Capítulo 11

—¿Que vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

Paolina se encontró repitiendo las palabras en voz baja hasta que parecieron grabarse con fuego en su cerebro.

—No fue mi culpa, su señoría —estaba diciendo Alberto con calor. Todo agitado, gesticulaba y hacía movimientos con los brazos—. Había cerrado todo con llave y bajé a cenar, pero, al terminar, me pareció escuchar un ruido extraño. Al salir al patio exterior, vi a un hombre que, después de bajar de la ventana del dormitorio, saltaba en ese momento el muro que da al callejón. Mire, sus huellas están en el alféizar.

Alberto señaló la ventana con gesto dramático y después continuó:

—Salí corriendo tras él, pero era demásiado tarde para detenerlo. Sin embargo, al cruzar la pierna sobre el muro se volvió y me miró. No llevaba antifaz y lo reconocí. Era Giolamo, el asistente privado del duque.

—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Paolina.

—¿Qué podía hacer, milady? Grité, pero él desapareció y fue imposible seguirlo. El muro del patio, como ustedes saben, da a un callejón angosto. Después que hubiéramos logrado encontrar la llave y abrir la puerta, él ya habría desaparecido, sobre todo porque, sin duda, había una góndola esperándolo.

—¿Pensaste que había venido a robar? —preguntó Sir Harvey.

—No, su señoría. Pensé que lo habían mandado a espiarnos. El duque lo usa para eso, sobre todo. Escucha tras las puertas; lee las cartas cuando los huéspedes del duque están cenando, averigua secretos que otros quieren ocultar a su amo. Giolamo es muy listo y siempre obtiene lo que busca.

—Así parece —asintió Sir Harvey con sequedad.

—No subí al dormitorio sino hasta más tarde —continuó Alberto—. Y, por Nuestra Señora le juro que jamás pensé que Giolamo y el duque se rebajaran a convertirse en ladrones comunes. Me dirigí al dormitorio de usted, su señoría, para preparar la ropa de dormir. Entonces vi el panel abierto.

—¿Y supusiste lo que contenía? —preguntó Sir Harvey.

—Así es, su señoría —dijo Alberto—. En la casa de todo noble, en su propio dormitorio, hay siempre un panel secreto donde guarda las cosas de valor, pero yo ignoraba dónde se encontraba.

Sir Harvey cruzó la habitación y cerró con fuerza el panel como si esa acción liberara parte de sus sentimientos contenidos.

Paolina se dio cuenta de que era imposible ver ahora dónde había estado la abertura. El panel mezclaba de manera tan perfecta su colorido con el de la pared, que resultaba invisible.

—¡Fui un tonto! —exclamó Sir Harvey—. Debí buscar otro escondite.

—No podías adivinar qué era capaz de hacer el duque —observó Paolina tratando de consolarlo.

—Yo lo vengaré, su señoría —exclamó Alberto—. Encontraré a Giolamo y lo mataré… siempre ha sido un cobarde frente a una espada.

—No —dijo Sir Harvey con brusquedad—. Déjalo en paz. Él sólo cumplía las órdenes de su amo. Vete a la cama, Alberto. No hay nada más que puedas hacer esta noche.

—Por favor, su señoría —suplicó Alberto.

—Haz lo que te digo —ordenó Sir Harvey. Entonces, cuando Alberto había llegado ya a la puerta, pareció cambiar de opinión—. ¡Espera! Ve a decir a los gondoleros que los necesito de nuevo.

—Sí, su señoría.

—Y tú puedes abrirnos la puerta.

—¿Puedo ir con usted?

—No —contestó Sir Harvey—, porque vamos al baile.

—¡Al baile! —repitió Paolina asombrada, y cuando Alberto salió, cerrando la puerta tras él, añadió—: ¿Qué quieres decir? ¿Por qué vamos al baile a estas horas?

Sir Harvey no contestó. Guardó silencio, sumido en profundos pensamientos. De pronto, se volvió para poner las manos en los hombros de Paolina y mirarla con desesperación.

—Te amo —dijo con suavidad—. Lo sabes, ¿verdad? Te amo más de lo que creí posible amar a nadie. Te adoro. Eres perfecta y más bella que cualquier otra mujer que yo haya visto nunca.

—¿Por qué hablas así? —murmuró Paolina.

Había una gran tristeza en su voz y en sus palabras.

