró en voz baja.

Sir Harvey lanzó una exclamación repentina.

—¡Qué tonto soy! —exclamó—. Podemos ir más rápido si pesamos menos. Tiren todo por la borda, para aligerar el barco. Les pagaré el precio de lo que tiren, se los juro… o, mejor aún, se los pagaré ahora mismo.

Se dirigió a toda prisa al camarote y volvió con la coronita de brillantes y perlas que Paolina había llevado en la cabeza.

—Tomen esto —dijo—. Vale una fortuna, como ustedes bien saben. Y ahora, vamos a escapar de una vez de esos demonios.

Los hombres comprendieron muy bien lo que quería y, con los ojos fijos en la corona de brillantes, empezaron a tirar al mar cuanto encontraron. Barriles, muebles, velas extras… todo fue lanzado por la borda y empezó a flotar sobre las encrespadas olas, hacia los barcos que los seguían.

Pronto no quedó nada en el barco, salvo seres humanos. Las cubiertas estaban limpias. El camarote estaba vacío, a excepción de una banca de madera clavada en la pared. Hasta la linterna que colgaba del techo fue lanzada al agua.

Alberto lanzó un grito.

—¡Nos estamos alejando de ellos!

Paolina no podía dar crédito a sus ojos. Los barcos del duque ya no estaban tan cerca como antes. Podía ver a los hombres sobre las cubiertas, soltando velas pero no se atrevían a tirar al mar las propiedades del duque. El barquito que llevaba a Paolina y a Sir Harvey avanzaba ahora mucho más de prisa.

—Otra media hora —murmuró el capitán.

Estaba oscureciendo. Las primeras estrellas estaban apareciendo en el cielo. El viento, que tan útil había sido todo el día, estaba cambiando un poco; soplaba hacia el sur, pero volvía de vez en cuando a hacerlo hacia el occidente, en fuertes ráfagas que parecían alejar al barquito todavía más de sus perseguidores.

Paolina se sintió de pronto muy cansada. Volvió al camarote y se sentó en la dura banca de madera. Ya no estaba preocupada, ni temerosa. Sabía ahora que los barcos del duque no podrían darles alcance.

Le pareció que tal vez habían sido ingratos con la Providencia, que tanto los había protegido, al pensar que en esta ocasión iba a abandonarlos.

Italia, pensó, sería para siempre un país prohibido para ellos. Y, sin embargo, no se sentía triste al abandonar el país que conocía mejor que cualquier otro en el mundo. Dondequiera que estuviera con Sir Harvey, ése sería su hogar…

Entonces sintió la mejilla de él contra la suya. Sir Harvey la estaba oprimiendo entre sus brazos.

—¡Nos salvamos, mi amor! —exclamó—. Estamos ya entrando en la bahía y los barcos del duque dan ahora la vuelta para regresar a Italia.

Ella se estrechó contra él. Tenía deseos de llorar, de entregarse a la felicidad que la embargaba. Pero no había tiempo para eso. Tuvo que salir a despedirse del capitán y de la tripulación, darles las gracias y bajar a tierra. Al tocar el suelo de Austria, lo hizo con la sensación de que una nueva aventura la esperaba en ese país extraño.

Alberto fue enviado a conseguir un carruaje de alquiler. Cuando volvió con uno, Sir Harvey ayudó a Paolina a subir y entonces la siguió.

—¿Adonde, su señoría? —preguntó Alberto antes de cerrar la puerta.

—A la Embajada Británica —ordenó Sir Harvey.

La puerta se cerró. Sir Harvey rodeó a Paolina con sus brazos y ella se recostó en su hombro, con profunda satisfacción.

—¿Adónde vamos? —preguntó, ya un poco somnolienta.

—A casarnos, mi amor —contestó él—. No puedo esperar ni un minuto más para convertirte en mi esposa.

—Dos bodas en un mismo día —murmuró ella—. Es demásiado para cualquiera.

—Nada ni nadie impedirá que tenga lugar esta segunda boda —dijo él. La oprimió un poco más al añadir—: quiero estar seguro de que eres mía.

Ella se echó a reír y tocó la mejilla de él con la mano. Los labios de Sir Harvey buscaron su boca y sólo la soltó cuando el coche se detuvo ante una imponente mansión.

—¿Qué pensarán de nosotros? —murmuró Paolina, asustada de pronto al ver al lacayo de peluca empolvada que se acercaba al carruaje a toda prisa.

—Espero que nos ofrezcan una comida, al menos —sonrió Sir Harvey—. Tengo mucha hambre y, con los bolsillos vacíos, no seré muy exigente.

Bajó del carruaje y ayudó a Paolina a hacer lo mismo. Ella llevaba todavía el velo de encaje alrededor de la cabeza y se veía pálida, pero muy hermosa, al subir la escalinata y entrar en el amplio vestíbulo de mármol.

El lacayo no pareció sorprendido de su apariencia. Sólo ella de daba cuenta de las marcas de brea y polvo que había en la orilla de su espléndido vestido y de que las medias blancas de Sir Harvey estaban sucias y tenía manchada de aceite la chaqueta de brocado azul.

Fueron conducidos a través del vestíbulo hacia un amplio salón iluminado con grandes candelabros.