—Te estoy diciendo esto, mi dulce amor, porque vamos a volver al baile para que puedas convencer al conde de que debe pedir tu mano.

—¡No! ¡No! ¡Eso no! —gritó Paolina—. Me prometiste…

Él la soltó. Retrocedió, como si tuviera miedo de tocarla.

—Trataste de convencerme para que hiciera algo que iba en contra de mi buen juicio —dijo él—. Admito que titubeé, porque te amo tan locamente que siento como si todos los fuegos del infierno me estuvieran torturando y solo tú pudieras darme consuelo.

Apretó las manos con fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Pero, cuando hablamos de ello esta tarde, yo tenía aún cierta cantidad de dinero. Durante toda la cena estuve pensando en cómo podíamos estirarlo un poco más, y cómo, de algún modo, podíamos ingeniarnos para vivir juntos y sentir que nuestro amor era suficiente. Pero ahora… —Miró hacia el panel cerrado—. Ahora no tenemos… nada.

—¿Absolutamente nada? —preguntó Paolina.

—Sólo una cosa —contestó él. Introdujo, una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el collar de perlas.

—¡Así que no te lo robaron! —exclamó Paolina.

—Lo dejé en mi bolsillo desde el momento en que me lo diste. Había olvidado guardarlo. Hace un momento, descubrí que lo llevaba conmigo.

—Entonces estamos salvados —exclamó Paolina.

—Sólo por el momento —contestó él—. No había querido preocuparte, pero supe esta mañana que el señor Bondi ha enviado un abogado a Ferrara a averiguar qué joyero me vendió el collar. Van a descubrir que, no sólo no lo compré, sino que vendí una buena cantidad de joyas valiosas. Como él regaló muchas de ellas a la Contratina, sin duda las reconocerá.

—¿Y qué pueden hacerte?

—No sé. Imagino que el señor Bondi tratará de hacerme difíciles las cosas. Me acusará de ocuparme de sacar joyas del barco, en lugar de salvar vidas. Puedo decir la verdad, por supuesto, explicar con exactitud lo que sucedió, pero dudo que me crean.

—Entonces, vayámonos de aquí —suplicó Paolina—. Siento que un círculo se está cerrando en torno nuestro. Lo percibo. Pronto no habrá oportunidad de escapar. Debemos irnos ahora, mientras hay tiempo.

—¿Para vivir solo con esto? —preguntó Sir Harvey, levantando las perlas y deslizándolas entre los dedos—. Tendré que aceptar lo que me den por ellas. Y cuando haya pagado la renta del palacio, los sueldos de los sirvientes, la comida, todo lo que hemos comprado en los últimos días y a la costurera y el peinador, no creo que quede mucho.

—¿No bastará para pagar nuestro viaje a Austria? —preguntó Paolina.

—Sí. Pero ¿qué sucederá después? ¿Crees que podría quedarme tranquilo, viéndote morir de hambre?

—No nos moriremos de hambre —dijo Paolina—. Encontraremos algo qué hacer. Yo puedo coser y tal vez tú tengas suerte… en el juego.

—¿Condenarte de nuevo a la vida que encontraste tan intolerable al lado de tu padre? —preguntó Sir Harvey con amargura—. No puedo permitir eso. Te casarás con el conde, y pronto… más pronto de lo que te imaginas, me olvidarás.

—¡Nunca! ¡Nunca! —gritó Paolina—. Te amo con toda mi alma.

—Me olvidarás —repitió Sir Harvey.

Algo en su rostro y en el tono de su voz reveló a Paolina que estaba luchando por adoptar una decisión inexorable, que nada alteraría. Lanzó un pequeño sollozo y extendió las manos, pero él no se movió para tocarla.

—La suerte está echada —dijo él—. Volveremos ahora mismo al baile. Diré al conde que nuestros planes han cambiado y que saldremos mañana mismo de Venecia. Eso forzará su decisión.

—Él me aseguró esta noche que tenía algo que decirme —dijo Paolina con voz ahogada—. Pensé que no necesitaba oírlo, porque creí que querías mi amor y que yo podía significar algo en tu vida.

—Estabas equivocada —contestó Sir Harvey.

Su rostro era una máscara. Evitaba mirarla y ella se acercó un poco.

—Mi amor —dijo Paolina con suavidad—. Soy tuya. ¿No significa eso nada para ti?

—Vas a casarte con el conde —contestó él con voz severa—. Vamos, debemos ponernos en camino.

—No iré —dijo Paolina con firmeza—. Te quiero y deseo estar contigo. ¿Cómo podría soportar que otro hombre me tocara? ¿Cómo podrías tú resistirlo?

Vio, por el dolor que reflejaban sus ojos y la tensión repentina de la mandíbula de Sir Harvey, que su flecha había dado en el blanco. Entonces él, en un tono de cortesía muy formal, después de abrir la puerta y hacerle una reverencia, dijo:

—La góndola está esperando.

—No me hagas ir —suplicó ella con desesperación—. O, al menos, ¿no me darás un beso? Bésame una vez, antes que nos vayamos.

Sir Harvey se volvió, dándole la espalda.

—No —dijo con brusquedad. Se alejó para caminar por la galería y bajar la escalera.

Ella titubeó un momento y luego, como no podía hacer otra cosa, lo siguió.

Se sentaron en silencio en la góndola que los llevó con rapidez al Palacio Gondini, donde se celebraba el baile. El lugar estaba lleno de luces y numerosas góndolas transportaban aún a risueños invitados de antifaz hasta los escalones de la entrada, que cubría una espléndida alfombra.

Dentro del palacio, el salón de baile estaba decorado con preciosos cortinajes bordados algunos de ellos con piedras preciosas. Centenares de candelabros de oro macizo, arrojaban luces doradas sobre la multitud de invitados, quienes, vestidos con extremado lujo, bailaban, jugaban a las cartas, llenaban los comedores y veían un ballet en un teatro en miniatura.

Sir Harvey se abrió paso entre la multitud que bailaba, mientras Paolina lo seguía. Vieron al fin al conde, que se encontraba de pie, conversando en la entrada del salón de juegos.

Sir Harvey se acercó a él y el conde se volvió con una exclamación de asombro.

—¡Mi querido Sir Harvey! Pensé que su hermana y usted se habían retirado.

Tomó la mano de Paolina y se la llevó a los labios, diciendo:

—La noche era oscura y vacía, pero de pronto ha salido el sol.

—Volvimos —explicó Sir Harvey—, porque encontramos una comunicación muy importante, que nos estaba esperando en casa. Eran noticias que me obligan a volver a mi país, lo cual significa que debemos salir de Venecia inmediatamente. Después de la bondad conque nos ha tratado usted, no podíamos ser tan ingratos y marcharnos sin despedirnos.

—¡Se van de Venecia!

Era evidente que aquellas noticias habían dejado al conde desolado. Su rostro se veía pálido.

—Lamento mucho que haya surgido esto —contestó Sir Harvey—. Mi hermana está muy triste por tener que abandonar tan pronto a sus nuevos amigos.

—¡Pero, no se pueden ir! ¡Es imposible! —exclamó el conde y miró a alrededor—. Vengan conmigo. Debo hablar con ustedes. Por fortuna, conozco bien este palacio.

Los condujo a través de la multitud hacia una cortina de suntuoso brocado, bordada con perlas, que colgaba sobre una puerta parcialmente oculta.

—Ésta es la entrada a los departamentos privados —dijo descorriendo un poco la cortina—. Sé que nuestro anfitrión, que es un viejo amigo mío, no se molestara porque los invite a pasar a ellos.

—Discúlpenme —dijo Sir Harvey—, pero volveré con ustedes en un momento.

Se volvió y el conde retrocedió para dejar que Paolina cruzara la puerta antes que él. Ella dirigió una última mirada a Sir Harvey por encima del hombro. Sintió el impulso de echar a correr tras él, pero sabía que nada lo haría ya cambiar de opinión.

Sintiéndose muy sola y triste, Paolina entró en la habitación y oyó que el conde la seguía y cerraba la puerta tras ellos. Se encontraban en una pequeña salita amueblada con gusto excelente e iluminada con unas cuantas velas que lanzaba una suave luz sobre un bajo diván.

—Venga, sentémonos —sugirió el conde.

Con un profundo sentimiento de desolación, Paolina obedeció. Se sentó, cruzó las manos sobre el regazo y esperó lo inevitable.

El conde la miró por un minuto y entonces aspiró una bocanada de aire.

—La amo —dijo—. Creo que ya lo sabe y ésa es la razón por la que no puedo dejarla ir. Quédese a mi lado. Le estoy pidiendo que sea mi esposa. La haré feliz, se lo juro.