—¡Sir Harvey Drake! —anunció un lacayo y un hombre que se encontraba en el extremo más lejano del salón, conversando con otro, se puso de pie.

—¡Cielos santos, Harvey! —exclamó—. Estábamos hablando de ti.

—Me trajiste con el pensamiento —contestó Sir Harvey—. ¿Cómo estás, Desmond? Esperaba que estuvieras todavía aquí y que no te hubieran transferido a otra parte. ¿Me permites presentarte a la señorita Paolina Mansfield? Paolina, Sir Desmond Sheringham.

—Encantado, señorita.

Sir Desmond hizo una reverencia a Paolina, pero se volvió con ansiedad hacia Sir Harvey.

—Eres especialista en sorpresas, Harvey. No tenía la menor idea de que venías a Trieste.

—Ni yo tampoco, hasta esta mañana —contestó Sir Harvey—. Entonces comprendí que tú eras la única personal que podía prestarme un servicio, y aquí estoy.

—¿Qué tipo de servicio quieres de mí? —preguntó Sir Desmond con desconfianza—. Si vas a sostener un duelo de nuevo y quieres un padrino, la respuesta es no.

—Quiero que me cases —dijo Sir Harvey—. Y ahora mismo.

Sir Desmond echó la cabeza hacia atrás, para reír a carcajadas.

—¡Caramba, Harvey! ¡Típico de ti! Siempre lo inesperado. Eras así desde que usabas pantalones cortos en Eton. El tiempo no te ha hecho cambiar, ¿verdad?

Por primera vez, Paolina y Sir Harvey miraron al otro hombre, que había permanecido de pie, callado, junto a la chimenea, desde que ellos entraron. Sir Harvey le extendió la mano con una sonrisa.

—Lord Cochrane —dijo—. No esperaba verlo aquí. ¿Me permite presentarle a la señorita Mansfield, milord?

—La señorita Mansfield y yo ya nos conocemos —contestó Lord Cochrane—. En mi embajada, en Roma, si la memoria no me falla.

Paolina se ruborizó.

—Sí, milord. ¡Cómo se enfadó usted porque mi padre había perdido sus cartas de crédito!

—Pero nunca estuve enfadado con usted —dijo Lord Cochrane, tratando de ser galante.

—¿Sabes, Harvey? Ha ocurrido una cosa extraordinaria —dijo Sir Desmond—. Lord Cochrane y yo estábamos hablando de ti hace unos minutos. Me estaba preguntando si te había visto y le estaba diciendo que no tenía noticias de ti desde hacía cinco años o más.

—Me siento halagado de que su señoría me recordara —dijo Sir Harvey volviéndose hacia Lord Cochrane.

—¿Recordarlo? —exclamó Lord Cochrane—. ¡Demonios, hace dieciocho meses que lo estoy buscando!

—¿Me buscaba a mí? —preguntó Sir Harvey.

—Sí. Sólo Dios sabe dónde se había metido. Nunca conocí a un hombre más escurridizo que usted. Aquí me tiene, con buenas noticias que darle y sin saber cómo encontrarlo.

—¿Buenas noticias? —La voz de Sir Harvey se volvió aguda de pronto.

—¡Muy buenas noticias! —repitió Lord Cochrane—. Se me han dado poderes para trasmitirle la orden de Su Majestad de que vuelva a Inglaterra. Su tío ha muerto.

—Agradezco a su señoría la información —contestó Sir Harvey en tono formal.

—Aparentemente, según puedo deducir de los comunicados oficiales, que nunca dicen mucho —continuó Lord Cochrane—, su tío confesó, antes de morir, que lo había tratado a usted muy mal. De cualquier modo, Su Majestad está ansioso de reparar el error cometido y perdonarlo.

—Sin duda alguna te ofrecerá algún puesto horriblemente pomposo en la corte —intervino Sir Desmond—. Es una vida de perros y, si quieres mi consejo, no lo aceptes.

—No lo voy a aceptar —contestó Sir Harvey—. Voy a retirarme al campo a vivir feliz y en paz, administrando mis propiedades.

Se volvió hacia Paolina.

—¿Te gustaría eso, mi amor? —preguntó.

A ella le resultó difícil contestarle. Había comprendido, en el intercambio de palabras que había escuchado, lo mucho que significaba, para el hombre que amaba, la noticia que acababa de darle Lord Cochrane. Sir Harvey hablaba en forma casual, pero la repentina luz de sus ojos y la leve sonrisa de sus labios, le revelaban lo que estaba sintiendo.

Tuvo una repentina visión del futuro que les esperaba, y la gloria que ello significaba la dejó sin habla. Sin pensarlo, extendió una mano que él se apresuró a estrechar con tanta fuerza que casi la hizo lanzar un grito de dolor. Pero luego, al sentir el contacto de los dedos de él, la emoción y el asombro de lo que estaba sucediendo llenaron su alma de indescriptible dicha.

Se sintió estremecer y entonces comprendió que todos estaban esperando su respuesta a la pregunta de Sir Harvey.

Ella lo miró, con los ojos brillantes como estrellas, y vio en el rostro de él una expresión que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.

—Nada podría hacerme más feliz que eso —murmuró.

FIN