No había la menor duda de su sinceridad y Paolina se sintió avergonzada de pronto, porque él le estaba ofreciendo tanto y ella no podía darle sino hipocresía y engaño.

—No nos conocemos bien —protestó—. ¿Cómo puede estar seguro de que me ama?

—Estuve seguro de ello desde el momento en que te vi —contestó él sonriendo un poco y tuteándola por vez primera.

—Hemos sido educados en ambientes muy distintos —contestó ella—. Yo soy inglesa; usted veneciano. ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestras ideas y nuestros intereses son los mismos?

—Que lo sean o no, carece de importancia. Lo único que sé es que te quiero, que eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—La belleza —exclamó Paolina con repentina amargura—, no es la felicidad.

—Lo es para mí —contestó el conde—. Poseerte sería un placer y una dicha indescriptible.

Se inclinó y tomó la mano de ella en la suya.

—Paolina, dime que te casarás conmigo.

—No sé… —dijo Paolina con repentino pánico—. Mi hermano…

—Me doy cuenta de que no es correcto haberte hablado así, sin la autorización de tu hermano —dijo el conde—. Pero sé que los ingleses consideran que el amor es más importante que los convencionalismos. Por eso te estoy pidiendo que te cases conmigo; si dices que sí, yo haré que tu hermano acepte.

—¿Y si se niega? —preguntó Paolina.

—No lo hará —contestó el conde lleno de confianza—. Cuando sepa lo mucho que te quiero y lo felices que seremos juntos, estoy seguro de que no se interpondrá en mi camino.

—Pero… usted no sabe nada de mí —dijo Paolina.

—Sé todo lo que quiero saber —sonrió él—. Sólo tengo que mirarte a la cara para leer la historia de tu vida. Sólo necesito mirarte a los ojos, para desear, por sobre todas las cosas, enseñarte a amar.

Él conservaba la mano de ella en la suya y se la llevó a los labios, besándola apasionadamente. Luego, la atrajo hacia él, como si fuera a besarla en los labios.

Paolina hizo un movimiento repentino y se puso de pie.

—¿Qué puede estar demorando a mi hermano? —preguntó.

Tenía miedo, no sólo por ella, sino por Sir Harvey. Pensó, por un momento que podía haber ido a retar al duque, a hacer algo alocado que pusiera en peligro su vida.

En aquel momento, oyó que se abría la puerta que conducía al salón de baile y Sir Harvey entró en la habitación.

—Siento haberme demorado —dijo al conde—. Pero me enfrasqué en una discusión y no podía escapar.

—Me alegro de que haya sido así —confesó el conde—. Eso me dio la oportunidad que había estado esperando para pedirle a su hermana que se case conmigo.

Sir Harvey simuló gran sorpresa.

—¡Qué se case con usted! —exclamó—. ¡Esto sí que es intempestivo! Y, ¿no sé le ha ocurrido solicitar mi permiso?

—Es lo que estoy haciendo ahora —contestó el conde.

—Bueno, supongo que no debo interponerme —contestó Sir Harvey con expresión alegre—. Me había dado cuenta de que Paolina lo consideraba un hombre muy atractivo. Pero nunca sospeché que…

Se detuvo.

—¡Caramba, me había olvidado! Es imposible. Tengo que volver a Inglaterra.

—Entonces, nos casaremos antes que se vaya —dijo el conde.

—¿No sería mejor esperar? —propuso Sir Harvey—. Pensamos regresar. Tal vez dentro de tres meses estaremos de nuevo con usted… o seis, a lo más.

—¡Seis meses! —exclamó el conde—. ¡Cielos no! No intento esperar tanto tiempo. Si usted tiene que marcharse, hágalo solo. Paolina se quedará aquí, como mi esposa.

—Pero ¿es posible que pueda casarse tan deprisa? —exclamó Sir Harvey.

—¿Por qué no? —preguntó el conde—. No dependo de nadie. Los arreglos matrimoniales pueden hacerse de inmediato. La boda puede tener lugar en mi propia capilla privada. No hay necesidad de que asista una multitud… sólo mis parientes cercanos.

—Parece que tuviera usted todo preparado… —observó Sir Harvey.

—Me veo obligado a pensar a toda prisa. Y, ¿sabe por qué? Porque no intento perder a Paolina, por nada del mundo.

Sir Harvey se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que el fuego del amor hace que éste se salga siempre con la suya —dijo con aire filosófico—. Haga los arreglos necesarios. Pero le advierto que debo partir para Inglaterra mañana en el curso del día.

—Nos casaremos una hora después del mediodía —declaró el conde—. Eso me dará tiempo suficiente para hacer todos los arreglos… tanto legales como los concernientes a la ceremonia.

Miró a Paolina y añadió:

—Me has hecho el hombre más feliz de la tierra.

Ella no contestó. Sus ojos estaban fijos en el rostro de Sir Harvey.

—Anoche no pude dormir preguntándome si lograría ser tan afortunado como para despertar tu interés en mí —continuó el conde—. Esta noche casi no puedo creer en mi propia buena fortuna.

Besó de nuevo la mano de Paolina. Ella se puso muy pálida, casi como si se fuera a desmayar, y Sir Harvey dijo a toda prisa:

—Creo que sería mejor que me llevara a mi hermana a casa. Todas estas emociones son fatigosas. Y usted, mi querido amigo, tendrá muchos arreglos que hacer si en verdad intenta casarse mañana.

—¡Claro que vamos a casarnos! —exclamó el conde con firmeza—. Y tiene razón. Su hermana se ve cansada.

Deslizó el brazo de Paolina a través del suyo.

—Déjame acompañarte a la góndola —dijo—. Debes dormir bien. Será una boda muy tranquila, pero antes que tenga lugar el dux y su esposa tendrán que realizar la ceremonia del compromiso. Yo estoy emparentado con él y estoy seguro de que no pondrá objeciones a que se hagan las cosas a toda prisa, debido a la partida de tu hermano.

Paolina apenas escuchó la explicación del conde, pero ello destruyó, sin embargo, su vana esperanza de que todo aquello no fuera sino una amarga pesadilla.

Cuando se sentó junto a Sir Harvey en la góndola, trató en vano de encontrar palabras para inducirlo a cambiar su decisión. Pero comprendió, por la rígida actitud de él, que no quería hablar. Lo vio, de perfil, con el rostro recortado contra el fondo oscuro del cielo, y tuvo miedo. Era como si se hubiera convertido en un extraño.

—Harvey —murmuró una vez, entre dientes—. Harvey.

Pero él no pareció escucharla.

Llegaron al palacio, dieron las buenas noches a los gondoleros y vieron que, Alberto los estaba esperando para dejarlos entrar. Subió con ellos la escalera y, cuando llegaron a la galería, Paolina esperó a que se fuera para poder hablar a solas con Sir Harvey, pero el muchacho se quedó esperando, en el fondo.

—Buenas noches, Paolina —dijo Sir Harvey y el tono de su voz encerraba una advertencia y una orden.

—¡Tengo que hablar contigo! —suplicó ella.

Pero él mantuvo abierta la puerta de la alcoba y Paolina, casi como si él la hubiera hipnotizado, se vio obligada a entrar en su dormitorio.

—¡Espera! Por favor… por favor…

—Buenas noches, Paolina.

Sir Harvey cerró la puerta y ella lo oyó llamar a Alberto y cruzar la galería para dirigirse a su dormitorio. Entonces, comprendiendo que él no accedería a sus ruegos, se arrojó sobre la cama sacudida por los sollozos.

Lloró largas horas. Luego, se levantó, se quitó el vestido y se deslizó en la cama.

Estaba tan cansada que cayó en un profundo sueño, del que la sacó Teresa, a las siete en punto, con un plato de sopa y una copa de vino.

—Son órdenes de su señoría, milady. Dijo que tenía que tomar esto.

—No quiero nada —protestó Paolina todavía somnolienta.

—Pero, milady, esto le hará bien, y necesitará todas sus fuerzas.

—¿Para qué? —preguntó Paolina, casi enfadada. Pero aún antes de terminar de hablar la invadió de nuevo la inmensa tristeza que se había apoderado de su alma la noche anterior. Comprendió que Sir Harvey debía haber comunicado la noticia de la boda a los sirvientes, y el conde, a su vez, a sus amigos y parientes.

Iba a casarse con un hombre al que no amaba. Pero no tenía otra alternativa.

—El conde es tan apuesto, milady —estaba diciendo Teresa—. Todo el mundo lo admira.

Paolina no dijo nada e hizo un esfuerzo por comer la sopa.

—Por supuesto, hay quienes dicen que ha amado a demásiadas mujeres —continuó Teresa—. Pero siempre eran damás casadas…

—Así que el conde ha tenido muchos idilios, ¿eh? —preguntó Paolina sin interés.

—¡Oh, sí! —continuó Teresa con aire casi triunfal—. Es un amante muy experimentado. Por mi parte, yo prefiero a un hombre que sepa lo que hace y no a jóvenes inexpertos.

Paolina hubiera querido decir que odiaba a todos los hombres, experimentados o inexpertos… que sólo quería a uno, pero que él no la aceptaba. Teresa continuó hablando de los idilios del conde y de la crueldad con que había tratado a algunas mujeres cuando dejaron de interesarle.

—El conde puede ser muy cruel cuando quiere —dijo—. Pero usted es tan hermosa, milady, que podrá manejarlo con un dedo.

El conde no era lo que ella se había imaginado, pensó Paolina, pero no le importó. Sólo deseaba ver a Sir Harvey.

—Ve a buscar a su señoría —ordenó Teresa—, y dile que quiero hablar con él un momento.

Tan pronto como Teresa se marchó, Paolina saltó de la cama, se puso una bata, y se arregló el cabello frente al espejo. Se veía pálida y había líneas oscuras bajo sus ojos, pero, pensó con satisfacción, aun así se veía hermosa. ¡No podría resistirla!

—Su señoría está muy ocupado —dijo Teresa al volver—. Dice que vendrá si es realmente importante, y sólo por un momento.

—Ve a decirle que es de la mayor importancia que hable con él —repuso Paolina.

Teresa salió corriendo de la habitación, Paolina esperó caminando de un lado a otro. Los minutos pasaron y, cuando empezaba a invadirla el temor de que él se negara a verla, la puerta se abrió y entró Sir Harvey.

Le bastó una mirada para comprender que él tampoco había dormido. Se veía pálido, aun bajo su piel bronceada. Cerró la puerta tras él y se quedó mirándola, advirtiendo la intensa alegría que reflejaba el rostro de Paolina al verlo y la luz de sus ojos.

—Has venido.

Apenas si pudo pronunciar las palabras.

—Sí, he venido —contestó él con voz ronca y amarga—. ¿Por qué tienes que crucificarnos, tanto a ti como a mí? Hasta el mediodía, será mejor que nos veamos lo menos posible.

—No puedo hacer esto, y tú lo sabes —dijo Paolina—. No puedes obligarme a seguir adelante.

Sir Harvey la miró por un largo momento y entonces dijo con brusquedad:

—No puedo hacer más. Y es verdad que no puedo obligarte a hacer nada que no quieres. Pero déjame poner una cosa bien en claro: si no sigues adelante con este matrimonio, me iré esta noche solo, sin despedirme. Saldré de tu vida en la misma forma repentina como llegué a ella.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —preguntó Paolina.

—Porque es por tu propio bien —contestó él—. ¿Supones que me resulta fácil renunciar a ti? Pero no soy lo bastante villano para llevarte conmigo y dejarte sufrir después. Ésta es tu única oportunidad, la única que tendrás, de encontrar, si no felicidad, al menos tranquilidad. Serás rica, respetada. Formarás parte de una de las ilustres familias venecianas. ¿Qué importo yo ante eso?

La miró con rostro sombrío.

—Olvida que me conociste —ordenó—. Olvida que el destino, por algún extraño capricho, unió nuestras vidas sin otra razón que la de burlarse de nuestro tormento.

Ella comprendió, por el tono de su voz, cuánto estaba sufriendo. Y, como no podía hacer otra cosa, ni contestar a lo que él decía, se cubrió el rostro con las manos y lloró amargamente.

Cuando levantó la vista de nuevo, Sir Harvey se había ido. Había cerrado la puerta en silencio y ella no lo había oído marcharse.

Cuando Teresa volvió, Paolina se bañó en agua perfumada con jazmín y se secó con las suaves toallas que llevaban la corona principesca del dueño del palacio.

Se vistió mecánicamente con las exquisitas prendas que Teresa le había traído: una bata bellamente bordada con adornos de encaje legítimo y enaguas que parecían haber sido hechas por manos de hadas.

Llegó el peinador y le arregló el cabello en un estilo diferente. Suaves y naturales ondas enmarcaban su pequeño rostro haciéndola muy joven e inocente.

Cuando el peinador terminó, Paolina vio que, sobre la cama Teresa había puesto un exquisito traje de novia.

—La tía del conde se lo envió —explicó la doncella, en respuesta a la mirada interrogante de Paolina—. Ha estado en la familia Ricci por muchas generaciones.

—¿Por qué tengo que vestirme tan temprano? —preguntó Paolina—. No voy a casarme hasta una hora después del mediodía.

—Porque es costumbre que el dux y su esposa vean a la novia en su traje nupcial, cuando llegan a ponerle las perlas alrededor del cuello.

—¿Qué perlas? ¿De qué estás hablando?

—¿No conoce la costumbre, milady? Pensé que su señoría se la habría explicado.

—No sé nada. Cuéntame qué sucede.

—Es una ceremonia muy antigua —explicó Teresa—. El dux y su esposa, sentados en sus tronos, colocan en el cuello de la novia las perlas que debe usar por un año, a partir de su matrimonio.

—¿Y de dónde proceden las perlas?

—Casi siempre son un regalo de la madre de la novia. Pero, si ella es huérfana de madre, el novio se las proporciona como parte de su regalo de compromiso. En el país de usted, creo que las novias sólo usan un anillo. Pero en el nuestro usamos un anillo, que llamamos el ricordino, y también las perlas.

—Me parece una bonita costumbre —comentó Paolina.

El vestido era muy hermoso y, con muy pocas alteraciones, le quedó a Paolina a la perfección. Estaba hecho de brocado plateado bordado con perlas, pequeños brillantes y encaje. La novia no debía ponerse el velo hasta el momento de la ceremonia, pero una enorme tiara de brillantes y perlas, le fue colocada sobre la cabeza.

Se preguntó, de pronto, si Sir Harvey la admiraría. Ese pensamiento la hizo sentir muy deprimida, porque comprendió que, a partir de esa noche, no importaría ya qué ropa se pusiera o qué palabras pronunciara… ¡él no estaría ya ahí para verla o escucharla!

Milady es muy bella —decía Teresa una y otra vez. Corrió a abrir la puerta que daba a la galería y Paolina salió lentamente de la habitación, en busca de Sir Harvey.

Él la estaba esperando en el extremo más lejano de la galería, mirando por el balcón hacia el canal. Él, también, estaba vestido con gran elegancia, con una chaqueta de satén azul. Su rostro, sin embargo, mostraba una expresión sombría y tenía el ceño fruncido.

Miró a Paolina y, mientras los sirvientes esperaban, se quedó indeciso un momento, sin saber qué se esperaba de él. Entonces, en una voz extensa de emoción, dijo con visible esfuerzo:

—Te ves muy bien. Es hora de que partamos.

Teresa exclamó:

—¡Espere un momento, por favor, su señoría! ¿No le parece que se ve bellísima? ¡Es preciosa! Díganos, su señoría lo que piensa de su apariencia.

Los ojos de Sir Harvey se encontraron con los de Paolina. Por un momento, todos los demás desaparecieron y se quedaron solos.

—Estás muy hermosa —dijo Sir Harvey por fin, con una voz profundamente triste.

Entonces, tomando su mano en la de él, la condujo hacia la escalera para bajar hacia la góndola que esperaba.

El conde los estaba esperando en la escalinata de su palacio.

—Casi no puedo creer que tu belleza sea mortal —dijo a Paolina, después de besar la mano de ella, fría como el hielo.

Paolina no contestó. Se concretó a permanecer muy erguida junto a él, mientras esperaban la llegada del dux y su esposa.

La gente, que sentía que algo iba a suceder, empezaba a reunirse en las góndolas y en los balcones de otros palacios.

—¡Aquí vienen! —exclamó el conde, y Paolina vio que se aproximaba la espléndida góndola del dux, con sus ventanas de cristal y sus cojines de terciopelo escarlata. Aunque la visita era privada, él llevaba puesto un manto de tela tejida con hilos de oro y el sombrero que proclamaba su cargo bordado del mismo modo. Su esposa, una mujer de cabellos grises y movimientos pesados, llevaba también un manto dorado con un largo velo.

El conde pronunció un discurso formal de bienvenida cuando bajaron de su góndola y Paolina hizo una profunda reverencia. El dux y su esposa fueron escoltados a través del palacio para subir a los grandes salones de recepción del primer piso.

Aquí los recibió la tía del conde, mientras el maestro de ceremonias traía bebidas en bandejas de oro. Se repartieron vino, galletas y un tipo especial de pan que se servía en las bodas.

—¡El emblema de la fertilidad! —dijo la tía dirigiéndose al conde con expresión austera, como si dudara de la eficacia del pan.

Paolina se encontraba demásiado atontada para sentir ya nada, pero las palabras de la mujer hicieron correr un estremecimiento de horror por todo su cuerpo. ¿Cómo podía dar hijos a un hombre al que no amaba?

Cuando terminaron el frugal refrigerio, el dux y su esposa se instalaron en dos altos tronos erigidos en un extremo de la habitación. Había banquillos de terciopelo, para los pies, frente a ellos. Sir Harvey se adelantó y tomó a Paolina de la mano.

Con la cabeza en alto dejó que él la condujera hasta el banquillo de terciopelo. A una orden del dux, Paolina se arrodilló a sus pies. El conde le entregó al dux un magnífico collar de perlas y él lo tomó en sus dedos delgados, de venas azulosas.

—Que la pureza de las perlas del mar sea un eco de la pureza de su corazón —dijo con su voz vieja y bondadosa—. Que los años de felicidad con el hombre que ha elegido sean tantos como las perlas de este precioso collar.

Cuando Paolina sintió que el dux abrochaba el collar en su nuca, le pareció que una cadena de acero ceñía su cuello.

El conde la ayudó a ponerse de pie y deslizó un anillo en su dedo. Un enorme brillante lanzó reflejos a la luz de las velas. Paolina lo miró sin interés.

—¡Bésala! ¡Bésala! —gritaron los espectadores, según la vieja costumbre.

El conde rodeó con un brazo a Paolina y buscó sus labios, pero ella le ofreció una mejilla. Mientras el conde la besaba, miró hacia Sir Harvey con tristeza, y vio brillar en los ojos de él, por un instante, una expresión de furia asesina, que desapareció un momento después.

La ceremonia había terminado. La esposa del dux besó a Paolina y se volvió hacia el conde para felicitarlo.

—Es una criatura exquisita, Leopoldo —sonrió—. ¡Qué hermosa pareja van a hacer ustedes! ¡Toda Venecia querrá agasajarlos!

Después, Paolina fue presentada a los familiares del conde y todos conversaron de manera informal hasta que llegó el momento de que el dux y su esposa se marcharan.

—Te ves tan hermosa, que no puedo creer que ya seas mía —musitó el conde a Paolina, pero como su tía le indicó con un gesto que atendiera a algunos invitados importantes, ella se encontró un momento a solas con Sir Harvey.

Lo miró con expresión patética.

—Sigo pensando que ésta es una pesadilla y que debo despertar —murmuró.

—Mira a tu alrededor… este palacio —dijo él con brusquedad—. Ahora es tuyo. ¿Ves los cuadros? ¿Calculas cuánto valen los muebles? ¿Notaste las bandejas de oro macizo en que sirvieron las bebidas?

Ella movió tristemente la cabeza de un lado a otro.

—Estaba pensando en lo felices que éramos en la casita de Gasparo, cuando disfrutamos de aquella primera comida juntos. ¿Recuerdas que el pollo estaba duro y que el vino era malo? Y, sin embargo, ¡con qué apetito lo disfrutamos!

—Tu vestido estaba roto y arrugado —contestó él—, y, sin embargo, te veías aún más bella de lo que te ves en este momento.

—Era porque me sentía feliz —contestó ella.

—Ni el amor ni la felicidad sobreviven a la pobreza —dijo él con convicción.

—¿Quién te dijo eso? Sin duda alguna una mujer qué no había amado nunca. Con frecuencia he pensado que es el lujo, no la pobreza, el que ahoga el amor.

—Tú has conocido la miseria —dijo Sir Harvey—. ¿Quieres, de veras, volver a ella? Piensa en esos cuartos que me has descrito, en Nápoles y Roma, en las pequeñas poblaciones de la costa. ¿Los soportarías de nuevo?

—¿Contigo? —preguntó Paolina—. Serían el paraíso para mí porque tú estabas ahí.

—Estás loca —dijo él enfadado—. Mira a tu alrededor y un día me agradecerás que yo haya tenido más sentido común que tú.

—Aunque viva cien años, jamás te perdonaré por destruir la única cosa realmente bella que hubo en mi vida —contestó Paolina en voz baja.

—¿Qué cosa? —preguntó él casi contra su voluntad.

—Mi amor por ti —respondió Paolina.